Era el extremo del mundo o casi…
Las Tierras Altas de Escocia terminaban allí, en las aguas cambiantes, agitadas, peligrosas, turbulentas, atravesadas por pérfidas corrientes del estuario de Pentland. Más allá, como último baluarte frente a los mares árticos que llegaban hasta el Polo, únicamente existían los torbellinos de bruma que envolvían las islas Orcadas y las todavía más lejanas islas Shetland, pobladas de ovejas de negras cabezas. Sin embargo, los dos archipiélagos cuyos habitantes conservaban la sangre y las tradiciones vikingas pertenecían a Gran Bretaña y la servían con fidelidad, pese a que sus raíces los atraían hacia Noruega, país al que habían pertenecido durante siglos.
Apoyado en la muralla medio derruida de una torre de vigía, Aldo Morosini contemplaba el salvaje y grandioso paisaje marino esforzándose por contener su emoción: anclado en medio de una pequeña rada, el Robert-Bruce se estaba separando para siempre de su viejo patrón, lord Killrenan, asesinado en Egipto unos meses antes y que el barco acababa de traer de vuelta a su tierra ancestral. El silbato del contramaestre despedía con su agudo sonido al capitán mientras los marineros bajaban el pesado féretro hasta el bote que aguardaba junto al casco largo y negro.
Cuando el bote se apartó, la sirena del barco relevó al silbato del contramaestre. Los marineros metieron al unísono los remos en el agua y pusieron rumbo a la orilla, donde una pequeña muchedumbre aguardaba junto a un pastor anglicano y a varios miembros de la familia. Ésta era muy reducida: en total se componía de seis personas, inmóviles y enlutadas, en cuya cara de circunstancias no se advertía ni rastro de aflicción. El hecho de que fueran hijos de la única hermana del difunto —por lo menos tres de ellos, ya que las otras tres eran sus esposas— no era óbice para su ausencia de pesar: eran los herederos, y con eso estaba todo dicho. Por eso Morosini prefería mantenerse apartado. Tenía intención de no acercarse a ellos hasta el último momento, pues su dolor era real. Quería mucho al viejo marino, pues aunque no estaban unidos por ningún lazo de sangre, durante muchos años sir Andrew había consagrado un amor discreto y ferviente a la princesa Isabelle, la madre de Aldo, asimismo fallecida.
Cuando Isabelle había enviudado, sir Andrew había reunido el valor suficiente para proponerle convertirse en la princesa de Killrenan, pero Isabelle de Montlaure, princesa Morosini, era mujer de un solo amor. También Killrenan era de corazón fiel, de modo que decidió ser el eterno viajero de todos los mares del mundo. Sin embargo, de cuando en cuando su yate echaba el ancla en el veneciano fondeadero de San Marco, a fin de que sir Andrew pudiera depositar, junto con el homenaje de su fidelidad, un enorme ramo de flores, especias raras y delicadas golosinas que había recogido durante sus viajes. Le hacía siempre la misma pregunta, recibía la misma respuesta y se marchaba sin desanimarse. Pasados dos o tres años volvía a aparecer con algo menos de cabello, unas cuantas arrugas más y todavía el mismo amor en el corazón.
Una sola vez, la última, el enamorado de Isabelle trató de hacerle aceptar un regalo excepcional, un objeto extraordinario y cargado de historia: una pulsera de esmeraldas y zafiros, obsequio del emperador mongol Shah Jahan a su adorada esposa Mumtaz Majal, en memoria de la cual haría construir más tarde el Taj Majal, acaso el sepulcro más bello del mundo.
Sin duda sir Andrew pecó de ingenuidad al confiar en que haría olvidar a Isabelle el valor del presente, que él solamente consideraba un homenaje y un símbolo de eterna fidelidad, porque la viuda de Enrico Morosini lo rechazó. De resultas de eso, tres años después Killrenan encargó a Aldo —que en el ínterin se había convertido en un anticuario experto en joyas antiguas— que vendiera la pulsera, pero con una condición categórica: en ningún caso la alhaja debía pasar a manos de una persona de nacionalidad británica, ya fuera hombre o mujer. Dicho esto, sir Andrew volvió a hacerse a la mar.
De momento, Morosini creyó que esa prohibición era un simple capricho y no la entendió. Pero poco después, cuando conoció a una de las sobrinas políticas del anciano, lo vio claro. Elegante, encantadora pero un poco inquietante, Mary Saint Albans albergaba en su cabecita rapaz una pasión insaciable y casi patológica por las piedras preciosas. Durante una prestigiosa subasta en el hotel Drouot de París, Morosini la había visto perder por completo el dominio de sí misma porque en la puja no había podido superar a un miembro de la familia Rothschild. Y cuando Mary Saint Albans había ido a visitar a Aldo en Venecia, casi se había arrojado a sus pies suplicándole que le vendiera la famosa pulsera, pues estaba convencida —con toda la razón— de que su tío Killrenan se la había confiado. Desde luego, su petición no tuvo ningún éxito.
Para desembarazarse de la joven, el príncipe anticuario trató de persuadirla de que lord Killrenan no le había entregado nada, y añadió que sin duda había preferido conservar su prenda de amor llevándosela consigo a aquel viaje alrededor del mundo que emprendía sin verdadera intención de regresar. Quizás incluso pensaba dejar la alhaja en la India, donde la habían tallado.
Por desgracia, sir Andrew no llegó más allá de Port Said, donde un ladrón, que además era un asesino estúpido, había asaltado su camarote. ¡Qué final tan siniestro, incluso sórdido, para un hombre que amaba hasta tal punto la inmensidad y la magnificencia!
En eso pensaba Aldo mientras allá abajo, en la ribera, los cuatro marineros más fornidos del Robert-Bruce, ayudados por cuatro vigorosos lugareños cuyas nudosas rodillas asomaban por debajo del kilt verde, rojo y negro, izaban el pesado ataúd de cedro sobre sus hombros para transportarlo a la cripta de su antigua y señorial morada. En ese preciso momento, dos gaiteros ataviados con el traje tradicional se llevaron a la boca el tubo de su cornamusa y un sonido estridente sustituyó al de la sirena del barco. Los gaiteros encabezaron el cortejo, seguidos de los demás. El observador solitario se limitó a verlos acercarse y a observar cómo los miembros de la comitiva hacían rodar bajo sus pies las piedrecitas del camino. La cuesta que conducía al castillo era empinada pero estaba en consonancia con él: también era de piedra y los bastos escalones que la jalonaban parecían la continuación de los muros adustos del castillo. Killrenan Castle era un alto e impresionante edificio cuadrado del siglo XII, un torreón que parecía lanzarse al asalto del cielo de las Tierras Altas y que tenía a sus pies, como una jauría de perros tendidos en el suelo, las dependencias formadas por las cuadras, las cocinas y otros servicios, junto con una capilla. Todo ese complejo seguía en parte encerrado dentro de la muralla que antaño lo protegía. En la actualidad, el castillo esperaba al último de sus descendientes por línea directa. Y en cuanto a los sobrinos, que a la sazón caminaban en pos del difunto, Morosini estaba convencido de que jamás llegarían a estar a la altura de sir Andrew.
