5. Los invitados de la duquesa

Cuando, después de ser anunciados por un criado, Aldo y Adalbert penetraron en el salón donde la duquesa de Danvers reunía a sus invitados antes de la cena, al primero le vinieron ganas de dar media vuelta y huir a toda prisa. Ya mientras se dirigían allí no sentía mucho entusiasmo, pues la perspectiva de conocer a una americana tan rica como insoportable no le apetecía nada. Pero cuando desde el umbral reconoció a la dama que conversaba con la anfitriona y lady Winfield en un canapé de estilo Regencia, casi le invadió el pánico. Se detuvo en seco e hizo ademán de volverse. Al darse cuenta de ello, Vidal-Pellicorne se inquietó.

—¿Te pasa algo? ¿Qué es lo que ocurre? —le susurró manteniéndose de perfil.

—No debería haber venido. Es muy probable que esta velada sea una de las más desagradables de mi vida de anticuario.

—Lo siento, pero es demasiado tarde para irse.

En efecto, sus nombres, pronunciados por la voz potente del criado, habían resonado en la estancia y la anciana duquesa les dirigía, a través de sus impertinentes y del vasto espacio del salón, una sonrisa extasiada. No quedaba más remedio que cumplir con las normas de la etiqueta. Al cabo de un momento que le pareció demasiado corto, Aldo se inclinó sobre la mano de su anfitriona, que ya estaba diciendo:

—He aquí al caballero del que le había hablado, querida Ava. En cuanto a usted, querido príncipe, sé por lady Ribblesdale que ustedes dos se conocieron en América antes de la guerra.

—¿Lady Ribblesdale? —repitió Aldo con una mirada de interrogación mientras saludaba a la dama—. Creía recordar otro nombre, por otro lado inolvidable…, como la propia milady.

En efecto, unos diez años atrás, durante una estancia veraniega en Newport, la ciudad balneario de los millonarios neoyorquinos, Morosini había tenido el honor de ser presentado a la que era considerada la mujer más guapa de Estados Unidos, pese a haber cumplido los cuarenta: Ava Lowle Willing. Aunque dos años antes se había divorciado de John Astor IV, dicha señora seguía haciéndose llamar Mrs. Astor. A decir verdad, su exmarido ya no tenía modo de impedírselo, a despecho de que se había vuelto a casar enseguida, porque al regresar de su viaje de novios en Europa se le ocurrió la lamentable idea de embarcarse en el Titanic, donde murió como un gran señor después de haber obligado a su joven esposa a embarcarse en una chalupa de salvamento. Ava, que por cierto era madre de dos hijos, pasó por alto a la joven viuda y siguió siendo Mrs. Astor.

Esa beldad, dotada de un enorme poder de seducción, no dejaba de ser una arpía sin corazón que nunca había querido ni a su marido ni a sus hijos, y ni siquiera a sus amantes. Solamente le interesaba su propia persona. Por añadidura, y a pesar de que pertenecía a una de las mejores y más acaudaladas familias de Filadelfia (los Lowle Willing afirmaban ser descendientes de varios monarcas ingleses y de un soberano francés), de niña la habían mimado terriblemente sin enseñarle ni pizca de educación, y por desgracia conservaba algunos rasgos de su infancia. Aldo recordaba con horror una cena en casa de los Vanderbilt en la que Ava, sentada al lado de una noble dama inglesa —cosa que detestaba porque prefería la compañía masculina—, había exclamado al levantarse de la mesa: «¡Me pregunto dónde habré oído decir que lady X… es divertida y ocurrente!». Naturalmente, había provocado un silencio glacial. En lo que se refería al propio Aldo, Ava se obstinaba en creer que se pasaba el día haciendo equilibrios sobre una góndola, mientras cantaba O sole mio acompañándose con la guitarra. Y se lo repetía como si fuera una broma estupenda, lo que tenía el don de ponerlo fuera de sí.

Si Aldo confiaba en que la decena de años transcurridos la habrían calmado, se equivocaba por completo. Ava lo acogió proclamando en voz muy alta:

—¡Pero si es mi pequeño príncipe gondolero! ¡Estoy encantada de volver a verlo, querido!

—Yo también, lady… Ribblesdale. ¿Lo he dicho bien? —contestó, decidido a hacerle frente y a responder a una insolencia con otra, aunque eso desluciera su reputación de caballero galante.

—¡Sí, señor! —admitió ella con una sonrisa radiante—. Es un marido muy decorativo y muy rico, pero que no tendré el placer de presentarle. Antes de que nos casáramos, era un compañero la mar de alegre y daba unas fiestas impresionantes, pero ahora no hay manera de sacarlo de esa horrorosa mansión solariega de estilo Tudor que posee en el condado de Sussex y donde ha sustituido la música de los violines del baile por la lectura en voz alta de los clásicos. Lo que resulta una lata, incluso con una voz tan bonita como la suya. Así pues, de cuando en cuando vengo a distraerme a Londres. Me gustaría hacerlo mucho más a menudo, pero él no puede vivir sin mí.

—¡Cómo le comprendo! Ni siquiera debería permitir que se alejara de él un instante. ¿Me permite presentarle a mi amigo Adalbert Vidal-Pellicorne? Es un egiptólogo francés muy reputado.

—¿Qué tal, caballero? Un egiptólogo resulta siempre divertido, aunque los ingleses aventajan bastante a los franceses en ese arte.

—Digamos que disponen de más medios, lady Ribblesdale —repuso Adalbert—. Por lo demás, creo recordar que Champollion, el hombre que descifró los jeroglíficos, era francés.

—Sí, ¡pero hace ya tanto tiempo de eso! Además, la piedra Rosetta está aquí, en el Museo Británico. Pero, si es ésa su profesión, ¿qué hace usted aquí, en este salón? Mi hija Alice se encuentra en Egipto con nuestro queridísimo amigo lord Carnavon, y sigue con interés sus excavaciones en el Valle de los Reyes.

—¿Su hija es arqueóloga?

—¡Dios santo, no, qué horror! ¿Se la imagina cavando en la arena? Lo que ocurre es que siente pasión por ese país porqué está convencida de haber vivido en él durante una vida anterior, en la que a pesar de ser hija de un sumo sacerdote de Amón seguía la doctrina solar de Akenatón. Hasta tiene sobre esa cuestión unas pesadillas muy divertidas.

Aquella verborrea habría podido proseguir durante mucho tiempo si la duquesa no llega a intervenir, con una dulzura llena de firmeza, levantándose y expresando su deseo de presentar a los recién llegados a los demás invitados.

