Segunda parte
LA SANGRE DE LA ROSA

8. Una petición de socorro

El suave aroma del café de Celina llenaba el salón de las Lacas, donde Aldo acababa de comer en compañía de su prima Adriana. La comida había sido, como siempre, un éxito. Feliz de volver a ver a un señor al que seguía llamando su «niño», la cocinera de los Morosini daba libre curso a su talento y su inspiración, y tanto sus platos como su café habían alcanzado el grado de sublime. Sin embargo, Morosini no llegaba a experimentar la euforia que habitualmente le producía la buena mesa. Mientras removía en una minúscula taza de porcelana francesa el untuoso brebaje, mantenía clavada en su prima una mirada cargada de furia que la hacía pasar del gris azulado al verde: por primera vez, Adriana se negaba a ayudarlo.

El día anterior había ido al hospital San Zanipolo con la esperanza de traerse a Guy Buteau, operado hacía diez días, pero el cirujano había manifestado su deseo de que el paciente se quedara cuarenta y ocho horas más para efectuar ciertas comprobaciones; después, todo iría bien si el antiguo preceptor era razonable y respetaba una convalecencia de tres semanas como mínimo antes de reanudar sus actividades normales.

Aquello suponía una contrariedad para Morosini, pues tendría que cerrar la tienda para acudir a dos importantes ventas anunciadas en Milán y en Florencia respectivamente con unos días de intervalo. No obstante, se había guardado de manifestar su preocupación a su amigo Guy, ya suficientemente apenado. La marcha de Mina le había afectado mucho, y como sabía por experiencia el minucioso trabajo que exigía una de las tiendas de antigüedades más famosas de Europa, se había mostrado inquieto.

—¿Cómo se las va a arreglar, Aldo? Están las dos subastas a las que tenía que asistir, y el señor Montaldo llega de Cartagena para recoger el aderezo mongol que compramos hace tres meses…

—No se atormente. Le pediré ayuda a mi prima Adriana. No será la primera vez que se queda a cargo de la tienda, y además se entenderá muy bien con el señor Montaldo. Lo seducirá y quizás hasta consiga venderle otras piezas.

Ese optimismo no duró mucho; justo el tiempo de sentarse a la mesa con Adriana. Nada más empezar a hablar, ésta lo interrumpió.

—Lo siento, Aldo, pero me voy a Roma pasado mañana.

—¿A Roma? No me dirás que vas a unirte a la tropa de aduladores de Mussolini…

En los últimos días de octubre de 1922, Italia vivía una profunda transformación que el estado de anarquía reinante en el país desde la guerra, un estado ante el que el rey Víctor Manuel III se mostraba impotente, había hecho necesaria. Unos excombatientes reducidos a la miseria y al paro, una pequeña burguesía arruinada por la caída de la moneda y una creciente agitación obrera hacían alzarse en el horizonte el espectro del bolchevismo. Entonces había aparecido un hombre, un maestro hijo de campesinos romañeses que se había hecho periodista, un excombatiente en el que había arraigado la idea de que una nación armada y movilizada representaría el mejor ejemplo para una comunidad democrática. Así, el 23 de marzo de 1919 Benito Mussolini había fundado en Milán los primeros «fascios» de combate, compuestos de antiguos soldados con aspiraciones más bien antinómicas en las que trataban de concurrir el nacionalismo puro y duro y un vago socialismo republicano. El uniforme de estos «fascistas» era una camisa y un gorro negros, su arma preferida la violencia, y sin embargo, ante ellos las multitudes se alzaban en masa, ávidas de un orden olvidado hacía tiempo y animadas por un ardiente deseo de ver a la debilitada Italia levantarse de nuevo para recuperar el esplendor perdido y el poder de la Roma antigua.

En el congreso de Nápoles, el que se hacía llamar el Duce se sintió suficientemente fuerte para exigir la disolución de la Cámara y su propia participación en el poder. A continuación, organizó la marcha sobre Roma (27-29 de octubre de 1922). Tal vez el rey habría podido detener el avance de aquellos locos demasiado populares, pero hubiera sido necesario hacer intervenir al ejército, proclamar el estado de sitio, y Víctor Manuel no quiso. El 30 de octubre, pidió a Mussolini que formara el nuevo gobierno y el romanes cambió la camisa negra por el chaqué, el pantalón de rayas y el sombrero de copa.

Naturalmente, los intelectuales, de izquierdas y no tan de izquierdas, los librepensadores, la Iglesia y las clases elevadas de la sociedad no veían sin cierta inquietud que el poder hubiera caído en manos de gente de la que no resultaba difícil imaginar que planeaba instaurar una dictadura tan rígida quizá como la de los soviets. Sin embargo, eran bastantes los que, por patriotismo y por añoranza de la grandeza pasada, concedían el beneficio de la duda a ese Mussolini que se creía una encarnación de una leyenda cesariana. Con todo, Mussolini respetaba el juego de la legalidad. Se pudo ver a sus milicias desfilar hasta el Quirinal para rendir homenaje al rey, depositar una corona en el monumento al soldado desconocido y por último asistir en la iglesia de Santa María degli Angeli, con el nuevo gobierno, a una misa de réquiem presidida por los reyes. Sí, todo eso era bello, noble, pomposo, grandilocuente incluso, y al príncipe Morosini no le gustaba la grandilocuencia. Tan poco como el aspecto brutal, vulgar y arrogante del nuevo dirigente. Ya se hablaba de disturbios sofocados de forma sangrienta, de estudiantes encarcelados, maltratados, de intervenciones de una policía paralela que, demasiado segura de un poder que deseaba que fuera total, elaboraba listas y hacía fichas para vigilar mejor a los que parecieran respirar a otro ritmo.

Además, a Aldo le parecía oír aún, en el fondo de su memoria, la voz grave de Simon Aronov en los sótanos de Varsovia: «Sepa que una orden negra va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo…» ¿Cómo era posible no ver una similitud, una extraña premonición por parte del custodio del pectoral? Así pues, sin siquiera conocerlo, detestaba a Mussolini porque instintivamente desconfiaba de él.

El sarcasmo contenido en su última frase hizo abrir los ojos con asombro a la condesa Orseolo.

—No me dirás tú, Aldo, que ya le eres hostil cuando lo que está haciendo es poner orden en el país. Que no tengáis ninguna afinidad, no lo pongo en duda, pero lo que hay que mirar es el objetivo perseguido. Ese hombre sólo desea la grandeza de Italia. Es un patriota, como tú. Ha combatido, como tú.

—Yo combatí contra el aburrimiento en el nido de águilas austríaco donde estaba prisionero. Mira, reconozco que Italia está disgregándose, derrumbándose bajo el peso de la corrupción y de las ansias comunistas, que ya era hora de que un hombre se decidiese a intentar poner un poco de orden en este caos. Pero no tengo la impresión de que éste sea el apropiado. Lo que sé acerca de sus métodos no me inspira confianza.

—Llegarás a confiar en él, créeme. Tengo amigos que lo conocen y aseguran que es un genio. De todas formas, no voy a Roma para verlo o para intentar conocerlo. Voy por Spiridion.

—¿Tu lacayo?

—Yo lo llamaría más bien mi mayordomo. Posee, no sé si te lo había dicho, una voz admirable, pero necesita trabajarla, amplificarla, perfeccionarla. Tiene un gran futuro ante sí y quiero ayudarlo a triunfar. Le he conseguido una audición con el maestro Scarpini y, naturalmente, voy a llevarlo. Si Scarpini muestra interés por él, Spiridion puede confiar en que llegará a cantar en los mejores escenarios líricos y yo tendré la satisfacción de haber descubierto a una nueva estrella.

