La noche, liberada de la niebla por un viento que debía de venir del polo, era glacial pero de una pureza desacostumbrada, y si algunos jirones brumosos se deslizaban a ras del agua era a causa del ambiente húmedo, como si el Támesis expulsara humo. Por una vez, levantando la cabeza se podían ver las estrellas extendiendo sobre Londres su titilar, tan raro en esa época del año, pero ninguno de los tres hombres de la barca pensaba en contemplarlas. Morosini y Vidal-Pellicorne remaban con la energía de quien siente la necesidad de entrar en calor. En cuanto a Bertram Cootes, sentado en la proa de la embarcación, escrutaba las orillas negras, salpicadas de vez en cuando por la llamita mortecina de una farola.
La presencia del periodista había resultado ser indispensable. Ir a un sitio en taxi es una cosa, pero ir al mismo sitio por el río y a oscuras era otra muy distinta. Sobre todo para unos extranjeros.
—A partir de Tower Bridge, en especial desde que se llega a los muelles, todas las orillas se parecen. Aunque hayas localizado perfectamente la casa, jamás llegaremos sin ayuda de un nativo. De día no sería fácil, pero alrededor de medianoche…
Como Aldo había admitido que era lo más sensato, se disponían a telefonear al cuartel general del periodista cuando éste se había presentado por iniciativa propia para ponerse a disposición de aquellos recién conocidos tan generosos como eficientes. Había pensado que, si deseaba proseguir su investigación sobre el diamante robado en los barrios bajos, valía más aprovechar la presencia providencial de esos dos hombres que parecían no tener miedo de nada. Así pues, con las orejas un poco gachas pero rebosante de buena voluntad, había ido a ofrecer su profundo conocimiento de la ciudad, jurando por lo más sagrado que nunca más tendrían que «tener miedo de su miedo».
Una vez perdonado, había demostrado una buena voluntad conmovedora encontrando un pequeño lanchón de fondo plano que fueron a buscar al muelle de Santa Catalina, justo al lado de la Torre de Londres, donde acostaban los grandes navíos cargados de té, de añil, de perfumes, de maderas preciosas, de lúpulo, de carey, de nácar y de mármol. Sin duda alguna era el muelle más atractivo del Támesis y en él era posible alquilar una barca sin exponerse a que lo desvalijaran a uno. Se remaba, además, sin demasiada dificultad: la marea, a la sazón estacionaria, no tardaría en bajar y los ayudaría.
—¿Qué vamos a buscar? —refunfuñó Adalbert, tirando de los remos—. ¿De lo que tienes ganas es de visitar un garito clandestino o de comprobar que allí hay un fumadero de opio?
—No lo sé, pero algo me dice que explorar la guarida subterránea de Yuan Chang no será una pérdida de tiempo. ¿Está muy lejos aún? —añadió, dirigiéndose a Bertram.
—No mucho. Ésa es la gran escalera de Wapping. ¡Un pequeño esfuerzo más!
Unos minutos más tarde, la barca era amarrada silenciosamente a una anilla colocada a este efecto junto a la entrada redonda del túnel que tanto intrigaba a Morosini. El agua llegaba casi a la altura del umbral. Aldo y Adalbert pusieron pie a tierra y, dejando a Bertram a cargo de su esquife, se adentraron bajo la casa. La oscuridad era profunda, pero, gracias a la linterna que de vez en cuando el arqueólogo encendía durante breves instantes, pudieron avanzar sin peligro de caer sobre el suelo viscoso. Debían de estar a la altura de la sala de fan-tan, pues se oía el parloteo excitado de los jugadores.
El túnel, en suave pendiente, no era largo. Desembocaba en unos escalones que conducían a una puerta de madera tosca, por debajo de la cual se filtraba una luz amarillenta y que estaba cerrada con llave. Sin decir nada, Adalbert sacó algo de un bolsillo, se agachó delante de la cerradura y se puso a hurgar dentro con toda la delicadeza deseable para evitar hacer ruido. Fue rápido. Al cabo de unos segundos, el batiente se abrió para dejar paso a un corredor débilmente iluminado por un farol chino colgado del techo.
Morosini emitió un ligero silbido de admiración.
——¡Qué habilidad! ¡Qué maestría! —susurró.
—Ha sido un juego de niños —repuso su compañero con desenvoltura—. Esta cerradura no tiene ningún misterio.
—¿Y una caja fuerte? ¿Sabrías abrirla?
—Depende… Pero, chisss… No estarlos aquí para charlar.
Al pasillo sólo daba una puerta, enfrente de la pared mugrienta, tras la que se encontraba la sala de juego. Alguien hablaba al otro lado, y, aunque sin entender muy bien lo que decía, Aldo creyó reconocer a Yuan Chang.
De pronto se oyó otra voz. Una voz de mujer, deformada y amplificada por la cólera.
—¡No se burle de mí, viejo! Yo he pagado por el trabajo y en estos momentos no tengo nada. Quiero lo que habíamos acordado.
—Fue demasiado impaciente, milady. Y ese impulso que la hizo venir sin esperar a que yo la llamara es muy peligroso.
—¿Acaso no comprende mi impaciencia?
—Siempre es mala consejera. Y ahora no se le ocurra quejarse de haber sido atacada al salir de aquí.
—¿Está totalmente seguro de que no tuvo usted nada que ver?
Se produjo un silencio que a Morosini le pareció más inquietante que los gritos. No había duda posible: la mujer era Mary Saint Albans. Aldo se sentía confundido por su audacia. El asunto del que trataba debía de ser muy importante para que se atreviera a plantarle cara a ese chino, más peligroso que una serpiente de cascabel. Maquinalmente, tocó dentro de su bolsillo el arma que había tenido la precaución de llevar y que no vacilaría en utilizar si era preciso acudir en auxilio de aquella loca.
De pronto se oyó arrastrar una silla y después crujir el entarimado. Seguramente Yuan Chang estaba acercándose a su visitante, pues su voz llegó más clara.
—¿Puedo preguntar qué insinúa? —dijo.
—Está muy claro, y debería haber sospechado que me jugaría una mala pasada. No pagué suficiente, ¿verdad?
—Fui yo quien estableció el precio que me pareció razonable.
—¡Vamos! Sólo era razonable porque usted pensaba ganar algo más. ¡Era tan fácil!, ¿verdad? Yo vine a traerle el dinero, usted me dio lo que yo venía a buscar y despues envió a sus hombres tras de mí para recuperar el diamante.
Los dos hombres que escuchaban tuvieron que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de estupor, pero no era ni el lugar ni el momento de cambiar impresiones. Yuan Chang se había echado a reír.
—Es muy inteligente para ser una mujer, sobre todo una mujer tan codiciosa —dijo con un desdén divertido—. Pero no presuma tanto de ello, porque en realidad ha hecho exactamente lo que yo esperaba que hiciera.
—¿Lo admite, entonces?
—¿Por qué iba a molestarme en negarlo? ¿Cómo no se dio cuenta antes de que la suma que pedí era a todas luces insuficiente para pagar la vida de un hombre?
