El sábado 8 de diciembre, a las nueve de la noche, Morosini se casaba con la exlady Ferráis en la pequeña capilla que la piedad temerosa de una antepasada, asustada por la epidemia de peste de 1630, había instalado en uno de los edificios del palacio. Un santuario a la vez severo en su decoración de piedra desnuda y fastuoso por la magia de una Virgen de Veronese que sonreía por encima del altar con vestiduras de reina. Lo que no quería decir que la ceremonia fuese a ser más alegre por ello.
Tan sólo la novia, guapísima con un conjunto de terciopelo blanco con adornos de armiño, parecía vivir a la débil luz que cuatro cirios esparcían sobre una asamblea completamente vestida de negro, como el propio novio, cuyo chaqué no llevaba ninguna flor en la solapa.
Los testigos de Aldo eran su amigo Franco Guardini, el farmacéutico de Santa Margarita, y Guy Buteau. A la futura princesa la acompañaban Anna-Maria Moretti —que había aceptado por la amistad que la unía a Aldo— y el commendatore Ettore Fabiani, pero el abrigo de breitschwanz de la primera no era más alegre que el uniforme del segundo. Solmanski, bastante atrás, observaba, y en un rincón Zaccaria permanecía de pie, muy erguido, con una dureza en la expresión que nadie le había visto nunca hasta entonces. Junto a él, Celina, ostensiblemente de luto, rezaba de rodillas.
Los habían llevado a los dos al palacio esa misma mañana y en perfecto estado; no habían cometido la torpeza de maltratarlos. Pero entre Celina y Morosini se había producido una escena conmovedora cuando se habían encontrado cara a cara.
—¡No tenías que haber aceptado eso! —había dicho ella—. ¡Ni siquiera por nosotros!… ¡Toda la culpa es mía! Si hubiera sido capaz de callar, no se nos habrían llevado…, pero nunca he sabido callarme.
—Por eso, entre otras cosas, te quiero. No te reproches nada; si no hubieras hablado, a Solmanski se le habría ocurrido otra cosa para obligarme a que me casara con su hija. O se te habrían llevado de todas formas, con Zaccaria y quizá también al señor Buteau… ¿Qué es un matrimonio, cuando vosotros formáis parte de mí?
Ella se había arrojado en sus brazos llorando y él había acunado un momento a aquel enorme bebé desesperado mientras Zaccaria, más tranquilo pero con las lágrimas saltándosele de los ojos, se obligaba a permanecer impasible. Y cuando por fin ella se había apartado de Aldo, éste le había anunciado que iba a instalarlos a los dos en una casa comprada el año anterior cerca del Rialto, porque no quería imponerles, sobre todo a ella, un servicio que les sería desagradable. Pero, de pronto, un nuevo acceso de cólera había secado las lágrimas de Celina:
—¿Que te dejemos solo aquí con esa envenenadora? ¡Supongo que es una broma!
—No exactamente —había dicho Morosini, que no le veía ninguna gracia al asunto—, y como siempre, exageras. Ella no ha matado a nadie, que yo sepa.
—¿Y su marido, ese milord inglés por cuya muerte la encerraron? ¿Estás seguro de que no tuvo nada que ver?
—La absolvieron. Pero, por favor, antes de rechazar mi propuesta, examina la situación: la nueva princesa va a vivir aquí. Si te quedas, tendrás que servirla…
—¿Aquí? ¿Dónde? ¿En la habitación de doña Isabelle?
Aldo la había cogido de la mano y la había llevado hacia la escalera.
—Ven conmigo. Tú también, Zaccaria.
Los había conducido hasta el dormitorio que había sido de su madre y donde nadie volvería a entrar: cruzados como las alabardas de invisibles guerreros, dos largos remos de góndola con los colores de los Morosini, clavados sobre la doble puerta, condenaban la habitación.
—¿Lo ves? Fulvia y Livia la han limpiado y han cerrado las contraventanas, y Zian, por orden mía, ha puesto esto. En cuanto a… doña Anielka, he dado órdenes de que le preparen la habitación de los Laureles, reservada hasta ahora para los invitados importantes.
Celina, durante unos instantes muda de emoción, había recobrado la voz para preguntar:
—¿Y tú también te trasladarás allí?
—No tengo ninguna razón para dejar mis aposentos habituales.
—¿En la otra punta de la casa?
—¡Pues claro! Compartiremos el techo, pero no la cama.
—¿Y… su padre?
—Después de la ceremonia de esta noche, no volverá a poner los pies aquí. Se lo he exigido y ha aceptado. ¿Crees que podrás vivir en esas condiciones… incluso cuando yo no esté?
—Podré hacerlo, no te preocupes. Y ahora me voy a la cocina. A mi casa. Mientras yo esté aquí, podrás comer tranquilo.
Ahora estaba allí, con su vestido de tafetán negro y una mantilla en la cabeza, rezando con una aplicación apasionada que le formaba una arruga en el entrecejo.
