O bien la brusca reacción de Morosini resultó eficaz, o bien el director de la policía de Salzburgo era más decidido de lo que parecía, pero el caso es que aquella misma noche detuvieron a la baronesa Hulenberg y a su chófer. Tras la marcha del príncipe, Schindler se había presentado en su casa con una orden de registro; habían encontrado sin dificultad el par de guantes mojados y manchados de tierra que aún no se habían preocupado de limpiar, y habían descubierto que el chófer ocultaba bajo una falsa identidad que era un antiguo presidiario. Aldo fue convocado para hacer la declaración oficial que su acceso de cólera no había permitido realizar en su momento. Como no le gustaba ofender a la gente, se disculpó y felicitó al policía.
—Espero que encuentre pronto al hermano —añadió—. Él es el más peligroso y, sobre todo, el que tiene las joyas.
—Mucho me temo que haya pasado ya a Alemania. La frontera está muy cerca de Salzburgo. Lo único que podemos hacer es cursar una orden de arresto internacional, aunque sin grandes esperanzas de conseguir algo, teniendo en cuenta el estado de anarquía que reina en la República de Weimar.
—No es seguro que se quede allí, y en los países occidentales la policía es eficaz.
—Sobre todo en Inglaterra —dijo Schindler entre bromas y veras. Y, después de disparar este dardo, él y Morosini se despidieron.
El día siguiente se hizo muy largo porque no sucedió nada, salvo la llegada de una carta de Venecia que dejó a Morosini perplejo e inquieto.
Sin embargo, no eran más que unas líneas escritas por Guy Buteau preguntándole si pensaba quedarse mucho tiempo más en Austria. Todos los de la casa gozaban de una excelente salud, pero deseaban que el señor no pospusiera su regreso hasta las calendas griegas. Y fue ese aspecto anodino lo que preocupó a Aldo. Conocía demasiado bien a su apoderado para no saber que Guy no tenía la costumbre de escribir tonterías. Bajo las frases convencionales, Aldo creía adivinar una especie de llamada de socorro.
—Tengo la impresión de que ocurre algo en mi casa y de que Buteau no se atreve a decírmelo —le comentó a Adalbert.
—Es posible, pero, en cualquier caso, pensabas irte pronto, ¿no?
—Dentro de dos o tres días. Después de la cena de mañana, ya no tendré nada más que hacer aquí.
—Perfecto. Anuncia, entonces, que vas a volver.
—Haré algo mejor: voy a telefonear.
Había que contar con un mínimo de tres horas de espera para hablar con Venecia y ya eran las cinco de la tarde. Ante el visible nerviosismo de su amigo, Vidal-Pellicorne propuso su panacea personal: ir a tomar un chocolate y unos pasteles en Zauner. El tiempo seguía siendo horrendo, pero la pastelería no estaba lejos del hotel.
—Nada mejor que unos dulces para hacer la vida más agradable —argumentó el arqueólogo, que era un goloso empedernido—. Y son mucho mejores que el alcohol.
—¡Como si no te gustara también! Valdría más que me dijeras que estás un poco harto de la cocina del Kaiserin Elisabeth. No tendrás hambre a la hora de cenar.
—Pues comeremos cualquier cosa y pasaremos la velada en el bar. De todas formas, si no te apetece, quédate. Yo me voy. Ese Zauner es el Mozart de la nata montada.
Como de costumbre, la célebre pastelería-salón de té estaba a rebosar, pero acabaron por encontrar en el fondo de la sala una mesita redonda y dos sillas. También encontraron a Fritz von Apfelgrüne.
Sentado en un rincón, entre un panel de cristal grabado y tres damas rollizas que, sin parar de hablar, hacían desaparecer una increíble cantidad de pasteles, el joven comía a cucharadas, con gesto melancólico, una copa de chocolate helado con nata. Acodado en la mesa y con la cabeza hundida entre los hombros, ofrecía una imagen patética, y los recién llegados se compadecieron de él. Mientras Aldo guardaba la mesa, Adalbert se acercó al joven. Fritz levantó una mirada desanimada hacia el arqueólogo, quien pudo ver en ella incluso huellas de lágrimas.
—¿Qué pasa, Fritz? No tiene buen aspecto.
—Estoy desesperado. Siéntese, por favor.
—Gracias, pero he venido a buscarlo. Venga con nosotros, quizá podamos ayudarlo.
Sin responder, Fritz cogió su helado y se dejó trasladar, mientras Vidal-Pellicorne indicaba a la camarera con delantal de muselina adonde lo llevaba y Aldo buscaba otra silla.
—Debería tomarse un buen café —le aconsejó éste cuando se sentaron—. Parece necesitarlo.
Fritz le dirigió una mirada de perro apaleado.
—Ya me he tomado dos… con media docena de pasteles. Ahora he empezado con los helados.
—¿Qué intenta hacer? ¿Suicidarse por indigestión? Supongo que puede conseguirse, pero debe de ser largo y bastante desagradable.
—¿Qué me aconseja entonces? ¿El revólver?
—No le aconsejo nada. ¿Qué le pasa? Hasta ahora, era el rayo de sol que iluminaba la casa.
—Se acabó. He comprendido que Lisa no me quiere, que no me querrá nunca… y tal vez que incluso me detesta.
—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Adalbert.
—No, pero me lo ha dado a entender. La pongo nerviosa, la saco de quicio. En cuanto entro en una habitación donde está ella, se marcha… ¡Y además está la otra!
—¿Qué otra?
—Esa tal Elsa que no sé de dónde ha salido y a la que usted salvó. Yo ni siquiera había oído hablar de ella, y ahora ordena y manda en la casa. La tratan como a una princesa. Ella acepta todo eso como si fuera lo normal, y a mí me detesta a pesar de que siempre me comporto con cortesía.
—Seguro que está equivocado; no tiene ninguna razón para detestarlo. ¿Acaso no colaboró usted también la noche en que fue liberada?
—Ah, ni le debe de haber pasado por la mente. Tiene tendencia a considerarme un mueble que estorba, y esta misma mañana me ha preguntado si mi única ocupación en la vida es agobiar a Lisa con un amor que no necesita. También ha dicho que haría mucho mejor yéndome antes de que me digan claramente que estoy de más.
—¿Lisa y su tía abuela están de acuerdo?
—No lo sé. Ellas no se encontraban delante, pero no sé por qué no van a estarlo; se pasan el día las tres juntas, y cuando llego yo, me tratan como si fuera el niño que ha escapado de su aya. Poco les falta para decirme que me vaya a jugar a otra parte.
—Ya sabe lo que son tres mujeres juntas —dijo Aldo—. Deben de tener montones de cosas que decirse. Es normal que se sienta un poco perdido.
—¡Pero no hasta este extremo! Por lo menos, podrían dejarme acompañarlas cuando salen a pasear.
