10. En el que se hacen singulares descubrimientos

Cuando Morosini recobró una conciencia más o menos clara, se encontraba en una oscuridad movediza y en bastante mal estado. La cabeza le dolía horrores y una mordaza le impedía escupir la sangre que tenía en la boca. Su cuerpo no estaba mucho mejor, pues, atado como un salchichón, resbalaba, daba tumbos y se golpeaba contra una caja a merced del traqueteo del vehículo, probablemente una furgoneta, que se bamboleaba por un camino donde no escaseaban los baches.

Intentando colocar una idea detrás de la otra, el prisionero llegó a la conclusión de que su situación no tenía nada de envidiable. En cuanto al destino que le reservaban, no era imposible que fuese definitivo. ¿Adónde lo llevaban? A juzgar por el suelo sobre el que circulaba el cacharro, habían salido de la ciudad, pero ¿en qué dirección?

No tardó en ser informado cuando reconoció, por encima del ruido del motor, la voz de Ladislas:

—No vayamos demasiado lejos con el coche. Ya sabes que los acantilados son peligrosos.

—Los conozco mejor que tú —gruñó el hombre que debería haber estado durmiendo—. Y sé dónde parar para no tener que cargar con él mucho rato. ¡Pesa lo suyo ese tipo!

«Bueno, estos dos bribones simplemente van a arrojarme al mar desde una altura que no perdonará», pensó Morosini con un talante lúgubre.

Nunca le había dado miedo la muerte, pese a haberla visto de cerca durante la guerra, y en el fondo le daba igual morir así o de otra manera, pero el fin que le esperaba ofendía su sentido de la elegancia; ser tirado como una vulgar bolsa de basura lo contrariaba, como también la idea de abandonar una existencia bastante apasionante.

—Aquí —dijo el chófer—. Éste es un buen sitio. Apresurémonos, no sea que vayamos a encontrarnos con una patrulla de vigilancia.

Cuando abrieron las puertas traseras para sacarlo, Aldo vio que la noche era más clara y, sobre todo, menos brumosa; seguramente la marea, al bajar, había limpiado un poco la costa. De vez en cuando, el resplandor blanco de un faro barría una nube rezagada. El ángel custodio del polaco lo agarró por las cuerdas que lo mantenían atado y lo arrojó al suelo sin ningún miramiento, lo que, pese a su valentía, le arrancó un gemido de dolor. Para su sorpresa, Ladislas protestó:

—No es necesario hacerle sufrir.

—No sufrirá mucho tiempo. ¡Vamos, corazón sensible, cógelo por los pies!

Aldo notó que lo levantaban del suelo y que se ponían en marcha. Pensando que le quedaba poca cosa que esperar de este mundo, rezó mentalmente una oración, abrió los ojos y miró el cielo, al que esperaba llegar pronto. Estaba oscuro, sin estrellas. Un digno cielo inglés, lo menos estimulante que cabía imaginar, cuando habría sido tan dulce morir bajo el de Venecia, tierno y aterciopelado.

Con todo, un arrebato de alegría lo asaltó, pues la idea de que sin duda iba a reunirse con su madre resultaba muy consoladora.

De repente, su ascensión mística se vio truncada. Una voz acababa de gritar:

—¡Déjenlo en el suelo poco a poco y levanten las manos! Si veo algún movimiento sospechoso, dispararé. Y tengo buena puntería.

¡Théobald! Gracias a Dios sabe qué milagro, había conseguido seguir a sus secuestradores, y su intervención permitió a Aldo morder de nuevo con fuerza el jugoso corazón de la vida. No obstante, la toma de contacto con el suelo fue un tanto ruda, porque, en lugar de depositarlo con ciertas precauciones, los dos tunantes lo dejaron caer con una sincronización perfecta. Afortunadamente, la hierba todavía era espesa y aterrizó sobre ella sin hacerse demasiado daño. En ese momento, el desconocido hizo fuego, pero Théobald disparó casi simultáneamente. Se oyó un grito de dolor, seguido de la voz aterrorizada de Ladislas:

—¡Larguémonos!

Los dos hombres salieron por piernas sin oponer más resistencia. Las pinceladas luminosas del faro permitieron a Morosini verlos mientras corrían hacia la camioneta, aunque esta vez fue Ladislas quien se puso al volante. El otro se sujetaba un hombro, que debía de dolerle. De Théobald, ni rastro. Seguramente se había tendido en el suelo antes de disparar. El vehículo efectuó una precipitada marcha atrás y dio media vuelta. Los faros se encendieron y, muy pronto, de lo que había estado a punto de ser el coche fúnebre de Morosini no se vio más que una luz roja, rápidamente engullida por la oscuridad.

La vaga inquietud relativa a la suerte de su compañero desapareció enseguida, ya que el haz de luz de una linterna se movía por el acantilado. Para ayudarlo, se puso a gemir, y unos segundos más tarde Théobald se arrodilló junto a él.

—¿Le han hecho mucho daño?

El paquete atado emitió unos sonidos indescifrables:

—Hon, hon…

El fiel sirviente retiró a toda prisa la mordaza y el superviviente aspiró una gran bocanada de aire fresco.

—Le debo la vida, amigo —suspiró mientras Théobald se afanaba en cortarle las ligaduras y friccionar sus miembros doloridos—. ¿Cómo se las ha arreglado?

—Oí un grito y pensé que era usted. Entonces escalé hasta donde usted lo había hecho y vi a esos tipos atándolo y amordazándolo. Uno habló de los acantilados de Beachy Head, y como me imaginaba que no iban a llevarlo cargado al hombro, fui hacia el garaje y esperé a que saliera un coche para montar en él agarrado a la parte trasera.

—Era un poco arriesgado, ¿no?

—Ya lo he hecho varias veces. Si hubiera fallado, habría disparado contra los neumáticos, pero eso era todavía más arriesgado, pues no sabía cuántos había dentro de la casa, y si se me echaban encima, entonces estábamos los dos perdidos.