El entusiasmo un poco delirante que manifestaba desagradó a Morosini, que no pudo renunciar al malévolo placer de arrojar un jarro de agua fría sobre esa hoguera demasiado ardiente para su gusto:

—¿Y quién va a pagar las clases? No creo que Scarpini las regale.

—Claro que no. Me encargaré yo de eso.

—¿Puedes permitírtelo?

—No te preocupes. Gracias a ti y a… ciertas inversiones prudentes, ya no tengo problemas de dinero. Puedo preparar el porvenir de Spiridion sin pasar apuros económicos. Además, él me resarcirá con creces.

—Siempre y cuando las cosas salgan bien. Las voces excepcionales escasean, incluso aquí. Te expones a que tu presupuesto mengüe considerablemente, y quizá por eso harías bien en reconsiderar mi propuesta. Tu viaje a Roma no me parece que sea un obstáculo infranqueable: llevas a tu griego, lo presentas; si se interesan por él, lo dejas, si fracasa, vuelves con él en espera de otra oportunidad y santas pascuas. Te pagaré, ¿sabes?

Adriana se arregló el velo que envolvía su minúsculo sombrero, se estiró los guantes, cruzó y descruzó las piernas, que seguían siendo muy bonitas, y finalmente sonrió con cierta incomodidad.

—Te conozco demasiado para ponerlo en duda y me gustaría poder ayudarte, pero por el momento es imposible. No puedo dejar a Spiridion solo en Roma. No conoce a nadie, estaría perdido…

—No es un niño, y no tiene aspecto de perderse fácilmente —protestó Morosini, recordando las facciones puras, el aire arrogante y la figura musculosa del griego—. ¿No crees que exageras un poco?

—No. Además de que no lo conoces, siempre has tenido prejuicios contra él. En realidad, cuando me alejo de él sólo hace tonterías, como si fuera un niño. Y como estoy segura del juicio de Scarpini, calculo que me quedaré uno o dos meses.

Morosini montó en cólera.

—¡No me dirás que vas a vivir con él! Y si es esa tu intención es que has perdido la cabeza —le espetó con brutalidad—. Eres mi prima, llevamos la misma sangre, ¿y vas a amancebarte con un criado? ¡No creas ni por un momento que voy a permitírtelo!

Si pensaba herirla, se equivocaba. Ella se limitó a echarse a reír, aunque, a decir verdad, de un modo un tanto forzado.

—No seas tonto, Aldo. No viviré con él, aunque no sé qué tendría de raro; hace años que vive bajo mi techo sin que a nadie le parezca mal. ¿Adónde iríamos a parar si tuviésemos que alojar a los sirvientes a dos o tres kilómetros de nuestra casa? Pero admito que, si deja de pertenecer a mi casa, es preciso marcar ciertas distancias. Si Scarpini no puede alojarlo, le buscaré una pensión; en cuanto a mí, cuento con la hospitalidad de mis primos Torlonia. Son unos apasionados de la música, sobre todo del bel canto, y…

Continuó hablando, un poco en el tono de quien recita una lección, ensartando palabras, frases, razones que Aldo apenas escuchaba, sensible únicamente a la especie de júbilo que ese flujo verbal delataba: a todas luces, la sensata condesa Orseolo estaba exultante pensando en los días felices que iba a pasar en Roma con ese muchacho, apuesto y jovencísimo, al que Morosini habría jurado que la unía un sentimiento distinto del amor a la música.

Un tanto irritado, puso fin a la conversación con la excusa de que tenía una cita con su notario. Se levantó, acompañó a su prima hasta la góndola que la esperaba y la besó deseándole un buen viaje.

—Da señales de vida de vez en cuando —dijo.

Entró en casa mucho más descontento de lo que quería confesarse a sí mismo. «¿De qué mujer fiarse, Dios mío, si el parangón de las viudas de Venecia, la ejemplar Adriana, con su belleza un poco severa de madona contemplativa, se ponía al borde de la cincuentena a andar de picos pardos como una criatura cualquiera?»

Como quería mucho a su prima, se reprochó ese juicio temerario, y al encontrarse en el vestíbulo con la persona olímpica y, sobre todo, la mirada interrogadora de su fiel Zaccaria, se encogió de hombros, esbozó una sonrisa y declaró, suspirando:

—En fin, tendré que ingeniármelas para encontrar un ayudante para el señor Buteau cuando pueda reincorporarse al trabajo. La condesa se marcha a Roma y estará más de un mes allí.

No tuvo tiempo de decir nada más, y el mayordomo tampoco, pues una voz furiosa se alzó en la vasta sala:

—¡Jamás hubiera creído que viviría lo bastante para ver con mis propios ojos un escándalo como ése! ¡Doña Adriana tiene que haberse vuelto loca! Madonna Santissima! ¿Quién habría imaginado semejante conducta por parte de tan gran dama?

Cual una fragata arribando a puerto con empavesada de gala, Celina, apenas contenidos los oropeles multicolores que le gustaba vestir por el delantal blanco almidonado y estirado sobre su vasta persona, las cintas de la cofia revoloteando movidas por el viento de su cólera, acababa de salir del cortile que llevaba directamente a la cocina. Zaccaria, su esposo, intentó atraparla al vuelo, pero ella lo rechazó enérgicamente y se plantó delante de Aldo clamando:

—Y tú, príncipe Morosini, tú, su primo, ¿vas a dejarla hacer eso?

Era inútil preguntar qué entendía por «eso». Celina, reconocida como la mejor cocinera de Venecia, era una potencia dotada de un servicio de información que le permitía saber todo lo que pasaba en la ciudad sin moverse del palacio Morosini.

—Deberías calmarte, Celina —dijo Aldo, esforzándose en mostrarse despreocupado—. Y sobre todo no prestar tantos oídos a tus chismosas favoritas. Lo interpretan todo al revés y creo que eso es lo que han hecho en este caso. Doña Adriana va a pasar unos días en Roma para confiar a su lacayo a un famoso maestro de canto.

—¿Su lacayo? —repuso en tono irónico la voluminosa napolitana—. ¡Querrás decir su amante!

—¡Celina! —dijo Morosini con severidad—. Sabía que eras charlatana, pero no que tuvieras la lengua afilada. ¿De dónde has sacado eso?

—No he tenido necesidad de sacarlo de ningún sitio. Toda Venecia lo comenta. Si te digo que se acuesta con Spiridion es porque la pobre Ginevra ha venido esta mañana a llorar en mi hombro. Como sabía que doña Adriana comía hoy aquí, confiaba en que al menos tú conseguirías impedir que hiciese esa… esa… indecencia. Pero lo único que a ti se te ha ocurrido decirle es «buen viaje», sin intentar siquiera por un instante retenerla.

—Yo no puedo retenerla. Es viuda, libre, mayor…

—Eso sí, y desde hace bastante. Te aseguro que tu pobre madre, nuestra santa princesa Isabelle, habría sabido decir lo que corresponde, y lo que corresponde es esto: una mujer de cincuenta años y un petimetre de treinta casan mal…, por muy bien que se entiendan en la cama.

—¡Pero bueno! —replicó Morosini, enfadado—. ¡No puedes creer una cosa así! No te ciegues: Ginevra es vieja, está celosa de la influencia que ha adquirido ese muchacho, al fin y al cabo antipático, pero de ahí a afirmar que es su amante hay un buen trecho. ¡No habrá hecho de carabina, digo yo!

