—Entonces el chiquillo me dijo: «Si me da diez libras le diré dónde podrá encontrar a los asesinos del joyero». ¡Diez libras! ¿De dónde creía que iba a sacarlas? Entonces pensé en sir Vidal y vine a buscarlo al hotel. —El resto del apellido debía de parecerle un trabalenguas, porque lo suprimió—. Por fortuna estaba allí, ya que esa gente de la recepción tiene la costumbre de mirarte como si fueras un desperdicio que se dejó olvidado la mujer de la limpieza. Pero el chiquillo ha obtenido sus diez libras y yo mis informaciones.
Apretujado en el asiento trasero del coche entre Adalbert y Aldo, Bertram Cootes les hacía partícipes de sus fuentes.
—Diez libras es una buena suma —observó Morosini—. ¿Qué le ha hecho creer que el chico no le estaba engañando?
El periodista alzó sus hombros rollizos.
—¡Qué sé yo! Sus ojos, me parece, al decirme que podía confiar en él. De hecho, me lo ha soltado todo en seguida: los asesinos son los hermanos Wu, Han y Yen. Trabajan de vez en cuando en los muelles de las Indias Occidentales y son asiduos clientes del Crisantemo Rojo, una casa de té mugrienta situada en el extremo de Limehouse Causeway.
—Resulta difícil de creer. Según lo que usted mismo nos ha contado, los hombres que entraron en la joyería de Harrison iban elegantemente vestidos y llegaron en un Daimler conducido por un chófer.
—¡No se imaginará que trabajan por su cuenta y riesgo! —se indignó Bertram, que acto seguido se puso a declamar en tono teatral—: «El ornamento es la apariencia de verdad con que se arropa un siglo perverso a fin de engañar a los más sensatos…»
—¿Qué está diciendo?
—Ejem… Son palabras de Bassanio en El mercader de Venecia, escena… Me refiero con esto a que la apariencia es lo único que importa. Si el que los envió lo hubiera deseado, habrían parecido príncipes a pesar de ser simples estibadores. Se trata de un hombre rico que rige las casas de juego y los fumaderos de opio clandestinos, es decir, que domina a todos los habitantes del East End de raza amarilla. Incluso se han forjado algunas leyendas acerca de él.
—¿Otro hombre invisible? —dijo Aldo, que pensaba en Simon Aronov con cierto rencor.
—En absoluto. Se llama Yuan Chang y dirige una casa de empeños y de compraventa de objetos usados en Pennyfields. Por lo que sé, es un anciano sabio, prudente y tranquilo que no suele hablar mucho. Se rumorea que es poderoso, que su fortuna es inmensa y que la policía lo trata con miramientos porque a veces él les hace algún favor.
—Si ha sido él quien ha ordenado la muerte de Harrison y el robo de la joya, la policía haría muy mal en seguir protegiéndolo.
—He dicho la policía, no Scotland Yard. En realidad, creo saber que Warren daría lo que fuera por pillarlo con las manos en la masa, pero no es más que un sueño, porque es difícil que eso ocurra.
—¿Y si consiguiésemos atrapar a los hermanos Wu?
—No hablarán. Encontrarán preferible acabar en la horca a denunciar a su patrón, porque saben que esa muerte sería el paraíso comparada con la que los secuaces de Yuan Chang les podrían proporcionar si se fueran de la lengua.
Aldo sacó un cigarrillo, lo encendió y dijo en tono gruñón:
—En estas condiciones, ¿qué vamos a hacer en Limehouse?
—Pues está clarísimo —masculló Adalbert—. Tratar de averiguar algo sobre la Rosa de York.
—A eso me refiero: es una pérdida de tiempo. Si, como suponemos, está en poder de ese chino, sin duda la habrá hecho desaparecer de un modo definitivo.
—¡No tiene por qué ser así! —exclamó Bertram—. A Yuan Chang no le interesa el famoso diamante. Dicen que posee tesoros ocultos, pero que consisten exclusivamente en piezas chinas, mongoles, manchúes y demás. Para él, el Temerario e incluso los reyes de Inglaterra no son sino unos extranjeros poco recomendables. No le importa nada la Rosa de York. Y en lo referente a trabajar por cuenta de otro, ya sea europeo o americano, habría de tener una razón excepcional, pues ni siquiera las joyas de la Corona lo impulsarían a hacerlo. Claro que es posible que los hermanos Wu hayan decidido ganarse unas perras extra.
—Y ése es el motivo por el que la chica no quiere hablar —dedujo Adalbert entre dientes, antes de agregar—: De todos modos, será una velada pintoresca. Mañana nos dedicaremos a otra clase de ejercicio.
Mientras cenaban, los dos amigos se habían trazado una nueva línea de actuación: repartirse la engorrosa tarea de indagar en los archivos, en particular en los de Somerset House, donde la administración británica del Registro Civil conserva los testamentos dedicando un cuidado especial a los de Nelson, Newton y William Shakespeare. Y también ir al Archivo Nacional, con la insensata esperanza de hallar la pista de la piedra auténtica, aunque sin hacerse ilusiones, porque era tan difícil como buscar una aguja en un pajar.
Al llegar a la altura de Stepney, el taxi abandonó Commercial Road para dirigirse hacia el sur. Avanzó dando tumbos sobre los irregulares adoquines de una calle estrecha y sombría que desembocaba en otra llamada Narrow Street. En ese momento el chófer tomó el tubo acústico que le permitía comunicarse con la parte posterior del vehículo y declaró:
—Señores, este barrio me da mala espina. No es un sitio seguro. ¿Piensan estar mucho rato aquí?
—No lo sabemos —respondió Bertram, que, gracias a su vigorosa escolta, se sentía tan valiente como un paladín—. ¿Acaso tiene usted miedo?
Su tonillo de desdén no produjo otro efecto que el de incrementar el acento cockney del taxista, que no debía de ser muy susceptible.
—No me apetece quedarme solo en este cochino andurrial —declaró el hombre—. Esto ya no es Inglaterra, es China, y no me haría gracia que me clavasen un puñal en la espalda. Además, ya casi han llegado a su destino.
