Adalbert Vidal-Pellicorne se ciñó el cinturón del Burberry como si quisiera partirse por la mitad, se subió el cuello, bajó la cabeza y refunfuñó:
—Nunca pensé que saldría tan caro convertirse en el amigo de infancia de un periodista, que encima no es una figura. Hemos recorrido una docena de pubs, sin contar el Grenadier, donde se ha empeñado en obsequiarme, a expensas de mi bolsillo, claro, con el menú que el duque de Wellington encargaba para sus oficiales: buey a la cerveza, patatas hervidas con mantequilla y rábanos blancos, y, de postre, tarta de manzanas y moras cubierta de crema. Sin contar los innumerables litros de cerveza. ¡Hay que ver lo que es capaz de despachar, el muy bruto!
—Si es un individuo interesante, puedo sufragar parte de los gastos. Sería lo justo.
—Oh, es apasionante, con la condición de que te guste Shakespeare. Cada treinta segundos te suelta una cita, pero acabas por acostumbrarte. Es un tipo tan curioso como aficionado a empinar el codo.
Los dos amigos bajaban por Picadilly hacia Old Bond Street, donde estaba la joyería de George Harrison. Sólo disponían de dos horas para conseguir que les enseñaran el diamante que hacía correr ríos de tinta, pues a primera hora de la tarde un camión blindado escoltado por la policía debía trasladarlo a Sotheby’s, en New Bond Street, es decir, a unos cientos de metros de distancia, donde permanecería hasta la subasta. El acontecimiento tendría lugar dos días después.
El tiempo no era muy agradable para pasear, pero las calles estaban muy animadas, pues la habitual llovizna londinense no lograba desanimar a unas gentes habituadas a ella desde hacía siglos. Todos los transeúntes llevaban paraguas y las cúpulas de seda negra ondulaban en la distancia como un rebaño de corderos caracul. Desdeñando empuñar ese accesorio molesto, Aldo y su amigo se protegían con un impermeable y una gorra de buena calidad.
—¿Y qué es lo que sabe tu nuevo amigo de la infancia? —preguntó Morosini—. Por cierto, ¿cómo se llama?
—Bertram Cootes, y trabaja de reportero en el Evening Mail. En realidad, está relegado a la sección de perros atropellados, y se comprende, porque se parece bastante a un podenco. Pero, al igual que su modelo, tiene las orejas muy largas, de modo que no se le escapa nada. A decir verdad, ha sido una suerte que me topara con él.
—¿Y cómo os habéis encontrado?
—Por casualidad. Yo estaba tomando una copa en una taberna de Fleet Street cuando estalló una discusión entre el dueño y un cliente. Éste se quejaba, claro está, de que la cuenta era muy abultada, y como ya estaba un poco achispado la conversación iba subiendo de tono. Entonces llegó un tercer individuo, un tal Peter, que en seguida comprendí que también trabajaba en el Evening Mail, aunque en una sección importante. Bertram, que todavía estaba sediento, le pidió que le prestara unas libras. El otro se negó en un tono despreciativo y lo llamó pelagatos. Entonces Bertram le dijo que se arrepentiría de no haberle ayudado, porque él iba a ganarle por la mano en el asunto Ferrals. El tal Peter se rió en sus narices y se tomó su bebida. En cuanto él se marchó, entré yo en escena. Me presenté como un colega francés enviado a Londres para cubrir la subasta de Sotheby’s e hice ver que ya nos habíamos conocido en Westminster unos meses atrás, con ocasión de la boda de la princesa Mary con el vizconde Lascelles. Como podrás imaginar, ese Bertram nunca ha cubierto, ni siquiera de lejos, un acontecimiento de tal importancia, pero se sintió halagado. De inmediato pagué su cuenta y le propuse que fuéramos a cenar. Eso trajo consigo el menú de Wellington y todo lo que ya sabes.
—¡No sé nada en absoluto! ¿Ese periodista está realmente enterado de algo referente a la muerte de Ferrals?
—Puedes estar seguro, pero me ha costado mucho que soltara prenda. Aunque estaba como una cuba, se aferraba a su secreto como un perro a un hueso. Para hacerle hablar, le he prometido que le contaría todo lo que lograra averiguar sobre el diamante, que, como es natural, es un tema que le interesa. Porque su periódico, al igual que los demás, continúa recibiendo montones de cartas anónimas, ahora llenas de amenazas: si no retiran la joya de la subasta, correrá la sangre.
—Eso también resulta interesante, pero…
Se interrumpió. La elegante vía pública que hacía un momento estaba simplemente animada, se estaba convirtiendo en una especie de maremágnum. El centro del alboroto era un establecimiento cuya discreción y severa decoración a la antigua, muy británicas, no lograban ocultar su opulencia. Se trataba de una de las joyerías más prestigiosas de Londres.
Se oyeron unos gritos, seguidos casi al instante de los pitidos de los silbatos de la policía. Por supuesto, todo el mundo se precipitó en aquella dirección.
—Es en la tienda de Harrison, no cabe duda —declaró Morosini, que conocía bien el local por haberlo visitado varias veces—. Algo grave habrá pasado.
Los dos amigos se lanzaron hacia allí abriéndose paso entre la multitud sin preocuparse de si pisaban un pie, rozaban un costado o levantaban protestas, pero consiguieron su objetivo. Sin embargo, un fornido policía plantado ante la puerta del establecimiento les cerró el paso.