—¿A pasear? ¿Con este tiempo?
—¡Huy, eso no detiene a Elsa! Ella quiere salir aunque caigan chuzos de punta, dar largos paseos a pie. Le ha dado por ahí de repente; dice que es indispensable para su salud, para mantener la línea, pero exige que Lisa la acompañe. Ayer, después del entierro, fueron hasta la cascada de Hohenzollern. Lisa estaba cansada, pero Elsa no, y ha querido ir otra vez esta mañana… y esta tarde han ido no sé adónde a pie también. Yo creo que está un poco loca.
Esta vez, Aldo no dijo nada. Pensaba en esa otra mujer un poco desequilibrada a la que llamaban la emperatriz errante. También se empeñaba en realizar verdaderas proezas caminando, hasta tal punto que dejaba a sus damas de honor extenuadas.
—¿Elsa come mucho?
—Es curioso que me haga esa pregunta. Desde que está en el castillo, no come casi nada. Tía Vivi está muy preocupada por eso. Incluso le he oído decir a Lisa que desde el secuestro esa mujer no es la misma… Y cuando no ha salido, se pasa horas a solas con el busto de Sissi que está en el despacho de tía Vivi. Se le parece, eso es verdad… ¿Acaso intenta acentuar ese parecido?
—Exacto —aprobó Morosini—. Confiemos en que se le pase cuando esté en Viena. A la emperatriz no le gustaba vivir en la capital, y si Elsa se obstina en su nuevo comportamiento, habrá que instalarla en otro sitio. Usted vive en Viena. Y Lisa no se pasará la vida haciendo de fiel acompañante, se marchará.
—Yo también —afirmó Fritz—. Todavía no sé adónde, pero voy a irme.
—¿Por qué no viene conmigo a Venecia? —propuso amablemente Morosini—. Allí se distraería.
Fue mágico. El semblante desolado del pobre chico se iluminó como si un rayo de sol acabara de posarse sobre él.
—¿De verdad quiere que vaya? ¿A su casa?
—A mi casa, claro. Ya verá, es muy entretenido, y tengo una cocinera excelente… a la que Lisa conoce. Podrá hablar de ella con Celina, y practicar francés con el señor Buteau, que fue mi preceptor.
Por un momento creyó que Fritz iba a abrazarlo. El joven se limitó a darle calurosamente las gracias, se acabó el helado y se despidió. Estaba impaciente por volver a casa para empezar a hacer los preparativos y contar la buena noticia. Adalbert lo miró divertido mientras salía de la repleta sala sorteando los obstáculos.
—¿Ahora te dedicas a hacer de buen samaritano? ¡Y nada menos que con un austriaco!
—¿Por qué no? Ese muchacho no es responsable de su nacimiento, y además, si quieres que te diga la verdad, lo encuentro bastante divertido. Sobre todo cuando habla en francés.
Después de una cena frugal —Adalbert se había atiborrado de pasteles—, se instalaron en el bar para esperar allí la comunicación con Venecia que Aldo había solicitado. Con excepción de un matrimonio mayor que estaba tomando unas infusiones y de un anciano caballero, de elegancia un tanto anticuada, que hacía desaparecer tras el periódico desplegado un apreciable número de vasitos de schnaps, además del barman, por supuesto, no había nadie. Aldo, que ya se había terminado la segunda copa de coñac, empezaba a perder la paciencia cuando por fin lo llamaron; eran las nueve y media, pero estaba al habla con Venecia.
Para su gran sorpresa, Aldo oyó en el otro extremo del hilo la voz rezongona de Celina. No era habitual que la cocinera respondiese al teléfono, detestaba hacerlo. Su reacción, por lo demás, fue la típica de ella cuando estaba de mal humor.
—Ah, ¿eres tú? —dijo sin manifestar la menor alegría—. Podrías telefonear más temprano.
—No soy yo quien regula las comunicaciones internacionales. ¿Dónde están los demás?
—El señor Buteau ha ido a cenar con el señor Massaria. Mi viejo Zacearía está en cama con gripe. Y el joven Pisani anda de picos pardos con miss Campbell. ¿Qué quieres?
—Saber qué pasa. He recibido una carta del señor Buteau que me ha dejado un poco preocupado.
—¡Ya era hora de que te decidieras a pedir noticias! No se puede decir que te hayas ocupado mucho de nosotros en los últimos tiempos. Su Excelencia desaparece, y la casa podría arder que él no se preocuparía más que si fuera la caseta del perro. Además…
Morosini sabía que, si no la cortaba de manera tajante, tendría que hacer frente a una hora de diatriba y a una factura astronómica.
—¡Basta, Celina! Para empezar, no tenemos perro, y además, no he telefoneado para aguantar tu mal humor. Te repito que me digas si ocurre algo fuera de lo normal.
La carcajada de Celina le atravesó los tímpanos.
—¿Fuera de lo normal? Entérate de que, cuando vuelvas, presentaré mi dimisión. Escucha bien lo que te digo: o ella o yo.
—Pero ¿de quién hablas?
—¡Pues de la bella Anny! No sé por qué te gastas el dinero instalándola en casa de Anna-Maria Moretti, porque está siempre metida aquí. No puedo dar dos pasos sin tropezarme con ella, y se entromete en cosas que no le incumben.
—Pero ¿qué hace ahí?
—Eso pregúntaselo a tu secretario. Está colado por ella. ¿Decías que no teníamos perro? Pues ahora tenemos uno: un perrito bien adiestrado que come de la mano de su amante y que se llama Angelo.
—¿Su amante? ¿Se ha atrevido…?
—Yo no he llevado la cesta, así que no sé si se acuesta con ella, pero a juzgar por cómo se comporta no me extrañaría. Te digo que ella se pasa la vida aquí. Y eso no ayuda precisamente al señor Buteau a hacer reinar la disciplina en tu ausencia.
—Tranquila, dentro de dos o tres días estaré ahí y pondré orden. ¿No ha habido visitas sospechosas? —añadió, pensando en los temores expresados por Anielka sobre los revolucionarios polacos.
—Si te refieres a bandidos con escopetas y cuchillos entre los dientes, no, no hemos tenido ninguna así.
—Perfecto. Entonces, escúchame bien: yo no he llamado y tú no sabes que vuelvo, ¿entendido?
—¿Quieres darles una sorpresa? Te va a costar.
—Porque tu secretario paga a un crío para que vaya a la estación a la hora de llegada de todos los trenes de largo recorrido.
—¡Caramba! Enamorado pero prudente, ¿eh? No te preocupes, voy a ir en coche. He comprado un pequeño Fiat y lo dejaré en Mestre, en el garaje de Olivetti. Vuelve con tu marido, Celina, y duerme bien.
