Adalbert empujó su taza de café, encendió un cigarrillo y apoyó los codos después de haberse apartado el mechón rebelde con un gesto maquinal.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Pensar —contestó Aldo.
—Hasta el momento, eso no nos ha llevado muy lejos.
Los dos compañeros habían regresado al hotel de madrugada. Su presencia en Rudolfskrone, adonde la señora Von Adlerstein había conseguido que trasladaran el cuerpo de su primo después de la autopsia, ya estaba fuera de lugar y quizás hubiera sido una molestia. Estaba también Elsa, cuyo estado nervioso necesitaba cuidados atentos antes de que pudiera responder a las preguntas del comisario Schindler.
Aldo hizo una seña a un camarero para que le sirviera otro café y, mientras esperaba, encendió también un cigarrillo.
—No —dijo—, y es una lástima. Lo lógico sería que fuéramos tras Solmanski, pero siempre y cuando supiéramos qué dirección ha tomado.
Hasta el momento no habían encontrado ni al conde ni las joyas, y el hecho de que el ópalo estuviera en manos del peor enemigo de Simon Aronov era lo que más les preocupaba.
—Podemos esperar un poco —dijo Adalbert, exhalando una larga voluta de humo azulado—. Schindler nos está agradecido por haberlo avisado. Quizás obtengamos algo de su investigación.
—Quizá.
Aldo no confiaba mucho en eso. Tenía la moral por los suelos. Aunque había tenido la suerte de salvar a Elsa, experimentaba una dolorosa sensación de fracaso. El Cojo le había puesto prácticamente en las manos la gema que buscaba; se la había señalado confiando en que él la consiguiera, y él había sido incapaz de hacerlo. Peor aún: quizá las indagaciones de Vidal-Pellicorne y él mismo en Hallstatt habían indicado a los asesinos el camino de la casa del lago. Esa idea le resultaba insoportable. Pero ¿cómo iba a saber que Solmanski ya estaba metido de lleno en el asunto? ¡Y a través de su hermana, nada menos! Ese hombre era el diablo en persona.
—No exageremos —dijo Adalbert, que parecía haber seguido en el rostro de su amigo el recorrido de su pensamiento—. Es un mal bicho capaz de lo peor, pero eso ya lo sabíamos.
—¿Cómo has sabido que estaba pensando en Solmanski?
—No era muy difícil adivinarlo. Cuando tus ojos tiran a verde, en general es que no estás pensando en un amigo… o una amiga. De todas formas, no entiendo por qué pones esa cara. El recibimiento de Lisa anoche fue bastante… prometedor, ¿no?
—¿Porque se echó en mis brazos? Eso fue porque sus nervios estaban al límite y yo fui el primero que llegó. Si Fritz o tú hubierais venido antes, habríais sido vosotros los que os hubierais beneficiado de ese desfallecimiento.
—Lo primero que hay que hacer es informar a Simon. A lo mejor él consigue localizar a Solmanski. Voy a ir a telegrafiar a su banco de Zúrich.
Estaba levantándose de la mesa para ir a hacer lo que había dicho cuando un botones se acercó a su mesa y le tendió a Aldo un sobre en una bandeja de plata. En el interior no había más de cinco palabras: «Venga. Ella quiere verlo. Adlerstein».
—Ya irás más tarde a correos —dijo, tendiéndole la nota a su amigo.
—Es a ti a quien llaman, no a mí —dijo éste con un matiz de pesar que no pasó inadvertido.
—La condesa no piensa en el uno sin el otro. En cuanto a… la princesa —desde que le había visto la cara, Aldo era incapaz de llamarla Elsa—, tú mereces su gratitud tanto como yo. Vamos.
Al llegar al castillo, encontraron a Lisa en lo alto de la gran escalera. Su sobrio vestido negro les sorprendió.
—¿Va a llevar luto por un primo lejano?
—No, pero hasta que se celebren mañana los funerales es más correcto. El pobre Alejandro no tiene familia, aparte de nosotras, así que la abuela le ofrece una tumba en el cementerio… Adalbert, va a tener que hacerme compañía —añadió, sonriendo al arqueólogo—. Elsa sólo quiere ver al que llama Franz. Es muy natural…
Había en sus palabras una nota de tristeza que a Morosini no le pasó inadvertida.
—¡Pero es absurdo! Según su abuela, no me parezco a ese hombre. ¿Por qué no la han sacado de su error?
—Porque ha sufrido demasiado —murmuró la joven con lágrimas en los ojos—. ¿Y si me atreviera a pedirle que le siga el juego, que no le diga la verdad?
—¿Quiere que me comporte como si fuera su prometido? —dijo Aldo, desconcertado—. No podré hacer una cosa así jamás.
—Inténtelo. Dígale… que tiene que volver a Viena, que… que debe someterse a una operación o… llevar a cabo otra misión, pero, por lo que más quiera, no le diga quién es. La abuela y yo tememos el momento en que se entere de que ha muerto. ¡Está tan débil! Cuando haya recuperado las fuerzas, será más fácil, ¿comprende?
Lisa le había cogido las manos a Aldo y las estrechaba entre las suyas como para transmitirle su convicción, su esperanza. Con un gesto lleno de dulzura, él se desasió, pero fue para apoderarse de los dedos de la joven y acercarlos a sus labios.