El tiempo era benigno en ese mes de septiembre. Cohortes de nubes desfilaban hacia el este, dejando entre ellas grandes desgarrones azules atravesados por flechas de luz. En honor del último viaje terrestre de Andrew Killrenan, las Tierras Altas se habían adornado con sus mejores galas, que resultaban más valiosas por ser las más efímeras, pues pronto iban a quedar borradas por las brumas y las nieves del precoz invierno. Constituían una sorprendente sinfonía de tonos malva, índigo, violeta y grises tornasolados entre los que de vez en cuando estallaba, como una flor preciosa, el oro de un ramaje cuya gama de colores iba desde el amarillo pajizo hasta el bermejo oscuro.
Cuando el cortejo alcanzó el destartalado puente levadizo y el enorme portalón tachonado de clavos de acero, Aldo se dijo que tenía que unirse a él a fin de asistir a la última ceremonia. Se agachó para recoger del suelo el gran ramo de cardos azules ceñido por un lazo cuyos colores eran los del clan del anciano lord, pero en ese momento una mano arrugada se adelantó a él y una voz algo cascada comentó:
—¡Cardos, qué buena idea! El emblema del país, ¿verdad? Y además cuadran perfectamente con el viejo Andrew. Quizá le sirvan de consuelo por haber tenido que dejar su título y su mansión a esta gente.
Aldo volvió la cabeza y vio a su lado a un hombrecillo de tez apergaminada y morena, al que de entrada tomó por un duende de las landas debido a su baja estatura. Vestía una falda escocesa con escarcela, una banda a cuadros y un gorro cuyas plumas mostraban los colores del clan. Todo su atavío emanaba un fuerte olor de pimienta de Jamaica, cosa que atestiguaba que era el traje de ceremonia que sólo se sacaba del arcón para las ocasiones solemnes. Después de estornudar tres veces, el recién llegado se apartó procurando no ponerse de espaldas al viento.
—¿Cree usted que necesita consuelo? —le preguntó Aldo.
—¡No me cabe duda! Claro que también podría haberse fabricado él mismo sus herederos, en lugar de dedicarse a recorrer los mares durante tres cuartas partes de su vida. Si se hubiera casado con Flora Mac Neil, su situación sería otra muy distinta.
—¿Quién es Flora Mac Neil?
—La joven con quien su padre, el viejo Angus, quería casarlo. Me consta que la chica no era muy bonita, pero tenía buena salud y una dote respetable, y habría parido hijos fuertes. Pero, bueno, sir Andrew no la quiso. Aunque no me diga que durante sus periplos alrededor del mundo no podría haber encontrado una mujer de su gusto…
—De hecho, encontró una, pero no era soltera y, por desgracia, él nunca amó a otra más que a ella.
Con una expresión desolada, el duende se echó hacia atrás el gorro para rascarse los grises e hirsutos mechones que crecían debajo.
—¡Qué mala suerte! De todos modos, tendría que haber pensado en su descendencia. Desde donde está ahora, debe de ser un castigo muy cruel contemplar cómo los hijos de la difunta Margaret, su pobre hermana loca, van trotando detrás de su ataúd para apoderarse de todos sus bienes.
—¿Su hermana estaba loca? —preguntó Morosini, que ni siquiera sabía que sir Andrew tuviera un pariente tan cercano.
—No tanto como para encerrarla, pero poco le faltaba. Había que estar bastante chiflada para encapricharse de un inglés, que encima era magistrado, cuando hubiera podido elegir un marido entre media docena de muchachotes de nuestra tierra. Fíjese usted en el resultado. Ese Desmond Saint Albans, que será a partir de ahora el décimo conde de Killrenan, parece un bote de mantequilla. En su favor sólo puede decirse que tiene un buen sastre. Sus hermanos se le parecen… en una versión más blanda. Su mujer, bueno, es más bien guapa, sólo que no es de aquí y eso se nota. ¡Mire cómo se tuerce los tobillos al andar con esos tacones tan altos sobre las piedras del camino! Es una flor de ciudad. Nunca ha vivido en el campo. ¡Ah, todo esto es muy triste!
El veneciano contuvo una sonrisa: ¡el viejo tenía buena vista! Los bonitos tobillos de lady Mary, que las medias de seda negra afinaban aún más, corrían en efecto grandes peligros mientras su dueña se veía obligada a realizar milagros de equilibrio a cada paso que daba. Se aferraba al brazo del «bote de mantequilla», que no disimulaba su fastidio por tener que sostenerla, cuando él habría preferido caminar solo detrás del cadáver, como correspondía a su nuevo rango.
Para Aldo había sido una sorpresa descubrir que esta pareja eran los herederos. Desde luego, sabía por la propia lady Mary que estaba casada con uno de los sobrinos de sir Andrew, pero ella jamás le había insinuado siquiera que su marido era uno de los que más derecho tenía al legado. Entonces, ¿era a ellos dos a quienes tenía que dar el pésame? Resultaba una perspectiva muy poco agradable, pero no podía soslayarla.
—¡Tenga! —dijo el duende, suspirando, mientras le devolvía el ramo—. Ha llegado el momento de reunirse con ellos, ¿no? Están entrando en la capilla.
—Pero ¿acaso no piensa acompañarme?
—No. Sólo he venido para saludar a Andrew a su regreso a nuestra tierra natal, pero no tengo nada que hacer en el castillo de Killrenan. Si le digo que mi nombre es Malcom Mac Neil, sin duda lo comprenderá: soy hermano de la chica que él rechazó… Por cierto, ¿quién es usted?
—Un extranjero, un amigo leal… y el hijo de la que lo rechazó.
