Construida en 1820, la cárcel de Brixton no era en verdad una penitenciaría. Se utilizaba sobre todo para los presos preventivos que aguardaban a ser juzgados, pero no por eso resultaba un lugar agradable. Sus piedras seculares rezumaban tristeza y humedad. Cuando hubo llevado a cabo los trámites necesarios para entrar en el establecimiento, Morosini se encontró sumergido en una atmósfera opresiva hasta que le hicieron pasar a una especie de armario acristalado que era la sala de visitas, donde se limitó a esperar.
Cuando apareció lady Ferrals, escoltada por una mujer que sólo se diferenciaba de un gendarme porque vestía falda y no llevaba bigote, al príncipe le dio un vuelco el corazón. Anielka, rodeada de ese ambiente grisáceo y vestida de un luto riguroso que hacía resaltar aún más sus rubios cabellos, estaba más hermosa que nunca…, pero no era la Anielka de antes.
Eso era debido a que no parecía estar viva. La palidez de su cara y el tono dorado de sus ojos y su pelo la asemejaban a una de esas estatuillas de oro y marfil a las que el escultor Chiparus debía su fama. Se la veía tan hierática y fría como ellas.
Al reconocer a su visitante, su mirada no se iluminó.
Fue a sentarse al otro lado de la mesa, mientras que su guardiana se quedaba detrás de la cristalera. Aldo la saludó con una inclinación, pero ella permaneció impasible.
—¿Eres tú? —dijo solamente—. ¿Qué has venido a hacer aquí? —añadió en un tono que indicaba que Aldo no era bien recibido.
—He venido para saber si puedo serte útil.
—No me has entendido bien. Lo que quería decir es a qué se debe que estés en Londres.
—Aunque antes de salir de Venecia me enteré de la trágica muerte de tu esposo, no es ésta la razón de mi viaje. He ido a Escocia para asistir al funeral de un viejo amigo, y estando en Inverness leí en un periódico que…
—Que he matado a Eric. ¡No tengas miedo de las palabras! A mí me dejan indiferente.
Anielka le señaló la silla colocada frente a ella y Aldo se sentó.
—No les tengo miedo a las palabras, sino a su significado, que no puedo creer. ¿Tú, una asesina? Eso no hay quien se lo crea.
—¿Por qué no? —repuso ella con una sonrisita desdeñosa—. Ya sabes que no lo quería, que incluso lo detestaba. A su lado los días estaban llenos de lujos, pero las noches estaban formadas por repugnantes tinieblas.
—Pero no tanto como para llegar a matarlo. Sobre todo de ese modo tan estúpido y evidente. Con un papelillo de polvos antimigraña que le diste delante de testigos para que lo disolviera en un vaso de whisky, ¡y encima después de una pelea! Eres demasiado inteligente para hacer eso. Como te conozco, no me resulta difícil imaginarte disparando a Eric Ferrals con un revólver, pero nunca entregándole un medicamento que le provocara una muerte fulminante. Realmente, eso no cuadra contigo.
—¿Por qué no? En Italia, tu país, no es raro que un invitado sea asesinado mediante una bebida que alguien le ofrece con una sonrisa.
—Esa costumbre se perdió hace mucho tiempo, y tú no eres una Borgia. Desde que te detuvieron, no has cesado de proclamar tu inocencia.
—Inútilmente, querido príncipe. Hasta el punto de que empiezo a cansarme de repetirlo. Me replican, no sin razón, que la estricnina no llegó por arte de magia al vaso, ya que no estaba ni en el whisky ni en el agua. No obstante, aunque analizaron los demás papelillos que yo tenía en mi habitación…
—Solamente el de sir Eric contenía estricnina, ¿no es así? En tal caso, ¿por qué no analizaron también el papel que contenía los polvos?
—Eso me pregunté yo también. Pero como Eric arrugó el papel y lo dejó en la bandeja, alguien debió de tirarlo al fuego que ardía en la chimenea.
—¿Tienes alguna idea de quién pudo ser ese alguien?
Anielka emitió el sonido que menos esperaba su visitante: una carcajada brusca y llena de amargura.
—Es posible. John Sutton, el inteligente y abnegado secretario de Eric, que me acusó del crimen nada más ver cómo su amo se desplomaba. Sutton me odia.
—¿Por qué? ¿Qué le has hecho?
—Le di una bofetada. Me parece que es la reacción normal de una mujer honesta cuando un individuo la acorrala en un rincón y le toca los pechos mientras la besa en el cuello.
Hacía tiempo que Aldo sabía que la joven polaca no se mordía la lengua y tenía el don de describir los sucesos con gran realismo. No obstante, esta descripción le arrancó una mueca de asco. Recordaba al secretario como un hombre sumamente correcto, lo que no se correspondía con esa imagen de sátiro, aunque no ignoraba que bajo la impasibilidad británica se ocultaban en ocasiones extraños y ardientes impulsos eróticos.
—¿Está enamorado de ti?
—Si se puede llamar así… Llevo tiempo sabiendo que desea acostarse conmigo.
—¿Se lo dijiste a tu marido?
—Me respondió que estaba loca y se echó a reír. Su afecto por ese… empleado sobrepasaba los límites permitidos. Creo que antes que separarse de él hubiera preferido cortarse un brazo. Seguramente los unía tener un cadáver bien oculto en un armario.
—Querida, sir Eric, como buen vendedor de armas, tenía demasiados cadáveres sobre su conciencia para preocuparse de uno en particular. Y ahora, ¿querrás hablarme de ese criado polaco que quisiste tomar a tu servicio?
La joven, que hasta entonces había estado muy pálida, se puso roja como un tomate.
—¿Cómo lo sabes?
Aldo le dirigió una sonrisa muy afable.
—Ya veo que no has perdido esa sana costumbre de contestar a una pregunta con otra pregunta. Simplemente, lo sé.
En vista de que ella no decía nada, tal vez porque estaba buscando otra manera de atacarlo, el príncipe prosiguió:
—Cuéntame algo sobre ese Stanislas…, ¿o más bien debería decir Ladislas?
Los ojos de la joven se abrieron de par en par, expresando algo parecido al espanto.
—Eres un demonio —susurró.
—No del todo…, o bien un demonio bueno dedicado a serte útil. Vamos, Anielka, deja ya de desconfiar de mí y explícame por qué decidiste meter a tu antiguo enamorado en la mansión de tu esposo.
Ella volvió la cabeza, pero en la lúgubre penumbra del lugar Aldo vio que una lágrima quedaba prendida en sus pestañas.
—¿Enamorado? ¿Acaso lo estuvo alguna vez? Lo dudo mucho, como dudo asimismo de ese gran amor que pretendías sentir por mí.
—Dejemos esto aparte de momento, ¿quieres? —repuso con dulzura Morosini—. No fui yo quien se echó en brazos de sir Eric en la casa de Vésinet.
—Él acababa de salvarme y yo no podía hacer otra cosa. Como tampoco pude hacer otra cosa cuando encontré a Ladislas en Hyde Park, donde sin duda estaba esperándome.
—¿Cómo podía saber que estarías allí? Ahora todo el mundo sabe lo mucho que te gustan los parques, pero ¿por qué precisamente aquél? Londres está lleno de jardines públicos.
—Ya, pero yo solía cabalgar por allí un rato cada mañana.
—¿Sola?
—¡Claro, sola! Me desagrada que me acompañen, porque tengo la impresión de que me vigilan. Desde luego, siempre encontraba a algún conocido, pero me las arreglaba para desembarazarme de él.
—Por lo visto no lo conseguiste con Ladislas. Es evidente que el efecto sorpresa le favoreció.
—En efecto. Salió de detrás de un arbusto y casi fue a caer entre las patas de mi yegua, de modo que estuve a punto de salir despedida de la silla.
—¿Te alegraste de volver a verlo?
—En un primer momento, sí. Me traía la atmósfera de mi amado país y también el recuerdo de mi primer amor. Para una mujer eso es algo importante.