—Yo sólo he visto a ese par. ¡Ay! Estoy más oxidado que un hierro viejo —añadió Aldo, comprobando la flexibilidad de sus brazos y sus piernas.

—¿Podrá ir andando hasta la ciudad?

—No hay más remedio. ¡En marcha!

Sostenido por su salvador, emprendió el descenso hacia Eastbourne, cuyas lujosas construcciones blancas comenzaban a distinguirse a la luz del amanecer, pero, al llegar a las primeras casas, Aldo notó que le daba vueltas la cabeza y tuvo que sentarse sobre un murete.

—¿No llevará por casualidad algo un poco fuerte en los bolsillos?

—Desgraciadamente, no, y lo lamento. Es la primera vez que me pasa. Pero voy a llamar a una de estas casas para pedir ayuda.

No había terminado de hablar cuando la puerta de un cottage se abrió para dejar paso a un policía que estaba poniéndose el casco. Enseguida vio a los hombres y se dirigió a ellos.

—¿Puedo ayudarlos, caballeros? No tienen buen aspecto.

—Su ayuda será bienvenida —contestó Aldo tras una breve mirada de advertencia a Théobald—. Anoche salí a pasear por estos magníficos acantilados y sufrí un accidente; caí dentro de una grieta y casi me mato. Allí he estado hasta que mi secretario, preocupado al ver que no volvía al hotel, salió en mi busca y ha logrado encontrarme.

—Es cierto que nuestros acantilados son una maravilla, pero ha sido una gran imprudencia aventurarse por ellos, sobre todo de noche —dijo el agente en un tono de hombre importante que reafirmó a Morosini en su convicción de que valía más no revelar su aventura a ese policía local, capaz de meterlo en la cárcel por haber penetrado sin permiso en una morada rica. Por si esto fuera poco, añadió con una pizca de recelo—: ¡Vaya idea salir a pasear anoche! No hacía muy bueno que digamos… Y ahora que me fijo, usted parece extranjero.

—Lo soy. Príncipe Morosini de Venecia, para servirlo. Y también soy un romántico incurable. Me encantan las tierras solitarias a la hora del crepúsculo. Son excelentes para las penas de amor.

Estaba seguro de que el policía comprendería ese tipo de lenguaje.

—¡Espero que no hubiera pensado suicidarse! —dijo de inmediato.

—Si hubiera sido así, seguro que no habría fallado, porque estos acantilados son perfectos para eso. Mire, sargento, lo único que quiero es algo caliente o algo fuerte, y luego ir al hotel a cambiarme antes de volver a Londres.

—Está bien, venga a mi casa. Mi mujer le preparará un buen té mientras yo voy a buscar un coche. ¿En qué hotel está?

—En el Terminus. Entré en el primero que vi al salir de la estación.

—Habría podido encontrar uno mejor para un príncipe. Aquí tenemos los mejores del país, ¿sabe? El Cavendish, el Grand, el Burlington…

Pensando que iba a tener que escuchar la lista de todos los hoteles, así como una descripción detallada de los encantos de Eastbourne, Aldo fingió encontrarse mal. Eso le valió unos cachetes en las mejillas antes de ser conducido entre sus dos compañeros hasta la casita del sargento Potter, donde una lozana joven con aspecto de manzana estuvo encantada de atender a un hombre tan elegante, poseedor de una voz tan bonita y que se dirigía a ella como si fuera una lady.

Su esposo, sin embargo, pese a parecer un poco obtuso, quizás era menos tonto de lo que aparentaba y desde luego era muy curioso. Cuando el coche de policía que había ido a buscar lo llevaba al Terminus en compañía de los supervivientes, hizo otra pregunta que indicaba que algo no estaba claro en su mente.

—Si he entendido bien, ha venido con un secretario simplemente para dar un paseo por los acantilados y ya se va.

—Sé que puede parecer extraño, pero el paseo romántico formaba parte de un todo. Verá, soy extranjero, pero la vida inglesa me gusta y he oído elogiar mucho el encanto de Eastbourne. He venido a comprobarlo por mí mismo. De hecho, es posible que me decida a comprar… o a alquilar una casa para la próxima estación estival.

—Comprendo. ¿Y qué tipo de casa le gustaría? ¿Un cottage como el mío?

El coche circulaba por Grand Parade. Aldo tuvo una idea y retrasó un poco la respuesta hasta que vio una fachada que le costaría olvidar.

—La suya es deliciosa —dijo finalmente—, pero necesito algo más grande para poder invitar a mis amigos. Pienso recibir mucho y me gustaría… ¡justo, una casa así! Ésa sería perfecta.

El sargento Potter, que se había quedado sin habla, acabó por echarse a reír.

—¡Sí, desde luego! Pero ¿no es usted un poco exigente? En cualquier caso, ésa no está ni en venta ni en alquiler.

—¿Está seguro? —dijo Morosini afectando ingenuidad e incredulidad a un tiempo—. Quizá subiendo el precio…

—Aunque ofreciera millones, es imposible. Sepa, sir —añadió el sargento, adoptando una expresión de orgullo—, que esa mansión pertenece a Su Gracia la duquesa de Danvers.

—¡Ah! Claro, claro… —dijo Aldo, aclarándose la garganta para ocultar su sorpresa—. En tal caso, será mejor que busque otra cosa.

Unas horas más tarde, sentado junto al fuego en uno de los dos grandes sillones de piel negra de su salón de Chelsea, Adalbert escuchaba a su amigo, arrellanado en el otro, contarle su sorprendente odisea sin pensar ni por un instante en disimular su sorpresa.

—¿La casa de la duquesa sirviendo de refugio al supuesto asesino de Ferrals, al que sabemos que ella tenía en mucho aprecio y, sobre todo, que la ayudaba a mantener un tren de vida a la altura de su rango? ¡Es de locos!