—¡Sería una abogada magnífica, querida Lisa! —dijo con su semisonrisa impertinente para ocultar su emoción—. Sabe perfectamente que haré lo que usted quiera, pero va a tener que ponerse a rezar, porque nunca he tenido dotes de actor.
—Piense en lo que ha sido su vida, mírela bien… y después deje hablar a su generoso corazón. Estoy segura de que se desenvolverá de maravilla. Josef le anunciará. Elsa está en el gabinete de la abuela.
Lisa iba a coger del brazo a Adalbert para conducirlo a otra estancia, pero Aldo la retuvo.
—Una cosa… indispensable. ¿Conocía Rudiger sus orígenes más que principescos?
—Sí. Elsa no quería que ignorase nada de ella. Por lo que yo sé, él le mostraba una tierna deferencia. Es una actitud que no podría pedirle a cualquiera, pero usted es el príncipe Morosini y no le dan miedo las reinas.
—Su confianza me honra. Haré cuanto esté en mi mano para no decepcionarla.
Un momento más tarde, Josef anunció:
—El visitante que esperaba Su Alteza.
A continuación salió después de hacer una reverencia. Aldo avanzó, dominado por un súbito nerviosismo, como si esa puerta diera a un escenario teatral y no a un saloncito tapizado de seda beis y caldeado por las llamas de una chimenea. Pese a su desenvoltura mundana, tuvo que hacer un esfuerzo para cruzar el umbral. Jamás había imaginado que un día se encontraría en una situación tan delicada. Y en cuanto su primer paso hizo chirriar las tablas del parqué, optó por inclinarse ante la imagen que sólo había entrevisto.
—Señora —murmuró con una voz tan ronca que en otro momento y en otro lugar se habría burlado de sí mismo.
Una risa fresca y ligera le respondió.
—¡Cuánta solemnidad, amigo mío!… Acérquese… ¡Tenemos tantas cosas que decirnos!
Al incorporarse tuvo la impresión de que veía doble: el rostro de la mujer que tenía enfrente, sentada en una butaca junto a la chimenea, era igual que el del busto de mármol situado a unos pasos de ella: el mismo perfil, la misma blancura. La dama de la máscara de encaje negro, el sombrío fantasma de la cripta de los capuchinos, iba esa noche de blanco: un fino vestido de lana la envolvía y un chal de muselina níveo, puesto sobre su cabellera trenzada en forma de corona, caía de manera que sólo dejaba ver la mitad intacta de su cara. Una de las manos de Elsa jugueteaba con el ligero tejido y de vez en cuando se lo acercaba a la boca, mientras que la otra estaba tendida hacia el visitante.
Éste no tuvo más remedio que acercarse. Sin embargo, sentía aumentar su incomodidad y su malestar, tal vez a causa del tono íntimo que empleaba la desconocida. Tomó la mano tendida hacia él, sobre la que se inclinó sin atreverse a tocarla con los labios.
—Perdone mi emoción —logró por fin murmurar—. Había perdido la esperanza de volver a verla algún día.
—Es verdad que la espera ha sido larga, Franz, pero no viene al caso lamentarlo, puesto que ha podido superar sus problemas de salud para venir en mi ayuda y salvarme de la muerte.
Aldo, desconcertado por un momento, recordó que supuestamente había sufrido cruelmente durante mucho tiempo a causa de las heridas recibidas en la guerra.
—Gracias a Dios, estoy mejor, y venía a verla cuando una voz secreta me guió hacia el lugar donde la tenían cautiva.
—No tenía conciencia de estar prisionera, puesto que me habían prometido llevarme a un lugar donde usted me esperaba. Hasta anoche no sentí miedo… y comprendí. ¡Dios mío!
Al ver que el terror invadía de repente la bella mirada oscura de Elsa, Aldo se emocionó, acercó un taburete a la butaca y le asió de nuevo la mano, que ahora temblaba.
—Olvide eso, Elsa. Está viva y eso es lo único que importa. En cuanto a los que se han atrevido a atentar contra su persona, a hacerle daño, tenga por seguro que haré todo lo posible para que reciban su castigo.
Los ojos de Elsa recobraron la serenidad y acariciaron a su interlocutor.
—¡Mi eterno caballero! Un día fue el de la rosa y ahora vuelve con la brillante armadura de Lohengrin[11]. —Con la diferencia de que usted no tendrá que preguntarme cuál es mi nombre.
—Y de que usted no se marchará. Porque ya no volveremos a separarnos, ¿verdad?
Había en la pregunta una nota imperiosa que no pasó inadvertida a Aldo. Pero ya se la esperaba, y también Lisa, que le había sugerido una respuesta:
—No mucho tiempo. Aunque tendré que volver pronto a Viena para… terminar el tratamiento médico que llevo recibiendo desde hace meses. Soy un hombre enfermo, Elsa.
—No lo parece. Nunca lo había visto tan apuesto. ¡Y qué bien ha hecho en quitarse el bigote! Yo sí que he cambiado mucho —añadió con amargura.
—¡No diga eso! ¡Está más hermosa que nunca!