—Para un hombre también. Pero acabas de decir «en un primer momento». ¿Acaso no duró tu alegría?
—No. En seguida comprendí que me encontraba frente a un adversario, por no decir un enemigo. Oh, por supuesto al principio se mostró muy amable…, a su manera. Decía que había venido a Inglaterra solamente para estar a mi lado y que había sido una estupidez separarnos como lo hicimos.
—¿Quería que reanudarais vuestra relación?
—No exactamente. Lo que exigía (porque en seguida exigió) era que lo introdujera en el entorno de mi esposo. Se mostró indignado de que me hubiera casado con un traficante de armas, pero tenía intención de utilizarlo para «su causa». De hecho, fueron sus compañeros marxistas los que lo enviaron aquí con papeles de identidad falsos y un objetivo muy preciso: conseguir dinero para su revolución. Les había parecido una idea enormemente jocosa sacarle esa contribución a un vendedor de cañones. También querían obtener armas.
Aldo se sacó la pitillera del bolsillo, extrajo un cigarrillo y le ofreció otro a la joven antes de encenderlos.
—¡Pero eso es cosa de locos! ¿Pretendía que tú robaras y le dieras…?
—No, ya te lo he dicho. Lo que quería era entrar al servicio de Eric. Me aseguró que, una vez en la casa, ya se las compondría para obtener lo que esperaba.
—¿Y por qué aceptaste? En mi opinión, lo correcto habría sido volver a montar a caballo…, porque habías descabalgado, ¿no?…, y despedirte a la francesa alejándote al galope.
—Ya me habría gustado, pero era imposible. ¡No creerás que Ladislas me asaltó con esa proposición sin tener un buen respaldo!
—¿Te hizo chantaje?
—Naturalmente. Cuando una es joven y está enamorada por primera vez, no es raro que se muestre imprudente. Y eso es lo que hice: le escribí unas cartas.
—Es una manía deplorable que con frecuencia os cuesta muy cara a las mujeres. ¿Y qué quería hacer él con esas cartas? ¿Enseñárselas a Ferrals? Tu marido no era tonto y ya supondría que de jovencita habrías tenido algún entusiasmo amoroso. Además, esas cartas que escriben las chiquillas no suelen ser muy atrevidas.
—Las mías sí. Confiaba tanto en Ladislas que le conté paso a paso los planes de mi padre para obligar a sir Eric a casarse conmigo.
—¡Oh, qué poco me gusta eso! —exclamó Aldo haciendo una mueca.
—Pues todavía hay más. Por aquella época yo era partidaria de las ideas de Ladislas y su grupo, porque quería que al menos siguiera siendo mi amante.
—Entonces, ¿era tu amante? —soltó Aldo estupefacto.
Anielka levantó hacia él unos ojos llenos de candor.
—Más o menos…, sí. Y como quería conservarlo…, creo que ya te di muestras de ello en dos ocasiones…, le dije lo que quería oír, le prometí que lo ayudaría a… ¿cómo lo expresaban Ladislas y sus amigos?…, ¡ah, sí!, a desplumar al gran pichón capitalista. ¿Te imaginas qué efecto le habría causado esa correspondencia a mi marido?
—Me lo imagino muy bien. Y también lo que ocurrió a continuación: enterneciste a Ferrals contándole la triste historia de un primo tuyo hundido en la miseria al que habías encontrado por un milagroso azar…
—Algo por el estilo. Le dije que era hijo de mi ama de cría, y en seguida le proporcionó un empleo como criado.
—Parece una novela. Las amas siempre están provistas de unos retoños tan molestos y descarriados como pintorescos. Y, desde luego, el asesino fue él, ¿verdad?
—Desde luego. Sin duda era el objetivo que perseguía, pero se había guardado muy mucho de decírmelo.
—Pero ¡demonios! ¿Por qué no se lo contaste todo a la policía en lugar de dejar que te detuvieran y te metieran en la cárcel? Si lo hubieras hecho, las acusaciones del secretario habrían tenido muy poca fuerza.
—¡Era imposible! No podía hacer eso sin poner en peligro mi vida. ¡Compréndelo! Ladislas no había venido solo a Inglaterra. Tenía unos camaradas…, una célula, decía él, encargada de protegerlo, de guardar lo que él obtuviera y de ayudarle a huir en caso de peligro. Y a mí ya me había advertido de que en tal caso no debía decir nada que pudiera dar una pista a la policía, o de lo contrario…
—De lo contrario, no debías esperar perdón ni compasión —dijo lentamente Aldo—. Estarías condenada a muerte.
—Eso es. Y además me dije que en prisión no tendría nada que temer, porque estaría protegida.
—De todo menos de la horca. Pero, desdichada, ¿no comprendes que si no descubren al verdadero asesino te expones a que te ahorquen?
—No, no lo creo. Mi padre se apresurará a regresar de América; él sabrá defenderme. Mejor que ese joven imbécil que sustituyó a sir Geoffrey Harden. Mi padre contratará a un buen abogado.
—Hablando de eso —dijo Aldo, sacando un papel del bolsillo—, me han recomendado a un abogado muy hábil y combativo. Llevo escritos aquí su nombre y dirección.
—¿Quién te lo ha recomendado?
—Por extraño que parezca, ha sido un alto funcionario de la policía. Pero yo también conozco un poco a sir Desmond Saint Albans, y aunque no me inspira una gran simpatía, al parecer cuando se pone la peluca se convierte en un luchador que defiende su causa como un perro su hueso. Para no omitir detalle, añadiré que cobra muy caros sus servicios, pero quizá valga la pena.
Ella cogió el papel, lo leyó y lo retuvo en la mano.
—Gracias —dijo—. Pediré que me defienda. El dinero no tiene importancia.
En ese momento entró la carcelera.
—Sir, el tiempo que se le ha concedido ha terminado.
—Sólo unas palabras más —le dijo Morosini, levantándose, y añadió dirigiéndose a Anielka—: Cuando veas a tu nuevo defensor, te suplico que le digas la verdad, toda la verdad. Por cierto, ¿cuál es el apellido de tu Ladislas?
—Wosinski. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿No crees que lo más conveniente para ti sería que los encontraran a él y a su banda? Entonces ya no tendrías nada que temer. Trata de no perder la esperanza, Anielka. Confío en poder volver aquí. ¿No necesitas nada?
—Wanda vendrá a traerme unas pocas cosillas.
Sin añadir nada más, ni dar la mínima señal de satisfacción por la visita, la joven fue a reunirse con su guardiana, que corría y descorría ruidosamente el cerrojo de la puerta. Aldo no pudo soportar separarse de ella de este modo, así que la llamó.
—¡Anielka! ¿Estás segura de que no sigues enamorada de ese hombre al que te esfuerzas en proteger?
—Eres el último que debería hacerme esa pregunta, Aldo. Ya te la contesté hace unos meses en una nota, y mis sentimientos no han cambiado desde entonces[5].
Por uno de esos pequeños milagros que sólo el amor puede realizar, Aldo tuvo la sensación de que un rayo de sol había venido a iluminar y prestar calidez a los grises y siniestros muros, por lo que salió de la cárcel caminando con paso alegre.
Justo cuando alcanzaba el coche que lo estaba aguardando, otro taxi se detuvo detrás del suyo. Una mujer corpulenta y de edad mediana se apeó de él y procedió a extraer del vehículo una maleta que parecía bastante pesada. Como hombre galante que era, Aldo se precipitó a ayudarla.
—Permita que lo haga yo, señora. Esto es demasiado para sus fuerzas.
—¡Oh, gracias, caballero! —dijo ella con acento extranjero, y acto seguido se echó a llorar.
Aldo reconoció entonces a Wanda, la fiel doncella de Anielka, que sin duda le traía aquellas «pocas cosillas» que la joven necesitaba.
—¡El señor Morosini! —exclamó ella entre dos sollozos—. ¿Está usted aquí? ¡Qué alegría, Dios mío, qué gran alegría! —Y se puso a llorar todavía con más fuerza.