—He analizado el asunto desde todos los puntos de vista durante el viaje de vuelta y he llegado a la conclusión de que tal vez no sea tan descabellado. Si entendí bien la conversación entre los dos hombres que estuvieron a punto de matarme, Ladislas está esperando un barco para ir a Polonia con un cargamento de armas. ¿Me sigues?

—Paso a paso. Es indudable que una morada tan aristocrática es un lugar idóneo para llevar a cabo un tráfico clandestino, pero parece un poco difícil de creer.

—Yo no opino lo mismo. Sir Eric vendía armas a la luz del día. Al menos en principio. Era, por decirlo de algún modo, la parte visible del iceberg, pero estoy convencido de que una gran parte de sus negocios se hacía de tapadillo y de que la duquesa le ayudaba…, consciente o inconscientemente.

—¿Qué quieres decir?

—Que me parece un poco corta de alcances para llevar bien unos asuntos tan delicados. Sin embargo, me vino a la memoria una cosa cuando los dos hombres citaron a un tal Simpson con el que debían hablar cuanto antes.

—¿Lo conoces?

—Digamos que lo he visto, y precisamente en casa de lady Danvers. Es su mayordomo.

Armado con la bandeja del café, Théobald, tan fresco como si hubiera pasado una apacible noche en su cama en lugar de recorriendo los acantilados, entró a tiempo de oír el final de la frase.

—Si me lo permiten —dijo—, según lo que el príncipe ha tenido a bien contarme en el tren, yo me sentiría tentado de pensar que Su Gracia no está al corriente de nada y que ignora lo que está ocurriendo en su casa.

—¿No te parece un poco excesivo? —repuso Vidal-Pellicorne, tomando una humeante taza para pasearla bajo su nariz con deleite—. Bien debía saber de dónde salía el dinero que recibía.

—Hasta ahora, sin duda. Pero… ¿por qué ese tal Simpson no podría haber considerado oportuno proseguir un comercio sumamente lucrativo ahora que sir Eric Ferrals ha desaparecido? —dijo Théobald.

—Yo coincido con Théobald —intervino de nuevo Morosini—. Faltaría averiguar a quién se dirigen nuestros clandestinos para abastecerse.

—Eso sólo podría decirlo Sutton. Como supondrás, los engranajes de un negocio como ése deben de ser infinitamente complejos y delicados. En cualquier caso —concluyó Adalbert—, una cosa es segura: tienes que ir a contárselo todo a Warren.

—Lo sé. Llevo dándole vueltas a eso desde esta mañana, pero no puedo hacerlo. Le he prometido a Anielka que no avisaré a la policía.

—¡Ésta sí que es buena! ¿Y qué habrías hecho con Ladislas, si hubieras conseguido sacarlo de la casa y llevarlo contigo?

—Él dice que no tiene nada que ver con el asesinato.

—Tal vez sea cierto. Falta saber a quién quieres creer tú, a él o a ella, y sobre todo a quién deseas salvar. Anielka debe de saber, a no ser que se haya quedado de repente sin luces, que si logras encontrar a ese muchacho no tendrás más remedio que entregarlo.

—Sí, pero con la condición de que sea yo quien lo atrape y no un escuadrón de policías.

—¿Para que no parezca que lo ha denunciado ella? ¡Una idea muy ingeniosa! —gruñó Adalbert—. Pero resulta que ahora, con la entrada en escena de la duquesa, las cosas están yendo demasiado lejos. Piensa que, si guardas silencio, te expones a ser cómplice en un asunto de tráfico de armas que no sabes adonde podrá acabar llevándote. ¿Te gustaría pasar unas decenas de años en Pentonville o en Dartmoor?

Aldo se quedó unos instantes pensativo y luego trató de cambiar de tema de conversación a fin de tomarse un poco más de tiempo para reflexionar.

—Por cierto, ¿y tú? ¿Tu excursión a Whitechapel ha dado algún fruto?

—No intentes dar largas al asunto. Tengo cosas que contarte, pero esperarán hasta la noche. ¿Vas a ir a ver al superintendente o voy a tener que ir yo en tu lugar?

—Sí, voy a ir —dijo Morosini suspirando—. Más vale que lo haga yo, ya que puedo describir al enemigo. Sólo espero poder conseguir que actúe con discreción e incluso que recurra a mí cuando haya una posibilidad de detener al polaco. Podría hacerme este favor; con la información que voy a darle, debería estar contento.

Esto demostraba un gran candor, y una vez en Scotland Yard las esperanzas de Morosini se vinieron abajo más deprisa que las murallas de Jericó al sonar la trompeta de Josué. El pterodáctilo manifestó una moderada alegría por ver de nuevo al príncipe anticuario, pero cuando éste comenzó a contarle su aventura balnearia pasó sin transición de una indiferencia cortés a una especie de trance y emprendió el vuelo por el despacho batiendo furiosamente las alas.

—¿Cómo? —gritó—. ¿Ha obtenido información de tamaña importancia y no ha venido a traérmela hasta ahora, cuando lo ha estropeado todo? ¿Sabe que podría arrestarlo por obstrucción de la acción de la policía?

—¿Qué ganaría con eso? —repuso Aldo sin amilanarse—. ¿Me permite recordarle que la susodicha información me ha sido confiada en el más estricto secreto por lady Ferrals, a fin de que me encargue personalmente de aprehender…, es así como se dice, a su antiguo enamorado para que no la puedan acusar a ella de haberlo…?

—… entregado y por lo tanto no acabe siendo víctima de la venganza de sus amigos anarquistas —recitó Warren en un tono indignado—. Ya me conozco la cantinela. ¿Y qué ha pasado ahora? ¿Sus escrúpulos lo han abandonado?

