Lo que había sucedido era, lamentablemente, muy simple: hacia las diez, cuando Lisa estaba llevando a Elsa a su dormitorio para ayudarla a acostarse, Marietta, que se disponía a apagar las lámparas mientras Mathias colocaba en el armero las dos escopetas que acababa de revisar minuciosamente, oyó una voz de mujer que la llamaba llorando. Pensando que una vecina se encontraba en apuros, sin siquiera pedir opinión a su esposo abrió la puerta, ya cerrada con llave, y salió para volver a entrar inmediatamente, brutalmente empujada hacia el interior por cuatro personajes vestidos de negro, enmascarados y armados.
Todo ocurrió muy deprisa: Mathias, que había cogido una de las escopetas, fue abatido por el hacha lanzada por una mano experta; a Marietta, aterrorizada, los bandidos le dispararon con un revólver para impedirle gritar y empezaron a revolverlo todo. Fue entonces cuando Lisa, atraída por el ruido, bajó la escalera. Llevaba una pistola en la mano y se disponía a hacer fuego cuando una bala la alcanzó.
—No deberías haber disparado —reprochó el hombre que parecía el jefe—. Necesitamos las joyas, y si no queda nadie para responder a nuestras preguntas…
—Queda la loca. Ella podrá decirnos dónde están. Subamos.
Cuando llegaron a la escalera, Lisa, que había caído y fingía haberse desmayado, hizo acopio de fuerzas pese al dolor y los agarró de las piernas. Sólo derribó a uno de ellos; el otro le dio un fuerte golpe con la culata del revólver y esta vez la joven se desvaneció de verdad. Había tenido el tiempo justo de ver a uno de los criminales sacando a Elsa de su habitación.
—No sé nada más, pero temo por ella —murmuró Lisa cuando, dos horas más tarde, con la bala extraída y el hombro vendado, se encontró en una de las habitaciones de Maria Brauner en compañía de ésta, de Aldo y de Adalbert—. Esa gente quiere las joyas y son capaces de torturarla para averiguar dónde las esconde. ¡Y ella no sabe dónde están!
—¿Cómo es eso? —dijo Morosini—. Usted me dijo que el águila era su más preciado tesoro junto con la rosa de plata. ¿No disponía de ellas a voluntad?
—De la rosa, sí. En lo que se refiere al águila, se la daban cuando la pedía, pero era ella la que deseaba que la guardaran sin decirle dónde. No olvide que cree ser archiduquesa. ¡Dios mío!, ¿qué van a hacerle?
—No creo que haya que temer por ella de momento —dijo Adalbert—. Esa gente cree que está loca, ¿no?
—Eso fue lo que dijo uno de ellos.
—Si tienen un ápice de inteligencia, primero intentarán calmarla y después la interrogarán. Por eso la han secuestrado en lugar de matarla.
—¿Y cuando se den cuenta de que no sabe nada?
—Lisa, Lisa, por favor… —intervino Aldo, asiéndole una mano en la que latía la fiebre—. Debe pensar un poco en usted misma y descansar. Frau Brauner la cuidará.
—De eso puede estar seguro —aprobó ésta—. Ahora no se puede hacer gran cosa. El burgomaestre ha telefoneado a Ischl y la policía llegará por la mañana, pero no será fácil encontrar el rastro de esa gente. Hans, el pescador que está en el lago haga el tiempo que haga, ha visto una barca que se alejaba de la orilla, pero con la niebla no resultaba fácil distinguir su rumbo. Le ha parecido que se dirigía hacia Steg… Vamos, Fraulein Lisa, debe dormir… Y ustedes, señores, salgan.
Ellos se levantaron y fueron hacia la puerta, pero de pronto Morosini oyó:
—Aldo…
Se volvió. Era la primera vez que Lisa lo llamaba por su nombre de pila. La ex Mina tenía que estar realmente consternada para bajar de ese modo la guardia.
—¿Sí, Lisa?
Fue ella quien buscó su mano y la apretó alzando hacia él una mirada suplicante.
—La abuela… Hay que ir a avisarla… y sobre todo velar por ella. ¡Esa gente está dispuesta a todo! Cuando se den cuenta de que no consiguen nada de su prisionera, la abuela estará en peligro. Pensarán en ella…
Emocionado ante la angustia que reflejaba el fino rostro, se inclinó para rozar con los labios los dedos crispados sobre los suyos.
—Voy ahora mismo a verla.
—No diga tonterías. Hay que esperar el barco… y el tren…
—¿Está de broma? —dijo Adalbert, que se había guardado mucho de salir—. ¿Cuántos kilómetros hay hasta Steg por el camino del lago? Unos ocho. Y una vez allí, encontraremos algún medio de transporte para los diez restantes. Y si no, continuaremos a pie.
—¿Veinte kilómetros? ¡Llegarán reventados!
—Deje de tomarnos por un par de ancianos. Cuatro o cinco horas de marcha no nos matarán. ¿Vienes, Aldo?
—Sí. Una cosa más, Lisa: ¿cómo me dijo que se llamaba su pobre amiga? Me refiero a su verdadero nombre.
—Elsa Hulenberg. ¿Por qué?
—Más tarde se lo explicaré.
Llegó a la puerta de su habitación llamándose de todo. Con lo orgulloso que estaba de su memoria, ¿cómo es que no había caído en la cuenta cuando Lisa le había contado la historia de Elsa? ¿Tan fascinado estaba por su exsecretaria como para no haberse percatado de la coincidencia? Al separarse, se había quedado con la vaga impresión de que se le escapaba algo, pero había sido incapaz de saber qué. ¡Con lo sencillo que era!
Tranquilizados sobre la suerte de Lisa, Adalbert y él salieron del albergue al cabo de un rato, equipados con prendas deportivas, sólidos zapatos y sendas mochilas que contenían una bolsa de aseo y ropa para cambiarse, y tomaron el camino de tierra que llevaba a la carretera de Bad Ischl.
—Tenemos bastante tiempo para hablar —dijo Adalbert cuando hubieron dejado atrás la casa del drama, vigilada por algunos voluntarios en espera de que llegase la policía—. Dime por qué le has pedido a Lisa que te recordara el apellido de Elsa. Cuando te lo ha dicho, has puesto una cara…
—Porque soy un imbécil y constatarlo siempre resulta doloroso. ¿A ti no te recuerda nada ese apellido, Hulenberg?