—Si está tan contenta, debería calmarse —le aconsejó él. De súbito, se le ocurrió preguntar—: ¿A qué es debido que haya venido en taxi? ¿Acaso no quedan vehículos propios en casa de sir Eric?
—No quedan para mi pobre pequeña lady —contestó con indignación la doncella, que a la sazón parecía dominar el francés—. Ese horrible míster Sutton lo ha prohibido con el pretexto de que nadie debe hacer nada para ayudar a una…, a una asesina. ¡Oh, es… es espantoso!
—Para ser inglés, este hombre conoce muy poco las leyes de su país, que dicen que todo detenido es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad.
—Si es así, ¿por qué mi pobre pequeña está en la cárcel?
—Es lo que llaman prisión preventiva. ¿Va usted a llevarle esta maleta?
—Sí, me ha pedido varias cosas. Pobre ángel mío, ella que es tan…
Interrumpiendo el panegírico de Anielka, que a buen seguro iba a ser muy largo, Aldo condujo a Wanda hasta la puerta de Brixton y le dijo que la esperaría para acompañarla a casa.
—Un solo coche bastará para los dos. Voy a despedir su taxi.
—¿De verdad quiere esperarme?
—Claro. Así podremos hablar un rato. ¡Pero no se entretenga demasiado!
—¡Oh, no! Si no me permitirán verla. Dejo la maleta al portero y vuelvo en seguida.
Unos minutos después estaba de regreso. Se sentó en el taxi junto a Aldo y éste se apresuró a abordar el tema.
—Acabo de darle a su señora el nombre y la dirección de un abogado de valía. Parece ser que hasta ahora la han defendido muy mal.
—¡Ah, eso sí que es verdad! Jamás debería haber acabado en la cárcel. Y si no fuera por ese mentiroso de secretario…
—Ya estoy al corriente de eso —la cortó Morosini—. Me gustaría que me hablara del que ha desaparecido, un tal Ladislas Wosinski, que entró a servir en la casa con un nombre falso. Aunque no me explico por qué se tomó la molestia de cambiarse el nombre, puesto que sir Eric nunca había oído hablar de él.
—Sir Eric no, pero el señor conde se habría puesto furioso si se hubiera enterado de que estaba en la casa. Mi tesoro se habría visto en un buen aprieto.
—Supongo que a estas alturas el conde ya lo sabe. Ayer le vi llegar a la mansión de Grosvenor Square. No se quedó allí mucho rato y al salir parecía furioso, aunque hacía esfuerzos por contenerse.
Wanda alzó los ojos al cielo y juntó las manos al rememorar lo ocurrido.
—¡Oh! El señor conde tuvo una tremenda discusión con Sutton a causa de lo que éste había hecho y también a causa del criado polaco, pero gracias a Dios el secretario sólo conoce a un tal Stanislas Razocki y el señor conde no sabe más que él.
—¿Qué es eso de «gracias a Dios»? Resulta que un hombre ha obligado a su señora a acogerlo en su casa, ha asesinado a su marido y luego ha huido cargándole el muerto, y a usted le parece que todo va perfectamente.
—Pues claro que sí. Ladislas Wosinski es un patriota de corazón noble, y si ha matado ha sido para proteger a la mujer de la que está enamorado…, porque todavía la quiere con toda su alma. Seguramente oyó cómo su marido la insultaba a gritos un poco antes.
—Ya sé que tuvieron una fuerte discusión, pero sin duda no era la primera vez.
—Sí, era la primera vez que reñían con tanta violencia. Desde hacía un tiempo, mi pequeña se negaba a acostarse con él. Tenía unas dolorosas migrañas que trataba de aliviar con un medicamento.
Pese a la gravedad del asunto, a Morosini se le escapó una sonrisa. La migraña, sustituida a veces por dolencias más íntimas, siempre había sido la defensa preferida de las mujeres contra el débito conyugal.
—¿Y aquel día le dolía la cabeza? Pero era un poco pronto para irse a la cama, ¿no?
—Desde luego. Pero la joven lady estaba sentada ante su tocador acicalándose para la velada. Debo añadir que llevaba un vestido muy escotado y que estaba particularmente hermosa y deseable. Su marido había bebido y la pasión lo cegó. Me echó fuera de la habitación y no pude ver nada más, pero lo que oí era horrible. Cuando poco después sir Eric salió, tenía la cara de un rojo subido, casi morado, y se estaba arrancando el cuello postizo para poder respirar. En cuanto a mi tesoro, lloraba a lágrima viva sentada en la cama y casi desnuda, pues el marido le había destrozado el vestido. Al cabo de un momento, sir Eric volvió para pedirle perdón, pero ella no le abrió la puerta.
Sin duda alguna, el relato que Aldo estaba oyendo era la pura verdad. Lo que él había sabido sobre las primeras relaciones de Anielka con Ferrals, y sobre todo lo que había sucedido una vez firmado el contrato matrimonial confirmaban que Wanda no mentía. Morosini imaginaba claramente la escena cuya continuación había tenido lugar en el despacho de sir Eric y en presencia de la duquesa de Danvers: sir Eric se quejó de un fuerte dolor de cabeza y Anielka le propuso con fría ironía que le trajeran un papelillo de los polvos que ella solía tomar en tales ocasiones.
—¿Fue ella misma a buscarlo o envió a otra persona? —preguntó Aldo.
—Milady le sugirió a Ladislas que fuera a pedírmelo y yo se lo di.
—Pero entonces, ¡maldita sea!, ¿por qué la detuvieron? ¿Qué demonios pudo decir Sutton para incriminarla? El papelillo pasó por dos pares de manos, y supongo que, cuando Ladislas se lo pidió, usted escogió al azar uno de los que contenía la caja.
—Naturalmente, y eso fue lo que le dije al señor de la policía. Pero Sutton dijo que deseaba hablar confidencialmente con ese señor y no pude oír ni una sola de sus palabras. Lo único que sé es que mi tesoro está en la cárcel.
—¡Menos mal que me lo recuerda! —exclamó Morosini en tono sarcástico—. Por cierto, creo que ha llegado el momento de que me explique por qué se alegra tanto de que Ladislas ande suelto por ahí mientras que su tesoro pasa los días sobre la paja húmeda de un calabozo.
—Puede estar seguro de que él la sacará de allí. La quiere demasiado para dejarla en la cárcel.
—¿Lo dice en serio? —repuso Morosini, a quien esos ditirambos de Wanda empezaban a fastidiar considerablemente—. ¿No cree que habría sido más sencillo no huir como alma que lleva el diablo y hacer frente a sus responsabilidades protegiendo a Anielka cuanto le fuera posible?
—No, porque sólo habría conseguido que los encarcelaran a los dos. Mientras él esté fuera, hay esperanza para mi pequeña lady. Estoy convencida de que él tiene amigos en Inglaterra y está planeando liberarla… o facilitarle la evasión, a fin de que ambos puedan disfrutar de su amor en el viejo terruño que jamás debimos abandonar.
Aldo desistió. Aquel diálogo era auténtica ciencia ficción y resultaba evidente que no lograría sacar a la buena mujer de su sueño de un príncipe azul. Una cosa era segura: entre la versión de Anielka y la de su leal doncella existía un abismo demasiado profundo y enmarañado para atreverse a transitar por él.
—Ahora que lo pienso —dijo Morosini—, ¿por casualidad no sabrá usted dónde podría encontrar a Ladislas Wosinski?
Arrancada con brutalidad de las celestes regiones en las que se mecía, Wanda dirigió a su vecino una mirada severa.
—¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso tiene la intención de entregarlo a la policía?
—En absoluto —replicó Aldo, guardándose mucho de añadir que ya le había hablado de él al superintendente Warren—. Es que, mire usted, pensándolo bien me gustaría saber dónde está. Imagínese por un instante que, olvidando el gran amor que siente por Anielka, elija su propia seguridad y la abandone en manos de la justicia inglesa.