La idea de regresar a Venecia en automóvil se le había ocurrido de pronto. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta que pensaba llevar a Fritz, sería más sencillo. En cuanto a lo demás, a Aldo no le gustaba en absoluto el comportamiento de Anielka. Y tampoco el de ese joven imbécil que había caído en sus redes.
—Saldremos pasado mañana —concluyó, después de haber puesto al corriente a Adalbert—. La actitud de Anielka empieza a parecerme rara. Llega suplicando que la esconda, que la salve de sus enemigos, la pongo a resguardo y lo primero que hace es invadir mi casa.
—Hubo un tiempo en que eso te habría complacido.
—Sí, pero ese tiempo pasó. Hay demasiadas sombras, demasiados sobreentendidos, demasiadas cosas oscuras en esa criatura aparentemente tan luminosa. Y, sobre todo, me temo que demasiados amantes; ni siquiera estoy ya seguro de sentir simpatía por ella.
—Te recuerdo que, cuando se instaló en tu casa, se presentó como tu prometida, y supongo que cree que sigues locamente enamorado de ella.
—Enseguida le quité esa idea de la cabeza.
—¡Eso es lo que tú te crees! Yo juraría que no ha renunciado a convertirse en princesa Morosini.
—¿Acostándose con mi secretario? No me parece el modo más acertado.
—Eso no es más que una suposición gratuita. Yo más bien me inclino a creer que intenta grabar en tu paisaje personal su imagen… de forma indeleble. Te va a costar librarte de ella.
—A no ser que consiga hacer arrestar a su padre o, mejor aún, matarlo.
Vidal-Pellicorne observó unos instantes, sin decir nada, el rostro crispado de su amigo, sus facciones enérgicas más endurecidas aún por la ira, su larga silueta indolente, su mirada azul tan a menudo chispeante de humor o de ironía. Incluso con una diferencia de veinte años, pensó, no debía de ser fácil renunciar a un hombre así. ¡Y, por si fuera poco, gran señor!
—No te fíes —dijo por fin—. Es posible que ni eso la disuada.
Con todas las ventanas iluminadas interiormente por un bosque de velas —esa noche la electricidad parecía desterrada—, Rudolfskrone brillaba en la noche de noviembre como un relicario en el fondo de una cripta. Parecía preparado para ser escenario de una de esas fiestas nocturnas, exquisitas y refinadas, que gustaban en siglos pasados. Sin embargo, cuando a las ocho en punto el pequeño Amilcar rojo depositó a sus ocupantes, no había ningún otro coche a la vista.
—¿Crees que somos los únicos invitados? —preguntó Adalbert cuando el motor parado les permitió oír los violines de un vals de Lanner.
—Eso espero. Si esta comedia de los esponsales debe continuar, prefiero que haya los menos testigos posible.
Un lacayo con librea de color amaranto abrió la puerta, mientras que otro se dispuso a preceder a los invitados por la gran escalera.
—La condesa espera a los señores en el salón de las Musas —les dijo este último.
Habían debido de acabar con todas las flores de los contornos para esa recepción. Había por todas partes, y los dos hombres entendieron por qué les había costado tanto encontrar el ramo de rosas blancas que habían hecho llevar a mediodía. Rodeaban los grandes candelabros de bronce cargados de velas encendidas, llenaban cestas en el rellano y bajo la escalera de mármol. Gracias a ellas y a las llamitas que lo bañaban todo en una luz dorada, el castillo se hallaba sumergido esa noche en una atmósfera irreal que Aldo no podía decir si le resultaba agradable o no. Pensaba, sobre todo, que iba a tener que interpretar ese molesto papel de enamorado ante el público más difícil del mundo: los ojos de Lisa. O lo haría demasiado bien y ella despreciaría su talento, o lo haría mal y le parecería ridículo.
—Pon otra cara —le susurró Adalbert—. Parece que te dirijas al cadalso.
¡Menuda suerte tenía él, que podía abandonarse al simple placer de pasar un rato junto a la mujer que amaba! Porque para Morosini ya no cabía ninguna duda de que su amigo se había enamorado de la señorita Kledermann.
—Más o menos es a donde voy —masculló Aldo.
Magníficamente ataviado de terciopelo color amaranto guarnecido en negro, Josef los recibió al final de la escalera para conducirlos hasta el salón de las Musas, pero, al llegar a la mitad del rellano, se volvió:
—¡Dios mío, casi se me olvida!… Príncipe, la señorita Lisa me ha encargado que le diga que esté preparado para una sorpresa.
¡Sólo faltaba eso!
—¿Una sorpresa? ¿De qué tipo?
—No lo sé, Excelencia, pero creo que debe de ser importante para que me hayan encargado que le avise.
—Gracias, Josef.
Ninguno de los dos vio una forma blanca que escuchaba desde el piso superior, con una mano apoyada en la barandilla.
El salón de las Musas precedía al comedor. Lo decoraban unos frescos de gusto italiano, pero de una factura simplemente correcta, que no retuvieron la atención de Morosini. Éste la dedicó por completo a la anciana dama que permanecía de pie en el centro de la estancia, junto a un enorme jarrón de celadón colocado directamente en el suelo que contenía un impresionante ramo de rosas blancas.
—Son espléndidas —dijo ella, sonriendo y ofreciendo a Morosini su hermosa mano cargada de anillos.
Ella también lo estaba. Una fortuna en diamantes brillaba en sus orejas, sobre el encaje negro de su vestido de cuello rígido; y sobre sus cabellos blancos, peinados en un moño alto, una diadema hecha de delgadas varillas relucientes formaba una aureola preciosa. Junto a esta reina, Friedrich, con frac y aspecto de sentirse muy desgraciado, pasaba inadvertido.
Aldo buscaba a Lisa con la mirada. La sonrisa de su abuela se tiñó de una dulce ironía.
—Está con Su Alteza, ayudándola a vestirse.
Aldo frunció el entrecejo mientras que Adalbert, sorprendido, arqueó las cejas.
—¿Su Alteza? —dijo este último—. ¿Es así como debemos llamarla?
—Me temo que sí. Debo advertirles, queridos amigos, que desde su liberación Elsa no es la misma. Ha ocurrido algo que se nos escapa, y creo, príncipe, que la encontrará diferente de como era cuando se entrevistaron.
—¿Significa eso que ya no tengo que interpretar el papel que me pidieron que representara? —preguntó Morosini, esperanzado.
—La verdad es que no lo sé —murmuró la anciana dama, abatida—. No ha hablado de usted ni una sola vez, no ha vuelto a reclamar su presencia… En cambio, exige la consideración, la deferencia, los honores debidos a una alteza, y no nos sentimos con valor para negárselos. Después de todo, debería tener derecho a ellos. Creo —añadió, volviéndose hacia su sobrino nieto— que Fritz ya les ha hablado de esto.
