7. Lisa

Aldo Morosini vivió los tres días siguientes, sumido en un marasmo deprimente. Teniendo en cuenta que había hecho todo cuanto estaba en su mano para ayudar a Anielka, debería haberse encomendado, tal como le había aconsejado Simon Aronov, a Scotland Yard, a la conciencia de las autoridades judiciales e incluso a Dios, pero le resultaba imposible. Temía por la joven, y ese temor le permitía calibrar el poder que continuaba teniendo sobre él. Ya no creía en el amor que afirmaba profesarle, puesto que había vuelto a ser amante de Wosinski, pero él era lo bastante noble para considerarse satisfecho si podía devolverle la libertad. Su espíritu se vería liberado de un gran peso, lo que le permitiría secundar mejor a Vidal-Pellicorne en su tarea común de búsqueda de la Rosa. Pero tal como estaba el asunto en esos momentos era imposible: Anielka lo obsesionaba y la situación de ésta le hacía sentirse desdichado.

Las dos entrevistas que tuvo con sir Desmond no solucionaron nada; sólo le proporcionaron la amarga satisfacción de hablar de ella, aunque el abogado se mostraba mucho más preocupado del estado de ánimo de su cliente que de su salud. Según él, se encontraría mucho mejor si hubiera comido más.

—No estará haciendo huelga de hambre, ¿verdad? —preguntó, inquieto, Morosini.

—No exactamente, pero se trata de una actitud deliberada. Intenta debilitarse para estar tranquila. Mientras permanezca en la enfermería, no le está permitido a nadie visitarla, salvo a mí para las necesidades de su defensa. Respecto a eso, le diré que se cierra como una ostra en cuanto oye el nombre de Ladislas.

—¿Tanto lo quiere?

—Yo creo más bien que tiene miedo. Su guardiana encontró en su cama una nota redactada en polaco amenazándola de muerte si hablaba.

—¿Y su padre? ¿Qué hace? ¿Qué dice?

—Sigue hecho una furia. Yo creo que ha sido fundamentalmente a causa de él por lo que ha decidido estar enferma y tener así prohibidas las visitas. En cuanto la tenía delante, empezaba a reprenderla. Está convencido de que sabe dónde se esconde Wosinski y la hostiga.

—¿Y usted qué cree?

—Que Solmanski no se equivoca y que lady Ferrals oculta algo.

Adalbert opinaba lo mismo, con la diferencia de que a él le parecía inútil mortificar a la joven. Se podía confiar en Scotland Yard y en Warren, completamente decidido a apresar al polaco.

—Si pudiera atrapar a todo el grupo que aterroriza a tu amiguita, sería mucho mejor; al menos la pobre podría respirar. Pero no te aconsejo que te lances a perseguirlos en solitario.

El arqueólogo había pedido perdón por la historia del armario frigorífico y desde entonces miraba a su amigo con un respeto nuevo, lo que ciertamente no desagradaba a Morosini. Éste, haciendo un ademán arrogante y mirando a Adalbert con sus brillantes ojos azules, susurró:

—No tendrás el valor de abandonarme, ¿verdad? Siempre he creído que éramos más o menos socios.

—En el asunto del diamante, sí, pero yo nunca me he enrolado en el cuerpo de caballeros al servicio de la encantadora Anielka.

—Reconozco que te he tenido un poco abandonado estos últimos días, pero, no sé por qué, me da la impresión de que esos dos asuntos están relacionados. Por cierto, ¿cómo lo llevas?

—Voy avanzando, voy avanzando. Creo que Simon tiene razón al afirmar que la Rosa nunca ha salido de Inglaterra. El duque de Saint Albans la heredó de su madre, pero no la transmitió a su descendiente. Por una especie de milagro que debo agradecer a mi amigo Barclay, el arqueólogo, he encontrado su pista a principios del siglo XIX. Parece ser que el príncipe regente se la regaló a su amante favorita, Mrs. Fitzherbert. Después se hace de nuevo la oscuridad más absoluta. Pero ese resultado me ha animado y no pierdo la esperanza de desentrañar este nuevo misterio. Es curiosa la tendencia de esa joya real a ir a parar a manos de las «reinas de la mano izquierda»… Cambiando de tema, ¿qué te parece si nos mudamos? Estoy un poco harto de la vida de hotel. Por no hablar de que, dadas nuestras actividades más o menos… regulares, tendríamos el campo más libre.

La proposición no entusiasmó a Morosini. Además de que siempre le había gustado la atmósfera impecable de los hoteles de Cesar Ritz, no veía ninguna razón convincente para trasladarse a una vivienda desconocida y poco de su gusto, con la obligación de buscar personal y todos los pequeños inconvenientes que ello presentaba.

—Tendría sentido si tuviéramos que quedarnos meses en Inglaterra, pero, en lo que a mí respecta, voy a tener que resignarme a volver a Venecia. Tengo un comercio del que debo ocuparme. En cuanto al asunto del diamante, Warren se lo toma como un asunto personal y es normal. Nosotros lo hemos avisado, pero le corresponde a él proteger a lord Desmond e impedir que la bonita Mary y Yuan Chang perjudiquen a nadie. Al fin y al cabo, nosotros buscamos el diamante auténtico, no el falso.

—No tendrás intención de marcharte antes del juicio… Quizá seas testigo, supongo que ya lo sabes.

—No tengo ganas de irme. ¿Tú cuándo crees que se celebrará el juicio?

—Antes de enero no creo. Me he informado. Y todavía hay que darse por satisfechos: si se tratara de una paresa de Inglaterra, exigiría más tiempo, pues habría que reunir al Parlamento, pero siendo la esposa de un simple baronet, aunque famoso, el procedimiento es un poco más rápido. En cuanto a las investigaciones para recuperar la Rosa, me temo que tengamos para una buena temporada, puesto que la bomba preparada por Simon nos ha explotado en la cara. Así que yo busco una casa, hago venir a mi fiel Théobald, acompañado si es necesario de su gemelo, y estaré a las mil maravillas. Sin contar con que ellos dos representan una fuerza nada desdeñable en caso de que surja algún problema.