—Si usted lo conociera, no se le ocurriría algo tan abominable. Es el hombre más altruista del mundo, un verdadero paladín que ha consagrado su vida a la libertad de su país, la auténtica libertad, y a aliviar los sufrimientos del pueblo polaco. Créame, hará lo que debe hacer cuando llegue el momento. Sólo hay que tener un poco de paciencia…
Morosini hizo una mueca dubitativa. Era preciso tener una fe ciega para estar persuadida hasta ese punto de la pureza de intenciones de un hombre que Anielka describía como un chantajista. No obstante, renunció a discutir.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Sólo se oía el bisbiseo de Wanda recitando sus oraciones. Pero en cuanto divisaron la residencia Ferrals, Aldo declaró:
—Antes de que nos separemos, quiero que sepa una cosa: yo sí que deseo salvar a su señora. En primer lugar porque creo que es inocente, y en segundo lugar porque la amo. Si más adelante necesito la ayuda de usted, ¿podré contar con ella?
De inmediato, la doncella se mostró llena de arrepentimiento.
—¡Oh, perdóneme! Había olvidado que usted también la ama y sin duda le he herido con mis palabras. Pero estoy dispuesta a ayudarle. Si alguna vez desea hablar conmigo, todas las mañanas voy a oír misa de nueve a la iglesia del Oratorio, cerca del Victoria and Albert Museum. No queda lejos de casa, mientras que la iglesia polaca está en un suburbio. Le gustará, ya lo verá, es una iglesia italiana, según creo. Nunca hay mucha gente y podremos hablar tranquilamente. Además, durante la misa uno está bajo la mirada de Dios —añadió Wanda con aire sentencioso, alzando un dedo hacia el techo del vehículo.
—Me parece perfecto. Y si usted desea comunicarme algo, puede dejarme un mensaje en el hotel Ritz. Le voy a anotar el número de teléfono —dijo Aldo mientras arrancaba una hoja de su agenda para escribir las cifras.
Cuando el taxi paró, Wanda se dispuso a apearse, pero Morosini la detuvo.
—Otra cosa más. No se extrañe si dentro de un cuarto de hora vengo a llamar a esta puerta. No será para verla a usted, sino a míster Sutton.
—¿Quiere hablar con él? —gimió la mujer con súbita inquietud—. ¿De qué?
—Eso es asunto mío. Deseo hacerle un par de preguntas.
—No querrá recibirle.
—Sería una verdadera torpeza. De todos modos, no pierdo nada con intentarlo. Entre usted en la casa, que yo volveré después de dar una vuelta.
Un cuarto de hora más tarde, un mayordomo de expresión gélida le hizo pasar a la residencia del finado Eric Ferrals y lo dejó de momento al pie de una escalinata artísticamente curvada, por la que subió diciendo que iba a cerciorarse de que míster Sutton estaba en disposición de recibir una visita. Morosini no tuvo más remedio que aguardar en compañía de una colección de bustos romanos de ojos ciegos, de un sarcófago bizantino y de un lavamanos de bronce que debía de proceder de algún lejano lugar próximo a Pekín. La vivienda londinense del comerciante de armas se parecía mucho a la del parque Monceau, pero todavía resultaba más siniestra, si es que ello era posible, debido en parte al pesado mobiliario de estilo georgiano. Las espesas pasamanerías y los cortinajes de terciopelo color chocolate contribuían a hacer la atmósfera sofocante.
El despachito al que Aldo fue conducido al cabo de unos instantes no era mucho más alegre, aunque le daban cierta vida los innumerables papeles que cubrían la mesa de trabajo y la potente lámpara que los iluminaba. Un batallón de archivadores verde oscuro ocultaba las paredes. Plantado en medio de la habitación como si fuera el guardián de un templo, y vestido de negro de la cabeza a los pies, John Sutton esperaba a su visitante.
El silencio que reinaba en la casa era impresionante. No se oía ningún ruido, ni siquiera un roce o un murmullo. Incluso el fuego de carbón que ardía en la chimenea lo hacía quedamente, como si un crujido o un chisporroteo hubieran constituido un sacrilegio.
El secretario saludó a Morosini con una inclinación, afirmó que estaba encantado de volver a verlo en plena forma —no había tenido ese placer desde la famosa noche en que Aldo había ido a la calle Alfred-de-Vigny para recoger el rescate de Anielka y el Rolls-Royce—, y señalándole una butaca añadió que consideraría un honor poder serle de alguna utilidad.
Morosini se sentó cuidando de no arrugar la raya de su pantalón y contempló un instante al joven, al tiempo que sacaba un cigarrillo con el que dio unos golpecitos sobre la brillante superficie de su pitillera de oro.
—He venido a hacerle una pregunta —dijo por fin.
—Ya me han hecho muchas durante los últimos días.
—Me sorprendería que le hubieran hecho ésta: ¿por qué tiene tanto empeño en que lady Ferrals sea condenada a la horca?
Antes de hablar, Aldo se había preparado para cualquier clase de reacción por parte del secretario menos la que siguió. John Sutton sostuvo su mirada sin mostrar la menor emoción y después respondió en tono suave:
—Pues porque ella no merece otra cosa. Es una asesina redomada que preparó su crimen con premeditación. —Acompañó estas palabras con una sonrisa, y Morosini tuvo que hacer un esfuerzo por dominar la reacción que en su temperamento latino había provocado tamaña insidia.
Para conseguirlo, prendió el cigarrillo y exhaló una bocanada de humo hacia el techo adornado con molduras.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —dijo con voz serena—. ¿Acaso posee pruebas?
—Pruebas materiales, no. La única que habría sido decisiva (el papelillo que había contenido el veneno) desapareció como por arte de magia; sin duda una mano diligente lo echó al fuego. Sin embargo, yo había visto y oído muchas cosas, y por esa razón no vacilé ni un instante en acusar a lady Ferrals. Es posible que usted lo sienta en el alma, pero créame, príncipe, no cabe la menor duda: ¡ella es culpable!
—No tendré motivos para invalidar sus convicciones en cuanto me haga usted el favor de contarme lo que había visto y oído. Imagino que sentía mucho afecto por sir Eric, ¿o me equivoco?
—No se equivoca, le respetaba mucho. En cuanto hube terminado mis estudios en Oxford, entré a su servicio, y desde entonces no me había separado de él.
—Es usted joven, de modo que no puede haber estado mucho tiempo con sir Eric.
—Tres años, pero, tratándose de un hombre de sus cualidades, unas pocas semanas habrían bastado para despertar mi admiración.
—Es posible. No tuve el privilegio de tratarlo mucho, dejando aparte que fuimos adversarios en un asunto del que usted está al corriente. Sin embargo, debo repetirle mi pregunta: ¿qué es lo que había visto y oído?
—¿Quiere saberlo? En tal caso, antes de nada debo informarle de que dos meses atrás habíamos contratado a un criado polaco…
—Pasemos por alto ese detalle. Cuando la duquesa de Danvers me relató aquella velada trágica, me habló de ese sirviente que se esfumó sin dejar rastro.
—Ese detalle, como usted dice, no carece de importancia. Lo comprenderá cuando le diga que sorprendí a lady Ferrals en sus brazos.
—¿En sus brazos? ¿No estará usted… dramatizando la situación?
—Juzgue usted mismo. Ocurrió hace unas tres semanas. Sir Eric cenaba aquella noche en casa del alcalde, y yo había ido a un espectáculo de ballet en Covent Garden. Dado que tengo mi propia llave, entré en la casa sin hacer ruido e incluso sin encender la luz. Siempre suelo hacerlo así porque conozco el lugar como la palma de mi mano, y además sir Eric detestaba que mis salidas nocturnas no fueran discretas.