—Ella no ha hecho nada, pero ha visto —le declaró Celina en un tono dramático, acompañado de un gesto acusador hecho con el brazo—. Ha visto a la que ella llamaba su pequeña madona entre los brazos del amalecita, como ella dice. Fue una noche en que el reuma le impedía dormir, ¡pobre anciana! Bajó a la cocina para calentarse un vaso de leche. Era muy tarde y Ginevra pensaba que todo el mundo dormía. Pero, al pasar por delante de la puerta de doña Adriana, seguramente mal cerrada, vio un poco de luz y, sobre todo, oyó ruidos… extraños. Suspiros, gemidos… Un poco preocupada por si la condesa estaba enferma, empujó la puerta…

—Y echó un vistazo, ¿no? —dijo Aldo con ánimo burlón—. Y por pura curiosidad, porque no creo ni por un instante que estuviera preocupada. Si los ruidos que oía eran los que imagino, no tienen nada que ver con el dolor, y tú lo sabes perfectamente.

—¡Pues claro que lo sé! Sea como sea, no tuvo necesidad de mirar dos veces para comprender lo que hacían. Y fue un golpe tan fuerte que salió corriendo.

—¿A pesar del reuma? Debió de ser una especie de curación milagrosa —ironizó Morosini reprimiendo con dificultad su cólera, pues no ponía en duda ni por un momento el informe de la vieja Ginevra, una de esas fieles sirvientas a la antigua usanza que se entregan en cuerpo y alma a los que sirven y que conocía a Adriana desde la cuna.

—¡No está bien reírse de eso! —protestó Celina—. La pobre no se atrevió a subir a su habitación. Se quedó en la cocina hasta la hora de la primera misa en Santa María Formosa, adonde fue a derramar todas las lágrimas de su cuerpo. Y ahora la abandonan en esa gran barraca, donde a buen seguro se morirá de miedo pensando que su querida señora esta condenándose en Roma.

—¿No se queda nadie más? La pobre Ginevra ya no debe de poder hacer gran cosa en la casa.

—Iba una mujer todas las mañanas para hacer las tareas domésticas, pero doña Adriana la ha despedido. Lo han tapado todo con sábanas y han cerrado las salas de recibir, Ginevra tendrá bastante con la cocina y su dormitorio…

Aldo ya no escuchaba. Dio media vuelta para dirigirse a su gabinete de trabajo, descolgó el teléfono y pidió el número de su prima esperando que no se pusiera el amalecita. Por suerte, fue Adriana quien respondió. Un poco jadeante, seguramente por haber subido de cuatro en cuatro los peldaños de su magnífica escalera gótica.

—Dime, Adriana, ¿cuándo te vas?

—Creía que te lo había dicho. Pasado mañana.

—¿Y dejas tu palacio sin otra vigilancia que la de esa desdichada Ginevra, que apenas se sostiene sobre las piernas? Es muy vieja para una tarea tan ruda; todavía hay muchas cosas bonitas en tu casa.

Se produjo un silencio, inmediatamente animado por la respiración un poco agitada de la condesa.

—No dispongo de medios para tomar personal suplementario. Así que vamos a limitarnos a cerrarlo todo lo mejor posible y encomendarnos a la gracia de Dios.

—No parece una medida muy efectiva. Harías mejor en decirme la verdad, o sea, que Spiridion te cuesta una fortuna. Y a mí no me hace gracia eso…

—Porque no lo conoces. Tiene un corazón de oro y te aseguro que me lo devolverá todo…

—Con creces, ya me lo has dicho. Y si no te devuelve nada, te encontrarás arruinada, así que intenta al menos proteger lo que te queda. Los ladrones existen, incluso en Venecia.

Adriana, en el otro extremo del hilo, empezaba a ponerse nerviosa.

—Pero bueno, ¿qué quieres que haga? Me marcho dentro de unas horas y no tengo tiempo de tomar otras disposiciones. Le diré a Ginevra que intente hacer venir a uno de sus sobrinos de Mestre, pero si no se le paga…

—No pagarás nada. Dile a Ginevra que enviaré a Zian a dormir a tu casa mientras tú estés fuera. Zaccaria intentará encontrar una compañera para la pobre anciana. En cuanto al dinero, no te preocupes. Me lo devolverás cuando Spiridion el Magnífico haya hecho correr sobre ti un río de oro. Y no me des las gracias si no quieres oír cosas desagradables.

Celina lo había seguido y escuchaba desde el umbral de la habitación. Él le dirigió una mirada sombría.

—¿Estás satisfecha?

—Sí. Así está mucho mejor y dejaré de preocuparme por Ginevra. Pero ¿has dicho la verdad?

—¿Sobre qué?

—¿Tienes realmente intención de ir a buscarla si se queda demasiado tiempo allí?

—Por supuesto. No me apetece que el honor de la familia sirva para desempolvar las tablas sobre las que se supone que el griego va a triunfar, ni, sobre todo, que esa loca se arruine por él.

—Ya lo está en gran parte. Mañana, cuando Zian vaya a instalarse, ve a echar un vistazo a Cà Orseolo. Según Ginevra, tendrás sorpresas.

—No tengo la costumbre de ir a husmear a casa de la gente en su ausencia… ¡Ah, no! ¡Basta de protestas! Ahora me voy al despacho del señor Massaria a ver si él puede conseguirme una buena secretaria.

—¿Por qué no un secretario? Los hombres trabajan en general mejor que las mujeres y no intentan seducir a su jefe.

—Mina nunca ha intentado seducirme.

—No, y ha hecho mal, porque era una persona como Dios manda. Deberías haberte casado con ella.

Por toda respuesta, Morosini se limitó a encogerse de hombros, prefiriendo guardar sus pensamientos para sí. ¿Casarse con Mina, con sus trajes sastre en forma de cucurucho de patatas fritas, su aspecto a medio camino entre cuáquera y maestra, sus cabellos tan estirados que parecían pintados sobre el cráneo y sus enormes gafas? ¡Ridículo! Es verdad que, si hubiera sido diferente, no la habría contratado, y habría sido una lástima. Había sido una colaboradora inigualable. La echaría mucho de menos.

Casi inmediatamente, la imagen fachosa de la falsa holandesa desapareció empujada por otra: una deslumbrante muchacha vestida de terciopelo verde, cuyos ojos parecían grandes violetas surgiendo de un joven y tierno musgo. A ésa sí que quizás hubiera pensado en hacerla su mujer. El problema es que no quería saber nada de él. El juicio severo que había pronunciado en Londres no dejaba duda alguna a ese respecto: para ella era un mujeriego incorregible y nada la haría cambiar de opinión. Suponiendo que él quisiera…

—Lo cual no es el caso —dijo en voz alta mientras se ponía un impermeable y una gorra. Ya era hora de zanjar ese asunto y pasar a otra cosa.

Tras estas tajantes palabras, salió al viento y la lluvia que desde hacía días azotaban Venecia, anegando sus tejados rosa y sus campanarios con una obstinación digna de un otoño londinense. Descartando utilizar el motoscaffo o la góndola, cubiertos con lonas, fue por las calles hasta el Rialto, junto al cual se encontraba el despacho de su notario, el señor Massaria. El mismo que, el día de su regreso de la guerra, había ido a proponerle, para salvarlo de la ruina, que contrajera matrimonio con una desconocida, una joven suiza, hija de un banquero coleccionista, a la que se le había metido en la cabeza integrarse en Venecia como una piedra en un muro por la sencilla razón de que le gustaba Venecia.