—La verdad es que no, pero al encontrarme ante un asunto de tráfico de armas que quizás afecte a la seguridad del Estado y ponga en entredicho a una personalidad cercana a la Corona, he considerado que no tenía derecho a seguir guardando silencio.

—¡Aún tendremos que dar gracias!

El superintendente volvió a sentarse tras su mesa, tomó un cuaderno y le quitó el capuchón a su estilográfica.

—Bien, si no le importa, volvamos a empezar desde el principio. Y con todo detalle.

—¿No… no llama a su secretario para tomarme declaración?

—Debemos actuar con discreción, ¿no? —repuso, irritado, Warren—. Así que voy a escribir yo mismo y después veré cómo podemos tratar de preservar el estúpido secreto que esa joven idiota le exige.

Aliviado de un enorme peso, Aldo repitió el relato esforzándose en ser lo más preciso posible y sin omitir nada. Durante un buen rato, sólo se oyó su voz amortiguada y el chirrido de la pluma sobre el papel.

Cuando hubo terminado y Warren hubo releído lo que acababa de escribir, Morosini, tras una breve vacilación, preguntó:

—¿Me hará un favor?

—¿Cuál?

—Avisarme cuando sepa dónde está Wosinski para que pueda apresarlo yo. No le pido que no proteja la retaguardia, pero concédame el honor de acabar solo lo que empecé en Eastbourne.

Los ojos redondos y amarillos del pterodáctilo se clavaron en el rostro crispado de su visitante.

—Ahora que lo conoce, sería una gran imprudencia. No vacilará en disparar contra usted. ¿Acaso quiere poner en peligro su vida?

—Sin dudarlo ni un instante. Quiero cumplir la misión que me han encomendado, aunque sea a ese precio. Desde este momento estoy a su entera disposición.

El policía, sin contestar, calibró al hombre que tenía enfrente. Finalmente, tapó la pluma y la dejó entre los papeles.

—Nunca he puesto en duda que sea usted un hombre altruista y comprendo su dilema. Le prometo hacer cuanto esté en mi mano para darle satisfacción, con la condición, por supuesto, de que dejándole actuar no nos arriesguemos a que fracase la operación. Ni que decir tiene que deberá obedecer estrictamente —dijo, subrayando esta última palabra— las órdenes que yo le dé.

—Tiene mi palabra.

Alguien llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, el inspector Pointer entró en el despacho de su jefe, se inclinó junto a su oído y le dijo algo en voz baja. Debía de tratarse de una noticia importante, porque el superintendente se sobresaltó. No obstante, hizo un gesto indicando a su subordinado que se retirara.

—Luego nos ocuparemos de eso. Primero voy a acabar con el príncipe.

—No entiendo cómo ha podido suceder una cosa así, sir. La vigilancia era perfecta…

—Déjelo por el momento, Pointer. Ya le llamaré.

El inspector se marchó de mala gana. Morosini se dispuso a imitarlo. En cuanto a Warren, no se movía. Parecía perdido en profundos pensamientos mientras tecleaba con los dedos sobre el brazo del sillón. De pronto, dijo:

—No vamos a poder mantenerlo en secreto mucho tiempo, así que más vale que se lo diga: Yuan Chang se ha ahorcado en la cárcel con un cordón de seda amarillo.

—¿Se ha ahorcado? —susurró Morosini, atónito—. Pero ¿no decía la otra noche que no conseguiría mantenerlo entre rejas mucho tiempo? Entonces, ¿por qué iba a matarse? No corría peligro de que lo condenaran a la pena de muerte.

—Y aun así, lo ha hecho él mismo. Bueno, casi…

—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no se ha quitado la vida voluntariamente?

—Algo así. Yo diría que ha sido un suicidio por orden. ¿Conoce usted China, príncipe Morosini?

—No. Conozco su arte, su cultura, pero no he estado nunca allí.

—¿Su cultura? ¿Sabe algo de las antiguas costumbres imperiales, en particular de lo que designaban con el término «regalos preciosos»? ¿No? Entonces voy a explicárselo: cuando el emperador tenía queja de alguno de sus súbditos de alto rango o de sus dignatarios y, en razón de los servicios prestados, no deseaba enviarlo al verdugo, le hacía llegar lo que llamaban «regalos preciosos»: un cordón de seda amarillo, el color imperial, una bolsita de seda llena de veneno y un puñal. Eso significaba que le daba la opción de matarse.

—¿Y si escogía la vida?

—Imposible. Si lo hacía, la ejecución era inmediata. En el caso que nos ocupa, yo creo que Yuan Chang no ha tenido elección. Seguramente sólo han conseguido hacerle llegar el cordón, dentro de un panecillo o de Dios sabe qué. Pero ha sido suficiente para que obedeciera, como debe hacer todo mandarín, cosa que sin el menor género de duda era.

—Espere, espere… —repuso Morosini—. Dice que ha obedecido, pero ¿a quién? Usted habla de una costumbre imperial, pero en China hace unos años que triunfó la revolución. Quien manda ahora es Sun Yat Sen, y no creo que esté interesado en resucitar a los emperadores manchúes.

—Tratándose de China se puede esperar cualquier cosa: lo imposible, lo inconcebible, lo absurdo…, pero sobre todo la existencia de raíces tan profundamente hundidas en la noche de los tiempos que todavía perduran. El país vive su revolución, es verdad. Sin embargo, el joven emperador Pu Yi, actualmente destituido, continúa viviendo en sus palacios de la Ciudad Prohibida. Eso permite suponer que hay cierto número de fieles diseminados por el imperio pulverizado. Yuan Chang debía de ser uno de ellos. Aunque viviera en Londres desde hacía años, no en vano era de Hong Kong, donde las conspiraciones se desarrollan como flores al sol.

—En lo que a usted respecta, ¿cambia algo su «suicidio», aparte del hecho de que las posibilidades de recuperar el diamante de Harrison son menores?