—Le pagaremos el triple si es necesario, pero nos esperará —dijo secamente Morosini—. Cuando estemos cerca de la casa de té, aparcará el coche en un lugar donde no llame la atención y se armará de paciencia. No estará solo mucho rato —añadió mirando de reojo a Bertram, que se soplaba las manos y se arrebujaba en su abrigo como si estuvieran en pleno invierno. Era evidente que tampoco el periodista las tenía todas consigo.
—Bueno, como usted diga —contestó el taxista—. Pero ustedes son tres y me gustaría que uno se quedara en el taxi.
—¿Será posible? —rezongó Adalbert—. Oiga, si todos los ingleses fueran como usted, no habrían ganado la guerra.
Después de haber cruzado el puente que pasaba sobre Regent’s Canal, el taxi se detuvo un momento junto al Támesis mientras Bertram se apeaba para inspeccionar los alrededores. La lluvia había cesado, pero sobre el río se estaba formando una bruma que amenazaba convertirse en una niebla espesa. Debido a la penetrante humedad, el ambiente era casi frío. Había un olor a carbón, a turba, y sobre todo a cieno, cuyo intenso hedor lo invadía todo. La marea estaba casi estacionaria y el río era como una ancha extensión de agua lisa, en la que apenas se reflejaban los fanales de las barcas en los amarres. Entre los jirones de bruma de un gris blanquecino aparecían las siluetas macizas de una fila de gabarras inmóviles, de algunos buques mercantes y de lanchones más o menos cargados. La sirena de un remolcador rasgó la noche cuando el periodista regresaba para anunciar que había un callejón un poco antes del Crisantemo Rojo. Se ofreció a dirigir hasta allí al taxista, y sus compañeros bajaron del coche y se metieron en una callecita que no tenía el suelo de adoquines sino de barro. Estaba flanqueada por unas casuchas bajas y desconchadas, una de las cuales ostentaba un esbozo de tejado con el alero hacia arriba, al estilo asiático, y otras tenían paneles decorados con inscripciones chinas cuya elegancia no lograba ennoblecer aquel pasadizo miserable.
Muy de vez en cuando pasaban, caminando a pasitos cortos, unas sombras furtivas y encorvadas envueltas en ropajes informes que parecían una prolongación del suelo encharcado, y enseguida desaparecían engullidas por la niebla.
De cuando en cuando el resplandor difuminado de un quinqué hacía relucir un semblante amarillo, y pronto se hizo patente que el único centro de actividad nocturna de la calle era la taberna con las ventanas iluminadas, pese a que la suciedad de los cristales apenas permitía el paso de la claridad interior. Unas siluetas de hombres o mujeres —¿cómo distinguirlos en esa oscuridad?— entraban o salían del local, pero, como era ya tarde, cada vez se hacían más escasas.
Una vez que el taxi estuvo prudentemente estacionado con las luces apagadas, dos de sus ocupantes, Aldo y Bertram, se apearon, pues de momento Adalbert había aceptado hacer compañía al pusilánime taxista. Los dos primeros se encaminaron hacia la puerta achaparrada sobre la que se balanceaba rechinando un farolillo rojo. A la sazón ya no se veía a nadie en la calle. Antes de entrar, Morosini fue a echar un vistazo a través del cristal que le pareció menos sucio. Descubrió con enorme sorpresa que la sala de techo bajo, amueblada con una barra y varias mesas de madera e iluminada por lámparas de petróleo, estaba casi vacía. En un rincón, dos hombres estaban instalados ante una mesa que sostenía una tetera y dos tazones. Detrás de la barra otro chino dormitaba con las manos metidas en las mangas de algodón azul.
Aldo se apartó de la ventana para que Bertram pudiera mirar a su vez y susurró:
—Hemos visto entrar a seis personas por lo menos. ¿Dónde se habrán metido?
—Debe de haber otra sala detrás de la cortina que se ve al fondo, o bien en el sótano. Quizá sea un fumadero o una sala de juego, o quizás ambas cosas.
—Es lo que imaginaba. Si no, todo esto sería inexplicable, porque el Crisantemo Rojo resulta casi tan atractivo como la sala de espera de una estación.
—En cualquier caso, una cosa está clara: los dos bebedores de té no son los hermanos Wu. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Nada, esperaremos. ¿Está seguro de que no existe otra salida?
—¿Cómo voy a saberlo? No suelo venir a pasear por aquí. Pero si quiere que esperemos, más vale que nos apartemos, no sea que llegue alguien y nos descubra espiando.
—Regrese al taxi —dijo Morosini, irritado—. Voy a ver si puedo dar la vuelta alrededor de este tugurio.
Sin aguardar la respuesta del otro, se internó en la callejuela escrutando las sombras con la esperanza de descubrir un pasadizo. De pronto contuvo una exclamación de contento: a pocos metros de la puerta, un angosto pasillo conducía hasta el río, cuya presencia se adivinaba gracias a un vago reflejo luminoso. Aquella especie de grieta estaba oscura cual boca de lobo, pero los ojos de Aldo no tardaron en adaptarse a las tinieblas. Palpando el muro con la mano, caminó con precaución hacia el reflejo.
Todo estaba en silencio. Sólo se oía el leve chapoteo del agua y el apagado y lejano rumor de Londres. Cuando el explorador llegó al final del pasadizo, se dio cuenta de que éste estaba cerrado por una valla desvencijada. La sacudió y, al constatar que se abría, se encontró en un muelle de no más de un metro de anchura del que partía una escalera que bajaba hasta el Támesis. Como ya veía mejor, decidió descender por los resbaladizos peldaños.
Su intención era la de llegar lo más abajo posible a fin de obtener una visión de conjunto de la fachada de la casa que daba al río. Pero a medio camino se detuvo, se volvió y descubrió que los dos pisos estaban a oscuras, a excepción de una ventana cuadrada cuyo marco aún sostenía unos trozos de vidrio, y de dos tragaluces bastante grandes situados a la altura del sótano y cerrados por unas rejas, entre los que se abría una suerte de túnel pequeño y redondo por el que el agua debía de penetrar cuando la marea subía mucho. Sin embargo, la superficie del río quedaba a casi medio metro de distancia. Visto por la noche, el edificio producía una impresión lúgubre. El aspecto más bien anodino de la fachada principal daba paso, en la parte trasera, a algo vagamente parecido a una fortaleza bastante siniestra.