—¡Ah! En tal caso será mejor que de momento no se acerque y aguarde a que todos se hayan ido para poder rezar en paz. Estos extranjeros no se quedarán mucho rato. Seguro que no han previsto dar una draigie. No saben ni jota de nuestras costumbres.
—¿Una draigie? ¿Qué es eso? Nunca había oído esa palabra.
—La fiesta de los funerales. Es una costumbre gaélica. A los vivos les reconforta comer y sobre todo beber buen whisky brindando por el que se ha ido. Que pase un buen día, señor.
El hombrecillo se alejó a paso vivo por la landa, mientras que, haciendo caso omiso de su consejo, Aldo se dirigió al castillo.
La ceremonia que se celebró en la cripta de la capilla fue sencilla y breve: un corto sermón del pastor, unas cuantas oraciones y, al tiempo que las gaitas entonaban Amazing Grace, el féretro fue colocado en un nicho todavía vacío. Hecho lo cual, los asistentes salieron en silencio. Únicamente Aldo se demoró un momento para depositar los cardos azules sobre el ataúd murmurando un último adiós.
Aunque le tentaba la idea de quedarse allí un buen rato a fin de que los amigos y la familia tuvieran tiempo de dispersarse, Aldo supo resistirse a ella. Sería descortés no expresar su condolencia y, aunque sus relaciones con la reciente condesa no eran muy buenas, esquivarla sería un acto de cobardía.
Al llegar al patio de armas, comprobó que las predicciones del duende se realizaban. Era evidente que el nuevo lord no tenía la menor intención de recibir a nadie en el castillo: él y los suyos, alineados delante de la capilla, iban estrechando manos y contestando a los pésames con unas pocas palabras y una expresión compungida. Aldo se dirigió hacia ellos.
Cuando se presentó a sir Desmond y le dio la mano, vio que en los ojos de éste, bastante apagados hasta entonces, se encendía una chispa de interés. En el mundo de los coleccionistas de toda clase de cosas, pero sobre todo de joyas, el príncipe veneciano, convertido en anticuario por necesidad y en experto en alhajas antiguas por afición, era muy conocido. El nuevo lord Killrenan pertenecía a ese mundo, de modo que cogió la ocasión por los pelos.
—¿Piensa quedarse un tiempo en Escocia? —preguntó.
—No. Hoy mismo me esperan en Inverness y mañana estaré en Londres.
—Supongo que permanecerá allí unos días para asistir a la famosa subasta, ¿no? Para mí sería un placer entrevistarme con usted, si pudiera dedicarme unos momentos.
—¿Por qué no? —contestó con amabilidad Morosini, pensando para sus adentros que para él no sería ningún placer, pues el nuevo lord no le gustaba nada. Como había dicho el duende, su rostro producía la impresión de haber sido modelado en mantequilla, pero tenía la particularidad de parecer al mismo tiempo duro. Sin duda eso se debía a sus rasgos inmóviles y a su mirada gris y apagada como una piedra.
Aldo se inclinó brevemente ante los dos hermanos siguientes para llegar por fin ante la esposa de Desmond. Se preguntó cómo esa mujer tan preciosa había podido unir su destino al de un personaje tan poco atractivo. Claro que, como el hombre tenía fama de ser un ferviente coleccionista de jades antiguos, debía de poseer una cuantiosa fortuna, y además cabía la posibilidad de que se hubiera contagiado de la pasión de Mary por las alhajas. Pero Morosini se equivocó al creer que ésta se contentaría con que la saludara y le dirigiera unas pocas palabras atinadas. Sin siquiera tenderle la mano, la condesa le espetó:
—Confiaba en que vendría. Usted y yo tenemos que hablar.
—¿Hablar de qué, por Dios?
—Lo sabe muy bien, del brazalete de Mumtaz Majal.
—Ni la hora ni el lugar me parecen convenientes —dijo él con severidad—. Sobre todo porque no tengo nada que decir sobre el tema.
—No estoy de acuerdo. ¿Se atreve a negarme que me mintió cuando fui a verle y me aseguró que mi tío no se lo había dado? Entregó a nuestro notario una suma importante, producto de la venta de un objeto que le había confiado el difunto lord Killrenan.
—Es cierto. Mi viejo amigo me había dado en depósito un objeto, pero acompañado de una condición sine qua non: que no lo vendiera a ningún ciudadano británico, de cualquier sexo o características.
El rosado semblante, iluminado por unos ojos de un gris claro, se puso como la grana.
—¿Eso dijo mi tío? Y, por descontado, ese objeto era la pulsera, ¿no? ¿A quién se la vendió?
—La discreción es una de las principales reglas de mi profesión.
—Pero quiero saberlo…
—Querida, no deberías retener de este modo al príncipe Morosini —intervino la voz neutra de lord Desmond—. Lo están esperando, y nosotros debemos celebrar un consejo de familia. Nos veremos más adelante, ¿verdad? —añadió, dirigiéndole a Aldo una mueca que podía pasar por una sonrisa—. Por lo menos el día de la subasta, cuando todos estaremos allí.
El veneciano se inclinó sin decir palabra y abandonó el recinto del castillo para dirigirse al carruaje de alquiler que lo aguardaba en la landa. No le había gustado la última frase de sir Edmond: pese a su aparente amabilidad, le había parecido notar en ella una vaga amenaza. Pero de inmediato rechazó este pensamiento. Si empezaba a ver por todas partes enemigos y malas intenciones, no sólo no podría cumplir su misión, sino que acabaría por ver hombres negros y siniestros y elefantes rosas. El hecho de que la pasión por las piedras preciosas hubiera trastornado un poco a lady Mary y la circunstancia de que el fallecido sir Andrew detestara a su familia no significaban que el clan familiar estuviera compuesto de malhechores.
Había sido una suerte que por fin hubieran detenido al asesino del anciano lord —un hindú fanático que en la cárcel se había ahorcado con su propio turbante—, porque de otro modo Aldo habría achacado el crimen a los herederos. Para ser sincero, esta idea se le había ya ocurrido, a pesar de que el asesinato había tenido lugar lejos de los descendientes del duque.
Antes de subir al coche, dirigió una última mirada al viejo torreón feudal en cuya cima ondeaba el pabellón con los colores de los Killrenan, agitado por un viento súbito cargado de humedad. Lo más probable, se dijo con un matiz de desprecio, era que el anciano lord no gozara allí de otra compañía que la de sus antepasados.
