9. En el cobertizo del jardinero

La declaración de Golozieny provocó un minuto de silencio que los demás protagonistas de la escena calibraron cada cual según su temperamento. El primero en reaccionar fue Adalbert:

—Una actitud muy digna, pero me extrañaría que lograra mantenerla mucho tiempo.

—No sé qué podría hacérmela cambiar.

—Enseguida lo verá. A mi amigo Morosini y a mí no nos gusta que las cosas se alarguen, y desde que tuvo la amabilidad de depositar un mensaje en el plato de la señora Von Adlerstein, hasta tenemos tendencia a ponernos nerviosos.

La protesta de Alejandro fue inmediata y furiosa:

—No he sido yo quien ha depositado el ultimátum.

—Como no quiere responder a nuestras preguntas, no le preguntaremos quién ha sido y, por lo tanto, daremos por cierto que es usted el autor de ese regalo envenenado. Al igual que también daremos por cierto que es usted uno de los autores del doble crimen de Hallstatt y del secuestro de una mujer inocente. Así pues, no tenemos ninguna razón para tratarle de otro modo que no sea como culpable, lo que le causará algunos sinsabores.

—¡Yo no he matado a nadie! ¿Quién creen que soy? ¿Un esbirro?

—Lo que es, acaban de decírselo —intervino Aldo, que había comprendido el juego de su amigo—. Así que conteste al menos a esta simple pregunta: ¿prefiere morir deprisa o lentamente? Como no puede sernos de ninguna utilidad y el tiempo apremia, yo voto por un final breve.

—¡Eh, un momento! —dijo Vidal-Pellicorne—. Dada la gravedad del caso del señor, yo me inclinaría más bien por algo un poco… elaborado. Sin llegar al descuartizamiento en diez mil pedazos empleado por los chinos, que exige varias horas, vería con bastantes buenos ojos un suplicio al estilo del de san Sebastián adaptado a los gustos actuales. Podríamos empezar por una bala en la rodilla, por ejemplo, después una en la cadera, una en el vientre… y así sucesivamente.

—¿Está loco? —dijo Golozieny—. Y usted, Lisa, ¿permite que ese hombre desbarre en su presencia sin intervenir? Si lo hace, tiene que ser porque está segura de que esos hombres no harán nada semejante… Además, el ruido de las detonaciones atraería gente —Lisa le dirigió una sonrisa cargada de malicia.

—En esta región se oyen disparos de escopeta noche y día. En cuanto a las amenazas de Adalbert, si yo fuera usted, me las tomaría en serio.

—¡Vamos! ¿Y qué adelantarían matándome? Eso no les devolvería a Elsa.

—No, pero liberaría al mundo de un hombre falso, codicioso y enormemente aburrido. Yo sólo vería ventajas —concluyó la joven.

—¡Pero si le digo que no he matado, herido ni secuestrado a nadie! Usted sabe lo mucho que la aprecio, Lisa. ¿Qué debo hacer para convencerla de que no soy culpable?

—Decir la verdad. Yo deseo creer que no tiene las manos manchadas de sangre, pero quiero saber con todo detalle qué papel ha desempeñado en este triste asunto. ¡Y no intente mentir si quiere que siga dirigiéndole la palabra!

—Pero, Lisa, le juro…

—¡No jure! Y no olvide esto: si se niega a ayudarnos, suponiendo, cosa muy improbable, que le dejemos con vida, sepa que su situación se volverá insostenible. Mi padre, cuyo poder financiero conoce y del que sabe que mantiene buenas relaciones con nuestro gobierno, se encargaría de eso, ¿entendido?

Golozieny asintió con la cabeza y guardó silencio mientras, a todas luces, sopesaba las palabras que acababa de escuchar. La reflexión debió de resultar saludable, pues la mirada que alzó hacia Lisa reflejaba sumisión.

—Pregunten lo que quieran —dijo—. Contestaré.

—Una decisión muy sensata —aplaudió Morosini—. Gracias por su ayuda, Lisa. Bien, empecemos: ¿ha sido usted quien ha dejado la nota?

—Sí. Me la dieron esta tarde, mientras cazaba.

—¿Cuáles son exactamente sus relaciones con la señora Hulenberg?

—Oigan, si tenemos que hablar, preferiría hacerlo sentado en uno de esos bancos. Detesto estar tumbado a sus pies como un perro.

Los dos hombres accedieron a su deseo y lo instalaron donde quería, pero sin desatarlo.

—Ya está —dijo Adalbert—. ¿Qué hay de la baronesa?

Alejandro, súbitamente incómodo, volvió la cabeza para evitar la mirada de Lisa, de pie frente a él.

—Es mi amante… desde hace tres o cuatro años. Como saben, fue la segunda esposa del padre putativo de Elsa y considera que las joyas de ésta deberían haber pasado a sus manos como heredera del difunto Hulenberg. Se ha jurado recuperarlas.

—¿A costa de derramar sangre? —dijo Morosini con desprecio—. ¿Ya usted le ha parecido natural ayudarla en esa empresa criminal? ¿Qué le ha prometido? ¿Compartirlas con usted?

—Darme una parte. Poseen un enorme valor y, desgraciadamente, yo he perdido casi toda mi fortuna. Además, sólo podrían comprenderlo si la vieran. Es una… mujer muy bella, muy seductora, y confieso que me ha… hechizado.

Las carcajadas de Lisa sonaron en la habitación y distendieron un poco la atmósfera.

—Pero el sortilegio del que es cautivo no le impedía abrumarme con cumplidos… y correr detrás de mi dote. Eso es lo que se llama un sentimiento sincero.

—¡Por supuesto que lo es! Todos los hombres de nuestra clase han tenido amantes antes de enamorarse de una muchacha y proponerle matrimonio.

—Es usted un poco viejo para una muchacha —dijo Aldo—. Volvamos a nuestra bella amiga. Hemos visto en su casa a un hombre al que conozco muy bien y que, se lo confieso, no entiendo qué pinta aquí. Se trata del conde Solmanski.

Una auténtica sorpresa unida a algo que parecía esperanza se pintó en las facciones tensas de Golozieny.

—¿Lo conoce?

Morosini se encogió de hombros y se guardó el arma, que ya no hacía ninguna falta.