Aldo rumió la idea durante unos instantes. No era tan mala, puesto que presentaba la ventaja de disminuir sus gastos al tiempo que protegía más su libertad.

—De acuerdo —dijo—. Pero yo me quedo aquí unos días más porque espero a Guy Buteau con la alhaja de la que he hablado a lady Ribblesdale. Además, te confieso que Kledermann me intriga. Un banquero de clase internacional, metido en grandes negocios, y se queda en Londres donde no parece divertirse mucho. ¿Por qué?

—Ya te lo ha dicho: espera que la Rosa reaparezca porque está interesado en comprarla. Tú conoces mejor que yo la pasión de los grandes coleccionistas.

—Es posible. Pero, aunque sea así, tengo la extraña sensación de que me observa.

Vidal-Pellicorne soltó una carcajada.

—Tiene algunas buenas razones para hacerlo: podrías haberte casado con su hija y fuiste el amante de su mujer. Falta saber cuál de las dos suscita su interés.

—Espero que ninguna, y sobre todo no la segunda. No, yo me inclinaría más por el experto en joyas antiguas. Cuando estamos juntos, no hablamos de otra cosa.

—Pues ya está, eso lo explica todo. Voy a escribir a Théobald y después empezaré a buscar una vivienda adecuada.

Mientras su amigo salía del hotel con paso alegre silbando una canción de Phi-Phi, una opereta que causaba furor en París desde el final de la guerra, Aldo decidió subir a su habitación. La sacrosanta hora del té se acercaba y los habituales empezaban a llegar. Como había visto desde detrás de la planta que lo protegía de las miradas a la duquesa de Danvers y a lady Ribblesdale —tocado de violetas de Parma y sombrero de terciopelo negro guarnecido con trencilla dorada—, permaneció escondido hasta que se hubieron encontrado con la joven maître y se dirigió hacia el ascensor. No tenía ningunas ganas de chismorrear. Además, la ex Mrs. Astor empezaba a ponerse pesada llamándolo por teléfono con los pretextos más diversos, pero en realidad para saber si lo que estaba esperando llegaba. De modo que Aldo se hallaba dividido entre la impaciencia por ver llegar a Buteau y el arrepentimiento de haber hablado de la diadema de su vieja amiga Soranzo.

Sin embargo, si pensaba disfrutar tranquilamente del saloncito que compartía con Adalbert, se equivocaba de medio a medio. Antes de que hubiera tenido tiempo de instalarse junto a una ventana que daba a la frondosa vegetación de Green Park, el teléfono sonó. En el otro extremo del hilo, la voz untuosa, casi episcopal, del encargado de la recepción le informó de que una joven dama que acababa de llegar preguntaba por él. Se trataba de la señorita Van Zelden y…

—Ya bajo —dijo, antes de colgar el aparato para salir precipitadamente, espoleado por una súbita inquietud que podía resumirse en una sola pregunta: ¿qué había venido a hacer Mina, su secretaria, a Londres, cuando él esperaba a Guy Buteau? ¡Ojalá no le hubiera pasado nada a éste! Desde que lo había encontrado en París en una situación cercana a la miseria, Aldo velaba por su antiguo preceptor con un afecto casi filial.

Pero era Mina. Cuando Aldo llegó al vestíbulo, enseguida la vio con esa vestimenta a la que su jefe aún no había logrado hacer que renunciara: traje sastre grisáceo en forma de saco, apenas iluminado por una blusa blanca de piqué, zapatos planos y sombrero de fieltro encasquetado hasta las grandes gafas de cristales brillantes, bajo el que apenas sobresalía un severo moño destinado a disciplinar una cabellera roja que, mejor tratada, indudablemente no habría carecido de belleza. Un amplio guardapolvo cubría vagamente la larga figura informe.

El suspiro resignado de Morosini se transformó súbitamente en un resoplido de cólera ante la visión del espectáculo que estaba presenciando: plantado delante de Mina, pero medio doblado por la cintura, Moritz Kledermann se desternillaba de risa. Mina, consternada, se esforzaba en calmarlo sin lograr su propósito. ¡Aquello era intolerable! Aldo salió disparado hacia el banquero y lo agarró de un brazo.

—¿No le da vergüenza burlarse así de esta pobre chica? Lo tenía por un hombre de mundo, pero la verdad es que se comporta de un modo indigno. Y usted, Mina, ¿por qué se queda ahí? Venga conmigo y dígame qué es lo que ocurre. Esperaba al señor Buteau.

—Hubo que llevarlo al hospital de San Zanipolo porque sufrió un ataque de apendicitis. No se preocupe, todo ha ido bien, pero alguien tenía que venir.

Al borde de las lágrimas, Mina se dejaba conducir por su jefe hacia un sillón, pero Kledermann, a quien el breve diálogo entre ambos parecía haber calmado, los siguió de inmediato e incluso se interpuso entre ellos.

—¡Un momento! Quiero una explicación —dijo.

—¿Ya se ha reído bastante? —repuso Aldo con desprecio—. Si alguien tiene que pedir cuentas, soy más bien yo por haberlo encontrado burlándose de mi secretaria. Debería considerarse afortunado de que no le haya partido la cara, aunque voy a hacerlo de un momento a otro si no nos deja tranquilos. Mina acaba de llegar de un largo viaje y necesita descansar.

—¿Mina? ¿Mina qué, por favor? —preguntó el banquero en tono de guasa.

—No sé qué le puede importar, pero en fin… Mina van Zelden. La señorita es holandesa. ¿Ya está satisfecho?

Aquello era a todas luces surrealismo puro, pues de pronto Kledermann se mostró profundamente apenado.

—Que te hayas cambiado el nombre puedo comprenderlo, pero que te atrevas a renegar de tu país es imperdonable. ¿Te da vergüenza ser suiza? Y quítate ahora mismo esas ridículas gafas, quiero verte los ojos.

La joven obedeció, pero mantuvo la mirada gacha; ya no sabía qué hacer y se sentía terriblemente incómoda.

—Así está mejor, pero quiero que me mires para explicarme cómo es que estás con este hombre al que un día hicimos el honor de ofrecerle tu mano y que ni siquiera quiso verte.