—¿De verdad? ¿Incluso con esto?
Los dedos que llevaban un rato jugueteando nerviosamente con el velo blanco lo apartaron bruscamente, mientras Elsa volvía la cabeza para que él viera mejor la cicatriz, pendiente de la reacción de rechazo que temía y que no se produjo.
—Eso no tiene nada de terrible —dijo él con dulzura—. Además, estaba al corriente de lo que ha sufrido.
—¡Pero no había visto nada! ¿Continúa pensando que es posible amarme?
Él observó un instante el brillo aterciopelado de los grandes ojos castaños, la masa sedosa de la cabellera rubia recogida en forma de corona, la finura de las facciones y la nobleza natural que ponía una especie de aureola alrededor de aquel rostro herido.
—Le juro por mi honor que no veo nada que se oponga a ello. Su belleza ha sido maltratada, pero quizás eso haya aumentado su encanto. Parece más frágil, luego más preciosa, y quien la amó antes no puede sino amarla más ahora.
—¿Todavía me ama, entonces? ¿A pesar de esto?
—No me ofenda poniéndolo en duda.
Atrapado sin darse cuenta en ese juego extraño y por esa mujer más extraña aún pero tremendamente poética, Aldo no tenía ninguna dificultad en transmitir a su voz el eco de un sentimiento cálido. En ese instante, sin duda confundiendo su deseo de salvarla por todos los medios y la atracción natural de un corazón generoso por un ser a la vez bello y desgraciado, amaba a Elsa.
Ella acababa de taparse la cara con las manos. Aldo comprendió que estaba llorando, seguramente de emoción, y prefirió guardar silencio. Fue ella quien habló:
—¡Qué tonta he sido, Dios mío, y que mal lo conocía! Tenía miedo, mucho miedo… cada vez que iba a la Ópera. Miedo de causarle horror. Pero deseaba tanto, necesitaba tanto volver a verlo… una última vez.
—¿Una última vez? ¿Por qué?
—Por esta cicatriz. Me decía que al menos tendría la dicha de verlo, de tocar su mano, de oír su voz… Después nos habríamos dado cita antes de despedirnos…, una cita a la que yo no acudiría. Y durante toda la entrevista, yo me habría negado a apartar la mantilla de encaje que me defendía tan bien… y que intrigaba a tanta gente.
—¿Cómo? ¿Sin siquiera permitirle… permitirme contemplar sus magníficos ojos? Cuando uno los mira, no ve nada más.
—¡Qué quiere!… Está claro que era una tonta…
Elsa levantó la cabeza, se enjugó los ojos con un pañuelito y, movida por el hábito, se arregló de nuevo el chal de muselina, pero sonreía.
—¿Se acuerda usted de aquel poema de Henrich Heine que me recitaba cuando paseábamos por el bosque vienés?
—Mi memoria ya no es lo que era —dijo suspirando Morosini, que apenas conocía la obra del romántico alemán por preferir la de Goethe y Schiller—. Incluso la perdí por completo durante una temporada.
—¡No puede haberlo olvidado! Era «nuestro» poeta, como también lo era de la mujer que más venero en el mundo —añadió, volviendo su mirada húmeda hacia el busto de la emperatriz—. ¡Vamos! ¡Inténtelo conmigo!
Tienes diamantes, perlas
y todo cuanto se puede desear…
»¿De verdad no se acuerda de cómo sigue?
Aldo hizo un gesto de impotencia confiando en que fuera una disculpa válida. Estaba sufriendo una auténtica tortura.
—Voy a continuar un poco y verá cómo los versos acuden a su mente, estoy segura:
Tienes los ojos más bellos del mundo.
¿Qué más quieres, amada mía?
En vista de que él seguía sin decir nada, siguió sola hasta la última estrofa:
Esos bellos ojos, los más bellos del mundo,
me han hecho sufrir un martirio
y reducido a la desesperación.
¿Qué más quieres, amada mía?
El silencio que siguió cayó como una losa sobre Aldo, al que ya no se le ocurría qué decir y que empezaba a mirar con malos ojos a Lisa. ¿Cómo había podido embarcarlo en esa aventura demencial sin darle ninguna arma? ¡Como mínimo los gustos y las costumbres de Elsa! Seguro que en aquella enorme casa había un libro de poemas de Henrich Heine. Más que incómodo, se sentía avergonzado y buscaba desesperadamente algo inteligente que decir, pero, como Elsa parecía perdida en sus pensamientos, optó por callar y esperar.
De repente, Elsa se volvió hacia él.
—Si todavía me ama, ¿cómo es que todavía no me ha besado?
—Quizá porque soy consciente de mi inferioridad. Después de todo este tiempo, ha vuelto a ser para mí la princesa lejana a la que apenas me atrevía a acercarme.
—¿Acaso no me regaló la rosa de plata? En cierto modo, estábamos prometidos.
—Lo sé, pero…
—¡Nada de peros! ¡Béseme!