—¿Quién puede presumir de conocer a un personaje de esa clase? Hemos coincidido con él demasiadas veces para nuestra paz interior, pero es curioso que siempre aparezca, como por casualidad, en los lugares donde hay joyas fabulosas y que siempre intente apoderarse de ellas utilizando los medios menos ortodoxos. Dicho esto, repito la pregunta: ¿qué hace en Ischl y en casa de la baronesa?

—¡Todo! ¡Lo hace todo! —dijo el prisionero con una rabia fruto sin duda del rencor acumulado—. Es el dueño y señor… Desde que ha llegado, Maria sólo lo escucha a él. El ordena, él decide, él… ejecuta. Los demás sólo pueden callar y obedecer.

—¡Qué curioso! —observó Adalbert—. ¿Y en calidad de qué? ¿De jefe de la banda? No habrá aparecido un buen día en casa de esa mujer proclamando su soberanía sin más ni más…

—No. Maria me había hablado en varias ocasiones de su hermano, pero no imaginaba que fuera así.

—¿Su hermano? —dijeron al unísono los dos hombres.

—Sí. Maria es polaca, pero durante muchos años no había mencionado a su familia. Por desavenencias, creo. Hasta que de pronto un día me habló de ella. Fue el año pasado, cuando se celebró ese juicio por la muerte de Eric Ferráis que causó tanto revuelo en Inglaterra. A Maria le afectó bastante, y fue entonces cuando me habló de su hermano…

—Y antes de casarse con Hulenberg, ¿se llamaba Maria Solmanska?

—Sí, supongo… ¿Cómo iba a llamarse si no?

Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una rápida mirada. Ellos sabían perfectamente que las cosas podían presentar un aspecto diferente, puesto que Solmanski no era polaco ni por asomo, sino ruso, y su verdadero apellido era Ortchakov. Había, pues, muchos motivos para pensar que los vínculos entre él y la baronesa —suponiendo que ésta fuera polaca— fueran de una naturaleza que no tenía nada que ver con la fraternidad. Lisa, por su parte, manifestó en ese momento su opinión personal:

—Tendré que preguntárselo a la abuela, pero yo nunca le he oído decir que la madrastra de Elsa fuese extranjera.

—Por el momento, eso es secundario. Lo importante es la propia Elsa. Hay que encontrarla, y deprisa. Supongo —añadió Morosini acercándose de nuevo al prisionero— que sabe dónde está.

Éste no contestó e incluso, en un gesto defensivo bastante pueril dadas las circunstancias, apretó los dientes.

—¡Ah, no! —dijo Aldo, irritado, sacando el arma—. No irá a empezar otra vez… ¡O habla o le juro que no vacilaré en disparar!

—Un momento —intervino Adalbert—. Tengo que decirle una cosa. Después, haz lo que quieras. Si he entendido bien sus palabras, querido conde, no le tiene mucho cariño a Solmanski, ¿verdad? Yo incluso diría que le tiene miedo. ¿Sí o no?

El conde dirigió hacia él una mirada de desesperación.

—Sí, odio a ese hombre. De no ser por él, habríamos logrado nuestros fines sin que corriera la sangre, pero él es un bárbaro…

—Entonces, cambie de bando —propuso Lisa—. Todavía no es demasiado tarde. Díganos dónde tienen encerrada a Elsa, y cuando entreguemos a sus cómplices a la policía, nos olvidaremos de usted. Tendrá tiempo de escapar.

—¿Para ir adonde? —repuso él, recuperando la rabia anterior—. Habré perdido mi parte de las joyas y…

—Una parte que no tiene ninguna seguridad de que recibirá —lo interrumpió Aldo—. Solmanski no es amigo de compartir.

—Habré perdido también mi posición, puesto que tendré que huir.

—Quizá podamos arreglar eso —dijo Lisa—. En el peor de los casos, mi padre podría ofrecerle una compensación. Falta saber qué valor concede a su amante. Si la quiere, comprendo que sienta cierta angustia.

—¡Yo sólo la quiero a usted! Quería rehacer mi fortuna por usted. Piense lo que piense, me casaría sin dote si usted quisiera.

—¡Bravo! —aplaudió Adalbert—. ¡Eso son sentimientos, eso es amor puro! Bueno…, no del todo, si se consideran los medios empleados. Pero no nos desviemos de la cuestión: ¿dónde está la señorita Hulenberg?

—¡Vamos, hable! —ordenó Lisa al percibir una nueva vacilación—. Si no, le juro que antes de una hora estará en manos de la policía.

—Y no en muy buen estado —añadió Morosini, acercando a una rodilla de Golozieny el cañón del revólver. Su mirada implacable decía claramente que no bromeaba. El conde emitió una especie de gorgoteo y puso los ojos en blanco, pero su instinto le decía que no estaba tratando con asesinos y que quizá, si aguantaba…

Su última esperanza se desvaneció cuando, desde la puerta del cobertizo, una voz glacial ordenó:

—¡Dispare, príncipe! ¡Ese lamentable señor ya les ha hecho perder bastante tiempo!

Pese a la bata y al hecho de que se apoyaba con una mano en el bastón y con la otra en el brazo de Friedrich von Apfelgrüne, forrado de loden verde de la cabeza a los pies, la señora Von Adlerstein presentaba un notable parecido con la estatua del Comendador. Al reconocerla, Golozieny profirió un gemido de dolor. Si confiaba en conservar una posibilidad por ese lado, acababa de verla volatilizarse.

—¿Cómo es que estás aquí, abuela? —preguntó Lisa.

—Es a ti a quien habría que preguntarte eso, cariño. Deberías estar en la cama. En cuanto a nuestra común presencia —añadió, dirigiendo una mirada severa a su sobrino nieto—, se debe por completo al querido Fritz. Siguiendo su costumbre, ha llegado sin avisar y a una hora de lo más intempestiva. Para no dormir fuera, ha despertado a toda la casa, y ha sido entonces cuando he visto desde mi habitación que aquí había luz. Le he ordenado que me acompañara, y así es como hemos podido ser discretos testigos de una escena muy interesante. Por una vez, Fritz, tus tonterías han servido para algo.

—Gracias, tía Vivi. ¿Cómo estás, Lisa?

—De maravilla, como ves. Pero, si se nos interrumpe cada cinco minutos, no averiguaremos nunca dónde tienen escondida a Elsa.

