9. Claroscuro

Cuando desembarcó en la estación Victoria de Londres, Morosini lamentó no poder ir a su querido hotel Ritz, cuyo ambiente y delicado confort tanto apreciaba. Aunque como digno descendiente de muchos señores del mar pudiera presumir de no marearse nunca cuando viajaba en barco, la Mancha lo había maltratado, sacudido, zarandeado, triturado y machacado de tal modo que por primera vez en su vida se había visto obligado a pagarle un tributo humillante. Una vez en tierra firme, seguía dándole vueltas la cabeza y sintiendo las piernas flojas. La visión de Théobald en el andén de la estación le arrancó, pues, un suspiro de pesar. El fiel sirviente de Adalbert había ido a buscarlo para llevarlo al nuevo apartamento de Chelsea. Imposible librarse. Pero Aldo no podía sino culparse a sí mismo, puesto que había mandado un telegrama anunciando su llegada. Por otra parte, a Vidal-Pellicorne le habría disgustado que no lo avisara.

—El señor no tiene muy buen aspecto —observó Théobald, haciéndose cargo de las maletas—. El mar, supongo… Y también este clima debilitante. ¿Cómo puede alguien ser inglés?

—¡Ah!, ¿pero usted llama a esto clima? —refunfuñó Morosini subiéndose el cuello del abrigo.

Londres se hallaba sumergida en una de esas brumas heladas cuyo secreto guarda celosamente, en las que se disuelven formas y edificios y en las que las más potentes farolas quedan reducidas a lucecitas amarillas y difusas que recuerdan la débil claridad de las velas.

—El señor se encontrará mejor cuando estemos en casa. Hemos conseguido convertirla en algo bastante coqueto, cosa de la que nunca me felicitaré bastante, dado el humor del señor Adalbert estos días.

—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó Morosini mientras metía sus largas piernas en el coche de alquiler, cuya portezuela Théobald le había abierto.

—¿Es que el señor no lee los periódicos?

—Desde que salí de Venecia, no. He matado el tiempo durmiendo lo máximo posible y luchando contra el mareo. ¿Qué cuentan los periódicos?

—¡Pues el descubrimiento! El increíble descubrimiento que acaba de hacer en Egipto, en el valle de los Reyes, míster Howard Carter: la tumba de un faraón de la decimoctava dinastía con todo su tesoro intacto. ¡Es inaudito! ¡Prodigioso! ¡El descubrimiento del siglo!

—¿Y eso le molesta a su señor? Como buen egiptólogo, debería estar contento. Ésa dinastía es su tema favorito, si no me equivoco.

—Sí, pero míster Carter es británico.

En vista de las dificultades circulatorias causadas por la niebla, Morosini dejó de hacer preguntas y el trayecto fue efectuado sin tropiezos hasta que Théobald detuvo el vehículo ante una vieja —y encantadora— casa de ladrillo rojo, que todavía conservaba su antigua verja de hierro forjado.

—Si el cielo nos concediera un día digno de tal nombre, cosa de la que empiezo a perder la esperanza, el señor podría ver que Chelsea es un barrio pintoresco y bastante agradable, un bonito y antiguo barrio aristocrático que con el tiempo se ha convertido en una especie de Montparnasse. Está lleno de estudios donde viven pintores, escultores y estudiantes de bellas artes, que crean a su alrededor una atmósfera despreocupada y bohemia y que…

—Su presentación es impecable —gruñó Morosini, interrumpiendo el arrebato lírico de Théobald—, pero ya lo conozco. Precisamente por eso estoy preocupado.

Sin ningún motivo. La antigua morada de Dante Gabriel Rossetti, llamada en otros tiempos casa de la Reina en recuerdo de Catalina de Braganza, no sólo era muy bonita sino agradabilísima. El viajero encontró a su amigo instalado ante un fuego chisporroteante, en medio de un auténtico mar de periódicos que escudriñaba con entusiasmo. Morosini encontró muy acogedor el salón donde se desarrollaba esa escena, no sólo por la presencia de grandes cortinas de terciopelo amarillo claro y de un archipiélago de alfombras de diferentes colores, sino porque una mesa puesta esperaba no lejos de la chimenea de mármol blanco.

—¡A la hora en punto! —exclamó Adalbert, estirándose la raya de los pantalones mientras se levantaba—. Con esta niebla es todo un récord. ¿Has hecho un buen viaje?… No, no has hecho un buen viaje —rectificó inmediatamente—. Y además, las preocupaciones te desbordan. Tienes un aspecto espantoso. Ven, te enseñaré tu habitación.

Théobald también había obrado maravillas allí: el fuego ardía junto a un buen sillón, y un ramo de margaritas otoñales corregía la severidad del mobiliario y de las cortinas de terciopelo verde.

—Me he enterado de que tú también tienes preocupaciones —dijo Aldo con una media sonrisa—. La tumba descubierta por ese tal Carter en los alrededores de Luxor.

—¡Una suerte increíble! —suspiró Vidal-Pellicorne, alzando los ojos hacia el techo—. Una tumba intacta, la de Tutankamon, un faraón sin demasiada importancia que sólo reinó ocho años, pero que durante ese tiempo amasó un impresionante tesoro funerario. Cuando pienso en Loret, mi querido maestro, que está allí trabajando con tesón sin obtener grandes resultados, es para echarse a llorar. Claro que nosotros, pobres franceses, no nos beneficiamos de la generosidad de un mecenas como lord Carnavon… Me gustaría mucho ir a ver todo eso de cerca.

—¿Y qué te lo impide? ¿Has avanzado algo en el asunto de la Rosa?

—La verdad es que no. He explorado dos caminos que han resultado ser callejones sin salida y le he escrito a Simon para preguntarle si tiene otros indicios. Te confieso que empiezo a desanimarme.

—¿Y el asunto de Exton Manor? ¿No hay ninguna novedad?

—Ninguna. El matrimonio Killrenan parece vivir en una armonía perfecta. Yuan Chang ha tenido algunos problemas que han debido de retrasar sus planes, eso es cierto, pero te lo contará el pterodáctilo, lo he invitado a cenar. A todo esto, ¿qué te trae por aquí?

Por toda respuesta, Aldo le tendió la carta de Anielka.

—Sí —dijo Adalbert, devolviéndosela—. A ella tampoco se le arreglan las cosas. El juicio se celebrará dentro de diez días. Al verte la cara, he lamentado un poco haber invitado a Warren, pero ahora empiezo a pensar que he hecho bien.

—Ha sido una idea excelente. Necesito urgentemente un permiso de visita para Brixton.