—Soy periodista —proclamó Adalbert blandiendo un pase de prensa cuya aparición sorprendió bastante a su compañero, que le murmuró al oído:
—Recuérdame que te pregunte de dónde has sacado esto.
No obstante, el pase, ya fuera auténtico o falso, no produjo el efecto deseado, porque el policía declaró:
—Lo siento, señor, no se puede entrar. Las autoridades llegarán de un momento a otro.
—Puedo comprender que no deje pasar a la prensa —dijo Aldo con una sonrisa cautivadora—, pero yo soy amigo de George Harrison y estoy citado con él. Somos colegas y…
—Lo siento de veras, señor. Es imposible.
—Por lo menos permítame hablar con su secretaria, la señorita Price.
—No, señor, no verá a nadie mientras Scotland Yard no esté aquí.
—Díganos al menos qué ha ocurrido.
La expresión del agente se ensombreció como si le hubieran hecho una proposición indecente. Desde debajo del casco, levantó la mirada por encima de aquel caballero tan insistente y la posó con aire abstraído en el mar de cabezas que se agitaban en el otro extremo de la calle.
En ese momento, Morosini oyó que alguien susurraba a su espalda:
—Yo sí que he visto algo, y como usted me ha dado un valioso consejo al decirme que me acercara por la tienda de Harrison alrededor de las once, se lo voy a contar.
Aldo se volvió y descubrió a Vidal-Pellicorne hablando confidencialmente con un hombrecillo tocado con un sombrero de fieltro empapado, al que identificó en seguida como el reportero del Evening Mail.
Este personaje conseguía la hazaña de combinar un cuerpo regordete con una cara alargada de podenco melancólico, y los cabellos, que llevaba bastante largos, «a lo artista», todavía acentuaban más su parecido con el can. Lo único que Adalbert no había mencionado era su juventud, mientras que Aldo siempre había pensado en él como en un veterano enganchado a la barra de los pubs.
—¿Y qué es lo que has visto, Bertram, amigo mío? —le preguntó el arqueólogo—. Tranquilo, éste es el príncipe Morosini, del que ya te he hablado.
Los ojos castaños y vivos del periodista aquilataron brevemente la noble figura del veneciano al tiempo que declamaba:
—«Piensa antes de hablar y sopesa antes de actuar.» —levantó un dedo con ademán sentencioso antes de precisar—: Polonio, en Hamlet, acto I, escena III. Pero creo que puedo arriesgarme.
—Ya te había advertido que la tercera parte de sus discursos son citas del insigne Will —comentó Adal por lo bajo, y dirigiéndose al reportero, añadió—: Repito la pregunta, ¿qué es lo que has visto?
—Vengan por aquí —dijo Bertram apartándolos hacia un lado, con gran satisfacción de los demás curiosos—. Cuando he llegado, había dos coches negros; uno era un digno Rolls-Royce, algo anticuado pero bien conservado, y el otro un gran Daimler, mucho más moderno y conducido por un chófer casi invisible. De pronto, he visto salir de la tienda a una anciana lady vestida de luto riguroso y sostenida por una enfermera. La dama corría todo lo deprisa que le permitían sus frágiles piernas mientras profería unos grititos sin sentido. Se la veía aterrada. La enfermera tenía la misma expresión, aunque conservaba el dominio de sí misma. Esta mujer ha empujado prácticamente a su patrona al interior del Rolls sin siquiera dar tiempo al chófer de salir a abrirle la portezuela, y le ha gritado a este que arrancara en seguida. El coche se ha alejado como si huyera de un incendio. Aguarden, que todavía hay más —dijo al ver que los dos amigos intercambiaban una mirada de sorpresa—. Unos segundos después, dos hombres han salido de la casa a la carrera. Eran unos orientales muy bien vestidos. Se han metido en el Daimler, que ha arrancado con un chirrido de neumáticos mientras en el interior de la tienda se oían unos gritos terribles. Naturalmente, esto ha llamado la atención de los dos policías que recorren día y noche la acera, y se han precipitado hacia la tienda. He querido seguirles, pero me lo han impedido a pesar de que «nada se persigue con un afán más ardiente que…»La llegada de dos coches policiales que venían a toda marcha interrumpió la cita de El mercader de Venecia. Sin embargo, Bertram Cootes prosiguió:
—¡Mírenlos! ¡Ahí están! Las autoridades, y no las de menor rango. El superintendente Warren y su burro de carga habitual, el inspector Pointer, los ases de la brigada criminal. Me imaginaba que se trataba de un robo, pero debe de haber corrido la sangre. ¿Me permiten? Tengo que volver al trabajo. Nos veremos más tarde, en el Black Friars, por ejemplo. Está en…
Se deslizó entre la muchedumbre, aún más densa que antes.
—No importa —le dijo Adalbert—. Sé dónde está. Anoche me arrastró hasta allí, aunque no lo recuerde. En cualquier caso, con todo lo que nos ha contado va a adelantarse a sus colegas.
Morosini no respondió. Observaba a los dos inspectores entrando en la joyería. No debía de ser agradable caer en sus manos, y por desgracia eso era lo que le había ocurrido a Anielka.
Por su físico, Gordon Warren se asemejaba a un ave prehistórica. Alto, flaco y calvo, tenía los ojos redondos y amarillos y la mirada fija y suspicaz de un pájaro. El viejo macfarlane, de un gris deslucido, le colgaba de los huesudos hombros como las alas membranosas del pterodáctilo. Su rostro bien afeitado, de labios finos y duros, no denotaba la menor benevolencia. Por lo demás, el superintendente pretendía ser la imagen misma de la Ley, clarividente e inflexible.