Tras un breve saludo, Aldo ofreció su arma a la anciana dama:

—Después de todo, es su primo, condesa. Le corresponde a usted el honor.

La condesa ya estaba cogiendo el revólver con mano firme cuando Golozieny se rindió:

—Está en una casa cerca de Stobl, en Wolfgangsee, pero les aseguro que no es tratada como una prisionera. Incluso ha ido por voluntad propia…

—¿A quién pretende hacer creer eso? —dijo, indignado, Aldo—. ¿Por voluntad propia, pasando por encima de los cadáveres de sus allegados? ¿Acaso está loca de atar?

—No. Digamos que no tiene los pies en el suelo. Bastó decirle que su caballero la llamaba, que había mandado buscarla y que, en realidad, sus sirvientes sólo estaban allí para impedir que se reunieran.

—¿Y nadie se ocupa de ella?

—Por supuesto que sí. Hay una mujer a su servicio, y los dos sirvientes que Solmanski ha traído consigo la vigilan día y noche.

—Pero habrá visto que su amigo no ha aparecido —dijo la condesa—. ¿O es que ha encontrado a Rudiger y lo ha enrolado en su empresa criminal?

—Nos habría resultado muy difícil. Murió a consecuencia de las heridas poco después de acabar la guerra…, pero yo conocía su romance con Elsa mucho antes de que usted me lo contara. Rudiger era uno de los mejores agentes de Francisco José…

—¡Diga el Emperador cuando hable de él! —lo interrumpió la señora Von Adlerstein, que añadió con todo su desprecio—: No reconozco a un canalla como usted el derecho de llamarlo por su nombre. ¡Continúe! ¿De dónde venían las cartas que transmití a Elsa? ¡Y míreme, por favor! Cuando se ha engañado hasta ese extremo a la gente, hay que tener el valor de afrontar su mirada.

Muy lentamente, como si temiera ser fulminado cuando sus ojos encontraran los de su prima, fulgurantes, Golozieny levantó la cabeza.

—No me abrume, Valeria. Confesaré todo lo que quiera, sobre todo que era un instrumento en manos de Maria Hulenberg. Era… era yo el que escribía las cartas. No me resultaba difícil; había encontrado en la Cancillería algunas notas escritas por Rudiger. Queríamos apoderarnos de Elsa para hacernos con sus joyas.

—Ella sólo llevaba el águila del ópalo.

—Sí, pero habríamos conseguido las otras con el medio que acabamos de emplear. Desgraciadamente, hasta ahora el secuestro ha fracasado. En la Ópera la atrapamos… y se nos escapó. En lo que a mí respecta, lo que debía hacer era averiguar dónde vivía, pero usted lo mantenía muy en secreto y no podíamos vigilarla todo el año.

—¡Y pensar que es de mi misma sangre y que confiaba en usted! —dijo la anciana, volviéndose con repugnancia.

Lisa se acercó a ella y la abrazó.

—Deberías volver a casa, abuela.

—Tú también. Pero antes quiero saber qué vamos a hacer con Alejandro. Lo mejor, creo yo, es llamar a la policía.

—No, eso no —dijo Aldo—. Sus cómplices deben ignorar que está en nuestras manos. Lo mejor sería dejarlo encerrado hasta que todo haya acabado. Para empezar, todavía tenemos que hacerle algunas preguntas, aunque sólo sea sobre el emplazamiento exacto de la casa. Lo que nos ha dicho me parece un poco vago…

—Yo ser capaz de encontrar —intervino Fritz—. Yo conocer zona a la admiración.

—¡Por el amor de Dios, Fritz, habla en alemán! —exclamó Lisa—. La situación ya es bastante difícil sin que haya que descifrar tu francés chapurreado.

—Como quieras —masculló el joven, decepcionado—, pero es verdad que conozco esta región como la palma de mi mano. Recuerda que mis padres tenían una casa aquí cuando yo era pequeño. Tú viniste varias veces.

No tuvo, efectivamente, ninguna dificultad en obtener una descripción del lugar que pareció llenarlo de satisfacción, pues iba a permitirle quedar bien delante de su amada.

—Sé exactamente dónde está —dijo, dedicando a su prima una sonrisa triunfal—. Podemos ir inmediatamente. No hay más de una decena de kilómetros.

Dada su situación, podían esperarse cualquier manifestación del prisionero salvo oírlo reír. Una risa, todo hay que decirlo, bastante cavernosa.

—Si van, se exponen a provocar una catástrofe. La casa está minada.

—¿Minada? —dijo Adalbert—. ¿Qué quiere decir?

—Muy sencillo: si se acerca la policía, o unos visitantes demasiado curiosos, las personas que vigilan a su querida Elsa la harán saltar por los aires mediante una bomba con mecanismo de relojería que les dejará tiempo para huir por el lago.

El sentimiento de horror que se apoderó de todos se tradujo en un profundo silencio. Las dos mujeres miraban a aquel hombre emparentado con ellas con una especie de repulsión.

—¿Cómo es, entonces, que no nos lo han advertido en la petición de rescate?

—Se lo dirán, sin precisar el sitio, en el mensaje que recibirán mañana por la noche…, o más bien esta noche.

—Mensaje que usted va a entregarnos, ¿no?

—Que yo estoy encargado de depositar, en efecto, después de haberlo recogido de cierto sitio. Creo que todavía van a necesitarme.

Su tono se había vuelto insolente, incluso burlón. El hombre estaba recobrando el aplomo, decidido a negociar lo que podía quedarle de futuro. Todos lo entendieron a la perfección, pero fue la anciana dama quien se encargó de contestarle.

—Usted verá en qué lado de las tostadas le queda un poco de mantequilla.

—Yo puedo asegurarle —dijo Morosini— que en el lado de sus amigos ya no queda ni rastro. Si es que la hubo alguna vez, teniendo en cuenta que Solmanski anda por medio.

—Mientras se decide —dijo Apfelgrüne bostezando de tal modo que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula—, ¿es preciso que acabemos la noche aquí?

—No —decidió la condesa—. Vamos a llevar a este hombre al castillo, donde permanecerá bajo vigilancia hasta que termine este drama. Caballeros —añadió, volviéndose hacia el italiano y el francés—, me gustaría, si es posible, que se quedaran con nosotros. Puesto que todavía no podemos entregarlo a la policía, creo que su ayuda nos es indispensable.