«¡Cómo me gustaría dar una vuelta por ahí dentro! —se dijo Aldo—. Estoy seguro de que resultaría una visita muy instructiva. Pero ¿cómo hacerlo?»
Se le ocurrió que el único modo de entrar en las entrañas del Crisantemo Rojo era a través del agujero redondo. No obstante, para eso necesitaba una embarcación.
Se disponía a volver a subir para estudiar la cuestión cuando, de repente, por el tragaluz más cercano le llegó un débil sonido de voces. Varias personas estaban hablando a la vez, como si, después de un momento de espera, se hubieran lanzado a comentar lo que acababa de suceder, unas con satisfacción y otras decepcionadas. Morosini tuvo de inmediato la certeza de que allí existía un garito de juego clandestino. Faltaba saber si estaba reservado a los orientales o si sería posible que lo admitieran a él.
Mientras volvía pensativo sobre sus pasos, el ronquido de un motor le causó una súbita inquietud. ¿Significaría eso que el taxista había decidido marcharse abandonándolos a su suerte? Con semejante miedoso uno podía esperar cualquier cosa. Sin embargo, Aldo se equivocaba, pues nada más salir del pasadizo se tropezó con Adalbert, que venía a buscarlo y que lo arrastró hacia el coche limitándose a decir: «¡Ven por aquí!» Sólo cuando estuvieron en la calleja empezaron las explicaciones.
—Ha ocurrido una cosa —susurró el arqueólogo—. ¿No has oído el motor de un coche?
—Sí, pero…
—Hay uno al final de la calle, aparcado en un rincón y con las luces apagadas. En él venía una mujer que ha entrado en la taberna.
—Bueno, ¿y qué? No será la primera.
—Una con tanto estilo, sí. Sólo he visto un abrigo de pieles negro, unas piernas esbeltas y una cabeza envuelta en un velo tupido, pero juraría que es joven y quizá muy guapa.
—¿Qué vendrá a hacer aquí esa clase de criatura?
—Eso es lo que me gustaría saber. Advierto un perfume de misterio que me enardece, así que te propongo que aguardemos a que salga.
—A condición de que no se quede mucho tiempo. He descubierto un modo de entrar en la casa, pero se necesita una barca. Los hermanos Wu deben de estar ahí. Apostaría algo a que hay una sala de juego.
—No nos dará tiempo a hacerlo todo esta noche, y además, si quieres mi opinión, preferiría un taxista que no fuera tan miedica. Un cobarde siempre resulta peligroso, y en nuestro caso tenemos dos.
—Sí, pero no podemos prescindir de tu amigo Bertram. Él sabe qué aspecto tienen los hermanos Wu, y nosotros no.
Los dos fueron a apoyarse contra el capó del taxi, que les prestaba un poco de calor, y dejaron que transcurrieran los minutos. Aldo, nervioso, encendía un cigarrillo con la colilla del otro sin conseguir calmar su impaciencia e incluso un amago de irritación. ¿Por qué estaban esperando a una desconocida en esa calleja sórdida cuando tenían otras cosas más importantes que hacer? Se consolaba pensando que, una vez terminada la partida, los jugadores saldrían del Crisantemo Rojo y quizás aquéllos a quienes buscaban estarían entre ellos. En tal caso, sólo tendrían que seguirlos. Pero mientras tanto empezaba a sentir cierta rigidez en las piernas. En el interior del coche, Bertram y el taxista no rebullían. ¿Se habrían dormido?
—¡Ahí está! —susurró de pronto Vidal-Pellicorne.
En efecto, la puerta de la taberna acababa de entreabrirse para dejar paso a una silueta femenina, la que antes había descrito el arqueólogo con sorprendente exactitud, pues se trataba de una joven perteneciente a la alta sociedad. Eso se veía en su porte. Los dos amigos se dispusieron a seguirla lo más silenciosamente posible.
La desconocida caminaba despacio, alejándose de la tenue claridad que emitía el farolillo rojo y poniendo gran cuidado en no meter sus tacones altos en las rodadas ni en los intersticios entre los adoquines, a fin de no torcerse los tobillos. De súbito se desplomó en el suelo: dos sombras surgidas de la nada la habían atacado.
Con idéntico impulso, Aldo y Adalbert se precipitaron a socorrerla, y en cuestión de segundos se echaron juntos sobre los agresores, a los que apartaron de su víctima. Sorprendidos por este auxilio inesperado y nada deseosos de entablar un combate de boxeo con esos inesperados desfacedores de entuertos —el puño de Morosini había golpeado con fuerza una mandíbula que debía de resentirse—, los atacantes se les escurrieron entre las manos y salieron huyendo como alma que lleva el diablo. En un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido. De rodillas junto a la mujer que yacía inerte en el suelo, sin duda desmayada, Aldo trataba de quitarle el velo que le cubría la cabeza sin atreverse a tirar demasiado del tejido enrollado alrededor de un cuello que le parecía frágil.
—¡Demonios! —gruñó—. No se ve nada en este agujero. ¿No llevarás tu linterna, Adal?
Éste, que había empezado a perseguir a los malhechores, estaba ya de vuelta. Se acuclilló al lado de su amigo y dirigió el delgado haz de su inseparable linterna hacia la cabeza de la joven inanimada.
—El coche que la ha traído sigue ahí —dijo—. También es un taxi y su conductor debe de ser tan valiente como el nuestro. ¡Vaya, vaya! —añadió—. Resulta que no me había equivocado: es una mujer joven y muy bonita.
No obtuvo ningún comentario. Morosini había conseguido quitar el velo y estaba contemplando estupefacto el atractivo rostro de Mary Saint Albans, que continuaba con los ojos cerrados.
—¿Qué hace aquí? —dijo por fin.
—¿La conoces?
—¡Ya lo creo! Es la nueva condesa de Killrenan. Ayúdame a levantarla, la llevaremos a su coche.
—¿Por qué no al nuestro?