—Mmm…, no. ¿Debería?
—Acuérdate de lo que nos dijo el recepcionista del hotel en Ischl, cuando le hablamos de la villa donde el misterioso visitante de tía Vivi consideró oportuno hacer un alto antes de regresar a Viena.
—¿Dijo eso?
—Sí, señor. Dijo que la villa fue comprada «hace poco» por la baronesa Hulenberg. Esta vez te aseguro que nada me impedirá ir a dar una vuelta por allí. La próxima noche, por ejemplo.
—¿Y cuándo dormiremos?
—No me digas que esas viles contingencias todavía te detienen. Cuando uno lleva un sombrero tan bonito adornado con un penacho y el equipo completo de un natural del país, debe sentirse tallado en granito. Así que no empieces a gimotear, porque los dos vamos a necesitar armarnos de valor.
—¿Para defender a la anciana dama?
—No —respondió Morosini—. Para contarle la agradable velada que pasamos detrás de sus ventanas espiándola y enterándonos de sus pequeños secretos.
—¿Tú crees que es preciso decírselo todo?
—No hay manera de evitarlo.
—Nos pondrá de patitas en la calle.
—Es posible. Pero antes tendrá que escucharnos.
Pese a su energía, los dos hombres estaban exhaustos cuando, hacia las ocho de la mañana, entraron en Ischl y llegaron al Kurhotel Elisabeth, donde el recepcionista los recibió discretamente sorprendido por su aspecto pero sinceramente encantado de su regreso; debían de escasear los clientes.
Empezaron por sentarse a la mesa ante un copioso desayuno, antes de ir a ducharse y cambiarse de ropa; ninguno de los dos deseaba quedarse mucho rato en un cuarto que ofrecía la irresistible tentación de una mullida cama. Aunque la perspectiva no les entusiasmara, había que ir a ver cuanto antes a la señora Von Adlerstein.
Adalbert recuperó su querido coche con una viva satisfacción y la firme decisión de no volver a separarse de él.
—Cuando volvamos a Hallstatt, lo cogeremos —dijo—. Ya hice el viaje con Manzana Verde. Se puede dejar en un granero a unos dos kilómetros, aunque no sé si intentaré ir un poco más lejos.
—Ve a donde quieras con tal de que no sea dentro del lago —gruñó Morosini, ocupado en preparar lo que iba a decir. Todo dependía, por supuesto, del recibimiento que les dispensaran.
Cuando el coche y su característico ruido se detuvieron ante la alta puerta de Rudolfskrone, pudo hacerse una ligera idea: un cordón de tres lacayos formado detrás del viejo Josef cerraba el paso.
—La señora condesa no recibe jamás por la mañana, caballeros —declaró el mayordomo en un tono severo.
Sin inmutarse, Morosini sacó de su billetero una tarjeta previamente preparada y se la tendió al sirviente.
—Tenga la amabilidad de llevarle esto. Me sorprendería mucho que no nos recibiera. Esperaremos.
Mientras uno de los lacayos realizaba el encargo, Adalbert y él salieron del vehículo y, apoyados en él, contemplaron el parque, donde el otoño extendía una espléndida paleta de colores que iba del marrón oscuro al amarillo claro, realzada por el verde profundo e inmutable de las grandes coníferas.
—¿Qué has escrito en la tarjeta? —preguntó Adalbert.
—Que Lisa está herida y que tenemos que hablarle de un asunto grave.
El resultado fue rapidísimo. El lacayo regresó y le dijo algo al oído a Josef, que reaccionó de inmediato.
—Si los señores tienen la bondad de acompañarme…
La condesa los recibió con la bata que debía de haberse puesto al levantarse, pero sin perder ni un ápice de dignidad. A pesar de que en su semblante pálido y descompuesto se reflejaba claramente la angustia, a pesar de que su mano temblaba sobre el bastón en el que se apoyaba, permanecía de pie y con la cabeza erguida, una cabeza cuya cabellera blanca había hecho cepillar y recoger en un moño flojo. Había algo regio en esa anciana, y los dos hombres, más impresionados quizá que la primera vez, ejecutaron para ella, con una simultaneidad perfecta, el mismo saludo profundo. Ella, sin embargo, no se hallaba en condiciones de apreciar las muestras de cortesía.
—¿Qué le ha pasado a Lisa? ¡Quiero saberlo!
—Anoche le dispararon en un hombro, pero, tranquilícese, ha recibido asistencia médica y en estos momentos se encuentra descansando en el Seeauer al cuidado de Mana Brauner —dijo Aldo—. Desgraciadamente, tenemos otras noticias mucho más dramáticas, condesa. La señorita Hulenberg ha sido secuestrada y su casa saqueada, y han matado a sus sirvientes.
El alivio que había aparecido en el rostro de la anciana dejó paso a una auténtica aflicción.
—¿Que han matado a Mathias y Marietta?… Pero ¿cómo ha sido?
—A él le dieron un hachazo en plena frente, y a ella le dispararon. Los asesinos entraron por sorpresa y liquidaron a los que se encontraron por delante antes de ponerse a registrarlo todo. Lisa estaba en el piso de arriba ayudando a su amiga a acostarse. Cogió un arma y bajó, pero en la escalera la alcanzó una bala. Hemos venido enseguida para que no se enterase de este drama a través de la policía.
—¿No habría sido mejor que se quedaran junto a mi nieta? ¿Quién les dice que no corre todavía peligro?
—En el lugar donde está, yo creo que habría que pasar por encima de todo el pueblo para atentar contra ella. Ha sido Lisa quien ha insistido en que viniéramos. Verá, ella teme que los secuestradores vengan a por usted cuando se den cuenta de que su rehén ignora lo que quieren averiguar. Así que nos ha enviado…
—Y para no perder tiempo, hemos venido a pie —precisó Adalbert, que consideraba que se les estaba dando un recibimiento muy malo y que estaba deseando sentarse—. Yo había dejado mi coche en el hotel y habíamos ido a Hallstatt tomando primero el tren y luego el barco, como todo el mundo.