Inclinándose y declarándose a su entera disposición, Aldo pensó que, si en alguna parte de Europa o en otro sitio necesitaban una reina, esa mujer podría desempeñar el papel mucho mejor que otra nacida sobre los peldaños de un trono. Desprendía ese fluido soberano que atrae la abnegación, hasta el punto que, en lo que respectaba a él, llegaba a olvidar el ópalo para pensar únicamente en complacer en todo a aquella grandísima dama. Adalbert debía de experimentar el mismo sentimiento, pues cuando se fue para ir al hotel, avisar de su ausencia y coger lo necesario para una breve estancia, susurró a su amigo:

—Ésta será una noche señalada en mi vida. Tengo la impresión de haber cambiado de siglo y de encontrarme en la piel de un paladín de los tiempos antiguos. Me vería bastante bien con armadura plateada, cabalgando en un blanco corcel y empuñando una espada reluciente. Tenemos que liberar a una princesa cautiva… y perder toda posibilidad de recuperar el ópalo, pero curiosamente eso me da igual.

A la mañana siguiente, Morosini, a pesar del horrible tiempo que hacía desde las cuatro de la madrugada, decidió ir a localizar la casa que Fritz afirmaba poder identificar. Un auténtico diluvio inundaba el paisaje, emborronando formas y colores, circunstancia que iba a permitir que su pequeño Fiat gris con la capota levantada pasara inadvertido. Al igual que sus pasajeros: Fritz y él, vestidos con prendas de piel, con la cabeza cubierta y gafas, estaban irreconocibles.

—Intente abrir bien los ojos —recomendó Aldo a su compañero—, porque sólo pasaremos una vez por la carretera. He localizado un camino con algunos baches, pero que nos permitirá regresar bastante directos.

Encantado en su fuero interno de la atmósfera tensa y misteriosa que reinaba en Rudolfskrone, y todavía más de compartirla con Lisa, el joven aseguró que no le hacía falta más. Y en efecto, pasado Strobl, señaló sin vacilar un edificio parcialmente construido sobre pilotes y situado en el comienzo de la punta de Pürglstein.

—¡Mire, ahí está! Es imposible equivocarse. Esa barraca fue construida hace tiempo por un apasionado de la pesca que se habría instalado en medio del lago si se hubiese atrevido.

—Hay que reconocer que también tenía buen gusto. Escogió uno de los rincones más bonitos del lago, que no son pocos.

El lago de Saint-Wolfgang es quizás el más amable de los que se encuentran en el interior de Salzburgo y, pese a las ráfagas de lluvia que obligaban a Aldo a sacar con regularidad un brazo para limpiar el parabrisas, su encanto permanecía intacto. En cuanto a la casa parda y achaparrada, con los pies metidos en el agua y el trasero apoyado en medio de las margaritas otoñales y de los pequeños crisantemos amarillos, era de las que daban ganas de pararse un momento.

—Curioso lugar para tener a alguien encerrado —pensó Morosini en voz alta—. Uno se esperaría algo menos amable. Yo habría creído más bien que la baronesa la metería en su bodega.

Entonces pudo constatar que a veces Fritz razonaba correctamente:

—Si también hay que poner una bomba, es preferible irse un poco más lejos. Además, esto está aislado y no debe de ser posible acercarse a la casa sin ser visto. No hay ni un arbusto en el jardín.

—Tiene toda la razón; no sé cómo no se me ha ocurrido. Debo de estar empezando a envejecer.

—Ah, desgraciadamente, eso no tiene remedio —dijo el joven con una convicción que le habría valido una mirada de odio si a Morosini no le hubiera sido imposible apartar los ojos de aquella carretera sinuosa, resbaladiza y llena de baches.

—Volvamos —gruñó éste—. Tenemos que ver si hay noticias.

Las había.

El sistema de correspondencia empleado por Golozieny y sus cómplices era sencillísimo y se remontaba a la noche de los tiempos: un hueco en un árbol en la linde del parque, donde resultaba de lo más fácil dejar una nota o cogerla. El diplomático había encontrado la nota depositada allí cuando salió a cazar, y por la noche, durante su paseo nocturno, había anunciado a sus cómplices que las cosas iban sobre ruedas, sin imaginar ni por un instante el nubarrón que estaba a punto de estallar sobre su cabeza.

Como no podían dejarlo ir de aquí para allá por el parque con una escopeta al hombro, Adalbert se puso su traje de caza, se caló hasta las cejas el sombrero adornado con un penacho y se levantó el cuello, sujeto con una bufanda, del amplio loden impermeable que envolvía el conjunto. Lloviendo como llovía, era poco probable que alguien se tomara la molestia de observar sus movimientos, pero siempre era aconsejable tomar las máximas precauciones. Lisa, que conocía el árbol en cuestión desde su infancia, le sirvió de guía, vestida de chico e interpretando el papel de sirviente encargado de llevar las escopetas.

La expedición fue breve. No vieron ni un alma, encontraron lo que habían ido a buscar y, como la lluvia arreciaba, se apresuraron a regresar al castillo como si fueran cazadores desanimados por el mal tiempo.

El mensaje, destinado a ser depositado en el secreter de la señora Von Adlerstein, era un poco más explícito que el primero y contenía, además de la cita esperada, una sorpresa: era Golozieny quien debía ir, acompañando a su prima Valeria, a llevar el rescate, a cambio del cual devolverían a Elsa a su protectora. Este último detalle tuvo la virtud de poner a Aldo fuera de sí.

—¡Es increíble! ¡Y cómodo! Si no hubiéramos desenmascarado a Alejandro, esa gente apostaba sobre seguro. Recuperaban a su cómplice y no tenían más que irse tranquilamente a repartir entre ellos el botín. Sin contar con que quizá pidieran un rescate para devolver al inefable primo, convertido en rehén.

—No se deje llevar por su imaginación italiana, querido príncipe —dijo la anciana dama—. Para este desgraciado era mucho más provechoso continuar interpretando el papel de pariente afectuoso, puesto que acariciaba la idea de casarse algún día con Lisa.

—Está totalmente descartado que vayas sola con él, abuela —intervino ésta—, porque, sabiendo la fortuna que mi padre y yo estaríamos dispuestos a pagar por tu liberación, quizá fuese a ti a quien secuestraran.