Aldo dejó las dudas a un lado y obedeció. Se levantó del taburete, asió a Elsa de las muñecas para hacer que se levantara también y se lanzó. No era la primera vez que besaba a una mujer sin estar enamorado de ella. Eran momentos de ligera voluptuosidad, como cuando aspiraba el perfume de una rosa o acariciaba el grano liso de un mármol griego. Pensaba, al inclinarse sobre la boca que lo esperaba, que sería igual, que bastaría con dejarse llevar. Y sin embargo, fue distinto, porque a esa mujer que sentía estremecerse contra él quería ofrecerle a toda costa un instante de felicidad pura. El placer suyo no tenía ninguna importancia; lo que contaba era que ella fuese feliz, y esa necesidad de dar que sentía en sí mismo transmitió a su beso un ardor inesperado. Elsa gimió mientras todo su cuerpo se abandonaba.
Aldo, por su parte, sintió una ligera embriaguez. Los labios que violentaba eran dulces, y el perfume de azucenas y de nardos que aspiraba, aunque era un poco mareante para su gusto, resultaba muy eficaz. Quizá se habría atrevido a ir más lejos si una tosecilla seca no hubiera roto el encanto.
—Le ruego que me disculpe —dijo la voz serena de Lisa—, pero ha llegado su médico, Elsa, y no puedo hacerle esperar. ¿Quiere recibirlo?
—Emmm… sí, claro. Querido…, tiene que disculparme.
—Su salud es lo primero. Me retiro.
—Pero volverá, ¿verdad? ¿Volverá pronto?
De pronto se la veía excitada, con algo en el fondo de los ojos que parecía angustia. Aldo le sonrió al besarle la punta de los dedos.
—Cuando me llame.
—Entonces, mañana. Voy a pedirle a mi querida Valeria que dé una cena de gala, íntima pero magnífica. Tenemos que celebrar nuestros nuevos esponsales…
—Mañana será un poco difícil —la cortó Lisa, impávida—. Tenemos un funeral. Aunque sólo se trate de un primo, no podemos dar una fiesta por la noche.
Morosini pensó, divertido, que su antigua secretaria, erguida e inflexible con su vestido negro, sobre cuyo hombro caía un mechón indisciplinado, estaba encantadora haciendo el papel de aguafiestas, pero aparentemente ella no compartía su jocosidad.
—¡Enhorabuena! —dijo la joven cuando se quedaron solos en la galería, después de que ella hubiera hecho pasar al médico—. Para ser un papel que no quería, lo ha representado a la perfección. ¡Qué fogosidad! ¡Qué realismo!
—Lo principal es que usted esté contenta, pero me pregunto si realmente lo está. No lo parece en absoluto.
—¿No cree que podría haberse comportado con un poco más de comedimiento? Al menos en la primera entrevista.
—¿Quién habla de primera entrevista? Si he entendido bien, antes de que Rudiger desapareciera, hubo unas cuantas. Y los dos ignoramos cómo se desarrollaban.
—¿Adonde quiere ir a parar?
—Pues… a algo evidente. Después de charlar un momento, Elsa ha mostrado su extrañeza por el hecho de que aún no la hubiera besado. Yo me he limitado a satisfacer su deseo…
—¡Con gran placer, a juzgar por lo que he visto!
—Ah, ¿es que tendría que haber sido, además, una tarea penosa? Es verdad que me ha parecido agradable; su amiga es una mujer exquisita…
—¡Fantástico! Ya está prometido; ahora podrá casarse con ella.
Dado que esta conversación se desarrollaba mientras recorrían la galería y bajaban la gran escalera, Aldo consideró que valía más explicarse cara a cara y detuvo a Lisa asiéndola de un brazo.
—No hay quien la entienda. Sé por experiencia que es más terca que una mula, pero le recuerdo que ha sido usted la que se ha empeñado en que me haga pasar por el gran amor de esa pobre mujer. ¿Qué debía hacer, en su opinión?
—¡No lo sé! Seguro que ha actuado de la mejor manera posible, pero…
—¡Pero nada, Lisa! Si se hubiera tomado la molestia de escuchar detrás de la puerta…
—¿Yo? ¿Escuchar detrás de la puerta? —exclamó, indignada.
—No, claro, usted no. Sin embargo, creo recordar que… Mina recurrió a ese método de información sencillo y práctico. Recuerde el día que recibimos la visita de lady Mary Saint Albans… Volviendo a la cuestión que nos ocupa, le he dicho a la señorita Hulenberg que debía regresar a Viena a fin de proseguir un tratamiento. Así que voy a irme, y enseguida.
—¿Tanta prisa tiene? —dijo Lisa, con la inconmensurable falta de lógica de una hija de Eva.
—Pues sí. El conde Solmanski se ha marchado no sé en qué dirección con las joyas de Elsa, y sobre todo con el ópalo tras el que Adalbert y yo debemos ir.
Se hizo un silencio, durante el cual Lisa permaneció un momento sin moverse y con la cabeza gacha. Cuando la levantó, fue para clavar en los ojos de su compañero su hermosa mirada oscura cargada de nubes.
—Perdóneme —dijo—. Le he dado al asunto más importancia de la que tiene. Quédese al menos hasta esa famosa cena que Elsa va a pedirle a la abuela que organice.
—Quizá ya no se acuerda.
—Ni lo sueñe. Es todavía más cabezota que yo.