El tiempo estaba empeorando. El cielo se cubrió de masas negras y las islas Orcadas se envolvieron en su manto de volutas brumosas. Abajo, en la pequeña rada, la tripulación del Robert-Bruce ya había subido a bordo y, después de izar el ancla, se despidió con un silbido de la sirena. Sin duda iba a estallar una tormenta y por consiguiente el barco tenía que encontrar un refugio más seguro. El carruaje también se puso en marcha para llevar de nuevo a Morosini a la capital de las Tierras Altas, Inverness, que se hallaba a unos doscientos kilómetros de distancia.
Si el tiempo no se hubiera estropeado, el viaje habría sido agradable, pues la carretera se dirigía hacia el sur bordeando el mar. Aldo se esforzó en no pensar en el amigo al que no volvería a ver más, para concentrarse en la subasta que sir Desmond acababa de mencionar, la de una alhaja histórica de gran valor llamada la Rosa de York. Se trataba de un diamante cabujón de buen tamaño, que en otros tiempos constituía el centro de un aderezo cuyos otros elementos habían desaparecido sin dejar rastro y que representaba las armas de la familia de York. En aquel entonces la joya se llamaba la Rosa Blanca, y había sido regalada al duque de Borgoña, Carlos el Temerario, por su tercera esposa, la princesa inglesa Margarita, con ocasión de sus esponsales, celebrados en Damme el 3 de julio de 1468. Después de la desastrosa batalla de Grandson, la alhaja se había esfumado junto con la mayor parte de los tesoros de Carlos el Temerario.
Pero la historia del diamante no comenzaba con la dinastía inglesa, sino que se remontaba a una época casi inmemorial. El cabujón había sido traído de la India por las caravanas de la reina de Saba, y ésta se lo había regalado al rey Salomón. Entonces fue engastado junto con otras once piedras preciosas en una gran placa de oro llamada pectoral del Sumo Sacerdote y elaborada por orden del Rey Sabio para el Templo de Jerusalén.
Después de haber padecido muchos avatares, el pectoral seguía existiendo, si bien le faltaban algunas piedras. A la sazón pertenecía a un hombre extraordinario, fuera de lo común: un judío cojo y tuerto, muy rico pero sobre todo muy culto y misterioso, conocido como Simon Aronov. Una noche de la última primavera, Aldo Morosini había sido invitado a reunirse con él en una vivienda secreta, a la que llegó después de un largo recorrido por las bodegas y los sótanos existentes bajo el gueto de Varsovia.
Lo que Simon Aronov quería era muy sencillo: que ese europeo experto en joyas antiguas le ayudara a recuperar las cuatro piedras que faltaban en el pectoral. Le movía una ambición muy noble, ya que una tradición judía auguraba que Israel recobraría su patria y su soberanía cuando se le devolviera, completamente restaurado, ese símbolo de las Doce Tribus.
Aronov no había escogido al azar al príncipe anticuario. La familia materna de Morosini poseía desde hacía siglos una de las cuatro piedras arrancadas al pectoral, un zafiro llamado el zafiro visigótico o la Estrella Azul, y el judío esperaba conseguir que su huésped se lo vendiera, pues ignoraba que su última propietaria, Isabelle Morosini, había sido asesinada por el delincuente que lo robó. Esa noche, el judío y el príncipe cristiano sellaron un pacto que resultó fructífero, porque dos meses más tarde, en la isla-cementerio de San Michele, en Venecia, Simon Aronov recibía de manos de su emisario el zafiro rescatado gracias a una loca aventura[1] que había costado varios muertos, ya que desafortunadamente las gemas arrancadas al pectoral atraían la desgracia.
La Rosa de York era, pues, la segunda pieza que faltaba, y la prensa británica, imitada por los principales diarios europeos, proclamaba a bombo y platillo que la subasta tendría lugar el 5 de octubre en la sala Sotheby’s, aunque nadie sospechaba en absoluto que la joya que se iba a licitar no era la auténtica, sino una copia admirable fabricada en sus menores detalles mediante un procedimiento que sólo el propio Simon Aronov conocía.
El razonamiento de éste era muy sencillo. Como tenía la certeza de que el diamante sólo podía estar en Inglaterra, oculto en el fondo de la caja fuerte de algún coleccionista especialmente discreto, esta maniobra constituía un farol de póquer basado en su profundo conocimiento del alma humana, y sobre todo del alma tan compleja de todos los coleccionistas, cualquiera que fuera su afición. Aronov había previsto que el poseedor del diamante auténtico no podría soportar el revuelo levantado por la piedra falsa a causa de uno de estos dos motivos: o bien el bullicio provocado por la noticia de la venta le inspiraría una duda insidiosa acerca de la autenticidad de su propia gema, o bien su orgullo no toleraría que una imitación levantara tanta admiración, codicia y hasta devoción. En cualquier caso, el propietario se manifestaría de uno u otro modo, y entonces Simon Aronov actuaría por la persona interpuesta de Aldo Morosini. Éste se proponía, nada más regresar a Londres, ir a visitar al joyero que por lo visto había descubierto la alhaja y la había lanzado a la hoguera de las subastas con la esperanza —secreta según la prensa— de incitar al gobierno de Su Majestad a adquirirla, a fin de que fuera a engrosar el Tesoro de la Corona, impidiendo con ello que un objeto perteneciente a la historia de Inglaterra abandonara la madre patria. Además, los periódicos relataban que míster Harrison había recibido varias cartas anónimas en las que se le hacía saber que el diamante era falso y que, si no cancelaba la subasta, sería desenmascarado públicamente. Toda una retahíla de razones para hacer una visita al lujoso establecimiento de Bond Street.
Era ya muy tarde y violentas ráfagas de lluvia empapaban las calles de Inverness cuando el coche dejó a su pasajero delante del hotel Caledonian.
Transido de frío, pues la temperatura había bajado de golpe, Aldo se precipitó al interior, anhelando sumergirse en una bañera llena de agua caliente —el Caledonian era el mejor hotel de la ciudad y poseía toda clase de comodidades— y animarse con una copa de la bebida nacional, cuando, al atravesar el vestíbulo, descubrió a su amigo Adalbert instalado en el bar, con un diario sobre las rodillas, un vaso de whisky en la mano y toda la apariencia de hallarse sumido en una honda meditación.
Como este último pormenor no era nada habitual en él, Aldo decidió abordarle para conocer la razón de una expresión tan sombría.
—¡Vaya, vaya! —exclamó mientras se sentaba en el taburete contiguo al de su amigo e indicaba con un gesto al barman que le sirviera lo mismo—. ¿A qué viene esa cara tan seria?