—Serán vecinos de mesa —dijo a lady Ribblesdale a guisa de consuelo—, de modo que tendrán tiempo de conversar.

Antes de recorrer el salón, tomó el brazo de Aldo, que se sentía abrumado al pensar en el calvario que iba a ser para él la cena. Esa idea le hizo saludar sin darse cuenta a una docena de personas, y no recobró plena conciencia de sus actos hasta que se encontró estrechando la mano de Moritz Kledermann.

—Encantado de conocerlo —declaró el banquero suizo sin el menor entusiasmo—. Es una sorpresa inesperada que aprecio en lo que vale. Al parecer tenemos amigos comunes.

—Así es —contestó Morosini, recordando a tiempo que en la boda de Anielka con Eric Ferrals la duquesa de Danvers y Dianora Kledermann ocupaban posiciones privilegiadas—. Supongo que, al igual que yo, lamenta usted el trágico destino de sir Eric… y de su joven esposa.

Un brillo de curiosidad teñida de asombro apareció en los grises ojos del zuriqués.

—¿Acaso la cree usted inocente?

—Estoy convencido de ello —dijo Aldo con firmeza—. Piense que aún no tiene veinte años, y creo que en este asunto es sobre todo una víctima.

El brillo persistió en la mirada del banquero, y fue acompañado de una lenta sonrisa que puso un toque de buen humor en aquel rostro algo severo.

—¡Vaya!, en eso no está usted de acuerdo con mi esposa. Ella no se cansa de repetir que la mujer de su viejo amigo merece la horca. Pero tengo entendido que usted la conoce, ¿no?

—Tengo ese honor, que es también un placer. ¿Puedo preguntarle por su salud, puesto que al parecer no lo ha acompañado? —preguntó Aldo con una serena suavidad.

—Se encuentra muy bien, al menos eso creo. Deseaba venir conmigo, pero cuando tengo entre manos un asunto importante prefiero estar solo. Y en este caso he tenido razón. Se sentiría desplazada en esta atmósfera de crimen canallesco que rodea la muerte del pobre Harrison.

—¿Ha venido por el diamante del Temerario?

—Naturalmente, como muchos otros y como usted mismo, supongo. Tengo intención de quedarme unos días con la esperanza de que aparezca.

—Lo mismo voy a hacer yo. Confío enormemente en la eficiencia de Scotland Yard.

El anuncio de que iban a servir la cena puso fin a la conversación. De todos modos, la duquesa y Morosini habían acabado de dar la vuelta al salón, y éste, resignado, fue a ofrecer el brazo a la temible lady Ribblesdale para acompañarla a la mesa.

La cosa fue peor de lo que Aldo había imaginado. Apenas se hubo sentado ante el largo tablero de caoba cuya superficie esmeradamente reluciente sostenía una multitud de exquisitas porcelanas inglesas y de centelleantes cristales, además de un enorme centro de mesa de esmalte del que surgían unas flores, su compañera, con una notable desenvoltura, lo abrumó con un sinfín de preguntas relativas a su «pequeño comercio» e incluso a su vida íntima. Por si fuera poco, encajonado como estaba entre ella y su anfitriona, se vio obligado a hacer honor a los platos que le sirvieron: una sopa clara y poco abundante en la que flotaban unos trozos de algo indefinible, un asado de cordero demasiado hecho flanqueado de patatas poco hechas y de la horrible salsa de menta que él odiaba, un excelente y minúsculo pedazo de queso Stilton, del que se habría comido una porción enorme, y, después de un surtido de temblorosas gelatinas adornadas con flores de azúcar, las elegantes savouries, un refinamiento destinado a eliminar el dulzor del postre y que esa noche consistía en tostadas con tuétano aderezadas con tanta pimienta que, con el paladar ardiendo, a punto estuvo de echarse a llorar. Pero, antes de llegar a ese extremo, la exlady Astor le había explicado el motivo de que se hubiera requerido su presencia y que estaba relacionado con la Rosa de York. Lady Ribblesdale quería comprarla y se había tomado como una ofensa personal la falta de consideración demostrada por el pobre Harrison al permitir que lo asesinaran y se la robaran.

—No es nada seguro que hubiera podido adquirirla, lady Ava —hizo constar Morosini—. Tenía fuertes competidores. Entre ellos los Rothschild, ingleses o franceses, y frente a usted se halla sentado uno de los mayores coleccionistas europeos, o en todo caso el mayor de Suiza.

—¡Bah! ¿Qué importancia tienen? —dijo la dama, barriendo con un gesto de su manita cargada de sortijas a esos seres despreciables—. El diamante habría sido mío porque siempre obtengo lo que deseo, y esta noche lo vería brillar sobre mi persona.

La voz lenta pero precisa de Moritz Kledermann se hizo oír desde el otro lado de la mesa.

—No es una joya que pueda llevarse. Sin duda es muy hermosa, pero menos brillante de lo que se imagina. ¿No ha logrado verla?

—No, pero eso no importa.

—¿Usted cree? Quizá la hubiera decepcionado. En primer lugar se trata de un cabujón, lo que significa que su superficie es redondeada, que está desprovista de aristas y simplemente pulida, porque es un diamante muy antiguo y por entonces no se conocía el arte de tallar las piedras preciosas.

—Eso es cierto —aprobó Aldo—. La Rosa de York no refleja tanto la luz como el aderezo que usted luce esta noche —añadió, dirigiéndose a lady Ribblesdale.

En efecto, engalanada con un collar de brillantes, unos pendientes, una diadema y algunos brazaletes, la americana emitía mil destellos, dignos de un árbol de Navidad. La mayoría de esas joyas eran realmente bonitas, pero al ser tan numerosas se desvalorizaban mutuamente. La dama rechazó la objeción con un nuevo gesto.

—¡Y eso qué más da! La habría hecho tallar, y punto —exclamó con despreocupación.

Por encima del oscuro espejo de caoba, el experto y el coleccionista intercambiaron una mirada de horror que Morosini se apresuró a traducir.

—Una joya histórica no se manda tallar, señora mía, especialmente si posee tanta importancia.

—¿Y por qué no, si he pagado por ella?

—Porque la Corona británica, a la que el diamante ha pertenecido durante mucho tiempo, le pediría cuentas. Cuando se trata de una pieza tan sobresaliente, las leyes del mercado son muy distintas. Sobre todo en este país y estando en juego un monumento histórico —dijo Aldo con severidad—. De cualquier modo, una vez tallado, el diamante del Temerario no sólo perdería su imagen en la memoria de los hombres sino buena parte de su valor de mercado. En realidad, no entiendo por qué tiene tanto empeño en adquirirlo.