La aceptación del compromiso fue una dura prueba para Morosini. Había prometido amar a su compañera y, por primera vez en su vida, había hecho una promesa sabiendo que no la cumpliría. Era una sensación desagradable y se esforzó en borrarla pensando que ese matrimonio no era sino una mascarada y el juramento una simple formalidad. ¿Acaso la que se había convertido en su mujer no había dicho lo mismo cuando se casó con Eric Ferráis? Con el resultado de todos conocido. Por un instante, se preguntó qué sentiría en esos momentos aquella mujer de cara angelical y cuerpo de ninfa a la que no se había dignado mirar. Ni siquiera cuando sus manos se habían unido para recibir la bendición nupcial dada por un sacerdote de San Marco que era primo de Anna-Maria y viejo amigo de Aldo.
Cuando le ofreció el brazo para salir de la capilla y subir al salón de las Lacas, donde habían preparado un piscolabis —las normas de la hospitalidad lo imponían—, notó que le temblaba la mano.
—¿Tienes frío? —preguntó.
—No…, pero ¿no me vas a dedicar ni una sonrisa la noche de nuestra boda?
—Perdona. Dadas las circunstancias, no creo que pueda conseguirlo.
—¡Y pensar que no hace mucho decías que me amabas! —dijo ella, suspirando—. Estabas dispuesto a cometer cualquier locura por mí.
—¿No hace mucho? ¡A mí me parece que han pasado siglos! Cuando se quiere conservar el amor de un hombre, hay medios que vale más no utilizar.
—El responsable de eso es mi padre y…
—Por favor, no me tomes por imbécil. Os habíais puesto de acuerdo, y él no estaría aquí si tú no lo hubieras llamado.
—¿No puedes comprender que te quiero y que quería ser tu esposa? Cuando se es una verdadera mujer, todos los medios son buenos para lograr el objetivo deseado.
—¡Éstos no! Pero, si no te importa, vamos a atender a nuestros invitados. Ya tendremos tiempo después para hablar del modus vivendi que he decidido para nosotros.
Habían llegado a la estancia donde estaba el bufé bajo la vigilancia de Zaccaria, que presentaba una bandeja con copas de champán. Aldo ofreció una a su mujer, esperó a que todos estuvieran servidos, cogió la suya y dijo:
—Espero que perdonen la sencillez de esta ceremonia, amigos, pero no hemos tenido mucho tiempo para prepararla. Además, yo no habría querido que hubiese sido de otro modo. No obstante, deseo darles las gracias. No por su amistad, porque la conozco desde hace mucho tiempo, porque nunca me ha faltado y porque acaban de demostrármela una vez más estando presentes esta noche. En lo sucesivo habrá aquí una mujer que espero que también sepa conquistarla. Les propongo brindar por la nueva princesa Morosini.
—¡Eso es! —exclamó Fabiani—. ¡Brindemos por la princesa y por la felicidad de su esposo! ¿Qué hombre no desearía estar en su lugar? En lo que a mí respecta, me siento dichoso de transmitir las felicitaciones del Duce y su vivo deseo de recibir próximamente en Roma a una pareja que goza de toda su simpatía, puesto que ha sido unida gracias a su viejo amigo el conde Román Solmanski, a quien quiero incorporar a este brindis en honor de sus hijos.
Si Aldo había confiado en que el interesado se abstuviera de asistir a la pequeña recepción, se había equivocado. Durante el oficio había sido muy discreto, es verdad, pero ahora avanzaba con una sonrisa triunfal en los labios hacia su cómplice, que lo abrazó dándole unas palmadas en la espalda. Luego, el conde tomó la palabra:
—Gracias, querido amigo, gracias de todo corazón. Y gracias también al gran hombre que ha tenido el detalle de dedicar un instante de su valioso tiempo para dirigir un mensaje tan cálido a mis queridos hijos. Es muy posible que dentro de poco aceptemos encantados su invitación y que…
¿Sus «queridos hijos»? Confundido por tanta desfachatez y persuadido de que Solmanski había mentido una vez más y pensaba incrustarse en su vida, Morosini iba a dar rienda suelta a su cólera increpándolo duramente cuando una voz glacial, con un marcado acento inglés, interrumpió a ese suegro excesivamente afectuoso:
—Si yo fuera usted, Solmanski, revisaría mis planes de viaje. Va a tener que renunciar al castillo Sant’Angelo en beneficio de la Torre de Londres.
Más pterodáctilo que nunca con su macfarlane de un amarillo sucio y su gorra de dos viseras, al estilo de Sherlock Holmes, el superintendente Gordon Warren estaba en la entrada del salón acompañado del comisario Salviati, de la policía de Venecia. Al ver que había damas presentes, se descubrió, pero ese hecho no le impidió avanzar hasta su objetivo. Éste, que se había quedado pálido, adoptó una actitud arrogante:
—¿Qué significa esto y qué ha venido a hacer aquí?