Envuelto en su orgullo, aferrado a su honor, que rechazaba un matrimonio por dinero, Morosini se había negado en redondo. Y seguía sin lamentarlo, ya que esa postura había incitado a Lisa a convertirse en Mina para ver de cerca cómo era un personaje tan curioso. Tal como la conocía ahora, sin duda lo habría despreciado si hubiese aceptado. ¿Qué pareja habrían formado?

Eso fue lo que, al cabo de un momento, le contó a su viejo amigo, que lo escuchaba tranquilamente con los codos apoyados en su viejo sillón de piel negra y las manos unidas por la yema de los dedos, el semblante grave pero con un brillo de diversión en el fondo de los ojos y un ligero temblor de barbilla que muy bien podían ocultar el deseo de reír.

—Así que he venido por dos cosas —concluyó con un suspiro—. La primera es preguntarle si estaba usted al corriente del montaje de la señorita Kledermann.

La gravedad desapareció mientras el notario replicaba:

—¿Yo? ¿Al corriente? ¡De ninguna manera! Conozco bastante bien, creo, a Moritz Kledermann, y teniendo en cuenta a la vez sus cualidades y sus dificultades de entonces, forjamos aquel plan sin entrar demasiado en detalles.

Él se tomó su rechazo como debía ser tomado, con respeto y comprensión, y ahí acabó todo.

—¿Y a ella no la había visto nunca?

—No tuve ocasión. Si no, ya supondrá que la habría reconocido a pesar de su disfraz. ¿Qué otra cosa quería preguntarme?

—No se trata de una pregunta, sino de un favor que quiero pedirle. Necesito a alguien para reemplazar a… Mina, y he pensado que usted es el más calificado para ayudarme a encontrarlo. Tiene que ser alguien de confianza, por descontado.

—Su profesión hace que no sea tarea fácil. Claro que, una vez el señor Buteau restablecido, podrá encargarse de formar a esta nueva colaboradora.

—No me parecería mal que fuese un hombre. E incluso me pregunto si, después de todo, no sería preferible.

—¿Por qué no? En tal caso, tengo un joven pasante más aficionado a la historia y al arte que al derecho, y quizá podría ser la solución. Lo que ocurre es que ahora se encuentra ausente; ha tenido que ir a Sicilia por un asunto familiar.

—¿Un siciliano? ¡Qué horror! ¿Me ve a mí con un mafioso? —dijo Morosini, riendo.

—No tema. Se trata de la herencia de una tía que vivía en Palermo, pero es un veneciano de pura cepa. Tal vez resulte difícil convencer a su padre, un colega mío que desea que el muchacho lo suceda. Pero, después de todo, quizá sólo sería para una temporada, y su reputación profesional será una garantía para él. ¿Quiere que lo intentemos? Creo que estará de vuelta dentro de unos diez días.

Aldo reprimió una mueca. Diez días eran una eternidad teniendo en cuenta que él tenía que ir a Milán dos días más tarde, pero, puesto que no había alternativa, cerraría la tienda hasta su regreso y santas pascuas.

—Ya veremos cuando vuelva. Perdone por haberle robado parte de su tiempo —añadió, constatando que el teléfono había sonado en el despacho por lo menos tres veces sin que el señor Massaria respondiera.

—¡Faltaría más! Ya sabe lo mucho que me gusta charlar con usted. Me recuerda la época en que nuestra querida princesa Isabelle recurría a mí. Una época realmente feliz —añadió con un suspiro que traducía toda la nostalgia, toda la melancolía de un amor que jamás se había atrevido a decir su nombre.

—Para ella también —aseguró Aldo amablemente—. Sé que apreciaba mucho los ratos que usted pasaba con ella.

Fue mágico. El afable rostro, sobre cuya nariz redondeada cabalgaban unos lentes, se iluminó como si una súbita luz acabara de alumbrarlo desde el interior. El viejo y fiel enamorado de Isabelle Morosini iba a vivir durante semanas, meses quizá, con esa alegría que acababa de darle. Contento de sí mismo, Aldo se despidió, pero, en el momento en que se disponía a salir del despacho, el señor Massaria lo retuvo poniéndole una mano sobre el brazo.

—Perdone mi curiosidad, pero me gustaría saber una cosa. Conocía bastante bien a su secretaria y me pregunto cuál es su verdadero aspecto. ¿Hay… una gran diferencia?

Bajo sus tupidas cejas, los ojos del notario chispeaban de curiosidad amistosa, a la que Aldo respondió con una sonrisa impertinente.

—Una gran diferencia. La suficiente para sentir cierto pesar, si he de ser sincero. Pero ya es demasiado tarde para los dos. Hasta pronto.

A pesar de lo que le había dicho a Celina, al día siguiente Aldo acompañó a Zian cuando éste fue a montar guardia a casa de la condesa Orseolo. Aunque su misión fuera transitoria y sólo tuviera que pasar allí las noches, el gondolero de los Morosini no quería instalarse sin que su señor y la vieja Ginevra hubieran efectuado una especie de inventario.

No fue en balde. El salón de música donde Adriana estaba habitualmente, tan agradable con sus sedas de color hoja seca y sus faldas de terciopelo turquesa sobre las mesas redondas, no había cambiado desde la última visita de Aldo. En cambio, nada más entraron en el saloncito contiguo, Ginevra señaló con un brazo vengador, en el mejor estilo Celina, un gran espejo oval con un marco dorado un poco deslucido, sin duda bonito pero del siglo XIX y bastante vulgar, colgado en el lugar de un soberbio espejo veneciano del siglo XVI. Faltaba asimismo un antiguo fanal de galera, bajo el que el padre de Adriana se instalaba para escribir cuando estaba en esa estancia, que servía a la vez de despacho y de biblioteca.

Al constatar aquello, Aldo notó que estaba poniéndose de mal humor.

—¿Hace mucho que no están esos objetos?

—Dos meses —respondió la anciana sirvienta—. Hacía falta dinero para el viaje a Roma y las clases del miserable. Está arruinándola, excelencia, y cuando lo haya hecho del todo, la tirará como se tira un par de calcetines rotos —añadió, bufando como una gata furiosa.

—Si yo puedo impedirlo, esté segura de que no lo conseguirá. ¿Quién vino a buscar estas cosas, su anticuario milanés, ese tal… Sylvio Brusconi?

—Sí, y se las llevó de noche.

Morosini empezaba a estar preocupado. Adriana tenía que sentirse culpable para actuar de ese modo. Hasta entonces, como sabía que de vez en cuando hacía una incursión en la compraventa de objetos antiguos, la había ayudado, en caso necesario prestándole dinero, pero tratándose de piezas de esa importancia no habría dejado de dirigirse a él. El hecho de que hubiera acudido a Brusconi, gracias al cual había conseguido dinero durante la guerra para sobrevivir, era más que significativo: Spiridion la tenía agarrada, y muy bien agarrada. Debía de estar loca por él. Y a su edad, eso era más que peligroso.

Como Ginevra se había puesto a llorar, sentada en el borde de una silla, posó sobre su hombro una mano firme y tranquilizadora.

—Lamento no haberme enterado antes de esto, pero no esté triste. Esta noche me voy a Milán; mañana veré a Brusconi, y quizá pueda recuperar el espejo y el fanal.

—Oh, no se tome esa molestia, don Aldo. Si se los devuelve, volverá a venderlos al cabo de una semana.