—Tranquila, no irá sola —dijo Morosini—. Puesto que la cita es a unos kilómetros de aquí, habrá que ir en coche, y su limusina me parece el vehículo más indicado porque me permitiría ir escondido.

—¿Y y o? —protestó Adalbert—. ¿Qué hago y o? ¿Me voy a la cama?

—No me olvide tampoco a mí —dijo Fritz.

—No olvido a nadie. Creo que somos suficientes para salvar a la señorita Hulenberg y sus joyas al tiempo que ponemos fin a las actividades de un verdadero bandido. Si he entendido bien, el lugar escogido para el intercambio está cerca del lago de Saint-Wolfgang, es decir, no muy lejos de la casa que hemos localizado hace un rato.

—Exacto —dijo Lisa—. Como ignoran que nosotros sabemos dónde tienen escondida a Elsa, prefieren que no sea ni cerca de la villa de la baronesa ni de la nuestra. Además, suponiendo que surja alguna complicación, el lago permite escapar hacia uno u otro lado, o incluso en barca…

—No le den más vueltas —dijo la señora Von Adlerstein—. Puesto que nos devuelven a Elsa, lo mejor es obedecer.

Una gran lasitud se leía en su semblante, hasta el punto de que Lisa propuso hacerse pasar por ella para evitarle la última prueba que tendría que afrontar esa noche, pero ella se negó.

—No tenemos la misma silueta, cielo. Tú eres mucho más alta. Voy a descansar un poco y espero poder interpretar dignamente mi papel en esta espantosa obra. Ante todo, hay que salvar a Elsa… a cualquier precio. Aunque tenga que quedarse sin las joyas. Más vale perder eso que la vida, y tal vez así la dejen por fin tranquila. Tenga eso muy presente, príncipe, y no corra riesgos innecesarios.

—¿Tranquila? Abuela, ¿tú crees que lo estará cuando se entere de que Franz Rudiger está muerto?

—Lo creyó durante mucho tiempo. De todos modos, haremos lo posible por ocultárselo. Supongo —añadió la anciana con una amarga tristeza— que de ahora en adelante podrá ir a escuchar el Rosenkavalier sin correr peligro.

Morosini pensó que todavía faltaba mucho para eso.

Por la tarde, el jefe de la policía de Salzburgo se presentó en el castillo con la esperanza de hacer avanzar una investigación que sus subordinados no sabían por dónde coger a causa del secreto absoluto en el que debía llevarse a cabo. A petición del burgomaestre de Hallstatt primero, y de la señora Von Adlerstein después, la prensa había sido mantenida al margen, y como en el pueblo nadie había visto nada, a todo el mundo le parecía más prudente no decir nada…, suponiendo que hubiera algo que decir.

Así pues, las esperanzas del alto funcionario se hallaban depositadas en Lisa, testigo privilegiado. La joven lo recibió en el saloncito de su abuela, tendida en la chaise longue, con una manta sobre las piernas y cara doliente, pero el policía no pudo sacarle gran cosa. Se encontraba mejor, desde luego, pero no podía sino repetir lo que ya había dicho: mientras pasaba unos días en casa de una amiga de su abuela que vivía muy apartada del mundo, se había encontrado con la terrible sorpresa de ver la casa tomada por unos hombres armados y enmascarados, que habían matado a los sirvientes de Fraulein Staubing y raptado a ésta, después de haberla dado a ella por muerta. Semejante aventura sobrepasaba su entendimiento y no lograba comprender cuál podía ser la causa de una agresión tan brutal como inesperada.

—Esa gente vino a robar, pero ¿por qué han secuestrado a esa pobre mujer? —dijo entre lágrimas, a modo de conclusión.

—Seguramente lo han hecho con la esperanza de obtener un rescate, puesto que al parecer esa mujer es rica. ¿No han recibido ninguna noticia?

—Ninguna. Mi abuela se lo confirmará. Aunque tampoco se encuentra bien y le rogaría que no interrumpiera ahora su descanso. Ni ella ni yo sabemos absolutamente nada. Las dos estamos desconsoladas, Herr Polizeidirektor, y muy preocupadas.

—No tienen por qué, teniéndome a mí aquí —afirmó el hombre, que medía lo mismo de ancho que de largo. Sacaba pecho, encantado de operar entre la alta aristocracia. Lisa temía que apostara hombres en todos los rincones de la casa, pero se limitó a darle su tarjeta de visita, en el que figuraba su número de teléfono particular, recomendándole que no dudara en llamarlo si se producía el menor acontecimiento. No obstante, la joven sintió un verdadero alivio cuando lo vio marcharse.

Eran más de las once de la noche cuando el Mercedes de la condesa, conducido por un Golozieny más muerto que vivo, salió de Rudolfskrone sumido en la oscuridad. Aprovechando que a última hora de la tarde se había levantado un fuerte viento, la señora Von Adlerstein había ordenado que todas las luces quedaran apagadas cuando los criados se hubieran retirado.

Poco después, al volante del Fiat de Aldo, Adalbert salió también en compañía de Fritz. Los dos iban a situarse en el lugar que habían considerado más adecuado, después de haberlo debatido ampliamente con Morosini antes de cenar. Tan sólo Lisa se quedaba en casa, de muy mala gana, bajo la protección de Josef. Una sorprendente sensatez obtenida no sin dificultad: Aldo había tenido que desplegar toda su elocuencia para convencerla de que permaneciera al margen, y ante la inquietud que manifestaba, Lisa había acabado por ceder.

—Necesito tener la mente clara, y no podré tenerla si debo preocuparme por usted. Apiádese de mí, Lisa —suplicó, sin esperanzas de ver borrarse el frunce de terquedad de su frente y las nubes de su mirada borrascosa—, y comprenda que todavía no se encuentra en condiciones de correr una aventura tan peligrosa.

Ella cedió de repente, pero él no imaginó que su mano firme y cálida apoyada en ese instante en el hombro de la joven acababa de convencerla mucho más que un largo discurso.

El punto de encuentro se hallaba en la linde del bosque: una encrucijada de caminos, señalada con una de esas pequeñas capillas aisladas que suele haber en las zonas montañosas, un poste de madera clavado en el suelo, con un tejadillo que protege una imagen santa o un crucifijo. Allí había una imagen de san José, patrón de Austria, dominando un vasto paisaje. El lugar, apartado de toda vivienda, estaba desierto.