El cutis perfecto de lady Ribblesdale enrojeció bruscamente mientras sus magníficos y negros ojos brillaban con una cólera que no se molestó en reprimir.

—¿No lo entiende? Pues voy a explicárselo —gritó, sin que le preocupara el hecho de interrumpir todas las conversaciones—. Ya no soporto ver, en la Corte o en las grandes recepciones, a mi prima lady Astor[7], esa marisabidilla de Nancy que ha considerado oportuno hacerse elegir miembro de la Cámara de los Comunes, lucir una diadema en medio de la cual resplandece el Sancy, uno de los diamantes más bellos de la corona de Francia. Por eso quiero ser la dueña de la Rosa de York.

—Incluso si la llevara usted, señora, no produciría tanto efecto como el diamante Sancy, que es una de las mejores gemas que conozco —dijo Moritz Kledermann.

—Pues entonces quiero tener al menos su equivalente, pero más gordo, claro. Ésta es la razón de nuestro encuentro, querido príncipe —agregó con insolencia—. Ya que vende joyas históricas, busque una para mí.

Era tal disparate que, en lugar de enfadarse, Morosini soltó una carcajada.

—En ese caso, lady Ava, habrá que convencer a Su Majestad para que le venda una de las piedras preciosas guardadas en la Torre de Londres, uno de los Cullinan, por ejemplo, o bien persuadir al duque de Westminster para que se desprenda del diamante Nassak, cuyo peso es de ochenta quilates, mientras que el Sancy sólo pesa cincuenta y tres.

—¡Ésos no me interesan! —exclamó la dama en tono impaciente—. Deseo una joya de renombre que haya sido lucida por una o varias reinas, como el Sancy. Mi prima Nancy no para de contarle su historia a todo el mundo. La célebre María Antonieta, por ejemplo, la lucía a menudo.

—Siendo así —terció de nuevo Kledermann medio en serio medio en broma—, habrá que pedir el diamante Régent al museo del Louvre. Sus ciento cuarenta quilates ya centelleaban en la corona de Francia cuando Luis XV fue coronado rey. Después lo llevó María Antonieta y también Napoleón.

—¡No sea ridículo! —soltó ella, pasando por alto toda cortesía—. Sin duda será posible encontrar lo que yo quiero. Y puesto que ése es su oficio, Morosini, arrégleselas para satisfacer mi deseo.

En esa fase del debate, la duquesa se decidió a intervenir. Aunque nunca había sido muy perspicaz, ni siquiera inteligente, notó que el ambiente se cargaba de electricidad y le preocupó el extraño resplandor verde que había aparecido en los ojos de un gris azulado de Morosini.

—¡Querida amiga, debería usted calmarse! Lo que pide no es fácil, pero estoy segura de que el príncipe hará lo imposible por satisfacerla. Sólo hace falta un poco de paciencia.

Se levantó mientras hablaba, lo que obligó a las otras damas a hacer lo mismo. Los caballeros se quedaron en la mesa para la ceremonia ritual del oporto.

—¡Qué costumbre tan interesante! —susurró Aldo con un suspiro de alivio al oído de su amigo Adalbert—. Nunca la había apreciado tanto.

—Sólo es una tregua. No te librarás de ella tan fácilmente. Es una mujer que sabe lo que quiere. Aunque es cierto que en este caso te está pidiendo la luna o algo parecido.

—¡No estés tan seguro! Se me ha ocurrido una idea que arreglaría las finanzas de una vieja amiga de mi madre. Posee un diamante, engarzado en una diadema, algo mayor que el Sancy. Siempre me he preguntado si no sería el Espejo de Portugal, desaparecido a raíz del robo de las joyas de la Corona francesa en el guardamuebles de la plaza de la Concordia en el año 1792. A partir de entonces la pista del diamante se perdió por completo.

Hablaba en voz baja para que no lo oyera Kledermann, aunque éste estaba charlando con su vecino de mesa, un coronel del ejército destinado en la India.

—Tu idea no vale nada. Esa señora no debe de tener ningunas ganas de venderlo.

—¡Ya lo creo que tiene ganas! Te lo explico en dos palabras. Unos días antes de mi viaje a Escocia, vino a verme para preguntarme si no habría un medio de deshacerse con discreción de un «objeto»…, eso es lo que dijo…, que nunca le había gustado porque lo creía responsable de todas las desgracias que la han afligido desde el día de su boda, cuando lo lució por primera vez en su tocado. Al salir de la iglesia se fracturó una rodilla y de resultas de ello se quedó coja. Pero eso no es todo:" después perdió sucesivamente a su muy amado marido y a dos hijos en unas circunstancias dramáticas que esta noche no te contaré por falta de tiempo. Le quedaba una hija, que se casó por amor con otro veneciano de la nobleza, muy apuesto pero sin fortuna, santurrón y avaro hasta la exageración. La hija no es guapa, pero estaba locamente enamorada de ese personaje muy dispuesto a sacar partido de su palmito. A fin de que pudiera celebrarse el matrimonio, mi vieja amiga se deshizo de todas sus joyas excepto del malhadado tocado, porque no quería que los maleficios en los que ella cree recayeran sobre la inocente cabeza de su hija. Sin embargo, actualmente su estado de salud es muy malo y desearía poder cuidarse y al mismo tiempo perder de vista el diamante.

—¡Estupendo! Pues no tiene más que venderlo.

—No resulta tan fácil. Su yerno no cesa de camelarla para que se lo regale a la hija. Y, como es lógico, vigila a su suegra. Si pusiera en venta la alhaja, estallaría un drama.

—¿Crees que sería capaz de…?

—¿Matarla? No, es demasiado buen cristiano, pero sería capaz de secuestrarla. De ahí la visita tan discreta que ella me hizo a primera hora de la mañana, mientras su yerno estaba en misa. Le prometí que haría lo posible por encontrar un comprador interesante, quizás aprovechando la cantidad de entendidos que se han reunido aquí para la venta de la Rosa. Pero me avergüenza un poco confesar que hasta esta noche no me había acordado del asunto.

—Bueno, pues aquí tienes la ocasión. Aprovéchala.

—Hay un pequeño problema. Estoy casi seguro que se trata del Espejo de Portugal, pero no tengo ninguna prueba…, dejando aparte, claro, el hecho de que es gafe.