La sombra de una sonrisa flotó un instante en los labios sin color de la anciana.
—Les ruego que me disculpen. Deben de estar muy cansados. Tomen asiento, por favor —dijo mientras ella misma iba a sentarse en una chaise longue—. ¿Les apetece un café?
—No, gracias, condesa. El asiento bastará, aunque no deseamos molestarla demasiado tiempo.
—No me molestan. Además, creo que deberíamos hablar un poco más seriamente que la última vez.
—A mí me pareció que usted lo hacía muy en serio.
—Desde luego, y creía haberles explicado de manera convincente que era inútil abordar ciertos asuntos. Incluso pensaba haberlos incitado a no quedarse más tiempo aquí. ¿Cómo es que estaban anoche en Hallstatt?
—Estábamos allí desde hacía unos días —contestó Vidal-Pellicorne—. Hacía tiempo que deseaba visitar los vestigios de una antigua civilización, y este viaje me ha permitido conocer a un eminente colega, el profesor Schlumpf, con quien he mantenido apasionantes conversaciones. Mi amigo Morosini quiso acompañarme.
—¿De verdad? Me sorprende mucho, príncipe, que sus negocios, cuya importancia conozco, no hayan reclamado su presencia en Venecia.
—Estoy aquí por negocios, señora, y usted lo sabe perfectamente. Como también sabe que la señorita Kledermann, con el nombre falso de Mina van Zelden, fue mi secretaria durante dos años.
—¿Ha sido ella quien le ha dicho que yo estaba al corriente?
—¿Qué otra persona habría podido hacerlo?
—¿Le ha dicho también que no me cae usted muy simpático? —dijo con una franqueza sin ambages.
—Créame que lo lamento. ¿Es porque no sucumbí al encanto de Mina? ¡Debería haberla visto! A su propio padre le dio un ataque de risa incontrolable cuando se encontró frente a ella en Londres.
—¡Eso sí que me gustaría haberlo visto! Mi yerno, que es la seriedad en persona, dejándose llevar por la hilaridad… Eso habría merecido el viaje, pero dejemos por el momento los sentimientos a un lado y pongamos las cartas sobre la mesa. Usted no ha perdido la esperanza de conseguir el águila del ópalo, ¿verdad?
—El águila no me interesa, ni tampoco su valor en el mercado, aunque estoy dispuesto a pagar por ella un precio muy elevado. Es el ópalo lo que quiero, porque representa mucho para muchas personas. Dicho esto, es cierto que nunca renuncio a algo cuando creo tener razón.
Se produjo un silencio, durante el cual la condesa se dedicó a examinar con una atención casi molesta al hombre que tenía enfrente, y sin duda Morosini se habría quedado muy sorprendido si hubiera podido leer sus pensamientos. Encontraba seductor ese rostro que la arrogancia del perfil y la ironía indolente de la boca salvaban de la insulsa perfección, seductores esos ojos deslumbrantes cuyo azul acerado podía adquirir un matiz más suave y tierno o teñirse de un verde inquietante. Pensaba que, de ser más joven, se habría enamorado de él, y le extrañaba que Lisa se hubiera resistido a su encanto hasta el punto de haber renunciado durante dos años a toda la gracia de su feminidad. Su nieta había actuado como un entomólogo que desea observar con la más absoluta calma un insecto raro. ¡Qué comportamiento tan curioso!
—¡Está bien! —dijo por fin, suspirando—. ¿Me dirán ahora cómo han encontrado a mi nieta? ¿Por puro azar quizás, el maravilloso azar de la arqueología?… ¿No es un poco increíble?
Morosini intercambió una mirada con Vidal-Pellicorne. El momento difícil había llegado.
—Un poco, en efecto —dijo con una gran calma—. Sin embargo, el azar no ha sido totalmente ajeno. En el hotel trabamos relación con el señor Von Apfelgrüne, que se entusiasmó al enterarse de la profesión de mi amigo. Insistió en acompañarlo a visitar Hallstatt, mientras yo vagaba por el parque de la Villa imperial en busca de sus fantasmas. Alababa, con toda la razón, ese yacimiento excepcional, además de afirmar que era la cuna de los Adlerstein…
—De modo que apenas me sorprendió —prosiguió Adalbert— ver allí a su mayordomo. De ahí a pensar que una dama a la que usted brinda amistad y protección podría no estar lejos no había más que un paso, y lo dimos.
—Friedrich siempre ha tenido la lengua demasiado larga —dijo la anciana, apaciguándose un poco—. Pero…
La frase quedó interrumpida. La puerta acababa de abrirse, dejando paso a un hombre con indumentaria de cazador que entró con toda la confianza de un íntimo.
—Me han dicho que ya se había levantado, querida Valeria, así que he venido a saludarla antes de irme de caza, aunque quizás he pecado de indiscreto —dijo el conde Golozieny mirando a los visitantes con curiosidad.
—En absoluto, querido Alejandro. Iba a enviar a buscarlo para que viniera. Se ha producido un drama en casa de Elsa: ha habido dos muertos, mi nieta Lisa ha resultado herida y han secuestrado a nuestra amiga. Pero déjeme presentarle primero a estos caballeros que me han traído la terrible noticia.
Golozieny la detuvo con un ademán, mientras su mirada clara escrutaba a los dos hombres con visible desconfianza.
—¡Un momento! ¿Cómo es posible que estos señores se encontraran en el escenario del drama? ¿Conocían acaso ese secreto que nunca ha querido revelarme a mí?
Su semblante expresaba con elocuencia que se sentía ofendido, pero a la condesa no pareció preocuparle mucho.
—¡No sea ridículo! Se encontraban allí por pura casualidad. El señor Vidal-Pellicorne es un arqueólogo muy interesado en la época de Hallstatt y había ido a visitar el lugar en compañía de su amigo el príncipe Morosini, aquí presente. Los dos son amigos de Lisa, mi nieta, que desde hacía unos días estaba con Elsa, a quien quiere mucho y que… necesitaba ayuda.
—Entonces, ¿es en Hallstatt donde vive?
—Hablaremos de eso más tarde, si no le importa. Caballeros, les presento a mi primo, el conde Golozieny, agregado en el departamento de Asuntos Exteriores.