—Detenerlo en virtud de una orden internacional y en nombre del rey Jorge V, así como en el del presidente de la República federal de Austria, que me ha dado poderes para hacerlo. Se le acusa…
—¡Un momento, un momento! —lo interrumpió Fabiani—. Esto es de locos. Estamos en Italia y aquí no se acepta ninguna orden inglesa, austríaca o incluso internacional. Gracias a Dios, tenemos un poder fuerte que no se deja avasallar por el primero que llega. Y a usted, Salviati, esto le va a causar serios problemas.
El comisario se limitó a encogerse de hombros y a hacer un gesto que expresaba perfectamente que la amenaza no le preocupaba mucho. Por lo demás, Warren acabó con esas protestas dirigiéndose esta vez al pomposo personaje que había puesto una mano tutelar sobre los hombros de Solmanski.
—¿Es usted el commendatore Fabiani?
—Por supuesto.
—Tengo una carta para usted escrita de puño y letra del Duce. Lo he visto esta mañana después de haber sido recibido por Su Majestad el rey Víctor Manuel III, a quien he entregado una carta de mi soberano. Cuando ha sido puesto al corriente de las hazañas de su protegido, el señor Mussolini no ha considerado conveniente renovar una amistad tan perjudicial para la imagen de un jefe de Estado.
Fabiani leyó el mensaje y se puso rojo como un tomate, pero rectificó su actitud, dio un taconazo y se inclinó:
—En estas condiciones, sería muy inapropiado oponerme a la justicia de mi Duce. Salviati, encierre a este hombre hasta que el superintendente Warren se lo lleve a Inglaterra y proporcione a éste toda la ayuda necesaria a fin de que el traslado se efectúe de manera satisfactoria.
Príncipe Morosini, me siento infinitamente halagado por haber podido asistir a esta fiesta familiar, pero lo compadezco con toda mi alma.
Y sin una mirada para el hombre al que un momento antes abrazaba afectuosamente, el commendatore giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida lo más deprisa posible, dejando a los asistentes estupefactos por un cambio de opinión tan radical.
En cuanto a Solmanski, estaba rabioso:
—¡Váyanse al diablo usted y su Duce! ¿Así es como agradecen los favores que les he hecho? Y además, me gustaría saber de qué se me acusa.
—¿Ya no se acuerda? —ironizó Warren, que mientras tanto había ido a estrecharle la mano a Morosini—. ¡Eso es lo que se llama tener una memoria acomodaticia! Se le acusa de haber asesinado el 27 de noviembre de 1922, en Whitechapel, al hombre conocido con el nombre de Ladislas Wosinski…
—¡Eso es ridículo! Se ahorcó después de haber escrito una confesión responsabilizándose de la muerte de sir Eric Ferráis, mi yerno.
—No. Usted lo ahorcó. Y tuvo la mala suerte de que hubo un testigo, un prendero judío que vivía en la misma casa y que ya lo había visto en acción durante un pogromo en Ucrania, donde usted hizo de las suyas en la época en que se llamaba Ortchakov. Ese infeliz tenía tanto miedo que al principio le pareció más prudente callar, pero lo contó todo cuando le mostré una fotografía suya tomada en el momento del juicio de su hija. Además, se le acusa de haber encargado el robo en la Torre de Londres, el pasado mes de octubre, del diamante conocido con el nombre de la Rosa de York. Pagó generosamente a sus dos cómplices, pero, desgraciadamente, ellos no se pusieron de acuerdo en el reparto. Se les oyó discutir, los arrestaron e hicieron una confesión completa. La continuación de sus delitos compete sobre todo a la policía austríaca, pero…
—¡Aldo! —exclamó Franco Guardini precipitándose hacia Anielka—. Tu mujer se encuentra mal.
Profiriendo un débil grito, la joven acababa de caer sin conocimiento sobre la alfombra. Morosini acudió, levantó el delgado cuerpo y lo sacó del salón mientras llamaba a Livia para que le dispensara los cuidados necesarios.
—Si quieres, yo me ocupo de ella —propuso Guardini, que lo acompañaba.
—Encantado, amigo. Te lo agradezco, porque debo volver al salón.
—¡Vaya historia! Esta pobre chica no va a olvidar el día de su boda.
—¡Ni yo tampoco! —repuso Aldo, que ya no sabía muy bien si se sentía más aliviado que afligido. Aliviado por el hecho de que su detestable suegro fuera a recibir su castigo, pero afligido porque el superintendente y su orden de arresto no hubieran llegado una hora antes. Apenas sesenta minutos, y habría evitado ese matrimonio que lo exasperaba. Ahora iba a tener que pasar la vida junto a una mujer a la que ya no amaba y a la que, por si fuera poco, tendría que consolar. Sin contar la agradable perspectiva de tener por suegro a un criminal bajo cuyos pies se abriría una mañana la trampilla del patíbulo de Pentonville.
Al regresar al salón, encontró a Anna-Maria en la puerta con expresión de perplejidad.
—¿Quieres que vaya a ocuparme de ella?
—Depende. ¿Trabasteis amistad cuando estaba en tu casa?