—¡Las mujeres son increíbles! —estalló Morosini cuando se quedó solo con su amigo—. Me hace interpretar un papel ridículo y después se queja de que lo interpreto demasiado bien. ¡Yo me largo de aquí! ¡Estoy más que harto de esta historia!
—En el punto en el que nos encontramos, tres o cuatro días más no tienen mucha importancia —dijo Vidal-Pellicorne con ánimo apaciguador—. Comprendo que te moleste, pero piensa que es por una buena causa.
—¿Una buena causa? Habría preferido cien veces que le dijeran a Elsa la verdad. ¿Adónde va a llevarnos esta comedia? Y mientras tanto, el ópalo se aleja.
—Deja que la policía haga su trabajo. Quizás hoy tengamos noticias.
Las tuvieron, pero no eran muy alentadoras. El asesino del conde Golozieny y las joyas parecían haberse volatilizado; había dejado menos huellas que si hubiese sido un elfo. En cuanto a la baronesa Hulenberg, a la que Schindler había visitado esa misma mañana, era un modelo de inocencia: había ido a pasar unos días de otoño a Ischl con su chófer y su doncella; le encantaba esa bonita villa cuando el otoño vestía de rojo sus jardines todavía poblados de margaritas y crisantemos, aunque no tardaría en marcharse, no a Viena, sino a Múnich, a fin de ver a unos amigos.
Por cierto, su hermano había pasado unos días con ella. El pobre estaba desesperado por la desaparición de su hija, la famosa lady Ferráis, que se había ido de Estados Unidos huyendo de unos terroristas polacos con la intención de refugiarse, en principio, en las montañas suizas, pero a la que le había sido imposible encontrar. Temiendo lo peor, después de una búsqueda infructuosa, había ido a Bad Ischl en busca de un poco de consuelo junto a su hermana antes de dirigirse a Viena y Budapest. Desde que había tomado el tren en Ischl, el lunes anterior, no había tenido ninguna noticia de él.
—¿Y qué puedo objetar a todo eso? —dijo Schindler, que había ido a tomar una copa al bar del hotel con los dos amigos—. Lo único que he podido hacer es prohibir a la baronesa que salga de Ischl y mantenerla bajo vigilancia. ¡Y eso sólo gracias a ustedes! Si no me hubieran revelado la verdadera identidad de Fraulein Staubing, me vería obligado a dejarla tranquila. De este modo, puedo hablar con ella sobre bases más serias.
—¿Ha comprobado la marcha de Solmanski?
—Sí. Su hermana lo acompañó al tren el día y a la hora indicados.
—¡Pero ha habido tres muertos, uno de ellos un diplomático austriaco! —señaló Morosini.
—No tenemos ninguna prueba. Operaron en Hallstatt yendo y viniendo por el lago, pero no sabemos por dónde. En lo que se refiere a la noche pasada, el hecho de que no pudiéramos dejarnos ver me impidió desplegar un dispositivo suficientemente amplio. El coche que detuvimos era el correcto, pero no encontramos nada en él que permitiera retenerlo. Además, en Saint-Wolfgang nos han jurado que la baronesa cenó allí, en casa de unas personas que están fuera de toda sospecha.
—Y la casa que explotó, ¿a quién pertenecía?
—A un canónigo de la catedral de Salzburgo, un apasionado de la pesca pero que no viene nunca en otoño porque padece de reuma. En cuanto a la pareja que vigilaba a la prisionera, huyó antes de la explosión. La estamos buscando, por supuesto, y quizá sea la posibilidad que tenemos de atrapar a los culpables. Como pensaban que la señorita… Staubing no saldría viva de la aventura, no se taparon la cara y ella ha podido darnos una descripción bastante buena.
El policía vació su jarra de cerveza y se levantó.
—Espero —dijo— que se queden algún tiempo más. Los necesitaremos. Además —añadió dirigiéndose a Adalbert—, usted no debe de haber acabado los estudios que estaba realizando en Hallstatt.
El arqueólogo hizo una mueca.
—El drama que se ha producido ha enfriado un poco mi entusiasmo.
—Yo no pensaba prolongar demasiado las vacaciones que me concedí para acompañar a Vidal-Pellicorne —dijo Aldo—. Mis negocios me esperan y desearía regresar a Venecia lo antes posible.
—No los retendremos mucho tiempo, pero deben comprender que ustedes son, junto con las damas de Rudolfskrone, nuestros principales testigos. Y teniendo en cuenta que tuvo oportunidad de ver a ese tal Solmanski…
Adalbert, que desde hacía un rato parecía cautivado por las yemas de sus dedos y las examinaba atentamente, declaró de repente, como si acabara de ocurrírsele una idea:
—Si me permite un consejo, Herr Polizeidirektor, yo de usted me pondría en contacto con uno de sus colegas ingleses al que nosotros tenemos el gusto de conocer, el superintendente jefe Gordon Warren, de Scotland Yard.
—¡Ah, sí, he oído hablar de él! Si no recuerdo mal, era quien llevaba el caso Ferráis.