—Ya lo supongo. En fin, instálate y descansa un poco. Cenaremos a las ocho.

Ser policía no impide ser un hombre de mundo, y el esmoquin del superintendente no tenía nada que envidiar a los de sus anfitriones.

—Me alegro de verlo —dijo, estrechando la mano a Morosini—. He aceptado venir esta noche porque llegaba usted. Lady Ferrals nos está causando grandes problemas.

—Yo creía haber aportado una prueba de su no culpabilidad demostrando cómo había sido envenenado su esposo.

—Sabe muy bien que es insuficiente. Sigue existiendo una certeza casi total de su complicidad con otro criminal, suponiendo que lo haya. Además, un criado jura haber visto varias veces a lady Ferrals sola en el despacho de su esposo.

—Supongo que, estando en su propia casa, tenía todo el derecho a ir a las habitaciones que quisiera.

—Entonces, ¿por qué sigue negándonos, a su padre, a su abogado y a mí, su ayuda para encontrar a ese condenado polaco?

—Tal vez hable conmigo. He venido porque he recibido esta carta.

Warren la leyó rápidamente y se la devolvió a su propietario.

—Mañana tendrá un permiso de visita. Me encargaré de que un ordenanza se lo traiga. Más vale que lo sepa: sufrió una verdadera crisis de desesperación cuando se enteró de que usted se había marchado a Venecia.

—¿De desesperación?

—Pregunte al señor Saint Albans, él se lo confirmará. No, gracias —añadió dirigiéndose a Vidal-Pellicorne, que le tendía una copa de champán—. Sólo bebo vino en la mesa, y no siempre.

De hecho, bebía mucho más de lo que comía sin que su comportamiento se viera afectado por ello. No sin cierta sorpresa, Aldo, que optó por guardar silencio durante la mayor parte de la cena, se percató de que en su ausencia el arqueólogo y el policía habían trabado vínculos de amistad. Quizá resultaba difícil de entender, pero era un hecho que podía tener su utilidad. Los dos hombres hablaron del asunto de la tumba egipcia, que, a juzgar por lo que decían, apasionaba a toda Inglaterra. Delante de su invitado, Adalbert se guardaba de manifestar su frustración. El diálogo era cortés, amable, incluso erudito cuando Adalbert llevaba la batuta, pero al cabo de un rato Morosini se hartó. Aprovechando que el superintendente atacaba el rosbif, sin el cual no hay comida digna para ningún buen inglés, dijo:

—Por cierto, ¿ha conseguido recuperar el diamante del Temerario?

—No, a pesar del registro minucioso que mis hombres efectuaron en el Crisantemo Rojo y en su tienda. Pero hemos logrado meter a Yuan Chang entre rejas. Gracias a la traición de una mujer, la amiga de uno de los hermanos Wu, pudimos tenderle una trampa. Lo pillamos en un barco recibiendo una considerable cantidad de opio y de cocaína. Perdió la sangre fría y dos policías resultaron heridos, pero acabó siendo detenido junto con varios de sus hombres.

—¿Y lady Mary?

—Parece una santa. He interrogado personalmente al chino y, sin entrar en detalles, le he dicho que sabía que el diamante obraba en su poder, pero no he conseguido hacer que «salpique» a su cómplice. Es un hombre de una gran paciencia y no quiere perder esa baza que tiene guardada en la manga.

—¿Hasta qué punto participó ella en el asesinato de George Harrison?

—Yo creo que interpretó el papel de la anciana lady de la que es prima y a la que veía a menudo, quizá lo suficiente para conseguir la adhesión de personas al servicio de una señora conocida por su tacañería; de ahí la mujer que la acompañaba y el coche…, a no ser que éste fuera alquilado. Pointer ha investigado por ahí, pero no ha averiguado nada. Todavía tenemos trabajo para rato. En cuanto a nuestra encantadora lady, lleva una agradable vida mundana y aprovecha la publicidad que el proceso Ferrals está dando a su esposo. Casi todos los fines de semana recibe en Exton Manor…, que continúa sometido a estrecha vigilancia.

—¿Sir Desmond sigue sin saber nada?

—¿De las actividades de su mujer? No, no sabe nada. Ya se lo dije, quiero pillarla con las manos en la masa. Pero del peligro que lo amenaza, sí. Después de la detención de Yuan Chang, le «revelé» en el transcurso de una conversación que, según ciertas informaciones sobre las que no me extendí, el chino andaba detrás de su colección de joyas imperiales. De modo que está sobre aviso; ahora es cosa suya tomar las precauciones necesarias.

—No servirán de gran cosa si no sospecha de su mujer, puesto que es con ella con quien cuenta Yuan Chang.

—Tampoco sospecha que vigilamos su castillo. En realidad, el hecho de que el jefe de la banda esté en prisión no me basta. En primer lugar, porque un día u otro conseguirá salir; y en segundo lugar, porque ignoramos muchas cosas acerca de la gente que trabaja para él. Y me temo que son muchas, así que…

—Es evidente que, en esas condiciones, sólo se puede esperar.

—Sobre todo —apostilló Vidal-Pellicorne cuando el superintendente se hubo marchado— porque a nosotros nos importa un comino que aparezca o no el dichoso diamante. El que nos interesa es el auténtico, y a veces me pregunto si algún día encontraremos su rastro.

—Ya que has puesto al corriente a Aronov, espera a que te conteste. Él, que siempre lo sabe todo, quizá tenga alguna idea —repuso Morosini con un vago resentimiento, recordando el paseo por Hyde Park durante el cual el Cojo le había hecho prometer que dejaría que Solmanski y los abogados se ocuparan solos de la suerte de Anielka—. Si me disculpas, me voy a dormir. Una travesía difícil y un policía inquieto es excesivo para un hombre viejo y cansado como yo.

Arrellanándose en el sillón, Adalbert acercó las plantas de los pies al fuego de la chimenea y empezó a apartarse el rebelde mechón que, una vez más, le caía sobre la nariz.

—Sólo una pregunta más que no te agotará: ¿cuáles son tus sentimientos por la adorable lady Ferrals? ¿Todavía la quieres, o bien has acudido volando en su auxilio obedeciendo a tu famoso instinto caballeresco?

—Ésa, amigo mío, es una pregunta a la que responderé cuando la haya visto.

De nuevo la pequeña habitación gris, estrecha, mal iluminada por una ventana alta, de nuevo la mesa de madera, las dos sillas y después la puerta que una mujer de uniforme abrió para dejar paso a la joven viuda. Aldo se inclinó conteniendo un suspiro de alivio.