—En ningún momento se habló de matar. Yo pensaba…
—Usted deja de pensar con claridad en cuanto hay joyas de por medio. Usted no tenía que preocuparse de los medios, pero ahora son tres hombres los que han caído, no sólo el joyero. He tenido que hacer ejecutar a los hermanos Wu, mis fieles servidores, porque, después de haberle quitado la piedra, olvidaron traérmela. Ya ve a lo que lleva el afán de lucro. Afortunadamente, mi gente los seguía y les echaron el guante en el momento en que iban a embarcar en un navío para ir al continente. Una idea estúpida que les ha costado la vida. La policía fluvial los ha encontrado en el Támesis.
—He leído los periódicos, y debería haber sospechado que era cosa suya, pero su organización no me interesa. Yo quiero el diamante.
—¿Tiene ganas de sufrir otra agresión nocturna? Mi intención es quedarme esa piedra algún tiempo más e incluso estoy dispuesto a devolverle su dinero.
—¿Significa eso que quiere otra cosa? ¿Qué?
—Ah, veo que está volviéndose comprensiva. En realidad, me conoce lo suficiente para saber que no tengo ningún interés en conservar indefinidamente ese diamante que usted tanto ansía. Ésos… perendengues occidentales no representan gran cosa para mí.
—¡Demontre! —susurró Adalbert—. ¡Va a por todas!
—En cambio —proseguía el chino—, recuperar los tesoros de nuestros grandes antepasados imperiales es el objetivo de mi miserable vida. Una parte se encuentra en su país, y usted tendrá su bagatela cuando yo tenga la colección de jades de su venerado esposo.
El golpe debió de ser tan duro como inesperado. Un silencio lo acentuó. Luego, con una voz que por primera vez expresaba temor, lady Mary balbució:
—¿Quiere que le robe a mi marido? ¡Pero eso es imposible!
—Llevarse el diamante delante de las narices de Scotland Yard también lo era.
—Lo reconozco. Sin embargo, jamás lo habría conseguido sin mi ayuda.
—Nadie dice lo contrario. Representó muy bien su papel, de modo que no es mi intención pedirle que actúe por su cuenta. No tendrá más que facilitarnos la tarea diciéndome, para empezar, dónde está la colección.
—En nuestro castillo de Kent. En Exton Manor.
—Bien, pero eso no es suficiente. Debe darme todas las indicaciones, todos los planos que necesito para llevar a cabo el plan de… recuperación de tesoros robados en nuestro país. Cuando yo tenga los jades imperiales, usted tendrá su piedra.
—¿Por qué no lo dijo antes?
—Soy aficionado a la pesca y sé que, para atrapar ciertos peces, hace falta un cebo de calidad y que después, antes de sacarlos del agua, hay que trabajar mucho, cansarlos. Eso es lo que he hecho con usted, lady Mary, porque la conozco bien desde hace años y de buenas a primeras tal vez no habría aceptado el trato. Incluso habría sido peligroso para mí. Debía usted madurar, como el fruto que se resiste a la mano cuando todavía está verde, pero cae con toda naturalidad en la palma cuando está en su punto. Así que tendrá que facilitarnos el acceso a su morada… ¡Vaya!, la veo muy pensativa. ¿Acaso mi idea empieza a seducirla?
—¿Seducirme? Pero si lo que está pidiéndome es que desvalije al hombre al que…
—Al que nunca ha querido. ¿El único que logró meterse en su duro corazón no fue aquel joven oficial de marina que conoció en un baile en casa del gobernador en Hong Kong? Estaba loca por él, pero su padre no quería oír hablar de esa relación y en el último momento le impidió marcharse con él. Su carrera se habría visto truncada, pero quizás hubiera sido usted feliz. Sobre todo porque seguramente no lo habrían matado durante la guerra…
—¿Cómo se ha enterado de todo eso? —murmuró la joven, aterrada.
—No hace falta ser brujo. Hong Kong es una isla pequeña donde uno se entera de todo lo relacionado con las personas importantes con sólo poner algo de interés. Usted ya se había aficionado al juego y me interesaba. Más tarde aceptó a Saint Albans por su fortuna; gracias a ella, al menos podría saciar su pasión por las piedras. Ahora es usted paresa de Inglaterra y esposa de uno de los hombres más ricos del país. Puede conseguir todo lo que quiera.
—No lo crea. Ni siquiera estoy segura de que Desmond me quiera. Está orgulloso de mí porque soy guapa. En cuanto a mi pasión, como usted dice, le parece bastante divertida, pero gasta mucho más en su colección. Creo que sus jades son lo que más le interesa del mundo.
—¡Allá él! ¿Está decidida a ayudarme?
Esta vez no hubo ni un instante de reflexión y la voz de Mary había recobrado su firmeza cuando dijo:
—Sí. Siempre que pueda.
—Cuando uno quiere, es capaz de realizar proezas. ¿No dicen los cristianos que la fe mueve montañas si se la sabe utilizar? Haré la pregunta de otro modo: ¿sigue queriendo el diamante?
La respuesta fue inmediata, precisa, tajante:
—Sí. Lo quiero por encima de todo y usted lo sabe perfectamente. Pero deme un poco de tiempo para poner en orden mis ideas, pensar en todo esto y prepararme para satisfacer sus deseos. ¿Qué quiere exactamente?
—Un plano detallado de la casa, el número de criados y sus atribuciones. Sus costumbres y las de sus invitados cuando los tiene. Una descripción de los alrededores y todo lo concerniente a la vigilancia de la propiedad. Este tipo de empresa exige una precisión extrema. Cuento con usted para obtenerla.
—Sabe que haré cuanto pueda. Desgraciadamente, no podré decirle nada más, pues desconozco la combinación que abre la cámara acorazada.
—¿Una cámara acorazada?
—Es el término más adecuado. Mi esposo ha acondicionado para este fin una bodega cuyos muros, que datan del siglo XIII, tienen varios pies de grosor. Una auténtica puerta de caja de caudales fabricada por un especialista la cierra. Sin la combinación, no se puede abrir.
—Es un inconveniente, pero no insuperable. Si no puedo conseguirla, intentaré arreglármelas… de una u otra forma. El hombre más discreto puede volverse parlanchín cuando te diriges a él en el tono adecuado.
Lady Mary profirió una exclamación que dejaba traslucir una angustia real.
—No estará pensando en… agredirlo personalmente.
—Todos los medios son buenos para alcanzar el objetivo deseado, aunque… es cierto que preferiría no llegar a esos extremos.
»Milady, una mujer tan inteligente como usted debería ser capaz de descubrir ese secreto. Ah, por cierto, no crea que puede tenderme una trampa avisando a la policía. Por ese lado, también tomaré mis precauciones, y usted no volvería a ver jamás la Rosa de York.
—Después de lo que he hecho, no tengo ningún interés en poner a Scotland Yard al corriente de nuestros asuntos, ni siquiera para salvar a mi esposo. ¿Cómo debo hacerle llegar la información?
—¡No corra tanto! Dentro de algún tiempo irá a su casa una mujer para ofrecerle ropa interior parisina. Tranquilícese, es una occidental. No tendrá más que entregarle un sobre cerrado. Después le haré saber cuándo tengo previsto actuar, pues es preciso que usted esté en el castillo para introducirnos. Ahora márchese y no se le ocurra volver por aquí. No me gustan los riesgos inútiles.
—De acuerdo. Pero, antes de irme, ¿no me lo enseñaría otra vez?
—¿El diamante?
—Creo que eso estimularía mi valor.
—¿Por qué no? Nunca está lejos de mí.