—Entonces no se los devolveré. Por lo menos hasta que haya recobrado el juicio. No desespere, Ginevra. Y trate de llevarse bien con Zian, es un agradable muchacho.

Tres días más tarde, Morosini regresó de Milán bastante satisfecho: no sólo se había llevado algunas importantes piezas de la subasta, sino que había conseguido arrebatarle los despojos de Adriana a su colega Brusconi, un hombre que no le era simpático, aunque no tuvo más remedio que reconocerle cierta honradez: era un pillo que sabía manejar de maravilla a las personas con dificultades económicas, pero no las estafaba. Con un hombre de la fuerza de Morosini, no se le ocurría pasarse de listo, pues este conocía el valor de las cosas. Además, el veneciano disponía de bazas importantes: su gran prestancia, su encanto personal y su título de príncipe. Brusconi supo conformarse con un beneficio ínfimo, en espera de una posible vuelta de tortilla en un futuro incierto.

Aldo estaba, pues, muy contento, pero todavía lo estuvo más al ver la sorpresa que lo esperaba: su tía abuela, la marquesa de Sommières, había llegado el día anterior acompañada de su inseparable Marie-Angéline du Plan-Crépin, y se podía oír a Celina bramar la gran aria de Norma desde el Gran Canal.

Encontró a la anciana y a su satélite en el salón de las Lacas, donde Zaccaria les servía devotamente champán pese a no ser mucho más de las cinco de la tarde. Pero el vino de los reyes era la única bebida que soportaba la marquesa aparte del café con leche de la mañana y estaba totalmente descartado servirle otra cosa en las comidas o a la hora del té, «esa insoportable infusión de la que los ingleses te vierten cubos enteros a cualquier hora del día».

—¡Por fin estás aquí! —exclamó la marquesa atrayéndolo hacia su vasto regazo, en el que brillaban largos collares de oro, perlas y piedras finas—. ¡Empezábamos a perder la esperanza de volver a verte algún día!

—No invierta los papeles, tía Amélie. Cuando pasé por su casa a mi vuelta de Inglaterra, Cyprien me dijo que «viajaban por Italia» sin precisar dónde…

—Le habría sido imposible, porque hemos hecho mucho camino. Acuérdate de que debías ir en septiembre a Inglaterra. Así que Plan-Crépin y yo fuimos a aburrirnos a base de bien a casa de lady Winchester, pero como tú no estabas en ninguna parte, ni en el Ritz ni fuera de él, nos vinimos a Venecia…, donde nos enteramos de que acababas de partir para Inglaterra. Como, según Mina y el señor Buteau, no ibas a quedarte más de quince días o, como mucho, tres semanas, pasamos veinticuatro horas en el Danieli antes de ir a hacer nuestro pequeño recorrido por la península. Hemos estado en Florencia, en Siena, en Perugia y, por último, en Roma, que hemos tenido la desdicha de ver invadida por una horda de hormigas negras que nos han parecido tremendamente antipáticas. ¡Hasta querían comprobar nuestra identidad con el pretexto de que éramos extranjeras! ¿Se puede concebir algo semejante? Los clientes del hotel Quirinal… y los demás estaban escandalizados, e incluso se preguntaban en qué estaba pensando el rey para encomendarse a ese Mussolini.

—Creo que no tenía elección —dijo Aldo, suspirando—. Italia vivía en un gran desorden desde la guerra y la amenaza bolchevique, pero dudo que este orden le convenga durante mucho tiempo.

—Convendrá a los que se enriquezcan. Y, créeme, habrá bastantes. Volviendo a Marie-Angéline y a mí, en vista del panorama nos apresuramos a tomar el primer tren para Venecia, de donde tú habías vuelto a marcharte.

—Menos mal que esta vez han tenido la buena idea de esperarme. No se imaginan el placer que me produce su presencia. Espero que se queden algún tiempo, aunque noviembre no es el mes más agradable, con las grandes mareas que a menudo nos traen l’acqua alta[12].

Marie-Angéline, a la que aún no se la había oído, dejó escapar un suspiro de entusiasmo.

—Reconozco que me encantaría. Cruzar la Piazza San Marco sobre pequeños puentes de tablas que hacen de aceras debe de ser una experiencia muy divertida.

—Siempre he pensado, Plan-Crépin, que alimenta secretamente un gusto perverso por la aventura —dijo la marquesa—. Por cierto, Aldo, tu amigo Buteau ha vuelto, esta mañana del hospital. No tiene muy buena cara, pero yo creo que dentro de unos días estará totalmente recuperado: Celina está ocupándose de él.

—Voy a subir a cambiarme, pero antes pasaré por su habitación.

Estaba escrito, sin embargo, que Morosini no llegaría tan pronto a sus aposentos. Estaba atravesando el vestíbulo en dirección a la escalera cuando Zian saltó de la góndola que apenas se había ocupado de amarrar. Parecía muy alterado, y las noticias que llevaba justificaban su estado.

—¡Han entrado a robar en el palacio Orseolo! —espetó sin más preámbulos—. Cuando he llegado para pasar allí la noche, he encontrado a Ginevra llorando, rodeada de tres o cuatro mujeres del barrio que se lamentaban. Había también dos policías que intentaban averiguar algo en ese concierto de clamores, pero yo he comprendido enseguida lo que ha pasado: han roto las vitrinas donde estaba la plata en un lado y pequeñas joyas preciosas en el otro. ¡Se lo ruego, excelencia, venga! Esos policías son capaces de detenerme.

—Vamos. ¿Cuándo crees tú que ha pasado?

—De día, desde luego, durante una de las interminables visitas que la vieja Ginevra hace a la iglesia. Va por lo menos tres veces al día.

—¿Y nadie ha visto nada?

—Ya sabe que hay un muro de jardín delante del palacio. En cualquier caso, una cosa es segura: no ha sido forzada ninguna cerradura aparte de la de los muebles. Se diría que los ladrones tenían las llaves.

Zian no exageraba. En casa de Adriana reinaba una atmósfera de fin del mundo, en medio de la cual se movía el comisario Salviati intentando imponer un poco de calma. Éste acogió la llegada de Morosini con un visible alivio, en gran parte porque esa aparición atrajo la atención de las plañideras: Ginevra, transformada en fuente, se arrastró de rodillas para asirle la mano y suplicarle que pusiera fin a las fechorías del amalecita, súplica repetida a coro por sus compañeras.

—Me alegro de verle, príncipe —dijo Salviati—. Quizás usted consiga sacar algo en claro de estas locas. Y explicarme quién es ese amalecita.

—He venido para eso, pero, si quiere un buen consejo, mande a Ginevra y a sus amigas a prepararse un café a la cocina y, de paso, a prepararnos uno para nosotros.

Dicho y hecho. Una vez que se hubieron deshecho de la horda, los dos hombres recorrieron las diferentes habitaciones del palacio ante el cual había ahora dos policías apostados. En unas palabras, Aldo había resumido la situación, identificado al misterioso amalecita, y hablado de la ausencia de su prima y de las razones altruistas que la motivaban. La pasión de la condesa Orseolo por la música era conocida en toda Venecia y permitía arrojar un velo púdico sobre la realidad de sus relaciones con su excesivamente seductor lacayo.

Aldo explicó también que había encargado a Zian que velara por la tranquilidad nocturna de la anciana y de la casa, sin imaginar ni por un instante que el pillaje podría producirse en pleno día.