Warren cogió de encima de la mesa una bonita pipa de brezo de Escocia y, pensativo, se puso a llenarla de tabaco antes de encenderla y de dar una larga bocanada que pareció relajarlo.

—¡Desde luego! —respondió por fin—. Eso significa que cometimos un error atribuyéndole demasiado poder, creyendo que actuaba solo, como devoto coleccionista en busca de tesoros desaparecidos. Ahora nos vemos obligados a constatar que era simplemente una cabeza, la que apuntaba hacia Inglaterra, de una de las implacables hidras llamadas tríadas, que para conseguir sus objetivos elevan el crimen a la categoría de institución. Para ellas todo vale: tráfico de armas, de drogas, de mujeres, de esclavos, incluso de niños. Para serle sincero, empiezo a echar de menos a Yuan Chang. Al menos con él sabíamos más o menos dónde estábamos. Ahora vamos a navegar entre la bruma.

—¿Y lady Mary? ¿Va a navegar también entre la bruma, como ustedes?

—No lo sé. Si está convencida de que el diamante se le ha escapado de las manos, es posible que abandone.

—Me extrañaría. Bajo sus maneras graciosas, parece un bulldog al que le han quitado su hueso. Llevará su locura hasta el final.

—De todas formas, va a seguir bajo vigilancia, y si un día me da la alegría de poder llevarla a los tribunales, mejor que mejor —concluyó Warren en un tono tan agresivo que Morosini sintió un escalofrío en la espalda.

—¿Se lo toma como una cuestión personal? —preguntó, sorprendido.

—Por una vez, sí. Lady Mary es tan culpable de la muerte de George Harrison como si lo hubiera matado con sus propias manos. De no ser por su codicia, un hombre de bien seguiría entre nosotros.

La gravedad del tono daba a entender que el juicio de Warren sería inapelable, pero, después de todo, Aldo no experimentaba el menor deseo de defender la causa de la nueva condesa de Killrenan. Entre otras cosas porque, en el curso de una de sus numerosas lucubraciones, había llegado a preguntarse si no sería también responsable del asesinato de sir Andrew. Tratándose de una mujer que contaba con tales complicidades, hacer comprar en Port Said a un individuo que además de ladrón fuera asesino quizá no presentara inmensas dificultades. Y creía recordar que, después del fracaso de su visita al palacio Morosini, quería lanzarse tras la estela del Robert-Bruce. No obstante, se guardó para sí sus reflexiones. Además, ya era hora de retirarse, de modo que cogió el sombrero y los guantes que había dejado sobre una silla.

—Creo que en eso soy de su misma opinión, y confieso que en estos momentos tengo tendencia a compadecerle. Se diría que la alta sociedad la ha tomado con usted: después de lady Mary, la duquesa de Danvers…

—Tiene razón; no es un problema nimio. Aunque yo creo que la duquesa es demasiado tonta para maquinar nada. Por cierto, cuento con usted para mantener todo esto en secreto.

—Espero que no lo ponga en duda.

—No, pero desconfío de ese periodista del Evening Mail con el que nuestro amigo arqueólogo se ve bastante a menudo.

Aldo se echó a reír.

—Debería saber que Vidal-Pellicorne tiene los ojos puestos en el Valle de los Reyes y las hazañas de Carter.

Gracias a Bertram Cootes, se entera un poco antes de las noticias. La duquesa no les interesa a ninguno de los dos.

—¡Ojalá siga siendo así! Bien, hasta pronto quizá.

Dicen que basta con hablar del rey de Roma para que asome por la puerta. Cuando llegó a Chelsea, Aldo casi se dio de bruces con Bertram, que bajaba la escalera como un rayo tarareando una vieja canción galesa. Éste, al reconocer al recién llegado, le pidió disculpas con una sonrisa radiante, le asió las dos manos para estrecharlas con un afecto inesperado y se precipitó al exterior haciendo revolotear su impermeable gastado, lo que dejó a la vista un traje de cheviot deformado por el uso, y gritando:

—¡La vida es bella! ¡No se imagina usted lo bella que puede ser a veces la vida!

Aldo ni siquiera trató de aclarar si eran palabras de Shakespeare o de Bertram. Después de verlo desaparecer en la bruma de la noche, se reunió con Vidal Pellicorne, al que encontró haciendo un solitario. Adalbert levantó los ojos en cuanto vio entrar a su amigo.

—Bueno, ¿qué? ¿El pterodáctilo no te ha devorado?

—Lo ha intentado, pero al final hemos llegado a un acuerdo. Oye, acabo de encontrarme a Bertram dando saltos de alegría. ¿Qué le ha pasado? ¿Ha heredado una fortuna?

—Digamos que ha heredado cincuenta libras que acabo de darle a título de gratificación, de agradecimiento y de incitación al silencio. Al menos durante algún tiempo más.

—¡Cincuenta libras! Eres muy generoso.

—Las vale, te lo aseguro. Gracias a él he podido confirmar otra pista de la Rosa, esta mucho más cercana a nosotros, puesto que se pierde a principios de siglo.

—Ah, ésta también se pierde, ¿eh? Sí, claro, lo raro habría sido lo contrario. Oye, pero no le habrás contado a ese periodista que la piedra robada en la joyería de Harrison era una falsificación…

—¿Por quién me tomas? Él sigue creyendo la versión oficial, pero, como últimamente no dispone de mucho material que le permita utilizar la pluma, ya que siguen asignándole sólo los sucesos, se le ha ocurrido la idea de escribir textos contando historias de piedras singulares para convertirlos quizás en un libro, que giraría, por descontado, alrededor de la desaparición de la Rosa. Así que vino a verme para saber lo que, en el transcurso de mi larga vida de arqueólogo, he aprendido sobre joyas raras, aparecidas de repente en lugares inesperados. Su proyecto no es una tontería, y le pregunté de dónde lo había sacado. Fue entonces cuando me habló de su amigo Lévi, un sastre judío de Whitechapel que lo viste.