En el pasillo, Aldo volvió la cabeza. Su mirada se encontró con la de su amigo. El mismo pensamiento acababa de atravesarles la mente: ¿por qué no aprovechar la ocasión? Irrumpir en la habitación y apoderarse de la piedra después de haber neutralizado al chino y a su visitante parecía increíblemente fácil. Y tendría la ventaja de poner a todo el mundo de acuerdo.
Aldo ya estaba sacando el arma y se disponía a cerrar la mano sobre la culata de cobre cuando Adalbert lo retuvo, dijo que no con la cabeza e indicó que debían marcharse. Se oían pasos acercándose, efectivamente. Se fueron discretamente, sin olvidar cerrar tras de sí la gran hoja de madera. Unos instantes más tarde se reunían con Bertram, tumbado en el fondo de la barca para evitar ser visto si por ventura un barco pasaba cerca de él. Los recibió con un enorme suspiro de alivio, pero se abstuvo de hacer comentario alguno. Embarcaron sin decir palabra y, tirando con fuerza de los remos para luchar contra la marea, que estaba bajando, se apresuraron a poner la mayor distancia posible entre la barca y el Crisantemo Rojo. El periodista, aunque continuaba en silencio, ardía de curiosidad.
—¡Cuánto han tardado! —dijo por fin, frotándose las manos para calentárselas—. Empezaba a preocuparme. Espero que por lo menos hayan descubierto algo.
—Digamos que la visita ha merecido la pena —contestó Morosini—. Hemos sorprendido una conversación entre Yuan Chang y un personaje desconocido que nos ha confirmado con toda seguridad que el diamante se encuentra en posesión del chino. Hasta se lo ha enseñado a su visitante…
—Y nos ha costado Dios y ayuda no irrumpir en el establecimiento del chino para llevarnos la piedra —añadió Vidal-Pellicorne.
—¡Señor! Han hecho bien en contenerse, porque no se habrían llevado nada de nada y a estas horas quizás estarían flotando en el Támesis. Si es verdad lo que se cuenta sobre los establecimientos del chino, están provistos de trampillas que les permiten desembarazarse de un modo fácil y cómodo de los visitantes indiscretos o indeseables.
—¡No exageremos! —repuso Morosini—. Seguro que hay una parte de leyenda en todo eso.
—Con los orientales, muchas veces las peores leyendas se quedan cortas en relación con la verdad —dijo Bertram con voz insegura—. Y yo he oído muchas sobre Yuan Chang. Quizá por eso me da tanto miedo él y lo que lo rodea. —Luego, cambiando súbitamente de tono, añadió—: ¿Qué tienen previsto hacer ahora? ¿Ir a contárselo al superintendente Warren?
—Vamos a pensarlo.
—Más vale ir, si no, se me va a echar encima como haga simplemente una alusión al asunto en el periódico.
—Usted no va a hacer ninguna alusión a nada, amigo mío, al menos por el momento —protestó Adalbert—. Creía que habíamos llegado a un acuerdo. Usted se está quieto y se limita a echarnos una mano, y a cambio tendrá la exclusiva de la historia. ¿Ya no le interesa?
—¡Sí, sí, por supuesto! Lo que ocurre es que la paciencia no es mi virtud predominante.
—Ése es un grave defecto en un periodista. La paciencia, querido amigo, es el arte de esperar. Eso no lo escribió Shakespeare sino un francés llamado Vauvenargues, lo que no le resta calidad, y le aconsejo que medite sobre ello.
El toque de sirena de un paquebote que navegaba río abajo, iluminando las aguas con sus focos, obligó a interrumpir la conversación para dar prioridad al mantenimiento de la estabilidad del esquife, zarandeado por la potente estela. Aldo, por su parte, se había desinteresado de la charla de sus compañeros. Como buen italiano, fuertemente tentado de poner en un pedestal a toda mujer bonita, le costaba un poco recuperarse de los efectos de su reciente descubrimiento. A saber, que lady Mary se hallaba implicada en un crimen horrible, en el que sin duda había participado activamente. Le obsesionaba sobre todo una de las frases que acababa de oír: «Después de lo que he hecho, no tengo ningún interés en poner a Scotland Yard al corriente de nuestros asuntos». ¿Qué papel había desempeñado en el asesinato de Harrison esa encantadora criatura cuyo rostro de ángel ocultaba un alma tan negra?
De repente, lo vio con una claridad meridiana. ¿Por qué no el de la anciana lady Buckingham, que él sabía con toda certeza que no había podido ir a la joyería de Old Bond Street? Evidentemente, estaba el coche y la mujer que supuestamente la sostenía, tal vez la enfermera de la anciana, la que había impedido a Warren entrar en su habitación afirmando que estaba demasiado alterada para responder a ninguna pregunta. ¿Había que suponer que lady Mary había contado con su complicidad? Esa versión explicaría tantas cosas…
En cuanto Adalbert y él se libraran de los oídos curiosos del periodista, podrían debatir tranquilamente la cuestión que se les planteaba: poner o no poner al corriente a la policía. La primera solución sería la más sensata, además de la mejor manera de proteger a lord Desmond, cuya vida tenía ahora en mucho aprecio, pues, tal como estaban las cosas en esos momentos, únicamente su talento iba a alzarse entre Anielka y la horca. Aunque, por otra parte, si se encontraba atrapado en el torbellino de un terrible escándalo, quizás el abogado no pudiera seguir defendiendo a su joven cliente. En el fondo, lo mejor sería esperar un poco, puesto que el robo previsto de los jades de Exton Manor no iba a llevarse a cabo de inmediato.
Sin embargo, estaba escrito que esa noche Aldo iba a verse privado de la capacidad de decisión.
En el momento en que la barca ocupaba de nuevo su lugar en el muelle de Santa Catalina, una silueta perfectamente reconocible se alzó en lo alto de la escalera junto a la que estaban amarrándola.
—¿Qué tal el paseo, señores? ¿Bien? Hace una noche un poco fresca, pero hay tantas estrellas que seguramente han salido para contemplarlas.
La voz burlona del pterodáctilo estaba cargada de amenazas, pero éstas no lograron acabar con el indestructible buen humor de Vidal-Pellicorne.
—¡Fantástico! Es tan raro verlas aquí que no hemos podido resistir la tentación. Ustedes, los ingleses, sólo conocen el sol por los escritos de sus antepasados, ¡y las estrellas no digamos!
—¡Los franceses y su eterna mala fe! ¿Y, por curiosidad, adonde han ido?
—A ningún sitio en concreto. Nos hemos dejado guiar por nuestra fantasía.
—¿Hasta las irresistibles orillas de Limehouse? Lo comprendo: ¡es tan exaltante para el espíritu ese rincón infecto! En fin, señores, basta de bromas. Creo que ustedes y yo vamos a tener una conversación sin ambages de lo más apasionante. Si tienen la bondad de acompañarme…
—¿Nos detiene? —protestó Morosini—. No hay ninguna razón para hacer tal cosa.
—Ninguna, en efecto. Los invito a venir a tomar un café o un grog en mi despacho de Scotland Yard. Deben de necesitar cuanto antes algo caliente.
—Es posible, pero la idea de molestarlo nos parece detestable.
—¡No es ninguna molestia, no se preocupen! Tengo mucho interés en charlar con ustedes dos —dijo Warren, señalando con un dedo autoritario a Aldo y su amigo—. No me obliguen a pedir una escolta. Hagamos las cosas cordialmente.