De pronto, Mina se rebeló.

—Precisamente por eso he querido conocerlo y me las he arreglado para que no pueda establecer ninguna relación con lo que soy en realidad. Además, nunca te oculté que me encantaba Venecia y que quería vivir allí. Así que me las ingenié para conocer al príncipe, sobre todo cuando me enteré del apasionante oficio que ejercía.

—¿Y qué esperabas? ¿Seducirlo? ¿Disfrazada de esta guisa? ¡Es grotesco!

—Escogí este aspecto porque la seducción no entraba en mis planes, y menos aún cuando me di cuenta de que las mujeres iban tras él.

—Entonces, ¿por qué no te fuiste?

—No lo sé… Bueno, sí. Quise ver cómo era y fui castigada por mi curiosidad porque me enamoré. No de él, no, sino de su casa, de las personas que viven en ella y que son adorables… Padre, ¿por qué has tenido que estar hoy aquí?

—¿No creen que ahora me toca hablar a mí? —intervino Morosini, al que el éstupor había reducido al silencio hasta ese momento—. Están aquí los dos lanzándose a la cara no sé qué reproches incomprensibles y yo me quedo alelado escuchándolos. Tengo derecho a una explicación, así que, si no les importa, vayamos a sentarnos allí, junto a aquellas aspidistras, y hablemos. Tengo la impresión de estar en un manicomio. Y si no aclaramos esto, el que va a volverse loco soy yo.

Los otros dos lo siguieron y se instalaron alrededor de una mesa, a la que se acercó un camarero para preguntar si deseaban tomar algo.

—Buena idea —aprobó Morosini—. Tráigame un aguardiente…, pero sin agua. ¿Y usted, Mina? ¿Un chocolate?

—Me llamo Lisa.

—No quiero saberlo. Un chocolate, amigo. Aquí lo hacen excelente y a la señorita le encanta.

—Por lo menos en ese aspecto no ha dejado de ser suiza —suspiró Kledermann—. ¡Siempre es un consuelo! Yo tomaré lo mismo que el príncipe.

—Perfecto. Y ahora, a ver, ¿dónde nos habíamos quedado? Si he interpretado bien su intercambio de palabras, usted, querida Mina, es…

—Ya le he dicho que me llamo Lisa.

—Y yo no quiero conocerla con ese nombre. La señorita Kledermann es una completa extraña para mí. En cambio, sentía mucho aprecio y amistad por Mina van Zelden, y mis allegados también. De modo que aguante un poco más que sigamos siendo el uno para el otro lo que éramos hace sólo diez minutos. Es decir, un jefe y su… secretaria perfecta. Debería utilizarla, Kledermann. Supera cualquier elogio. A veces es un poco arisca, pero de una eficiencia impecable.

Los ojos de la joven se llenaron de nuevo de lágrimas y, aunque se esforzó en volver la cabeza, Morosini no pudo evitar admirarlos. ¡Señor! Tenían exactamente el mismo color que las violetas. Dos lagos oscuros y aterciopelados, bordeados de espesas pestañas. Desde el fondo de su memoria se elevó de pronto la voz de la señora de Sommières, su sensata y perspicaz tía abuela, diciéndole: «Por más que te empeñes en no verla como una mujer, lo es. ¡A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar!» Tía Amélie había sugerido que quizá Mina estuviese enamorada de él, pero en eso se equivocaba, porque acababan de dejarle claro lo que retenía en su casa a la hija del riquísimo banquero zuriqués: el encanto de su morada y de sus sirvientes unido a otro poderosísimo, el de Venecia.

—Vamos, no llore —dijo—. Adoptar una identidad falsa no es un crimen tan grave…, aunque yo me sienta ofendido.

—Acaba de decir que sentía aprecio y amistad por mí —susurró Mina—. ¿Significa eso que, ahora que sabe la verdad, ya no siente lo mismo?

—¿Qué verdad? Usted ha querido ver qué clase de hombre era y ha llegado a la satisfactoria conclusión de que se hallaba ante un mujeriego que no le inspiraba desconsuelo alguno, pero cuyo ajetreo le divertía observar. Una especie de insecto curioso. Mientras tanto, yo le otorgaba mi confianza. Lo que queda de eso, soy incapaz de decírselo. Necesito como mínimo una noche para saber exactamente cuál es mi situación. Pero, antes de separarnos, tenemos un asunto entre manos que debemos dejar resuelto. ¿Ha traído lo que le pedí al señor Buteau?

Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se inclinó para coger el neceser de piel que había dejado a sus pies.

—No lo abra aquí. Le agradezco que haya realizado este viaje en tan peligrosa compañía. Como sin duda imagina, si se me hubiera puesto al corriente del contratiempo sufrido por mi amigo Guy, no le habría permitido ocupar su lugar. Este tipo de transporte es demasiado peligroso para una muchacha.

—¡No sé por qué no habría de hacerlo! —repuso Mina, recuperando de pronto su aplomo y sus reacciones habituales—. No hace mucho llevé de París a Venecia una joya igual de importante, si no más.

—¿Cuál? —no pudo evitar preguntar Kledermann, cada vez más interesado en esa parte de la conversación—. ¿Otra joya real?

—Uno, eso a usted no le importa —gruñó Morosini—, y dos, nadie ha hablado aquí de joyas reales.

—¡Vamos, hombre! ¿Cree que no sé lo que hay ahí dentro? —dijo el banquero señalando el bolso de su hija—. Se dispone a vender una pieza cargada de historia a una criatura medio loca en cuyas manos será imposible que se sienta bien. ¿Lo ha pensado detenidamente? ¿El Espejo de Portugal sobre la cabeza de una hija del corned-beef, de los cacahuetes o de yo qué sé qué delirante producto americano?

—¡Es increíble! —exclamó Morosini—. ¿De dónde demonios ha sacado eso?

Kledermann frunció los ojos.

—Del invernadero de la duquesa, amigo mío. Escondido detrás de unas gardenias, en un rincón al que me había retirado para fumar un puro, tuve el privilegio de escuchar su conversación con la temible Ava. Juro que no lo hice expresamente.

