7. La historia de Elsa

Mientras subía la escalera cubierta que conducía a la iglesia, veinte minutos largos antes de la hora de la cita, Morosini se preguntaba qué fatalidad lo condenaba a él, príncipe cristiano pero de una piedad muy relativa, a frecuentar los santuarios católicos para ver a una mujer, y ello desde que recorría Europa en busca de unas joyas robadas de un tesoro judío. A otros los habrían citado en un parque, en un café, en el muelle de un río o incluso en un saloncito íntimo, y no pudo dejar de evocar, con una pizca de nostalgia, el rato pasado en compañía de Anielka en el gran invernadero del Parque Zoológico de París. Era la época en que estaba loco por ella y dispuesto a hacer cualquier excentricidad para conquistarla, y ahora, después de haberse deshecho de ella como de un paquete molesto dejándola entre las manos de Anna-Maria Moretti, se había apresurado a huir a Austria, donde lo esperaban un caso sin duda atrayente pero endiabladamente difícil de resolver… y una cita con una chica bonita en la casa de un Dios que quizá no veía su empresa con buenos ojos.

Al empujarla con la mano, la puerta emitió un chirrido que el vacío interior amplificó. Inmediatamente, sus ojos se encontraron con la magnificencia de un gran tríptico del siglo XV, maravillosamente dorado y tallado, que dominaba el altar. Lo contempló con placer pero sin sorpresa: el esplendor exuberante de las iglesias austriacas le era familiar. Una lámpara roja encendida anunciaba la «Presencia», pero él no tenía ganas de rezar. Se sentó en un banco para admirar mejor. El tiempo pasaba siempre muy deprisa delante de una bella obra de arte.

El chirrido de la puerta lo hizo levantarse para acudir al encuentro de la joven, que llegaba envuelta en una capa negra con capucha de la que sólo sobresalían los tobillos enfundados en medias blancas y los pies calzados con zapatos de hebillas. Vestida de ese modo, Lisa encajaba a la perfección en el decorado antiguo de la iglesia.

Al llegar a la altura de Aldo, se arrodilló para rezar una breve oración y después le indicó a su compañero que se sentara a su lado. Aunque su semblante era grave, Aldo no pudo evitar sonreír.

—¿Quién hubiera dicho, en los tiempos de su período holandés, que un día tendríamos citas secretas en una iglesia, como a menudo se hacía en San Marco, la Salute o San Giovanni e Paolo en épocas pasadas?

—Por favor, no me hable de Venecia. No quiero pensar en ella en estos momentos. En cuanto a esta cita, tenga por seguro que no habrá una segunda.

—¡Lástima! Pero ¿por qué aquí y no en su casa o en el albergue?

—Porque no quiero que se sepa que nos conocemos. Respecto a lo que busca en Hallstatt, no se moleste en decírmelo. Ya estoy al corriente.

—Supongo que ha sido la señora Von Adlerstein quien la ha informado.

—Por supuesto. En cuanto se enteró de su presencia en Viena, me avisó.

—¿Por qué? Yo soy para ella un ilustre desconocido.

—Craso error. Ella sabe sobre usted casi tanto como yo. Verá, príncipe, yo nunca le he ocultado nada a mi abuela. Desde la muerte de mi madre, lo que equivale a decir desde siempre, ella se ocupó de mí para que no me convirtiera en una especie de marioneta educada por institutrices. Nos queremos mucho y yo siempre se lo cuento todo.

—¿Incluso el episodio Mina van Zelden?

—Especialmente ése. Siempre supo dónde encontrarme cuando mi padre creía que me había ido a la India para estudiar la sabiduría búdica o a Centroamérica siguiendo las huellas de la civilización maya.

Morosini profirió una exclamación de horror:

—¡No me diga que usted también es arqueóloga! ¡Con uno me basta y me sobra!

—Tranquilícese, sólo soy una simple aficionada. Por cierto, ¿qué tal está nuestro querido Adalbert?

—Pues no destaca por su buen humor, la verdad. Se ha ido enfurruñado a las tumbas de la antigua necrópolis de Hallstatt en compañía del profesor Schlumpf.

—Se diría que eso le complace. ¿Qué necesidad tenía de hablarle de mí?

—Me apetecía rebajarle los aires de superioridad que se da últimamente. Desde que recorrieron juntos las carreteras, adopta una actitud de propietario que me molesta un poco.

Esta vez, Lisa no pudo evitar reír.

—Es un encanto y yo lo aprecio mucho. Ese corto viaje fue muy divertido. En cuanto a usted, Eccellenza, el hecho de que haya sido su secretaria durante dos años no le da derecho a considerarme parte de su mobiliario.