A la zaga de esta impresionante silueta, el inspector Jim Pointer pasaba casi desapercibido pese a ser más cuadrado. Su cara de mentón encogido y largos incisivos superiores le daba cierto parecido con un conejo, de modo que cuando deambulaba en pos de su jefe, como en aquel momento, este último siempre daba la impresión de regresar de una cacería.
Cuando Warren salió solo de la joyería, los curiosos habían sido apartados para dejar sitio a un grupo de periodistas que habían aparecido detrás de los inspectores, pero Bertram Cootes defendía valerosamente su posición en primera fila. La jauría de sabuesos se abalanzó sobre el superintendente, al que asediaron a preguntas cuya vehemencia éste aplacó con un gesto autoritario.
—Poco puedo decirles a los señores de la prensa. Únicamente que no deseo que se inmiscuyan en una investigación que puede ser muy delicada.
—¡No exagere, súper! —exclamó uno de ellos—. Ya ha utilizado el mismo truco con el asesinato de sir Eric Ferrals. Para usted todas las investigaciones son delicadas.
—No me queda otro remedio, señor Larke. Las circunstancias son las que mandan. Sólo les diré una cosa: el señor Harrison acaba de recibir una puñalada mortal y el diamante que esta tarde debía ser depositado en Sotheby’s ha desaparecido. En cuanto sea posible, les daremos más información. Pero ¿qué es lo que quiere usted? —agregó dirigiéndose a Bertram, que, haciendo gala de una gran valentía, lo había agarrado de la manga.
—Es que he visto al…, mejor dicho…, a los asesinos —farfulló este muy excitado.
—¡No me diga! ¿Y qué hacía usted allí?
—Nada…, estaba de paso.
—Entonces venga conmigo. Y trate de explicarse con claridad.
Sustrayendo a Cootes al asedio de sus colegas, que sin duda querían acribillarlo a preguntas, lo empujó al interior de su vehículo, que arrancó al instante ante la mirada estupefacta de Peter Larke, el periodista que la víspera se había mostrado tan poco caritativo.
—¡Vaya! —comentó Vidal-Pellicorne—, si Bertram es capaz de moderar su afición a la botella, su carrera podría dar un giro inesperado. Por cierto, no me habías dicho que conocieras a Harrison.
—Conocerlo es mucho decir. He tratado dos veces con él por asuntos de negocios, aunque en ninguna de las dos ocasiones lo vi en persona, lo que no impide que recuerde el nombre de su secretaria. Te confieso que me gustaría mucho hablar un momento con ella. Por desgracia, no sé qué aspecto tiene.
—No es oportuno ponerse en contacto con ella ahora. Además, no podremos quedarnos aquí mucho rato más.
En efecto, dos agentes de policía despejaban de curiosos el lugar, mientras dos empleados cerraban la tienda como si la jornada laboral hubiera llegado a su fin.
—Simon Aronov no había previsto este drama ni la entrada en escena de esos orientales. Había preparado con mucha astucia la trampa en la que debía caer el verdadero propietario del diamante, pero, a partir de ahora, no sé cómo lo vamos a descubrir. La subasta no se celebrará y volverá a caer una cortina de silencio —suspiró Vidal-Pellicorne con una melancolía poco habitual en él.
—A menos que dicho propietario sea el instigador del asesinato y haya pagado a esos sicarios para que eliminen a un rival que le resultaba molesto, según podrían indicar las cartas anónimas enviadas a la prensa. Si quieres saber mi opinión, tal vez siguiendo la pista de la joya falsa podamos encontrar la auténtica.
—Es posible que tengas razón, pero en este crimen abyecto hay algo que me inquieta. No resulta coherente con las notas anónimas.
—Sin embargo, decían claramente que si no se cancelaba la subasta en Sotheby’s correría la sangre. Y el derramamiento de sangre acaba de tener lugar —repuso Aldo.
—Sí, pero demasiado pronto. Estas amenazas seguramente apuntaban al eventual comprador. Era a él a quien querían asustar. Me pregunto si no nos hallaremos ante alguien que cree que la joya que iba a subastarse es auténtica y que se ha valido de este medio radical para apoderarse de ella sin desembolsar un céntimo.
Esta vez, Morosini no replicó. Era posible que Adalbert tuviera razón, aunque también podía tenerla él. De todos modos, ambos se hallaban ante un callejón sin salida que dificultaba mucho la realización de su misión común. Si no se encontraba de inmediato al asesino y la piedra preciosa, acaso tuvieran que ponerse de nuevo en contacto con el Cojo, incluso marcharse, como harían los ricos amateurs que habían llegado a Londres atraídos por esa venta. Pero Aldo sabía que no era capaz de resignarse, porque sería como declararse vencido, y esta mera idea le resultaba insoportable. Aunque quizá fuera todavía más insoportable la perspectiva de regresar a Venecia abandonando a Anielka a un destino terrible. Si no conseguía liberarla, la joven corría peligro de ser ahorcada. Y Aldo la había amado demasiado —quizá la amara todavía— para soportar la estremecedora imagen de su preciosa cabeza rubia siendo tapada por una capucha antes de que la trampilla se abriera bajo sus pies.
—No hace falta que te pregunte si estás pensando en cosas tristes. Lo llevas escrito en la cara.
—No puedo negarlo. Pero con todo este jaleo no me has dicho lo que «tu amigo Bertram» te ha contado sobre el asunto Ferrals.