—¿Igual que su hija tampoco ha venido expresamente a espiarme a mi casa? ¿Es una manía de familia o qué?

—Digamos que ha sido un cúmulo de circunstancias. Vamos, Morosini, demuestre que es un buen jugador, enséñeme el Espejo.

—No lo llame así. No estoy seguro de que lo sea.

—Yo lo estaré. No olvide que poseo dos de sus hermanos Mazarinos. Por este estoy dispuesto a hacer locuras, y sin saber el precio que va a pedir por él, lo doblo.

—¿Está loco?

—Cuando se trata de piedras, siempre lo estoy. Por otro lado, si me la vende a mí, se ahorrará pasar por una situación incómoda. Esas norteamericanas tienen la fea costumbre de regatear como usureros. Ésta le hará bajar el precio, délo por seguro. Piense en su vieja amiga.

—Usted no me conoce.

—Tal vez, pero sé que es un caballero. Y ella no. Además, le aseguro que guardaré el secreto, cosa bastante dudosa en el caso de esa mujer, y que el diamante encontrará en mi casa un marco digno de él. Entonces, ¿qué? ¿Me lo enseña?

—Aquí no, desde luego. Mina…

No pudo continuar. Súbitamente roja de ira, ésta, después de levantarse bruscamente, apartó la bandeja sin preocuparse de los desperfectos que causaba, puso el neceser sobre la mesa, lo abrió, sacó un paquete envuelto en papel corriente y cuidadosamente atado y lo arrojó sobre las rodillas de Morosini.

—¡Vuestras joyas! ¡Vuestras malditas joyas!… Es lo único que cuenta para los dos, ¿verdad? Pues os dejo en su compañía. ¡Y que lo paséis bien!

Antes de que los dos hombres hubieran podido reaccionar, había cerrado el neceser y se había alejado de la mesa a toda prisa, haciendo ondear tras de sí su amplio guardapolvo. Aldo se dispuso a ir tras ella, pero Kledermann lo retuvo.

—No vale la pena. Suponiendo que la alcanzara, cosa que me extrañaría porque corre más que Atalanta y ya debe de haberse metido en un taxi, no la haría cambiar de opinión. Sé de lo que hablo: es mi hija y es tan terca como yo.

—Pero bueno, ¿deja que se vaya así, sin saber adónde va y en una ciudad que no conoce?

—Lisa conoce Londres como la palma de su mano y tiene amigos aquí. En cuanto a saber adónde va, muy listo tendría que ser el que consiguiera averiguarlo. Lo único seguro es que usted y yo tardaremos en volver a verla —concluyó el banquero con una flema absolutamente helvética que a Morosini le pareció insoportable.

—¿Y se queda tan tranquilo? ¡Es monstruoso! Esa pobre criatura puede quedarse sin dinero y yo me siento responsable. Además, le debo algo…, me refiero al dinero, claro.

Kledermann dio unas palmaditas en la mano de su compañero para serenarlo.

—No se preocupe por eso. Mi hija posee una fortuna personal de la que dispone desde que es mayor de edad. La recibió de su madre, una condesa austríaca que era una mujer adorable pero de salud frágil.

—¿Una condesa austríaca rica? Cuesta creerlo teniendo en cuenta que el país está arruinado desde la guerra, al igual que Alemania.

—Tal vez el país esté arruinado, pero siguen existiendo particulares acaudalados y los Adlerstein son unos de ellos, así que no se angustie por Lisa.

—Es usted un padre muy raro. Hace aproximadamente un año y medio que su hija trabaja para mí y no creo que haya salido de Venecia en todo ese tiempo. ¿No la ve nunca?

Una o dos pequeñas arrugas que se formaron en la frente de Kledermann indicaron a su interlocutor que acaso se preocupaba más de lo que quería reconocer. Sin embargo, su voz sonó igual de firme que siempre cuando respondió:

—No. No ha vuelto a venir a casa desde que, después de su negativa…, que comprendo y que, en definitiva, le hace honor…, le presenté a otro candidato. Veneciano también, puesto que esa ciudad le chifla, y éste estaba conforme. Lisa se rió en sus narices y después hizo las maletas. Ese incidente coincidió, además, con una agarrada con mi segunda esposa. Nunca se han llevado bien y yo creo que se detestan.

Eso, Aldo lo creía a pie juntillas. Conocía lo suficiente a Dianora para imaginarla en su papel de madrastra; seguro que no había hecho ningún esfuerzo para granjearse la simpatía de una hija cuya presencia en el hogar paterno la envejecía.

—Por cierto —prosiguió Kledermann—, me gustaría que me contara cómo se las compuso Lisa para conseguir trabajar para usted.

Morosini contó entonces que se habían conocido en el Rio dei Mendicanti, adonde la joven había caído al retroceder para admirar mejor la estatua del Colleone en el momento en que él salía de la misa de boda de un amigo en San Giovanni e San Paolo.

—Fue un simple accidente —dijo para acabar.

—No lo crea —repuso el banquero riendo—. Cuando Lisa quiere algo, se las ingenia para conseguirlo. Y ya la ha oído, quería conocer al hombre que no había querido saber nada de ella, así que seguro que llevó a cabo una minuciosa investigación. No le quepa duda de que ese accidente no tuvo nada de fortuito. Estaba programado, como dicen los norteamericanos.

—¡Qué va, no exagere! No sabiendo nadar, se arriesgaba a ahogarse.

—¡Pero si nada mejor que una trucha! A los quince años ya atravesaba el lago de Zúrich de una orilla a otra. Le digo que lo tenía todo planeado. La identidad falsa y los documentos falsos también, por descontado. Y estoy convencido de que ha perdido usted a una valiosa ayudante. Pero a lo mejor ahora vuelve a su casa…

—Me extrañaría. Y de todas formas, en estas condiciones ya no quiero que continúe trabajando conmigo. Como todo buen veneciano, me gustan las mascaradas, pero no en mi casa. Necesito tener una confianza absoluta en mis colaboradores. Aunque eso no quiere decir que no la echaré de menos, claro. ¿Quiere que acabemos ahora con esto? —añadió, cogiendo el paquete que había dejado la joven.