Intercambiaron saludos y apretones de manos, lo que no aumentó la simpatía mutua; el primo ofrecía una mano blanda, cosa que tanto Aldo como Adalbert odiaban, de modo que tuvieron que contentarse con estrechar unos dedos inertes. En cuanto a la mirada del diplomático, era más penetrante y fría que nunca; el descubrimiento en el entorno de su prima de dos extraños pletóricos de energía y bastante seductores no le hacía ninguna gracia. Como el sentimiento era recíproco, Aldo decidió despedirse.
—Las autoridades no tardarán en venir —dijo, volviéndose hacia su anfitriona—. Creo que será mejor dejar que las reciba en familia. Nosotros estamos en el Kurhotel Elisabeth, por si nos necesita.
—Supongo que no se irán por mi culpa —dijo el conde con una untuosidad casi episcopal.
—En absoluto —mintió Morosini—. Tenemos cosas que hacer, y además también deseamos descansar un poco, puesto que gracias a su presencia, conde, podemos confiar en que la señora Von Adlerstein ya no corra ningún peligro, lo que no era el caso hasta ahora. Cuide de ella.
—Confíen en mí. La cuidaré.
El tono, pomposo a más no poder, respondía a lo que era más una orden y una advertencia que un consejo.
—Vengan esta noche, por favor —dijo la anciana dama movida por un impulso súbito que tal vez delataba su angustia—. Tendremos noticias y compartirán con nosotros la cena.
Los dos hombres aceptaron, se despidieron y montaron en su vehículo sin intercambiar palabra. Cuando se hubieron alejado, Adalbert manifestó sus impresiones:
—¡Maldito hipócrita! Pondría la mano en el fuego y apostaría la cabeza a que ese hombre está metido hasta el cuello en el complot contra la desdichada Elsa.
—Puedes hacerlo tranquilo. Ni la una ni la otra tienen nada que temer.
—¿Te parece prudente dejar a «la abuela» sola con él?
—Intentar algo contra ella sería desenmascararse, y no creo que esté loco.
—Entonces, ¿qué ha venido a hacer aquí? Son un poco repentinas esas ganas de cazar que lo han traído a Rudolfskrone.
—Al contrario, son muy oportunas. Sus entradas y salidas con total libertad constituyen una garantía ideal para sus cómplices. Ha venido a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en casa de la condesa, a controlar sus reacciones y tal vez a dar algún que otro consejo… útil.
—¿Cómo puede una mujer tan inteligente confiar en él? ¡Se ve a la lengua lo falso que es!
—Es su primo. No imagina ni por un instante que pueda traicionarla. Lo malo es que su aparición nos ha impedido confesarnos y ponerla en guardia. En fin…, de momento, llévame a la estación.
—¿Qué vas a hacer? ¿No tienes intención de dormir un poco?
—Dormiré en el tren. Quiero ir a Salzburgo a alquilar un coche menos llamativo que el tuyo y, si es posible, menos ruidoso. Esto no es un automóvil, es un cartel publicitario, y necesitamos pasar un poco inadvertidos.
—Entonces olvida tus gustos principescos y no vuelvas con un Rolls —gruñó Adalbert, ofendido.
Aldo regresó por la tarde con un Fiat de color gris, más discreto que una hermanita de la caridad. Era un coche sólido, manejable y poco ruidoso, pero Morosini se había visto obligado a comprarlo. En la ciudad de Mozart, sólo se encontraban para alquilar coches grandes, generalmente con chófer.
Satisfecho de su compra, lo aparcó bajo los árboles que bordeaban el Traun, a poca distancia del hotel, y después se concedió dos horas largas de sueño antes de prepararse para ir a cenar a Rudolfskrone. Adalbert había salido.
Aldo acababa de ducharse cuando el arqueólogo irrumpió en el cuarto de baño sin siquiera tomarse la molestia de llamar. Tenía la mirada brillante, las mejillas coloradas y el cabello rubio más alborotado que nunca.
—Tengo novedades —anunció—, y son importantes. Para empezar, la famosa villa está habitada: las contraventanas están abiertas y por las chimeneas sale humo… Hablando de humos, ¿no tendrás un cigarrillo? Se me ha terminado el paquete.
—Busca encima del secreter —dijo Aldo, que había tenido el tiempo justo de cubrirse con una toalla—. Es una novedad, efectivamente, pero tienes otra, ¿no?, porque has dicho «para empezar».
—Sí, y es todavía mejor, te lo aseguro. Mientras vagaba por los alrededores de esa casa como un viejo agüista aburrido, un coche se ha detenido ante la verja, que se ha abierto casi enseguida pero no lo bastante deprisa para impedirme reconocer a su ocupante. Jamás adivinarás quién era.
—Ni siquiera pienso intentarlo —dijo Aldo, riendo—. No quiero estropearte el golpe de efecto —añadió, acercando una navaja a su cara embadurnada de jabón.
—Deja ese instrumento si no quieres cortarte —le aconsejó Adalbert—. El hombre del coche era el conde Solmanski.
Morosini, estupefacto, contempló alternativamente la hoja acerada y el rostro complacido de su amigo.
—¿Qué acabas de decir?
—Me has oído perfectamente. Reconozco que resulta difícil de creer, pero no cabe ninguna duda: era nuestro querido Solmanski en persona, el afectuoso suegro del pobre Eric Ferráis y por poco el tuyo. No faltaba ni un detalle: la actitud engreída, el perfil romano, el monóculo… A no ser que tenga un sosia perfecto, es él.
—Yo creía que estaba en América.
—Pues es evidente que ya no está allí. En cuanto a lo que hace aquí…
—No cuesta mucho imaginarlo —dijo Morosini, que, una vez recuperado de la sorpresa, se disponía a seguir afeitándose—. Seguro que tuvo algo que ver con el drama de ayer. Estaba prácticamente seguro de que la baronesa Hulenberg se hallaba implicada en el doble asesinato, pero ahora pondría la mano en el fuego. La presencia de Solmanski en su casa lo demuestra. Los dos sabemos de lo que es capaz.
—Sobre todo cuando se trata de las piedras del pectoral. ¿Cómo se habrá enterado de que el ópalo está aquí?