—No. Yo era para ella una hostelera.
—En ese caso, no hace falta que hagas nada más. Gracias por haber venido —añadió, inclinándose para besarla—. Iré a verte pronto. Zaccaria te acompañará a tu góndola.
Cuando entró de nuevo en el salón, Solmanski tenía las esposas puestas y dos policías a las órdenes del comisario Salviati se disponían a llevárselo. Al cruzarse con Morosini, el prisionero desplegó una sonrisa malévola.
—No vaya a creer que ha acabado conmigo…, yerno. Todavía no me han colgado y dejo a su lado a alguien que mantendrá vivo mi recuerdo.
—No sea tan optimista, Solmanski —aconsejó Warren—. Yo soy como los dogos de mi país: cuando encuentro un hueso, ya no lo suelto.
—Ya veremos… ¡Hasta la próxima, Morosini!
El superintendente se disponía a seguir el cortejo cuando Aldo lo retuvo.
—Supongo que no se irá ahora mismo a Londres, querido Warren, y espero que me conceda el placer de ofrecerle hospitalidad.
La sombra de una sonrisa pasó por el rostro cansado del policía.
—Aceptaría encantado, pero temo ser inoportuno una noche como ésta.
—¿Inoportuno usted? Lo único que lamento es que no haya llegado antes. No me encontraría en estos momentos casado a la fuerza y medio deshonrado. Quédese, superintendente. Cenaremos juntos y charlaremos. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.
—All right! Voy con Salviati para recoger la maleta que he dejado en la comisaría y vuelvo.
Mientras Warren se marchaba, Aldo ordenó que prepararan una habitación y que sustituyeran el bufé por una mesa para tres personas. Luego se dirigió a los aposentos de la recién casada para ver cómo estaba, pero en la galería a la que daban los dormitorios encontró a Celina.
—El Señor y la Virgen han escuchado mis oraciones —dijo en cuanto vio a Aldo—. El maldito va a recibir su castigo y tú, hijo mío, eres libre.
—¿Libre? ¿De qué hablas, Celina? Estoy casado… y desgraciadamente ante Dios.
—La boda no es válida. He oído lo que ha dicho el inglés: el demonio no se llama Solmanski sino Or… Bueno, no me acuerdo. En cualquier caso, podrás echarla —añadió, alargando un brazo vengador hacia la habitación de Anielka.
—Yo también lo he pensado, pero no hay que hacerse ilusiones. Ese hombre no es de los que dejan en manos del azar una cosa así; adoptó oficialmente para él y sus descendientes el apellido polaco y la nacionalidad que lo acompaña. Sólo el papa podría anular mi matrimonio.
En el animado rostro de Celina, la decepción dejó paso inmediatamente a una firme decisión:
—¡Pues por san Genaro que tendrá que hacerlo! ¡Iré a pedírselo yo misma! ¡Y tú vendrás conmigo!
Morosini no contestó. Había aludido al Santo Padre en el calor de la conversación y casi como una broma, pero, después de todo, ¿por qué no? Un matrimonio contraído en tales condiciones y no consumado debía de poder denunciarse ante el temible Santo Oficio.
—Quizá no sea una mala idea, Celina, pero ya sabes que, aunque uno se casa en cinco minutos, obtener la anulación cuesta mucho más tiempo. Se puede tardar años, así que, prepárate para tener paciencia. Mientras tanto habrá que tratar a la princesa —añadió, subrayándola palabra— como corresponde a su rango, servirla y ocuparse de ella. Te propongo de nuevo…
—¡No, no! Haré lo que hay que hacer, pero tengo derecho a pensar lo que quiera. ¡La princesa!… Si hubiera muchas princesas así…
Y desentendiéndose de su señor, Celina se dirigió gruñendo y mascullando hacia la escalera con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas. Aldo entró en el dormitorio sin hacer ruido.
Franco seguía allí. Sentado junto a la joven, que lloraba tendida en la cama, con la cabeza entre los brazos y dándole la espalda, hacía unos esfuerzos conmovedores para consolarla, tan desconsolado él mismo que estaba al borde de las lágrimas. La entrada de Aldo le arrancó un suspiro de alivio.
—Iba a buscarte —susurró—, porque sólo tú puedes hacer algo. Ya ves en qué estado se encuentra.
—Me ocuparé de ella, no te preocupes…, pero te agradezco que la hayas atendido.
Acompañó a su amigo hasta la puerta y volvió hacia la cama. Los sollozos de Anielka se habían calmado desde que había empezado a oírse la voz de Aldo. Al cabo de un momento, la joven levantó la cabeza, con los cortos y rubios cabellos revueltos. Tenía la cara enrojecida e hinchada, y los ojos brillantes.
—¿Qué vas a hacer ahora conmigo? ¿Echarme?
—¿Debería? ¿Acaso has olvidado que acabamos de casarnos? Te debo ayuda y protección, y mi techo debe ser el tuyo. Lo he prometido… El hecho de que hayan detenido a tu padre no cambia la ley que nos une. Estás en tu casa.