—Exacto. Si yo estuviera en su lugar, le contaría con todo detalle los últimos acontecimientos y añadiría que tenemos todas las razones para creer que Solmanski ha sido el autor. Le alegrará saber dónde estaba hasta anoche y enterarse de que tiene una hermana aquí. Él, por su parte, tal vez le diga cómo anda la investigación en Inglaterra.
—¿Por qué no? Se trata de un asunto internacional y una colaboración discreta pero inteligente podría ser eficaz. Gracias, señor Vidal-Pellicorne. Lo que también voy a tratar de averiguar es dónde se encuentra la hija de Solmanski, puesto que, según la baronesa Hulenberg, él está buscándola.
Aldo intercambió una breve mirada con Adalbert, pero se limitó a coger un cigarrillo y encenderlo. Si había aceptado dar asilo a Anielka, no era para facilitar esa información a la policía. La desdichada ya había sufrido bastante con su experiencia ante el tribunal de Oíd Bailey, y el hecho de que su padre fuera un monstruo a escala planetaria no significaba que ella tuviera que pagar por él ni servir de cebo para atraparlo.
Cuando Schindler se fue, Adalbert pidió otra copa, sacó su pipa, la cargó con un cuidado devoto, la encendió, dio una larga y voluptuosa bocanada y finalmente suspiró.
—¡Bonita cosa, la caballerosidad! Pero me pregunto si has hecho bien. Imagina que Solmanski llega a enterarse de dónde está su hija y decide ir a buscarla.
—A no ser que Anielka se haya tomado la molestia de informarle ella misma, no hay ninguna posibilidad de que eso ocurra. Tiene demasiado miedo de que otros descubran su pista. Tranquilo, en Venecia sólo hay una joven norteamericana llamada Anny Campbell. Pero no entiendo tu comentario. Tú tampoco le habrías dicho nada a ese policía.
—Es verdad —admitió Adalbert con una imperceptible sonrisa burlona—. Simplemente quería saber qué me contestarías.
Al día siguiente, Alejandro Golozieny fue enterrado bajo unas ráfagas de lluvia y de viento que levantaban las hojas secas para enviarlas a adherirse aquí y allá, y que amenazaban con dar la vuelta a los paraguas lo suficientemente temerarios para aventurarse a salir con ese tiempo apocalíptico que hacía encorvarse a todo el mundo.
Digna y orgullosa, apoyada en su bastón y, mal que bien, protegida por la cúpula de seda negra que Josef sostenía por encima de su cabeza, la señora Von Adlerstein encabezaba la comitiva. A su lado, su sobrino nieto, con las manos hundidas en los bolsillos de un inmenso abrigo negro y la cabeza metida entre los hombros, se esforzaba en ofrecer la menor superficie posible al temporal. Detrás de ellos, unos pocos amigos llegados de Viena en el tren de la mañana, junto con algunos de los sirvientes de Rudolfskrone y un puñado de habitantes de la ciudad que habían ido por pura curiosidad y, pese a las inclemencias, para asistir al funeral de un hombre al que la mayoría no conocía pero cuya muerte trágica volvía de lo más interesante.
Por consejo de su abuela, Lisa se había quedado en casa para hacer compañía a Elsa. En cuanto a Morosini y Vidal-Pellicorne, se hallaban presentes pero permanecían apartados, bajo una arboleda, en compañía del policía salzburgués. Habían ido para ver si la baronesa Hulenberg, amante de Golozieny según propia confesión de éste, aparecía, pero no lo hizo. La curiosidad de los dos amigos quedó satisfecha.
—Era de esperar —dijo Aldo entre dientes—. Llevó a ese hombre a su perdición y se echó a reír cuando él cayó. ¡No querrías que le trajera flores!
—Si no estuviera seguro de que sigue aquí, creería que se ha ido pese a mi prohibición —dijo Schindler—. Las contraventanas de su casa están cerradas, aunque las chimeneas humean…
—Quizá sería mejor que le dejara la cuerda alrededor del cuello, pero poniéndole uno o dos ángeles de la guarda —sugirió Adalbert—. Quién sabe si no lo conduciría hasta su querido hermano. Si los une de verdad un vínculo de sangre, me extrañaría mucho que ella le dejara todo el beneficio del crimen. Entre esa clase de gente, la confianza no debe de formar parte de las virtudes familiares.
—Ya lo había pensado, pero la considero demasiado lista para cometer un error como ése. Seguro que no hace nada durante una temporada.
Mientras los enterradores cubrían al difunto con una capa de tierra antes de colocar encima las coronas de crisantemos, hojas y perlas, los asistentes se dirigieron hacia la salida después de haber dado a la condesa un pésame tanto más expansivo cuanto más desprovisto estaba de convicción. La propia condesa se retiró hablando con el sacerdote que acababa de oficiar y que se había reunido con ella bajo el vasto paraguas.
—Me pregunto —dijo Aldo— si hay aquí una sola persona que eche en falta a Golozieny.
—Me parece que hemos hablado demasiado deprisa —murmuró Schindler mientras los tres salían del cementerio—. Miren el coche que está delante del de la condesa; es el que registramos la otra noche.
Dos personas ocupaban el vehículo: un chófer al volante y una mujer en el asiento trasero. No se movían, seguramente en espera de que los asistentes se dispersaran.