—Simon Aronov lo ha averiguado, ¿por qué no iba a hacerlo su enemigo declarado? No olvides que Solmanski cree poseer el zafiro y el diamante, porque estoy convencido de que es el autor del robo en la Torre de Londres.
—Yo también, y hablando de eso, se me está ocurriendo una idea…
Sentado en el borde de la bañera y mirando hacia el techo con la boca abierta, Adalbert se puso a seguir con cara pensativa el humo que salía del cigarrillo. Aldo aprovechó la pausa para terminar de afeitarse y luego se volvió hacia su amigo:
—Diez contra uno a que sé cuál es esa idea.
—¿Ah, sí?
—¿Estás pensando quizás en aconsejar a nuestro querido superintendente Warren una cura tardía en las aguas benefactoras de Bad Ischl?
—Sí —admitió el arqueólogo—. Lo malo es que no sé cómo podría sernos útil. Aquí no tendría ningún poder.
—Lo creo muy capaz de conseguirlo. Después de todo, anda detrás de un ladrón internacional, y tratándose de las joyas de la Corona debe de estar dispuesto a hacer toda clase de acrobacias…, siempre y cuando haya un indicio, por descontado. Conclusión: escríbele. De todas formas, eso no puede perjudicar a nadie. Y ahora, déjame acabar de arreglarme y ve tú a hacer lo mismo.
Una hora más tarde, cubriendo su esmoquin con el confortable loden regional, los dos hombres montaron en el Amilcar al que la señora Von Adlerstein estaba acostumbrada y se dirigieron a Rudolfskrone. Allí los esperaba una sorpresa: Lisa había sido trasladada desde Hallstatt. Por orden de su abuela, que no soportaba la idea de tenerla lejos estando herida, la gran limusina negra que Aldo había visto cierta noche de octubre salir del palacio Adlerstein había ido hasta el embarcadero; Josef y uno de los lacayos más fuertes habían cruzado el lago en el vapor y traído a la joven, debidamente arropada y acompañada de las más cálidas recomendaciones de Maria Brauner. Su estado era satisfactorio y estaba descansando en su habitación, adonde los dos hombres fueron invitados a ir a saludarla.
—Se alegrará de verlos —dijo la condesa—. Ha preguntado por ustedes una o dos veces. Josef los acompañará.
Los dos hombres temían un poco el ambiente de una habitación de enfermo, pero Lisa no era chica que gustase de imponer a nadie una cosa así. Pese al fatigoso viaje que había efectuado durante el día, los esperaba en una chaise longue, vestida con una preciosa bata de seda blanca y azul. Estaba pálida, y por el discreto escote de la prenda asomaba un poco el vendaje del hombro, pero su actitud, llena de un orgullo cercano al desafío, recordaba la de su abuela el día que había recibido a los dos extranjeros. Ella los acogió con un:
—¡Alabado sea Dios, por fin han llegado! ¿Hay alguna novedad?
—Un momento —la interrumpió Morosini—. No es a usted a quien le corresponde preguntar por las novedades. Díganos primero cómo está.
—¿A usted qué le parece? —repuso ella con una sonrisa traviesa desconocida para Aldo.
—Nadie diría que le extrajeron ayer una bala —contestó Adalbert—. ¡Está como una rosa!
—Esto es un hombre que sabe hablar a las mujeres —dijo Lisa suspirando—. No puedo decir lo mismo de usted, príncipe.
—No se me ocurriría ni intentarlo. No cultivamos mucho el madrigal en la época de nuestra colaboración, aunque la culpa es toda suya.
—No empecemos otra vez con eso y pasemos al drama que nos ocupa. Ya he preguntado si hay alguna novedad, pero no me han contestado.
—Sí, aunque temo que al oírla reaccione tan mal como lo haría su abuela si nos decidiéramos a contársela.
—¿Le han ocultado algo?
—No sé qué otra cosa podríamos haber hecho —respondió Adalbert—. ¿Nos imagina contándole como si fuera la cosa más natural del mundo que durante dos horas espiamos, escondidos en la galería de esta casa, la entrevista secreta que mantuvo con un tal Alejandro…?
—¿Golozieny? ¿Suprimo? ¿Y por qué les interesaba?
—Enseguida llegaremos a eso —dijo Aldo—. Pero, antes de continuar, nos gustaría saber qué piensa de él, qué sentimientos le inspira.
Lisa, seguramente para reflexionar mejor, alzó hacia el techo sus grandes ojos oscuros y suspiró.
—Nada, o muy poca cosa. Es uno de esos diplomáticos siempre cortos de dinero pero de punta en blanco, que saben besar emocionados los metacarpios patricios pero son incapaces de alcanzar la cima de su carrera. Siempre hay dos o tres personas de esa clase en las cancillerías y los medios gubernamentales. Le interesa mucho el dinero…
—Perfecto —dijo Aldo, repentinamente risueño—. Ahora, Adalbert se sentirá mucho más cómodo para contarle nuestra incursión, lo que descubrimos y lo que vimos después. Es un narrador nato.
Entonces le tocó a Vidal-Pellicorne el turno de abrirse como un girasol tocado por los tiernos rayos del astro. La mirada que le dirigió a Morosini estaba teñida de gratitud por brindarle la ocasión de lucirse ante una joven que le parecía cada vez más cautivadora. Animado de este modo, reprodujo a la perfección la escena nocturna, sin olvidar el menor detalle, y sobre todo lo que había seguido, la extraña y breve visita hecha por Alejandro a la reciente villa Hulenberg.
Lisa escuchó con atención, pero no pudo evitar comentar con una media sonrisa:
—Escuchar a través de las ventanas…, ¡esto es nuevo! No conocía esta curiosa forma que tienen de tratar a sus amigos.
—¿Me permite recordarle que, hasta hoy, la condesa no nos trataba realmente como amigos? Pero, en fin, si lo que acabamos de contarle le parece cosa de broma…
La joven posó una mano sobre la de Morosini.
—No se enfade. Mi rasgo de ironía, fuera de lugar, se debe sobre todo a que me siento verdaderamente angustiada. Lo que han descubierto me parece muy grave y es preciso advertir a la abuela. A mí no me sorprende del todo; nunca me ha gustado ese primo.