—Porque de este modo sabremos dónde lo tomó y si es la primera vez que viene aquí. Además, reconozco que no me atrae la idea de compartir con Bertram lo de la joven condesa. No olvidemos que es periodista y que el hecho de haber encontrado a una paresa del reino en Limehouse, en mitad de la noche, podría dar alas a su imaginación.
—Pues te confieso que la mía está en plena ebullición. ¡Vamos! ¡A la una, a las dos y a las tres!
Entre los dos alzaron a la joven inconsciente, que por fortuna no había caído en un charco lodoso, y después Aldo la llevó en brazos hasta el taxi.
—Por cierto —preguntó Vidal-Pellicorne—, ¿conoces su dirección?
—No, pero espero que ella me la indique en cuanto vuelva en sí. Me extrañaría que el taxista la supiese, pues en esta clase de aventuras la discreción es primordial.
—¿Quieres que vaya contigo?
—Reúnete con Bertram y marchaos. Esta noche ya no podremos averiguar nada más, y si me quedo a solas con ella tal vez logre sacarle alguna información.
Al llegar al taxi Aldo estaba acalorado, pues Mary Saint Albans pesaba más de lo que aparentaba. El chófer se apresuró a bajar del vehículo para ayudar a Morosini a tender a la joven en el asiento posterior.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó con inquietud—. No he oído nada.
—Ha sufrido un accidente muy tonto. Por culpa de ese pavimento desastroso se habrá torcido un tobillo y le ha dado un patatús, como suelen decir por aquí. ¿Es la primera vez que la trae a este barrio?
—Pues sí. La verdad es que no me gustaba mucho conducir a una dama a este lugar, pero me ha pagado muy bien, de modo que…
—¿Dónde la ha recogido?
—En Picadilly Circus. Aunque ya he traído a gente de categoría a Chinatown, siempre se trataba de hombres en busca de placeres exóticos, y fíjese que…
Aldo, que estaba dando cachetitos en las mejillas a Mary, prefirió cortar en seco el torrente verbal que se anunciaba.
—¿No tendrá algo un poco fuerte para darle de beber? —preguntó.
—… un día me encontré… ¡Ah, sí! Una ginebra muy buena. Siempre la tengo a mano para las noches desapacibles.
—Gracias. Y ahora alejémonos de aquí. De este modo podré encender la luz del techo sin que nadie venga a fisgonear.
En efecto, dos siluetas se acercaban furtivamente. Serían unos curiosos atraídos por ese coche estacionado, o quizás algo peor. Sentándose de un salto tras el volante, el taxista puso en marcha el motor y encendió los faros; éstos iluminaron a dos hombres de mala pinta, uno de los cuales empuñaba un cuchillo. El vehículo arrancó a toda velocidad, efectuó un viraje impecable derrapando sin descontrolarse y se dirigió como una bala hacia Limehouse Causeway. En su interior, Morosini trataba de recuperar el equilibrio perdido durante la audaz maniobra. Muy admirado ante los reflejos de aquel maestro del volante, resolvió pedirle sus datos para las siguientes expediciones que planeaba.
Un poco inquieto por aquel desfallecimiento tan prolongado, encendió la luz interior y trató de hacer beber a Mary, cuyas mejillas continuaban muy pálidas. Si la joven no se restablecía, quizá tendría que llevarla a un hospital, una eventualidad que no le gustaba mucho. Pero, a Dios gracias, el remedio tuvo un efecto milagroso: Mary se sobresaltó, se atragantó y se puso a toser mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Cuando Aldo la incorporó para darle unos golpes en la espalda, su rostro quedó casi al mismo nivel que el de la condesa. Ésta había vuelto en sí y lo contemplaba con un asombro mezclado con una cólera que tardó unos instantes en expresar.
—¿Cómo… cómo es que está aquí y qué hace a mi lado?
—Si es su forma de dar las gracias, es bastante extraña. He evitado que cayera en manos de dos malhechores y por un momento he creído que estaba gravemente herida. Me alegra saber que no es así.
—En efecto, solamente me duele mucho la cabeza. ¡Ay, Dios mío, esos bestias me han dado un porrazo que me ha dejado atontada! Deme otro sorbo de ginebra.
Mientras ella bebía con precaución, Aldo se arriesgó a preguntarle qué estaba haciendo en un lugar tan peligroso.
—Podría haberle sucedido algo peor. ¿Qué puede buscar una dama de su alcurnia en este miserable barrio chino?
—Eso a usted no le importa —declaró Mary sin molestarse en guardar una cortesía superflua. Sin embargo, Morosini no tuvo tiempo de reprochárselo, porque la joven, después de rebuscar febrilmente a su alrededor, profirió un grito—: ¡Mi bolso!… ¿Dónde está mi bolso?
—Pues yo no lo sé, pero lo más probable es que se lo hayan robado.
Sin hacerle caso, ella se apresuró a descorrer el vidrio que los separaba del chófer para ordenarle que regresara al punto de partida. Esta vez, Aldo se interpuso.
—¡Es una idiotez! ¿Qué espera encontrar allí? A menos que tenga enemigos personales, no hay duda de que la han asaltado únicamente para robarle el bolso.
—¡Quiero estar del todo segura! Pero no se sienta obligado a acompañarme. Puede bajar del taxi si lo prefiere.
—¡Ni hablar! —rezongó su compañero—. Me he impuesto el deber de salvarla y lo haré hasta el final. Vuelva a Limehouse —añadió dirigiéndose al taxista—, ya que la señora tiene tanto interés.
Como era de esperar, el intento de lady Mary fracasó y, después de una búsqueda interminable, la condesa se desplomó en el asiento del coche sollozando con tal desesperación que el buen corazón de Aldo se conmovió.
—No se desespere de ese modo —se esforzó en consolarla—. ¿Qué es eso tan valioso que llevaba en el bolso? ¿Quiere que vayamos a la policía? Aunque me temo que no servirá de mucho —tuvo la impresión de que acababa de administrarle un revulsivo. De inmediato, Mary cesó de llorar y se incorporó al tiempo que soltaba una risita nerviosa.
—¿La policía? ¿Qué quiere que haga la policía? He sido desvalijada por unos ladrones, eso es todo. Esta noche había… había ganado al fan-tan.