Al recordar el traje de cheviot deformado que el periodista lucía cuando lo había visto, Aldo no pudo contener la risa.

—¿Un sastre? ¿Bertram Cootes? Yo hubiera jurado que se vestía en una trapería.

Vidal-Pellicorne dirigió a su amigo una mirada severa.

—Cuando uno es tan elegante como tú, debe mostrarse más caritativo. Bertram hace lo que puede. En cuanto a la historia que él y su sastre me han contado, no hace reír ni por asomo. Es excitante, desde luego, pero más bien aterradora.

—¿No exageras un poco? Las historias aterradoras de Whitechapel sucedían hace cuarenta años, en la época de Jack el Destripador.

Adalbert clavó sus ojos azules, súbitamente teñidos de gravedad, en los de su amigo, mientras con las manos revolvía las cartas extendidas sobre la mesa.

—Vas a llevarte la sorpresa de tu vida, igual que me la he llevado yo, porque resulta que ese famoso diamante, esa piedra real que ha pasado por las manos de tantas personas ilustres, por imposible que parezca llegó hasta los arroyos sangrientos donde el monstruo sin cara abandonaba a sus víctimas. Estoy seguro.

—¿Qué? ¡Tú desvarías!

—No, no. En fin, juzga por ti mismo. Anoche convencí a Bertram de que me llevara allí prometiéndole una buena gratificación si animaba a su amigo para que compartiera conmigo sus recuerdos de lo que él llama «la piedra judía».

—¿La piedra judía? ¿Y se supone que es…?

—Escucha y verás. La noche del 29 de septiembre de 1888, hacia Ja una de la madrugada, un buhonero polaco, además de judío, entró con su carricoche en el patio del Club Educativo de los Trabajadores Extranjeros que se encontraba en Berner Street. De pronto, el caballo se encabritó y el buhonero, dirigiendo la linterna hacia el suelo, descubrió el cuerpo de una mujer degollada. Al mismo tiempo, distinguió en la oscuridad del patio una silueta que huía. Paralizado en un primer momento por el terror, intentó gritar sin conseguirlo y se dejó caer de rodillas junto al cadáver, que aún estaba caliente. Fue entonces cuando vio, al lado de su mano, algo brillante: una especie de piedra salpicada de barro. La cogió, se la guardó en el bolsillo y logró por fin pedir socorro. Al cabo de un momento, la gente que quedaba en el club acudió y poco después llegó la policía. Asistieron al buhonero, que estaba medio muerto de miedo. Ese crimen era el tercero que cometía el Destripador, aunque en este caso la víctima no había sido destripada porque la llegada del carricoche había obligado a huir al asesino. La nueva víctima se llamaba Elizabeth Stride; era una viuda de unos cuarenta años, dedicada a la prostitución desde el ingreso y la muerte en prisión de su marido, pero que había conocido días mejores… Pero olvidemos eso. Cuando llegó a su casa después de haber estado un buen rato en el puesto de policía, el buhonero se acordó de lo que había encontrado, lo sacó del bolsillo y empezó a limpiarlo. Aunque jamás había visto un diamante pulido y sin tallar, y aunque poseía una cultura muy limitada, se dio cuenta de que no se trataba de una piedra corriente. Pensó en llevarla a la policía, pero, como no la había entregado enseguida, tuvo miedo de las consecuencias de su gesto tardío y prefirió plantear el problema a su vecino, el rabino Eliphas Lévi, al que lo unía un parentesco lejano. Éste era un hombre piadoso, prudente y sabio, en quien se podía confiar plenamente.

»El rabino aprobó la decisión del buhonero de haber acudido a él. Puesto que había cometido la imprudencia de recoger un objeto del lugar del crimen y no mencionarlo, era preferible continuar por esa vía. Desde el comienzo de la pesadilla que estaban viviendo en Whitechapel, la policía actuaba muchas veces con brutalidad y sin demasiado discernimiento. Como la imaginación colectiva de la gente del barrio, por ejemplo, había hecho surgir en relación con uno de los crímenes anteriores la silueta de un hombre con un delantal de cuero, habían detenido a un desdichado zapatero, un judío polaco llamado John Pizer, mientras que los suyos estaban empezando a sufrir un principio de pogromo. Por suerte, el hombre tenía una coartada y lo habían soltado. Eliphas Lévi, que había estado a punto de tener problemas, quería evitar a toda costa que aquello volviera a suceder. Lo mejor era callar, pero, a fin de que su vecino no se sintiera perjudicado, le propuso que le dejase la piedra para estudiarla y, en espera del resultado, le dio algún dinero.

»A1 quedarse solo, el rabino examinó minuciosamente la piedra. Siempre se había interesado por la mineralogía y poseía un pequeño equipo en el que figuraba una lupa. No tardó en distinguir, en la cara más plana del cabujón, una minúscula estrella de David. A partir de ese momento, pensando que tenía entre las manos un objeto sagrado, ya que conocía la leyenda del pectoral perdido, lo consideró su más preciado tesoro sin preocuparse de su valor en el mercado, convencido de que databa de tiempos inmemoriales. No obstante, tuvo la prudencia de guardar la piedra en un sólido joyero y no hablarle de ella a nadie excepto a sus dos hijos cuando tuvieron uso de razón. Uno de ellos es Ebenezer, el sastre…

—¡Fantástico! —exclamó Morosini, entusiasmado—. No tenemos más que convencer a ese buen hombre de que nos la venda. Reconozco que será un poco difícil, pero si le decimos que el pectoral todavía existe y que es preciso…

—¿Y si me dejaras acabar? —gruñó el arqueólogo—. Si el diamante estuviera todavía en Whitechapel, habría empezado por decírtelo, pero resulta que ya no está. Hace unos diez años, una noche de invierno muy oscura, el rabino y su hijo mayor, destinado también a la vida religiosa, fueron asesinados. Y el joyero desapareció.