—Con mucho gusto.

En los minutos que siguieron, Aldo olvidó un poco sus quebraderos de cabeza, como siempre que tenía la oportunidad de contemplar piedras perfectas. La diadema de la condesa Soranzo era una pieza deliciosa, compuesta de lazos de diamantes que sujetaban ramitas floridas armoniosamente dispuestas en torno de una soberbia piedra tabla que constituía el corazón de una margarita de perlas y diamantes. En cuanto a Kledermann, estaba al borde del delirio.

—¡Es magnífica! ¡Espléndida! ¡La alhaja de una reina! Quiero decir de una reina de verdad, y ha debido de brillar en frentes ilustres. ¡Me juego la cabeza a que es el Espejo de Portugal! Tiene que vendérmela.

—¿Y qué voy a decirle a lady Ribblesdale?

—Pues… que su amiga ya ha encontrado un comprador, o que se ha arrepentido y no quiere venderla…, qué sé yo. La americana nunca se enterará de que lo tengo yo. No se lo diré ni a mi esposa. Será la manera más segura de que reine la paz —añadió con una sonrisa—. De lo contrario, no pararía de acosarme para que la dejase llevarlo, y tengo la desgracia de ser demasiado débil con ella. ¿Qué le parece si me da un precio?

Desde que habían subido a sus habitaciones, Aldo no paraba de pensar. Su brutal separación de Mina —¿llegaría algún día a llamarla Lisa?— lo ponía en una situación difícil, ya que Guy Buteau se encontraba todavía en el hospital. Iba a tener que regresar a Venecia para velar él mismo por su tienda de antigüedades, hacerse cargo de los asuntos corrientes —gracias a Dios, su secretaria huida no era mujer de las que dejan desorden a su paso— y asistir a dos ventas anunciadas para final de mes, una en Milán y la otra en Florencia. Todo eso le dejaba poco tiempo para un tira y afloja con lady Ribblesdale. Además, la idea de que la diadema pasara a formar parte de una de las principales colecciones europeas le hacía bastante gracia. Sería más reconfortante que verla navegar por los salones sobre la cabellera ondulada de una beldad ya un poco pasada… En realidad, hacía rato que ya había tomado una decisión.

El trato quedó cerrado en un santiamén. No sólo Kledermann no discutió el precio pedido, sino que, tal como había anunciado, lo aumentó. En honor a la verdad, había que reconocer que Dianora no exageraba al afirmar que Moritz era un señor. Éste acababa de demostrarlo y Morosini, imaginando la alegría que muy pronto invadiría a María Soranzo, se sentía un poco menos triste de verse obligado a partir.

Porque, por primera vez en su vida, Aldo no estaba encantado de tener que volver a Venecia. Hasta entonces, cada regreso a casa le causaba una profunda alegría. Le encantaba su ciudad, su palacio y los que lo habitaban, la atmósfera de Venecia, su población animada, vistosa y, al mismo tiempo, muy digna. Nada que ver con Londres, que a él no le gustaba mucho. Y sin embargo…

Kledermann también iba a marcharse, pero con una disposición de ánimo distinta; él tenía lo que quería y la brevedad de su entrevista con una hija a la que llevaba dos años sin ver no parecía traumatizarlo en exceso. Resumía el suceso en dos escuetas frases: «Lisa es así. Es inútil interponerse en el camino que ella ha escogido». Para ese suizo tranquilo y ponderado, lo importante debía de ser que gozara de buena salud y estuviera satisfecha de su suerte.

Los dos hombres se despidieron amigablemente. Aldo fue invitado con una apacible cordialidad a visitar la gran morada de los Kledermann en Zúrich.

—Mi mujer, a la que debió de conocer cuando vivía en Venecia, estará encantada de recibirlo y de hablar de otros tiempos con usted —aseguró el banquero con la santa inocencia de un marido que no conoce a fondo a su esposa.

Aldo, por supuesto, prometió ir, pero jurándose no hacerlo por nada del mundo. No dudaba ni por un instante de la buena disposición de Dianora hacia él, pero lo que quería por encima de todo era estar lo más lejos posible de ella.

Una vez liberado de su visitante y de la diadema Soranzo, Aldo escribió a lady Ribblesdale una de esas mentiras que constituyen la base de toda sociedad llamada civilizada: la informaba de unas dificultades inesperadas que habían surgido con el propietario de la diadema y que lo obligaban a volver a Venecia de inmediato para tratar de resolver el conflicto. Tras añadir a esto algunos cumplidos tan discretos como bien escogidos, el escritor consideró, no sin satisfacción, que acababa de poner fin a un asunto bastante mal iniciado y que, con un poco de habilidad, no volvería a oír hablar de la ex Mrs. Astor.

Acababa de terminar esta pequeña obra maestra cuando Adalbert, con las mejillas sonrosadas y los ojos animados, hizo su entrada trayendo consigo los húmedos olores de la calle. El arqueólogo estaba de un humor excelente; acababa de encontrar en Chelsea, en Cheyne Walk, una encantadora casa antigua con un estudio que había albergado hasta su muerte al pintor Dante Gabriel Rossetti.

—He pensado que te encontrarías a gusto entre las paredes de un artista de origen italiano, y ya verás, estaremos como reyes en cuanto Théobald haya tomado posesión del lugar.

—No lo dudo ni por un momento, pero desgraciadamente lo disfrutarás solo porque yo tengo que volver a casa.

Acto seguido, le contó el suceso que había cambiado sus planes de arriba abajo para imponerle la prosaica tarea de ocuparse de su negocio.

—Sin contar con que vas a tener que buscar otra secretaria —suspiró Vidal-Pellicorne—. ¿Es fácil allí?

—¡Qué va! Y en cuanto a encontrar otra Mina, es pedir un imposible. Piensa que hablaba cuatro idiomas, conocía la historia del arte tan bien como yo y distinguía una turmalina de una amatista. Además de ser ordenada, alegre y tener sentido del humor bajo su apariencia arisca. Oírla reír era un auténtico placer, quizá porque era bastante raro. ¿Dónde quieres que encuentre una joya así?