Aldo aceptó la puntualización sin rechistar. Quizá porque, en el marco oval de la capucha negra, el rostro de Lisa, con sus pecas y su corona de trenzas brillantes, ofrecía un espectáculo propicio a la benevolencia.

—¡Bien! —exclamó, suspirando—. Dejemos a Adalbert y volvamos a su abuela. Ignoro lo que usted le ha contado, pero esa mujer me detesta.

—¡Ni mucho menos! Incluso le encuentra cierto encanto, pero desconfía de usted.

—Bonito resultado. ¿Le ha contado, entonces, la visita que le hice?

—Naturalmente. Pero ahora debe explicarme la razón que lo empuja a querer comprar a cualquier precio una joya que pertenece a una persona muy querida para nosotras dos. ¿La vio en la Ópera, en el palco de mi abuela, y de pronto decidió que necesitaba ese ópalo y no cualquier otro?

—Exacto. Ése y no otro. Intenté explicarle a la señora Von Adlerstein la razón imperiosa, grave, por la que necesito esa piedra, pero no quiso escucharme.

—Bueno —dijo Lisa, acomodándose mejor en el banco y cruzando las manos sobre las rodillas—, pues aquí estoy yo para escuchar esa historia. Si he entendido bien, parece ser que se trata de otra piedra maldita.

—Sí, como lo son todas las que Adalbert y yo hemos jurado encontrar.

—¿Adalbert y usted? ¿Ahora resulta que son socios?

—Solamente para esto, que sin duda es el asunto más importante de mi vida de anticuario. Debe permitirme resucitar a Mina unos instantes.

—¿Por qué no? —repuso ella con una breve sonrisa—. Yo le tenía cariño, ¿sabe?

—Yo también. ¿Recuerda aquel día de primavera, pronto hará dos años, que salió en mi busca para entregarme un telegrama de Varsovia?

La joven se animó de golpe, dominada de nuevo por la pasión que ponía en su trabajo en el palacio Morosini.

—¿Un telegrama del famoso y misterioso Simon Aronov? ¡Ya lo creo que me acuerdo! Después de aquella entrevista fue cuando se embarcó en aquella increíble aventura que le permitió recuperar el zafiro robado a su madre, que después yo me encargué de llevar a Venecia.

—Ya no está allí. Unas semanas más tarde se lo entregué a Aronov, que vino a verme al cementerio de San Michele. Al igual que le he hecho llegar la Rosa de York, recuperada en Inglaterra en dramáticas circunstancias.

—¿La Rosa de York? Pero si acaban de robarla en la Torre de Londres…

—Ésa no es la auténtica. Y ahora, por favor, déjeme que le explique por qué no le dije la verdad sobre lo que me pidió Aronov en su guarida de Varsovia. No se trataba de falta de confianza. Había dado mi palabra… Si hoy falto a ella, es porque no tengo elección. Juzgue usted misma… y apresúrese a olvidar.

Esta vez, ella no dijo nada.

Aldo contó entonces su aventura polaca, aunque sin detenerse en sus encuentros con la hija del conde Solmanski, limitándose a revelar que le había impedido suicidarse y que después se había convertido en su sombra, tras haberla visto bajar del tren en la estación del Norte luciendo en el cuello la Estrella Azul que Aronov y él estaban buscando.

Para su sorpresa, Lisa no interrumpió su relato, y Aldo incluso llegó a preguntarse si se habría dormido, pero, al quedarse él callado, ella alzó hacia su compañero unos ojos llenos de vivacidad.

—Pasemos a la Rosa de York, puesto que se trata, creo, de la segunda piedra robada, ¿no? —dijo la joven.

Él asintió, constatando con alegría que su interlocutora seguía este nuevo relato con visible atención.

—¡Una verdadera novela policiaca! —exclamó ella—. Hasta sería divertido si no hubiera habido tantas vidas sacrificadas. Pero, si me lo permite, quisiera hacerle una pregunta.

—Adelante, por favor.

—¿Cree de verdad en la inocencia de lady Ferráis?

Él no se lo esperaba y, para ganar tiempo antes de responder, decidió formular a su vez una pregunta, igual que Anielka acostumbraba a hacer.

—Usted no mucho, por lo que parece, ¿verdad?

—Ni por un minuto. Leí, como debe de imaginar, todos los periódicos que hablaban del caso Ferráis y del juicio de su mujer. El golpe de efecto que lo cerró me pareció sospechoso, demasiado perfecto: el amante cómplice que se ahorca después de haber dejado una confesión por escrito y el superintendente que se apresura a llevar la noticia. No, la verdad es que no me lo creo.