—Hablaremos de ello mientras comemos y aguardamos a que llegue. Si no tienes nada en contra de los mejores welsh rarebits de Inglaterra, acompáñame al Black Friars. Es un sitio agradable y así mataremos dos pájaros de un tiro.
Mientras decía esto, hizo señas a un taxi que los condujo al barrio del Temple donde, entre Fleet Street y el puente siempre atestado de Black Friars, se encontraba el establecimiento. Bertram había demostrado tener sentido común al citarlos allí, pues los clientes habituales del bar pertenecían tanto al ambiente judicial como al de la prensa. Además, con sus paredes de madera pulida por los años y sus utensilios de cobre brillante, el Black Friars resultaba bastante simpático.
Aldo tuvo tiempo de apreciar su confort, pues hasta que no estuvieron instalados en una especie de compartimiento con asientos tapizados de cuero negro no se decidió su amigo a comunicarle por fin sus informaciones.
—Como no vas a encontrarlas agradables, prefiero que estés bien sentado antes de oírlas.
Aunque el joven Cootes no se daba cuenta de ello y se empeñaba en beber como una esponja para olvidar sus sinsabores, la suerte le favorecía más de lo que imaginaba. Cuando, el día después del crimen, había ido a husmear por los alrededores de la residencia de los Ferrals, se había topado con la también joven Sally Penkowski, una amiga de la niñez que servía de doncella en la casa. Ambos habían nacido en la misma calle de Cardiff y eran hijos de minero. El padre de Sally, un inmigrante polaco, se había casado con una mujer del lugar y se había quedado allí. Trabajaba en la mina, al igual que el padre de Bertram, y los dos perecieron víctimas de la misma catástrofe. De resultas de ello, Bertram acabó por aborrecer un oficio que de todos modos no pensaba ejercer. Se fue a Londres con la intención de convertirse en periodista, cosa que logró después de muchas vicisitudes. Llevaba años sin saber nada de Sally, hasta que esa mañana el azar se la puso delante. Y con toda naturalidad, la criada se había desahogado con su amigo contándole sus penas más íntimas.
No lloraba la muerte de Ferrals, sino la desaparición del criado polaco que dos meses atrás había entrado a servir en la mansión, recomendado por la dueña de la casa. La desdichada joven se había enamorado a primera vista de aquel Stanislas Rasocki, si bien era consciente de que no tenía ninguna posibilidad de ser correspondida: hasta un ciego habría visto que estaba loco por su encantadora señora.
—Él y la señora se conocieron allá, en Polonia, antes de la boda de milady —le contó la joven a Bertram—. Tal vez incluso se amaron y todavía se amaban. En varias ocasiones les oí susurrar juntos cuando creían estar solos, y aunque hablaban en polaco yo lo entendía todo. Ella le suplicaba que tuviera paciencia, que no hiciera nada que pudiera perjudicar su causa y hacerle correr a ella unos riesgos inútiles; Oh, no hablaban nunca mucho rato y yo no pillaba todo lo que decían porque hablaban en voz baja, pero lo que me sorprendía era que la señora lo llamaba Ladislas.
El cuchillo que Aldo sostenía se le escapó de la mano y cayó al suelo con un sonido metálico. Pero éste no pareció darse cuenta, de modo que fue Adalbert quien llamó a un camarero para que trajera otro. Morosini se había quedado inmóvil como una estatua. Para hacerle volver a la realidad, el arqueólogo le dio unos golpecitos en el brazo.
—¡Ya sabía yo que mi pequeña revelación te impresionaría! —exclamó muy satisfecho—. Tenías toda la razón cuando le preguntaste a lady Danvers si estaba segura del nombre de pila.
—Puedes llamarlo un presentimiento, pero algo me decía que tenía que tratarse de aquel muchacho. Lo que me gustaría saber es cómo volvió a encontrarlo Anielka y por qué se atrevió a meterlo en casa de su marido. Empiezo a creer que es aún más falsa de lo que imaginaba.
Como había perdido el apetito, apartó su plato, sacó un cigarrillo y lo prendió con una mano ligeramente temblorosa.
—¡Vamos, vamos! No hagas juicios temerarios que más adelante podrías lamentar —dijo Adalbert—. Mientras tanto, debes refrescarme la memoria. Me parece que ya me habías hablado de un personaje que llevaba este nombre, pero te confieso, que he olvidado un poco los pormenores. ¿Quién es realmente?
—Es aquél por quien ella trató de suicidarse en dos ocasiones y yo se lo impedí. En el Nord-Express y en los jardines de Wilanow. Allí es donde la vi por primera vez[3].
—¡Ah! Ahora lo recuerdo. El estudiante pobre y desde luego nihilista, con el que ella deseaba escapar para compartir su miseria…, hasta que se enamoró de un príncipe cuarentón, veneciano y de sienes plateadas…
—Es un comentario de muy mal gusto —gruñó Aldo.
—Es posible, pero me limito a decir la verdad. Las últimas noticias eran que la joven te quería a ti. Incluso te lo escribió en una nota que tuvo el atrevimiento de darte delante de las narices de su marido. Entonces, si partimos de la premisa de que era sincera, lo lógico sería que la presencia de un antiguo amor la incomodara. Sobre todo porque estamos en Londres y no en Varsovia. Seguro que no fue ella quien lo hizo venir.
En medio de su arrebato teorizador, Adalbert se interrumpió para beberse de un trago la mitad de la cerveza.
—¡Continúa! —lo apremió Aldo—. ¿Crees que ese polaco acudió a ella por iniciativa propia?