—¿Quién hubiera podido sospecharlo? Ginevra sale varias veces al día, sobre todo para ir a la iglesia…

—¿A horas fijas?

—Más o menos, sí. Su horario está marcado por los diferentes oficios: misa matinal, vísperas, completas y no sé qué más. Nunca he sido muy ducho en la cuestión —añadió con una sonrisa de disculpa.

—Yo tampoco —dijo el comisario—, pero unos hábitos tan regulares han podido ser observados fácilmente. Supongo que ella llevaba llaves, ¿no?

—Sí. Zian esperaba que volviera de misa y luego se dedicaba a sus propias ocupaciones. Como no trabaja para mí a jornada completa y tiene su propia góndola, ofrece sus servicios a los clientes del Danieli.

—¿Vive en su casa?

—Sí, desde hace años. No está casado y respondo de él como de mí mismo. De lo contrario, no se lo habría propuesto a doña Adriana.

—Estoy seguro de ello. Lo más sorprendente es que hayan entrado sin dificultad: ni han escalado el muro, cosa que habría llamado demasiado la atención de día, ni han forzado ninguna cerradura. Cualquiera diría que esa gente tenía las llaves…

—¿Y nadie ha visto nada?

—Sí. Hacia las cuatro, una vecina que estaba tendiendo en una ventana ha visto un pequeño pontón de carbonero parado delante del palacio. Ya había terminado cuando ha visto a dos hombres volver al pontón llevando al hombro un montón de sacos de madera y de carbón que debían de haber vaciado.

—O más bien llenado. Supongo que a la ida cada uno llevaba dos sacos, uno que contenía madera y otro vacío; habrá que mirar en la cocina. Después se han puesto manos a la obra, y es bastante infantil hacer creer que se llevan sacos de yute vacíos si están amontonados de cualquier manera y no muy bien doblados. Esos dos son los culpables.

—Investigaremos por ese lado, por supuesto. Sin embargo, me extrañaría que encontrásemos algo. Conozco a los que se dedican a ese negocio y son buena gente.

—Pero el mejor empresario del mundo está expuesto a contratar a un elemento dudoso. Sobre todo teniendo en cuenta que esa gente podría ser de Mestre… Por lo demás, si me permite que le dé un consejo, señor comisario, sería conveniente tratar de averiguar algo más sobre el que Ginevra llama el amalecita, ese tal Spiridion Melas, de Corfú, evadido de las prisiones turcas y recogido «en la playa del Lido muerto de hambre». Cito a mis autores, pues es todo lo que sé de él.

—¿Cree que la condesa Orseolo, llevada por su bien conocida caridad y por su amor por la música, podría haber metido en su casa a un lobo de una especie particular?

—¡Exactamente! —dijo Aldo poniendo cara de asombro—. Es una verdadera maravilla que a uno lo entiendan tan bien.

Salviati sacó pecho, contento de ser apreciado en su justo valor por un hombre de la importancia del príncipe Morosini.

—Gracias. Por su parte, príncipe, esté seguro de que mi investigación llegará hasta el fondo de las cosas. ¿Quiere que vayamos al primer piso?

—Encantado. Dudo de que mi prima haya cometido la locura de no llevar consigo las joyas, por supuesto, aunque también cabe la posibilidad de que las haya depositado en una caja de seguridad de un banco, pero arriba hay muchos objetos bonitos y valiosos.

El dormitorio de Adriana, tan femenino y casi virginal con sus cortinas blancas y azules, había recibido la visita de los ladrones. El tocador estaba vacío: no quedaban ni cepillos, ni palmatorias de esmalte, ni paños de encaje antiguos, ni ninguna de esas mil y una fruslerías frágiles y queridísimas que adornan de un modo tan encantador el dormitorio de una gran dama que es, además, una mujer bonita. Los pequeños cajones de marquetería yacían sobre la alfombra y las dos cabezas de ángel de Tiziano que hasta entonces velaban a ambos lados de la cama brillaban por su ausencia: esos dos cuadros, de formato reducido, eran los más fáciles de llevar.

Sin embargo, algo intrigó a Morosini: el mueble más bonito de la habitación era un bargueño florentino del siglo XVI, construido en ébano, marfil, nácar y carey embellecido con oro. Aldo estaba familiarizado con él, pues procedía del palacio Morosini; Adriana lo había recibido como regalo de boda del príncipe Enrico, el padre de Aldo. No se cerraba con llave, sino mediante un secreto que el príncipe-anticuario conocía. Pues bien, ese magnífico objeto estaba intacto: no mostraba huellas de que hubieran intentado abrirlo y menos aún de que lo hubieran golpeado. Como si alguien hubiera dado instrucciones: sobre todo, no tocarlo ni hacer nada que pueda restarle valor. Lo cual resultaba creíble, pues con lo que se habían llevado los malandrines tenían suficiente para conseguir una buena suma de dinero.

Aprovechando que Salviati estaba efectuando, en el otro extremo de la habitación, un minucioso examen del tocador —colocado entre dos ventanas—, y de una cómoda, se puso los guantes y presionó una hoja de marfil: los dos batientes se abrieron, dejando al descubierto una multitud de cajoncitos y una hornacina dorada que servía de marco a una estatuilla de Minerva, de marfil con casco de oro, que Adriana había convertido en su emblema y que arrancó una mueca irónica a su primo. La insensata condesa, dominada por la pasión en la madurez, no debía de haber contemplado esa bella imagen desde hacía mucho y, sobre todo, debía de cerrar las puertas del bargueño cuando recibía a su amante en la cama… ¡Qué embrollo, caramba! ¡Y qué estupidez!… El amor, lo sabía por experiencia, podía hacer cometer tonterías, pero hasta ese punto era excesivo.

Dejando a un lado su habitual discreción, abrió los cajones uno tras otro. Contenían recuerdos: rosario de primera comunión, medallas, sellos de escudo de armas, cartas antiguas, cuyas cintas descoloridas por el tiempo se guardó de desatar. En algunas reconoció su propia letra. Algunos documentos familiares también. Todo sin gran interés.

Iba a cerrar cuando su mirada viva descubrió, prácticamente bajo el pedestal de la estatuilla, una punta de papel un poco amarillento que sobresalía y recordó que la hornacina tenía también un secreto.

Una mirada de reojo hacia donde estaba el comisario le indicó que no disponía de mucho tiempo. Otro policía acababa de llegar, provisto del material necesario para buscar huellas digitales. Aldo, movido por una irresistible curiosidad, retiró a Minerva, empujó la plataforma en la que se apoyaba y que, al estar mal cerrada, dejaba pasar el trocito de papel, introdujo la mano en la abertura, sacó un paquete de cartas y se lo guardó en el bolsillo del impermeable antes de volver a ponerlo todo en su lugar, aunque se abstuvo de cerrar el bargueño, pues Salviati querría abrirlo y ya se acercaba a él.

—Un mueble espléndido —comentó el comisario—. ¿Cómo se las ha ingeniado para abrirlo?

—Es mi oficio —respondió Morosini, sonriendo—. Como anticuario, he estudiado a fondo este tipo de muebles que en épocas pasadas hacían famosos a nuestros ebanistas en toda Europa. Además, resulta que este procede de mi casa: el regalo de boda de mis padres a la condesa.

Dejó a Salviati examinar atentamente los cajones, incluso llevó su deferencia al extremo de abrir el escondrijo defendido por Minerva con una especie de placer perverso. Tal vez a causa de ese puñado de papeles que, desde dentro del bolsillo, le quemaban los dedos. No se encontró nada importante y el policía respetó escrupulosamente los fajos atados con satén azul.