Adalbert Vidal-Pellicorne se sobresaltó, pero enseguida desplegó aquella sonrisa que raramente abandonaba sus labios. Él era el compañero más agradable del mundo: siempre optimista y sin cambios bruscos de humor, desde hacía unos meses él y Aldo habían trabado una amistad que, originada al principio por pura necesidad, se iba afianzando de continuo, con gran satisfacción por ambas partes, aunque su primer encuentro, propiciado por Simon Aronov, había tenido lugar en unas circunstancias bastante pintorescas. Vidal-Pellicorne era uno de los escasos hombres en quien el Cojo confiaba ciegamente, a pesar de que tanto el aspecto como la conducta del primero eran muy originales, por no decir extravagantes.
Físicamente, a sus cuarenta años aparentaba tener treinta. Alto y tan esbelto que producía la impresión de carecer de esqueleto, bajo su espeso y rizado cabello rubio, siempre despeinado, mostraba una faz de querubín, unos ojos azules y cándidos y una sonrisa angelical, cosa que no le impedía ser sagaz como un lince, fuerte como una roca y estar dotado de una habilidad manual realmente notable. Arqueólogo de profesión, sentía preferencia por la egiptología y conocía a fondo el mundo de las piedras preciosas. Escribía muy bien, se vestía con elegancia y poseía todas las cualidades de un epicúreo, de un perfecto hombre de mundo, de un hábil prestidigitador y de un cerrajero tan competente que habría suscitado la envidia del mismísimo Luis XVI. Gracias sobre todo a esas variadas aptitudes, Morosini había podido recuperar el zafiro y devolvérselo a Simon Aronov. Morosini quería mucho a su amigo, con todas sus virtudes y todos sus defectos, y valoraba el hecho de tenerlo como compañero en la peligrosa búsqueda del pectoral.
Adalbert no respondió a la pregunta de Aldo y se limitó a ampliar su sonrisa.
—Bueno, ¿qué me dices del entierro? —inquirió, apartándose con un gesto maquinal el mechón que continuamente le caía sobre una ceja—. ¿Qué tal ha ido?
—Lo sabrías si me hubieras acompañado.
—¡Habría sido pedirme demasiado, muchacho! Sólo he venido a este país medio salvaje para hacerte compañía. Además, me horrorizan los entierros.
—Para ver éste, valía la pena desplazarse. Ha sido de una sencillez llena de grandiosidad y de color local, y además me ha deparado una sorpresa.
—¿Buena o mala?
—No muy terrible. Aunque ya sabía que los Saint Albans pertenecían a la familia de sir Andrew, ignoraba que eran sus herederos directos. Ahora son el conde y la condesa de Killrenan. Esa descendencia no debe de gustarle mucho a mi viejo amigo. Los encuentro muy antipáticos a los dos, pese a que ella es muy bonita.
—Sir Andrew tenía que haber pensado antes en su descendencia y haber tenido hijos —dijo Adal, repitiendo sin saberlo el comentario del duende de la landa.
—Alguien me ha dicho lo mismo esta mañana. Verás qué aspecto tienen los condes el día de la subasta en Sotheby’s. Quizás incluso los veas antes, porque lady Mary todavía no ha digerido el asunto del brazalete.
—¿Crees que pujarán por la Rosa?
—Ella seguro que sí; se pone en trance en cuanto ve una joya. En cuanto a él, no tengo ni idea: colecciona jades raros, pero tal vez esté enamorado, y como parece un abogado bastante rico…
—¿Ejerce la abogacía?
—Eso parece.
Mientras Morosini se llevaba a los labios el vaso que acababan de servirle, Adalbert vació el suyo con la misma expresión pensativa de antes. Sin embargo, su amigo no tuvo tiempo de hacerle preguntas, porque, después de rascarse la punta de la nariz y exhalar un suspiro, dijo:
—Hablando de abogados, alguien que tú aprecias va a necesitar uno en seguida.
—¿De quién se trata?
—De Anielka Ferrals. La acusan de haber asesinado a su marido.
El vaso de Morosini estuvo a punto de escapársele de las manos, pero lo retuvo con un gesto nervioso. Su segundo reflejo fue el de beberse el whisky de un trago.
—¿Cómo te has enterado?
El arqueólogo levantó el periódico que seguía desplegado sobre sus rodillas, le dio la vuelta y se lo tendió.
—Lo pone aquí. No quería decírtelo por temor a descorazonarte aún más después del entierro de tu amigo, pero es inútil aplazarlo, más vale que lo sepas todo.
—Desde luego, lo prefiero.
Morosini leyó la noticia en un santiamén. Era una nota informativa breve, casi lacónica. Resultaba evidente que Scotland Yard guardaba un silencio prudente frente a los periodistas, con objeto de que no pudieran inmiscuirse en sus pesquisas y tal vez dificultarlas. Como existían serios indicios de que lady Ferrals había envenenado a su marido, la joven había sido conducida a la comisaría central de Canon Row y después presentada ante el juez, que le había denegado la libertad provisional. Acababa de ser encerrada en la cárcel de Brixton. La nota no decía nada más.
Mientras Aldo leía, Vidal-Pellicorne observaba a su amigo, que parecía anonadado. La indolente ironía que hacía tan atractivo aquel rostro fino y atezado, con perfil de condottiere, había desaparecido. Y cuando los acerados ojos azules se posaron en los suyos, Adalbert vio en ellos una sombra de dolor que confirmó sus inquietudes: a pesar de la terrible decepción que le había causado la joven polaca con la que por un instante había pensado casarse, Morosini seguía queriéndola. Guardándose mucho de hacer ningún comentario sobre el tema, Vidal-Pellicorne dijo:
—Lo que no puedo comprender es cómo las cosas han llegado tan lejos. —Suspiró—. Es imposible que sea culpable.
—¿Tú crees? ¡Sus reacciones son tan imprevisibles! A veces he tenido la impresión de que para ella la muerte, ya fuera la suya o la de los demás, carecía de importancia. Tal vez sepa amar, pero lo que es seguro es que sabe odiar. ¡Acuérdate de su boda y de los días que siguieron!
—¡Pero tienes que concederle unas circunstancias atenuantes! Su marido se había portado como un bruto con ella sin esperar siquiera a estar casados por la Iglesia. En cuanto a ti, estaba convencida de que la estabas engañando con la sublime Dianora Kledermann, tu antigua amante.