—Por descontado. Acuérdate de los retazos de conversación que sorprendió Sally. Anielka le suplicaba que no pusiera en peligro su causa ni tampoco a ella misma. Sin duda él acudió a su compatriota para que lo ayudara. Quizá pretendía obligarla haciéndole chantaje. Tú no estás al tanto de cuáles eran sus relaciones.
—No lo niego, pero a él no le cuadra nada endosarse la librea de criado. Tiene un orgullo infernal.
—Todos los revolucionarios son así. Desde las alturas de su ideología intransigente, desprecian al burgués. Pero cuando se trata de servir a la Causa, están dispuestos a hacer cualquier cosa. Incluso a lustrar los zapatos de un capitalista que encima era comerciante de armas, como el pobre sir Eric.
—¿Sospechas que ese tipo forzó a Anielka a admitirlo en su casa?
—No pudo ser de otro modo. Me imagino que él le contó una historia enternecedora, le hizo recordar el pasado, etcétera. Y después va y mata al marido, emprende la huida y la abandona en medio del embrollo.
A medida que Adalbert desarrollaba su teoría, Morosini se sentía revivir. En esos momentos todo le parecía muy claro…, excepto por un detalle.
—Entonces, dime por qué Anielka se limitó a llorar al enterarse de que el polaco había huido y, lo que es peor, rogó a los policías que lo dejasen en paz alegando que no tenía nada que ver con el asunto, y luego se dejó encarcelar en su lugar. Eso no tiene ni pies ni cabeza.
—Salvo si… Veo dos soluciones: o bien la ha amenazado con algo terrible si lo inculpa, algo que hace que ella prefiera ir a la cárcel, o bien la ha conquistado de nuevo. Y como ella está enamorada otra vez de él, espera librarse del apuro al tiempo que su galán queda a salvo. Cosa que implicaría, evidentemente, y espero que me perdones, que en el corazoncito veleidoso de lady Ferrals se ha producido el proceso inverso y ya no te quiere a ti. A menos que…, ¡ah, eso también sería posible!, que os ame a los dos. Creo haberte dicho ya que las mujeres eslavas son impredecibles.
—Lo dijiste, en efecto, pero no es necesario que lo repitas.
Morosini pidió un café y consultó su reloj.
—Tu amigo Bertram no aparece a menudo por aquí. Si no te importa, dejaré que lo esperes tú solo. No hace falta ser dos para escuchar sus confidencias…, si es que tiene algo que decir.
—¿Y tú adónde vas? Porque seguro que albergas algún propósito.
—Claro. Pienso ir a Scotland Yard y pedir que me reciba míster Warren.
—¿Crees que te comunicará los últimos hallazgos de su investigación? Ése no es amigo de hacer confidencias.
—Tampoco se lo pediré. Lo que quiero es que me autorice a visitar a Anielka en la cárcel.
Vidal-Pellicorne reflexionó un instante y meneó la cabeza.
—No es mala idea. Sólo te arriesgas a que no te lo conceda, pero, si me permites un consejo, no le hables del asunto Harrison.
—No soy idiota. Ese asunto te lo dejo a ti… de momento. Nos veremos en el hotel.
Al salir del Black Friars, Aldo vio que hacía un tiempo todavía peor que antes, pero aun así decidió ir caminando a su destino. La primera mitad del día había estado llena de emociones y sentía necesidad de hacer un poco de ejercicio. Después de encasquetarse la gorra y meter las manos en los bolsillos, echó a andar dando largas y rápidas zancadas en dirección al severo edificio bautizado como New Scotland Yard[4]. Construida hacia 1890 con el oscuro granito extraído de las landas de Dartmoor por los penados de la penitenciaría cercana, la sede de la famosa policía británica, diseñada según el estilo señorial escocés, tenía la forma de un torreón dotado de múltiples ventanas, de modo que se asemejaba a un vigía cuyos cien ojos estuvieran clavados día y noche sobre la ciudad, el puerto, el país, el imperio… El conjunto producía escalofríos, sobre todo si uno sabía que Scotland Yard albergaba un museo de los horrores, el Black Museum, que exhibía una nutrida colección de reliquias criminales.
El sargento que montaba guardia en la puerta acogió al visitante y su petición con bastante cortesía, hizo uso de un teléfono interior para saber si uno y otra eran aceptados, y finalmente encomendó al primero a uno de sus subordinados, encargándole que lo condujera a su destino. El aristócrata extranjero tenía mucha suerte: no solamente el superintendente estaba en su despacho sino que consentía en recibirlo.
Sin su macfarlane a lo Sherlock Holmes, Gordon Warren no presentaba tanto parecido con un pterodáctilo. Vestido con un traje gris oscuro de corte impecable, su aspecto coincidía más con lo que era en realidad: un alto ' funcionario consciente de sus responsabilidades, aunque también capaz de recordar los modales de un gentleman. Señaló un asiento a su visitante con una mano que tal vez careciera de finura, pero que se veía fuerte y bien cuidada. Con la otra, depositó sobre la mesa la tarjeta de visita que Aldo había entregado al policía que lo había acompañado.
—¿El príncipe Morosini, de Venecia? Le ruego que me perdone, pero no estoy muy al corriente de las costumbres europeas. ¿Cómo debo llamarlo, alteza, excelencia o…?
—Nada de eso, simplemente príncipe, señor o sir —le dijo Aldo sonriendo un poco—. Le aseguro, superintendente, que no he venido aquí para comentar con usted las características del protocolo europeo.