—¡Ah, ése también!

—Es bastante corriente con esas piedras casi legendarias. El diamante Sancy, por ejemplo, no es una excepción, de modo que lady Ribblesdale no debería envidiar tanto a su prima. En cuanto al Espejo, pasó a manos de Felipe II de España a raíz de su enlace con María de Portugal, que murió dos años después de la boda. Seguidamente, formó parte del tesoro inglés hasta el reinado de Carlos I, que fue decapitado. Su esposa, hija de Enrique IV de Francia, después de huir a su patria con todas sus alhajas y verse reducida a la miseria, tuvo que ceder el diamante al cardenal Mazarino. Y por fin, María Antonieta lo incluyó entre sus muchos aderezos. Reconozco que esta trayectoria es como para que la americana dé brincos de alegría, aunque como es suspicaz, igual que todas las de su clase, no querrá tener el diamante si no puede proclamar toda su historia. Y ocurre que, a partir de 1792, esa historia es una incógnita incluso para mi vieja amiga. Su marido nunca quiso decirle de qué manera obtuvo la joya. La verdad es que preferiría que se dirigiera a un coleccionista acostumbrado a callar, como Kledermann. Además, él posee uno de los dieciocho Mazarinos, entre los que en una época figuraron el Espejo y el Sancy.

Se interrumpió. Por lo visto, lady Danvers opinaba que el oporto ya había circulado bastante entre sus invitados varones, y había enviado al mayordomo para reclamar su presencia junto a las señoras.

—El recreo ha terminado —susurró Vidal-Pellicorne—. Pero, si yo estuviera en tu lugar, estudiaría cuidadosamente el asunto, porque esa chiflada es capaz de pagar una fortuna.

—Estoy tentado de hablarle del asunto a Kledermann. Al fin y al cabo, la competencia no puede perjudicarme, y si él se interesa por el diamante, es posible que ella aumente la puja.

Na obstante, Aldo tuvo que aplazar la conversación con Kledermann, ya que durante la cena, que había reunido sólo a unos pocos comensales, se habían dispuesto varias mesas de bridge en uno de los salones, y nuevos invitados habían hecho su aparición. Las partidas se estaban organizando y Aldo vio, un tanto contrariado, que el zuriqués estaba ya instalado. Por su parte, Morosini no era aficionado a este juego, que encontraba demasiado lento y absorbente; él tenía preferencia por las emociones más fuertes y trepidantes del póquer. Claro que cuando era necesario hacía el cuarto en una mesa de bridge, pero esta vez, al constatar con alivio que su perseguidora se disponía a jugar, pasó al otro salón, donde los convidados se limitaban a conversar de mil naderías mientras tomaban café y licores, reunidos en torno a la dueña de la casa.

Con una taza en la mano y un poco aburrido —Adalbert era un entusiasta del bridge—, Morosini empezó a recorrer el salón, bastante sobrecargado de molduras doradas del período Victoriano, pero cuyas paredes exhibían varios artísticos óleos, entre los que había paisajes y retratos. Uno de estos últimos atrajo su atención por su factura y el tipo de personaje que representaba. A juzgar por la riqueza del cuadro, se trataba de un hombre de alto rango o incluso de sangre real. El modelo tenía los rasgos de la familia Borbón y se parecía bastante al rey Carlos II[8], aunque la espesa cabellera pelirroja y rizada que enmarcaba su rostro y cierto matiz de vulgaridad en la sonrisa y la expresión resultaban desconcertantes al no casar con su supuesto linaje. Cuando Aldo se inclinó para tratar de descifrar la firma del artista, a su espalda una voz se lo aclaró.

—Kellner pinxit. Como sin duda sabe, era el pintor favorito del rey Jorge I, pues ambos eran alemanes[9]. La figura resulta pintoresca en todos los sentidos, ¿no cree?, aunque su ascendencia también lo era.

Al volverse a mirarlo, Morosini reconoció al nuevo lord Killrenan. Éste sostenía como él una taza de café, y una sonrisa esquinada animaba su semblante macizo y poco expresivo.

—Es un encuentro inesperado, lord Desmond. ¿Cómo es que no le he visto en la cena?

—Sencillamente porque no estaba. No he podido asistir porque un asunto importante me ha retenido en Old Bailey. ¿Le interesa este retrato?

—Hay que distraerse con algo en un salón, pero reconozco que me intriga un poco. Ha mencionado usted que los orígenes del modelo eran… pintorescos, ¿verdad?

—Por decirlo suavemente. Su madre había sido vendedora de naranjas y después actriz antes de convertirse en la favorita del rey Carlos II, de modo que es hijo de la famosa Nell Gwyn, pero su padre lo nombró duque de Saint Albans.

Morosini levantó una ceja con aire irónico.

—¡Igual que usted! ¿Será uno de sus antepasados?

—¡No lo quiera Dios! No desearía ser descendiente de la excesivamente famosa Nellie ni a cambio de un título ducal. Provengo de otro Saint Albans, que en el siglo XII fue médico de un rey de Francia antes de afincarse en Inglaterra. ¿Y si nos sentáramos? Estaríamos más cómodos para charlar, y además este café ya está frío.

Mientras se dirigían a un par de sillones, Aldo echó una última ojeada al bastardo real. Recordó lo que le había dicho Aronov en el coche cuando hablaban de la Rosa de York. «Un rumor cortesano insinúa que Buckingham perdió la joya jugando a las cartas contra Nell Gwyn, que a la sazón era la favorita del rey Carlos y esperaba un hijo de él». Ese personaje de aspecto algo chulesco, cuyo nombre el Cojo no había mencionado, sin duda había poseído el diamante. De improviso, Aldo se dijo que acaso las investigaciones de Adalbert en Somerset House proporcionarían información.

En el ínterin, podía resultar útil hacer hablar al Saint Albans que tenía a mano, fuera o no descendiente del hijo de Carlos II.

—Como lady Mary no lo acompaña, ¿me permite preguntar por ella? Espero que no esté indispuesta.

—No, pero esta clase de reuniones no le gustan mucho y no le tiene simpatía a lady Danvers, con la que yo mantengo una excelente relación, casi de parentesco. Es la primera vez que me alegro de que mi esposa no esté conmigo, pues me temo que no siente demasiado aprecio por usted…, creo que a causa de una pulsera que se negó a venderle.