—Así es —dijo Adalbert—. Los dos pensamos que, esforzándose en resucitar a su imperial abuela, Elsa hace lo que en psiquiatría llaman una transferencia. Quizá deberían pedir visita al famoso doctor Freud cuando estén en Viena.
—Sí, ya lo había pensado. Si es que conseguimos presentársela…
—¿Y ha sido ella quien le ha pedido esta recepción de gala? —preguntó Aldo.
—Sí. Extraña recepción, organizada con el esplendor de una fiesta cuando sólo seremos seis, ¿verdad? Pero ella espera que venga su prometido y la mesa está puesta para veinte personas.
En ese momento, Fritz explotó. Hasta entonces se había limitado, después de haber estrechado la mano a los dos hombres, a mantener los ojos clavados en el suelo al tiempo que se esforzaba en hacer un agujero en la alfombra con el tacón.
—¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre? Está loca. Y haces mal en prestarte a seguirle la corriente en sus manías, tía Vivi. Lo único que conseguirás es darle alas.
—Un poco de calma, ¿quieres? Se trata de una noche…, sólo una. Además, ella lo ha especificado: una cena de despedida.
—¿De quién? ¿De qué?
—Quizá de Ischl. Se ha enterado de que nos marchamos mañana. O quizá de otra cosa. Pero no he tenido valor para negárselo y Lisa lo aprueba.
—Ah, si Lisa lo aprueba…
Fritz pareció desinteresarse del asunto para concentrarse en la copa de champán que un sirviente le ofrecía en una bandeja. Pero tuvo que dejarla, porque Josef abrió las puertas del salón y anunció con voz potente:
—Su Alteza imperial.
Y Elsa apareció totalmente vestida de blanco. Un blanco tirando un poco a marfil. El vestido de cola era de los que se llevaban a principios de siglo: satén y encaje de Chantilly, recogido, drapeado, sujeto con algunos prendedores de rosas del mismo color. La misma tela sujetaba, sobre el pelo recogido en un moño alto con dos tirabuzones que bajaban por el cuello, una diadema de ópalos y diamantes que sólo podía pertenecer a la señora Von Adlerstein.
Los tres hombres se inclinaron, mientras que la condesa hacía una reverencia perfecta pese a su pierna enferma, pero al incorporarse Aldo y Adalbert se quedaron sin respiración: en el hueco del profundo escote de la princesa, descansando sobre el satén abullonado en el lugar donde la llevaba en la Ópera, el águila de ópalo y diamantes brillaba con insolencia.
La mirada de Morosini buscó la de Lisa, que la seguía a una distancia de tres pasos. Ella le respondió levantando las cejas: ésa era, por descontado, la sorpresa anunciada.
Y había que reconocer que era mayúscula. Sin embargo, por muy sorprendido que estuviera, Aldo no dejó de fijarse en lo encantadora que estaba Lisa con un vestido a la antigua usanza, de tul verde almendra, que hacía plena justicia a su cuello gracioso, a sus bonitos hombros y a un pecho que Aldo habría calificado de interesante.
Llevando en la mano un abanico a juego con el vestido, en el que estaba prendida la rosa de plata, Elsa fue directamente hacia la condesa, a la que ayudó a levantarse.
—Usted no, querida —protestó amablemente. Luego, volviéndose hacia los tres hombres que esperaban uno junto a otro, tendió las manos hacia Morosini.
—¡Querido Franz! ¡He esperado esta noche con tanta impaciencia! Marcará el momento en que todo empiece de nuevo, ¿verdad?
La débil esperanza que el falso Rudiger había abrigado se desvaneció. Incluso encarnando otro personaje, Elsa continuaba viendo en él a su prometido perdido. Con todo, se inclinó sobre la mano enguantada murmurando que se sentía infinitamente feliz y algunas tonterías más que le parecieron adecuadas para el personaje.
Ella, sin embargo, había dejado de escucharlo para reservar toda su atención a Adalbert. Eso permitió a Aldo mirarla más atentamente. El perfil que le ofrecía era tan parecido al del busto del saloncito que se quedó impresionado, aunque ciertos detalles, como la forma de los ojos o un pliegue de la boca, delataban que no se trataba del modelo. De no ser por la cicatriz que marcaba el otro lado de su rostro, esa mujer habría podido despertar el entusiasmo, hacer creer en una milagrosa resurrección, tal vez causar problemas. El velo de encaje con el que se cubría la cara en público no era solamente una protección impuesta por la coquetería; era necesario en un país donde lo más mínimo desataba la imaginación cuando se trataba de un miembro de la antigua familia imperial. Faltaba por aclarar la historia del águila del ópalo.
Aldo se acercó a Lisa, que acariciaba con un dedo una de las rosas del enorme ramo un poco apartada de Elsa.
—¿Cómo se las han arreglado para encontrar estas maravillas? —preguntó sonriendo.
—Me alegro de que le gusten, pero no es eso lo que me interesa ahora. Yo creía que las joyas habían desaparecido con Solmanski. ¿Retiraron el ópalo antes de separarse de ellas?
—Yo no las tuve entre las manos y no pedí verlas. Lo que ocurrió en realidad es que Elsa se había apoderado de él antes de ser secuestrada. Desde su regreso de Viena, se le había metido en la cabeza que, si llevaba siempre encima el ópalo de la emperatriz, no le volvería a pasar nada malo.
—¿Consiguió que le dejaran tenerlo?
—No, porque sus pobres cuidadores desconfiaban un poco de su mente inestable. Habían habilitado un escondrijo en una viga de la sala, pero Elsa los vio y, en cuanto se quedó un momento sola, cogió la joya y la ha mantenido escondida hasta esta noche. Está muy contenta de haber burlado a todo el mundo.
—¿A todo el mundo? Yo no estaría tan seguro. ¿Qué cree usted que va a hacer Solmanski cuando se dé cuenta de que no tiene el ópalo?
—Se conformará con el resto del tesoro. Hay perlas sublimes y bastantes piezas magníficas…
—Ya le dije que lo que él quiere es el ópalo, y por las razones que le expuse.
—Ya lo sé, pero no puede volver sobre sus pasos. La policía se le echaría encima.
—Sí, pero ustedes se marchan mañana. Tenga por seguro que ese individuo se enterará y que todo empezará de nuevo.
Con un gesto vivo, Lisa cogió una rosa para acercársela a los labios. Sus ojos entornados dejaron filtrar una mirada burlona:
—Y, naturalmente, usted tiene una solución, ¿no?
—¿Yo? Dios mío, ¿cuál?
—Muy sencillo: que le demos el ópalo. ¿No ha sido acaso por él, y sólo por él, por lo que Adalbert y usted han venido?