—Se lo agradezco. Me han dicho que desea hablarme del caso Ferrals. ¿Era usted amigo de sir Eric?
—Como tuve el privilegio de haber sido invitado a su boda, podría decirse que sí. Pero, en realidad, de quien soy amigo es de la señora Ferrals, a la que conocí en Polonia cuando era todavía la hija soltera del conde Solmanski.
La pregunta brutal lo alcanzó de improviso, aunque fue lanzada en un tono apacible.
—Y naturalmente, está enamorado de ella, ¿no?
Morosini la oyó sin pestañear, y se permitió el lujo de sonreír mientras sostenía la mirada del policía.
—Es muy posible —contestó—. Pero reconozca que es difícil no sucumbir ante tanta gracia y belleza. Sobre todo cuando uno es italiano y medio francés.
—También un británico puede sentir esas emociones, a menos que tenga que enfrentarse muy a menudo con los innumerables rostros del crimen… Me imagino que ha venido a verme para decirme que ella no es culpable, que corro el riesgo de ser responsable de un error judicial…
—Supongo que un hombre de su experiencia no mandaría a la cárcel a una mujer de su edad…, tiene veinte años…, y de su alcurnia por puro capricho.
—Gracias por tener tan buena opinión de mí —dijo Warren con un ademán irónico—. En tal caso, ¿qué puedo hacer por usted?
—Concederme el favor de poder visitarla en la cárcel.
Creo conocer bastante bien a su prisionera y es muy posible que acceda a aclararme lo que ocurrió cuando murió su esposo.
—Oh, eso ya lo sabemos. Ella le entregó a sir Eric un papelillo contra la migraña, él echó su contenido en el vaso de whisky, lo bebió y se murió. Si a eso añadimos que un momento antes habían tenido una violenta disputa, y que hacía ya varias semanas que el matrimonio no se llevaba bien…
—Lo que me habría extrañado sería lo contrario, dada la manera en que el matrimonio había empezado. Pero ¿no le parece una insensatez envenenar a alguien delante de tantos testigos? Y le aseguro que lady Ferrals no es ni estúpida ni insensata. Creo que, antes de detenerla, habría sido prudente encontrar a ese criado polaco que, si no me han informado mal, sirvió el whisky con soda antes de desaparecer de un modo tan oportuno.
—Tengo intención de atraparlo, se lo aseguro, aunque no hemos encontrado restos de estricnina ni en la botella ni en el agua.
—Si el muchacho es un poco hábil, pudo habérselas arreglado para echar el veneno en el vaso mientras escanciaba el whisky. No es posible que sea inocente. Además, habría que saber de qué modo presionó a lady Ferrals para introducirse en su casa. No olvide que Ladislas es un nihilista.
Bajo las tupidas cejas, los ojos amarillos del pterodáctilo se hicieron todavía más redondos.
—¿Ladislas? Pero ¿no se llama Stanislas Rasocki?
—Ignoro su apellido, pero su nombre de pila es Ladislas.
—Está empezando a interesarme, príncipe. Cuénteme algo más y quizá le conceda la entrevista.
Morosini le relató lo que sabía de las pasadas relaciones entre Anielka y su antiguo pretendiente. Warren, que había vuelto a sentarse a su mesa de despacho, lo escuchó dando golpecitos con la pluma estilográfica sobre un expediente.
—Eso explica por qué ella lloraba tanto y se negaba a inculparle —comentó—. En tal caso, se la podría acusar de ser cómplice o incluso instigadora, lo que seguiría siendo muy grave. Y de todas formas ha sido detenida por «haber envenenado o hecho envenenar» a su marido.
—Espero que sus siguientes investigaciones le demuestren que lady Ferrals es inocente. Pero ¿por qué motivo su abogado, durante la vista preliminar, no obtuvo para ella la libertad condicional?
—En eso confieso que no tuvo suerte. La defendió un novato presumido que sólo se preocupaba de su peluca y de los pliegues de su toga. Él mismo cerró tras ella las puertas de Brixton.
—Sin embargo, un hombre de la importancia de sir Eric sin duda dispondría de los servicios de un primer espada del Derecho, ¿no?
—En efecto, pero sir Geoffrey Harden, que es el primer espada en cuestión, está cazando tigres con el marajá de Patiala, de modo que echaron mano de su pasante, que en mi opinión tiene más relaciones influyentes que talento. Cuando vea a lady Ferrals, aconséjele que tome a otro abogado defensor. Con el que tiene, a la pobre la aguarda la horca.
—¿Cuando vea a lady Ferrals? ¿Eso significa que me permite…?
—Sí, mañana mismo podrá ir a visitarla a la cárcel. Esta nota es un salvoconducto —añadió Warren al tiempo que le tendía un papel en el que había escrito unas palabras—. Espero que si averigua algo importante, o incluso aunque sea de poca monta, tenga la amabilidad de venir a decírmelo.
—Se lo prometo. Lo único que deseo es sacarla de ahí porque estoy convencido de su inocencia. Y hablando de eso, ¿puedo pedirle un consejo?
—Adelante.
—En ausencia de sir Geoffrey Harden, ¿a quién confiaría usted la defensa de un ser… querido?
Por primera vez, Morosini oyó reír al pterodáctilo. Fue una risa franca y sonora que lo hacía casi simpático.