De vuelta en casa, Morosini dejó para la cena el relato de lo que acababa de ocurrir y se fue a su habitación para tomar el baño que el atento Zaccaria le había preparado. Contrariamente a su costumbre, no se entretuvo mucho. Se puso un grueso albornoz y regresó al dormitorio, donde Zaccaria había dejado sobre la cama la camisa y el esmoquin que su señor, como la mayoría de las noches, y en especial cuando había invitados en el palacio, se pondría. Las demás noches solía ir a sentarse a la gran mesa de la cocina para charlar con Celina. Desde que Guy Buteau estaba en la clínica y Mina se había marchado, los diversos salones en los que, según el estado de ánimo, ponían la mesa, preferentemente en la inmensa sala da pranzo concebida para banquetes, le parecían demasiado vastos. Al igual que en su infancia, Aldo sentía a menudo una súbita necesidad de cariño, y ese cariño nadie sabía dárselo mejor que Celina.

Un vistazo al reloj de pared le indicó que aún disponía de tres cuartos de hora largos antes de bajar a reunirse con sus invitados.

—Puedes irte —le dijo a Zaccaria—. Me vestiré después. Necesito descansar un poco.

—¿Es que no va a ir a ver al señor Buteau? Esperaba su regreso con mucha impaciencia.

—¡Señor!

Con todo el ajetreo, se había olvidado de su amigo.

—Ve a decirle que estoy aseándome y que pasaré por su habitación antes de bajar. ¿Cuánto tiempo más debe hacer reposo?

—El doctor Licci cree que a finales de semana podrá aventurarse por la escalera con su flamante cicatriz sin sentir demasiado dolor.

—Lo ayudaremos y, en caso necesario, lo transportaremos. Debe de aburrirse mortalmente… Corre, ve a decirle que enseguida voy a verlo.

Nada más desaparecer Zaccaria, Aldo fue a buscar el paquete que había guardado al entrar en el cajón de su antiguo escritorio de estudiante, se sentó en un sillón y empezó a leer. Estuvo a punto de dejarlo después de leer unas pocas líneas: eran cartas de amor que databan de los dos últimos años de la guerra. No se creía con derecho a violar de ese modo la intimidad de su prima. No obstante, impelido por algo más fuerte que una banal curiosidad, incluso por una especie de fascinación, continuó.

Se debía al tono de las cartas. Escritas con una letra grande y autoritaria, emanaban sin duda de un amante apasionado, pero también de un superior. A medida que leía, en Aldo iba tomando cuerpo la curiosa impresión de estar asistiendo al afianzamiento de un dominio cada vez mayor. El misterioso R. —no había ninguna otra firma— aludía con la pasión que le inspiraba su amante a cierta causa a la que estaba consagrado.

Las cartas, ninguno de cuyos sobres había sido conservado, indicaban diferentes ciudades de Suiza: Ginebra, Lausana, Interlaken y, sobre todo, Locarno, donde al parecer el amor de Adriana y de R. había surgido. La última, fechada en agosto de 1918, venía de esa ciudad. Era más sibilina todavía, y más autoritaria también:

«Ha llegado el momento; la guerra va a acabar y él regresará. Debes hacer lo que la causa espera de ti todavía más que aquél para quien eres toda la vida. Spiridion te ayudará. Está a tu lado sólo para eso. R.»

Con la impresión de que el techo artesonado de la habitación acababa de caerle encima de la cabeza, Aldo permaneció largos minutos inmóvil, sin soltar la carta. Tenía la horrible sensación de que uno de los círculos infernales de Dante acababa de abrirse ante él. Estaba descubriendo en la Adriana a quien quería como a una hermana mayor, hasta el punto de haber acariciado por un momento la idea de un delicioso incesto, una vida oculta, secreta, carnal y que rozaba la perversidad. ¿Qué era esa causa a la que le pedían que se consagrara dejándola esperar una ardiente compensación? ¿Y cuál era esa tarea que había llegado el momento de realizar? ¿Quién era R.? ¿De dónde había salido exactamente el atractivo Spiridion, que no había sido encontrado casualmente en la playa del Lido? El amante secreto lo había enviado y al parecer ahora había ocupado el lugar de aquél en la cama de Adriana. ¿Por qué no cumpliendo órdenes? ¿Por qué R. no podía haberlo utilizado tanto para llevar a la condesa al terreno que él deseaba como para librarse de una amante que quizá se había convertido en un estorbo? Resultaba sorprendente, en efecto, que la última carta estuviera escrita hacía cuatro años.

Las preguntas se agolpaban, todas sin respuesta. O casi. A Morosini no le gustaba la coincidencia entre las clases en Roma de Spiridion, ahora muy sospechoso, y la expansión del «fascio» mussoliniano, al que Adriana no parecía hostil. ¿Cabía dentro de lo posible que la gran «causa» fuera ésa y, en tal caso, en qué consistía el servicio que se esperaba de la condesa Orseolo? Lo primero era tratar de averiguar quién era R., el hombre al que Adriana parecía haber jurado pertenecer en cuerpo y alma.

Con una inicial no se iba muy lejos, pero un personaje tan apegado a Suiza debía de pertenecer a una u otra de esas células revolucionarias que los disturbios en sus respectivos países obligaban a buscar refugio allí.

El tintineo de una campana anunciando la cena arrancó a Morosini de sus amargos pensamientos y le hizo precipitarse hacia la camisa y el traje. Se anudó la corbata de cualquier manera. No se había dado cuenta de que el tiempo pasaba y apenas le quedaba un minuto para estar con Guy Buteau.

Calzándose los zapatos de charol mientras caminaba, lo que constituía un difícil ejercicio, salió a toda prisa de su habitación para ir a la de su antiguo preceptor, pero lo encontró en la puerta, apoyado en un bastón y un poco pálido, aunque, eso sí, de punta en blanco.

—¡Guy! —exclamó—. ¿Se ha vuelto loco? Debería estar en la cama.

—Estoy harto de cama, querido Aldo. Además —añadió con la sonrisa cálida y un poco tímida que recordaba muchísimo al joven educador francés recién salido de su Borgoña natal al que habían encomendado la instrucción de un niño—, algo me decía que me necesitaba.

—Lo que necesito sobre todo es que disfrute de buena salud, ¿cómo se las ha arreglado para levantarse y vestirse?

—Zaccaria me ha echado una mano. Y he aprovechado para pedir que pongan mi cubierto en la mesa. La presencia de la marquesa de Sommières, de la señorita Marie-Angéline y la suya propia va a hacer maravillas para que me recupere del todo. Sobre todo si se añade una vieja botella de mis queridos Hospices de Beaune.

—Tendrá la bodega entera si quiere. Estoy loco de contento de tenerlo de nuevo aquí —exclamó Morosini—. Pero cójase de mi brazo.

Así, apoyados el uno en el otro, los dos hombres se reunieron en el salón de las Lacas con los moarés casi episcopales de la señora de Sommières, el crespón de China gris nube de Marie-Angéline y la explosión alegre de un tapón de champán.

Pese a sus preocupaciones, que se guardó mucho de exponer, Aldo disfrutó mucho de esa cena familiar animada por el verbo cáustico de tía Amélie. Sobre todo porque había muchas cosas que comentar. Hablaron, por descontado, del asesinato de Eric Ferrals, de la acusación que pesaba sobre su mujer y quizá todavía más de la sorprendente transformación de Mina van Zelden, austera holandesa, en hija de multimillonario suizo.