—Me gustaría verle la cara —dijo Aldo—. Váyanse, nos veremos más tarde.
Acto seguido se escabulló discretamente y aprovechó la salida del coche fúnebre para entrar de nuevo en el cementerio y avanzó entre las tumbas dando un rodeo que le permitió esconderse tras un arbusto situado justo en la cabecera de la sepultura. Una vez allí, esperó.
No mucho tiempo. Un cuarto de hora debió de transcurrir antes de que unos pasos hicieran crujir la grava: una mujer avanzaba con un ramo de siemprevivas entre las manos enguantadas. Llevaba un abrigo de pieles y, sobre el cabello rubio artísticamente peinado, un sombrerito de terciopelo marrón que protegía con ayuda de un encantador paraguas. Se acercó a la reciente tumba mientras, con un saludo, los enterradores, que habían terminado su trabajo, se marchaban. Sin dedicarles ni una mirada, ella se santiguó y pareció concentrarse en la oración.
Desde donde estaba situado, Morosini la veía lo bastante bien para no seguir dudando ni por un instante que la unía un vínculo familiar a Anielka y su padre. Sobre todo a este último. Tenía el mismo corte de cara un poco severo, la misma nariz arrogante, los mismos ojos claros y fríos. No carecía de belleza, pero el observador se preguntó cómo era posible convertirse en amante de una mujer como ella.
Durante un rato, no pasó nada; la baronesa rezaba. De repente, volvió la cabeza a derecha e izquierda, sin duda para asegurarse de que estaba sola y de que nadie la observaba. Tranquilizada por la calma del lugar, donde sólo se oía el silbido del viento, se arrodilló, dejó el ramo y el manguito a juego con el abrigo y se puso a hurgar bajo las flores. Aldo, sin moverse, alargó el cuello, preguntándose qué era lo que hacía arrodillada sobre el suelo mojado. Ella hizo un ademán de impaciencia; era evidente que el paraguas le estorbaba, pero renunciar a su protección habría sido fatal para el tocado de terciopelo que llevaba en la cabeza.
La baronesa sacó un objeto del manguito y lo metió debajo de las coronas. Luego, con el manguito en una mano y el paraguas en la otra, dio media vuelta para dirigirse hacia la salida del cementerio y montar en su coche.
Aldo seguía sin moverse. Tan inmóvil como el ángel de piedra de una tumba vecina, continuó mojándose hasta que el ruido de un motor al ponerse en marcha le informó de que la baronesa se iba.
Inmediatamente, salió de su escondrijo y fue a colocarse en el lugar exacto donde había estado la visitante. Como ella, miró si había alguien a la vista, se agachó y comenzó a excavar la tierra bajo las flores. Esa mujer no había ido ni para rezar ni para rendir un homenaje irrisorio al hombre que había amado, sino para dejar allí algo. Y ese algo, él lo quería.
Sin embargo, no le resultó tan fácil como creía. La tierra que la baronesa acababa de echar todavía estaba mojada, pero ésta debía de haber enterrado bastante profundamente el objeto. Aldo encontró varias piedras con los dedos, hasta que por fin su índice atrapó algo que parecía una anilla. Dando un buen tirón, tan enérgico que hasta estuvo a punto de caer hacia atrás, extrajo una pistola de repetición. La baronesa había ido a enterrar en la tumba del hombre asesinado el arma que había servido para matarlo.
Morosini sacó su pañuelo, envolvió con él su hallazgo y, tras guárdaselo en uno de sus amplios bolsillos, se encaminó hacia la carretera. Sentía sobre él el peso de la prueba que hasta entonces faltaba y eso lo llenaba de alegría. Las balas extraídas durante la autopsia del cuerpo de Alejandro Golozieny sólo habían podido ser disparadas con ese instrumento mortal.
La idea de que Schindler quizá ya se había marchado a Salzburgo le pasó por la mente y echó a correr. Gracias a Dios, cuando llegó al puesto de policía el coche del alto funcionario todavía estaba allí. Entró precipitadamente, vio a Schindler charlando con un colega y dijo sin esperar:
—Disculpe, ¿hay aquí algún lugar donde podamos hablar tranquilamente?
Sin hacer preguntas, el policía abrió una puerta que daba a un pequeño despacho.
—Pase.
Miró a Morosini dejar sobre el cartón manchado de una carpeta su paquete un poco embarrado, pero cuando vio lo que había dentro frunció el entrecejo.
—¿Dónde ha encontrado eso?
—La baronesa lo ha puesto en mis manos sin siquiera sospecharlo.
Y a continuación contó lo que acababa de suceder en el cementerio.
—Me imagino —masculló Schindler— que lo ha cogido con toda la mano.
—No. Lo he sacado por la anilla del gatillo y lo he envuelto con el pañuelo, pero me extrañaría que encontrase huellas. La señorita Hulenberg ha efectuado el trabajo con guantes y la tierra mojada ha debido de borrar muchas de ellas, suponiendo que no se hayan ocupado de hacerlo antes.
—Ya veremos. Acaba usted de hacernos un gran servicio, pero tendrá que aparecer en la instrucción del caso, pues es el único que ha visto enterrar esta arma.