Lisa se levantó con gesto raudo para ir hacia la puerta, pero Adalbert la retuvo sujetándola por la bata.
—No se precipite. Quizá sea mejor actuar de otro modo.
—¿De cuál, cielo santo? Quiero que ese individuo se marche inmediatamente de casa.
—¿Para que se nos escurra entre los dedos y nos cueste Dios y ayuda atraparlo? —dijo Aldo—. ¡No razone como una niña impulsiva! Mientras esté aquí, por lo menos lo tenemos al alcance de la mano. Algo me dice que podría conducirnos hasta Elsa.
—¿Delira? Alejandro no es un dechado de inteligencia, pero es más astuto que un zorro viejo.
—Quizá, pero los zorros viejos a veces se dejan engañar por la sonrisa de una chica bonita —contestó Aldo—. Así que, preciosa, va a ser usted encantadora con él aunque…
La cólera invadió los ojos oscuros de Lisa.
—Uno, no le permito ni a usted ni a nadie que me llame «preciosa», y dos, no conseguirá que sea amable con ese viejo chivo. Imagínese que, a su edad, pretende casarse conmigo.
—¿Él también? ¡Es usted un auténtico peligro público!
—No sea grosero. Si mi encanto personal no le parece suficiente, sepa que la fortuna de mi padre me hace de lo más seductora. En el fondo…, nunca he sido tan feliz como durante los dos años que me oculté bajo el disfraz de Mina —añadió con una amargura que conmovió a Morosini, pues era un aspecto de la cuestión que hasta entonces se le había escapado.
Sintiendo mucho haber apenado a Lisa, iba a cogerle la mano cuando, desde las profundidades de la mansión, un toque de campana anunció la cena.
—Vayan a cenar —dijo Lisa—. Nos veremos después.
—¿Usted no viene?
—Tengo una buena excusa para evitar a Golozieny. Permítame que la aproveche.
—Es muy comprensible —dijo Adalbert—, pero quizá no haga bien. Con un hombre como él, tres pares de ojos y otros tantos oídos no serán demasiados.
—Arréglenselas con los suyos, pero no dejen de venir a darme las buenas noches antes de irse.
Si Lisa pensaba disfrutar tranquilamente de un rato de reflexión solitaria, se equivocaba. Acababa de pronunciar esta frase cuando su abuela entró en tromba. La anciana dama parecía presa de una gran agitación. Alejandro la seguía como su sombra.
—¡Mira lo que acaba de encontrar Josef! —exclamó, tendiéndole a Lisa un papel—. Estaba sobre la mesa de la cena, junto a mi cubierto. Realmente, la audacia de esos miserables no tiene límites. Hasta se atreven a entrar en mi casa…
La joven alargó la mano hacia la nota, pero Morosini fue más rápido y la interceptó. Una ojeada le bastó para leer el mensaje, tan breve como brutal:
«Si quiere volver a ver a la señorita Hulenberg con vida, tendrá que obedecer nuestras órdenes y no avisar a la policía bajo ningún concepto. Esté preparada para depositar las joyas mañana por la noche en un lugar que se le indicará más adelante».
—¿Tiene alguna idea de cómo ha llegado esto hasta usted? —preguntó Morosini mientras le pasaba la nota a Lisa.
—Ninguna. Respondo de mis sirvientes como de mí misma —dijo la condesa—. Sin embargo, una de las ventanas del comedor estaba entreabierta y Josef cree…
—¿Que el papel ha entrado por ahí? A no ser que esté dotado de vida propia, alguien tiene que haberlo depositado. ¿Me permite ir a echar un vistazo? Quédate con las damas, Adalbert —añadió, posando en Golozieny una mirada desprovista de toda expresión—. Podré hacerlo yo solo.
Guiado por el viejo mayordomo, fue a la gran estancia donde estaba todo dispuesto para que cenaran cuatro personas en una larga mesa con capacidad para treinta, y vio que el cubierto de la anfitriona era el que estaba más cerca de la ventana que permanecía entreabierta.
Sin decir nada, Morosini examinó el lugar con cuidado, se asomó para ver la altura y finalmente salió de la habitación después de haberle pedido a Josef que le buscara una linterna. Juntos rodearon la casa hasta llegar bajo el comedor.
Éste se encontraba a la misma altura que la galería, pero no comunicaba con ella, lo que hacía mucho más difícil el acceso desde el exterior. Con ayuda de la linterna, Aldo constató que no había señales de que alguien hubiera trepado; con la humedad, unos zapatos más o menos embarrados habrían dejado huellas. Ninguna señal de desorden tampoco en los macizos sin flores que rodeaban la villa. El investigador estaba convencido desde que había tenido la nota en las manos: la había depositado alguien de la casa, y puesto que los sirvientes estaban fuera de toda sospecha, sólo quedaba una persona cuya complicidad no ofrecía ninguna duda: Golozieny.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó la condesa cuando él regresó al saloncito.
—Nada, señora. O sus enemigos tienen a su disposición a un genio alado… o a un cómplice.
—Me niego a aceptar esa idea.
—Nadie puede obligarla, pero bien tiene que haber una explicación.
—En lo que a mí respecta —dijo Golozieny con voz aflautada—, me pregunto, príncipe, si usted o su amigo no podrían dárnosla. Después de todo, son los únicos extraños aquí.
—No para mí —repuso en un tono glacial Lisa, que acababa de aparecer, con un vestido largo de terciopelo verde, en el hueco de la puerta—. Si continúa por ese camino, Alejandro, no vuelvo a dirigirle la palabra.
—Usted no sería capaz de hacer eso, querida… queridísima Lisa. Usted sabe lo mucho que la admiro y…
—La admirará igual de bien en la mesa —intervino la condesa—. Si no me equivoco, Lisa, has decidido unirte a nosotros, ¿no?
—Sí. Ya le he dicho a Josef que añada un cubierto.
Con semejante preludio, la cena fue como cabía esperar: siniestra y silenciosa. Todos estaban encerrados en sus propios pensamientos y cruzaron muy pocas palabras hasta que Golozieny se aventuró a preguntar qué pensaba hacer su prima en relación con el mensaje de los secuestradores.