»De modo que ya subía la escalera cuando oí una risa y unos susurros. Venían de las habitaciones de lady Ferrals y me di cuenta de que la puerta de su vestidor estaba entreabierta. El débil rayo de luz que salía de su interior me permitió distinguir al tal Stanislas que salía a hurtadillas. En el momento en que iba a cruzar el umbral, lady Ferrals se acercó a él y ambos se abrazaron… apasionadamente, antes de que él la apartara suavemente hacia el vestidor. —Sutton se interrumpió y, después de hacer dos o tres profundas inspiraciones, espetó en tono colérico—: Ella estaba casi desnuda, pues apenas puede llamarse vestimenta a aquel fino camisón de batista blanca… Eso fue lo que vi, pero confieso que a partir de entonces me dediqué a espiarlos.
—¿Y qué fue lo que oyó? —preguntó con esfuerzo Aldo, que tenía un nudo en la garganta.
—Oí muchas frases incomprensibles para mí, porque hablaban en su idioma y yo lo desconozco. Excepto una vez, una única vez, en que la oí decirle a él: «Si quieres que te ayude, primero tengo que ser libre, así que antes has de ayudarme tú». Eso fue cuatro días antes de que muriera sir Eric.
—¿Y todo eso se lo contó usted a la policía?
—Naturalmente. Aunque me había resultado difícil soportar que ella introdujera a su amante en la mansión, no había querido decir nada, pues confiaba en que sir Eric descubriera por sí mismo la verdad, cosa que no podía dejar de ocurrir. Pero cuando lo vi morir allí, casi a mis pies, fui incapaz de callarme. ¡Me habría gustado matarla con mis propias manos!
Se hizo un silencio. Morosini estaba intrigado: por una parte, aquella versión se parecía bastante a la de Wanda, cuya devoción por Anielka no la hacía sospechosa de mentir; por otra parte, ¡era tan distinta a la de la joven! Aldo sabía por experiencia que Anielka poseía cierto talento para urdir mentiras, pero le costaba mucho admitir que su habilidad llegara hasta tal punto. De modo que decidió acorralar a Sutton para obligarlo a defenderse.
—El hecho de que usted exprese tanta… rabia sin duda significa que quería mucho a sir Eric…, o bien que el odio que siente hacia su esposa…, porque usted la odia, ¿verdad?…, se debe a la circunstancia de que usted estaba enamorado de ella y ella lo rechazó.
El joven secretario soltó una risita mientras un relámpago iluminaba sus ojos, profundamente hundidos en sus órbitas.
—¿Que yo la amaba? No, no me inspiraba ninguna ternura, pero sí la deseaba —declaró con una brusquedad muy británica—. Confieso que la deseaba y todavía la deseo. Únicamente confío en que mi deseo muera al mismo tiempo que ella.
Nada había que añadir. Morosini acababa de enterarse de todo lo que le interesaba saber e incluso de algo más. Se levantó.
—Le agradezco que me haya hablado con tanta franqueza —dijo—. Aunque no estoy tan convencido como usted de la culpabilidad de lady Ferrals. En lo que se refiere a usted, creo comprender mejor sus motivaciones, si bien me parece que la principal han sido los celos.
—¿Los celos? Oh, no lo niego, pero no son del tipo que se imagina. No tenía celos de ella porque me negara su cuerpo y en cambio se lo ofreciera a un sirviente, sino por una razón muy diferente que no estoy dispuesto a revelarle. Le deseo que pase muy buenas tardes, príncipe Morosini.
—Lo mismo digo, pero además me gustaría desearle la paz del alma, a pesar de que no da la impresión de haber tomado un buen camino para lograrla.
Sin preocuparse de la llovizna, que no daba muestras de querer detenerse, Aldo decidió regresar a pie. Tenía necesidad de poner en orden sus ideas, y caminar siempre le había parecido estimulante para dicha actividad. Por añadidura, la distancia que debía recorrer no era muy grande. Con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos, se puso a andar a paso rápido a través de la luz incierta —el día declinaba—, en la que a veces surgía la silueta piramidal de un policía tocado con su casco y envuelto en su oscura capa. También se topó con algunos peatones, pese a que en ese barrio aristocrático la gente se desplazaba sobre todo en coche.
La entrevista con Sutton le había dejado un regusto amargo. Lo que le habían contado en el transcurso de aquel día lo había dejado indeciso, desanimado, con la impresión de que una red de mentiras se había precipitado sobre él impidiéndole cualquier movimiento. Las imágenes demasiado nítidas que había evocado el secretario lo trastornaban, sobre todo porque Sutton no negaba que había intentado seducir a Anielka. ¿Qué clase de mujer era ella en realidad? Y en la pareja formada por ella y Ladislas, ¿cuál de los dos manipulaba al otro? En cuanto a sí mismo, ¿debía creer en el amor que la joven afirmaba sentir por él? ¿Qué esperaba Anielka de su persona y hasta qué punto trataba de manipularlo? Todas estas preguntas se agolpaban en su mente, y lo que más le irritaba era no encontrar para ellas una sola respuesta. ¡Y pensar que hacía unas horas, al salir de Brixton Jail, estaba feliz y deseoso de defender a su amada de ojos dorados, de hacer lo imposible por salvarla! Mientras que ahora no sabía qué curso de acción seguir.
Le vino a la memoria una frase de Châteaubriand que su preceptor, Guy Buteau, le había repetido cuando, siendo adolescente, no tenía claro lo que quería hacer: «Ve hacia delante, a no ser que tengas miedo y prefieras cerrar los ojos».
¿Cerrar los ojos? La idea era tanto más inconcebible cuanto que se sentía casi ciego. Entonces, ¿seguir hacia delante? Pero ¿en qué dirección?
De pronto lo invadió una oleada de dolor, el dolor que siente todo hombre que teme haber entregado su amor a una mujer que no lo merece, y se hizo tan intenso que a punto estuvo de gritar y se vio obligado a apoyarse en una farola. Nunca había experimentado ese sentimiento de desesperación e impotencia, ni siquiera cuando, años atrás, tuvo que decir adiós a Dianora[6]. Quitándose el sombrero con un ademán brusco, cerró los ojos y dejó que la fría lluvia le empapara la cabeza. Sus lágrimas, que fluían a su pesar, se mezclaron con las gotas de agua.
Una voz femenina le hizo abrir los ojos.
—¿Necesita ayuda, señor? Parece usted indispuesto.
La desconocida, que se guarecía bajo un gran paraguas, era joven, bastante bonita y llevaba un tocado de terciopelo que resaltaba su tez luminosa. Morosini consiguió sonreírle.
—Gracias, señora. Ya se me está pasando. Es una antigua herida de guerra que a veces vuelve a atormentarme.
Ninguno de los dos pudo decir nada más, porque de una limusina verde que se paró junto a ellos surgió un chófer vestido con uniforme negro, el cual, acercándose a Morosini, lo tomó del brazo con tal autoridad que éste, pillado por sorpresa y con la guardia baja, no fue capaz de protestar.
—Su excelencia no debería salir con un tiempo así. Ya se lo he dicho a su excelencia, pero se niega a hacerme caso. Menos mal que lo he visto —dijo el chófer, cuyo aspecto mongol de pronto le resultó familiar a Morosini.
Mientras el conductor lo arrastraba hacia el vehículo, Aldo apenas tuvo tiempo de dirigir una última palabra de agradecimiento a la caritativa londinense, pues una mano lo atrajo al interior del potente automóvil y lo obligó a sentarse sobre los cojines de terciopelo. Se encontró junto a un hombre con el rostro parcialmente oculto por el ala de un elegante sombrero, unas gafas de sol y el cuello subido de una pelliza forrada de astracán. Pero lo que primero llamó la atención de Aldo fue el bastón de ébano y empuñadura de oro con el que jugueteaba una mano enguantada. Su sorpresa fue tan grande que de momento se le olvidaron sus pesares.
—¿Usted aquí? —dijo sin aliento—. ¡Qué inesperado!
—En efecto. Debe saber que sólo he venido para verlo, y que le hemos estado siguiendo desde que salió del hotel.
—Pero… ¿por qué?
—Porque al enterarme de la muerte de Ferrals me temí que ocurriría lo que está ocurriendo: el amor que siente por la hija de Solmanski ya ha empezado a destruirlo y lo conseguirá si no ponemos remedio.