—¿Quiere decir que será su palabra contra la mía? No tengo ningún inconveniente. En cambio, hay una pregunta que no paro de hacerme.
—¿Qué nos apostamos a que es la misma que me hago yo? ¿Dónde escondieron esta pistola después de matar al consejero Golozieny? Cuando detuvimos el coche, lo registramos a conciencia, y no es un objeto que pase inadvertido en un buen registro.
—¿No registró a los ocupantes?
—Al chófer sí. En cuanto a la baronesa, nos dio su manguito y su bolso. Hasta se quitó el abrigo de pieles para demostrarnos que era imposible esconder una cosa así bajo el vestido bastante ajustado que llevaba.
—Pero debía de estar en algún sitio, puesto que no se esperaban encontrar a la policía. O bien se lo quedó Solmanski, lo que significa que se ha reunido con su hermana delante de sus narices.
La cara tersa y redonda del austriaco pareció arrugarse de golpe. No le había gustado el «delante de sus narices» de Morosini.
—Hay otra posibilidad —gruñó—, y es el argumento que utilizará el abogado de la baronesa: el arma podía perfectamente estar en posesión de usted. Como usted muy bien ha dicho, será la palabra de ella contra la suya, y usted es extranjero.
—¿Y acaso ella no lo es?
—Ella es polaca, y una parte de Polonia pertenecía al Imperio austriaco.
Aldo sintió que lo dominaba la cólera.
—¿Y cree que en Varsovia les están agradecidos por eso? No más que en Venecia, que ocuparon despreciando todos los derechos de sus ciudadanos. Yo incluso pude apreciar su hospitalidad carcelaria durante la guerra. Así que deberíamos jugar en igualdad de condiciones. Y más teniendo en cuenta que el verdadero apellido de su hermano es Ortchakov y que es ruso. Encantado de saludarlo, Herr Polizeidirektor.
Morosini cogió su sombrero de encima de la silla donde lo había dejado al entrar, se lo puso con gesto enérgico, fue hacia la puerta y la abrió, pero antes de salir añadió:
—No olvide que yo estaba en el coche de la señora Von Adlerstein cuando mataron a su primo y que ella lo confirmará. Ah, y le voy a dar un consejo: si escribe al superintendente Warren, pídale algunas pequeñas indicaciones sobre el arte de dirigir una investigación. Le vendrán muy bien.
—No deberías haberle dicho eso —le reprochó Adalbert cuando se encontraron en el hotel—. Ya no nos apreciaba mucho, y si no fuera porque en Rudolfskrone tenemos la puerta abierta, quizás hasta habríamos tenido algunas dificultades.
—¡Sólo faltaría eso! —masculló Morosini—. Mira, tú haz lo que quieras, pero yo contesto a las preguntas del juez de instrucción o como sea que lo llamen aquí, me despido de las damas y vuelvo a Venecia. Desde allí intentaré ponerme en contacto con Simon.
—Bueno, yo tampoco tengo intención de eternizarme aquí. Hace muy mal tiempo. Pero, en lo que respecta a las ocupantes del castillo, no seremos nosotros los que les digamos adiós. Aquí tengo una invitación para cenar mañana por la noche —añadió, sacando del bolsillo una elegante tarjeta grabada—. Como ves, es algo casi oficial… y con traje de gala. También hay unas palabras menos formales que nos informan de que las damas, a instancias de la «princesa», han decidido regresar a Viena.
—¿A instancias de Elsa? ¡Dios mío! —gimió Morosini—. Yo le dije que debía volver a la capital para completar un tratamiento. Te apuesto diez contra uno a que me pide que vaya con ella.
—En eso creo que te equivocas y que, por el contrario, la condesa desea reservarte una puerta de salida. Si no, ¿a qué viene esta cena de gala?
—Te recuerdo que Elsa hablaba de comida de esponsales. ¡Y yo no quiero prometerme! Elsa tiene mi edad, o casi, y por muy encantadora que sea, no quiero hacerla mi esposa. Cuando me case, será para tener hijos.
—¿Te casarás con un vientre, como decía Napoleón?
¡Qué romántico y agradable debe de ser para una mujer enamorada escucharlo! —dijo Adalbert, burlón—. Pues yo creo que no tienes nada que temer. Es a un tal Franz Rudiger a quien ella quiere, y tú no vas a cambiar de nombre, ¿verdad? Además, voy a ir a comentar todo esto con Lisa, para ver cómo debemos comportarnos y…
—¡Tú no vas a ir a ninguna parte! Hay teléfono, ¿no? Es mucho más cómodo llamar, sobre todo cuando llueve.
La sonrisa de Adalbert se amplió ante el semblante borrascoso de su amigo.
—¿Por qué no quieres que vaya? Parece que te moleste.
—No, pero si Lisa tiene algo que decirnos, seguro que nos lo hará saber.
Adalbert abrió la boca para replicar y luego la cerró. Empezaba a conocer a su amigo cuando estaba de mal humor. En esos momentos, decirle algo era tan imprudente como acariciar a un tigre a contrapelo. De modo que prefirió quitarse de en medio y dijo:
—Voy a tomar un chocolate a Zauner. ¿Vienes?
Salió sin esperar una respuesta que ya conocía.