—No estoy seguro —dijo éste— de que se ajuste a mi papel facilitarle un adversario duro de pelar frente al fiscal de la Corona, pero creo que me dirigiría a sir Desmond Saint Albans. Es astuto como un zorro y avieso como una víbora, pero conoce al dedillo las leyes y la jurisprudencia, y sus aceradas diatribas suelen hacer más mella en el jurado que las más hermosas parrafadas de lirismo. Nadie como él para aterrorizar a los jurados. Le advierto que es muy caro, sin duda porque es muy rico, pero supongo que la viuda de sir Eric tiene medios más que suficientes para satisfacer sus honorarios. Justamente el novato presumido consiguió la hazaña de enviarla a prisión al declarar en su alegato que su clienta estaba dispuesta a abonar cualquier fianza, por alto que fuera su importe. De ese modo el juez quedó convencido de que huiría en el primer barco.
—Conozco un poco a sir Desmond —suspiró Morosini, que al oír ese nombre había sentido un pequeño y desagradable sobresalto—. Hace poco asistí al entierro de su tío, el conde de Killrenan. Sir Desmond heredará el título…
—Y la fortuna, cosa que debe colmarle de alegría.
Como todos los coleccionistas, necesita mucho dinero… Por cierto, hablando de colecciones, a usted yo lo había visto antes. ¿No estaba hace un rato delante de la joyería de ese desdichado Harrison?
Aldo se dijo que desde luego ese hombre poseía una vista de lince, pero que en el fondo no sería peligroso contestar a su pregunta, pues, aunque en ella se traslucía un deje de sospecha, sin duda era debido a la deformación profesional.
—Jamás hubiera creído que fuera tan conspicuo —le comentó con una sonrisa—. Efectivamente, me dirigía al establecimiento de míster Harrison junto con un amigo, un arqueólogo francés que se interesa casi tanto como yo por las piedras antiguas. Y como da la casualidad de que soy un experto en este tema, queríamos examinar el famoso diamante antes de que fuera expuesto en la sala de subastas. Por desgracia, cuando llegamos allí el crimen ya había tenido lugar, y no se nos ocurrió nada mejor que unirnos a los mirones para tratar de enterarnos de más detalles. No le negaré que ardo en deseos de hacerle, a mi vez, una o dos preguntas.
—¿Tiene intención de asistir a la subasta?
—Por descontado…, y quizá me decida a pujar.
—¡Demonios! —exclamó el otro con una risa algo sarcástica—. Debe de ser usted muy rico.
—Digamos que lo soy en un grado razonable. Pero tengo varios clientes adinerados que pagarían sumas considerables a cambio de una pieza de tanta importancia.
—Puesto que está usted en el ajo, no ignorará que algunos sostienen que se trata de una copia. La avalancha de cartas que han recibido los periódicos…
—Precisamente por eso quería examinarla con mis propios ojos —dijo Morosini—. Por pura curiosidad, claro, porque ya tenía formada mi opinión basándome en la reputación de míster Harrison. Un joyero de su talla no se dejaría engañar por una burda falsificación —añadió con aire virtuoso.
Le producía un placer perverso proclamar la autenticidad de una piedra preciosa cuando sabía perfectamente que era falsa. Por su parte, el superintendente pareció descubrir los encantos de un gran clasificador verde oscuro, que empezó a acariciar mientras le dirigía a Aldo una sonrisa afectuosa.
—No lo dudo ni por un momento —manifestó con una voz repentinamente llena de dulzura—. Los asesinos tampoco lo dudaban. En lo que a mí se refiere, tengo la esperanza de ponerles la mano encima en un plazo lo bastante corto para que la subasta pueda realizarse. Son orientales y conocemos a un gran número de ellos. Ya he dado instrucciones: ninguna persona de raza amarilla podrá salir del país hasta nueva orden.
—¡Es usted muy expeditivo!
—¿Por qué no, si dispongo de los medios necesarios para serlo? El propio soberano desea que el asunto se resuelva pronto, ya que se trata de una alhaja que en el siglo XV pertenecía a la Corona.
—Le deseo que tenga éxito, pero ¿no querrá usted decirme cómo ocurrió el crimen? ¿Esos hombres emplearon la violencia para entrar?
Gordon Warren se decidió por fin a abandonar el clasificador después de darle unos estimulantes golpecitos.
—Ha sido un desdichado cúmulo de circunstancias —dijo con un suspiro—. Harrison debía recibir la visita de la anciana lady Buckingham, que le había pedido ver a solas esa gema que antaño había pertenecido a su antepasado, el célebre y fastuoso duque de Buckingham cuyo amor por una reina de Francia nos habría costado una guerra adicional de no haber sido por la puñalada que le asestó Felton. Es una dama de edad provecta que vive recluida en su residencia, sin recibir jamás a nadie y cuidada por unos criados casi tan viejos como ella. A Harrison le resultaba imposible no acceder a su petición, de modo que le dijo que la recibiría con mucho gusto. Pero, mientras ella estaba admirando el diamante, han irrumpido en el despacho del joyero dos individuos armados y enmascarados que, después de echar fuera a la señora, han asesinado a Harrison y escapado con el botín.
—¿Cree de veras que eso ha sucedido debido a un cúmulo de circunstancias?
Esta vez los ojos del superintendente se abrieron como platos.
—¿No irá usted a sospechar que lady Buckingham es cómplice de esa gente? Naturalmente, he mandado a Pointer a su casa para que le tomara declaración, pero la dama había tenido que acostarse y se encontraba en tal estado que habría sido cruel arrancarle una sola palabra. En su lugar ha hablado su doncella, que además estaba con ella en la joyería de Harrison. Ahora, príncipe, me temo que no puedo dedicarle más tiempo. Ya se imaginará que la investigación de dos casos tan importantes me exige mucho trabajo. Pero me agradaría volver a verlo… siempre que tenga alguna información que darme.