—¿Me cree tan vil como para quitarle a una pobre loca lo que considera su talismán? Aunque lo cierto es que sería la mejor solución. Elsa, que lo ha perdido todo, tendría de qué vivir, y sobre todo, en caso de recibir una visita desagradable, no habría más que desviar el peligro hacia el comprador, es decir, hacia mí; pero si…
—¡Su Alteza imperial está servida!
El anuncio, hecho desde el umbral del comedor por la vigorosa garganta de Josef, cortó en seco la frase de Aldo, que dudó un instante sobre lo que debía hacer; vio que Elsa se dirigía sola con majestuosidad hacia la doble puerta abierta y fue a ofrecer su brazo a la señora Von Adlerstein, que le dio las gracias con una sonrisa, mientras que Adalbert asió la mano de Lisa tomándole la delantera a Fritz, que tuvo que resignarse a cerrar la marcha.
Y fue la cena más increíble, más delirante y también más angustiosa a la que había asistido Morosini en toda su vida. La suntuosa mesa —vajilla de fina porcelana y cristalería de Bohemia dispuestas sobre un mantel de encaje, alrededor de montones de azucenas, rosas y altas velas nacaradas en candelabros de cristal tallado— estaba puesta para veinte comensales, y como ninguna otra luz iluminaba la vasta estancia forrada de tapices, aquel fastuoso servicio se hallaba inmerso en una atmósfera extraña. En ambos extremos de la mesa había un sillón de respaldo alto, los de los señores de la casa, y Elsa, sin vacilar, fue a tomar asiento en el primero, que por lo demás Josef ya estaba apartando para ella. Aldo se inclinó para preguntar en voz baja a la condesa:
—¿Adonde debo conducirla, señora?
—La verdad es que no lo sé —susurró ella—. Elsa se ha empeñado en organizarlo todo esta noche. Yo quería complacerla, pero empiezo a preguntarme si no he hecho mal.
La incertidumbre no duró mucho: la anciana dama fue graciosamente invitada a sentarse a la derecha de la princesa. Suponiendo que, de acuerdo con las normas sociales, él debía tomar asiento a su lado, Aldo se disponía a hacerlo cuando Elsa dijo en un tono seco:
—¡Un momento, por favor! Esa silla no está destinada a usted. —Luego, más suavemente, añadió—: Querido, me parece lo más natural que tome asiento frente a mí. ¿Acaso no es nuestra fiesta? Debemos presidirla juntos.
Aldo se inclinó de nuevo y fue a la otra punta de la mesa, donde ya lo esperaba un lacayo. Pensaba que los otros cuatro invitados serían repartidos entre los dos extremos de la mesa, pero no fue así. Elsa hizo sentar a Lisa a su izquierda y a Adalbert al lado de ésta, mientras que, enfrente, el joven Apfelgrüne se instaló, más enfurruñado que nunca, junto a su tía abuela. Morosini permaneció en su inmensa soledad, separado de los demás por una decena de sillas vacías y la curiosa impresión de encontrarse ante una especie de tribunal. Sin las flores y las llamitas danzantes que sobrecargaban la mesa, el efecto habría sido cautivador, pero él no era hombre que se dejase impresionar por un capricho de mujer, de modo que, como si la situación fuese la más natural del mundo, desplegó la servilleta y la extendió sobre sus rodillas. En la otra punta, nadie se atrevía a mirarlo; la condesa intentó expresar una débil protesta, pero enseguida fue invitada a no insistir.
La cena comenzó en un silencio opresivo. En alguna parte de la casa, unos violines tocaban a Mozart en sordina. Pese a sus deseos de escapar de esa reunión fantasmal, Aldo se obligaba a no perder la calma. Presentía que iba a pasar algo, pero ¿qué? Allá, al final del interminable camino florido, Elsa degustaba la sopa con enorme lentitud, con la cabeza erguida y mirando al vacío. De vez en cuando, sonreía, se inclinaba un poco hacia la derecha o hacia la izquierda, dirigiéndose a una de las sillas vacías como si viera a alguien sentado allí. Alrededor de ellos, la danza amortiguada de los sirvientes ejecutaba su rito.
Estaban sirviendo el segundo plato, que era carpa a la húngara, cuando de pronto se oyó el ruido metálico de un cubierto al ser depositado sobre el plato. La voz de Lisa se alzó, tensa, nerviosa, rozando el grito:
—¡Esto es insoportable! ¿A qué viene esta cena siniestra? ¿No tenemos nada que decirnos?
—Lisa, por favor —murmuró su abuela—. No es correcto que hablemos cuando Su Alteza no lo desea…
—Tiene razón, tía Vivi —la interrumpió Fritz, sumándose a la protesta—. Esta comedia que se nos hace interpretar es ridícula. Como lo es la idea de enviar a Morosini a aburrirse solo a la otra punta de la mesa, como si estuviera castigado. Acérquese, amigo, y tratemos al menos de cenar agradablemente.
Elsa se levantó como accionada por un resorte.
—Que sea usted un grosero no es una novedad para mí —le espetó, con un desprecio real, al infeliz—. En cuanto a ese hombre que no dudo ni por un instante que sea su amigo, sepa que lo he puesto ahí para ver hasta dónde llegaría su desvergüenza, hasta dónde sería capaz de llevar su odiosa impostura.
Inmediatamente, Aldo se puso en pie. En unas zancadas, recorrió la vasta sala y se detuvo ante la que lo atacaba. Su semblante permanecía impasible, pero la cólera hacía brillar sus ojos, cuyo color azul se había transformado en verde.
—Señora, no soy ni un grosero, ni un desvergonzado, ni un impostor…
—¿Ah, no? ¿Acaso va a seguir asegurando que es Franz Rudiger?
—Yo nunca lo he asegurado, señora…
—¡Diga Su Alteza imperial!
—Si se empeña… Sepa, pues, Alteza imperial, que ha sido usted y sólo usted quien se ha obstinado en ver en mí al hombre al que añora. Tal vez debería haberla sacado de su error, pero acababa de soportar una dura prueba y temí que sufriera otra conmoción.
—Fuimos nosotras las que le rogamos que continuara interpretando ese papel hasta que usted se encontrase mejor, Elsa. Se hallaba en tal estado… —intervino la condesa—. Nos asustó mucho, y además, la única idea a la que se aferraba era la de que la hubiera salvado el hombre al que ama. Estaba segura de haberlo reconocido, quiso verlo, hablar con él, y en esa ocasión tampoco puso en duda que fuera Franz. Aquello nos entristecía, pero ¿cómo podíamos quitarle esa ilusión sin herirla? Hasta lo veía más apuesto que antes…
—Sólo le falta decir que estoy loca.
—No —intervino Lisa con calma—, pero hace tantos años que no ha visto a Rudiger… Y no tenía ningún retrato. Creo que, sin darse cuenta, ha olvidado un poco su cara.
—¡Era inolvidable!
—Siempre decimos eso, pero lo cierto es que se ha equivocado. ¿Cuándo se ha dado cuenta de su error?