—¿Yo no estoy invitado? —preguntó Bertram, dividido entre el alivio y la vejación.
—No. Puede irse, pero no demasiado lejos. Lo convocaré más tarde.
—Pero… no irá a arrestarlos, ¿verdad?
El ave prehistórica batía con tanta furia las alas de su macfarlane que Aldo creyó que iba a echar a volar.
—¿Y si se inmiscuyera en lo que le concierne? —ladró, realizando así una curiosa proeza zoológica—. ¡Desaparezca de mi vista o le pongo las esposas! ¡E intente venir cuando lo llamemos!
Tras esta andanada, Bertram Cootes desapareció en la noche con la celeridad de un genio de cuento oriental y dejó a sus compañeros conversando con el gran jefe. Estos tres se marcharon inmediatamente.
De día, las oficinas de Scotland Yard no eran acogedoras, pero de noche eran francamente siniestras, pues los grandes archivadores de un marrón casi negro y las lámparas con pantalla de opalina verde manzana no contribuían mucho a crear una atmósfera distendida. Los visitantes forzosos recibieron la acogida de sendas sillas, mientras que el superintendente se instaló en un sillón de piel después de haber hecho que el policía de guardia sirviera, tal como había prometido, unos grogs humeantes. Afortunadamente, el olor del ron y del limón invadió la estancia.
—¡Bien! —suspiró Warren, después de haberse bebido la mitad de su vaso—. ¿Cuál de los dos va a hablar? Pero, antes de nada, una pregunta: ¿ha participado Cootes en su discreta visita a las entrañas del Crisantemo Rojo?
—No —dijo Aldo, que acababa de decidir, tras haber intercambiado una mirada con Adalbert, ser lo más franco posible—. Los chinos le dan pánico, así que lo hemos dejado en la barca vigilando.
—¿Por qué lo han llevado con ustedes, entonces?
—Para que nos ayudara a orientarnos en el río. Antes de continuar, me gustaría saber cómo es que está tan al corriente de nuestros pasos. No hemos visto a nadie.
—La cosa no tiene ningún misterio. Como estaba casi seguro de que no haría ningún caso de mi advertencia del otro día, le he hecho seguir. Cuando los han visto tomar un barco en los muelles, su destino estaba claro. Y ahora, cuéntemelo todo. A juzgar por la cara de preocupación que tiene desde que me ha visto, ha debido de pasar algo que no estaba muy dispuesto a contarme.
Como no les había sido posible ponerse de acuerdo, a Vidal-Pellicorne le pareció conveniente intervenir.
—No crea. Todavía nos encontramos bajo el impacto de lo que hemos descubierto, lo confieso, e informar o no informar a la policía merecía reflexión, dadas las consecuencias de esa decisión para otras personas.
—Mmm…, no queda muy claro su discurso, señor… Vidal-Pellicorne. Es ése su nombre, ¿no?
La pronunciación era abominable, pero, de todas formas, fuera en francés o en inglés, el interesado ya estaba acostumbrado a eso.
—Más o menos. Que se acuerde de mi apellido ya es toda una hazaña.
—Le escucho, príncipe.
Alentado así a hablar, Aldo comenzó a reproducir la conversación entre Yuan Chang y una dama cuyo rostro les había sido imposible ver. En cuanto a su voz, joven y agradable, era la de una persona manifiestamente culta. Pero, al llegar a ese punto del relato, Warren lo interrumpió.
—No haga trampas conmigo. Estoy seguro de que la ha reconocido. ¿O bien me equivoco al sugerir que podría tratarse de lady Killrenan?
La sorpresa de Morosini, que aún no había conseguido dar ese nombre que tan querido era a su nueva propietaria, fue mayúscula. En cuanto a Adalbert, abrió los ojos sin tratar de ocultar su asombro.
—¿Lo sabía?
—¿Que va a veces a Narrow Street? Naturalmente. Verá, es bastante corriente que personas de la buena sociedad frecuenten el garito de Yuan Chang, pero suelen ser hombres. Cuando va una mujer sola, establecemos cierta vigilancia.
—No muy eficaz, porque hace unas noches la agredieron.
—En efecto —dijo Warren sin alterarse—, pero fue socorrida tan raudamente por dos caballeros que toda intervención era superflua. Ahora, reanude la narración sobre unas nuevas bases; ganará en claridad.
—De todas formas —dijo Adalbert—, habría sido preciso acabar haciéndolo.
Esta vez, el relato fue completo y llegó sin más interrupciones hasta el final. Mientras hablaba, Aldo se esforzaba en interpretar las impresiones en el semblante de su interlocutor, pero era imposible, pues el rostro del superintendente se movía menos que si estuviera tallado en granito.
—¡Bien! —exclamó éste, dejando escapar un suspiro—. No sé a quién debo dar más las gracias, si a ustedes o a la suerte, pero es evidente que acaban de aportar a la investigación unos elementos esenciales. Pero dígame por qué no estaba decidido a informarme de todo esto.
—Por miedo a que lady Ferrals pierda un defensor que tanto necesita, cosa que ocurrirá fatalmente si éste se ve involucrado en un escándalo por culpa de las maniobras de Mary Saint Albans.
—Habría escándalo si yo detuviera sin dilación a nuestra emprendedora condesa, pero no tengo intención de hacerlo, ni tampoco derecho.
—¿Cómo que no tiene derecho? ¿Acabo de decirle que es cómplice de un crimen y que posiblemente se dispone a cometer otro, y eso no le basta? —repuso Morosini, indignado.
—No, no me basta. De momento sólo puedo basarme en su palabra, la de los dos: han oído una conversación y punto, no hay nada más. Ante cualquier tribunal, sería insuficiente, máxime siendo ustedes extranjeros. Necesito algo sólido, y ese algo sólido sólo lo obtendré dejando que lady Killrenan continúe adelante con su empresa. Si debe ser arrestada, lo será en Exton y con las manos en la masa.
—¿Si debe ser arrestada? —replicó Morosini, a quien no había hecho gracia la alusión al peso de los extranjeros ante un tribunal británico—. Se diría que no está seguro. No estará pensando por casualidad en protegerla, cuando no vaciló en mandar a lady Ferrals a la cárcel por una simple denuncia…, de un inglés, eso sí.
La mano de Warren se abatió sobre la mesa con tanta energía que los expedientes que había encima saltaron.
—Nadie me ha dicho nunca cuál es mi deber, señor Morosini. Un culpable es un culpable, sea cual sea su rango, pero, mientras no esté seguro de lo que se afirma y no tenga las espaldas cubiertas, no haré nada que vaya en contra de la esposa de un par de Inglaterra y actuaré con la prudencia que se impone cuando se trata del entorno real. No olvide que los Saint Albans son amigos del príncipe de Gales.
—¡Ah, la gran palabra ya ha sido pronunciada! ¡Los inquilinos de Buckingham Palace! ¡Pues escúcheme bien, superintendente Warren! Nosotros se lo hemos contado todo, y yo estoy harto de servirle de cobaya…, y por si fuera poco de cobaya maltratado. Así que, con su permiso, voy a acostarme. ¡Apáñeselas con sus Saint Albans, sus chinos, sus diamantes y su familia real! Gracias por el grog. ¿Vienes, Adal?