—Si está pensando que hubo complicidad con la policía, se equivoca. Conozco bien al superintendente Warren y le aseguro que actuó movido por la evidencia inmediata, aunque después empezó a hacerse muchas preguntas.

—¿Y usted? Porque no me ha contestado.

—Yo también me las hago —dijo Aldo, que no deseaba extenderse más en la cuestión—. Ahora debemos hablar de la tercera piedra: el ópalo. Adalbert y yo estamos aquí por ella.

—¿Y están convencidos de que la piedra engastada en el águila de diamantes es la que buscan?

—Simon Aronov lo cree y hasta el momento no se ha equivocado nunca. Además, hay una manera muy sencilla de que se convenza si, como supongo, le es posible acceder a las joyas de esa mujer misteriosa que usted y su abuela esconden tan celosamente.

—¿Cuál?

—Todas las piedras del pectoral llevan grabada, en el reverso, una minúscula estrella de Salomón. Hace falta una lupa potente para verla, pero está ahí. Haga la prueba.

—Lo intentaré, pero, para serle sincera, no sé cómo va a conseguir que se la cedan. Esa joya es la preferida de nuestra amiga porque la heredó de una abuela prestigiosa.

Morosini dejó que se hiciera el silencio y retuvo la pregunta que iba a formular para darle a ella tiempo de examinarla, pues estaba seguro de que la adivinaría.

—¿No cree que ya va siendo hora de ponerle nombre a ese rostro velado que vi en un palco de la Ópera? En lo que se refiere a la abuela, creo conocerla porque estoy casi seguro de haber descubierto quién es el padre. Es hija del desdichado Rodolfo, el trágico héroe de Mayerling, ¿verdad? Para ahorrarle una pregunta, diré que la vi, bajo otros velos negros, depositar flores sobre su tumba unas horas antes de la representación.

—Sabe más cosas de las que pensaba —dijo Lisa sin tratar de disimular su sorpresa.

—En cuanto al águila imperial de diamantes, completó, tras el nacimiento de Rodolfo, el aderezo de ópalos que le había regalado la archiduquesa Sofía a su futura nuera unos días antes de su boda con Francisco José. La propia Sofía llevaba ese aderezo el día de su boda y deseaba que Isabel lo luciera también. Añado que el conjunto, sin el broche, fue vendido hace unos años en Ginebra junto con otras alhajas privadas de la familia.

El asombro dejó paso a una admiración divertida.

—¡Soy una tonta! ¿Cómo he podido olvidar su pasión por las joyas históricas y las piedras hermosas? Por no hablar de su insaciable curiosidad… y del hecho de que quizás es usted el mayor experto europeo en la materia.

—Gracias. Ahora, ¿no cree que ha llegado el momento de confiar en mí? Hace un rato que se escabulle como un purasangre ante la inevitable brida. Quiero su nombre… y su historia. ¡Vamos, Mina! Recuerde lo bien que trabajábamos juntos. ¿Por qué no continuamos haciéndolo? Mi causa es noble; merece la pena luchar por ella.

—¿A costa de incrementar el sufrimiento de una criatura inocente?

—¿Y si fuera a costa de liberarla? El ópalo, al igual que las otras piedras, está maldito. Tal vez yo pueda ayudarla a salvar a su amiga. ¿Va a decidirse a hablar?

—Se llama… Elsa Hulenberg, y no sólo es la nieta de la emperatriz Isabel sino también de su hermana María, la última reina de Nápoles. Por ella es por quien debo empezar. En… 1859, María, tercera hija del duque Maximiliano de Baviera y de su esposa Ludovica, se casó con el príncipe de Calabria, heredero del trono de Nápoles. Ella tenía dieciocho años, él veintitrés, y, aunque los dos esposos no se habían visto nunca, cabía suponer que sería un buen matrimonio…

—Un momento, Lisa, no me dé una clase de historia, y menos italiana. Recuerde que soy veneciano, así que conozco los sucesos de Nápoles: la muerte del rey Fernando II unas semanas después de la boda, y la ascensión al trono de la joven pareja en el momento en que Garibaldi y sus Camisas Rojas emprendían la marcha hacia la independencia. Dieciocho meses de reinado y luego la huida a Gaeta, donde se encerraron en la fortaleza y donde la joven reina María se comportó como una heroína ocupándose de los heridos bajo una lluvia de balas y de obuses. Se ganó la admiración de Europa entera, pero eso no salvó su trono. Ella y su esposo se refugiaron en Roma, bajo la protección del papa, y apenas se volvió a oír hablar del marido, pero tengo la impresión de que usted, una suiza, sabe cosas que los demás desconocemos.