Durante todo el camino había temido esa entrevista tan deseada. Como sabía que había estado enferma, temía ver aparecer una sombra, la forma casi descarnada de la deslumbrante muchacha de la que tan fácilmente se había enamorado. Temía ver un semblante pálido, hundido por la angustia y el sufrimiento, unos ojos enrojecidos, hinchados, llenos de un infinito cansancio, pero Anielka estaba igual que como la recordaba en su última entrevista: el mismo vestido negro enfundaba su cuerpo delgado y gracioso, los cabellos rodeaban como una aureola su fino rostro de tez purísima y, sobre todo, en sus grandes ojos dorados brillaba una chispa de alegría. Al verlo, desplegó una sonrisa, un poco temblorosa quizá, pero sonrisa al fin y al cabo.

—¿Has vuelto? —susurró, como si no se lo creyera.

—¿Acaso no me has llamado?

—Sí…, pero sin mucha fe. Wanda podría haberse equivocado al escribir la dirección y, por lo tanto, la carta podría no haberte llegado, o podrías haber estado ausente. ¿Por qué te fuiste?

—Por una razón muy sencilla: mi presencia era necesaria en casa. Pero ya ves que no he dudado ni un instante en volver. ¿Cómo estás? La última vez que quise visitarte estabas enferma, hospitalizada.

—Lo sé. Por un momento creí que iba a morir y casi me alegraba, pero ya estoy mejor… Porque vienes a ayudarme, ¿verdad?

—Desde que me ofrecí a hacerlo —le reprochó con dulzura—, reconocerás que no es mía la culpa si me he hallado tanto tiempo en la imposibilidad de prestarte ayuda.

Un impulso súbito la empujó hacia él con los brazos extendidos. Él le asió las manos y las estrechó contra sí, apesadumbrado al notarlas tan frías.

—¡Dios mío! ¡Estás helada!

Iba a abrazarla cuando la voz de la funcionaría llegó hasta ellos:

—Tienen que sentarse uno a cada lado de la mesa. Es el reglamento.

—¡Vaya reglamento tan ridículo! —masculló Morosini, quien, sin soltar a Anielka, hizo que se sentara y se instaló frente a ella—. Bien, intentemos ahora ponernos a trabajar —dijo con una sonrisa tan abierta que ella no pudo por menos de devolvérsela.

No obstante, la inquietud no lo abandonaba. La sentía frágil, nerviosa. Su mirada inestable era la de un ser acosado. ¿Podría, en tales condiciones, obtener una confesión de ella?

—Supongo —prosiguió en voz más baja— que deseas decirme algo.

—Sí. Sin duda tú eres la única persona del mundo con quien puedo ser sincera sin correr peligro, y es así por una sola razón: Ladislas no te ha visto nunca, no te conoce, y sus amigos tampoco.

—Yo sí que lo conozco a él —dijo Aldo, que no tenía ninguna dificultad en ver en la pantalla fiel de su memoria al joven vestido de negro de los jardines de Wilanow—. Y cuando me interesa, no olvido una cara. ¿Sabes por casualidad dónde hay alguna posibilidad de encontrarlo?

—Quizás. Es una posibilidad bastante pequeña, pero es la única que me queda si no quiero que me condenen.

—¿Por qué no has hablado antes? Si no con la policía, puesto que temes las represalias, al menos con tu padre.

—¿Mi padre? Él sólo sabe actuar de una forma: empleando la fuerza. Si encuentra a Ladislas, lo matará sin darle tiempo de exhalar un suspiro. ¡Sólo presta oídos a su odio!

—Quizá se los preste de vez en cuando a su amor. Al fin y al cabo, eres su hija, y la única forma de salvarte es conducir al polaco vivito y coleando ante los jueces.

—Tal vez tengas razón. Sea como sea, no quiero correr ese riesgo. Ya he aceptado más de la cuenta hasta ahora.

—Eso es lo que no consigo entender. Cuando murió tu esposo, podías haber acusado a Ladislas y pedido la protección de la policía. En cambio, dejaste que te detuvieran y te encerraran, limitándote a proclamar tu inocencia. Es incomprensible.

—Quizá confiaba demasiado en la gran reputación de Scotland Yard. Esperaba que lo encontraran sin mi ayuda. Y además también creía en él. «No te preocupes —me decía—, si las cosas no salieran bien, mis amigos y yo te sacaríamos del apuro».

—¿Y tú lo creíste? Vamos, Anielka, ¿no te parece que ya va siendo hora de que me digas la verdad?

—¿Qué verdad?

—La única que cuenta: ¿qué hay exactamente entre ese hombre y tú? Fue tu amante, tú me lo dijiste, pero Wanda parece convencida de que todavía os une un amor de esos que sólo existen en las leyendas y de que tú lo amas tanto como él te adora.

La risa de Anielka habría sido encantadora si no hubiera sido tan triste.

—Juzga tú mismo ese amor por el abandono en que me deja. ¡Pobre Wanda! Nunca dejará de ser una niña alimentada de cuentos de hadas y relatos heroicos de esos que tanto gustan en nuestra querida Polonia.

—Ella piensa una cosa y tú piensas otra. Yo quiero saber si continúas amando a ese muchacho, y te confieso que me siento tentado de creerlo.

Ella abrió con sorpresa sus ojos empañados de lágrimas, semejantes a dos lagos de oro líquido, y contempló con una especie de desesperación el semblante orgulloso del hombre que tenía enfrente, aferrándose a su mirada de acero azul como si quisiera ahogarse en ella.

—Me parecía haberte dicho en repetidas ocasiones que te amaba, que quería ser tuya. ¿Has olvidado nuestro encuentro en el Parque Zoológico? Te ofrecí ser tu amante cuando tenía que casarme con Eric. Incluso te lo dije por escrito…

—Resulta difícil creerte, Anielka. John Sutton afirma que Ladislas era tu amante, que lo vio salir de tu habitación.

Dejándose caer sobre el respaldo de la silla con un suspiro de lasitud, ella retiró las manos de entre las de Aldo y cerró los ojos.

—Si prefieres creer a ese abominable mentiroso, eres libre de hacerlo. En tal caso, creo que ya no tenemos mucho más que decirnos. Abandóname a mi destino, sea el que sea, y no hablemos de nada más.

Se disponía ya a levantarse, pero él, echándose hacia delante, la retuvo con mano firme.

—Claro que vamos a hablar. ¿Crees que he recorrido todo este camino para nada? Aunque sólo hubiera una posibilidad de salvarte, lo intentaría. Después, cuando hayas recuperado la libertad, harás lo que mejor te parezca. ¿Hay un lugar donde crees que sería posible encontrar a Ladislas, aunque haya regresado a Polonia?