Y, sin dar a su adversario tiempo de respirar, Morosini salió del despacho, cuya puerta Vidal-Pellicorne sujetó justo antes de que le diera en las narices. Este último, prudente, pronunció unas vagas palabras de disculpa dirigidas al pterodáctilo, que parecía haber recibido los cuidados de un taxidermista. Acto seguido se lanzó tras los pasos de Aldo, pero la indignación hacía caminar a éste a tal velocidad que no lo alcanzó hasta después de cruzar el puesto de guardia.
Morosini estaba tan furioso que su amigo consideró más prudente llamar un taxi antes de intentar calmarlo. Lo que no fue fácil, pues Aldo, siguiendo la gran tradición italiana, expresaba su indignación con frases gráficas y coloristas sobre los dudosos orígenes de los ingleses en general y del superintendente Warren en particular.
Cuando por fin hizo una pausa para recobrar el aliento, Adalbert, que había esperado pacientemente el final de la tormenta, preguntó sin levantar la voz:
—¿Has terminado?
—¡Ni hablar! ¡Podría continuar echando pestes toda la noche! ¡Es indigno, es escandaloso, es…!
Iba a empezar de nuevo, pero Vidal-Pellicorne le hizo callar interrumpiéndolo con firmeza.
—¡Es normal, condenada muía italiana! Ese hombre es policía, y por añadidura de alto rango. Está al servicio de su país y debe respetar sus leyes.
—¿A eso lo llamas tú respetar las leyes, a dejar las manos libres a una criminal británica y encerrar a una desdichada inocente cuyo único error es ser polaca, igual que tú eres francés y yo italiano? ¡Aunque nos desgañotemos proclamando la verdad, no nos escucharán! ¡Así son los ingleses!
—Cuando se trata de una investigación policial, sucede lo mismo en París, en Roma y en Venecia, y tú deberías saberlo. Así que no te soliviantes.
—No me solivianto, pero me exaspera ver el poco caso que hacen a lo que decimos. ¿Y tú querías que le hablara del armario frigorífico de Ferrals? Me habría tomado por loco.
—Yo nunca he querido que le hablaras de eso. Ya sabes lo que pienso de esa historia abracadabrante.
—¡No tanto como parece! ¡Y lo demostraré!
—¡Señor, ten piedad!
Esa noche fue imposible sacarle una palabra más. Quizá por primera vez en su vida, Aldo Morosini estaba enfurruñado, pero, como eran cerca de las tres de la madrugada, Adalbert no se molestó más de la cuenta; tenía demasiado sueño para dar importancia a un arrebato de mal humor. Lo que le sorprendía —y lamentaba— era que Aldo se hubiera echado atrás tan deprisa en las decisiones que había tomado en relación con lady Ferrals.
Decididamente, cuando se dejaban llevar por el corazón, estos italianos se volvían imprevisibles.
A la mañana siguiente, eran un poco más de las nueve cuando un taxi dejó a Morosini ante la entrada principal del Victoria and Albert Museum, que no abría hasta las diez. El príncipe consideraba que ese museo constituía una excelente coartada en caso de que un esbirro de Scotland Yard todavía le siguiera los pasos. ¿Había algo más normal para un veneciano culto que ir a admirar el importante fondo de escultura italiana que se encontraba allí? Naturalmente, no pudo entrar, se hizo el sorprendido, miró su reloj y luego, como caminando sin un rumbo fijo, dio unos pasos por la acera para acercarse a la iglesia vecina, de estilo renacentista italiano, donde esperaba encontrar a Wanda.
Como no había entrado nunca en el Oratorio, le sorprendió su fasto; el interior era todo de mármol de diferentes colores. Sus dimensiones, así como la poco numerosa asistencia, le permitieron localizar enseguida a la persona que buscaba: arrodillada ante el comulgatorio, Wanda estaba recibiendo la hostia. Aldo rezó una breve oración, después fue a sentarse junto a una estatua de mármol que representaba a un apóstol y esperó a que terminara la misa. Acabó casi enseguida, pues en esa iglesia se celebraba una cada media hora.
Sin embargo, tuvo que armarse de paciencia, ya que Wanda, inclinada sobre el reclinatorio, se eternizaba rezando, y cuando por fin se levantó, fue para ir a buscar un cirio y encenderlo delante de la Piedad de la capilla de los Siete Dolores, cerca del lugar desde donde Aldo la acechaba. Al verla acercarse, advirtió que estaba llorando, pero, como nadie más iba a rezar ante la honorable copia de una obra de Francesco Francia, salió a su encuentro.
Estaba empezando otra misa en el extremo opuesto de la iglesia y era realmente el sitio ideal para hablar.
Al descubrirlo de pie detrás de ella, Wanda profirió un grito de ratón asustado y alzó hacia él un rostro abotargado por las lágrimas y tan doliente que Morosini sintió que lo invadía la inquietud.
—¿Qué le ocurre, Wanda? —preguntó con solicitud—. ¿Acaso tiene malas noticias de lady Ferrals? Venga a sentarse aquí —añadió, señalando un banco encajado entre la pared y un confesionario—. Estaremos tranquilos.
Ella se dejó llevar, quizá feliz en el fondo de su dolor de encontrar una mano amiga. La vida no debía de ser de color rosa en la casa del difunto sir Eric, habitada por el odio vigilante de su secretario. Una vez que estuvo instalada, él le asió una mano, cuya frialdad notó a través del guante de filadiz.
—Cuéntemelo todo. Sabe que puede confiar en mí y que deseo ayudarla.
—Lo sé, lo sé, príncipe, y me alegro mucho de verlo. ¡Mi pobre ángel! ¡Es tan desdichada! Cada vez soporta peor esa espantosa prisión, y cuando fui a verla ayer, la encontré tan pálida, con sus hermosos ojos enrojecidos y su pobre cuerpecito sacudido por escalofríos… Está enfermando, seguro. Y no es de extrañar, encerrada entre cuatro paredes y horribles barrotes que apenas le dejan ver un trozo de cielo gris, ella que no puede vivir sin estar al aire libre y sin jardines… Está debilitándose, príncipe, debilitándose, y tal vez muera antes incluso de que la juzguen.
Wanda rompió a llorar desconsoladamente, y de vez en cuando interrumpía los sollozos para invocar a la Virgen y a algunos santos polacos. Intuyendo que ese torrente de palabras y de lágrimas aliviaba a la pobre mujer, Aldo dejó que pasara la tormenta. Sabía muy bien que Anielka se había equivocado al suponer que la prisión podía ser un refugio. Era demasiado joven para saber que, una vez cerrada, ese tipo de trampa no se abre fácilmente.
—¿No cree —dijo finalmente— que sería hora de que ese tal Ladislas Wosinski diera señales de vida? ¿A qué espera para venir a representar el papel de valiente caballero? ¿A que los jueces se pongan la peluca y la toga roja para decidir si su señora debe ser colgada o no? Si la quiere y tiene alguna idea del lugar donde se encuentra ese joven, debe decírmelo inmediatamente. Dentro de muy poco será demasiado tarde.