—¿Viene aquí para jugar? —preguntó Aldo en voz baja, sin disimular su estupefacción—. ¡Pero es una locura!
La joven condesa clavó en él sus ojos grises, en los que asomaban relámpagos de ira.
—Tal vez esté loca, en efecto, pero me gusta jugar y sobre todo me encanta el fan-tan. Por si no lo sabe, pasé la mayor parte de mi adolescencia en Hong Kong, donde mi padre estaba destinado. Allí aprendí ese juego.
—Creía que su única pasión eran las joyas. El coleccionismo y el juego no parecen compatibles, porque pueden constituir un peligro mutuo.
—¡Pero si no es una pasión! Es solamente un… placer. Además, no vengo todas las noches. De hecho, hoy ha sido la tercera vez.
—Si quiere oír mi opinión, tres veces ya son demasiadas. ¿Su marido está al corriente?
—No, claro que no. No se interesa mucho por mi manera de vivir, pero no quiero que lo sepa. Le parecería un baldón para su respetabilidad, y no lo podría soportar. Sobre todo ahora.
—Ya lo supongo. Pero ¿cómo ha descubierto este tugurio? Por casualidad no creo, ¿verdad?
—No, fue en compañía de un grupo de amigos al final de una velada muy alegre. Uno de ellos conocía El Crisantemo Rojo y nos condujo hasta allí. Los clientes de calidad son menos escasos de lo que cree, porque circula mucho dinero, pero hoy era yo la única.
—¿Y ha ganado… quizás una suma…?
Aldo se interrumpió, porque el taxista acababa de descorrer la mampara para preguntar adónde iban por fin. Antes de que Morosini pudiera responder, Mary indicó Picadilly Circus.
—¿Es ahí donde vive? —inquirió Morosini medio en broma.
—¡No sea tonto! —dijo ella alzando los hombros—. No deseo que se sepa mi dirección.
Aldo no insistió y el resto del trayecto transcurrió en silencio.
Cuando llegaron a Picadilly, Aldo le pidió al taxista que le esperara, ayudó a apearse a su compañera y, después de meterla en otro taxi al que detuvo, le besó la mano, cerró la portezuela y se dirigió a su propio vehículo.
—¿Otro paseo por los bajos fondos, señor? —preguntó el conductor con una pizca de malicia.
—Por ahora, no. Regreso al Ritz, pero me gustaría saber cómo ponerme en contacto con usted en el caso de que haga otras expediciones análogas. El taxista que antes me ha llevado a Limehouse no me ha parecido muy valiente.
—Eso será fácil —dijo el taxista, halagado y también estimulado por un billete de banco que su pasajero agitaba con las puntas de los dedos—. Telefonee al White Horse, en el Strand, y pregunte por Harry Finch. Paso por allí tres veces al día: por la mañana, por la tarde y por la noche. Tenga, éste es el número. Verá usted, después de haber pasado diez años en la Armada, parte de ellos los de la guerra, hay pocas cosas que me den miedo. Dígame solamente su nombre… o el que le parezca.
Cuando Harry Finch dejó a su pasajero, eran poco más de las dos de la madrugada. Vidal-Pellicorne todavía no había vuelto, y Morosini se dijo que tal vez estaba en una taberna intentando levantarle el ánimo a Bertram, de modo que decidió no esperarle e irse a dormir. El día había sido largo y duro, y notaba que necesitaba descansar. La aventura que acababa de vivir le tenía más preocupado de lo que hubiese querido, tal vez porque en la historia que le había contado Mary había algo raro. Ciertamente, esa hermosa mujer le inspiraba más desconfianza que simpatía. También sentía hacia ella un vago rencor que no habría existido si continuara llamándose Mary Saint Albans, pero ahora llevaba el apellido de un hombre al que él siempre había querido y respetado. Le resultaba desagradable que ese apellido se encontrara a merced de una redada de la policía en un tugurio sospechoso. El anciano lord Killrenan, aquel enamorado del mar y de los viajes, siempre se había sentido atraído por la magia de las tierras orientales, pero su atracción no tenía nada que ver con la afición de su heredera por un pintoresquismo que rozaba la depravación.
—El pobre sir Andrew no quería a su familia —declaró Aldo hablando con su cepillo de dientes—, y aún la habría querido menos si hubiese sabido la verdad. Debe de estar revolviéndose en la tumba.
Una vez acostado, Aldo descubrió que la fatiga no siempre aporta el sueño. En su interior se habían agitado tantas emociones contradictorias que no podía eliminarlas y, cuando por fin consiguió dormirse, tuvo una pesadilla en la que Anielka, lady Mary, Aronov, los chinos y un estudiante polaco no cesaban de dar vueltas bailando una zarabanda agotadora. Por consiguiente, acogió la luz del día y la mesita de ruedas del desayuno con un alivio enorme y una súbita decisión. ¡El Cojo tenía razón! Quien toca demasiadas teclas pierde el sentido común. Lo que tenía que hacer era alejarse temporalmente de Anielka y de Mary y consagrarse a la búsqueda del diamante. Respecto a lo último, algo le decía que una expedición fluvial al Crisantemo Rojo sería quizá más provechosa que el fastidioso examen de archivos. Dentro de un rato, Adalbert y él prepararían su plan de batalla y discurrirían un medio de hacerse con una embarcación. Y además, ¿por qué no visitar en Pennyfields la casa de empeños y compraventa de ese tal Yuan Chang que le habían descrito como un hombre tan peligroso y con tanto poder? Al fin y al cabo, dejando aparte la usura, era en cierta manera un colega y podría resultar interesante charlar con él. Sobre todo si, como Aldo no lograba dejar de imaginar, la Rosa de York había caído en sus manos. ¡Por fuerza alguien tenía que haber enviado a los asesinos!
Una vez consultado, Adalbert no demostró ningún entusiasmo por esta nueva excursión a territorio chino.
Era posible que Yuan Chang poseyera la piedra preciosa, pero, de ser así, no iba a revelárselo a un completo desconocido.
—Y además, de todos modos la piedra es falsa, y si el tal Chang ha hecho robarla para alguien, que es la hipótesis más verosímil, no tiene nada que ganar en esa aventura. Especialmente si ese alguien llega a descubrir que se trata de un magnífico culo de botella. Prefiero ir a sumergirme en el polvo de Somerset House, a fin de ver si allí se encuentra el testamento de Nell Gwyn.