La señora Von Adlerstein se estremeció como si acabara de despertar, pero le dirigió una mirada furibunda.
—¡Qué pregunta tan tonta! ¿Qué puedo hacer sino obedecer? ¡Y usted debería saber que detesto esa palabra! Esperaré otro mensaje y luego… Josef sacó las joyas de su escondrijo cuando fue a buscar a Lisa y las trajo.
—Un momento, abuela —dijo Lisa—. Antes de pagar a esa gente el precio que exigen por su crimen, me parece que debemos asegurarnos de que Elsa sigue viva. Es muy fácil pedir y luego, una vez en posesión del botín, deshacerse de un testigo molesto…, suponiendo que no lo hayan hecho ya. Estamos tratando con personas para las que la vida humana no cuenta; un muerto más o menos no tiene importancia para ellos.
—¿Qué propones?
—Todavía no tengo ninguna idea, pero una cosa es cierta: no debemos decir nada a la policía. De todas formas, me parece que está un poco desbordada por el alcance del asunto y supongo que pedirá ayuda a Viena. Por cierto —añadió, volviéndose hacia Golozieny—, espero que, cuando usted regrese mañana a la capital como sin duda hará, también guarde silencio y no se precipite a recurrir a sus conocidos para movilizarlos.
El conde, ofendido, levantó el mentón hasta que la perilla formó un ángulo recto con su delgado cuello.
—¡No me tome por imbécil, Lisa! No haré nada que pueda perjudicarlas. Además, tengo intención de prolongar mi estancia aquí. La mera idea de dejarlas solas con un problema tan grave me hace cambiar de planes. Deseo cuidar de ustedes…, si me lo permiten —añadió, dirigiendo una mirada cordial a su prima.
Ésta respondió con una sonrisa un poco cansada pero afectuosa.
—Es muy amable —dijo—. Puede quedarse todo el tiempo que quiera, por supuesto. Su interés nos conmueve, a Lisa y a mí.
Si la joven parecía afectada por algún sentimiento, no era desde luego el agradecimiento y mucho menos la alegría, pero Golozieny le dedicó una sonrisa tan radiante como si acabara de aceptar casarse con él.
—Perfecto. En tal caso, quizá deberíamos abreviar la velada. Esta noche, todos estamos fatigados, y Lisa necesita descansar más que ninguno.
El mensaje estaba claro: «Nos echa a la calle —pensó Morosini—. Decididamente, le molestamos». Pero la condesa pareció aprobarlo levantándose de la mesa, y para que no hubiera lugar a dudas, dijo:
—Confieso que me siento cansada. Si les parece bien, caballeros —añadió dirigiéndose a sus invitados—, tomaremos un café y nos separaremos hasta mañana.
—Yo prescindiré del café, condesa —dijo Adalbert—. Bebo demasiado y, si tomo uno más, no dormiré.
Aldo, por su parte, pidió permiso para retirarse, pero mientras Adalbert, adivinando que necesitaba un momento, alargaba la despedida pronunciando ante la señora Von Adlerstein y su primo un pequeño discurso sobre las fórmulas de cortesía que se empleaban en el antiguo Egipto, él salió con Lisa a la galería desde la que se accedía a los salones.
—¿Tiene posibilidad de dejar abierta una de las puertas de esta casa?
—Creo que sí…, la de las cocinas. ¿Por qué?
—¿Cuándo quedará todo sumido en el silencio y el sueño? ¿Dentro de una hora?
—Algo más. Yo diría dos. Pero ¿qué quiere hacer?
—Ya lo verá. Dentro de dos horas, nos reuniremos con usted en su habitación, y arrégleselas para conseguir una cuerda.
—¿En mi habitación? ¿Se ha vuelto loco?
—He dicho «nosotros», no «yo». No saque conclusiones equivocadas y confíe un poco en mí. Claro que, si prefiere esperar en la cocina, no seré yo quien se lo impida… ¡Adalbert! —dijo en voz alta sin transición—. Nuestra anfitriona necesita descansar, no escuchar una conferencia.
—Es verdad. Soy incorregible. Le pido disculpas, querida condesa.
Los tres personajes aparecieron en la galería casi inmediatamente y encontraron a Morosini solo, con un cigarrillo entre los dedos. Lisa se había desvanecido como un sueño.
Para estar seguro de que se iban, Golozieny los acompañó hasta el coche, y Adalbert, para complacerlo, arrancó haciendo todo el ruido posible.
—¿Has decidido algo? —preguntó, adentrándose en la oscuridad del parque.
—Sí. Volveremos dentro de dos horas. Lisa se encargará de que la puerta de la cocina no esté cerrada con llave.
—¿Y los perros? ¿Has pensado en ellos?
—Ella no los ha mencionado. A lo mejor no los dejan sueltos cuando hay invitados. De todas formas, tomaremos precauciones.
Éstas consistieron en un plato de carne fría que los dos amigos, con la excusa de que habían cenado muy mal, pidieron que les subieran a sus habitaciones, acompañado de una botella de vino para que resultara más verosímil. Gran parte de la botella desapareció en un lavabo. Una hora más tarde, después de haber cambiado el esmoquin por prendas más apropiadas para una expedición nocturna, salieron discretamente del hotel y fueron hasta la orilla del río, donde Aldo había aparcado su coche nuevo.
Lo dejaron en la arboleda donde anteriormente habían escondido el Amilcar y continuaron a pie, provistos cada uno de un paquete de carne metido en el bolsillo del abrigo.
No les hizo ninguna falta, pues los perros no aparecieron. En el pequeño castillo no había ninguna luz encendida. Aliviados, llegaron a la puerta de las cocinas avanzando a paso prudente y silencioso, aunque no más que la hoja de madera, que se abrió sin emitir el menor chirrido al empujarla Morosini.
—Espero que me feliciten —dijo la voz amortiguada de Lisa—. Incluso me he tomado la molestia de engrasar los goznes.
Allí estaba la joven sentada en un taburete, tal como reveló la linterna sorda depositada sobre la mesa, a su lado, al abrir ella la portezuela. También se había cambiado de ropa; la falda de loden, el jersey de cuello alto y los zapatos deportivos resucitaron por un instante a la difunta Mina en la mente de Aldo.