—Lo lamento de veras, pero no pude hacer otra cosa. Las órdenes del vendedor eran muy estrictas: bajo ningún concepto debía vender el brazalete a un inglés, ya fuera hombre o mujer.

—Nunca he comprendido el motivo de esa prohibición.

Morosini se echó a reír.

—Entre mis atribuciones no consta la de descubrir los secretos de mis clientes. Lo mismo que un médico o un abogado, estoy obligado por el secreto profesional.

—No me cabe duda. Pero es cierto que Mary no tiene suerte. Empezaba a olvidar a Mumtaz Majal para poner sus esperanzas en la Rosa de York, cuando de pronto esta desaparece. Pero usted acaba de mencionar mi profesión y me parece que debo darle las gracias, pues lady Ferrals me ha dado a entender que le había recomendado que me confiara su defensa. ¡Ignoraba que mi nombre fuera conocido en Venecia!

—Y no lo es. Me he limitado a transmitirle a lady Ferrals el consejo de un amigo cuya identidad no voy a revelar pero que admira su gran talento. Aunque, como no tiene el honor de conocer a la inculpada, me encargó que le aconsejara que cambiase de abogado defensor. Y eso es todo. Por consiguiente, no me debe usted ningún agradecimiento.

Con los codos apoyados en los brazos del sillón, Saint Albans juntó la punta de los dedos de ambas manos y apoyó en ellas la boca con gesto meditabundo.

—Quizá no, en efecto. Se trata de un caso interesante y halagador, pero que posiblemente no hará que aumente mi reputación. Esa joven es desconcertante, y reconozco que, después de haber hablado con ella, todavía no he decidido la estrategia que utilizaré ante el tribunal. Cuando uno la ve, juraría que es inocente, pero al escucharla es difícil formarse una opinión.

—¿Ya ha interrogado usted a Wanda, su doncella?

—No, tengo intención de hacerlo mañana.

—Pues después de hacerlo todavía le costará más sacar el agua clara. A mi juicio hay que confiar en Ani… en lady Ferrals y tratar por todos los medios de encontrar al polaco.

—¡Por descontado! Pero dígame, príncipe, ¿usted conoce bien a lady Ferrals?

—¿Quién puede jactarse de conocer bien a una mujer? Empezamos a tratarnos unas semanas antes de su boda.

—Una boda en la que el amor no tenía mucho que ver. Le confieso que ésta es una de las circunstancias que me estorbarán ante el tribunal si no consigo que mi clienta modifique su actitud, pues no es capaz de disimular la aversión que le inspiraba su marido. Al fiscal de la Corona no le costará nada convertir esa aversión en odio, reforzado por las relaciones adúlteras con ese polaco fantasma.

—El padre de lady Ferrals acaba de llegar a Londres. ¿Lo ha visto usted?

—Todavía no. Estamos citados para mañana.

—Es posible que ese encuentro le anime a usted —dijo Aldo con una sonrisa irónica—. Es un hombre que sabe lo que quiere y que siempre ha impuesto su voluntad a su hija.

—¿Es eso cierto?

—¡Ya lo creo! Unos pocos segundos de conversación con él le permitirán calibrar al personaje.

Un caballero de pelo y bigote entrecanos, cuyo nombre Morosini había olvidado pero que era primo de la duquesa, se aproximó a ellos para rogar a sir Desmond que se uniera a los «bridgistas». Además de que un jugador de su categoría no podía sino ser solicitado, en su mesa hacía falta un cuarto. El letrado se levantó y pidió excusas diciendo:

—Me habría gustado charlar más rato con usted, príncipe, pero espero que tengamos otra ocasión de hacerlo, y en caso contrario la buscaré. Debemos volver a vernos.

—No creo que esa perspectiva le guste a lady Mary.

—Su antipatía no durará, pues como muchas mujeres es bastante versátil. Y además, olvidará la historia del brazalete en cuanto lo vea a usted como un cazador de piedras preciosas. Quedará fascinada.

—Imaginaba que lady Mary sería más tenaz en su rencor.

—¡En absoluto! Ya me ocuparé yo de que eso no ocurra. ¿Por qué no viene con su amigo, el del nombre impronunciable, a pasar un fin de semana campestre en nuestra casa de Kent? Me agradaría mostrarle mi colección de jades.

El motivo de la repentina cordialidad de su tono, de ese deseo de estrechar lazos, tan inesperado en un hombre más bien antipático y distante, se hizo evidente en cuanto hubo pronunciado la palabra «jade». Por lo visto, sir Desmond pertenecía a esa clase de coleccionistas cuyo anhelo consiste en hacer admirar sus tesoros. Y dado que el destino de Anielka iba a depender en gran parte del talento de su abogado defensor, Aldo pensó que no debía desdeñar aquella invitación.

—¿Por qué no, si la señora de la casa no va a considerarnos unos intrusos insoportables? De hecho, habíamos decidido quedarnos un tiempo más en Londres.

—¡Estupendo! Naturalmente, no va usted a librarse de una andanada de preguntas referentes a la Rosa de York, pero, si me permite un consejo, saldrá bien de la situación si le da a entender que siempre ha tenido la certeza de que se trata de una imitación. Cosa que por mi parte también me inclino a creer. Ya voy, amigo, ya voy.

Las últimas palabras iban dirigidas al hombre del bigote, que, al hallar sin duda demasiado prolongada la espera, volvía a la carga. El abogado fue a su encuentro y ambos se dirigieron al primer salón, dejando a Morosini bastante sorprendido por la afirmación final de sir Desmond. ¿De dónde había sacado éste la convicción de que la piedra era falsa? ¿Sería únicamente el deseo muy natural de tener paz en el hogar? ¿O sería acaso…?

«¿Sería acaso qué? —masculló Aldo entre dientes—. Ya es hora de que pongas freno a tu imaginación, muchacho, y de que no te dejes influir por esta atmósfera turbia en la que vives desde hace unos días —se dijo—. El hecho de que ese desgraciado esté unido a una mujer medio loca que prefiere el fan-tan al bridge y que frecuenta de noche los barrios de mala reputación no justifica que le adjudiques pensamientos inconfesables. En realidad, su peor defecto es el de tener cara de pocos amigos, pero tampoco eso es culpa suya».

Sin embargo, abandonando su taza fría y su sillón, Aldo fue a plantarse de nuevo ante el retrato del hijo de Nell Gwyn. Ese cuadro le atraía de un modo irracional. Tal vez se debiera a aquella mirada burlona, a aquella sonrisa insolente, como si ese Saint Albans lo desafiara a descubrir un secreto que él poseía desde hacía tiempo. Al fin y al cabo, si alguien podía haber sabido qué derrotero había tomado el diamante era él, pues sin duda alguna lo había poseído.