—Vas a perder el tiempo. Simon Aronov habrá tenido esa idea antes que tú.
—No me lo imagino pasando días y más días revolviendo los archivos oficiales. Y además, los golpes de suerte llegan en esta vida.
—¡Sancta simplicitas! Entonces tendré que ir solo.
Hacia las tres, el taxi de Harry Finch, a quien Aldo había avisado al mediodía, lo dejaba ante la casa más grande de Pennyfields, un edificio achaparrado de dos pisos cuyos ladrillos habían adquirido un color gris rosado. Una tienda ocupaba la planta baja, pero los vidrios de las ventanas estaban tan sucios que era imposible ver el interior. En ese barrio, tan desierto y lúgubre hacía unas horas, reinaba una gran actividad. Todo un pueblo se ajetreaba allí: mercaderes ambulantes, vendedores de sopa y otros alimentos sentados en el suelo, bazares al aire libre como los de los zocos árabes, cuyas mercancías a veces rodaban hasta el arroyo pero en cuya entrada se erguía una estatua de ojos oblicuos vestida de algodón azul o negro, con las manos metidas en las mangas. Todo esto formaba un conjunto que olía a Extremo Oriente y que resultaba muy pintoresco. Uno se creía trasladado a una calle de Pekín o de Cantón.
El coche se vio rodeado en seguida por una bandada de chiquillos que lo miraban sin atreverse a tocarlo. Como por allí raramente pasaba un taxi, éste constituía un espectáculo como cualquier otro. El olor a comida y a incienso que impregnaba el aire prevalecía con bastante eficacia sobre el eterno hedor a lodo y a carbón.
En la tienda del prestamista, el espacio reservado a los clientes quedaba limitado por unos mostradores cubiertos por una rejilla a través de la cual se veía toda una colección de objetos heterogéneos. El lugar era tan sombrío que en pleno día ardía una lámpara de gas, y todo aquello estaba presidido por un chino de edad mediana y expresión desabrida que no se inmutó al oír el tintineo de las campanillas de la puerta. Sin embargo, la entrada de aquel caballero elegante lo animó a ponerse en movimiento. Se acercó a él y, después de hacer una serie de reverencias, preguntó en un inglés sibilante en qué podía servir un establecimiento tan modesto al honorable visitante. Perplejo, Morosini recorrió con la mirada aquel decorado polvoriento.
—Me dijeron que aquí podría encontrar antigüedades interesantes, pero no veo más que una casa de empeños.
—Para admirar los objetos, tenga la amabilidad de pasar por aquí —dijo el empleado, levantando un tablero que unía dos expositores y alzando con la otra mano una cortina que colgaba en una esquina.
Lo que el visitante descubrió más allá del ajado terciopelo fue toda una sorpresa: desde luego se trataba de un verdadero almacén de antigüedades, que aunque no podía compararse con el suyo propio ni con el que tenía su amigo Gilles Vauxbrun en París, era bastante respetable. Albergaba todo el fantástico panteón de la India y del Extremo Oriente: múltiples estatuas, artísticos Budas procedentes de China o de Japón junto a porcelanas translúcidas, quemadores de esencias que conservaban olor a incienso, candelabros de bronce, un gong de gran tamaño, monstruos de rostros contorsionados, guardianes de puertas de los templos, tejidos de seda, abanicos y multitud de pequeños objetos de marfil o piedras duras. Como descubrió la mirada experta del príncipe anticuario, todo aquello no era muy antiguo, y en ello seguramente tenía que ver la proximidad de los muelles de las Indias Oriental y Occidental, pero el conjunto estaba bien escogido y los procedimientos de envejecimiento destinados a darle una pátina de siglos no eran demasiado aparentes. Además, algunas piezas parecían auténticas.
En ese momento se oyó una voz de timbre algo cascado, pero agradable y culta.
—No resulta fácil encontrar esta tienda. Hay que saber… y nunca he tenido el honor de serle presentado, señor. ¿Quién le ha enviado aquí?
Aldo no dudó ni un momento de que se encontraba en presencia de Yuan Chang. Como bien había dicho Bertram, era un anciano bajo y delgado, casi endeble, pero su figura, vestida con una larga túnica de satén negro sin más adorno que un fino ribete de oro, producía una sorprendente impresión de vigor. Algo así como si hubieran hincado en el suelo la hoja de una espada y no un hombre de edad con el rostro surcado de multitud de arrugas. Eso provenía tal vez de la expresión imperiosa de sus ojos negros y brillantes, que no parpadeaban. En el gorro de seda negra que cubría sus blancos cabellos, ningún distintivo anunciaba que tuviera un rango. Sin embargo, Morosini habría jurado que en su país Yuan Chang no era un simple tendero. Por lo menos era un letrado, y quizás un mandarín.
—Me ha hecho venir la curiosidad y el amor por los objetos antiguos. Soy anticuario y procedo de Venecia. Soy el príncipe Morosini —añadió con una leve inclinación de cabeza que el anciano le devolvió.
—El honor que me hace con su presencia es todavía mayor, pero con su permiso le repetiré la pregunta. ¿A quién debo agradecer su visita?
—A nadie y a todo el mundo. Un simple comentario de salón que oí por casualidad durante una conversación mundana, y otro que escuché en el vestíbulo de un hotel de lujo. Me imagino que es usted el señor Yuan Chang, ¿me equivoco?
—Debería haberme presentado en cuanto usted ha dicho su nombre, excelencia. Le ruego me perdone esta transgresión de las buenas maneras. ¿Puedo preguntarle ahora qué busca usted en este almacén indigno de su interés?
—Todo y nada. ¡Vamos, señor Chang, no sea tan modesto! Tiene fama de ser un experto en antigüedades asiáticas, y aquí, entre objetos de un valor ciertamente mediano, veo algunas piezas dignas de otro decorado. Este broche de bronce incrustado de oro debió de fabricarse en algún lugar de su país entre los siglos X y XII —agregó, inclinándose sobre la figurita de un león alado colocada sobre una peana de terciopelo.