Su mirada recorrió la vasta habitación tapizada, así como el gran lecho provisto de un baldaquino de brocatel de color marfil, con dibujos de laureles verde y oro, en la que reinaba el desorden que acompaña generalmente a un mujer bonita de viaje. Sólo uno de los tres baúles apartados en un rincón estaba abierto, pero de dos maletas colocadas sobre el kilim antiguo sobresalía un encantador batiburrillo de lino, encaje y seda. No había ninguna sombrerera a la vista. En cambio, el tocador forrado de satén marfil, a juego con las cortinas, rebosaba de frascos, cajas, tarritos y todos esos múltiples y graciosos útiles necesarios para el mantenimiento de la belleza.
—Voy a enviarte a Livia. Te ayudará a acostarte y pondrá un poco de orden. Mientras tanto, te prepararán una bandeja. Necesitas reponerte. ¿Qué quieres? ¿Un caldo, té…?
Ella saltó de la cama como propulsada por un resorte y dijo:
—¡Nada de eso! Una copa de champán, si la compartes conmigo. Creo que es una buena manera de empezar una noche de bodas. En cuanto a la doncella, tampoco la necesito. ¿No es la costumbre que el esposo desnude él mismo a la novia?
Con una rodilla apoyada en el sillón al que acababa de acercarse, Anielka lo desafiaba con todo su poder de seducción. El vestido de terciopelo blanco que llevaba bajo una cascada de perlas —las que le había regalado su primer marido— ceñía unas curvas deliciosas y dejaba libres sus delgados brazos y su cuello frágil, mientras que el profundo escote de pico se sumergía entre los pechos hasta la altura del estómago. Sonreía, como si hubiera olvidado el profundo pesar que la había abatido. Empezaba a utilizar sin pérdida de tiempo, pensó Morosini, esos medios que un rato antes decía que eran las armas naturales de una mujer amante. Pero el recién casado ya no conseguía creer en ese amor. Y, a decir verdad, no le importaba en absoluto.
Optando por un repliegue estratégico, Aldo fue a apoyarse en la chimenea y encendió un cigarrillo.
—Me alegro de ver que estás mejor —dijo—. Eso me simplificará las cosas. Más vale que establezcamos inmediatamente lo que será nuestra existencia en común: viviremos en buena armonía aparente; tendrás mi respeto y mi cortesía, pero nada más.
—¿Nada? ¿Qué significa eso?
La pregunta era tan infantil que le arrancó una sonrisa.
—Creo que la palabra no puede ser más explícita: sólo serás mi mujer de nombre, no de hecho.
—¿No te acostarás conmigo esta noche? —preguntó Anielka con su característica manera de expresar crudamente las realidades de la vida.
—Ni esta noche ni nunca. Y no empieces a llorar otra vez. Me has obligado a casarme contigo.
—No he sido yo.
—¡Vamos! Podías imaginar que esos procedimientos me ofenderían y, si me amabas como afirmas, no deberías haber aceptado imponerme esta… humillación. Y menos aún este innoble chantaje.
—¡Te han devuelto a tus sirvientes!
—Da gracias por ello. Si no, tú no estarías aquí y tu padre desde luego ya no estaría en este mundo.
—¿Lo habrías matado? ¿Por esos dos?
—Sin dudarlo ni un segundo. De hecho, estuve a punto de hacerlo… Recuerda que esos dos, como tú los llamas, son muy queridos para mí.
—¿Y te has casado conmigo por ellos?
—¡No te hagas la inocente! Lo sabías perfectamente, pero querías meterte aquí a toda costa. Ahora ya estás, así que intenta darte por satisfecha. Dicho esto, puedes entrar y salir a tu antojo o viajar si te apetece, pero con dos condiciones: no me molestes y no manches el apellido que no he tenido más remedio que darte. Te deseo que pases una buena noche.
Con una sonrisa burlona en los labios, Morosini se inclinó y salió del dormitorio sin querer oír el grito de rabia que el grosor de las paredes apenas amortiguaba. Seguramente Anielka iba a desquitarse con algunos objetos, pero, si el precio de la tranquilidad era ése, él estaba dispuesto a proporcionarle más. Procurando que no fueran valiosos, claro.
Una hora más tarde, en compañía de Warren y de Guy Buteau, Aldo terminaba la cena fría que les habían servido en la biblioteca ofreciendo a sus invitados café, puros habanos y licores franceses. El superintendente finalizaba el relato del largo acoso coronado esa noche con la detención de Solmanski: la discreta vigilancia de los paquebotes transatlánticos, la minuciosa y sigilosa investigación llevada a cabo en Whitechapel, la vigilancia casi invisible del sospechoso a partir del momento en que había pisado suelo británico, enormemente facilitada por John Sutton[13], cuyo odio no disminuía.