El gran coche negro se detuvo. Apagaron los faros, que habían encendido al llegar a la carretera.

Golozieny apartó las manos del volante, se quitó los guantes y se puso a frotarse los dedos, helados, sin conseguir que dejaran de temblar. El silencio y la noche lo rodeaban ahora, sin aportarle la menor calma. ¿Cómo olvidar a la anciana dama vestida de negro que ocupaba el asiento trasero, tan erguida y orgullosa como si fuera a una recepción de la Corte? ¿Cómo olvidar sobre todo que, bajo la manta extendida sobre sus rodillas, el príncipe Morosini estaba agazapado a sus pies, armado hasta los dientes y dispuesto a disparar contra él, Alejandro, en cuanto hiciera el menor gesto sospechoso, en cuanto dijera una sola palabra?

Era la primera vez que se sentía cansado y viejo. Sabía que, cuando saliera el sol, no quedaría nada de sus esperanzas de fortuna, durante tanto tiempo acariciadas.

Notó movimientos detrás de su asiento. El italiano debía de haberse incorporado para echar un vistazo a los alrededores. La voz amortiguada de Valeria murmuró:

—Yo no veo nada. ¿Es el lugar indicado?

—Sí —oyó responder—, pero hemos llegado un poco pronto.

Bajó una de las ventanillas para dejar entrar el aire frío de la noche e intentar distinguir el ruido de un motor, pero sólo oyó el ladrido lejano de un perro y luego la voz de Morosini:

—Ya son las once y media. ¿Cómo es que todavía no están aquí?

Acababa de hablar cuando una linterna se encendió bajo los árboles a unos cincuenta metros, se apagó y volvió a encenderse.

Esos breves destellos atrajeron la atención de los que esperaban, lo que les impidió ver salir de detrás del parapeto en el que se apoyaba el oratorio a dos personajes. Cuando se percataron de su presencia, ya estaban delante de la capilla.

Había un hombre alto y una mujer cuya silueta a Morosini le pareció familiar: su porte y sus largas ropas eran las del fantasma que había visto en el panteón de los capuchinos, en Viena.

—¡Mire! —dijo la condesa—. Están ahí…, y ésa es Elsa. ¡Vamos, Alejandro!

Abrió la portezuela y bajó por el lado menos visible del coche, lo que permitió a Aldo deslizarse, oculto por su falda, hasta el suelo. Sin cerrar, avanzó hasta situarse delante del radiador mientras Golozieny, después de haber cogido una bolsa de viaje que tenía al lado, iba a reunirse con ella.

—¡Bien! ¡Aquí estamos! —gritó la anciana—. ¿Qué tenemos que hacer?

Una voz de hombre con acento extranjero que Morosini creyó reconocer como la de Solmanski le respondió:

—Quédese donde está, condesa. Teniendo en cuenta que se habría jugado la vida si hubiera avisado a la policía, sólo hemos exigido su presencia como garantía. Puede subir al coche…

—¡No sin la señorita Hulenberg! Nosotros traemos lo que nos ha pedido. Devuélvanosla.

—Dentro de un momento. ¡Acérquese, conde Golozieny! ¡Venga hasta aquí!

—Cuidado —susurró Aldo—. Sabe lo que le espera si decide unirse a ellos. Y yo tengo una vista de lince, así que no fallaré.

Golozieny respondió con un encogimiento de hombros lleno de lasitud y, tras dirigir una mirada angustiada a su prima, echó a andar lentamente, arrastrando un poco los pies. Morosini pensó que parecía que fuese al cadalso y casi lamentó su última amenaza. Golozieny era un hombre acabado.

El emisario tenía que dar unos treinta pasos para llegar a donde estaba la pareja. El desconocido sujetaba a su compañera por debajo de los brazos, como si temiera que se desplomase o que se escapara. En cualquier caso, ella no se movía.

—¡Pobre Elsa! —murmuró la condesa—. ¡Qué trago!

Golozieny llegó ante el secuestrador y de repente se produjo el drama. Solmanski soltó a la mujer y, al tiempo que le tendía la bolsa de las joyas, sacó una pistola y disparó a quemarropa contra el diplomático. El desdichado se desplomó sin proferir un grito mientras su asesino se reunía con la mujer, que se había refugiado detrás de un alto terraplén. Entonces se oyó una risa burlona.

Morosini tardó en darse cuenta de que el coche de los bandidos estaba mucho más cerca de lo que imaginaba y, sin perder un segundo, echó a correr empuñando el arma, pero al llegar tras el parapeto herboso recibió en plena cara el doble haz luminoso de unos potentes faros. Al mismo tiempo, el automóvil salió disparado y él tuvo que echarse hacia atrás para que no lo atropellara. Se levantó de un salto y disparó, pero el automóvil ya había alcanzado la carretera y se perdía de vista. Lo único que se podía hacer era intentar perseguirlo con el coche de la condesa. Sin embargo, cuando regresó hacia el pequeño monumento votivo, encontró a ésta arrodillada junto a su primo, tratando de reanimarlo.

—Es inútil, condesa, está muerto —dijo Morosini, que se había agachado para examinarlo—. Ya no se puede hacer nada por él salvo atrapar a su asesino.

—Pero no podemos dejarlo aquí…

—Eso es justo lo que tenemos que hacer. La policía debe encontrarlo donde ha caído. Jamás hay que tocar el cadáver de una persona asesinada.

Sin querer escuchar ninguna objeción más, la condujo hasta la limusina, la hizo subir y arrancó.

—Nos llevan demasiada ventaja. No… no conseguirá darles alcance —dijo la anciana dama, con la respiración entrecortada a causa de la emoción.

—¿Por qué no? Adalbert y Friedrich estarán esperándolos en el cruce con la carretera de Ischl a Salzburgo. En cualquier caso, Elsa ha cambiado de opinión sin pensárselo dos veces. ¡Curiosa forma de recuperar sus joyas! Si cree que se las van a dejar…

—Esa mujer no era ella. Me he dado cuenta cuando la he oído reír. Seguramente la baronesa Hulenberg se ha hecho pasar por ella.

—¿Está segura?

—Totalmente. Había uno o dos detalles en los que no me había fijado, pero que… ¡Dios mío! ¿Dónde estará?