Yuan Chang no trató de ocultar su sorpresa.
—¡Mi más sincera enhorabuena! ¿Está usted especializado en el arte de mi país?
—La verdad es que no, pero me intereso por las joyas antiguas de cualquier procedencia. Por eso me extraña que tenga aquí este broche sin protección alguna. Cualquiera podría robarlo.
Bajo las cejas entrecanas del chino brilló un destello.
—Nadie se atrevería a robar nada en mi morada. Y respecto a este león, suponiendo que tuviera ganas de comprarlo, lamento decirle que ya lo he vendido. ¿Desea usted ver alguna otra cosa?
—Me atraen sobre todo las piedras preciosas. De hecho, me he especializado en alhajas antiguas, preferentemente históricas. ¿No tendrá usted alguna… de jade, por ejemplo?
—No, ya se lo he advertido. A pesar de lo que le hayan dicho, mi negocio es modesto y yo…
No pudo terminar la frase. Unos chillidos agudos se elevaron detrás de la cortina, que una mano enérgica alzó con brusquedad para dar paso al superintendente Warren en persona, envuelto en su macfarlane y más parecido que nunca a un ave prehistórica.
—Lamento entrar en su casa sin haberme anunciado y sin guardar las formas, Yuan Chang, pero he de hablar con usted.
Si el chino estaba encolerizado, lo disimuló doblando la espalda en una profunda reverencia. En cambio, era evidente que la entrada violenta del policía no le producía ningún temor. El tonillo que Aldo captó en su voz sin inflexiones se asemejaba mucho más a la ironía.
—¿Quién soy yo para que el célebre superintendente Warren se digne ensuciar sus zapatos en el polvo de mi miserable establecimiento?
—No es un buen momento para intercambiar elaborados cumplidos, Yuan Chang. Tiene razón al pensar que necesitaba un motivo muy serio para venir aquí. Caballero —añadió Warren volviéndose hacia Morosini sin demostrar que lo había reconocido—, supongo que el taxi aparcado ante la puerta es suyo. ¿Puedo pedirle que me espere allí?
—¿Acaso tenemos que hablar usted y yo? —replicó Aldo con una altivez muy propia del personaje que representaba—. No soy más que un simple cliente… eventual.
—No lo pongo en duda, pero soy tremendamente curioso y todos los clientes del honorable Yuan Chang merecen mi atención. ¡Por favor!
Al tiempo que decía esto, abrió la cortina del pasadizo y Morosini se vio obligado a recorrerlo a pesar de que se moría de curiosidad. En la calle descubrió un potente automóvil negro y otro más pequeño, así como nuevos corros de chiquillos, esta vez mantenidos a distancia por dos policías de paisano, uno de ellos el inevitable inspector Pointer.
—¿Adónde vamos? —preguntó Harry Finch.
—A ninguna parte, amigo mío. Nos quedamos aquí. El funcionario de policía que acaba de entrar en la tienda me ha solicitado una breve entrevista.
—El superintendente Warren no es un tipo cualquiera. Es el mejor sabueso de Scotland Yard. ¡Un tipo duro como hay pocos!
—No sabía ese detalle. Al parecer el tal Yuan Chang es alguien importante.
—Nada menos que el rey de Chinatown. Debe de tener el alma más negra que su túnica, pero nadie ha logrado pillarlo con las manos en la masa. ¡Es más listo que una carnada de monos!
—Quizás han venido a detenerlo. Este despliegue de policías…
—No hay que exagerar, sólo son media docena. Y además, cuando el súper se desplaza a algún sitio, nunca va solo ni en bicicleta. Es cuestión de prestigio. Y en Limehouse el prestigio es primordial.
La espera se prolongó un buen cuarto de hora, pasado el cual Warren reapareció, le dijo unas palabras al oído a su fiel ayudante, se metió en el taxi y ordenó a Finch que lo llevara de vuelta a Scotland Yard. Hecho esto, cerró la mampara que los separaba del chófer y por fin se arrellanó cómodamente en su parte del asiento.
—Ahora vamos a charlar —anunció con un suspiro—. Confío en que usted sea más hablador que esa rata de Pekín de ojos rasgados.
—¿De veras esperaba hacerle hablar? ¿Y de qué?
—Podría contestarle que soy yo quien hace las preguntas, pero como no veo ningún inconveniente en informarle, le diré que no esperaba gran cosa. Quería ver su reacción cuando le comunicara las últimas noticias: esta madrugada la brigada fluvial de Wapping, que buscaba el barco de un traficante de opio, ha encontrado flotando en el río, cerca de la isla de los Perros, los cadáveres de dos orientales atados con cuerdas y estrangulados. Han sido identificados como los hermanos Wu, sin duda alguna los asesinos del joyero Harrison.
La noticia era de aúpa y Morosini tardó unos segundos en asimilarla del todo, el tiempo de que su compañero sacara una pipa y una tabaquera, y después de cargar con esmero la cazoleta la encendiera lanzando una espesa vaharada de humo acre. Aldo empezó a toser.
—¡Por todos los santos del paraíso! ¿Qué mete ahí dentro? ¿Excrementos de vaca?
El pterodáctilo se echó a reír.
—¡Qué delicado es usted! Es tabaco francés, ese que en las trincheras los soldados llamaban «culo gordo». Me aficioné a él en el Somme. Despeja la mente de un hombre casi tan bien como un buen whisky.
—Bueno, digamos que exagero. Pero, si lo he entendido bien, su investigación ha terminado puesto que los asesinos han muerto, ¿no?
—No ha hecho más que empezar. Su muerte corrobora algo de lo que nunca habíamos dudado, y es que trabajaban simplemente por encargo.
—Y usted cree que Yuan Chang podría ser…
—¡Yo ya no creo nada de nada! —gritó de repente Warren—. No estoy aquí para rendirle cuentas. En cambio, tengo bastantes preguntas que hacerle a usted. La primera de todas: ¿qué hacía usted en la tienda de Yuan Chang?
—Es muy sencillo. Además de usurero, es anticuario, como yo. Y en esta profesión uno siempre está de caza —dijo Morosini con desparpajo.