—Reconocerás que tengo olfato —dijo la marquesa—. ¿No te dije que, si estuviera en tu lugar, intentaría rascar ese caparazón demasiado severo para ver qué había debajo?

—¡Ojalá hubiera sido más explícita! —repuso Aldo, suspirando—. Me habría evitado muchos tormentos y sobre todo encontrarme en una situación difícil.

—No sé qué hubiera podido añadir. Eras tú el que debía haberse mostrado más perspicaz, una vez que yo te había hecho partícipe de mis impresiones.

—Yo admito la parte de reproches que me corresponde —dijo el señor Buteau—. Confieso que me intrigaba, pues, a fuerza de mirarla, había llegado a la conclusión de que bajo ese increíble atuendo se escondía una chica bonita y no lograba comprender por qué se disfrazaba así. Mientras que muchas feas sueñan con volverse guapas, Mina…, permítanme que siga llamándola así…, hacía todo lo posible por ser gris, insignificante, casi invisible.

—Conmigo lo había conseguido totalmente. Desde el momento que comprendí que, pese a mis consejos, no cambiaría, dejé de verla. En cambio, estaba tremendamente presente y tenía en ella una confianza absoluta. Por no hablar de sus profundísimos conocimientos en materia de arte y de antigüedades. Jamás encontraré a alguien semejante. Sabía datar una joya y no confundía una porcelana de Ruán decorada con pagodas con una auténtica porcelana china.

La señorita Plan-Crépin dejó de revolver por unos instantes con la cuchara su ración de huevos revueltos con trufas blancas y, levantando su larga nariz, esbozó una sonrisita maliciosa.

—Eso es cosa de niños —afirmó con una autoridad inesperada—. Basta conocer las firmas, las formas, los colores y los materiales. Cuando era pequeña, mi querido padre, que era un apasionado de las antigüedades, me llevaba a menudo a las subastas. También me instruyó mucho y me hizo leer numerosas obras. Ahora puedo confesar que, si no hubiera sido inconcebible para una muchacha de nuestro mundo montar una tienda…, y también, por supuesto, si hubiera poseído los fondos necesarios, me habría gustado ser anticuaría.

El ruido de un cubierto al ser apoyado en un plato hizo que las cabezas se volvieran hacia la marquesa, que miraba a su lectora con estupor.

—Me había ocultado eso, Plan-Crépin. ¿Por qué?

—No pensaba que ese detalle pudiera ser de algún interés para nosotras —respondió la solterona, que siempre se dirigía a su prima y jefa en la primera persona del plural—. Se trata simplemente de un pasatiempo, pero visitar un museo me causa un vivo placer.

—¡Más que a mí! Esos vertederos de arte siempre me han parecido aburridos.

—Es una pena que sólo vaya a pasar unos días aquí, Marie-Angéline —dijo Aldo, sonriendo—. Si no, quizá le pediría ayuda. Claro que usted no es secretaria…

—Es mi secretaria y con eso tiene más que suficiente —masculló la señora de Sommières—. Me horroriza escribir y ella me quita todo el papeleo de en medio. En el convento de Oiseaux hacían un buen trabajo. Hasta le enseñaron inglés e italiano.

—Si a eso añadimos su aptitud para las proezas aéreas, se puede decir que recibió una educación muy completa —dijo Aldo, riendo—. Casi me entran ganas de pedirle que me eche una mano —añadió más seriamente echando la silla hacia atrás para mirar a la señorita—. El señor Massaria tal vez pueda ofrecerme a alguien, pero no antes de tres semanas. ¿Tiene mucha prisa por irse, tía Amélie?

—En absoluto. Ya sabes que me encanta Venecia, esta casa y los que la habitan. Así que mira a ver qué puedes hacer con este fenómeno. Eso permitirá a nuestro amigo Buteau hacer un poco más de reposo.

—¡No demasiado! —protestó éste—. Mientras no me mueva, puedo recibir clientes, y si la señorita Marie-Angéline accede a hacerse cargo, bajo la dirección de Aldo, de las tareas administrativas, conseguiremos un resultado bastante bueno.

—Sobre todo teniendo en cuenta que, aparte de ir a esa venta de Florencia, no tengo intención de ausentarme. Voy a escribir a mi prima para informarla de lo que ha pasado en su casa. Ella verá si quiere regresar o no.

—¿No deberías volver a Londres? —le preguntó tía Amélie.

Con la mirada súbitamente ensombrecida, Aldo pidió a Zaccaria que llenara las copas.

—Tendré que volver, pero creo que no hay prisa. Allí no me necesitan —añadió con una pizca de amargura.

Pero al día siguiente llegó una carta.

Venía de Londres. En el sobre, escrito con letra torpe, sólo ponía: «Príncipe Aldo Morosini. Venecia. Italia».

En el interior, unas frases firmadas por Anielka: «Le entrego esta nota a Wanda para que te la envíe siguiendo mis instrucciones. ¡Tienes que venir, Aldo! Tienes que venir en mi ayuda porque ahora tengo miedo, mucho miedo. Y quizá sea mi padre quien más me asusta, porque creo que se está volviendo loco. Y yo me siento abandonada, sobre todo por Ladislas, al que no consiguen encontrar. El señor Saint Albans me ha dicho lo que has hecho por mí y que, desgraciadamente, no ha servido de nada. Y que después te has ido. Sólo tú puedes salvarme de esta horrible alternativa: la horca o la venganza de los camaradas de Ladislas. No hace mucho me dijiste que me amabas…»Sin pronunciar una palabra, Aldo le tendió la nota a tía Amélie. Ésta se la devolvió con una sonrisa y un encogimiento de hombros.

—Bueno —dijo, suspirando—, creo que Plan-Crépin y yo podemos prepararnos para pasar aquí el invierno, porque no veo la manera de que puedas evitar montar en tu fogoso corcel para ir volando a socorrer a la belleza en peligro. Lo que veo todavía menos es cómo vas a arreglártelas para hacerlo.

—No tengo ni idea, pero quizás ella me lo diga. Su abogado y yo estamos convencidos de que no ha dicho toda la verdad.

—¡Y es tan agradable poder pedir la ayuda de un paladín como tú! Mira muy bien dónde pones los pies, muchacho. No me gustaba ese desdichado Ferrals y te confieso que no me gusta mucho más su encantadora y jovencísima esposa, pero si le ocurre una desgracia sin que tú hayas hecho cuanto está en tu mano para salvarla, te lo reprocharías durante toda la vida y ya no habría felicidad posible para ti. Así que ve. Plan-Crépin, que estará encantada, y yo haremos de divinidades domésticas mientras esperamos tu regreso. Después de todo, esto de las antigüedades puede ser divertido.

Por toda respuesta, Aldo la estrechó entre sus brazos y la besó con toda la ternura que ella había sabido transmitirle. Esa especie de bendición que le daba era en cierto modo como si su propia madre acabara de trazarla sobre él.

Gracias a Dios, era jueves, uno de los tres días en que el Orient-Express pasaba por Venecia en dirección a París y Calais. Aldo tenía el tiempo justo de enviar a Zaccaria a reservarle un sleeping, solventar unos asuntos con Guy y preparar las maletas. En cuanto a las misteriosas cartas de Adriana, pospuso su estudio para más adelante y las guardó en su caja fuerte con excepción de la última, que era también la más intrigante y que metió en su cartera.

A las tres en punto de la tarde, el gran expreso transeuropeo salía de la estación de Santa Lucía.