—Pero es que no lo sé. Se lo juro delante de la Santísima Virgen, que está escuchándome. Si me ve en este estado es porque tengo mucho miedo. Si supiera dónde está, iría a verlo ahora mismo para contarle lo que mi pobre niña está padeciendo, porque seguro que ni se lo imagina. Los periódicos ya no hablan del asunto y Ladislas debe de pensar que la policía sigue investigando. Y por lo tanto que es mejor continuar escondido…
—¡Pero eso es una tontería! Debería darse cuenta de que, cuando la policía ha entregado a un supuesto culpable, se esfuerza mucho menos en buscar otro. Por cierto, supongo que lady Ferrals ha visto a su nuevo abogado. ¿Está satisfecha?
—Dice que parece muy hábil, pero que es muy duro, que la acosa a preguntas.
—¿Y qué hace el conde Solmanski? ¿Él también espera la ayuda celeste? Rezaba mucho, según me dijeron, después del secuestro de su hija el día de su boda.
—Está muy enfadado, mucho. No ha aportado ninguna ayuda a mi pobre ángel. Sólo ha ido a verla una vez a Brixton y fue cruel. Llamó a su hija de todo, le reprochóhaberse comportado como una desgraciada criatura sin voluntad, una tonta… y le hizo preguntas. Quería saber dónde estaba el joven enamorado.
Conociendo al falso conde polaco y los fines que perseguía casando a su hija con Ferrals, Morosini no ponía en duda el comentario de Wanda. Solmanski debía de estar furioso porque el regreso del estudiante nihilista hubiera venido a obstaculizar el mecanismo tortuoso pero delicado de sus maniobras. En Venecia, Simon Aronov había predicho la muerte de Ferrals porque era necesaria para que Solmanski pudiera disponer de la fortuna de su yerno, pero no entraba en sus planes que Anielka se viera implicada en ella de una u otra forma.
—No puedo censurárselo. Es natural que piense ante todo en salvar a su hija. Dejémosle, pues, actuar a su manera y veamos lo que podemos hacer nosotros.
Wanda alzó hacia la Piedad unos ojos anegados en lágrimas y unas manos implorantes.
—¡Eso es lo terrible! ¡Que no podemos hacer nada, Santa Madre de Dios!
—¡Pues claro que sí! Ésa es la razón por la que he venido esta mañana: tiene que introducirme en su casa para que pueda inspeccionar el gabinete de trabajo de sir Eric.
—¿Entrar en la casa? —susurró Wanda, aterrorizada—. ¡Eso es imposible! Míster Sutton no lo permitirá.
—No hay que pedirle permiso. Vamos, no es tan difícil… Lo único que le pido es que se las arregle para que esta noche la puerta de las cocinas no esté cerrada. También tiene que explicarme dónde se encuentra esa habitación y el dormitorio de Sutton. Necesito conocer las costumbres de los criados y sus horarios para estar seguro de no encontrarme con nadie. La vida de Anielka quizá dependa de lo que encuentre.
Ella no contestó, muda por el espanto que Morosini pudo leer en sus ojos de un azul de azulejo.
—Créame, Wanda —insistió—, ya es hora de que deje a un lado sus sueños de amores románticos y mire de frente la realidad. Lo que le pido no le hará correr un riesgo muy grande. No tendrá más que bajar a las cocinas cuando todo el mundo esté acostado y abrir la puerta. Después volverá a su cuarto. Yo me encargo del resto. ¿A qué hora cierran las puertas en su casa?
—A las once, salvo cuando míster Sutton dice que volverá tarde. Entonces lo espera el mayordomo.
—¿No se ausenta nunca?
—Casi nunca. Es el guardián de la mansión hasta que se celebre el juicio y se toma muy en serio su papel.
—De todas formas, no estaré mucho tiempo: un cuarto de hora…, o media hora quizá. ¿Me ayudará? Estaré en su casa… pongamos a las doce y media.
—¿Y si míster Sutton sale?
—En ese caso, telefonee al Ritz. Si no estoy, deje su nombre. Yo entenderé lo que pasa y pospondremos la operación hasta mañana a la misma hora. ¡Un poco de valor, Wanda! Espero sinceramente poder serle útil a su «ángel». Pregúntele si no a la Madona qué piensa ella.
En esta materia, Wanda no necesitaba que nadie la alentara, y cuando Morosini se alejó de ella estaba casi prosternada delante de la Piedad y abismada en una plegaria cuyo fervor debía de ser comparable a su miedo. Con todo, le había hecho una buena descripción del interior de la casa.
Para descargar su conciencia, Aldo entró en el museo y se detuvo unos instantes delante de la Lamentación sobre Cristo muerto, de Donatello, como si hubiera ido exclusivamente a eso; luego dio media vuelta y se marchó.
En vista de que el tiempo se mantenía claro, aunque frío, decidió volver a pie. Tal vez un poco de ejercicio calmaría ese deseo lancinante que tenía de ir a la prisión de Brixton con la esperanza de ver a Anielka. Una idea tan estúpida como descabellada, puesto que no tenía permiso de visita, pero saberla enferma y sin duda atemorizada le hacía recuperar, intacto, su primer impulso amoroso hacia ella, y quería olvidar las mentiras y las contradicciones que le había dicho desde su primer encuentro. Así pues, cuando llegó al final del camino acariciaba la idea de acercarse a Scotland Yard a fin de pedirle a Warren otro pase. No era muy buena idea, teniendo en cuenta cómo se habían despedido la noche anterior, ¡pero tenía tantas ganas de verla!
Un acceso de amor propio lo salvó del ridículo cuando pensó que esa noche trabajaría para ella y que eso debería bastar por el momento. Si las cosas salían como él esperaba, quizá fuera como triunfador a ver al superintendente. El permiso deseado le sería concedido entonces automáticamente, a fin de que pudiera llevar la buena noticia a la querida prisionera.
Los escasos transeúntes que quedaban en Grosvenor Square no prestaron mucha atención a ese hombre con traje de etiqueta, sombrero de copa, capa negra y bufanda blanca sobre los hombros y bastón en la mano, que daba un apacible paseo respirando el aire vivificador de la noche. Ese tipo de noctámbulo no era excepcional en aquel barrio elegante, al que los caballeros regresaban con frecuencia a pie de su club cuando el tiempo lo permitía. Pero nadie, ni siquiera el policía que se cruzó con él acercando un dedo al casco a modo de saludo, habría imaginado que éste se disponía a penetrar indebidamente en una morada ajena. El boato era, en el fondo, una excelente coartada, y para justificarlo Morosini había ido a pasar la velada al Covent Garden, donde había matado el tiempo en compañía del ballet Giselle. Vidal-Pellicorne, que estaba pasando el día con un colega del Museo Británico, no había aparecido y Aldo había cenado solo en el hotel.
Eran algo más de las doce y media cuando, tras comprobar que no había nadie a la vista, empujó la verja y se dirigió a la pequeña escalera que conducía a la puerta de servicio. Aparentemente, Wanda había llevado a cabo muy concienzudamente su misión.
En el momento de entrar en la casa, Aldo respiró hondo. Todavía estaba en el lado de la legalidad, pero en cuánto traspasara esa puerta saltaría la barrera que separa a las personas honradas de los delincuentes. Podían detenerlo, encarcelarlo, destruir el universo tremendamente agradable y sobre todo apasionante que se había construido…, pero pensar en la cárcel le recordó a la que tal vez estaba muriendo allí.