—¿En serio? ¿No esperaría por casualidad averiguar algo sobre cierto diamante desaparecido? Vamos, príncipe, no me tome el pelo. Y dígame, ¿cómo ha descubierto a Yuan Chang?
Morosini vaciló un instante, justo el tiempo de idear una mentira convincente.
—La muerte de Harrison ha dado pie a muchos rumores. El hotel Ritz está lleno de gente que ha venido a Londres para la subasta. También hay periodistas, y han hablado de los asesinos diciendo que por lo visto eran orientales. Alguien mencionó el nombre de Yuan Chang y, como es natural, me entraron ganas de ir a conocerlo.
—Mmm… Tendré que contentarme con esta respuesta, aunque no me convence. Pero le diré una cosa: ignoro a qué está jugando, pero me huelo que no le disgustaría encontrar la Rosa de York. Por consiguiente, y le ruego tome buena nota de ello, no quiero por nada del mundo que se inmiscuya en una investigación en la que nosotros trabajamos. ¿Entendido?
—¡Me guardaré muy mucho! —repuso Morosini, que empezaba a sentirse irritado.
Entre Aronov, que quería impedirle que se ocupara de Anielka, y este polizonte desabrido que le prohibía buscar el diamante, la vida se le iba a poner difícil. Tendría que actuar con mucho tino.
—De todos modos —dijo—, debería tener en cuenta mi posición. He venido a Londres con el encargo de comprar la Rosa de York para un cliente muy noble cuyo nombre no puedo revelar.
—Ni yo se lo pregunto.
—¡Pues es una suerte que respete mi secreto profesional! No obstante, comprenda que me resulte desagradable quedarme de brazos cruzados sin hacer nada por encontrar esa piedra cargada de historia.
—Si se empeña en buscarla, puede acabar en el Támesis con una cuerda alrededor del cuello, como los hermanos Wu, o con un cuchillo clavado en la espalda. Aunque si eso le divierte… Pero cambiemos de tema. Ayer noche esperaba su visita después de la que usted realizó en Brixton. ¿No tiene nada que contarme?
—Sí, y desde luego pensaba informarle de ello hoy mismo.
—¿Después de su paseo por Chinatown? —inquirió Warren con sorna—. Bueno, ¿qué dice nuestra preciosa viuda?
Morosini repitió a grandes rasgos el relato de Anielka, lo que le produjo la satisfacción de ver cómo los ojos del pterodáctilo se volvían, en la medida de lo posible, aún más redondos. El superintendente emitió un ligero silbido.
—¿De modo que ella considera la cárcel un refugio contra una especie de terroristas decididos a proteger a uno de los suyos contra viento y marea? Es un argumento nuevo y no del todo idiota. Siempre y cuando sea verdad, claro.
Respecto a lo último, el príncipe anticuario no estaba muy seguro. Incluso constituía su peor tormento, pero, como no quería bajo ningún concepto hablar de sus conversaciones con Wanda y con John Sutton, se abstuvo de mencionarlas y dejó que transcurrieran los segundos. Warren, que chupaba con furia su pipa, parecía inmerso en un cúmulo de reflexiones del que salió para refunfuñar:
—Si quiere saber mi opinión, es posible que esta historia rocambolesca esté destinada exclusivamente a usted. La verdad es quizá más simple y más femenina: lady Ferrals se encontró con su antiguo enamorado y el fuego oculto bajo las cenizas comenzó a arder otra vez. Ignoro lo que ocurrió entre ellos en Grosvenor Square, pero me inclino a pensar que tuvieron una aventura, y ahora la hermosa Anielka querría salvarse a sí misma y salvar a su amante.
—Sin embargo, no duda en incriminarlo y acusarlo del asesinato —dijo Aldo con sequedad.
—Entonces, ¿por qué no nos lo dice a nosotros? ¿Por temor a unos dudosos anarquistas polacos? Primero: no tengo conocimiento de ninguna célula polaca; si se tratara de rusos, la cosa sería distinta. Segundo: disponemos de todos los medios para proteger eficazmente a lady Ferrals hasta que ese Ladislas y su banda estén a buen recaudo. Y tercero: ella se equivoca al creer que su padre, el conde Solmanski, es capaz de sacarla, sin una ayuda solvente, del atolladero en el que se ha metido.
—Esa ayuda solvente no le va a faltar. Le he aconsejado que acuda a sir Desmond Saint Albans.
—Esperemos, por su bien, que lady Ferrals le haga caso. Aunque lo dudo mucho, porque si llega a enterarse de las cualidades de sir Desmond se dará cuenta de que no podrá ocultarle la verdad. El hecho de que este abogado sea tan hábil a la hora de apretar las clavijas a los testigos se debe, sobre todo, a que antes ha interrogado a fondo a su cliente poniéndole toda clase de trampas. Aunque ella no lo quiera, tendrá que confesar. ¡Bueno, ya he llegado! —añadió Warren cuando el taxi se detuvo ante el centinela de Scotland Yard—. Gracias por sus informaciones. ¿Va a quedarse algún tiempo en Londres? Si piensa esperar a que se celebre el juicio de lady Ferrals, sus negocios pueden resentirse.
—De momento, de mis negocios sólo me preocupa la desaparición de la Rosa de York. Por lo tanto, comprenderá mi deseo de quedarme aquí un poco más. Con la esperanza —agregó con una sonrisa impertinente— de verlo triunfar cuando haya recuperado el diamante, cosa de la que estoy absolutamente seguro.
—¡Yo también! —replicó el otro devolviéndole la estocada—. Así tendremos ocasión de volver a vernos.
La mueca con la que el superintendente acompañó este comentario podía pasar por una sonrisa, pero Aldo tenía sus dudas. Más bien parecía una amenaza.
En el hotel lo esperaba una carta, mejor dicho, una nota, pues contenía un mensaje muy breve que, no obstante, hizo aparecer en su mente una retahíla de interrogantes.
«Lady B. fue trasladada hace quince días a una casa de reposo de una forma muy discreta. La familia no quería dar publicidad a su estado mental, que es deplorable. S. A.»
En ese caso ¿quién era la anciana que el infortunado Harrison había aceptado recibir en su joyería para que pudiera contemplar una gema ancestral?