—¿No exagera usted un poco? —protestó Morosini—. ¿Quedar destruido yo?
—Todavía no, pero ya lo verá. Piense que en unas pocas horas ha pasado de la felicidad a la duda y al sufrimiento. Porque usted está sufriendo, lo lleva escrito en la cara.
Morosini se encogió de hombros y se dedicó a secarse lenta y ostentosamente los cabellos con el pañuelo.
—¡Son cosas que pasan! —dijo, suspirando—. De momento tengo lá impresión de haberme vuelto idiota, ya no sé qué creer ni qué pensar.
—¿Y si pensase en otra cosa?
La voz profunda y con sonoridades de violonchelo de Simon Aronov tenía una entonación amable, pero Aldo percibió un velado reproche que le hizo sonrojar.
—Usted insinúa que no he venido aquí para ocuparme de los asuntos de lady Ferrals y confieso que tiene toda la razón —declaró—, pero se han producido nuevos acontecimientos. Seguro que ya lo sabe… y debe admitir que la muerte de Harrison ha cambiado muchas cosas. En la situación en que estamos Vidal-Pellicorne y yo, he creído que mientras Adalbert hacía averiguaciones yo podría dedicarme a la que…
—La que lo ha embrujado y por la que ya arriesgó usted la vida. Está dispuesto a volver a hacerlo y no puedo reprochárselo, es una reacción humana, muy propia, además, de su manera de ser. Pero yo le pido que evite mezclarse en este asunto…, por lo menos durante un tiempo. ¡Es demasiado peligroso!
—¿Peligroso? ¡Qué va! Hasta ahora he actuado de acuerdo con el superintendente Warren, a quien debo informar de lo que haya podido descubrir. ¿Dónde está el peligro?
—En el Claridge. Solmanski acaba de llegar de América.
—Lo sé. Ayer lo vi entrar en casa de su yerno y salir de allí furioso.
—Reconozca que tenía por qué estarlo. Volvía tranquilamente con objeto de asistir a la venta del diamante, encantado sin duda de haberse enterado de la muerte de su yerno, cosa que le iba a permitir recobrar a la vez el zafiro, o lo que creía ser la piedra original, y una cuantiosa fortuna. En cambio, arrestan a su hija y la Rosa de York ha desaparecido. Y se trata de un hombre que detesta las contrariedades.
——No me cabe duda, pero eso no me aclara por qué corro peligro al tratar de encontrar al verdadero asesino.
—Recuerde lo que le dije en Venecia: si se cruza en el camino de Solmanski, de inmediato estará en peligro. Ha de comprender que su hija es su mejor instrumento y que no permitirá que nadie se interponga entre ellos dos.
—Sólo quiero interponerme entre ella y la horca. ¿Por ventura no sabe que está perdida si nadie acude en su ayuda, y que se enfrenta a un fiscal empeñado en hundirla? Ningún abogado defensor conseguirá que su acusador cambie una coma de la inculpación.
—Estoy de acuerdo con usted, pero ¿por qué no deja que Scotland Yard haga su trabajo? Esos policías son muy hábiles y capaces de atrapar a ese polaco que ha huido. Además, Solmanski nunca permitirá que su preciosa hija sea ejecutada, ni siquiera condenada. No quiera usted inmiscuirse en este lío. De hecho, ¿no acaba de decirme que ya no sabe qué pensar?
—Es verdad, lo he dicho, pero es que usted no lo puede comprender.
—Entonces, explíquemelo —suspiró Simon Aronov—. No tengo ninguna prisa y Wong puede dar otras dos o tres vueltas a Hyde Park. Usted ha hablado hoy con tres personas. Tal vez yo podría ayudarlo a ver las cosas más claras si quisiera contarme lo que le han dicho.
—Pensándolo bien, ¿por qué no?
Aldo sabía exponer los hechos sin entrar en detalles, de modo que consiguió relatar sus tres entrevistas sin volver a sentir la angustia que antes lo había atormentado.
—¡Bueno! —exclamó cuando hubo terminado—. ¿Qué le parece? ¿Cuál de las versiones es la auténtica? ¿Quién dice la verdad?
—Ninguno de ellos y todos. Cada uno se aferra a «su» verdad y la disfraza según su propio temperamento. El secretario se regodea en su papel de vengador hasta el punto de no negar su frustración sexual, pero es difícil creer que un patrón pueda inspirar una devoción tan honda como para justificar ese encarnizamiento con Anielka. La fiel criada vive con la nostalgia del enamoramiento adolescente de su señora. En cuanto a lady Ferrals, la inesperada visita de usted le hizo el efecto de la aparición milagrosa del Caballero del Cisne. Ha comprendido que usted sigue amándola y seguramente eso ha influido en su relato, quizá de una forma inconsciente, porque es todavía muy joven.
—¿No quiere usted creer que ella me ama?
—Sí, ¿por qué no? Supongo que lo quiere… también. Pero no se aferré a esta única idea. Perderá la razón… y quizá la vida, ¡créame! Termine lo que ha empezado yendo a contarle al superintendente su visita a la cárcel. Luego retírese del asunto, al menos durante un tiempo. Lo que hay que hacer es seguir la pista del diamante antes de que se borre.
—¿La pista? Pero si no tenemos ninguna, ya que la piedra que ha causado los asesinatos es falsa.
—Tal vez si buscan ustedes la falsa tendrán más probabilidades de encontrar la auténtica. ¿Qué está haciendo Adalbert en estos momentos?
—No se separa de un periodista bajito y astroso que ha tenido la suerte de ver salir a los asesinos. Por lo visto eran chinos —añadió Aldo, mirando de reojo al chófer.
—Todos los orientales no son chinos, pero ese periodista sin duda no conoce lo que los diferencia unos de otros. Por ejemplo, Wong ha nacido en el país de la Mañana apacible, es coreano. Dicho esto, creo que Adalbert hace muy bien al dar importancia a las informaciones más nimias.
—Y yo debería hacer lo mismo —dijo Morosini, esbozando por primera vez una leve sonrisa—. Pero, en resumidas cuentas, ¿por qué piensa que buscando la gema falsa encontraremos la verdadera? No hay ninguna razón que apoye esta idea. Han matado a Harrison únicamente para apropiarse de lo que creían ser la joya del Temerario y no hay más.
—A menos que, al ver que la campaña de cartas anónimas no daba resultado, la persona que buscamos haya encontrado ese medio simple y práctico de retirar de la circulación un objeto molesto sin darse a conocer.
—En cuyo caso lo habrá destruido y no encontraremos nada.
El Cojo emitió una risita afable e indulgente.
—¿Es posible que conozca tan poco a sus clientes y colegas, los que sienten pasión por las joyas antiguas? La que ha sido robada es una copia, ¡pero es tan perfecta y tan bella! Si el propietario del diamante auténtico es el inductor del asesinato, no querrá separarse de ella, sino que la conservará, en calidad de curiosidad, con el mismo celo que la piedra original.
—A estas alturas yo ya debería saber que usted tiene salida para todo —dijo Aldo sin conseguir ocultar su malhumor—. Sin embargo, nada indica que la pieza en cuestión siga en Inglaterra, ni siquiera que su hermanastra esté en el país. El hecho de emplear a orientales…
—Es algo facilísimo en Londres para quien puede pagar. Los barrios bajos junto al Támesis están llenos de chinos y de individuos de toda ralea que son la escoria del imperio. De todos modos, el recorrido del diamante hasta nuestros días demuestra que Inglaterra siempre ha tenido sus preferencias.
—¿Conoce usted ese recorrido? Por mi parte, sólo sé que era el motivo central de una alhaja de buen tamaño que representaba las armas de la casa de York y que recibía el nombre de la Rosa Blanca, y que ésta desapareció junto con otras joyas a raíz del saqueo del campamento del Temerario después de la batalla de Grandson, en 1476. Dicen que la ciudad de Basilea adquirió en secreto algunas de esas alhajas, a pesar del acuerdo suscrito con otros cantones que deseaban reunir el tesoro entero. Más adelante, Basilea las vendió a los Fugger de Augsburgo.