—Hace un rato —respondió Elsa—. Cuando nuestros invitados han llegado, yo estaba asomada a la escalera. Quería… quería ser la primera en verlo. Entonces he oído a Josef llamar a ese hombre «príncipe» y «Excelencia» y he comprendido que estaban engañándome, que los enemigos de mi familia que me persiguen habían encontrado un medio de introducir en mi vida a un ser nefasto, encargado de adueñarse de mi mente y de…
—¡No exageremos! —saltó Vidal-Pellicorne—. Con el respeto debido a Su Alteza, él la salvó arriesgando su propia vida.
—¿Está seguro? Me gustaría creerlo…
Aquello era más de lo que Aldo podía soportar.
—Querida condesa —dijo, inclinándose ante su anfitriona—, me temo que ya he oído suficiente por esta noche. Permítame que me retire.
Apenas había acabado la frase cuando Elsa dio un golpe tan fuerte en la mesa con el abanico que éste se partió.
—¡Ni se le ocurra marcharse sin que se le haya dado permiso! Tengo que hacerle unas preguntas. La primera es: ¿quién es usted?
—Permita que me encargue yo de contestar —intervino Lisa, que prosiguió en un tono solemne destinado a impresionar la mente confusa de Elsa—. Me corresponde a mí el honor de presentar a Su Alteza imperial al príncipe Aldo Morosini, perteneciente a una de las doce familias patricias que fundaron Venecia y descendiente de varios de sus dux. Debo añadir que es un hombre valiente y leal…, sin duda el mejor amigo que se puede tener.
—Es exactamente lo mismo que pienso yo —dijo Adalbert, aunque ese concierto de testimonios no lograba atravesar la armadura de desconfianza de la princesa, cuya mirada, turbia de nuevo, parecía contemplar una escena invisible al fondo de la habitación.
—¡Venecia nos odia!… Tuvo la osadía de abuchear e insultar al emperador y a la emperatriz, mi querida abuela…
—Jamás hubo ni abucheos ni insultos —rectificó Aldo—. Nada más que silencio. Reconozco que el silencio de un pueblo es terrible. Las palabras no pronunciadas, los gritos no proferidos retumban en la imaginación de quien es objeto de ellos, pero la opresión jamás ha sido una buena manera de hacer amigos. Mi tío abuelo fue fusilado por los austríacos y no tengo que disculparme por nada.
Curiosamente, Elsa no replicó. Volvió a posar los ojos en el hombre que se atrevía a plantarle cara, detuvo un momento la mirada en él y luego la bajó.
—Ofrézcame el brazo —murmuró— y volvamos al salón. Tenemos que hablar… ¡Ustedes quédense! —añadió—. Quiero estar a solas con él. Ah, y hagan callar a esos violines.
Salieron con gran majestuosidad, pero, como en las situaciones dramáticas muchas veces se cuela un elemento burlesco, antes de abandonar el comedor Aldo oyó mascullar a Fritz, siempre tan pegado a las realidades terrenales:
—La carpa fría no vale nada. ¿No podrías pedir que la calienten, tía Vivi?
Y se mordió los labios para no echarse a reír. Era el tipo de comentario que le hacía a uno mantener los pies en el suelo y, bien mirado, eso era muy aconsejable en un momento en que sentía que estaba cayendo en la irracionalidad.
Al llegar a la estancia donde habían estado un rato antes, Elsa optó por sentarse junto al gran ramo de rosas blancas y pasó la mano por sus corolas con ademán acariciador.
—Me habría gustado que fuesen para mí —murmuró.
—La costumbre es enviar flores a la dama que te invita —dijo Aldo—. Además, no las enviaba sólo yo. De todas formas, quizá no me habría atrevido…
Elsa dejó sobre un velador el abanico, cuya varilla partida en dos permanecía sujeta por la rosa de plata.
—No fue usted quien me dio esto, es verdad. Sin embargo, el otro día se atrevió a besarme.
—Le pido perdón, señora. Usted me lo había pedido.
—Y era esencial interpretar su papel, ¿no? —murmuró con una amargura que conmovió a Morosini.
—No tuve que hacer ningún esfuerzo. Recuerde lo que le dije, y le juro por mi honor que era sincero. Es usted muy bella y, sobre todo, posee un encanto que supera las bellezas más raras. Es muy fácil amarla…, Elsa.
—Pero usted no me ama.
Sin mirarlo, tendió hacia él una mano de ciega en busca de un apoyo. Una mano perfecta, y tan frágil que él la tomó entre las suyas con una infinita dulzura.
—Qué más da, puesto que no es a mí a quien usted ha entregado su corazón.
—Claro, claro…, pero él tiene pocas posibilidades de conseguir que le concedan mi mano. Ni mi padre ni Sus Majestades aceptarán a un plebeyo. Usted, según me han dicho, es príncipe.
Aldo se dio cuenta de que sus fantasmas volvían a apoderarse de ella.
—Un príncipe insignificante —dijo sonriendo—. Indigno de una archiduquesa. Y enemigo, por añadidura, puesto que soy veneciano.
—Tiene razón. Es un grave impedimento… Al menos él es un buen austriaco y un fiel servidor de la Corona. Tal vez mi abuelo acepte concederle un título de nobleza.
—¿Por qué no? Habrá que pedírselo…
El terreno se volvía tan resbaladizo que Aldo sólo se atrevía a avanzar paso a paso. Deseaba acabar con esa escena fuera del tiempo, pero, por otra parte, hubiera querido poder ayudar a esa mujer quizá tan atractiva, caprichosa y desdichada como lo había sido aquélla cuya imagen se esforzaba en resucitar.
La idea que le había sugerido debió de gustarle, pues se puso a sonreír a una visión que ella era la única en contemplar:
—¡Exacto! ¡Se lo pediremos juntos!… Por favor, vaya a decirle a Franz que venga a reunirse conmigo.
—Lo haría con mucho gusto, Alteza, pero no sé dónde está.
Ella volvió hacia él una mirada que no lo veía.
—¿Todavía no ha llegado?… ¡Qué raro! Siempre es de una puntualidad extrema. ¿Quiere mirar si está en la antecámara?
—A sus órdenes, Alteza.
Aldo salió, dio unos pasos por la galería mientras reflexionaba y luego regresó al salón. Elsa se había levantado. Caminaba de un lado para otro sobre la gran alfombra de flores, apretando las manos contra el pecho. La cola del vestido la acompañaba con un crujido sedoso.
Al oír entrar a Morosini, se volvió de golpe.
—¿Y bien?
—Todavía no ha llegado, Alteza. Quizás haya tenido algún contratiempo de tipo mecánico…
—¿Mecánico? —repuso ella, horrorizada—. ¡Los caballos no son mecánicos y Franz no utilizaría otra cosa! A él y a mí nos encantan los caballos.