—¿Dónde quiere que esté? En la casa del… ¡Cielo santo! ¿Hay algún atajo para llegar al lago?

Una idea horrible acababa de acudir a la mente de Morosini, tan espantosa que éste hizo un movimiento brusco que estuvo a punto de ser el último. El coche, que iba a toda velocidad, dio un bandazo y poco faltó para que se saliera de la carretera en la curva siguiente. La pasajera, sin embargo, no gritó. Su voz sólo sonó un poco quebrada cuando dijo:

—Sí… Encontrará… a mano derecha un camino de tierra con una barrera rota. Lleva hasta un poco más arriba de Strobl, pero dista mucho de ser bueno.

—Creo que podrá soportarlo —dijo Aldo con una imperceptible sonrisa burlona—. He estado a punto de matarla y no ha rechistado. ¡Tiene usted agallas, condesa!

Lo que siguió fue como una pesadilla y demostró la solidez del automóvil, lanzado por lo que parecía un camino de cabras. Brincando, saltando, dando tumbos, zarandeando a sus ocupantes como si fueran un ciruelo en agosto, avanzó dando unos botes que lo emparentaban con un caballo de rodeo y aterrizó en la pequeña carretera del lago, donde Morosini apretó todavía más el acelerador. El pináculo que coronaba la casa a la que quería llegar ya estaba a la vista.

Un minuto más tarde, detuvo el vehículo a cierta distancia del jardín salvaje y salió apresuradamente mientras gritaba a su compañera:

—¡No se mueva de aquí! ¿Entendido?

No se veía ninguna luz en las ventanas, pero el hecho de que la puerta, movida por las ráfagas de viento, estuviera abierta de par en par indicaba que la casa había sido abandonada precipitadamente, y Aldo temía saber la razón. Sin embargo, no dudó ni un segundo; hizo una rápida señal de la cruz y se abalanzó hacia el interior.

El tic-tac que oyó, amplificado por el miedo, se le metió en los oídos.

—¡Elsa! —llamó—. ¡Elsa! ¿Está aquí?

Un débil gemido le respondió. Guiándose por el sonido, avanzó entre las tinieblas —no había electricidad— hasta que tropezó con algo blando y estuvo a punto de caer encima. Había encontrado lo que buscaba. Solmanski y su banda no sólo habían matado a Golozieny, sino condenado también a la inocente a una muerte horrible.

—No tema. He venido a buscarla.

Sus manos palpaban un bulto alargado, hecho de mantas enrolladas y atadas de manera que a la persona que había dentro le resultara imposible levantarse e incluso ir arrastrándose hacia la puerta. Aldo llevaba un cuchillo, pero el mecanismo de relojería seguía sonando y temía perder demasiado tiempo. Así pues, tiró del bulto hasta la entrada, una vez allí lo levantó del suelo haciendo un gran esfuerzo —Elsa era alta y pesaba lo suyo— y consiguió ponérselo al hombro. Finalmente, salió, pero por un momento creyó que no lograría ir más lejos; el corazón se le salía del pecho y sentía que se ahogaba, pero el tiempo seguía apremiando. Se agarró un momento a las ramas de un seto para recuperar la respiración y, después de inspirar hondo una o dos veces, echó a andar en línea recta sin pensar en otra cosa que no fuera alejarse lo más rápidamente posible de la casa y llegar al coche, cuya silueta veía a una distancia que le pareció enorme.

Pensó que no lo conseguiría, pero de pronto vio una roca que no estaba a más de una veintena de metros. Tenía que llegar hasta allí, refugiarse detrás y desatar a la desdichada, que quizás estaba ahogándose. Sacó fuerzas de flaqueza y, apretando los dientes y tensando todos los músculos, echó a correr, subió una corta pendiente cuya hierba mojada le hizo resbalar, se agarró a un puñado de gramíneas, tiró, empujó y consiguió dejarse caer detrás de la roca con su compañera. Pensó que ésta debía de estar desvanecida, pues había permanecido inerte durante el penoso recorrido a través del jardín.

Para liberarla de las mantas que la envolvían, sacó el cuchillo y se puso a cortar las ataduras. Justo en el momento en que éstas cedieron, una violenta explosión desgarró la noche e instintivamente Aldo se arrojó encima de la mujer a fin de protegerla mejor. El cielo se incendió, se volvió rojo como en una de esas puestas de sol que anuncian viento. Morosini alargó el cuello para ver por encima de la roca: la casa había desaparecido; en su lugar, un enorme surtidor de llamas y chispas parecía brotar de las aguas del lago.

Casi inmediatamente, oyó una voz angustiada llamándolo. La condesa debía de creerlos muertos.

—¡Estamos bien! —gritó él—. ¡No tema! ¡Ahora la llevo!

La cabeza, cuyos largos cabellos se deslizaban entre las manos de Aldo, ya estaba libre. El reflejo del incendio permitió a su salvador distinguir los finos y delicados rasgos de una mujer de unos cuarenta años. Unos rasgos de una gran belleza, cuyo parecido con la emperatriz Isabel lo confundió, aunque al mismo tiempo comprendió por qué Elsa sólo aparecía con el rostro cubierto: un solo lado de su rostro estaba intacto; en el otro tenía una larga cicatriz que iba desde la comisura de los labios hasta la sien. Aldo recordó entonces que no era la primera vez que escapaba de un incendio.

De pronto, Elsa abrió los ojos: dos lagos de sombra que una súbita alegría hizo brillar.

—Franz… —murmuró—. ¡Por fin has venido!… Sabía que volveríamos a vernos…

Tendió las manos e intentó incorporarse, pero ese esfuerzo sobrepasó las pocas fuerzas que le quedaban, porque se desvaneció de nuevo.

—¡Vaya por Dios! —masculló Morosini—. ¡Sólo nos faltaba esto!

Afortunadamente, estaba recobrándose de su breve desfallecimiento. Había recuperado las fuerzas y, como valía más no eternizarse, recogió su fardo y acabó de subir hasta la carretera, donde la señora Von Adlerstein salió a su encuentro.

—¿La tiene? ¡Gracias, Dios mío! ¡Pero ha corrido usted un riesgo enorme!

—Creo que lo he conseguido gracias a sus oraciones, condesa. Ahora, si tuviera la bondad de ir a abrir la puerta del coche, me sería de gran ayuda. ¡Jamás habría pensado que una heroína de novela pudiera pesar tanto!