Mientras Aldo hablaba, Adalbert lo observaba con una vaga sonrisa y los ojos muy abiertos.

—Parece difícil, pero ¿por qué no intentas recuperarla? A lo mejor vuelve a Venecia, puesto que,' al parecer, fue su amor por la Serenísima lo que la llevó a tu casa. Supongo que tendrá allí cosas por las que siente apego y que querrá recuperar. Ya que tienes que ir, prueba fortuna.

—No creo que funcionara. Ahora que me he enterado de quién es, nuestras relaciones ya no serían las mismas. En fin, más vale que me resigne. Lo que me fastidia es que no tengo ni idea de cuándo podré volver.

—Pues cuando Buteau se haya recuperado. Con o sin secretaria, conseguirá salir adelante; al fin y al cabo, no diriges una fábrica. Dentro de unas semanas como máximo estarás aquí. De momento puedo proseguir solo nuestras indagaciones.

—Ya sé que puedo contar contigo, pero me molesta faltar a mi palabra con Simon Aronov.

—Mientras no hayamos descubierto la verdadera Rosa de York, no tienes nada que reprocharte. A decir verdad, yo creo más bien que lo que te fastidia es alejarte de Brixtonjail.

—Sí. He acabado por comprender que no puedo esperar gran cosa de Anielka, puesto que nunca llegaré a saber a quién ama de verdad, pero me habría gustado tanto ayudarla a salir de este mal paso…

—En eso también trataré de reemplazarte. Me las arreglaré para entablar buenas relaciones con su abogado y te mantendré al corriente.

—Te lo agradezco, pero si ese condenado Ladislas se cruzara en tu camino no lo reconocerías, ya que no lo has visto nunca. A mí no se me escaparía. Además, está también el caso Yuan Chang-lady Mary, que me habría gustado seguir de cerca…

—¡Sí, hombre!, ¿y por qué no todo el trabajo de Scotland Yard? Esa historia ya no es cosa nuestra, así que olvídate. Y en lo que se refiere a Anielka, no será juzgada ni mañana ni pasado. Vamos, ve a hacer las maletas. Mientras tanto, yo llamaré a recepción para que te hagan las reservas de trenes y barco. ¡Cuanto antes estés en casa, mejor!

Adalbert impartía órdenes con tanto brío que Morosini, ofendido, no pudo evitar comentar:

—¡Caramba, voy a acabar por creer que te alegras de librarte de mí!

—Bueno, si quieres que te diga la verdad, me alegraré de no seguir oyéndote lamentarte sin una razón de peso. Además…, no he perdido la esperanza de que la suerte, si te das un poco de prisa, te dé un empujoncito haciendo que te encuentres con Mina en el tren o en el barco. Porque, si quieres saber mi opinión, lo que más te fastidia es haberla perdido.

—¡Tú estás loco!

—De eso nada. Lo quieras o no, y aunque sólo sea por comodidad, le tienes apego. De modo que, si llegas a encontrártela, trágate el orgullo e intenta entenderte con ella. Porque yo creo que es la mejor manera que tienes de volver pronto.

Al día siguiente, Aldo tomaba asiento en el boat-train que le permitiría ir, vía Dover, a Calais y París, donde sólo haría una breve escala antes de montar en el Simplon-Orient-Express. Ni siquiera tendría el consuelo de ir a comer a casa de tía Amélie. En esa época del año, debía de estar viajando por alguna parte de Europa.

Se había negado a que Adalbert lo acompañara. Detestaba las despedidas en un andén, donde los minutos se hacen, según los casos, demasiado cortos o interminables. Además, entre hombres era bastante ridículo, y la visión de Vidal-Pellicorne agitando un pañuelo mientras el convoy se ponía en marcha no tendría efecto alguno en su humor taciturno, que la perspectiva de un viaje empeoraba. Por si fuera poco, hacía un tiempo espantoso; la combinación de lluvia y viento iba a hacer que el canal de la Mancha estuviera en su mejor forma para zarandear los estómagos de los pasajeros.

Aldo salió bastante bien parado. Una vez en París, facturó el equipaje en la estación de Lyon y, con las manos libres y tiempo disponible, fue en taxi a la calle Alfred-de-Vigny, donde, como suponía, sólo encontró a Cyprien, el viejo mayordomo. La señora marquesa y la señorita Plan-Crépin estaban en Italia.

—Con un poco de suerte, las encontraré en mi casa —dijo Morosini, reconfortado por esa idea.

Después de asearse un poco, telefoneó a su amigo Gilíes Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme, y quedó con él para comer. Se encontrarían a las doce y media en el restaurante Albert, uno de los mejores de París, que se hallaba situado en los Campos Elíseos, enfrente del Claridge.

Dado que el otoño parisino estaba siendo más clemente que el de Londres, el viajero hizo que lo dejaran en la plaza de la Concordia con la intención de recorrer a pie la avenida más bonita del mundo. Pensaba saborear en paz los juegos de un sol suavizado por las frondosas ramas de los árboles. Le gustaba detenerse junto a los tiovivos, donde los niños, montados en caballos de madera, intentaban atrapar unos aros de hierro con una varilla bastante parecida a una lezna de zapatero; el que ensartaba más al cabo de unas vueltas ganaba el reconocimiento general y un pirulí. Sin embargo, esa mañana no había casi nadie; la grisura inglesa debía de haber viajado en el mismo barco que Morosini, pues de pronto el cielo se encapotó, se levantó viento y empezó a llover. En vista de lo cual, echó a correr en dirección al restaurante, adonde llegó con antelación.

La sala estaba todavía vacía, pero un deferente maître condujo al recién llegado a la mesa reservada por el señor Vauxbrun y le informó de que «el señor Albert» estaría encantado de ir a saludarlo un poco más tarde. Morosini no era un desconocido en aquella casa, a la que había ido en varias ocasiones durante sus estancias en París. En cuanto al «señor Albert», que sería un día el célebre maître de Maxim’s, era un suizo de Thun que había pasado por diferentes hoteles y restaurantes de lujo antes de abrir su propio establecimiento y de convertirse en el mejor anfitrión de París.