—Estoy segura de que sigue en Inglaterra, porque la muerte de mi esposo no era el final previsto de su misión. Pero, si te doy una dirección, ¿me juras que no se lo dirás ni a mi padre, ni a ningún miembro de la policía, ni a mi abogado?

—No diré nada. Te doy mi palabra.

—¿Actuarás solo?

—No forzosamente. ¿Tienes algo contra Adalbert Vidal-Pellicorne? Ya se desvivió en otra ocasión por ti.

Durante un breve instante, Anielka recuperó una sonrisa de niña traviesa que iluminó por completo la atmósfera del locutorio.

—¿El egiptólogo un poco chiflado? ¿Está también aquí?… Si quiere ayudarte, será una gran suerte para mí. Demostró ser un buen amigo en el momento de aquella horrible boda, y Ladislas tampoco lo conoce. Verás, lo que tendríais que hacer es conseguir atrapar a Ladislas, secuestrarlo si fuese necesario, como si tuvieras que ajustar cuentas con él por motivos personales. Quizás eso me evite la venganza de sus amigos.

—Cosa que no sucedería si lo pillara la policía, aunque fuese por mediación de sir Desmond. Lo he entendido, no te preocupes. Actuaré de manera que no te ponga en peligro. ¿Adónde tengo que ir?

—A Shadwell. Es un suburbio de Londres. En Mercer Street está la iglesia polaca, la Polish Román Catholic Church, cuyo sacristán es amigo de Ladislas. El único del que me ha hablado, seguramente porque es el único del que Scotland Yard no sospecharía, pues tiene fama de santo. Ladislas me había indicado que acudiera a él si tenía que localizarlo urgentemente uno de sus días de descanso o si necesitaba un refugio frente a un peligro inminente.

—Ah, ¿había pensado ponerte a salvo? —dijo Aldo con un desdén no disimulado.

—Incluso cuando me ha hecho chantaje, en ningún momento ha dejado de repetirme que me amaba y que quería vivir conmigo.

—Pero no morir por ti… ¡Magnífico! ¡Qué gran corazón! Y en tu opinión, ¿a qué espera para intentar ayudarte? ¿A que se celebre el juicio? Me cuesta creer que vaya a dar un golpe de efecto. No se le ha ocurrido mandar cartas a la policía, aunque fueran anónimas, para decir y repetir que eres inocente. Tiene demasiado miedo de que encuentren al remitente. No sólo es un asesino, sino un cobarde.

El ruido de la puerta al abrirse, seguido de un carraspeo, marcó el regreso de la funcionaria. El tiempo concedido había pasado y Morosini debía marcharse. Él no intentó obtener una prórroga. Se levantó y besó la mano que seguía estrechando entre las suyas.

—Removeré cielo y tierra por ti. Puedes estar tranquila.

—Dime solamente que me quieres.

—Como si no lo supieras… Te quiero, Anielka, y te salvaré. Por cierto, ¿cómo se llama el sacristán?

—Dabrovski, Stephan Dabrovski.

Shadwell era algo así como la memoria del imperio marítimo inglés. Ofrecía amplias vistas del tráfico fluvial, además de que unos meses antes habían inaugurado el King Edward Memorial Park, donde se encontraba un monumento dedicado a los grandes marinos que en el siglo XVI recorrían los mares para mayor gloria de su país: sir Martin Frobisher, sir Hugh Willoughby y algunos más. Todo ello confería cierta nobleza a ese barrio bastante apacible. En cuanto a Mercer Street, era una pequeña calle donde la iglesia polaca no ocupaba un lugar destacado.

Tratándose de un santuario católico, Morosini no vio ningún inconveniente, sino todo lo contrario, en recitar una corta plegaria que le permitió inspeccionar el lugar. Por suerte, en la iglesia no había nadie salvo un hombre de unos treinta años, rubio y de aspecto vigoroso bajo la ajada vestimenta de color negro, que estaba retirando los cabos de vela y las gotas de cera de una de las dos bandejas dispuestas ante una gran imagen de la Virgen.

Pensando que se trataba de la persona que buscaba, Aldo cogió el cirio más grande que encontró y se acercó al altar. Encendió la mecha de algodón blanco, colocó la larga vela en el centro del portacirios limpio y guardó unos instantes de silencio. El sacristán, que le daba la espalda, no le prestaba ninguna atención y proseguía su tarea. Finalmente, Morosini se volvió hacia él.

—¿Es usted Stephan Dabrovski? —preguntó en francés.

El sacristán se volvió y Aldo observó a aquel hombre de tan buen porte, vestido con ropas bastante modestas. Sus ojos castaños, hundidos bajo las cejas, se clavaron en las facciones orgullosas y la mirada directa y serena de Morosini antes de admitir en el mismo idioma:

—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

—Me temo que mi nombre no le dirá gran cosa. Me llamo Aldo Morosini, soy veneciano y me dedico al comercio de antigüedades. Me gustaría hablar con usted sin temor a ser oídos. ¿Adónde podríamos ir?

—¿Por qué no aquí? No hay nadie, excepto la que puede escucharlo todo y no repite nada —contestó, dirigiendo un breve saludo a la imagen.

—Tiene razón, tanto más cuanto que en semejante presencia sólo es admisible la franqueza. Iré, pues, al grano: quiero ver al que se hacía llamar aquí Stanislas Razocki, pero cuyo verdadero nombre es Ladislas Wosinski.

Me han dicho que usted lo conoce, y no diga lo contrario porque sería mentira.

—Lo conozco, en efecto. ¿Qué quiere de él?

—Hablar.

—¿De qué?

—Es un asunto entre él y yo, si no le importa.

—¿Quién le ha dado mi nombre?

Preguntas y respuestas eran hechas a un ritmo rápido, como un intercambio de disparos. Aldo pensó que aquel joven de aspecto tan apacible debía de ser más duro de lo que imaginaba.

Dirigiendo una breve mirada a la Madona para disculparse anticipadamente por las mentiras que iba a tener que proferir, obsequió a Dabrovski con una sonrisa de niño bueno.

—Un polaco que trabaja en las oficinas de la Legación en Portland Place, pero habría podido dirigirme a cualquiera de este barrio. Todos sus compatriotas afincados en Londres, que no son muy numerosos, conocen este santuario, a sus curas y a su sacristán, puesto que es la única iglesia católica y polaca. Si se está buscando a alguien, sin duda es el mejor lugar al que se puede acudir. ¿Va a decirme, entonces, dónde puedo encontrar a Ladislas?