—Pues sí, porque la historia que yo conozco comienza allí donde acaba la gran Historia. Después de los días plagados de peligros pero emocionantes que acababa de vivir, nuestra pequeña reina destronada de apenas veinte años tomó conciencia del gran vacío de su existencia… y del poco interés que presentaba su esposo ahora que ya no tenía nada que hacer, tanto más cuanto que su carácter se había ensombrecido y su salud seguía el mismo camino. Su Santidad Pío IX había dispuesto que los zuavos pontificios guardaran el palacio Farnesio, entonces residencia de los soberanos exiliados[10]. María se enamoró de uno de ellos, un apuesto oficial belga. Tanto que, un buen día, hubo que rendirse a la evidencia: era urgente poner cierta distancia entre ella y su esposo. Pretextando que el clima de Roma no era conveniente para sus frágiles pulmones, se fue a «reposar» a Baviera, al querido Possenhofen, donde permaneció muy poco tiempo antes de ir a encerrarse con las ursulinas de Augsburgo, donde, llegado el momento, dio a luz una niña, Margarita. Ella es la madre de Elsa.

—¡Ah! —dijo Aldo, atónito—. ¡Es increíble! Nunca había oído hablar de una separación entre la reina María y el rey Francisco II.

—Se reconciliaron enseguida y, una vez instalados en París, incluso llegaron a convertirse en un matrimonio perfecto.

—¿Y qué pinta la emperatriz Isabel en todo esto? ¿Y Rodolfo?

—Ahora llego ahí. Sissi quería mucho a su hermana pequeña, que era también muy guapa. Además, su pasión por el romanticismo la hacía admirar a la heroína de Gaeta casi tanto como a su primo Luis II de Baviera. Se ocupó mucho de esa niña a la que María hacía criar en una propiedad de los alrededores de París cuyo nombre no revelaré. Y cuando Margarita, a la que llamaban Daisy, se convirtió en una bonita joven, la invitó en varias ocasiones, sobre todo a Hungría, a su castillo de Gödöllö, donde en otoño se organizaban grandes cacerías. Fue allí donde el archiduque Rodolfo la conoció. Su matrimonio con Estefanía de Bélgica era un fracaso y engañaba constantemente a su esposa. Con Daisy tuvo uno de esos estallidos de pasión habituales en él. Una llamarada que no duró mucho.

—Pero lo suficiente para tener consecuencias. ¿Y cómo reaccionó el archiduque ante la situación?

—De acuerdo con su carácter: le propuso a la joven morir con él. No era la primera vez, pero la sangre belga de ésta la hacía hostil a las soluciones extremas y más bien la empujaba hacia las alegrías de la familia. Se negó y expuso su situación a la emperatriz. Ésta encontró la única salida aceptable: una boda rápida. No fue difícil encontrar un esposo, ya que el barón Hulenberg estaba enamorado de Daisy. De buena familia, bastante rico y también bastante apuesto, constituía un pretendiente satisfactorio, y la futura madre lo aceptó. Y como la reina María sólo podía ofrecer alhajas, fue Isabel quien se encargó de la dote. También le regaló algunas joyas, entre ellas el águila de diamantes, signo tangible de los orígenes ilustres de la joven.

»Dos años después del nacimiento de Elsa, una rápida enfermedad que los médicos no fueron capaces de atajar le arrebató a su madre. Unos meses más tarde, Hulenberg decidió volver a casarse. La mujer elegida no tenía más cualidades que su juventud y su belleza. En el aspecto moral, era una criatura ávida, desprovista de corazón, pero que sabía esconder muy bien su juego. La presencia de Elsa enseguida le resultó insoportable; le recordaba demasiado a la primera esposa.

—Fue una madrastra perfecta, ¿eh?

—Por desgracia, sí. Entonces Sissi intervino. Pese al terrible dolor causado por la muerte de su hijo, no abandonó a la niña. Decidió que fuera educada en un convento de los alrededores de Salzburgo y encargó a mi abuela que velara por ella, cosa que ésta ha hecho durante años y todavía hoy continúa haciendo. Fue a ella a quien se encomendó la custodia del pequeño tesoro destinado a Elsa. Gracias a Dios, porque el barón Hulenberg murió unos años después del segundo matrimonio y su viuda, convertida en su heredera por testamento, tuvo la desfachatez de reclamar las joyas de Daisy como parte de los bienes del difunto. Afortunadamente, sin éxito: la emperatriz había sido asesinada, pero Francisco José seguía vivo y estaba al corriente de la historia de Elsa. Su protección se extendió tanto sobre ella como sobre mi abuela, nombrada tutora legal. Y la vida siguió su curso sin incidentes hasta que Elsa salió del convento.