—Y también por su amigo Bertram Cootes[14] —dijo Warren—. Ese chupatintas es un fisgón nato. Fue él quien, después del robo de la Torre, descubrió la discusión de los dos autores del robo y permitió su detención. Como ya no tenían la piedra, denunciaron al que les había encargado robarla, pero éste había escapado de sus ángeles guardianes y tomó tranquilamente el barco para Francia. Fue justo en el momento en que yo había adquirido la certeza de que era el asesino de Wosinski. Para detenerlo, necesitaba una orden internacional, y el Foreign Office siempre se hace de rogar en virtud de un montón de consideraciones confusas. Por suerte, la policía francesa me hizo el favor de seguir su rastro hasta la frontera suiza, pero a partir de ahí desapareció.
»De todas formas, no perdí la esperanza; quería atrapar a ese hombre y, en espera de averiguar más cosas, hice todo lo necesario para obtener las armas que necesitaba. Había llegado hasta el primer ministro cuando recibí un mensaje de un tal Schindler, director de la policía de Salzburgo, diciéndome cosas muy interesantes. Al mismo tiempo, París me informaba de que correo procedente de Venecia llegaba con bastante regularidad al hotel Meurice, desde donde lo enviaban a un hotel de Múnich. Fue una suerte que llegara una última carta a París y que pudiéramos leerla. Era de lady Ferráis y constituía a todas luces la continuación de otras, pero en ésa la joven dama se extrañaba de que su padre tardara tanto en reunirse con ella e insistía en que se apresurara, a lo que añadía que usted podría regresar bastante pronto y que había que darse prisa. Eso fue lo que yo hice, y el resto ya lo saben.
Pensando que, después de un discurso tan largo, se merecía de sobra su coñac, Gordon Warren tomó un sorbo y lo «masticó» antes de tragarlo con los ojos entornados y de preguntar:
—¿Qué piensa hacer ahora, príncipe?
Éste pareció despertar de la ensoñación en la que el final de la historia lo había sumido.
—¿Sobre qué? —preguntó con voz cansada.
—Sobre este matrimonio, por supuesto. Es indudable que le han tendido una trampa, como se la tendieron en su día al pobre Eric Ferráis, y a sus amigos, entre ellos yo, les gustaría que no corriera usted la misma suerte. Estoy convencido de que fue ella quien lo envenenó. Lo sé, lo intuyo… y, por desgracia, no puedo hacer nada.
—¿Por qué? —preguntó Guy—. ¿No tiene pruebas?
—Aunque las tuviera, no servirían de nada. Las leyes del Reino Unido no permiten que alguien pueda ser juzgado dos veces por la misma causa. Lady Ferráis fue absuelta. Incluso con un montón de pruebas, sería imposible llevarla ante el tribunal de Oíd Bailey.
—Yo estoy pensando en otro tribunal: el del Santo Oficio, al que pienso solicitar la anulación de mi matrimonio vi coactas[15]. Es el único camino para recuperar su libertad —dijo, suspirando, el superintendente—, pero lleve cuidado cuando inicie los trámites e intente que sean lo más discretos posible, porque a partir de ese momento estará en peligro. Se ha tomado demasiadas molestias para casarse con usted y no lo soltará fácilmente. Mientras tanto, creo que empleará otras armas. Es una de las mujeres más bonitas que he conocido. ¡Una verdadera sirena!
—No hace mucho todavía me hallaba bajo el influjo de su encanto, pero ya no. No sabría decirle por qué, pero así es. Quizá porque me horroriza lo que es turbio, dudoso, equívoco.
—Me alegro. Sea como sea, siga mi consejo: vaya con cuidado.
Consciente de que no conseguiría dormir, esa noche Morosini no se acostó. El amanecer lo encontró asomado a la ventana de su habitación, escrutando la grisura donde se juntaban el cielo y el Gran Canal en espera de un poco de rosa, de una esperanza de sol que atravesara el capullo brumoso y húmedo que envolvía a Venecia. Por primera vez en su vida, se sentía prisionero allí, tanto como el criminal que esperaba su traslado bajo uno de esos techos uniformados por la luz mortecina.
El miliciano ya no montaba guardia en la puerta y no volvería, pero la peste fascista había empezado a extenderse solapadamente, como una mancha de aceite, por Italia. Venecia estaba afectada hasta los cimientos, puesto que su familia, la familia del príncipe Morosini, se había contagiado. Adriana, a quien tanto había querido, convertida por el doble amor a un hombre y al dinero hasta el punto de haber aceptado asesinar a una mujer de la que nunca había recibido sino ternura y favores. Eso era quizá lo peor.
¿Y qué iba a hacer con ella? ¿Matarla como había jurado que haría con el asesino de su madre? Si ése era el precio de la paz de su alma, ¿por qué no? Sólo le inspiraba ya asco y aversión, al igual que la criatura que descansaba a unos pasos de él. Dejarla hundirse poco a poco en la miseria que la acechaba, darle un empujoncito en caso necesario, podía ofrecer una venganza más sutil. Faltaba saber si existían vínculos entre ella y Anielka, en cuyo caso ésta quizá lograra socorrer a la antigua amante de su padre. ¿Qué sería entonces de él y de los que vivían con él, atrapados entre dos fuegos, entre dos odios? ¡Había que hacer algo!