—¡No! —gimió Aldo, desalentado—. Empiezo a creer que nunca llegaremos a encontrar ese maldito diamante. ¡Está poseído por el Diablo!

—Yo también tengo esa sensación. ¿Y sabes qué te digo? Si lo encontramos, nos apresuraremos a dárselo a Simon para que lo devuelva a su lugar de origen. Esa piedra me desagrada y me da miedo. Hay demasiada sangre a su alrededor.

—Lo que no consigo entender es cómo es que la tenía una prostituta de baja estofa.

—¡Vete a saber! Su marido, cuya desaparición la empujó a hacer la calle, era un ladrón. Quizá la robara Dios sabe dónde.

—Y con semejante herencia, ¿Elizabeth Stride prefirió el arroyo a una existencia confortable? Podía haberla vendido.

—Difícilmente. Debía de imaginarse que su marido no la había encontrado paseando por Hyde Park. Además, ese viejo diamante pulido no es una piedra muy llamativa. Seguramente desconocía su valor y tal vez incluso lo consideraba un recuerdo y por eso lo llevaba encima. El asesino tuvo el tiempo justo de degollarla y desgarrarle el vestido. La piedra cayó al suelo y ya está.

—Las explicaciones más sencillas suelen ser las mejores —dijo Aldo—. Sin embargo, podemos fantasear. ¿Y si el Destripador buscaba la piedra?

—Eso no es fantasear, eso es desvariar —repuso Adalbert encogiéndose de hombros.

—No sé si tú lo has oído decir, pero hay quien cree que ese criminal fuera de serie era el duque de Clarence, nieto de la reina Victoria, supuestamente fallecido en 1892 pero del que se rumorea que sigue vivo, internado en un manicomio donde lo tratan de una sífilis incurable.

—¿De dónde has sacado eso?

—Lord Killrenan le contó esa versión a mi madre. Y él la creía. Es muy sospechoso que, después de haber intentado implicar a los judíos en esa abominación, se abandonaran de la noche a la mañana las investigaciones.

Théobald fue a anunciar que la cena estaba servida y los dos amigos pasaron a la mesa tras haberse lavado simplemente las manos, pues ni el uno ni el otro tenían ganas de cambiarse.

Mientras degustaban la sopa de langosta, Morosini, perdido en sus pensamientos, permaneció en silencio, pero cuando hubo vaciado el plato sacó de nuevo a la conversación los crímenes de Whitechapel.

—¿Y el sastre de Bertram no tiene ninguna idea acerca del asesino de su padre y su hermano?

—Tal vez, pero se cerró como una ostra cuando le hice esa pregunta. Yo creo que tiene miedo.

—¿De qué, Dios santo?

—De la policía. Cuando encontraron el cuerpo de los dos hombres, no se atrevió a hacer ninguna acusación porque tendría que haber hablado de «la piedra judía» y estaba seguro de que, si lo hacía, sería acusado de encubrimiento, de robo quizá… La policía tal como nosotros la conocemos, o sea, los despachos y los grandes hombres de Scotland Yard, no tiene nada que ver con la que opera en los barrios miserables, allí donde los extranjeros, los judíos sobre todo, son mayoría.

—Hablando de judíos, los del relato que me has hecho eran polacos. ¿Hay tantos allí?

—Eso parece, aunque, dadas las circunstancias, no me hablaron mucho de ellos. Resumiendo, yo creo que puede encontrarse un muestrario bastante amplio de toda la Europa central. ¿En qué estás pensando?

—En que un polaco es un polaco aunque no haya nacido en un gueto y en que los hijos de Israel siempre han practicado la hospitalidad. A estas alturas, Wosinski ya no está en Eastbourne. Debe de haberse escondido en otro sitio.

—Si espera un barco, será en algún lugar de la costa. ¿Para qué quieres que vaya a meterse en el lodazal de Whitechapel?

—Tus palabras están llenas de sabiduría y de lógica, amigo —dijo Morosini—. Sin embargo, me muero de ganas de ir a dar una vuelta por allí. ¿Crees que podrías localizar al sastre llamado Ebenezer Lévi?

—Sí, desde luego, pero ¿no estás mezclándolo todo?

—En absoluto. Siempre es posible matar dos pájaros de un tiro. Si te parece bien, iremos mañana, porque lo que es esta noche —Aldo, olvidando las normas del decoro, se desperezó y bostezó. Desde su salvamento en los acantilados de Beachy Head, el día había sido muy largo, y con excepción de dos horas escasas en el tren, llevaba dos días seguidos sin dormir. El cansancio empezaba a pesarle. El bostezo se convirtió, pues, en una mueca.

—Decididamente, estoy haciéndome viejo —constató—. Antes de la guerra, podía pasar tres días sin dormir y estar más fresco que una rosa. Habría que pensar en eso antes de interesarse por una muchacha de veinte años.

—De todas formas, la marcha nupcial está lejos de sonar para vosotros dos, así que pasa una buena noche y no pienses más en eso —dijo Adalbert con una media sonrisa burlona—. Iremos mañana durante el día; parecerá más natural.

El tiempo no influía en la actividad comercial de Whitechapel. El taxi que llevaba a los dos hombres se abría paso con precaución entre la multitud que atestaba la calle, estrechada por las mesas llenas de mercancías pegadas a las tiendas. Vendedores judíos en mangas de camisa bramaban a cuál más y mejor proclamando la excelencia de sus productos. Ropa blanca de textura basta, prendas de vestir más o menos usadas, zapatos, sombreros, chalecos de fantasía, relojes, telas…, se ofrecía de todo, se vendía de todo. Mujeres perdidas de barro, tocadas con casquetes de hombre y ciñéndose al cuerpo chales agujereados discutían los precios en yiddish, interrumpiéndose sólo para reclamar la presencia junto a ellas de unos niños sucios que intentaban escabullirse. Justo el tiempo de propinar un pescozón y reanudaban el regateo.