—Supongo que la señora Von Adlerstein la acogió en su casa en ese momento.

—Sí, y de muy buen grado, pues Elsa se encontraba tan a gusto en el convento que por un momento se pensó que tomaría los hábitos. Salió más tarde de lo normal. Era una muchacha seria, un poco grave y absolutamente consciente de sus orígenes elevados. Su comportamiento se inspiraba en ellos, aunque sólo los mencionaba en presencia de mi abuela. Los jóvenes no le interesaban. Su única pasión era la música. Fue en gran parte para disfrutar de ella por lo que regresó a la vida civil. Y quizá también a causa de la nueva madre superiora, que no le gustaba. Se instaló en nuestra casa, pero la vida que se llevaba allí era demasiado mundana y ella no se encontraba cómoda. Le buscaron entonces una villa un poco retirada en los alrededores de Schönbrunn, donde vivió con una pareja de sirvientes húngaros absolutamente fieles: Marietta, a la vez doncella y dama de compañía, y su marido Mathias, un verdadero perro guardián dotado de una fuerza poco común.

»Allí se encontraba bien, sólo salía para dar paseos o para asistir a un concierto o a la Ópera, en el palco de mi abuela. Discretamente vestida, no llamaba la atención pese a su parecido con la emperatriz, un poco atenuado por los cabellos rubios. Hasta aquella noche de 1911, la del estreno del Caballero de la rosa, en que apareció completamente vestida de encaje blanco, bella como un ángel y luciendo el famoso ópalo. Ese súbito esplendor inquietó un poco a mi abuela, pero la sala estaba suntuosa, el emperador se hallaba presente y las más hermosas joyas adornaban a unas mujeres arrebatadoras. Pero estaba allí un joven diplomático que un amigo fue a presentarle en el entreacto. Entre Elsa y él se produjo un flechazo.

Aldo se sintió tentado de decir que ya conocía la historia, pero, al no saber cómo se tomaría Lisa el relato de sus hazañas —las suyas y de las Adalbert—, decidió prudentemente callar, lo que le permitió dejar vagar su pensamiento mientras contemplaba a la narradora.

La verdad es que era absolutamente encantadora, y él seguía sin comprender cómo había conseguido la proeza de pasar por un adefesio durante dos años largos junto a un hombre que, en general, sabía observar perfectamente a una mujer. Allí, en la penumbra de esa iglesia fría, con su rostro luminoso severamente enmarcado por la capucha negra, parecía un Botticelli, con la diferencia de que de ella emanaba una increíble sensación de calor y de vitalidad.

Sin embargo, Lisa era demasiado perspicaz para no darse cuenta de que la atención de su oyente había decaído.

—¿Me escucha o no? Si lo que le estoy contando no le interesa, me voy.

Ya se estaba levantando, pero él la retuvo tirando de su capa.

—¿Qué le hace creer que no la escucho?

—Es evidente. Estoy relatándole una historia triste y usted me mira con una sonrisa beatífica.

Su carácter, desgraciadamente, no había variado. Aldo optó por declararse culpable.

—Reconozco no haber prestado atención durante un breve instante —dijo, desplegando la mejor de sus sonrisas—. Pero la culpa es en parte suya, porque estaba mirándola.

—Ha estado dos años viéndome. ¿No ha tenido bastante?

—¡No diga tonterías! A la que veía no era a usted, sino a… una especie de caricatura. Un verdadero pecado, si quiere que le diga la verdad, una especie de…

—Oiga, no vamos a discutir eso otra vez. No puedo tardar mucho envolver. ¿Dónde nos habíamos quedado?

—En… ¿en esas cartas recibidas después de la guerra, cuando ya se daba a ese tal Rudiger por desaparecido? —apuntó Morosini tras una ligera vacilación.

Pero o bien la suerte estaba de su lado o bien su oído había registrado el relato sin que él se diera cuenta, porque había dado en el clavo.

—¡Ah, sí! —dijo Lisa—. Le pido disculpas; estaba más atento de lo que yo creía. Decía, pues, que al llegar la primera carta Elsa estuvo a punto de morir de contento y mi abuela de inquietud, pues en aquella época había sido preciso sacarla de Viena, donde ya no estaba segura.

—¿Qué pasó?