En esa ocasión, la voz que fue a sacarlo de su abstracción fue una voz femenina, amable y regocijada: la de lady Winfield.

—Se diría que este cuadro le apasiona, querido príncipe. No resulta muy halagador para nosotras, pues nuestra única compañía masculina es la del general Elmsworth, que duerme ya como un tronco.

En efecto, un pequeño círculo de señoras se había formado alrededor de la duquesa y del general en cuestión, beatíficamente adormilado en una poltrona. Aldo rió.

—De acuerdo, lady Winfield, es una situación muy triste y estaré encantado de intentar ponerle remedio. Pero ¡qué ocurrencia la de instalar mesas de bridge! Eso acaba con cualquier velada.

—Pues resulta indispensable si uno quiere que la gente acuda a su casa. Este juego lo ha invadido todo.

Cuando su anfitriona lo invitó a sentarse junto a ella en el sofá y le pidió afablemente que «le diera un poco de conversación», Morosini no tardó en echar de menos la compañía del duque retratado al óleo en el cuadro. Hasta comenzó a sentir envidia del general, pues las damas no hacían más que intercambiar chismes londinenses relacionados con el palacio de Buckingham. El de esa noche concernía al duque de York, segundo hijo de Jorge V y la reina Mary, y podía resumirse en esta frase: «¿Se casará ella con él o no?» «Ella» era Elizabeth Bowes-Lyon, una encantadora joven de la alta nobleza de Escocia, hija del conde de Strathmore, de la que Bertie[10] estaba enamorado desde hacía dos años, aunque ella no parecía apreciar en lo que valía el gran honor que eso constituía. Su actitud no facilitaba la tarea a ese príncipe bastante seductor pero afligido de una timidez tan grande que le hacía tartamudear. Además, era un zurdo contrariado y padecía del estómago desde la infancia. Estas dolencias no le permitían mostrarse alegre con frecuencia, mientras que su amada era toda encanto, simpatía y alegría de vivir.

—No le gusta —sentenció lady Danvers—. Todo el mundo pudo darse cuenta el pasado febrero en la boda de la princesa Mary, en la que ella era dama de honor. Yo nunca la había visto tan triste.

—Pues no podrá escapar —aseguró lady Airlie, que era amiga íntima de la Reina—. Su Majestad la ha escogido para su hijo, y cuando ella quiere algo…

—¿De verdad cree que sería deseable obligarla a dar su consentimiento? Ya sé que, aunque parezca encerrado en sí mismo, el príncipe es un joven encantador y haría cualquier cosa para que su mujer sea feliz, pero una muchacha es un ser frágil…

—¡Elizabeth no! —protestó lady Airlie—. Al contrario, es muy fuerte. Su salud moral está a la altura de su salud física y sería una compañía perfecta para Alberto.

—Eso no lo discuto, y estaría totalmente de acuerdo con usted si se tratara del heredero del trono, pero es muy poco probable que el príncipe de Gales no reine, y sin embargo aún no se ha casado. En tales condiciones, no hay ninguna razón para casar al pequeño de forma precipitada.

Créanme, acabo de tener delante de los ojos la prueba del desastre que puede provocar un matrimonio en el que se ha obligado a una criatura de diecinueve años a casarse con un hombre que no era de su agrado. ¡Aunque Dios sabe que el pobre Eric Ferrals estaba profundamente enamorado!

Un concierto de protestas saludó la declaración de lady Clementine. ¿Cómo se le ocurría establecer una comparación entre la unión de un hombre ya maduro con una joven extranjera que no lo conocía, y un proyecto de matrimonio concerniente a la familia real inglesa? ¿En qué estaba pensando la duquesa al establecer semejante paralelismo? ¡Era en verdad inconcebible! Además, la mayoría de aquellas damas estaban convencidas de la culpabilidad de Anielka y así lo manifestaban, cosa que consiguió despertar al general y resultó al punto insoportable a Morosini, que logró controlar el tumulto.

—¡Señoras, señoras, por favor! Intenten ver las cosas desde un punto de vista menos apasionado. Es cierto que Su Gracia acaba de hacer alusión a un caso extremo que sería chocante si lady Ferrals hubiera matado a su esposo, pero en lo que a mí respecta estoy convencido de lo contrario.

—¡Vamos, príncipe! —exclamó lady Winfield—. ¡Eso es negar la evidencia! Nuestra querida duquesa vio a esa desgraciada tender a su esposo un papelillo contra la migraña, que éste vertió en su vaso y que lo mató en el acto. ¿Qué más necesita?

—Un verdadero culpable, lady Winfield. Estoy convencido de que en ese papelillo no había ninguna sustancia nociva. Yo sospecharía más del criado que sirvió el vaso. Nadie lo vigilaba, así que muy bien pudo echar lo que se le antojara. Con un poco de habilidad, no es una cosa difícil.

—Yo soy bastante de su parecer, querido príncipe —intervino de nuevo la duquesa—, y me pregunto si esa manía que tenía el pobre Eric de añadir su preciado hielo a las bebidas que tomaba en su despacho no le resultó fatal. Personalmente, no le tengo ninguna confianza a esa máquina que había hecho traer de Estados Unidos e instalar detrás de la biblioteca, y que trataba con tanta reverencia como si hubiera sido una caja fuerte.

—No digas tonterías, Clementine —le dijo lady Airlie—. Un trozo de hielo nunca ha matado a nadie, y lo que encontraron en el vaso era estricnina.

—¿De qué máquina habla, duquesa? —preguntó Morosini, intrigado.

—De su pequeño armario para enfriar y hacer hielo. Es un invento reciente, incluso en Estados Unidos, y el de Eric es sin duda el único que existe en Inglaterra. Él estaba muy orgulloso de tenerlo y afirmaba que su hielo era mejor que cualquier otro y que le daba al whisky un sabor especial, pero, además de que a nosotros, los ingleses, no nos gusta mucho tomar las bebidas muy frías, a mí ese artilugio me parecía un juguete un poco infantil. Eric tenía unos gustos bastante estrafalarios.

—¿Le ha hablado de él a la policía?