—¿Es amigo suyo?

—Digamos que tenemos amigos comunes y que lo vi la primavera pasada en Wilanow. ¿Quiere que se lo describa?

—No vale la pena. Si quiere verlo, no tiene más que ir a Varsovia. Ha vuelto allí. Buenas tardes, señor.

Morosini levantó una ceja para mostrar su sorpresa, aunque en cierto modo esperaba una respuesta de ese tipo.

—¿Ya?

—Sí. Con su permiso, debo preparar el próximo servicio religioso.

—No es eso lo que quería decir, sino si Ladislas ya se ha marchado. ¿Y cuándo vuelve?

—Con todos los respetos, señor, es una pregunta tonta. ¿Por qué iba a volver?

Se volvió para dirigirse a la sacristía, pero Aldo lo retuvo con mano de hierro; se habían acabado las contemplaciones. Empezaban ahora las frases contundentes, destinadas a suscitar temor.

—Por ejemplo, para salvar la vida de una joven que creyó en él, que lo albergó bajo su techo y a la que ha abandonado cobardemente.

Dabrovski se quedó pálido y se mordió los labios, y sus pupilas encogieron hasta convertirse en puntitos oscuros.

—¿Es usted policía? Debería habérmelo imaginado, aunque su aspecto es distinto de los que he visto hasta ahora.

—Por la sencilla razón de que no lo soy. Lo juro por la Madona. ¿Quiere ver mi pasaporte? —añadió, extrayendo el documento de un bolsillo interior. Dabrovski lo cogió y le echó un vistazo mientras Aldo decía—: ¿Lo ve? Soy un príncipe cristiano y juro por mi honor que no me envía ni Scotland Yard, ni el conde Solmanski, ni el abogado de la presa, sino ella misma. Ha sido ella quien me ha dado su nombre porque Ladislas se lo dio a ella para que, en caso de peligro inminente, pudiera ser avisado. Y el peligro es inminente. Cuando se ama a una mujer…

—¡Demasiado la ha amado! Y ella se ha burlado de él, igual que de algunos más, de los que me parece que usted forma parte. Ayudarla es ponerse la soga al cuello y nosotros, sus hermanos, jamás lo permitiremos. ¡Que salga ella misma de la trampa a la que lo ha arrastrado! Además, ya le he dicho que se ha ido. Puede usted ir a Varsovia si quiere intentar convencerlo, pero me extrañaría que lo consiguiese.

—Lo que me extrañaría a mí es que hubiese salido del país. Hace semanas que la policía lo busca y permanece alerta. Así que no me creo que se haya ido.

—Nadie le obliga a hacerlo. Ahora tengo que atender a mis obligaciones; están llegando los primeros fieles para el oficio.

—En cualquier caso, esté donde esté, lo encontraré, pero si por casualidad lo ve, dígale esto: estoy dispuesto a pagarle una elevada suma de dinero a cambio de la confesión escrita que salve a lady Ferrals. Incluso lo ayudaré a salir de Inglaterra haciéndolo pasar por mi sirviente, le doy mi palabra. Pero, si no hace nada por ella, si deja que la condenen, le juro que me encargaré de vengarla.

—Haga lo que le parezca. Yo no tengo nada más que decirle.

Aldo no insistió. La pequeña iglesia empezaba a llenarse. Se santiguó al tiempo que hacía una genuflexión de cara al altar y, cuando se dirigía hacia la salida, pasó junto a Théobald casi rozándolo. Éste, que había entrado hacía un momento, estaba arrodillado en un reclinatorio rezando.

—¡Le toca a usted! —susurró Aldo.

Morosini sabía que se podía confiar en él y que se pegaría al sacristán como un perro a su hueso favorito para no perderlo de vista ni un momento.

Sin embargo, no se fue.

Acababa de salir de la iglesia, con las manos en el fondo de los bolsillos del impermeable y la gorra calada hasta los ojos, cuando un taxi se detuvo ante la puerta. La curiosidad le hizo volver la cabeza y reconoció al conde Solmanski, quien, tras pedir al chófer que lo esperara, entró en la capilla. Aldo, siguiendo un impulso, volvió sobre sus pasos. ¿Habría informado Anielka también a su padre, pese a los temores que manifestaba? En tal caso, no tenía ningún sentido que le hubiera pedido ayuda a él.

El oficio había empezado. En el altar, un sacerdote que vestía una casulla blanca con un sol dorado bordado oficiaba asistido por el sacristán, que llevaba un alba blanca. Como Solmanski había ido a arrodillarse en las primeras filas, Aldo decidió instalarse al lado de Théobald, que le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Morosini señaló con la cabeza al hombre vestido con un elegante abrigo negro.

—Solmanski —dijo—. Me pregunto qué ha venido a hacer aquí. —Luego, aprovechando que el Tantum ergo entonado por una treintena de potentes gargantas llenaba el espacio, añadió ya sin temor de ser oído—: No se entretendrá mucho, porque un taxi lo espera en la puerta. Si se acerca al sacristán, no se mueva o sígalo discretamente. Si no, yo me encargo de él.

Dicho esto, dejó un espacio de varias sillas entre el sirviente de Adalbert y él. No tenía otra cosa que hacer que seguir el oficio hasta el final.

Cuando este hubo terminado, el sacerdote y su acólito regresaron a la sacristía. Algunas personas continuaron donde estaban mientras que otras se fueron. Solmanski permaneció sentado un momento; luego se levantó y se dirigió hacia la sacristía. Aldo no se movió, pero Théobald cambió de sitio para acercarse.

El conde apareció de nuevo en compañía del que había celebrado el oficio, que ahora llevaba un abrigo acolchado sobre la sotana y un gorro redondo. Hablando en voz baja, los dos hombres salieron de la iglesia seguidos por Morosini. Éste, escondido bajo el porche, los vio subir al taxi, que arrancó de inmediato. Dado que no había ningún otro vehículo público a la vista, tuvo que renunciar a seguirlos y entró otra vez en la capilla, donde Dabrovski estaba apagando las luces.

En cuanto a Théobald, se había esfumado. Seguramente estaba comprobando si en la sacristía había otra salida. Al cabo de unos segundos apareció y, al ver a Morosini, se acercó a él.

—No hay ninguna otra salida aparte de la principal y la pequeña puerta de al lado —susurró—. Ahora salgamos. Lo esperaré fuera; no quiero exponerme a quedarme encerrado aquí dentro.

—¿Quiere que me quede cerca?