—Es posible. No obstante, de ahí a llegar a matar va un trecho muy largo. De todos modos, no sirve de nada darle vueltas. Cuando mañana lleguemos a Londres, quizá nos enteremos de algo más… A propósito, tú que conoces a todo el mundo, ¿tienes algún conocido en Scotland Yard?
—Ninguno. Inglaterra no es un lugar de vacaciones que me guste mucho. Aprecio sus sastres, sus camiseros, sus jardines, su tabaco, su whisky y su código de cortesía pueril y recto, pero detesto su clima, su olor a carbón, su aceitoso Támesis, su Servicio de Inteligencia, con el que he tenido algunas diferencias, y sobre todo su cocina. De este último apartado, lo peor es el haggis, ese cocido de menudillos de oveja que es el comistrajo más repugnante que he probado en mi vida.
Desde luego, ese plato no formó parte de la cena, durante la cual Aldo apenas comió. A pesar de la severidad que había mostrado con respecto a Anielka, no podía quitarse a la joven de la cabeza. La idea de que esa exquisita mujer-niña de diecinueve años estuviera pudriéndose en la penumbra maléfica de una prisión le resultaba insoportable, sobre todo porque Aldo llevaba cuatro meses intentando relegar su imagen al rincón más profundo de su memoria, rayano en el olvido. Naturalmente, no lo había conseguido, pues estas cosas requieren mucho tiempo.
Anielka… Desde su primer encuentro con ella en el parque de Wilanow, en Varsovia, la joven le obsesionaba. Tal vez porque había entrado en su vida al mismo tiempo que Simon Aronov y porque no había sido del todo casual el hecho de que la joven luciera la Estrella Azul cuando se apeó del Nord-Express junto con su padre y su hermano aquella tarde de abril. En aquel momento, Morosini ya le había impedido por dos veces suicidarse. La primera vez, Anielka había querido quitarse la vida porque tenía que renunciar a Ladislas, el estudiante al que amaba, y la segunda porque se negaba a casarse con Eric Ferrals, el comerciante de armas. Y más adelante, ella y Morosini se habían encontrado en el Parque Zoológico (a la joven le encantaban los parques), donde, después de confesar a Aldo que lo amaba, le había suplicado que la librara de aquel matrimonio odioso que se veía obligada a contraer para poner a flote la fortuna familiar. Luego, tras una serie de acontecimientos, ella le había enviado aquella nota de despedida diciendo que a pesar de que había aceptado, por una lógica realista, la vida conyugal, continuaba sintiendo por su príncipe veneciano un amor eterno. Aquella misma noche, Aldo hacía trizas la nota y la tiraba por la ventanilla del tren que lo conducía a Venecia.
Se preguntaba si sería ese amor el que la había inducido a matar. Creerlo así resultaba muy tentador, y Morosini rechazaba cada vez más débilmente esta explicación romántica que halagaba su vanidad. En cualquier caso, sabía que lo primero que haría nada más llegar a Londres sería correr a su lado, si fuera posible, tratar de verla y hacer lo que estuviera en su mano para ayudarla.
Esta idea fija ocupó su mente durante la mayor parte de la noche y todo el interminable trayecto a bordo del tren de la Great Northern Railway, que al día siguiente los depósito, a Adalbert y a él, rendidos de cansancio y cubiertos de carbonillas del glorioso carbón británico, en un andén de la estación de King’s Cross. Desde allí, un valeroso taxista los transportó al hotel Ritz a través de una niebla tan espesa que se hubiera podido cortar con un cuchillo.
Hacía ya tiempo que el príncipe Morosini tenía por costumbre alojarse en ese gran hotel de Picadilly, así como en su homónimo de la place Vendôme, en París. Acaso se debiera a que le agradaba su arquitectura, inspirada en los hermosos edificios parisienses y en las arcadas de la Rue de Rivoli. Pero también le gustaban su elegante decoración interior, la perfección que caracterizaba los menores detalles, la esmerada atención del servicio y por encima de todo su estilo incomparable. Adalbert, en cambio, sentía predilección por el hotel Savoy, frecuentado por la clientela americana y las estrellas de cine de Hollywood, a quienes el Ritz se negaba a aceptar desde que Charlie Chaplin se había comportado de una manera indecorosa. Sin embargo, para no separarse de su amigo, Adalbert se plegó a las preferencias de éste y no tuvo que arrepentirse.
Llegaron al hotel a la hora del té. Un desfile de señoras elegantes y caballeros bien vestidos se dirigía hacia el gran salón donde tenía lugar esta importante ceremonia. Deseoso de librarse de las carbonillas y de descansar un poco, Adalbert se precipitaba ya hacia los ascensores sin mirar ni a derecha ni a izquierda cuando Aldo lo retuvo cogiéndolo de la manga.
—¡Fíjate quién está ahí!
Dos damas cruzaban el vestíbulo en dirección al salón de té, escoltadas por un criado de librea. La de más edad, que caminaba apoyada en el brazo de su acompañante, era la que había llamado la atención de Morosini. Alta y con mucha prestancia, se cubría la cabeza con una toca de terciopelo violeta como las que solía llevar la reina Mary, que enmarcaba un rostro que, pese a estar surcado de arrugas, gracias a su osamenta perfecta conservaba una belleza un poco fósil pero muy real.
—¿La duquesa de Danvers? —susurró Vidal-Pellicorne—. ¡Qué curioso!
—Sí, ¿verdad? Si alguien está al tanto de lo que ha ocurrido en casa de Ferrals, ha de ser ella. Recuerda que, cuando la boda, sir Eric la trataba como a un familiar cercano.
—¡Oh, no he olvidado nada! Ya sabemos lo que tenemos que hacer: subir a cambiarnos a toda velocidad y bajar a tomar el té.
Un cuarto de hora después, Aldo y su amigo se presentaban a la joven vestida de negro y blanco que, a esa hora del día dedicada sobre todo a las mujeres, hacía las funciones de maître. Ambos sabían que había que obtener su aprobación antes de poder gozar de las delicias del tea time.
—Si no tienen mesa reservada desde hace al menos tres semanas, no podré acomodarles —dijo ella con una pizca de severidad.
—Somos clientes del hotel —contestó Morosini con su sonrisa más encantadora— y nuestras habitaciones están reservadas desde hace un mes. ¿No basta con eso?
—Es muy posible. ¿Serían tan amables de darme sus nombres?
El título principesco hizo su efecto y la damisela se dignó sonreír, pero las exigencias de Aldo iban más allá.