—Buen trabajo —susurró éste—, pero ¿qué hace aquí? Todavía no está repuesta, y sólo necesitábamos que nos indicara cuál es el dormitorio de su amigo Alejandro.
—¿Qué quieren hacer? No irán… a matarlo —dijo Lisa, preocupada al percibir en la voz habitualmente cálida y un poco ronca de Morosini cierta resonancia metálica que anunciaba una decisión tajante.
La risa sofocada de Adalbert la tranquilizó.
—¿Por quién nos toma? No merece nada mejor, eso es indudable, pero sólo queremos raptarlo.
—¿Raptarlo? ¿Y adonde lo van a llevar?
—A un sitio tranquilo donde podamos interrogarlo lejos de oídos sensibles —dijo Aldo—. La verdad es que contábamos con usted para encontrarlo.
La joven se puso a reflexionar en voz alta, en absoluto impresionada por el plan de sus amigos:
—Tenemos la antigua guarnicionería, pero está demasiado cerca de la nueva y de los establos. Lo mejor será el cobertizo del jardinero. Pero más vale que les diga cuanto antes que Golozieny no está en su habitación.
—¿Dónde está, entonces?
—En algún lugar del parque. Tiene la manía de dar paseos nocturnos. Incluso en Viena, a veces sale a fumar un cigarro bajo los árboles del Ring. La abuela lo sabe y por eso nunca sueltan a los perros cuando él está aquí. Es una suerte que no se hayan topado con él al venir; podría haber pedido ayuda.
—No habría pedido nada de nada, y a mí me parece, por el contrario, que lo que es una suerte es que esté fuera.
—El parque es muy grande. No esperarán encontrarlo en plena noche…
Adalbert, que empezaba a tener sueño, bostezó sin contenerse antes de decir:
—Sin duda es porque está herida, pero su brillante inteligencia no acaba de comprender la situación. No vamos a ir detrás de él; vamos a esperarlo. ¿Tiene usted la cuerda?
Lisa la cogió de un banco contiguo y, sin responder al comentario, cerró la puerta de la cocina y condujo a los dos hombres a través de la oscura casa hasta el gran porche de entrada, en cuyas sombras fue fácil ocultarse.
—Es curiosa esta manía ambulatoria en un hombre de su edad —observó Vidal-Pellicorne—. Sobre todo cuando no hace un tiempo como para ponerse a soñar bajo las estrellas.
—Más que curiosa, es práctica —masculló Aldo entre dientes—. Una buena manera de ponerse en contacto con sus cómplices… Pero… chissst… me ha parecido oírlo…
Alguien se acercaba a paso tranquilo, subrayado por el crujido de la grava. El punto rojo de un cigarro brilló antes de describir una graciosa curva cuando el fumador tiró la colilla. Al mismo tiempo, aceleró el paso, de modo que la silueta del paseante no tardó en recortarse contra la oscuridad en la entrada del porche. Allí era donde Aldo lo esperaba; su puño salió como una catapulta contra la barbilla de Golozieny, que se desplomó sin decir ni pío.
—Buen golpe —comentó Adalbert—. Ahora lo atamos y nos lo llevamos.
—No olviden amordazarlo —les aconsejó Lisa, ofreciendo un pañuelo estrujado en forma de bola y un fular.
Morosini rió quedamente mientras se ocupaba de Golozieny.
—Está avanzando por el camino del crimen, querida Lisa. Y ahora, si hace el favor de guiarnos…
Ella cogió la linterna que había tenido la precaución de llevar consigo, pero no la abrió.
—Por aquí. Pero les advierto que está bastante lejos y no puedo proporcionarles una camilla…
—Nos turnaremos para llevarlo —dijo Aldo cargando el cuerpo inerte sobre un hombro.
Tardaron diez minutos largos, relevándose, en llegar a un pequeño grupo de edificios bajos situados en el fondo del parque, protegidos bajo grandes árboles y que no se podían ver desde la casa debido a los arbustos plantados delante. Lisa abrió una puerta, liberó la luz de su linterna y penetró en un cobertizo bastante grande, lleno de numerosos y variados útiles de jardinería. Dejó la linterna sobre un banco de trabajo. Mientras tanto, Morosini descargó a Adalbert del fardo del que se había hecho cargo a medio camino y lo tendió sin excesivas precauciones sobre el suelo de tierra batida. El conde profirió un gemido… Había recobrado el conocimiento y lanzaba a uno y otro lado miradas furibundas.
Aldo se agachó a su lado y le puso delante de la cara el revólver que acababa de sacar del bolsillo.
—Como tenemos algunas preguntas que hacerle, vamos a devolverle la voz, pero le advierto que, si grita, no tendré más remedio que ponerme muy desagradable.
—De todas formas, «querido» Alejandro —dijo Lisa—, nadie lo oiría. De modo que mi consejo es que responda a estos caballeros con la mayor tranquilidad posible. Es el momento de demostrar sus aptitudes de diplomático. ¿Estamos de acuerdo entonces? ¿Nada de gritos?
El prisionero dijo que no con la cabeza.
Inmediatamente, Adalbert se arrodilló también, desató el fular y liberó la boca del conde, mientras Aldo contemplaba no sin sorpresa este nuevo aspecto de su antigua colaboradora: Lisa parecía meterse con facilidad en la piel de una justiciera fría, decidida y tal vez implacable.
Golozieny tuvo la misma sensación, pues no sólo no gritó, sino que todo cuanto logró decir fue:
—Usted, Lisa…, ¿usted me trata como a un enemigo?
—Le trato como espero que sean tratados los que han secuestrado a Elsa Hulenberg y asesinado a sus sirvientes.
—¿Acaso yo formo parte de ellos?
—Si no es así —intervino Morosini—, explíquenos qué fue a hacer la noche del 6 al 7 de noviembre a la villa comprada por la señora Hulenberg, después de haber mantenido una entrevista que deseaba que fuera secreta en este castillo de Rudolfskrone
La mirada que el prisionero alzó hacia su acusador reflejaba un miedo sincero, pero sólo fue un destello. Casi inmediatamente, bajó de nuevo los pesados párpados arrugados.
—Pueden hacerme todas las preguntas que quieran. No pienso responder a ninguna.