—No merece la pena. Yo voy a seguir a nuestro hombre y esperaré por si vuelve a salir. Vuelva a casa, príncipe. Si necesito ayuda, telefonearé. En la esquina hay una especie de pastelería donde también sirven café.

—En Polonia lo llaman una cukierna, y allí los pasteles suelen ser muy buenos.

—Perfecto. Ahora váyase, rápido. Vale más que no nos vean juntos.

Morosini asintió con la cabeza y se fundió en la bruma de la noche. Paró un taxi que pasaba para que lo llevara a Chelsea y al llegar a casa la encontró vacía. Adalbert había dejado una nota informándole de que iba a hacer una incursión en Whitechapel, «donde quizá pueda encontrar algo»…

¡Whitechapel! ¡El barrio judío de pésima reputación desde las sangrientas hazañas de Jack el Destripador! ¿Qué demonios podría encontrar Vidal-Pellicorne allí? A Aldo no le hacía mucha gracia la idea de que su amigo vagara por un sitio como ese después de anochecer. No obstante, sabía que era prudente y que estaba acostumbrado a las expediciones insólitas (¿acaso no pertenecía más o menos al servicio de inteligencia francés?), que nunca emprendía sin llevar un arma. Después de todo, ¿por qué la desaparecida Rosa de York no podía haber florecido, en uno u otro momento de su existencia, en los establecimientos de esos maestros de la usura que son los hijos de Israel? Por otra parte, si era así, ¿cómo es que Simon Aronov no se había enterado?

—¡Seré idiota! —exclamó al cabo de un momento de reflexión—. ¿Acaso no me dijo que le había escrito? Debe de haber recibido su respuesta.

Tranquilizado, se fue a tomar un baño caliente y luego, en vista de que no llegaba nadie, exploró la despensa, se sirvió un muslo de pollo frío, una porción de queso Cheddar y una copa de Burdeos y se lo llevó al salón para esperar más cómodamente el desarrollo de los acontecimientos. Estaba terminando de cenar cuando sonó el teléfono. En el otro extremo del hilo, la voz un poco jadeante de Théobald dijo:

—Estoy en la estación de London Bridge. Nuestro hombre se dispone a salir para Eastbourne y voy a seguirlo.

—¿Eastbourne? ¿Qué diantre va a hacer allí?

—Eso es lo que voy a tratar de averiguar.

—Yo también. Voy a reunirme con usted.

—No hay tiempo, el tren sale dentro de siete minutos.

—Entonces tomaré el tren siguiente. ¿Conoce Eastbourne?

—No he estado en mi vida.

—Yo tampoco, pero supongo que cerca de la estación habrá uno o dos hoteles. Es una estación balnearia de renombre. Nos encontraremos en el que esté enfrente de la salida.

—¿Y si hay dos?

—En el que esté más a la derecha. Tomaré dos habitaciones a mi nombre. Haga lo mismo si llega antes que yo. ¿A qué hora sale el próximo tren?

—A las ocho y doce. Debe de llegar hacia las diez.

—Perfecto. Buena suerte, Théobald, pero no haga nada antes de que yo llegue. Descubra lo que descubra, venga a verme primero y juntos decidiremos cómo actuar. Si es lo que yo creo, esa gente es peligrosa. ¿Va armado?

—Cuando sigo a alguien, siempre.

—Ahora váyase. Sería una estupidez perder el tren.

Después de haber colgado, Aldo metió algunas cosas de aseo y un poco de ropa interior en un maletín, se vistió, le escribió a Adalbert una carta breve pero suficientemente explícita, comprobó que llevaba la pitillera llena y que la Browning estaba cargada, se proveyó de munición suplementaria y finalmente apagó las luces, salió de casa y cerró la puerta con llave. Paró un taxi que lo condujo sin obstáculos a la estación de London Bridge, donde emprendió un viaje de un centenar de kilómetros.

No entendía muy bien qué podía ir a hacer un sacristán polaco bastante vulgar a Eastbourne. Él no había ido nunca, pero la reputación de esa ciudad balnearia, construida a mediados del siglo anterior por el duque de Devonshire para hacer la competencia a Brighton y su alta aristocracia, era inmejorable. Era acaso la más suntuosa de todas las ciudades situadas entre Portsmouth y Dover, y aunque en invierno se quedaba sin la mayor parte de sus elegantes y episódicos habitantes, no dejaba de ser el lugar de retiro preferido de toda una clase de la sociedad rica.

Cuando llegó a Eastbourne, hacia las diez y cuarto, Morosini encontró enseguida el hotel deseado: casi enfrente de la salida, el Terminus le tendía los brazos. Era uno de esos establecimientos para viajeros ocupados o presurosos; nada que ver con los grandes hoteles situados a orillas del mar. Pero este tipo de albergues presentaba la ventaja de que no se prestaba mucha atención a las idas y venidas de los clientes. Se presentó como el señor Morosini y tomó dos habitaciones comunicadas que pagó por adelantado, una para él y otra para su sirviente, al que un asunto familiar había retrasado y que llegaría más tarde. Un conserje somnoliento, pero al que la fabulosa propina de una libra ofrecida con la más amable de las sonrisas volvió sordo y ciego, le tendió dos llaves mientras le informaba de que se alojaría en el tercer piso y de que el ascensor estaba averiado. El hombre llevó su deferencia hasta anunciar que él mismo subiría sin tardanza la botella de whisky, la soda y los dos vasos que se le pedían.

Instalado en una habitación intemporal ni ningún interés aparte del de estar más o menos limpia, Aldo se disponía a afrontar una larga espera, pero ésta fue más breve de lo que temía. Poco después de medianoche, llamaron a la puerta y Théobald entró.

—¿Ya? —dijo Morosini, tendiéndole un vaso que éste aceptó agradecido y vació de un trago—. ¿Ha podido seguir a nuestro hombre hasta el final?

—No exactamente… Para eso tendría que volver a Londres con él. Acabo de dejarlo en la estación, donde se dispone a esperar el primer tren de la mañana en la sala destinada a tal fin. Sólo ha estado aproximadamente una hora en la casa a la que ha ido, aunque el término «casa» es impropio para designar el magnífico palacete donde lo he visto entrar. ¡Y ni siquiera lo ha hecho por la puerta de servicio! Es increíble.

—¿Puede describirme ese palacete y decirme dónde se encuentra exactamente?

—En Grand Parade, el paseo que bordea el mar y donde están las mansiones más bonitas, pero lo más sencillo es que le acompañe.

—Usted ya está muy cansado. Limítese a explicarme cómo llegar y quédese aquí.