—Lo espero de todo corazón. Muchas gracias por haberme recibido.
Al abandonar Scotland Yard, Morosini no tenía muy claro lo que iba a hacer a continuación. No le apetecía mucho volver al hotel, pues seguramente Adalbert todavía no habría regresado. De pronto, le entraron ganas de ir a curiosear el ambiente que se respiraba en las proximidades de la mansión del crimen. Paró un taxi y se hizo conducir a Grosvenor Square.
—¿A qué número? —inquirió el chófer.
—No lo sé, pero tal vez usted conozca la residencia de sir Eric Ferrals.
—Desde luego. En cuanto se comete un crimen, la casa más anónima se vuelve famosa.
Situada en el centro del muy distinguido barrio de Mayfair, Grosvenor Square estaba rodeada de varias embajadas y residencias aristocráticas construidas casi todas en estilo georgiano. Habían sido edificadas durante el siglo XIX en ese lugar cercano al palacio de Buckingham por los nobles que estaban al servicio del rey.
—Ahí está —dijo el chófer señalando uno de los caserones más imponentes, delante del cual otro taxi acababa de detenerse—. ¿Quiere usted apearse o prefiere esperar a que ese vaya?
—Prefiero esperar.
En efecto, un hombre con atuendo de viaje salió del vehículo con tanto ímpetu que fue a aterrizar casi sobre los pies de uno de los dos policías encargados de vigilar la mansión y que, con las manos a la espalda, recorría la acera con paso firme y lento. Aldo reconoció de inmediato al conde Solmanski, recién llegado de Estados Unidos. Lo vio parlamentar un momento con los agentes, mostrarles algo que debía de ser un pasaporte y subir por fin los escalones que llevaban al porche sostenido por columnas. Poco después le abrieron la puerta de la casa, pero, como su taxi permanecía junto al bordillo, Morosini dedujo que el padre de Anielka sólo había ido de visita y no pensaba quedarse. Dadas las circunstancias, hubiera sido poco delicado por parte de un pariente de la supuesta asesina instalarse en casa del asesinado.
Adelantándose a la pregunta del taxista, Morosini declaró que aguardaría pacientemente. Al cabo de unos buenos diez minutos, Solmanski salió de estampía. Su observador notó que estaba muy colorado y hacía grandes esfuerzos por recuperar la calma. Sin duda, allí dentro acababa de montar en cólera. Se quedó un momento plantado en lo alto de los escalones hasta que su respiración hubo recobrado el ritmo normal, y entonces se colocó el monóculo en la órbita del ojo, se afianzó el sombrero en la cabeza y se metió en el taxi. Éste arrancó en seguida.
—¡Siga a ese coche! —ordenó Morosini.
La persecución fue muy corta. Justo el tiempo de rodear Grosvenor Square y de enfilar Brook Street, donde por fin el taxi de Solmanski se detuvo ante el hotel Claridge.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó el chófer de Morosini.
Aldo vaciló. Tenía ganas de apearse, de seguir al conde para cerciorarse de que iba a alojarse en ese palacio, pero no fue necesario, pues unos mozos transportaban ya al hotel el equipaje del padre de Anielka. Era evidente que ese peligroso personaje no se movería hasta que su hija dejara de estar encausada o hubiera sido juzgada.
Era realmente peligroso ese ruso ataviado con los despojos de un noble polaco que él se había encargado de enviar al extremo de Siberia. Simon Aronov se lo había advertido muy francamente a Morosini cuando, en el cementerio de San Michele de Venecia, le había revelado la verdad sobre su mortal adversario. Enemigo declarado de los hijos de Israel, Fiodor Ortchakov, el sádico verdugo del pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882, trataba por todos los medios de recuperar las piedras del pectoral y el propio aderezo, movido tanto por su amor al dinero como por su odio hacia Simon Aronov, el hombre que osaba encabezar la lucha contra el ruso y sus inquietantes amigos, a los que el Cojo se refería con el nombre de la Orden negra.
Hasta el momento, el falso Solmanski ignoraba el papel que había desempeñado Morosini en la búsqueda de las joyas desaparecidas. Lo veía simplemente como el último propietario del zafiro, que corría en pos del tesoro familiar que había perdido. Un especialista en alhajas antiguas, desde luego, pero que no era de temer, sobre todo porque el amor que sentía por su preciosa hija lo tenía paralizado. Sin embargo, Aronov había hablado muy en serio: si Aldo siguiera interponiéndose entre Solmanski y las gemas que faltaban, éste no vacilaría en rodear su nombre con un círculo rojo en la lista de los que convenía eliminar.
Esta perspectiva no preocupaba en absoluto al príncipe anticuario. El peligro nunca le había hecho retroceder, y además tenía la certeza de que aquel aventurero había propiciado, o quizás ejecutado, el asesinato de su madre, la princesa Isabelle. Y como no le gustaban las maniobras bajo cuerda, opinaba que cuanto antes se rompieran las hostilidades mejor.
En el ínterin, la situación del conde Solmanski permitía a Morosini actuar como simple observador, y eso no estaba mal. Hubiera sido inútil ir a pavonearse ante un enemigo más o menos aturdido por el asesinato de su yerno.
Por consiguiente, mientras el conde procedía a instalarse en el Claridge, Aldo encendió un cigarrillo y se hizo llevar al Ritz.