—Tres extraños accidentes, yo incluso diría tres atentados, que tuvieron lugar después de la guerra. El primero en el parque de Schönbrunn, donde Elsa estaba paseando con Marietta. Un hombre se abalanzó sobre ella con un cuchillo en la mano. Por suerte, un guardia estaba cerca y desarmó al asesino, aunque éste logró huir. En otra ocasión se libró milagrosamente de que la arrollara un coche que iba a toda velocidad, tirado por dos caballos. Por último, algún tiempo después su casa se incendió. Mathias consiguió sacarla de entre las llamas, que la habían alcanzado. La policía no descubrió nada, claro. Después de la guerra reinaba una gran confusión en los servicios públicos; se estaba incubando la revolución. Los que querían eliminar a Elsa tenían demasiada ventaja. Mi abuela, por consejo de mi padre, hizo correr el rumor de su muerte mientras le buscaba un refugio y la llevaba allí. Un viejo amigo suyo, el burgomaestre de Hallstatt, le cedió la casa del lago, que es de su propiedad. Mathias y Marietta se instalaron allí con Elsa, oculta bajo el nombre de Fraulein Staubing.

—Y esa llegada, supongo que en el mayor de los secretos, ¿no despertó curiosidad?

—El burgomaestre es un hombre inteligente. Hizo correr el rumor de que había dado asilo a una pareja de viejos amigos cuya hija, herida en un atentado en Hungría, había perdido en parte la razón y se tomaba por un miembro de la realeza. A los de aquí les gustan las historias bonitas y todos son generosos. El pueblo formó una piña para proteger a los refugiados.

—Pero cuando llegó la primera carta, no sería aquí…

—No, a Ischl, dirigida a mi abuela.

—¿Y su abuela no le impidió cometer la locura de asistir al teatro?

—Por lo que me han dicho, no hubo manera. Elsa estaba loca de alegría y mi abuela se dejó enternecer. Tomaron infinitas precauciones, y el día de la reposición del Rosenkavalier, la temporada pasada, ella estaba en el palco vestida tal como usted la vio.

—Pero ¿por qué de negro? Usted me ha dicho que el día que conoció a Rudiger iba de blanco.

—Ahora tiene treinta y cinco años, y además, va siempre de luto por su padre y sus abuelos.

—¿Y qué explicación tiene lo de taparse la cara? ¿No quería que la reconocieran?

—En parte. La rosa de plata debía servir de signo distintivo. Pero el enamorado no acudió a la cita. Imagínese la decepción de Elsa. Llegó otra carta en la que Franz decía que había sobrevalorado sus fuerzas, que pedía perdón y que se sentía muy desdichado. Decía también que era preferible esperar unos meses más, hasta la primera representación de la temporada siguiente.

—¿No era un plazo excesivamente largo?

—No, si se piensa que se trataba de un enfermo. El segundo encuentro estaba fijado, pues, para el mes pasado, cuando usted también estaba en la Ópera.

—Y no sucedió nada. Por lo menos yo no vi nada.

—Sí. Intentaron secuestrar a Elsa cuando salió del teatro. Dos hombres se habían apoderado del coche que la esperaba y, después de derribar a Mathias, partieron a toda velocidad a través de Viena. Gracias a Dios, Mathias pudo perseguirlos y desembarazarse de los agresores, tras lo cual llevó a Elsa a casa. Pero el peligro era evidente. Se tomaron el tiempo justo para cambiarse de ropa y hacer las maletas antes de regresar a Hallstatt apresuradamente.

—¡Pobre mujer! —exclamó Morosini, suspirando—. ¿Cómo se ha tomado el desmoronamiento de su sueño? Porque supongo que ya no queda ninguna duda sobre el origen de las cartas. Alguien se había enterado del triste romance de la infeliz y había decidido utilizarlo para hacerla salir de su escondrijo. Para mí, por lo menos, está clarísimo.

—Desgraciadamente, se dieron cuenta demasiado tarde. Mi abuela se asustó muchísimo cuando se enteró de lo que había pasado. Fue entonces cuando me telegrafió a Budapest pidiéndome que volviera, pero no me quedé en Ischl, vine enseguida aquí para tratar de calmar un poco a Elsa.

—Debe de estar desesperada.

—Su tristeza es inmensa. Es como si hubiera dejado de vivir. No habla, se pasa horas sentada junto a la ventana de su habitación contemplando el lago, y cuando te mira…, parece que no te ve. Y eso que a mí me quería mucho…

Un súbito acceso de llanto dejó a Lisa sin voz. Aldo se dejó caer de rodillas delante de ella y asió sus dos manos entre las suyas. Hasta ese momento había pensado que, ocupándose de aquella mujer recluida, Lisa cumplía un deber con la eficacia que la caracterizaba, pero al descubrir que quería a aquella desdichada se sintió conmovido.