Hacia las diez de la mañana, Morosini fue a casa del señor Massaria, su notario, para hacer un testamento en el que repartía sus bienes entre Guy Buteau, Adalbert Vidal-Pellicorne y la pareja Celina-Zaccaria. Después volvió a casa para ocuparse de los asuntos atrasados con el alma mucho más serena. Si moría, Anielka y Adriana no recibirían ni una migaja de su fortuna.
El banquero luxemburgués cerró el estuche con el grifo de oro y rubíes, se lo guardó en un bolsillo, estrechó efusivamente la mano de Morosini y se puso los guantes.
—Nunca podré agradecérselo bastante, querido príncipe. Mi madre va a sentirse muy feliz de recibir por Navidad esta joya de familia desaparecida hace un centenar de años. Va a ser una verdadera sorpresa. La verdad es que hace usted milagros.
—Usted me ha ayudado. Es paciente y yo soy obstinado; la suerte ha hecho el resto.
Morosini miró a su cliente embarcar en el Giudecca, con el que Zian iba a llevarlo a la estación. Faltaban dos días para Navidad y el luxemburgués no podía perder tiempo, pero al menos se marchaba feliz.
Él no podía decir lo mismo. La alegría de su cliente y la cercanía de la Navidad aumentaban su lasitud. Sobre todo cuando se acordaba del año anterior. En esa época, Adalbert y él habían conseguido recuperar el diamante del Temerario para Simon Aronov. Además, el palacio Morosini sólo deploraba la ausencia de Mina en torno a una mesa de Nochebuena en la que un jovial trío tapaba sólidamente esa brecha: la querida tía Amélie, flanqueada por Marie-Angéline du Plan-Crépin y Vidal-Pellicorne, todos contentísimos de estar allí y de compartir con Aldo la fiesta más hermosa del año.
Esta vez el fracaso había sido total: el ópalo se había perdido para siempre y la familia inmediata de Aldo se componía de una mujer dudosa y de un criminal en espera de juicio. Los otros, los verdaderos, no estarían allí: la señora de Sommieres estaba en cama con gripe en su mansión del parque Monceau y Plan-Crépin la cuidaba. En cuanto a Adalbert, cabía imaginar que pasaría las fiestas en Viena, con Lisa y su abuela, y estaría muy bien que lo hiciera. ¿Por qué iba a privarse de esa satisfacción?
De pronto, el príncipe anticuario notó que un estremecimiento le recorría la espalda y empezó a estornudar. Estaba cogiendo frío. Era una tontería estar plantado ahí, con el viento cortante que soplaba sobre Venecia, dando vueltas y más vueltas a sus desgracias. Podía hacer lo mismo dentro. Sin embargo, cuando iba a entrar algo atrajo su atención y la retuvo: abajo, la barca del hotel Danieli empezaba a girar en dirección a la entrada del Rio Cá Foscari y el conductor movía el brazo mirando hacia él. Seguramente le llevaba un nuevo cliente.
O más bien una clienta, pues a su lado se veía una figura femenina y elegante, con un sombrero de zorro azul y un abrigo ribeteado en la misma piel. Ella también hizo un gesto y a Aldo le dio un vuelco el corazón. Pero el barco ya había apagado el motor para acercarse a los peldaños y Aldo apenas tuvo tiempo de salir de su sorpresa: era Lisa, con la nariz enrojecida por el frío pero los ojos de color violeta brillantes de alegría.
—¡Buenos días! —dijo—. Creo que no me esperaba.
De la joven emanaba una luz tan hermosa, un calor tal que Aldo olvidó sus estremecimientos. Tuvo que reprimirse para no abrazarla y limitarse a tenderle las manos.
—No, desde luego que no la esperaba. Y además no paraba de tener pensamientos lúgubres, pero aparece usted y todo se ilumina. ¡Qué increíble alegría verla hoy aquí!
—¿No podríamos entrar? Hace una humedad glacial.
—¡Pues claro! ¡Venga! ¡Venga deprisa!
La condujo hacia su gabinete de trabajo, pero Zacearía, que llegaba con la bandeja del té, reconoció a la recién llegada y, dejando su carga sobre un baúl, se precipitó hacia ella.
—¡Señorita Lisa!… ¡Quién iba a imaginarlo! Celina va a ponerse muy contenta.
Antes de que pudieran impedírselo, desapareció en dirección a las cocinas olvidando toda la pomposidad de su actitud para no pensar más que en la alegría de su mujer. Aldo, no obstante, hizo entrar a su visitante en la gran estancia tapizada de brocado amarillo donde tan a menudo habían trabajado juntos y ella se sentó con toda naturalidad en el sillón que ocupaba antes para tomar en taquigrafía las cartas que Morosini le dictaba. Pero no tuvieron tiempo de cruzar dos palabras, porque la puerta se abrió y Celina, riendo y llorando a la vez, se abalanzó hacia Lisa, a la que estuvo a punto de aplastar con su entusiasta abrazo.