«¡No es momento de echarse atrás, muchacho!», se dijo, y empujó la hoja esperando que chirriara. Tal como le habían dicho, se encontró en el pasillo al que daban, por un lado, las cocinas, y por el otro, los dormitorios de los sirvientes. Al fondo, la escalera de servicio que unía el sótano con la planta baja. Para estar totalmente seguro de no hacer ruido, se quitó los zapatos de charol, se los metió en los bolsillos, buscó los peldaños casi a tientas y esperó a haber pasado un recodo para encender la linterna que se había llevado por precaución. Al cabo de un momento estaba en el gran vestíbulo y guardó la linterna, pues los faroles de gas de la calle iluminaban lo suficiente para que pudiera orientarse. Encontró la noble y bella elipse que conducía al piso superior, luego los bustos de los emperadores romanos, el sarcófago y el resto de los objetos que recordaba.
Localizar el gabinete de trabajo de Ferrals fue fácil, pues estaba justo al lado de la pequeña estancia donde Sutton lo había recibido unos días antes. Una vez dentro, tuvo que encender de nuevo la linterna, ya que gruesas cortinas cuidadosamente corridas ocultaban las ventanas. En cierto sentido, era una ventaja, pues no corría el riesgo de ser visto desde el exterior. Faltaba ahora encontrar el famoso armario frigorífico, que la duquesa creía recordar que estaba cerca de la mesa de trabajo y «oculto por la biblioteca». Pero la estancia, donde los ruidos quedaban amortiguados por alfombras persas, era de considerables dimensiones y, con excepción de la chimenea, donde acababan de morir unas brasas, estaba tapizada de libros.
«Pensemos un poco. Las paredes no son tan gruesas… Debe de haber en algún sitio un trampantojo decorado con estantes llenos de libros».
Después de quitarse la capa y el sombrero y de dejarlos sobre uno de los sillones, comenzó a inspeccionar la vasta biblioteca empezando por la parte más cercana a la mesa de trabajo. Sus largos dedos enguantados recorrían los lomos de los libros y de vez en cuando medio sacaban uno de ellos. Este ejercicio le llevó algún tiempo, hasta que por fin uno de los libros se negó a moverse porque estaba unido a los que tenía al lado. Tiró un poco más fuerte y un panel de falsos libros y falsos estantes se desprendió, girando sobre unas bisagras invisibles. Debajo había una puerta de acero pintada en color madera. Ninguna manivela para abrirla, tan sólo el agujero de una cerradura. Faltaba saber dónde estaba la llave.
Dejando las cosas tal cual, empezó a buscar en los cajones de la mesa cuando la habitación se iluminó al tiempo que una voz fría decía:
—¡Arriba las manos y no haga un solo movimiento!
Aldo dejó escapar un suspiro de contrariedad y pensó que ese tipo debía de tener un oído de perro guardián, pues él estaba seguro de no haber hecho ningún ruido. Fuera como fuese, John Sutton, con una bata de seda color vino y el cabello revuelto, lo amenazaba con un revólver.
—Puede bajar eso, no voy armado —dijo Morosini con calma.
—No tengo por qué creerle, así que seguiremos como estamos. Vaya, vaya, príncipe —añadió, pronunciando el título con un desdén insultante—, así que hemos llegado al extremo de registrar los armarios… ¿Qué esperaba encontrar ahí dentro? Si cree que es una caja fuerte…
—Sé que no es una caja fuerte, sino una nevera eléctrica. En Estados Unidos creo que lo llaman frigorífico por el nombre del inventor. Es la única razón de mi presencia aquí.
Mostraba una desenvoltura que distaba mucho de sentir por la razón más tonta del mundo: resulta difícil darse aires de grandeza cuando uno está en calcetines, aunque sean de seda, delante de un hombre cuyos ojos están clavados en ese detalle.
—¿En serio? ¿Y cree que me lo voy a tragar? —dijo Sutton.
—Debería hacerlo. Y añado que, si tuviera usted la llave para abrir este mueble, me iría estupendamente. También me gustaría comprender por qué a nadie, ni siquiera a usted, se le ha ocurrido mencionárselo a la policía.
—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? Era el juguete de sir Eric. Sólo él ponía agua y sólo él se la servía. No creerá que el veneno estaba ahí y que mi jefe se envenenó, ¿verdad? Invéntese otra cosa si quiere que le deje irse.
—¡Pero si yo no tengo ningunas ganas de irme! Incluso me alegraría mucho sí cogiera ese teléfono para rogarle al superintendente Warren que se sumara a nuestra animada reunión. Claro que habría que encontrar la llave…
—¿Qué cree? ¿Que voy a bajar la guardia para manejar el teléfono? Tenga la seguridad de que lo haré en cuanto me haya dicho la verdadera razón de su presencia aquí.
—¿Qué es usted, escocés o irlandés, para ser tan terco? Si le parece bien, puedo llamar yo. Estoy seguro de que el ptero… el superintendente va a encontrar apasionante este armario. Entre tanto, si me lo permite, voy a bajar los brazos y a ponerme los zapatos. Dispare si se le antoja, pero yo tengo frío en los pies.
Uniendo el gesto a la palabra, Morosini se calzó. El otro parecía perplejo y masculló, expresando su pensamiento en voz alta:
—Esta historia es demencial. Me siento más inclinado a pensar que continúa usted buscando su famoso zafiro.
—¿En una nevera? Porque reconoce que ese mueble es una nevera, ¿no?
—Lo reconozco, pero ¿quién demonios le ha hablado de ella?
—Va a sorprenderle: ha sido la duquesa de Danvers. Ella cree que el hielo que fabrica esa máquina puede ser nocivo. La idea de un veneno ni siquiera le pasa por la mente; ella piensa únicamente en el procedimiento de fabricación, pero yo he sacado otras conclusiones.
—¿Cuáles?
—Muy sencillo. Ese mueble no está protegido por una cerradura con secreto, supongo, sino que para abrirlo basta una simple llave… que hay que encontrar. A no ser que se consiga abrir con una herramienta. Una vez hecho, nada más fácil que vaciar la bandeja del hielo y volver a llenarla de agua mezclada con estricnina.
—¡Eso es ridículo! Sir Eric llevaba siempre la llave encima.
—¿Y se la ha llevado a la tumba? Supongo que, antes de proceder a la autopsia, le quitarían la ropa para entregársela a la familia, en este caso, usted, puesto que su mujer ya había sido arrestada.
—No. Confieso que no me preocupé de eso. Debieron de entregar esas cosas a su ayuda de cámara.
—Podemos preguntárselo. Mientras tanto…
Sin apartar los ojos de Sutton, que parecía desorientado, Aldo descolgó el teléfono y llamó a Scotland Yard. Tal como temía, Warren no estaba allí. En cambio, el inspector Pointer anunció que iría inmediatamente.
—Dentro de cinco minutos —dijo Morosini—, sabremos qué opina la policía de nuestra pequeña discrepancia. Aunque a lo mejor no tiene usted mucho interés en que venga…
—¿Qué quiere decir?
—Me parece que está claro. No lo tendrá, si fue usted quien puso el veneno.
Los ojos de Sutton se agrandaron, mientras que su rostro se puso rojo como consecuencia de un violento acceso de cólera.
—¿Yo?… ¿Matar yo a un hombre al que veneraba? ¡Voy a partirle la cara, príncipe!