—Se lo agradezco mucho, príncipe, pero no conozco la ciudad lo suficiente para indicarle el camino; prefiero la memoria de mis pies. Además, no está lejos, y esta copa me ha reanimado.

—En tal caso, vamos.

Salir del hotel sin atraer la atención fue fácil, pues el conserje roncaba como una locomotora. Y, tal como había anunciado Théobald, no hubo que andar mucho. Al cabo de un momento, los dos hombres deambulaban por la acertadamente denominada Grand Parade: un asombroso conjunto de edificios de la época victoriana. Saltaba a la vista que el hombre que había promovido la construcción de esa sorprendente ciudad había querido que fuese más un homenaje al orgullo británico que a la gloria de su famosa soberana. ¿Acaso no se trataba de superar a Brighton, que hacía las delicias de la Corte? Brighton la ruidosa, la agitada. Aquí debía reinar, incluso en verano, la calma solemne de una aristocracia que se consideraba por encima de todo y sólo toleraba el mar frente a su grandeza. A esa hora tardía, era éste el que reinaba. Tan sólo el murmullo sedoso del agua turbaba la noche opaca, cargada de fría humedad.

La mansión ante la que se detuvieron no deslucía un conjunto que el veneciano juzgó con severidad. Estaba demasiado impregnado de la belleza pura de la Serenísima para disfrutar de esa increíble reunión de torrecillas, pináculos, pilastras, cúpulas, terrazas y columnas en la que se reconocía el sello de Paxton y sus colegas.

—¡Un auténtico pastel de boda! —masculló—. ¿Es aquí?

—Sí, estoy completamente seguro. No hay muchas que hagan esquina.

—Nunca me acostumbraré al gusto inglés. ¿Por dónde se entra?

—Si llama, es por ahí —dijo Théobald señalando la alta puerta con arco, protegida por un porche, a la que se accedía por unos escalones que descendían entre cuatro enormes miradores hasta el paseo marítimo—. La entrada de servicio está en la otra calle.

Aldo no contestó. Estaba calculando la altura del piso donde dos ventanas realzadas por un balcón gótico dejaban filtrar un poco de luz. Después de todo, el estilo Victoriano tenía la ventaja de que sembraba las construcciones de salientes muy útiles para quien deseaba tratar de escalarlas, una idea que lo seducía cada vez más.

Examinando rápidamente los alrededores, consideró sus posibilidades y llegó a la conclusión de que tenía muchas. No había ni un alma a la vista. Era una noche oscura, apenas iluminada por alguna que otra farola de gas, cuando en verano casas y hoteles debían de rebosar de luz. Se quitó el abrigo, que le habría impedido moverse con libertad, y se lo dio a Théobald.

—Quédese aquí y arrégleselas para hacerse invisible, sobre todo si pasa una patrulla haciendo la ronda. Pero si dentro de una hora no he vuelto, avise a la policía.

El fiel sirviente asintió con la cabeza sin que se le ocurriera hacer la menor observación. Estaba más que acostumbrado a las excentricidades de su señor para sorprenderse de las del príncipe anticuario. A lo que había que añadir que, al igual que a Romuald, su hermano gemelo[13], le gustaba vivir un poco peligrosamente.

—¿No quiere que lo acompañe? —se limitó a preguntar.

—No, gracias. En este tipo de asuntos, un vigilante es siempre un ayudante muy valioso. Deséeme simplemente buena suerte.

—Espero que no lo ponga en duda.

Aldo ya había comenzado a subir por las grandes piedras angulares, sobre las que destacaba una cornisa tanto más atrayente cuanto que el escalador creía distinguir, a esa altura, una ventana entreabierta. No le costó mucho llegar; la escalada era fácil para su cuerpo vigoroso y bien entrenado. Era la primera vez que iba a entrar en una casa por la ventana y no sentía ningún remordimiento, sino más bien una alegre excitación que le recordó a Adalbert. Ahora comprendía el placer un poco perverso que éste experimentaba cuando, dando la espalda a sus ocupaciones oficiales de arqueólogo, se embarcaba en una de sus aventuras al margen de la ley en beneficio de Francia. Ésta era en beneficio de una joven amada, lo que venía a ser más o menos lo mismo.

Después de haber entrado por la ventana sin hacer ruido, Aldo se encontró totalmente a oscuras y perdido entre los pliegues de unas cortinas de seda, que se apresuró a correr tras de sí una vez que hubo pasado al otro lado. Luego encendió un momento la linterna para situarse. Descubrió que se encontraba en un dormitorio de mujer, bastante lleno de muebles pero totalmente vacío de personas. Un tocador sobrecargado y pasamanería en abundancia, unidos a una estela de perfume a la que curiosamente se mezclaba un olor de puro, confirmaban su diagnóstico. Seguramente un matrimonio ocupaba esa habitación, y si no estaba acostado pese a lo avanzado de la hora, no debía de andar lejos: en la estancia contigua, la que aún estaba iluminada.

El visitante se acercó a la puerta, por debajo de la cual se filtraba un rayo de luz, asió el pomo con mano cauta pero firme y abrió muy despacio. Justo lo suficiente para ver unos pies masculinos apoyados en un reposapiés tapizado en terciopelo marrón. Iba a ampliar su campo de visión cuando el ruido de otra puerta, abierta ésta sin precaución, hizo que se quedara inmóvil. Casi inmediatamente se oyó una voz de hombre.

—¿Tienes intención de quedarte toda la noche levantado? La marea está bajando, o sea, que tampoco será hoy.

—Me pregunto si llegará algún día. ¡Hace semanas que espero! —gruñó otra voz, masculina también pero provista de un acento de Europa central—. Y quizás haya llegado el momento de darse prisa, porque la visita de esta noche no tiene nada de tranquilizador.

—Estoy de acuerdo. Tendré que ir a Londres mañana por la mañana para ver cómo van las cosas. Hay que reconocer, de todas formas, que hemos tenido mala suerte, porque al asesinato del joyero por el que Buckingham Palace muestra tanto interés ha venido a sumarse ese asunto del tráfico de opio. Toda la policía anda de cabeza, y no es el momento de poner armas en circulación.

—Es posible, pero yo no quiero quedarme más tiempo aquí ahora que sé que alguien me busca. Si ese italiano ha sido capaz de encontrar a Dabrovski, quizá consiga llegar hasta mí.

—Dabrovski sabe lo que se hace y está seguro de que nadie lo ha seguido.

En su rincón oscuro, Aldo se quitó mentalmente el sombrero ante Théobald. Él también conocía su oficio.