Acababa de hacer su aparición y se disponía a acercarse a la mesa donde Morosini leía un periódico para matar el tiempo cuando la puerta giratoria se abrió, dejando paso a una joven alta y delgada, muy elegante, que vestía un conjunto de terciopelo verde oscuro con aplicaciones de piel de zorro tan roja, aunque menos dorada, que la masa brillante de sus cabellos, sobre los que llevaba un sombrerito también de terciopelo.

—¡Albert, espero que no me niegue su hospitalidad! —exclamó la recién llegada—. Es horriblemente vulgar llegar con antelación, pero se ha puesto a llover cuando he salido de Guerlain y he pensado que aquí es donde mejor estaría para esperar a mi primo Gaspard.

—Señorita Lisa, ¿es usted? —dijo Albert Blazer, precipitándose hacia la joven para liberarla de los paquetes atados con cintas que llevaba en las manos—. ¡Qué placer tan insospechado! Se hace usted muy cara de ver. Han pasado por lo menos…, sí, por lo menos dos años desde la última vez que vino. ¿Me permite preguntarle dónde se había metido?

—Bueno, he ido un poco de aquí para allá… Y ahora estoy en París de paso, para hacer unas compras.

—¿Todavía no se ha casado?

—¡Oh, no, líbreme Dios! Espero que me ponga en un rincón tranquilo. Hay siempre tanta gente en su restaurante…

—Por supuesto que sí. Acompáñeme, por favor. La pondré en la rotonda. Es el lugar donde instalo a mis clientes preferidos.

Albert fue directo a una mesa cercana a la que ocupaba Morosini, quien, sin saber muy bien qué actitud adoptar, dudaba entre esconderse detrás del periódico o acercarse a ella. Si Albert no la hubiera llamado Lisa, habría tenido dificultades para reconocer a la ex Mina en aquella bonita mujer que llevaba con tanta gracia una creación a todas luces de alta costura. El rostro era el mismo y a la vez muy diferente. Las pecas continuaban presentes en la naricilla recta, pero ningún cristal demasiado brillante ocultaba la luminosidad de los ojos violeta, bajo las espesas pestañas oscurecidas por un maquillaje tan ligero como el que acentuaba los contornos de la risueña boca. El escote del vestido mostraba un cuello largo y delgado, hasta entonces acortado por unas blusas y unas chaquetas cerradísimas. La verdad es que era increíble. ¿Qué demonios había podido empujar a esa encantadora criatura a disfrazarse de ese modo durante casi dos años?

Aldo decidió levantarse e ir a saludarla. Al reconocerlo, ella palideció y retrocedió instintivamente.

—Póngame en otro sitio, Albert. Más cerca de la entrada.

Ya estaba dando media vuelta cuando Aldo llegó a su altura.

—Por favor, no se vaya. Me marcharé yo, pero concédame unos instantes. Me parece… que es necesario. Que nos lo debemos los dos… ¿Le importa dejarnos solos un momento, Albert? Yo acompañaré a la señorita Kledermann a su mesa —añadió dirigiéndose al suizo, desconcertado por lo imprevisto de lo sucedido.

—Por supuesto, príncipe…, si la señorita Kledermann está de acuerdo, claro.

La joven sólo vaciló dos o tres segundos.

—¿Por qué no? Acabemos con esto, ya que todavía no ha llegado nadie. Pero no hay ninguna razón para que se prive de comer aquí. Bastará con que Albert nos aleje.

Se sentó abriendo más ampliamente el cuello de piel del abrigo y de su piel se desprendió un perfume fresco y ligero, un verdadero perfume de muchacha que el sensible olfato de Aldo identificó. Era Después del Aguacero, o sea, el más indicado para la ocasión. Durante un momento, Morosini se quedó contemplando a su compañera en silencio.

—Bueno —se impacientó ella—, ¿qué tiene que decirme?

—En este momento, no gran cosa. La miro e intento comprender.

—¿Comprender qué?

—Cómo ha podido tener valor para enterrarse viva bajo los increíbles atuendos que nos obligaba a soportar.

—Era imprescindible para lograr el objetivo que me había propuesto; es decir, conocerlo desde dentro y, sobre todo, introducirme en el magnífico palacio Morosini, uno de los más hermosos de Venecia y el que más me atraía. Quería entrar, vivir allí… y también ver de cerca a un hombre que, estando arruinado, había preferido trabajar a pactar un matrimonio ventajoso. Una rara avis.

—Eso lo entiendo, pero ¿por qué el disfraz? ¿Por qué no preparó un encuentro con un nombre falso? Lo tenía todo para seducirme —añadió con mucha dulzura. Una dulzura que ella rechazó.

—¿Para conseguir qué? ¿Convertirme en una de sus amantes?

—¿Me ha conocido muchas?

—No, pero he tenido conocimiento de una o dos aventuras: una aquí y la otra en Milán. No han durado mucho y ninguna ha ido a vivir al palacio. Y eso es justo lo que yo quería: integrarme en sus paredes antiguas, impregnarme de su atmósfera cargada de historia, permanecer a la escucha de lo que cuentan. Eso sólo era posible convirtiéndome en lo que elegí ser: una secretaria cualquiera, insignificante pero inteligente y capaz. El tipo de personaje del que cuesta trabajo separarse. Y me he visto recompensada por los pequeños inconvenientes que he tenido que sufrir. Para empezar, estaba Celina, cálida, generosa, a la vez volcán y cuerno de la abundancia. Irresistible. Y luego el majestuoso Zaccaria, y Zian, el gondolero, y las camareras gemelas… Su prima también, con su pasión por la música y los objetos bellos… En el fondo tengo que darle las gracias. En su casa he sido feliz.

—Entonces, vuelva. ¿Por qué hay que destruirlo todo? Reincorpórese a su puesto. Usted será diferente, claro, pero…

Morosini acababa de aprisionar con un gesto vivo la mano de su compañera, pero ella la retiró inmediatamente y lo interrumpió:

—No. Ya no es posible. La gente se burlaría y yo no podría soportarlo. De todas formas, seguramente no me habría quedado mucho tiempo más.