—Claro, debería haberme acordado. Le pido perdón… ¿Me permite que aconseje a Su Alteza sentarse? Está atormentándose por nada y eso no es bueno.
—¿Quién no se atormentaría cuando su prometido llega tarde la noche más importante de su vida?… ¿Qué debo hacer, Dios mío, qué debo hacer?
Su agitación iba en aumento. Aldo comprendió que solo no conseguiría controlar la situación, que debía buscar ayuda. Asió firmemente a Elsa de un brazo para obligarla a sentarse.
—Cálmese, por favor. Voy a pedir que salga alguien a su encuentro. Quédese aquí sin moverse y esté tranquila.
La soltó con tantas precauciones como si temiera verla desplomarse y a continuación salió y se dirigió apresuradamente al comedor. No había nadie sentado a la mesa y los criados habían desaparecido. Tan sólo la señora Von Adlerstein estaba sentada en el alto sillón que antes ocupaba Elsa. Junto a ella, Adalbert fumaba como una locomotora. Fritz, ante una ventana, comía pastas dispuestas en una gran fuente. En cuanto a Lisa, caminaba detrás del asiento de su abuela con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, pero al ver entrar a Aldo fue corriendo hacia él.
—¿Dónde está?
—Aquí al lado, pero, Lisa, ya no sé qué hacer… Vaya con ella.
—Dígame primero qué ha pasado.
Aldo contó con toda la fidelidad posible su extraña conversación con Elsa.
—Confieso que me siento culpable —concluyó—. Jamás debería haberme prestado a esta comedia.
—Lo ha hecho a petición nuestra —dijo la condesa—. Y nosotras se lo pedimos porque pensábamos que un poco de alegría podría serle beneficiosa. Después, usted se ausentaría y eso me dejaría tiempo para llevarla a Viena y hacer que la examinaran.
—Sí, claro, pero ahora ella lo mezcla todo y espera a Rudiger. Está muy preocupada por él. Acabo de prometerle que voy a ir en su busca porque teme que haya tenido un accidente.
—Bien, hay que acabar con esto. Voy con ella —dijo Lisa, pero su abuela la retuvo por la muñeca.
—No, espera un momento. Hay que pensar… ¿Dice que teme un accidente? Y nosotros sabemos que ha muerto… ¿Y si aprovecháramos la ocasión para decirle… que no volverá a verlo nunca más?
—Tal vez no sea una mala idea —dijo Adalbert—, pero es mejor no precipitarse…, dejar que pasen las horas, los días. Aldo debe desaparecer de su horizonte. Ella está confusa porque no acaba de saber con seguridad si es Rudiger o no.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo el interesado—. Tengo miedo de cometer un error sea cual sea mi actitud. Vaya, Lisa, no conviene dejarla mucho tiempo sola.
—Te acompañamos —dijo la anciana dama—. ¡Josef!
El viejo mayordomo, que había permanecido en las lejanas sombras del comedor, reapareció en el halo de luz.
—Señora condesa…
—No creo que nos acabemos esta cena. Diga a todos que se retiren, pero sírvanos el café en mi gabinete. Quizá con el postre, para complacer a Fritz.
En ese momento oyeron la voz de Lisa:
—¡Elsa!… ¡Elsa! ¿Dónde está?
La joven volvió para anunciar que la princesa no estaba donde Aldo la había dejado.
—Voy a subir a su habitación —añadió.
Pero la habitación estaba vacía, al igual que el resto del piso, al igual que todas las demás estancias de la casa. Y, lo que era más curioso aún, nadie había visto a Su Alteza. Alguien sugirió la idea de que quizás había salido a pasear por el parque.
—No me extrañaría nada —dijo Lisa—. Si le diéramos libertad total para obrar a su antojo, estaría día y noche fuera.
En ese momento se oyó el galope de un caballo alejándose rápidamente. Se precipitaron a las cuadras con linternas y vieron una de las puertas abierta de par en par. Faltaban una yegua y una silla de amazona, según afirmó el jefe de los palafreneros, que había acudido al oír ruido.
—He tenido el tiempo justo de ver algo blanco, como un largo chal de bruma que corría hacia los bosques —dijo el hombre.
—¡Dios mío! —gimió Lisa, ciñendo alrededor de sus hombros desnudos la capa de loden que había cogido del guardarropa del personal—. ¿Cómo ha podido montar con ese vestido de noche? ¡Y con el frío que hace! ¿Adónde habrá ido?
—A buscarlo a él —dijo Aldo, precipitándose hacia uno de los caballos—. Vuelva a casa, Lisa, vamos a intentar encontrarla.
—No, ustedes no van a hacer nada —dijo la joven—. ¿Adónde van a ir en plena noche y con traje de gala, sin conocer además la región ni a los caballos?… Sí, lo sé, es usted un jinete excelente, pero yo le pido que se quede aquí. No serviría de nada que se partiera la nuca… Llame a sus hombres, Werner, y envíelos en la dirección en la que la ha visto ir. Cojan linternas para intentar seguir las huellas… El señor Friedrich irá con ustedes. Conoce la región palmo a palmo. Nosotros iremos a casa y avisaremos a la policía. Hay que dar una batida por el norte de Ischl.
—Pero esos bosques hacia los que la han visto ir, ¿adónde llevan? —preguntó Adalbert.
—Depende. A la montaña… al Attersee, al Traunsee. Lugares llenos de obstáculos, llenos de peligros, y no creo que ella conozca la zona mejor que ustedes…, mi pobre Elsa…
La voz de la joven se quebró al pronunciar las últimas palabras. Dándose cuenta de que iba a romper a llorar, Aldo tendió las manos hacia ella, pero, de repente, Lisa giró sobre sus talones y se fue corriendo hacia la casa.
—Dejémosla —murmuró Adalbert—. A quien necesita es a su abuela… Lo mejor es que vayamos a coger el coche e intentemos ejecutar la parte que nos corresponde en el concierto delirante de esta noche.
Siguiendo los consejos de Josef, que les facilitó un mapa de carreteras, subieron hacia Weissenbach y Burgau, en el Attersee, deteniéndose con frecuencia para escuchar los ruidos nocturnos. No había luna. Estaba oscuro, hacía frío, y los dos pensaban en la mujer vestida de satén que galopaba a ciegas a través de esa oscuridad. ¿Estaría aún viva? Su montura podía haberse desbocado, o una rama baja haberla golpeado. La maravillosa naturaleza de aquel rincón de Austria, constelada de cascadas y de grandes lagos apacibles, les parecía ahora amenazadora, pérfida, plagada de trampas, algunas de las cuales podían ser mortales.
—¿En qué piensas? —preguntó de pronto Morosini, después de haber encendido el vigésimo cigarrillo.
—Intento no pensar.