—No a «los» Fugger, sino a Jacob Fugger, el hombre más rico de Europa en aquella época. El de la rama de la flor de lis, que se distinguía de los de la rama de la ardilla, de menor rango. Aunque por entonces el diamante que constituía la flor en sí ya había sido extraído del conjunto. Pero la piedra era tan hermosa que Jacob se negó a venderla y fue su sobrino Mathias el que, después de la muerte de su tío, se la cedió a Enrique VIII de Inglaterra junto con un rubí que también había pertenecido al duque de Borgoña.
»El diamante formó parte del tesoro de la Corona inglesa hasta que Carlos I se lo regaló a su favorito, George Villiers, duque de Buckingham, para agradecerle el haber llevado a buen término las negociaciones de su matrimonio con Enriqueta de Francia. La Rosa de York…, ya no se llamaría de otro modo…, fue heredada por el segundo duque, y a partir de ahí su pista desaparece. Según habladurías de la corte, parece ser que éste la perdió en una partida de naipes contra la actriz Nell Gwyn, a la sazón amante del rey Carlos II y encinta del hijo que iba a darle en aquel año de 1670. El niño sería uno de los numerosos bastardos de ese soberano demasiado adicto a los placeres y que nunca logró tener un heredero con su esposa, Catalina de Braganza.
—Eso bien podría ser la verdad, a mí me parece muy plausible. Y a partir de entonces, ¿ya no se sabe nada más?
—Poca cosa. Se rumorea que la piedra fue a parar dos o tres veces a manos de usureros que, por ser judíos, no ignoraban la tradición del pectoral. Pero una cosa es segura: desde el siglo XVII la Rosa de York no ha salido nunca de esta isla.
—Quizá tenga usted razón. Sin duda ya sabe de qué modo se realizó el robo en la joyería de Harrison, ¿no?
—Confieso que desconozco los detalles. Este crimen me ha cogido por sorpresa.
—Pues bien, los asesinos debieron de enterarse, por alguna indiscreción, de que una dama muy anciana y muy noble deseaba ver el diamante en privado antes de que fuera depositado en la sala Sotheby’s. Entraron en la joyería casi pisándole los talones, pero ella tuvo tiempo de huir con ayuda de su doncella y de regresar a su casa, donde se acostó. Sin embargo, lo que resulta chocante, a tenor del relato que usted acaba de hacerme, es que la dama en cuestión es lady Buckingham.
Aronov profirió una exclamación.
—¿Lady Buckingham? ¿Está seguro?
—Sin duda alguna. Harrison no habría aceptado su visita si se hubiera tratado de una persona corriente.
—Me ha dejado estupefacto, querido amigo. Resulta que conozco a esa señora. Creo recordar que no sólo tiene muchos años sino que tiene paralizadas las piernas.
—Según lo que me han dicho, su doncella casi la llevaba en volandas, y además no es raro que bajo el influjo de una fuerte emoción el cuerpo sea capaz de un esfuerzo especial. Y desde luego ella anhelaba admirar esa piedra que había pertenecido a su antepasado.
—Mmm…, sí. A pesar de todo, me parece muy extraño. Ya sé que la marquesa lleva una vida muy retirada desde que se considera una ruina…, en otros tiempos fue una belleza…, que jamás recibe a nadie y que, por así decirlo, incluso la sociedad la ha olvidado, pero se me antoja que, dado su título, su posición y su estado de salud, habría conseguido fácilmente que Harrison se desplazara a su casa para satisfacer su deseo.
—Tal vez habría sido una imprudencia, sobre todo si ella reside muy lejos. Y además, Harrison habría necesitado una escolta de policía y todo ese jaleo hubiera podido atraer a la prensa a la puerta de lady Buckingham. Y como ella lo que quiere es recogimiento y silencio…
—Probablemente tiene usted razón —dijo el Cojo—, pero de todos modos debo tratar de averiguar más cosas.
—¿Está pensando en una impostora? Es imposible: la dama fue hasta allí en su propio coche, con sus propios criados.
—No lo dudo, no lo dudo. Sin embargo, quiero estar bien seguro. Bueno, hablemos de usted. ¿Puedo confiar en que ahora se dedicará a la búsqueda de la Rosa?
—Por supuesto, pero si por eso debo abandonar a lady Ferrals…
—Pues es justamente lo que va a hacer, príncipe Morosini.
La voz de terciopelo oscuro había adquirido de repente un tono imperioso.
—En la isla de San Michele y en el mausoleo de sus padres le ofrecí devolverle su palabra. Lo rechazó muy noblemente sin que eso me sorprendiera. Pero ahora es demasiado tarde para echarse atrás.
—¡Si no es eso lo que quiero! —exclamó Aldo, mortificado—. Quizá me sea posible dedicarme a las dos cosas a la vez.
—No, se lo acabo de decir, no conviene que entre en el campo de visión de Solmanski. De momento, y aunque a usted le parezca de mal gusto, debemos aprovecharnos de que tiene otras tareas más urgentes que la de correr tras el diamante con el peligro de toparse con la policía. ¿Me comprende?
—Sí, está muy claro y no se preocupe, no le fallaré. Sin embargo, si tengo la suerte de descubrir un hecho que pudiera ayudar a lady Ferrals, ni usted ni nadie me impedirá utilizarlo —afirmó Morosini con tozudez.
De nuevo, el rostro impasible del Cojo se iluminó con una sonrisa teñida de ironía.
—Nunca le he pedido que se arrancara el corazón. Pero, como siento por usted aprecio y amistad, temo que eso suceda muy pronto y trato de defenderlo contra usted mismo. Ahora debo marcharme. ¿Quiere que lo acompañe de vuelta al hotel?
El coche acababa de doblar la esquina de Hyde Park y avanzaba por Picadilly.
—No, déjeme aquí. Ya casi hemos llegado y no es prudente que este coche se detenga ante las luces del Ritz. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Londres?
—Nunca permanezco varios días en Londres. —De pronto, Simon Aronov se echó a reír—. ¡No puede ocultar su deseo de deshacerse de mí, querido príncipe! Pero va a quedar satisfecho. Hasta la vista.
Los dos hombres se dieron en silencio un apretón de manos. Un instante después, cuando su pasajero se hubo apeado, el Daimler efectuó una impecable media vuelta y se alejó sobre el asfalto mojado con un ruido de seda rasgada. Plantado sobre la arenosa acera que bordeaba Green Park, Morosini contempló cómo se perdía en la oscuridad de la noche.
En el vestíbulo del hotel reinaba una agitación desacostumbrada. La subasta en Sotheby’s ya había tenido lugar, pero, aunque la sala había puesto a la venta algunas piezas de valor, en conjunto había resultado bastante decepcionante debido a la dramática desaparición de la joya principal. Un buen número de aficionados al arte y la orfebrería que se alojaban en el Ritz intercambiaban impresiones mientras se disponían a partir. La opinión general era la siguiente: como nadie sabía cuándo aparecería el diamante y ni siquiera si sería posible encontrarlo algún día, lo mejor era que cada uno regresara a su casa para esperar las eventuales noticias. Todo el mundo hablaba a la vez, de manera que la gran sala deslumbrante de luces y armoniosamente decorada con plantas verdes y flores parecía un jardín poblado de aves parlanchinas.
En medio de esa muchedumbre, Adalbert Vidal-Pellicorne daba la impresión de ejercer de director de orquesta. Trataba de persuadir a aquellos señores de que confiaran en la inigualable pericia de Scotland Yard, que, según los más recientes rumores, esperaba recuperar muy pronto la joya robada. Sus palabras iban dirigidas sobre todo a los que habían acudido desde muy lejos: desde la otra orilla del Atlántico, Sudáfrica o la India.