—¡Dios santo, no! A nadie se le ha ocurrido hacerlo, dado que Eric no permitía a nadie manipular ese objeto cuya llave guardaba personalmente y que él mismo echaba el hielo en el vaso que le presentaba el sirviente antes de servir el alcohol. En aquel momento, conmocionados como estábamos, no nos acordamos de ese detalle, pero después me ha entrado la duda: quizás ese hielo fabricado artificialmente sea nocivo.

—No puede serlo hasta ese punto —dijo lady Winfield—, y ha hecho muy bien en no contarle todo esto a la policía. Esos caballeros de Scotland Yard ya tienen de por sí bastante tendencia a tomar a las mujeres por locas.

La discusión prosiguió un rato más, pero Aldo se abstuvo de volver a intervenir. Aunque no sabía muy bien por qué, no paraba de darle vueltas a lo que había contado lady Danvers; quizá porque ni Anielka, ni la propia duquesa, ni el secretario de Eric Ferrals habían considerado oportuno mencionarlo ante la policía. Claro que ¿por qué iban a hacerlo? Sir Eric, poco amante de la costumbre inglesa de tomar las bebidas templadas, sobre todo la cerveza, se había buscado un juguete original, un curioso artilugio del que se ocupaba personalmente. No parecía nada grave. Faltaba saber si la máquina en cuestión era fiable y no presentaba algún defecto, como sucede a veces con los inventos cuando los sacan al mercado. Después de todo, quizá la duquesa, aunque no estuviera dotada de una inteligencia fuera de serie, tenía razón… ¡Claro que la estricnina era excesivo!

En vista de que las damas seguían dándole vueltas al posible matrimonio del duque de York y hasta empezaron a cruzar apuestas[11], Morosini presentó una vaga excusa que ellas, enfrascadas en su discusión, apenas oyeron y se puso a buscar a Adalbert.

Lo encontró de pie detrás de la silla de su compañera de juego, que era lady Ribblesdale, metido en su papel de «muerto» vigilando su juego. Lo llevó a un lado.

—Acabo de enterarme de una cosa que me tiene preocupado —dijo.

Y sin más preámbulos contó la historia del armario frigorífico.

—¿No te parece raro que nadie lo haya mencionado después de la muerte de Ferrals?

—Pues no. El hecho de que prefiriera fabricar él mismo su hielo en vez de utilizar las barras que los repartidores llevan a diario a todas las grandes casas no tiene nada de extraordinario. Se preocupaba mucho por su salud y quizá temía que esas barras no estuvieran lo bastante limpias… No entiendo por qué te causa inquietud.

—No sé…, es una impresión. Si quieres que te sea sincero, me encantaría ver qué aspecto tiene ese trasto.

—Pues es muy sencillo: ve a ver a Sutton y pídele que te lo enseñe.

—¡Eso es lo último que haría! Supón…, y no pongas el grito en el cielo, es una simple hipótesis…, supón que el veneno hubiera sido vertido en el agua para el hielo.

Adalbert levantó las cejas hasta la mitad de la frente, lo que las hizo desaparecer bajo su mechón rebelde.

—¿Arriesgándose a matar a cualquiera? ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo? Supon que la duquesa, por ejemplo, hubiera aceptado que Ferrals echase un cubito en su vaso. Es poco probable, lo reconozco, pero así y todo…

—¿Y qué? Alguien decidido a matar no se anda con tantos remilgos. Y si no quiero dirigirme al secretario es por si yo tengo razón y él es el asesino.

—¡Tú desvarías! No tenía ningún motivo para asesinar a un hombre al que apreciaba y al que debía un puesto sumamente lucrativo. Aun admitiendo que hubiera sido él, habría hecho limpieza, digo yo. Habría cambiado el agua, por ejemplo… Tu elucubración sólo se sostiene, y no mucho, con el polaco como culpable, porque, como huyó nada más desplomarse Ferrals, evidentemente no se habrá limpiado nada. De todas formas, es una idea descabellada, ya que Ferrals era el único que tenía llave.

—¡No tanto! Y tengo intención de comprobarlo. Con tu ayuda o sin ella. Con llave o sin llave. Pero seguiremos hablando de esto más tarde. Tu compañera te reclama y no parece que esté de muy buen humor.

—¡Demontre, hemos perdido! Se pone a declarar a diestro y siniestro y después se extraña de que no le vaya bien.

—Oye, si no te importa, me voy a ir. Nos veremos en el hotel. Esta reunión se me está haciendo interminable y…

No pudo acabar la frase. Algo sucedía alrededor de la mesa hacia la que Adalbert se precipitaba. La voz furiosa de Ava Ribblesdale había roto el silencio que es de rigor en un salón donde se está jugando al bridge. A todas luces, discutía su derrota. Enseguida se hizo manifiesto que la emprendía tanto contra sus adversarios —Moritz Kledermann y un joven diputado conservador— como contra su compañero, al que acusaba de «haberle dejado un juego imposible de defender» y de «haber hecho sus declaraciones en contra del sentido común».

—¡Me niego a continuar jugando en estas condiciones! —exclamó, levantándose—. Mi juego quizás acostumbre a ser audaz, pero por lo menos es inteligente. Dejémoslo estar, caballeros.

Aldo, que había seguido a su amigo, se percató demasiado tarde de que había ido directo hacia el peligro, pues lady Ribblesdale, alejándose de sus compañeros con un gran revuelo de satén blanco y encaje negro, se dirigía hacia él. La temible señora lo asió del brazo con ademán perentorio y, obligándolo a girar sobre sus talones, le hizo volver por donde había venido.

—No debería haberme dejado llevar por mi pasión por este juego cuando todavía tenemos tantas cosas de que hablar —dijo, suspirando y dedicándole una sonrisa radiante—. Debe perdonarme por haberlo tratado antes con tanta dureza. Tenemos que ser amigos, y vamos a serlo, ¿no? Yo lo deseo de todo corazón.

De pronto se había puesto a hablar en un tono confidencial, dulce y persuasivo, como si esa amistad que reclamaba fuese para ella de una importancia vital. Y entonces Morosini comprobó el gran poder de seducción que esa mujer imprevisible era capaz de desplegar cuando quería molestarse en hacerlo.

—¿Quién podría declinar tan encantadora invitación? No tenemos ninguna razón para no ser amigos.

—¿Verdad que no? ¿Y me buscará lo que tanto deseo? Verá, príncipe, al pedirle que haga para mí un pequeño milagro…, porque sé muy bien que no debe de ser fácil…, al pedírselo, digo, obedezco a un impulso profundo, casi vital. Por supuesto, tengo diamantes de sobra —añadió, levantando como por descuido la deslumbrante cascada que iluminaba su escote—, pero son piedras modernas, y quiero al menos uno que tenga alma…, una auténtica historia.