—Aun así —prosiguió la voz inglesa—, más vale tomar precauciones. Iré a ver a Simpson y le pediré que te busque otro escondrijo. Que sea tan seguro como éste ya es otro cantar, pero haremos lo que podamos. Y ahora haz lo quieras, es cosa tuya, pero yo me voy a dormir.

Una vez que su compañero hubo salido, el hombre de las piernas estiradas, que Morosini estaba prácticamente seguro de que se trataba de Ladislas, exhaló un profundo suspiro, se levantó, apagó una lámpara y se dirigió hacia donde se encontraba el príncipe. Éste retrocedió hacia la ventana, pero no tuvo tiempo de salir antes de que la luz eléctrica inundara la habitación. Con un rápido ademán, sacó el revólver y apuntó con él al que acababa de entrar, que efectivamente era Ladislas.

—Buenas noches —dijo con la misma tranquilidad que si se hubiera encontrado a su adversario por la calle.

El joven se sobresaltó y observó con estupor la alta figura del desconocido, cuyos ojos de un azul clarísimo parecían querer clavarlo en el suelo.

—¿Quién es usted?

—El italiano del que acaban de hablarle. Como ve, es más fácil seguir al sacristán de lo que él cree.

Mientras hablaba, Aldo pensaba que el estudiante anarquista no había cambiado mucho desde la escena en los jardines de Wilanow: seguía siendo moreno, romántico y llevando la cabeza descubierta, además de una sombra de barba y una bata que le quedaba grande. En resumen, nada que explicara un amor capaz de empujar a una encantadora chica a intentar suicidarse.

—¿Qué quiere? —preguntó Ladislas.

—Ya deben de habérselo dicho: que saque a Anielka del atolladero en el que la ha metido. Estoy dispuesto a ofrecerle dinero y a ayudarlo a regresar a su país.

—Largarme de aquí, eso es lo único que pido. Pero ¿de dónde se ha sacado que yo la he metido en un atolladero? Se ha metido ella sola.

—¿De verdad? ¿Qué fue a hacer, entonces, a su casa? Que yo sepa, ella no fue a Polonia a buscarlo.

—No, lo admito. Le pedí que me hiciera… ciertos favores. Oiga, ¿le importaría bajar ese cacharro? No tendrá intención de matarme, ¿verdad?

—Por el momento, no, porque vale mucho más vivo que muerto. Así que sigamos como estamos y hábleme de esos «favores», que, por cierto, obtuvo haciéndole chantaje, ¿no?

—Algo tuve que presionarla, claro, pero el fin justifica los medios, y nosotros necesitamos dinero y armas. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar: mi amiga casada con el vendedor de cañones más importante de Europa.

—¿Para qué demonios necesitan municiones de toda clase? Que yo sepa, Polonia es libre.

—¿Usted cree? Se nota que no conoce al glorioso mariscal Pilsudski, nuestro héroe nacional. Pero, claro, ¿qué puede entender un italiano de Polonia? —Lo suficiente para haberme enterado de que el tal Pilsudski ya no está en el poder.

—Volverá, y además es él quien dirige el cotarro. ¿Libre, dice? Métase en la cabeza que Pilsudski es un dictador, y nosotros no queremos un dictador, por muy polaco que sea.

—¿Qué quieren, entonces? ¿La revolución, como en Rusia? Supongo que usted y sus amigos son nihilistas, ¿no?

—Eso no le incumbe. En cualquier caso, respecto a lady Ferrals, no pienso cargar con la muerte de su marido. Yo no he tenido nada que ver.

—Seguramente por eso huyó nada más verlo desplomarse.

—Póngase en mi lugar. Me di cuenta de que la policía iba a ir y me detendría.

—Pero no se le olvidó birlarle las joyas a lady Ferrals, ¿eh?

—Yo no he robado nada. Ella me las dio para que consiguiera dinero.

Morosini tenía una vaga sensación de náuseas, pero no pudo evitar reír al pensar en la imagen casi sagrada que la pobre Wanda tenía de ese chico. ¡Un paladín! ¡Un enamorado de leyenda! Era grotesco.

—¡Y pensar que hay personas lo bastante tontas para pensar que usted la ama!

El rostro crispado del muchacho se distendió, como si un soplo de dulzura acabara de acariciarlo.

—¿Por qué no? La amé… con locura, y creo que queda algo de ese amor, aunque no lo suficiente para aceptar que me cuelguen.

—¿Prefiere que la cuelguen a ella? Según usted, ¿ha sido ella quien lo ha matado?

Ladislas se pasó una mano trémula por los cabellos revueltos.

—Quizá, no lo sé. La justicia británica es quien tiene que demostrarlo. —Yo creo que la citada justicia británica demostraría mucho más fácilmente la culpabilidad de usted. Si quiere saber mi opinión, es un cobarde de tomo y lomo.

—Le prohíbo que me insulte. Si tuviera una sola posibilidad de salvarla sin perder la vida, lo haría.

—Pues yo le doy esa oportunidad. A cambio de una suma de dinero, usted escribe una confesión que no será entregada a la policía hasta que los dos nos hayamos ido. Yo le sacaré de Inglaterra con una identidad falsa y volveré.

—Pero ¿qué quiere que confiese? ¿Que lo maté?

—Por supuesto. Y si le interesa saberlo, estoy convencido de que lo hizo.

—Está loco. Igual que lo estaba yo para que se me ocurriera meterme en esa maldita casa de Grosvenor Square. No se imagina el ambiente que había. Rezumaba odio. Tres hombres deseando a la misma mujer y ella burlándose de todos nosotros.

—Sí, pero me parece haber oído decir que le daba preferencia a usted —dijo Morosini con una voz súbitamente glacial, a la que respondió la risa amarga de Ladislas.

—Es verdad. Durante un tiempo reanudamos nuestros juegos de Varsovia, pero ya no era lo mismo. Allí, ella me amaba. Aquí, quería que la librara de un hombre que la horrorizaba. Pero no fui yo quien hizo el trabajo.

—¿En serio? Bien, pues vamos a verlo, puesto que no quiere aceptar mi generosa proposición —dijo Aldo, apartando con una mano la doble cortina y dejando a la vista la ventana abierta—. Va a venir conmigo y podrá dar a la policía todas las explicaciones que quiera. Pase, por favor —añadió, señalando el hueco con el cañón del revólver.

—¿Quiere que pase por la ventana?

—Yo he pasado, y usted es más joven. No se preocupe…

Iba a decir: «Abajo hay alguien esperándolo», pero el proyectil fue más rápido y le quitó la palabra. Alcanzado en la sien por un objeto lanzado con mano segura, Morosini profirió un breve grito y, soltando el arma, se desplomó.