El establecimiento del sastre se encontraba enfrente de una pequeña sinagoga, pero el taxi no se detuvo allí. Adalbert le indicó una plaza situada a un centenar de metros y le pidió que los esperara después de haberle pagado una parte de la carrera y prometido una buena propina.

Cuando los dos hombres llegaron delante de la tienda, constataron que estaba cerrada con candado y que no se veía ninguna señal de vida al otro lado del escaparate. Ni tampoco en el piso donde el sastre tenía su vivienda.

—¿Adonde habrá ido? —masculló Vidal-Pellicorne girando sobre sí mismo como cuando uno se encuentra ante una puerta cerrada y espera ver aparecer al propietario.

Quien apareció fue una mujer gorda que venía del mercado cargada con una pesada cesta rebosante de puerros y coles.

—¿Buscan al sastre, caballeros? —preguntó con una amplia sonrisa.

—Sí —respondió Aldo—. Hemos oído elogiar su habilidad.

La mirada experta de la mujer examinó las prendas que vestían los visitantes.

—No es en absoluto su estilo —constató—, aunque al fin y al cabo eso es cosa suya. Pero hoy pierden el tiempo, porque Ebenezer no está. Soy su vecina y lo he visto salir esta mañana con una bolsa de viaje.

—Si es su vecina, supongo que le habrá dicho algo.

—No, no me ha dicho nada. No es muy hablador, ¿saben? Antes le hacía las tareas domésticas, pero tuvimos unas palabras, así que ahora se las apaña solo.

—Puesto que parece conocerlo, ¿no tendrá alguna idea de adonde ha podido ir?

—¡Ni la más remota! Por lo que yo sé, está solo en el mundo, y nunca se le ve ir a ninguna parte.

—¿No tendrá quizás una casa en el campo?

La mujer estuvo a punto de partirse de risa.

—¿Ustedes creen que la gente de Whitechapel tiene medios para permitirse esos lujos? No, caballeros, no puedo decirles nada más… Ah, sí, que parecía tener mucha prisa.

—Bien, pues volveremos dentro de unos días —dijo Morosini mientras sacaba unas monedas del bolsillo ante la mirada interesada de la vecina, que las aceptó encantada.

—Me extrañaría que estuviese mucho tiempo fuera —añadió—. Si quieren que los avise cuando vuelva, déjenme su dirección.

—No, no hace falta. Si se tercia, pasaremos de nuevo…

Tras despedirse de la vecina, volvieron sobre sus pasos en busca del taxi.

—¡Qué raro! Se diría que a nuestro hombre le ha entrado miedo —comentó Vidal-Pellicorne.

—Sí, esto tiene todo el aspecto de una huida. ¿Y la otra noche no tuvo ningún reparo en contarte la historia de la piedra judía?

—No, incluso parecía bastante contento de hablar de ella. A mí me recordó a un niño que conoce una bonita leyenda y le gusta contarla una y otra vez.

—¿Una bonita leyenda que acaba con un doble asesinato?

—Bueno, ya sabes que los judíos están acostumbrados a las desgracias. Empezó a sentir miedo cuando lo presioné un poco para saber si en la época del robo había sospechado de alguien… Eso es lo que me resulta sorprendente. Al fin y al cabo, hace diez años que pasó. Y si está asustado, ¿por qué le habló del asunto a Bertram Cootes?

—No nada en la abundancia y un poco de dinero nunca viene mal. ¿Qué hacemos ahora? Quizá sería conveniente que Scotland Yard buscara al sastre —propuso Aldo.

—Ese pobre tipo ya ha tenido bastantes complicaciones y Warren está desbordado con el asunto del diamante y el caso Ferrals. No hay más que esperar. Quizás Ebenezer acabe por regresar.

El taxi acababa de emprender el camino de vuelta, igual de abarrotado que en la ida, lo que obligaba al chófer a circular muy despacio, cuando de pronto Aldo asió por el brazo a su amigo.

—Mira a esos dos hombres que están parados delante de la tienda de ultramarinos.

—¿Uno con un abrigo negro y el otro con un abrigo gris y una gorra calada hasta las cejas?

—Sí. Fíjate bien en el del abrigo negro. Lo conoces.

Una discusión entre dos comerciantes acababa de obligar al coche a detenerse, lo que permitió a Adalbert observar mejor al personaje enfrascado en una animada conversación.

—Parece… —dijo por fin—, sí, es nuestro viejo amigo el conde Solmanski. En cuanto al otro…

—Ya lo vi con él la otra noche; es el cura de la iglesia polaca de Shadwell. En cuanto a lo que hacen aquí, en pleno barrio judío, sé tanto como tú. Pero ¿por qué no estiramos un poco las piernas?

Aldo se disponía a pagar al taxista antes de bajar cuando Adalbert lo detuvo con un gesto. Solrrianski y su compañero acababan de ponerse en marcha para ir hasta un coche estacionado en una calleja transversal. Montaron en él y el vehículo arrancó. Al cabo de un momento, la discusión terminó por fin y el taxi reanudó su camino.

—Siga a ese coche lo más discretamente posible —ordenó el arqueólogo.

Sin embargo, la vigilancia resultó decepcionante: el polaco simplemente acompañó a su compatriota a la iglesia, tras lo cual se hizo llevar al Claridge. Aldo y Adalbert regresaron a su casa prometiéndose tratar de averiguar algo más sobre los movimientos del padre de Anielka.

Una sorpresa desagradable los esperaba allí: en unas breves frases, el superintendente Warren los informó de que el juicio de lady Ferrals había sido fijado para el lunes 10 de diciembre, ya que se habían encontrado nuevas pruebas contra la joven.