—No estoy seguro de que haga bien. Las piedras que proceden de tiempos inmemoriales suelen llevar el reflejo de la sangre, de las lágrimas, de las catástrofes que han causado, y si…

Ella lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Hay quien cree que tengo muchos defectos, pero nadie ha puesto nunca en duda mi valor. No me da miedo nada, y menos aún esa presunta maldición que tienen las joyas famosas y que sólo existe en la imaginación popular. Desde que su suegro le regaló el Sancy, a mi prima no le ha pasado nada malo, sino todo lo contrario. Bien, ¿qué me dice?

—¿Qué quiere que le diga? Conozco un diamante tabla antiguo y un poco más importante que ese que no la deja dormir. Al parecer perteneció a la Corona inglesa antes de pasar a manos del cardenal Mazarino. Digo «al parecer» porque no puedo ofrecerle ninguna garantía de que sea lo que yo creo. Si es ése, no se sabe qué fue de él desde 1792.

—¿Lo llevó María Antonieta?

—Así lo creo, en efecto, pero siempre y cuando…

—Deje de repetir todo el rato lo mismo. ¿Dónde está?

—En Venecia, en casa de una amiga.

—Entonces salgo mañana para Venecia con usted.

Aldo sonrió contemplando el rostro de su compañera transfigurado por la pasión: sus ojos negros centelleaban, las aletas de su nariz se estremecían, y se humedeció dos o tres veces los labios con la punta de la lengua.

—No, imposible. Su propietaria sólo está dispuesta a venderlo en el más absoluto secreto y la presencia de usted sería demasiado reveladora.

—En tal caso, vaya a buscarlo, haga que lo traigan, qué se yo…, pero arrégleselas para que lo vea. Por cierto, ¿cómo se llama?… Sí, ya sé, si es el que usted cree.

—El Espejo de Portugal. Mire, lady Ava, voy a intentar que mi apoderado lo traiga, pero debo pedirle que tenga un poco de paciencia. No se pasea una pieza de ese valor a través de Europa sin tomar algunas precauciones. Y sobre todo le pido que no hable de esto con nadie, de lo contrario no habrá trato posible entre nosotros. No quiero que mi emisario corra ningún riesgo. ¿Me ha entendido bien?

Lady Ribblesdale clavó la mirada en los ojos claros de Morosini, al tiempo que le apretaba una mano con una fuerza que le sorprendió.

—Tiene usted mi palabra. Haré que le lleven una nota al Ritz diciéndole dónde y cómo puede reunirse conmigo. En cualquier caso, gracias por anticipado por tratar de complacerme. Ahora vayamos a beber algo fuerte. Estas emociones hacen que el cuerpo me lo pida.

Mientras mantenían esta conversación habían llegado a un invernadero que prolongaba el salón donde estaba la duquesa. Dieron media vuelta y salieron de él charlando de futilidades, y hasta que no los vio lejos, Moritz Kledermann no salió de detrás de las altas plantas donde se había escondido. Entonces fue a sentarse en un sillón de rota forrado de chintz con estampado de flores, sacó un puro de un bolsillo interior de su esmoquin, lo encendió y, recostándose en el sillón, se puso a fumar con voluptuosidad. Sonreía.

Entre tanto, en el coche que los llevaba al hotel, Adalbert y Aldo reanudaban la conversación en el punto donde la habían dejado.

—A ver, tú que no te andas con rodeos, ¿a qué te referías antes cuando me has dicho que ibas a entrar en casa de Ferrals con o sin mi ayuda?

—No veo que la frase requiera ninguna explicación. Me parece que es clarísima —masculló Morosini—. De todas formas, añado que preferiría contar con tu ayuda. Desgraciadamente no poseo tus dotes de cerrajero.

—Justo lo que me imaginaba. No te falta osadía, ¿sabes? ¿Por qué no recurres a tu amiga Wanda?

—Sentiría causarle algún problema. Además, su abnegación ciega me inspira una confianza limitada. Con esa clase de mujeres nunca se sabe qué puede pasar. Si encontramos algo, es capaz de arrodillarse para dar gracias al Cielo y despertar a toda la casa. También he pensado en Sally, la camarera amiga de Bertram Cootes, pero eso nos obligaría a ponerla al corriente de la historia y no quiero hacerlo. Así que, como ves, sólo quedas tú —concluyó Aldo con serenidad.

—Es delirante. ¿Pero tú me ves yendo a forzar una puerta provista de sólidas cerraduras en pleno Grosvenor Square?

—Como si no supieras que las puertas de las cocinas están mucho menos protegidas y se encuentran en el sótano.

Por toda respuesta, Vidal-Pellicorne masculló algo ininteligible y poco amable, y volviendo la cabeza hacia el otro lado se quedó absorto en la contemplación de las calles de Londres, sumidas a la vez en la oscuridad y en la niebla. Morosini no insistió e hizo lo mismo; le pareció preferible dejar que la idea fuera abriéndose camino en la cabeza de su amigo, pero estaba casi seguro de que había ganado la partida, pues Adal difícilmente se resistía al atractivo de una aventura un poco arriesgada.

Cuando estaban a punto de llegar, el arqueólogo salió de su meditación para sugerir, con la esperanza de hacer pensar en otra cosa a Aldo:

—Yo creía que teníamos que ir a dar una vuelta por el Támesis, a fin de penetrar por el río los secretos del Crisantemo Rojo.

—Lo uno no quita lo otro, o sea que cada cosa a su tiempo. No vamos a atacar sin preparación la mansión Ferrals; hay que ir por lo menos a reconocer los alrededores. Mientras tanto, nos agenciaremos una barca para mañana por la noche. ¿Satisfecho?

—¡No doy crédito a mis oídos! Ahora resulta que, en lugar de una, tendremos dos fantásticas ocasiones de que la policía nos eche el guante. ¡Estoy entusiasmado! ¡Doy saltos de contento!

Antes de acostarse, Morosini escribió una larga carta a su antiguo preceptor y siempre amigo Guy Buteau, que lo ayudaba en Venecia a administrar su tienda de antigüedades. Gran experto en piedras antiguas y de una fidelidad a toda prueba, Guy era el hombre ideal para ir a tratar discretamente con la anciana marquesa Soranzo y llevar después sin contratiempos hasta Inglaterra la joya que ésta deseaba vender. Además, le encantaba viajar.