Adelantando los puños, se abalanzó sobre Aldo, pero, cegado por su furor, calculó mal el impulso. Su adversario lo esquivó apartándose a la manera de un torero frente al toro, y el secretario se estrelló contra la puerta del armario frigorífico. Tuvo que hacerse daño, pues el choque lo calmó y, volviéndose hacia Morosini, le lanzó una mirada cargada de odio.
—Su inverosímil historia se derrumbará como un castillo de naipes y a usted lo detendrán por haber entrado en esta casa por la fuerza. Mientras tanto, yo le mostraré si ese hielo está envenenado.
Apresuradamente, con gestos torpes, registró los cajones del escritorio y luego dos o tres bandejas para el correo que había encima antes de extraer, finalmente, de una especie de plumier, el pequeño objeto que buscaba.
—¡Aquí está! —exclamó.
—¿Qué va a hacer?
—Ahora lo verá.
Sacó, de un mueble bajo, una botella de whisky y un vaso, lo llenó hasta la mitad, se dirigió a la nevera y la abrió sin dificultad, dejando a la vista dos o tres botellas de cerveza y una bandeja de hielo medio llena. Unos cubitos estaban fundiéndose en un bol de cristal. Iba a coger uno cuando Morosini se interpuso, lo obligó a retroceder y cerró la puerta empujándola con la espalda.
—¡No haga el idiota o por lo menos espere hasta que llegue Pointer! No tengo ningunas ganas de que me encuentre en compañía de su cadáver.
En ese momento se oyó una sirena de la policía. Encogiéndose de hombros, Sutton fue a sentarse y vació de un trago la copa que se había servido, mientras Aldo buscaba un cigarrillo, lo encendía y daba una larga bocanada con voluptuosidad.
—¿De verdad cree que ahí hay veneno? —preguntó el secretario con voz vacilante.
—No puedo decir que esté seguro, pero reconozca que la hipótesis merece ser tomada en consideración. La historia esa del papelillo contra la migraña es un poco burda, ¿no?
—Haría cualquier cosa para ayudar a esa zorrita, ¿verdad?
—Yo busco la verdad. Si tengo razón, ya no habrá ningún motivo para que continúe detenida.
—No lo crea. Sigue estando el hecho de que introdujo a su amante en esta casa y de que entre los dos tramaron matar a sir Eric. Usted mismo lo ha dicho: seguramente se puede prescindir de la llave, y también existe la posibilidad de que la robaran o hicieran una copia. No olvide lo que yo oí y la huida del cómplice. Por último, la han arrestado bajo la acusación de asesinato o incitación al asesinato. No la soltarán.
—Y eso le complace —dijo Aldo, que empezaba a temer que Sutton tuviera razón.
—Por supuesto. Es usted libre de pensar lo que quiera; yo nunca he ocultado que la odio. Ha matado o hecho matar a un hombre admirable, todo generosidad, bondad…
—El origen de su fortuna lo demuestra, ¿no?
—Piense lo que quiera. Me tiene completamente sin cuidado. Ah, ya oigo a nuestros visitantes.
—Va a tener la satisfacción de hacer que me detengan.
—No, qué va. Usted no me interesa. Me limitaré a exponer las inquietudes de la duquesa de Danvers y las de… una visita un poco tardía para hacerme partícipe de su hipótesis.
—¡Qué grandeza de espíritu! Sin embargo, me siento poco inclinado a darle las gracias.
El inspector Pointer, puesto al corriente de la situación, deploró que en el momento de la muerte no hubieran pensado en mencionar el curioso artilugio de la víctima, pero elogió mucho a los dos hombres por su gran preocupación por la verdad. Acto seguido se puso a trabajar con ayuda del sargento que lo acompañaba.
La bandeja y el bol con los cubitos fueron retirados con mucho cuidado y depositados en una cubeta que envolvieron con dos o tres toallas, tras lo cual todo ello fue llevado al laboratorio de Scotland Yard.
Hecho esto, el ayudante preferido de Warren declaró con una amplia sonrisa, que dejó al descubierto sus dientes de conejo e hizo desaparecer su barbilla, que no creía en la presencia de veneno de ninguna clase en lo que él llamaba el «armario del hielo», ya que sir Eric era el único que podía abrirlo.
—No sé qué pensará el superintendente —concluyó en el momento de retirarse—, pero estoy casi seguro de que le parecerá muy divertido.
Morosini no veía el lado divertido del asunto. No obstante, recobró cierta esperanza cuando, al día siguiente, recibió una llamada telefónica para convocarlo en la sede de la policía metropolitana en general y en el despacho de Warren en particular. Acudió de inmediato.
—Qué idea tan curiosa tuvo —declaró éste, estrechándole la mano—. ¿Cómo se le ocurrió?
—No se me habría ocurrido nunca si la duquesa de Danvers no la hubiera tenido antes qué yo. Es cierto que ella no pensaba en el veneno, pero, de todas formas, esa especie de conspiración del silencio es increíble. Lo normal era que hubiese salido a relucir todo lo que había entrado en ese maldito vaso. Lo peor es que ayer me pregunté si Pointer me tomaba por loco.
—¿Qué quiere? ¿Que le pida disculpas? —repuso Warren—. Es indudable que hubo negligencia. Deliberada tal vez por parte de los testigos…
—Permítame que abogue por lady Danvers. No ha hecho nada con premeditación.
—No creo que su inteligencia le permita premeditar nada, pero, volviendo a la negligencia, apenas tiene disculpa por parte de mis hombres. Me siento bastante humillado por tener que decírselo, pero usted tiene razón: en ese cacharro había la suficiente estricnina para matar a un caballo. O a todos los de la casa, si se les hubiera ocurrido tocar el sacrosanto hielo de sir Eric.
Si se hubiera dejado llevar por su temperamento italiano, Aldo se habría puesto de buena gana a gritar dé contento. Hacía mucho tiempo que no experimentaba semejante alegría.
—¡Es maravilloso! —exclamó—. Ahora podrá soltar a lady Ferrals. Se lo ruego, déjeme ir a llevarle la buena noticia.
—Tengo que informar antes al abogado de la Corona y a sir Desmond, y le pido por favor que se calme. Es posible que no quede libre; los cargos que pesan sobre ella siguen siendo muy graves.
—Pero ahora tiene la prueba de que no fue el maldito papelillo de polvos analgésicos lo que provocó la muerte.
—Sin duda, pero eso no quiere decir que no sea ella la asesina o la cómplice. Por lo demás, míster Sutton mantiene su acusación basándose en la conversación que sorprendió.
—Yo creía que, según sus leyes —dijo Aldo con amargura—, todo procesado era inocente mientras no se demostrara su culpabilidad.
—Y lo es, pero mientras no encontremos al polaco ella permanecerá en Brixton. Le autorizo encantado a que vaya a verla. Intente que diga algo más sobre él. Estoy convencido —añadió Warren en un tono más amable— de que es él el asesino, pero hasta que no le echemos el guante…
—Eso es injusto, inhumano. Me he enterado de que está enferma, de que lleva cada vez peor estar en la cárcel… ¡Y no tiene veinte años! ¿No puede conseguir que la dejen en libertad bajo fianza?
—Eso no me compete a mí. Hable con su abogado… y hágale una visita.
Pero cuando Aldo se presentó en Brixton, le fue imposible ver a Anielka: estaba enferma y la habían ingresado en la enfermería de la prisión.
Se marchó con el corazón en un puño.