—Lisa, por favor, disponga de mí como le parezca conveniente. Dígame qué puedo hacer para ayudarla. Soy su amigo… y Adalbert también —añadió, no sin hacer cierto esfuerzo.

Ella clavó su oscura mirada, que las lágrimas hacían brillar, en la de Morosini, y por un instante éste creyó ver en ella una dulzura nueva, una emoción… que desapareció enseguida.

—Por desgracia, nada. Y levántese, por favor. No es una postura adecuada en una iglesia.

—¿Qué se hace en una iglesia sino rogar? Y yo, Lisa, le ruego que nos deje ayudarla. Si su amiga está en peligro, usted también lo está, y no soporto esa idea —aseguró mientras obedecía y volvía a ocupar su sitio en el banco.

—No. Por el momento no. La casa del lago es nuestra mejor salvaguarda. Todo lo que ustedes pueden hacer es irse y dejarnos. Adalbert y usted son demasiado… llamativos. Su presencia aquí sólo puede atraer la atención. ¡Váyanse, se lo suplico! A cambio, le prometo hacer lo imposible para convencer a Elsa de que se deshaga del águila.

—¿Quiere desembarazarse de mí? —preguntó Aldo con una amargura que la respuesta de ella no atenuó.

Fue un «sí» clarísimo, lleno de fuerza, y en vista de que él guardaba un silencio apesadumbrado, Lisa añadió:

—¡Compréndalo! Si surge algún problema, aquí podemos recurrir a todos…

—¿Quizá también a su encantador primo, que es su ferviente admirador? Lo que me extraña es que todavía no se haya presentado; tiene todo el aspecto de un perro de caza y olfatea su perfume a kilómetros de distancia.

—¿Fritz? Bah, es un buen chico, pero bastante pesado. No se preocupe, mi abuela lo ha quitado de en medio mandándolo a Viena a hacer unas compras urgentes… y muy complicadas. Él no sabe nada de la casa del lago.

Lisa se levantó. Aldo hizo lo mismo con la desagradable sensación de haberse vuelto de repente tan molesto como Fritz. Cuando ofrecía una ayuda sincera, no le hacía ninguna gracia que la rechazaran, pero al parecer eso a Lisa le daba igual.

—Entonces —dijo ella—, ¿se van?

—Si no hay más remedio… —masculló él, encogiéndose de hombros—. Pero no antes de un día o dos. Hemos proclamado que veníamos a pescar, a pintar y a admirar el paraje. Además, Adalbert y el profesor Schlumpf se han hecho uña y carne. No me siento capaz de separarlos demasiado de golpe.

—¡Pobre Adalbert! —exclamó Lisa, riendo—. Conozco al Herr Professor y sé que es incapaz de estar con alguien sin obsequiarlo con una conferencia. Aunque en ese aspecto nuestro amigo no tiene nada que envidiarle, porque en un corto viaje me contó vida y milagros de la XVIII dinastía faraónica.

La joven tendió una mano que Aldo se apresuró a estrechar y retener.

—¿No va a decirme dónde puedo localizarla en caso de que tenga algo que decirle?

—Muy sencillo: en casa de mi abuela, en Viena o en Ischl.

—¿Por qué no aquí? No va a dejar sola a Elsa de la noche a la mañana.

—En efecto, pero lo que intento conseguir es que me permita llevarla a Zúrich. Necesita asistencia médica, especialmente la ayuda de un psiquiatra.

—Su fidelidad a Suiza la honra —dijo Morosini con una pizca de insolencia—, pero le recuerdo que en Viena tiene a Sigmund Freud, maestro absoluto en la materia.

—Y tengo intención de recurrir a él… una vez que Elsa esté a salvo en nuestra mejor clínica. Lo difícil será llevarla. Yo creo que se siente dividida entre el terror que le ha causado el intento de secuestro y lo unida que se siente a una casa con la que está muy encariñada y donde ha soñado vivir con Rudiger. Y yo no puedo ni quiero forzarla. Ahora, deje que me vaya.

Él la soltó y se apartó.

—Váyase, pero sigo pensando que hace mal en rechazar una ayuda desinteresada.

—¿A quién quiere hacerle creer eso? —repuso ella en un tono repentinamente acerbo—. Me ha dicho que necesita conseguir el ópalo a cualquier precio.

Aldo se sintió palidecer.