De pie en el centro de un grupo de cuatro personas, peroraba con un aplomo que hizo sonreír a Aldo, pero éste, considerando que su amigo estaba perdiendo el tiempo, se acercó a él y lo apartó a un lado, no sin antes haber distribuido con desenvoltura disculpas y saludos.
—¿A qué viene tanto empeño en que esta gente se quede en Londres? ¿Acaso defiendes ahora los intereses de la sala Sotheby’s?
—En absoluto, defiendo los nuestros, pues mientras el propietario de la joya auténtica crea que hay un nutrido grupo dispuesto a apoderarse de la falsa no estará tranquilo. Imaginará que la prensa oculta información y entonces tal vez cometa una imprudencia. Has hecho mal al no dejarme continuar.
—¡No digas tonterías! Todas esas personas carecen de interés a pesar de que son muy ricas.
—¡Ah! ¿Es eso lo que piensas? Fíjate en ese que se dirige ahora hacia el ascensor, ese tipo alto vestido de gris que parecería un clérigo si no fuera tan elegante. ¿Sabes quiénes?
—¿Cómo voy a saberlo? No soy adivino.
Después de dirigirle una gran sonrisa, Adalbert pasó a explicarle con fruición:
—¡Es un banquero suizo, hombre! Uno de Zúrich a cuya esposa conozco muy bien, incluso podría decirse que demasiado bien.
—¡No me digas que se trata de Moritz Kledermann!
—El mismo. Ha venido hasta aquí impulsado por lo que considera un deber sagrado: devolver a su país la piedra del Temerario que fue ilegalmente arrebatada a los cantones por la codiciosa Basilea. Lo que significa que estaba dispuesto a pagar el precio más alto.
—Morosini no contestó, pues estaba examinando atentamente a aquel personaje que, a pocos pasos de él, aguardaba con calma el ascensor. Se dijo que no se lo había imaginado como un cincuentón de rasgos finos e inteligentes bajo una frente amplia, cuyos cabellos de un rubio entrecano formaban dos profundas entradas que dejaban al descubierto un cráneo de poderosas proporciones. Aunque jamás había pensado en el aspecto que podía tener el marido de su antigua amante, lo creía más grueso, más mazacote, más… suizo. En realidad, al casarse con él, Dianora no había demostrado tener mal gusto. Ese hombre tenía mejor presencia que la mayoría de los caballeros allí presentes.
«¡Y pensar que podría ser mi suegro! —pensó, divertido, al recordar la propuesta que le había hecho su notario veneciano el mismo día en que regresó a Venecia después de la guerra—. Si su hija se le parece, quizás hice mal en no proponerme siquiera verla».
—¿Quieres que te lo presente? —preguntó Vidal-Pellicorne, que disfrutaba al ver la sorpresa de su amigo.
—¡Ni se te ocurra! ¿Ha venido solo? —inquirió Morosini, presa de una súbita inquietud.
—¡Claro! Reflexiona un poco. Si la bella Dianora estuviera en el Ritz, o simplemente en Londres, ya se sabría. No es una mujer muy dada a ocultar su resplandor bajo una tapadera. Pero ahora cuéntame qué tal te ha ido la visita a la cárcel.
—Bien…, bueno, más o menos bien, pero he visto a mucha más gente de la que te imaginas. Después de Anielka, me he encontrado con Wanda, su doncella, y he ido a visitar a John Sutton. Y los tres me han dado una versión tan distinta de lo sucedido que ya no sé qué pensar. Finalmente he dado una vuelta en coche con Simon Aronov.
—¿Está aquí?
—Eso parece. Me ha raptado en un coche verde conducido por un chófer coreano. Según él, lo ha hecho por mi bien y me ha obsequiado con un auténtico lavado de cerebro. Lo que pretende es que deje de ocuparme del asunto Ferrals.
—No anda errado. Nunca es bueno perseguir dos liebres a la vez. Pero más vale que me cuentes todo eso en el bar mientras bebemos algo reconfortante. Estás empapado y no tienes aspecto de encontrarte bien.
Con un cuidado casi paternal, Adalbert ayudó a su amigo a quitarse la gabardina mojada y se la entregó a un criado antes de conducirlo a un rincón tranquilo.
—¡Cuéntame! —dijo, después de haber hecho el pedido al barman.
Cuando Morosini hubo terminado su relato, Vidal-Pellicorne lo contempló con aire perplejo y, echando hacia atrás el rubio mechón que continuamente le caía sobre la nariz, inquirió:
—¿Qué es lo que sientes?
Aldo, que bebía absorto su whisky, se encogió de hombros con la mirada perdida.
—No lo sé muy bien…, aparte de un gran cansancio.
—En ese caso, si quieres creerme, sigue el consejo de Simon. Debe de estar muy preocupado por ti cuando ha salido de las sombras. Y confieso que comparto su inquietud. No dispones de ningún medio para socorrer a la bella cautiva. En cambio, Warren tiene muchos. Cuéntale tu entrevista y después déjale que busque al polaco. Si te inmiscuyes, corres el riesgo de intervenir a destiempo en su investigación.
Estas reflexiones eran del todo razonables y Morosini lo reconoció de buen grado, por lo cual prometió que se abstendría de intervenir en el desarrollo de las investigaciones policiales.
—¡Bravo! —exclamó Adalbert, recuperando su amplia sonrisa y haciendo chocar su vaso con el de su amigo—. Para recompensarte, voy a procurarte una distracción. Esta noche vamos a hacer de Shakespeare en el barrio chino.
—¿En el barrio chino? ¿Quién te ha metido en la cabeza esa idea? Seguro que ese tal Bertram.
—Exacto. Cree tener una pista, pero le gustaría que fuésemos a explorarla con él.
—¿Por qué? ¿Tiene miedo?
—Mmm…, me parece que sí. Trata de comprenderlo: Cootes es un joven valeroso en casi todas las circunstancias, pero a los chinos les tiene terror. La sola posibilidad de caer en sus manos le produce náuseas. Se imagina sometido a uno de esos miles de suplicios chinos tan ingeniosos: encerrado en un cuarto con cientos de ratas, por ejemplo, o cortado en minúsculos trocitos mediante un cuchillo manejado por un experto. Así que no le apetece en absoluto ir a merodear por Limehouse, su barrio, a solas y de noche.
Aldo se echó a reír.
—De hecho —comentó—, la cosa no parece muy divertida. ¿Dónde nos encontraremos con él?
—En una taberna del Strand que suele frecuentar. Mientras tanto te propongo una cena suculenta para emprender esta aventura en buena forma. Mejor aquí, donde no hay peligro de que la comida nos haga daño.
—¡Excelente idea! Vamos a cambiarnos de ropa.
—Hablando de comida, acabo de recordar que estamos invitados a cenar pasado mañana en casa de la duquesa de Danvers. Bueno, tú estás invitado, porque desea presentarte a una amiga norteamericana que quiere conocerte, pero como la duquesa es una señora muy bien educada, me ha invitado a mí también. Seré tu carabina —concluyó Adalbert con su buen humor habitual.
Morosini, que estaba terminando su whisky, hizo una mueca.
—¿Una norteamericana? La idea no me seduce. La mayoría de los norteamericanos tienen mucho dinero pero bastante mal gusto. Y cuando se trata de antigüedades, lo confunden todo.
—¡Bah! No será muy complicado. Siendo mujer, seguramente querrá hablarte de joyas. Me sorprendería que te pidiera una cómoda Luis XV. Y además, me encantará pasar una velada entre la alta aristocracia inglesa. Es un ambiente que conozco muy poco, por no decir nada.
—¡No me digas! ¿Ahora resulta que eres un esnob?
—Hombre, no, pero reconozco que me hace gracia ver de cerca un palacio real, una corte, todo un boato que ya no es cosa corriente. Resulta un cambio agradable comparado con nuestros ministros, que siempre parecen llevar luto. Por no hablar de las recepciones en el Elíseo, que son pesadísimas.
—No voy a negarte ese placer. ¡Iremos a la cena!