—¿Por qué? ¿Estaba harta de ese disfraz?

—No, pero trabajar con un soltero es una cosa que cambia cuando éste se convierte en un hombre casado.

—¿De dónde ha sacado que iba a casarme?

—¿Acaso no estaba pensando en ello la primavera pasada, cuando fui a casa de la señora de Sommières? Estaba muy enamorado de esa condesa polaca.

—¿Y no asistí a su boda?

—Sí, pero con una segunda intención. Además, ahora no queda gran cosa de esa unión.

—No queda absolutamente nada. Lady Ferrals está en la cárcel, expuesta a ser…

—Ejecutada por asesinato. Lo sé. Desde que se fue, he seguido la prensa inglesa. Debe de sentirse muy desdichado. Eso explica por qué intenta convencerme de que vuelva: mi marcha le ha obligado a irse de Inglaterra, cuando usted no tenía ningunas ganas de hacerlo, reconózcalo.

—Es verdad, no lo niego. Aparte de la situación de lady Ferrals, me retenían otros intereses.

Lisa le dirigió por primera vez una sonrisa, pero cargada de ironía.

—¿El famoso diamante del Temerario, que robaron delante de sus narices y desgraciadamente al precio de una vida humana? No me diga que espera que aparezca.

—¿Por qué no? Los de Scotland Yard no han perdido la esperanza. Incluso tienen una buena pista, así que no es tan descabellado. De todas formas, mi amigo Vidal-Pellicorne sigue allí y me mantendrá informado.

—Entonces, todos contentos… Creo que ha llegado el momento de despedirnos. Supongo que espera al señor Vauxbrun, ¿no?

—Así es. ¿Y usted?

—A mi primo Gaspard Grindel. Dirige la sucursal francesa del banco Kledermann y es un buen amigo.

Lisa se volvió, dando a entender que la conversación había terminado. Sin embargo, Morosini experimentaba una curiosa dificultad para alejarse. No resulta fácil borrar dos años de vida en común y de fiel colaboración. Quiso ganar unos minutos más.

—¿Es una indiscreción preguntarle cuáles son sus planes?

—No tengo ni idea.

—¿Podrá… olvidar Venecia?

Ella respondió con una risa ligera, chispeante de alegría y terriblemente burlona.

—¿Es una manera indirecta de preguntarme si podré olvidarle a usted?… ¡Yo creo que sí! En el caso de Venecia será más difícil, claro. De momento, iré a pensar en ello en Viena, a casa de mi abuela. ¡Ah!, ahí está Gaspard.

La puerta giratoria acababa de dejar paso a una especie de dios nórdico, rubio y gris, exhibiendo una sonrisa radiante que a Aldo le pareció antipática. Al ver a su prima conversando con un desconocido, se detuvo frunciendo el entrecejo, pero Lisa hizo un ademán indicándole que se acercara. La joven presentó a los dos hombres, anunciando a Morosini como un amigo al que había conocido en Venecia durante su última estancia, tras lo cual tendió la mano a este último, que se inclinó y no tuvo más remedio que volver a su mesa.

En ese momento, Gilíes Vauxbrun (Napoleón en la madurez vestido en Savile Row) se dirigía hacia él después de haber estrechado la mano a Albert Blazer. Pero, mientras se acercaba, su mirada no se apartaba de Lisa, cuya mesa se hallaba separada de la de Aldo por unas plantas con flores.

—¿Hay una parisina a la que todavía no conozco? —susurró con expresión golosa—. Es encantadora, deberías presentármela.

—Para empezar, es suiza, y para acabar, la conoces.

—¿Yo? La recordaría.

—Quiero decir que la conociste —masculló Morosini— cuando se llamaba Mina van Zelden y era mi secretaria.

—¿Cómo?

—Has oído bien. Esa que ves ahí vestida por Madeleine Vionnet o Jean Patou y que está besando a ese armario rubio es Mina. Debo decirte que su verdadero nombre es Lisa Kledermann, que es hija…

—¿Del banquero coleccionista?

—¡Premio! Ahora, si quieres que te cuente la historia, apresúrate a ofrecerme algo de beber. Lo necesito urgentemente.

Mientras Aldo relataba a su amigo los sucesos de las últimas cuarenta y ocho horas, la sala iba llenándose de gente: políticos que saludaban al presidente del Consejo, Raymond Poincaré, que acababa que sentarse a una mesa con dos secretarios de Estado, algunos acompañados de mujeres destacadas, en especial la cantante Marthe Chenal y la poetisa Anna de Noailles, que iba con una corte de admiradores, el escritor Henry Bordeaux, el poeta Paul Géraldy… Otros más anónimos, pero con esa alegría en el semblante de quien se dispone a comer bien. El murmullo de las conversaciones no tardó en aislar a Gilíes y Aldo, impidiendo a este último oír lo que Mina y su primo se decían.

Éstos no se entretuvieron. Se marcharon los primeros, saludados por Albert y seguidos con la mirada por Aldo, que no pudo evitar que se le encogiera un poco el corazón cuando los cristales giratorios de la puerta engulleron a la bonita muchacha vestida de terciopelo verde a la que quizá no volvería a ver jamás. Tras dejar el cubierto en el plato, todavía medio lleno, encendió un cigarrillo, absorto en la contemplación de aquella puerta por la que ya no pasaba nadie. Vauxbrun también dejó de trocear su perdiz con coles.

—¿Sigues enamorado de tu polaca? —preguntó.

—Creo… que sí —dijo distraídamente.

El anticuario hizo una seña al camarero para que llenase las copas.

—Después de todo, es cosa tuya —dijo, antes de introducir otro tema de conversación.

Pero cuando, llegada la noche y un poco antes de las ocho y media, Aldo montó, en el andén 7, en el Orient-Express que iba a llevarlo a Venecia, aún no había conseguido apartar de su mente a la que nunca más volvería a ser Mina. Tenía la desagradable impresión de que acababan de robarle algo.