—Señorita, sería el colmo de la gentileza que aceptase colocarnos… cerca de una señora que tenemos el honor de conocer y que hemos visto entrar hace un rato.
La camarera frunció sus rubias cejas.
—¿Una… señora? —dijo con un deje de desprecio que indicaba que para ella se trataba de una especie desconocida—. No tenemos por costumbre…
—No se equivoque, señorita —la interrumpió secamente Morosini—. Creo que las usanzas del Ritz no tendrán inconveniente en que presentemos nuestros respetos a su excelencia la duquesa de Danvers. Le aseguro que no albergamos malas intenciones hacia su persona.
Colorada como un tomate, la joven murmuró unas vagas excusas y añadió:
—Tenga la bondad de seguirme, alteza.
La suerte estaba de parte de los dos amigos. Después de hacerles atravesar la sala llena de flores y de resplandeciente vajilla de plata, donde flotaba el sutil perfume del té lapsang-souchong y de los pasteles, la maître, tal vez para asegurarse de que no le habían mentido, los condujo a una mesa contigua a la de la duquesa. Aunque en los ojos de la joven brillaba una llamita de desafío que divertía mucho a Morosini, ésta tuvo que aceptar lo incontestable: antes de tomar asiento, los dos extranjeros saludaron con respeto a su excelencia, que, después de haberlos observado a través de sus impertinentes, lanzó una exclamación de sorpresa:
—¡Qué casualidad encontrarlos aquí, caballeros! No hace ni dos minutos que le hablaba de ustedes a mi prima, lady Winfield, al contarle el extraño matrimonio de ese pobre Eric Ferrals.
—Muy extraño, en efecto, y que acaba de terminar de un modo todavía más extraño, por lo que dice el periódico. Parece que han detenido a lady Ferrals, ¿no?
—¡Qué acción tan estúpida! ¡Una mujer tan joven, casi una niña! Pero vengan a tomar el té con nosotras, será más fácil conversar.
Al oír esta proposición, ninguno de los dos hombres contuvo una amplia sonrisa. Era evidente que el Cielo les favorecía. Mientras la maître llamaba a un camarero para que hiciera los cambios necesarios en la mesa, entre los cuatro hubo un intercambio de saludos y presentaciones, y por fin los dos amigos ocuparon sus asientos.
—Si he captado bien su idea, señora duquesa —dijo Aldo, escogiendo la fórmula francesa—, usted no cree en la culpabilidad de Anielka, ¿o me equivoco?
—Siempre tiendo a desconfiar cuando es un sirviente, o al menos un subordinado, el que acusa a una lady.
—¿De modo que existe un acusador?
—Sí, el secretario de sir Eric, John Sutton. Y su testimonio es rotundo, lo mismo que el de uno de los criados. Lady Ferrals había ofrecido una aspirina o Dios sabe qué a su esposo, que se quejaba de migraña. Éste echó la pastilla en un vaso de whisky con soda… y se desplomó en el suelo. La autopsia ha revelado la presencia de estricnina, de ahí que el efecto haya sido fulminante.
—Desde luego —comentó Aldo, que recordaba lo que había leído—, pero ni la botella de whisky ni la de soda contenían veneno alguno. En cambio, el vaso…
—¡No es ningún problema! Alguien echaría discretamente el veneno en el vaso. Tal vez un criado —sugirió Vidal-Pellicorne—. ¿O por qué no ese tal John Sutton? Los acusadores siempre me resultan sospechosos.
—Es imposible —declaró en tono perentorio la duquesa—. En ningún momento el secretario se acercó a sir Eric ni a la bandeja donde todo estaba dispuesto. Así lo he testificado.
—Entonces, ¿estaba presente?
—Pues sí. Estábamos tomando una copa en el despacho de ese querido amigo antes de ir a cenar al Trocadero. Si no, ¿cómo podría ser tan categórica? Por descontado, la prensa no ha podido publicarlo; el superintendente Warren, que dirige la investigación, es más reservado que una ostra y obliga a todo el mundo a callar.
—Por eso es un detalle por tu parte que les cuentes todo eso a estos caballeros, querida prima —terció con voz aflautada lady Winfield, observando a ambos extraños con cierto recelo.
—¡No digas tonterías, Penélope! Todos nosotros pertenecemos al mismo círculo. Verá, querido príncipe, lo que incrimina a la joven Anielka… demasiado joven, por desgracia…, es que ya hacía semanas que el matrimonio se tambaleaba. Discutían con frecuencia y, al final de aquel terrible día, antes de que yo llegara, había estallado una nueva disputa. Sutton oyó exclamar a lady Ferrals: «¡Esto tiene que acabar algún día! ¡Ya no te aguanto!». Y después Eric salió dando un portazo. Cuando nos reunimos todos en su despacho, se quejó de un fuerte dolor de cabeza. Entonces, su joven esposa, que parecía de humor normal y tal vez un poco arrepentida, le entregó un papelillo contra la migraña que ella misma fue a buscar a su habitación. ¿Sería un gesto de buena voluntad? ¿Una insinuación de que deseaba hacer las paces?
—¿Y sir Eric cayó fulminado inmediatamente después de haber bebido el remedio? En fin, yo creo que si lady Ferrals hubiera querido desembarazarse de su esposo, lo habría hecho de una forma más hábil y sobre todo más reservada —comentó Adalbert, que escuchaba con enorme interés.
—Yo opino lo mismo, al igual que su excelencia —intervino de nuevo lady Winfield—. Me inclino a sospechar de un sirviente. ¿Quién sirvió el famoso whisky? ¿El mayordomo? ¿Un criado?
—Un criado que llevaba poco tiempo trabajando en casa de los Ferrals. Es un compatriota de Anielka, un polaco llamado Stanislas que había servido a su padre y con quien ella se había topado por azar. Con ánimo de ayudarle, Anielka lo había hecho contratar como miembro del servicio doméstico en la mansión de Grosvenor Square. Un muchacho desde luego bien educado y que realizaba sus tareas con la discreción adecuada. Por desgracia, desapareció poco antes de que llegara la policía.
Tal fue la indignación de Morosini que se atragantó.
—¿Dice que desapareció? ¿Y es a Anielka a quien detienen? ¡Pero si lo lógico hubiera sido correr para atraparlo!