La anciana dama se apresuró a obedecer, no del todo tranquila todavía.

—¿No le han hecho daño? ¿Cree que está bien?

—Todo lo bien posible, por lo que he podido ver —suspiró Aldo, depositando a la mujer desmayada en el asiento trasero—. Por lo menos en el aspecto físico. El mental me preocupa más.

—¿Por qué?

—Me ha llamado Franz. ¿Acaso me parezco a ese mítico Rudiger?

La condesa, sorprendida, miró a su compañero más atentamente.

—Era alto y moreno, como usted, pero en lo demás no veo ningún parecido. Además, él llevaba bigote… No, la verdad es que no se le parece en nada. En cualquier caso, él era menos atractivo que usted.

—Es usted muy amable, pero, si no le importa, hablaremos de eso más tarde. Ya va siendo hora de que la lleve a casa.

—Y de que avisemos a la policía. ¡Sabe Dios cómo van a tomarse que hayamos tardado tanto en informarlos!

Morosini la ayudó a sentarse y a arreglar los pliegues de su largo vestido. No contestó enseguida, sino que esperó a estar al volante para decir:

—Creo que el hombre de Salzburgo ya sabe algo.

La primera reacción de ella fue de indignación.

—¿Cómo se ha atrevido? Ha sido una imprudencia…

—No. Era una precaución que más valía tomar y que habrá permitido, espero, arrestar a la banda de asesinos.

—¿Cómo lo ha hecho?

—Muy sencillo. Cuando el hombre de Salzburgo…

—Se llama Schindler.

—Bien, pues cuando ese tal Schindler se marchó de Rudolfskrone tras su entrevista con Lisa, se encontró con Adalbert… Pero tranquilícese, es un hombre más inteligente de lo que parece. Ya se había dado cuenta de que le estaban haciendo a usted chantaje. Su papel ha debido de reducirse a interceptar la carretera de Salzburgo, mientras que Adalbert y Fritz se ocupaban de la de vuelta a Ischl. Naturalmente, Vidal-Pellicorne no ha hecho la menor alusión al papel desempeñado por el conde Golozieny. Ahora está muerto y saldrá indemne de la aventura.

—¿Usted cree que, si los han pillado, sus cómplices no lo denunciarán?

—¿Cómo explicar, entonces, que les haya parecido oportuno matarlo sin dar ninguna explicación? Su situación va a ser delicada, sobre todo si añadimos la explosión de la casa.

Precisamente a causa de la explosión, Aldo se vio obligado a aminorar la marcha. Acudía gente de las granjas más cercanas, así como de Strobl, de donde llegaba un coche de bomberos haciendo sonar frenéticamente la campana.

En las inmediaciones de Ischl, encontraron una aglomeración formada por el Fiat, sus ocupantes y el coche del director Schindler más dos o tres policías. Al ver llegar a Morosini, Adalbert se precipitó hacia él, furioso:

—¡No hemos podido echarles el guante! ¡Nos han dado el esquinazo!

—¿Cómo es posible? ¿Nadie ha podido cerrarles el paso a esos miserables?

—No, ni nosotros ni la policía. Es para echarse a llorar…

—Sobre todo es increíble. ¿No han visto a nadie?

—Sí, hemos visto a la baronesa Hulenberg regresar de una cena en Saint-Wolfgang acompañada de su chófer. Se ha mostrado muy amable; hasta nos ha permitido registrar su coche, donde, por descontado, no hemos encontrado nada y desde luego ni una sola joya.

—Tal como están las cosas en este momento —intervino Schindler—, no tenemos nada contra ella y no hemos tenido más remedio que dejarla irse a su casa.

—¿Y qué ha sido del tercer criminal, el que hace media hora mató fríamente al conde Golozieny cuando éste acababa de entregarle las joyas? Haría bien en ir a echar un vistazo por allí arriba, Herr Polizeidirektor, en el cruce de San José. Hay un cadáver reciente…

El policía se apartó para dar unas órdenes mientras Aldo proseguía con amargura:

—El tercero era Solmanski, estoy seguro. Debe de andar por estos parajes con la bolsa de las joyas. Su amiga ha debido de dejarlo en un lugar tranquilo.

—Es posible que haya seguido la vía del tren que discurre junto al Wolfgangsee y cruza dos túneles antes de llegar a Ischl —dijo Schindler, que lo había oído—. El del Kalvarienberg mide 670 metros. Voy a registrarlo, aunque no tengo muchas esperanzas. Ha podido permanecer un rato escondido ahí y luego seguir a nado. Si es deportista…

—Es un hombre de unos cincuenta años, pero yo diría que está en forma. No obstante, debería interrogar a la baronesa, puesto que al parecer es su hermana. A todo esto —añadió Morosini en un tono acerbo—, ninguno de ustedes parece preocupado por la rehén.

—Por lo que veo, la han devuelto —dijo Adalbert dirigiendo un saludo a la condesa, sentada en la parte trasera del coche sosteniendo a Elsa, que parecía dormida.

—¡No ha sido tan fácil como crees! Por cierto, Herr Schindler, ¿no ha oído una explosión hace un rato?

—Sí, ya he enviado a alguien. ¿Era por la parte de Strobl?

—Era la casa en la que tenían prisionera a esa desdichada mujer. Gracias a Dios, hemos podido sacarla a tiempo. Caballeros, si no les importa, voy a llevar a la señora Yon Adlerstein y a su protegida a Rudolfskrone.

Tanto la una como la otra necesitan descansar, y además, Lisa debe de estar muy preocupada.

—Vayan, vayan. Nos veremos más tarde. Pero necesitaría una descripción minuciosa de ese tal Solmanski.

—El señor Vidal-Pellicorne le dará una muy precisa. Y a lo mejor la baronesa tiene una fotografía suya.

—Me extrañaría —dijo Adalbert—. Un hombre al que busca Scotland Yard no creo que deje que su cara decore los salones.

Morosini se marchó y al cabo de unos minutos el coche llegó al castillo, que esta vez estaba iluminado como para una fiesta. Lisa, envuelta en una gran capa verde, caminaba arriba y abajo delante de la casa. Parecía muy tranquila; sin embargo, cuando Aldo se detuvo y bajó, se arrojó en sus brazos llorando.