—¿Por qué? ¿Temes que la galopada de Elsa sea una carrera hacia el abismo?
—No lo temo, estoy seguro de que lo es. Esto no puede acabar de otra forma.
—¿Por el ópalo? ¿Tú también crees en su poder maléfico?
—Hemos constatado el del zafiro y el del diamante. Esta maldita piedra no es una excepción. Aunque esta vez me pregunto si nuestra búsqueda va a terminar aquí. Supón que Elsa desaparece…
—No irás a dotarla de poderes sobrenaturales… Aunque a veces da la impresión de que es un fantasma, no lo es. Así que intentemos razonar con realismo. Primera hipótesis: tiene un accidente y se mata. Creo que conseguiremos que la condesa nos venda una joya que no tendrá ganas de conservar. Y cuanto antes, mejor, pues hay que contar con Solmanski. Podría reaparecer en el momento menos pensado.
—Hummm… —gruñó Vidal-Pellicorne—. Segunda hipótesis: la encontramos, está bien… y entonces, ¿qué? Te recuerdo que ve ese objeto como un talismán.
—Lo sé. En ese caso, tendremos que hacer lo que habíamos decidido en Hallstatt: encargar una copia de la joya, y ahora con más posibilidades de éxito, porque sin duda podremos conseguir una fotografía. Evidentemente, es una solución muy cara, pero es la mejor: Elsa tendrá una joya auténtica en la que podrá creer todo lo que quiera, pero ya sin peligro.
—¿Crees que Lisa estará de acuerdo? Siempre ha detestado la idea de mercadeo que sugería nuestra presencia.
—Y eso te fastidia, ¿verdad? —dijo Aldo en tono sarcástico.
—Un poco, lo reconozco, y me cuesta creer que a ti te deje indiferente.
—Los sentimientos no se pueden medir con el mismo rasero que la misión que debemos llevar a cabo. La misión es lo importante, puesto que se trata de un pueblo.
Adalbert no contestó y se concentró en la conducción del vehículo. Durante su recorrido, los dos hombres se encontraron con Fritz y uno de los palafreneros, que, sujetando al caballo por la brida y acercando la nariz al suelo, intentaban encontrar el rastro que habían perdido. Por supuesto, todavía no habían visto nada. Y nadie encontró nada.
Era de día cuando regresaron a Rudolfskrone, donde reinaba una atmósfera de catástrofe. Ni Elsa ni la yegua habían aparecido. Lisa tampoco estaba a la vista.
—Vayan a descansar un poco —les aconsejó la señora Von Adlerstein, cuya angustia se reflejaba claramente en su rostro cansado y sus ojos apagados—. Se han portado como verdaderos amigos y nunca podré agradecérselo bastante.
—¿Está segura de que ya no nos necesita?
—Sí. Vengan a cenar esta noche. Si antes hay alguna noticia, se lo haré saber.
—¿Dónde está Lisa?
—Acaba de salir, pero no se preocupen, la he obligado a dormir tres horas y a comer algo.
Fue Fritz quien, dos horas más tarde, les llevó la noticia: Lisa había regresado con la yegua. Al llegar a la cascada a la que a Elsa le gustaba ir los últimos días, la joven había visto al animal, cuya brida se había enganchado en una rama. De la amazona no había otro rastro que una mantilla blanca en el saliente puntiagudo de una roca, en la pared que bajaba. Más abajo aún, el borboteo del torrente, que rebotaba despidiendo blancas salpicaduras. Y luego las profundidades rugientes de la catarata.
—Había ido en otra dirección —dijo Fritz—. No habíamos buscado por ahí. Ni siquiera sabemos por qué camino ha podido llegar a la cascada, pero una cosa es segura: está ahí, y para sacarla… Es horrible, ¿verdad? Allá arriba todo el mundo está destrozado.
—No es para menos —murmuró Morosini, que se volvió hacia su amigo—. Los dos teníamos razón: era una carrera hacia el abismo.
—Quiso salir al encuentro de su prometido, pero se encontró con la muerte. Y le tendió los brazos…
En el silencio que siguió, Fritz se sintió incómodo.
—Supongo que nos veremos más tarde en casa de tía Vivi, ¿no? Naturalmente, el viaje a Venecia queda pospuesto. ¿Y… ustedes? ¿Qué van a hacer? —añadió tras una ligera vacilación.
—Yo iré a despedirme —dijo Aldo con un suspiro—. Tengo que volver a casa sin falta, pero mi invitación sigue en pie.
—Es muy amable y se lo agradezco, pero será mejor que me quede en Rudolfskrone mientras duren las operaciones de búsqueda. Quizá después —dijo con una mirada de cocker que espera una golosina—. Cuando Lisa se marche… o cuando se haya cansado de verme.
—Siempre será bien recibido —dijo Aldo con sinceridad. Sentía una especie de ternura por ese muchacho torpe pero conmovedor en su amor obstinado, que veía claramente que no tenía esperanzas. Se había equivocado de siglo; la época de los Minnesánger y de los caballeros que se pasaban la vida suspirando por una dama inaccesible habría sido más indicada para él—. Venga a Venecia —concluyó, estrechando la mano del joven—. Ya verá; hace milagros. Pregúnteselo a Lisa.
—El milagro sería ir con ella, pero más vale no soñar.
Una vez solos, Morosini y Vidal-Pellicorne permanecieron un rato sumidos en pensamientos coincidentes. Adalbert fue el primero en expresar el sentimiento común:
—Esta vez sí que ha acabado todo de verdad. No hemos podido salvar a esa desdichada y el ópalo yace con ella en el fondo del agua. Es una verdadera catástrofe.
—A lo mejor encuentran el cuerpo.
—No lo creo. De todas formas, si no te molesta, me quedaré unos días más para ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
—¿Por qué crees que va a molestarme?
El arqueólogo se sonrojó de pronto hasta la punta de los cabellos en perpetuo desorden.
—Podrías… creer que busco motivos para quedarme el máximo tiempo posible cerca de Lisa.
—Y después de todo, ¿por qué no ibas a hacerlo? Yo no tengo ningún derecho sobre la señorita Kledermann y no me hago ninguna ilusión sobre sus sentimientos hacia mí. Tú le gustas, así que…
—Como decía Fritz, más vale no soñar. Dejando esto a un lado, después seguramente iré a Zúrich para intentar tener una entrevista con Simon. Es preciso ponerlo al corriente.
—Yo de ti iría primero al palacio Rothschild, en Viena. Tal vez el barón Louis pueda decirte dónde reside en estos momentos su viejo amigo el barón Palmer. Y así estarás unos días más junto a Lisa.
Demasiado emocionado para contestar, Adalbert cogió a su amigo por los hombros y lo abrazó.
A la mañana siguiente, Morosini salía de Bad Ischl al volante de su pequeño Fiat. Solo.