—Puede estar seguro que es justamente lo que hace Scotland Yard. Lo malo es que al parecer Anielka le tiene a ese tal Stanislas más cariño del que corresponde. Cuando un inspector de policía anunció que no lo encontraban en ningún sitio, ella estalló en sollozos y balbució que seguramente se habría asustado, pero que sin duda iba a regresar y que le costaba creer que tuviera parte alguna en el asunto…, o algo por el estilo. No lo recuerdo muy bien, aunque lo que nunca olvidaré es la furia repentina que embargó al secretario. Sin la menor vacilación, cubrió de insultos a la pobre criatura y afirmó que no era de extrañar que intentase proteger a su amante. Fue un verdadero horror, se lo aseguro, pero no podría decirles nada más. Una vez que hube hecho mi declaración ante el superintendente… un hombre, por cierto, extremadamente cortés…, me acompañaron a casa y no he tenido más contacto con la policía —concluyó la duquesa, satisfecha de haber desempeñado un papel importante en una tragedia y de haberlo hecho con sumo placer—. Pero veo que se ha quedado muy pálido, querido príncipe —añadió—. Se diría que esta penosa historia significa mucho para usted.
Significaba mucho más de lo que ella podía suponer. Lo que Aldo acababa de escuchar le trastornaba hasta el punto de hacerle olvidar por un instante dónde se hallaba. Adalbert se dispuso a socorrerle. Sabía, desde su primer encuentro con lady Danvers, que ésta no era demasiado inteligente, pero temía que el temperamento italiano de su amigo le empujara a armar un escándalo. De modo que se apresuró a hacer un comentario que relajara un poco el ambiente.
—Aunque los periódicos no lo mencionan, espero que el conde Solmanski haya acudido al lado de su hija para apoyarla. Una noticia así no puede dejar de desquiciar a un padre —agregó con hipocresía.
—No, de momento no está aquí, pero seguramente no tardará en llegar. Cuando sucedió el drama se encontraba en Nueva York, adonde había ido para asistir a la boda de su hijo con no sé qué heredera de no sé qué magnate, pero ya se ha puesto en camino. En la actualidad debe de estar a bordo del Mauritania, que navega rumbo a Liverpool. Pero se lo ruego, queridos amigos, hablemos de otra cosa. Este terrible suceso me resulta dolorosísimo porque quería mucho a Eric Ferrals, con un sentimiento un poco… maternal. ¡Era tan joven cuando lo conocí! Pero volvamos a usted, príncipe. Supongo que ha venido a Londres para la subasta del diamante, que tanta tinta ha hecho correr, ¿no?
Ya repuesto de su emoción, Aldo ahogó un suspiro. Más valía reanudar la conversación mundana y rechazar la imagen de Anielka defendiendo la causa de un criado que Sutton, pocos minutos después de la muerte de su esposo, no había dudado en afirmar que era su amante. Se imaginaba a Anielka vestida de luto, sentada en el camastro de una cárcel y pensando quizás en ese Stanislas salido de quién sabía dónde, pero que ella había conseguido imponer a Ferrals por una razón conocida sólo por ella. Aldo, por su parte, no creía en la versión de un gesto de caridad hacia un compatriota en una situación difícil. Y de súbito, una idea le atravesó la mente, una idea tal vez absurda, pero lo bastante insistente como para que Morosini interrumpiera a la duquesa, que mantenía con Adalbert una apasionante conversación sobre las alhajas egipcias.
—Perdone, excelencia, pero ¿está segura de que ese criado se llama Stanislas?
Los impertinentes apuntaron a Morosini con la rapidez de un fusil.
—Naturalmente. ¡Qué pregunta tan rara!
—Puede tener importancia. ¿No se llamaría más bien Ladislas?
—¡Oh, no! ¿Sabe?, estos nombres polacos se parecen todos mucho, incluso los que se pueden pronunciar, pero juraría que su nombre era Stanislas. Bueno, ¿va a decirme ahora qué importancia tiene eso?
Una pregunta difícil de esquivar sin mostrarse descortés con la duquesa. Aldo decidió contestarla en un tono despreocupado.
—En realidad, no tiene ninguna, he hablado sin pensar. Es que he recordado que en Varsovia, cuando la conocí, la joven condesa Solmanski se veía a menudo con un tal Ladislas, por el que mostraba mucho interés…, pero cuyo apellido impronunciable no he grabado en la memoria —añadió con su sonrisa más seductora.
—Querido amigo —dijo lady Danvers dándole con los impertinentes unos golpecitos en la mano—, hace mal en preocuparse por un detalle tan nimio. Estos polacos son una gente insoportable y mi pobre Eric habría salido ganando si hubiera conservado un celibato que le resultaba muy conveniente desde cualquier punto de vista. Ahora, me gustaría que dejara usted esa taza cuyo contenido lleva un cuarto de hora revolviendo con la cuchara. Debe de estar imbebible.
Lo estaba. Aldo se hizo servir otro té, excusándose con buen humor por su distracción, y la conversación se centró de nuevo en los aderezos egipcios. Antes de separarse, la anciana dama otorgó a los dos amigos un pasaporte verbal que les permitía entrar a lo grande en su residencia de Portland Place.
—No es algo que podamos despreciar —comentó Adalbert cuando hubieron acompañado a las señoras hasta su carruaje—. Seguro que en su casa uno conoce a mucha gente. Y eso puede resultar interesante. Mientras tanto, ¿qué vamos a hacer esta noche?
—Tú haz lo que quieras. En cuanto a mí, lo que me apetece es acostarme pronto. El viaje me ha dejado exhausto.
—Y además no tienes ganas de charlar sino de reflexionar, ¿verdad?
—Algo de eso hay. Lo que he oído hace un rato no tenía nada de agradable.
—¡Como si no conocieras a las mujeres! Dicho esto, ¿te importaría que te dejara solo?
—En absoluto. Me haré subir un tentempié cuando haya digerido la merienda. ¿Vas a buscar plan? —preguntó con una sonrisa impertinente.
—No, voy a ir a los pubs de Fleet Street[2]. Los indígenas que los frecuentan siempre están sedientos de noticias, y se me ha ocurrido que no tenemos ningún conocido que trabaje de periodista. Quizá consiga hacerme con un amigo de la niñez que no pueda negarme nada en lo que a información se refiere. Últimamente los periódicos se muestran demasiado discretos. Están los famosos anónimos relativos a la venta de la Rosa de York, de los que tal vez se pueda sacar algo.
—Si pudieras enterarte de más detalles acerca de la muerte de Eric Ferrals tampoco estaría mal.
—Aunque no me creas, es justamente lo que pensaba hacer.