—¡Por todos los santos del Paraíso, es ella, es nuestra pequeña! ¡Jesús bendito, que hermoso regalo de Navidad nos has hecho!
—Si tenía alguna duda sobre el cariño que se le tiene aquí, creo que habrá quedado despejada —dijo Aldo cuando Lisa consiguió liberarse del torbellino de cintas, tela almidonada, seda negra y carne exuberante que representaba Celina llorando a moco tendido—. Supongo que se queda con nosotros, ¿no?
—Sabe que no puedo. Al igual que el año pasado, vuelvo a Viena para estar con mi abuela, que me ha dado muchísimos recuerdos para usted. Le quiere mucho.
—Yo también. Es una mujer admirable. ¿Cómo está?
—Estupendamente. Espera también a mi padre y a mi madrastra, cosa que sólo le hace gracia a medias, pero la hospitalidad la obliga, y no quiero dejarla pasar ese trago sola.
—Entonces…, este viaje a Venecia… ¿Ha venido de verdad por nosotros?
No se atrevía a decir «por mí», pero esperaba tanto que fuera así… En ese momento tornó por fin conciencia de lo que sentía por Lisa. Supo por qué ya no quería a Anielka, por qué no podría volver a quererla jamás, suponiendo que lo que lo había atraído hacia ella fuera amor. Y la sonrisa de Lisa le confortó el corazón.
—Pues claro que ha sido por ustedes. Me gusta Venecia, pero ¿qué sería sin… todos ustedes? Bueno, para ser sincera, hay también otro motivo.
El sonido de unos pasos rápidos la interrumpió. En ese momento, para Aldo el cielo se nubló y Celina retrocedió hasta la sombra de una estantería como ante una amenaza. Anielka acababa de entrar en el despacho, invadido por un repentino silencio.
—Perdón si molesto —dijo con voz clara—, pero necesito una respuesta, Aldo. ¿Qué hacemos con esa cena en casa de los Calergi? ¿Quieres ir o no?
—Hablaremos de eso más tarde —dijo Morosini, cuyo semblante palideció de ira y de dolor a la vez—. No es ni el momento ni el lugar para tratar ese asunto. Ten la bondad de dejarnos, por favor.
—Como quieras.
Con un desdeñoso encogimiento de hombros, la joven giró sobre sus talones, haciendo revolotear el vestido de crêpe georgette de color crudo alrededor de sus piernas perfectas, y se fue como había venido, pero Lisa ya se había levantado con un movimiento automático. Ella también se había quedado pálida. Había reconocido a la intrusa, y la mirada que dirigió a Aldo estaba teñida de sorpresa y de incomprensión.
—¿He visto bien? ¿Es… lady Ferráis?
¡Dios, qué difícil fue responder! Pero había que hacerlo…
—Sí…, pero ahora lleva otro apellido…
—No me dirá que se llama… Morosini… ¿La hija de…? ¡Es abominable!
Lisa trató de salir corriendo hacia el vestíbulo, pero Aldo la retuvo por la fuerza.
—¡Un momento, por favor! ¡Sólo un momento!… Déjeme por lo menos que le explique…
—¡Suélteme! ¡No hay nada que explicar! Tengo que irme… ¡No me quedaré aquí ni un segundo más!
Su voz entrecortada, nerviosa, traducía su conmoción. Celina intentó acudir en ayuda de Aldo:
—¡Concédale un momento, señorita Lisa! No ha sido culpa suya…
—¡Deje de mimarlo, Celina! Este imbécil redomado es bastante mayorcito para saber lo que hace… y después de todo siempre he sabido que estaba enamorado de esa mujer.
—No, no… Usted no puede entenderlo…
—¡Ya basta, Celina! La quiero mucho, pero no me pida tanto. Adiós.
Se inclinó para besar a su vieja amiga y después se volvió hacia Aldo, que era demasiado consciente de lo irreparable para seguir intentando reaccionar.
—Casi se me olvida la verdadera razón de mi visita. ¡Tome! —dijo, arrojando sobre la mesa un estuche de piel negra—. Le he traído esto. Encontramos el cuerpo de Elsa.
Al caer entre los papeles, el estuche se abrió, dejando a la vista el águila que no esperaban volver a ver. La potente lámpara de lapidario encendida sobre la mesa hizo centellear los diamantes, mientras que todos los matices del espectro solar parecían brotar de las profundidades misteriosas del ópalo.
Cuando Aldo volvió la cabeza, la señorita Kledermann ya no estaba. Ni siquiera intentó ir en su busca. ¿Para qué? Paralizado ante la piedra que no se atrevía a tocar, oyó crecer y decrecer el ruido de la barca que se llevaba a Lisa. Lejos, muy lejos de él. Seguramente demasiado lejos para que fuera posible reunirse algún día con ella.
Saint-Mandé, diciembre de 1995
FIN