—Piense lo que quiera —dijo, inclinándose con una fría cortesía—. Creía que me conocía mejor.

Inmediatamente se dirigió hacia la puerta sin volverse. No vio, pues, que Lisa seguía su alta y elegante silueta con una expresión de disgusto y, en la mirada, algo que parecía pesar. Él se sentía ofendido. La última frase de Lisa lo había irritado y decepcionado. A falta de cariño, esperaba, después de dos años de estrecha colaboración, tener derecho al menos a su aprecio, quizás a un poco de amistad, pero ella acababa de ponerlo en su sitio de comerciante, de relegarlo al mundo de los negocios, donde el dinero es el único motor. Era bastante lamentable.

En cuanto a Adalbert, se puso furioso cuando su amigo le hubo reproducido la conversación frase por frase. Su buen humor habitual, ya menoscabado por el hecho de que Aldo hubiera acudido solo a la cita, acabó de hacerse añicos.

—Ah, ¿con que ésas tenemos? —rugió, con su rebelde mechón más indómito que nunca—. ¿No quiere que la ayudemos? ¡Entonces dejemos a un lado la caballerosidad y los nobles sentimientos!

—¿Cómo pretendes hacerlo?

—De la forma más sencilla del mundo. La historia de Elsa es terriblemente triste. Podríamos escribir una novela, pero nosotros tenemos otras preocupaciones. Tenemos una misión que cumplir. ¿Sabemos dónde está el ópalo del Sumo Sacerdote?

—Sí, pero no se me ocurre cómo conseguirlo, y no confío mucho en la vaga promesa de Lisa. Si su protegida pierde la cabeza, no sé cómo va a poder convencerla de que nos venda su querido tesoro.

—No, pero quizá podríamos hacer que la señorita Kledermann nos prestara el águila de diamantes durante unos días.

—¿En qué estás pensando? ¿En hacerla copiar? Es prácticamente imposible, habría que encontrar unos diamantes del mismo tamaño y sobre todo de la misma calidad, un ópalo idéntico… y un maestro joyero. Y todo eso en unos días. ¿Estás loco?

—No tanto como crees. Dime en qué lugar de esta miserable tierra se encuentran los ópalos más bellos.

—En Australia y en Hungría.

—De Australia, olvídate. Pero Hungría no está tan lejos. Imagina, por ejemplo, que sales mañana por la mañana para Budapest. Siendo como eres un gran experto, conocerás allí a un joyero, un anticuario, un lapidario o Dios sabe qué capaz de proporcionarte una piedra parecida a la que buscamos.

—Sí…, pero…

—¡Nada de peros! Todas las piedras del pectoral tienen la misma forma y el mismo grosor, y supongo que tienes las medidas, al menos las del zafiro.

Aldo no contestó. Entreveía el plan de Vidal-Pellicorne y empezaba a reconocer que no era disparatado. Encontrar un ópalo grande, pagándolo bien, era perfectamente posible. De todas las piedras que faltaban, era la menos preciosa, y llegaban a encontrarse enormes, como la del Tesoro de la Hofburg.

—Supongamos que encuentro un ópalo blanco del mismo calibre, aunque Hungría es famosa sobre todo por sus ópalos negros, magníficos por cierto…, y que lo traigo. No serás tú quien desengaste el del águila para colocar el otro en su lugar.

Adalbert sonrió con descaro mientras miraba sus largos y finos dedos moviéndolos con visible placer.

—Pues sí —dijo—. Creo haberte dicho ya que, si bien los pies me juegan a veces malas pasadas, soy muy hábil con las manos. Si me traes también dos o tres instrumentos que te indicaré, soy capaz de llevar a cabo la operación con éxito.

—¿Ya lo has hecho alguna vez? —preguntó Morosini, estupefacto.

—Bueno…, una o dos. Ten esto presente, muchacho: cuando uno es arqueólogo, se ve abocado a practicar diferentes oficios, que van desde excavar hasta restaurar muebles, joyas, frescos…

Aldo estuvo a punto de añadir el de abrir cajas fuertes y otros trabajillos de ladrón, pero la sonrisa cándida de Adalbert habría desarmado a un magistrado o a un comisario de policía.

—Y mientras tanto, ¿tú qué harás?

—Continuaré aburriéndome soberanamente en compañía del amigo Schlumpf, al que adulo descaradamente pero que tiene en su casa un pequeño taller bastante bien equipado donde uno puede entrar como Pedro por su casa. Además —añadió en un tono más serio—, me las arreglaré para ver a Lisa y hacerla entrar en razón. Piense ella lo que piense, lo mejor que le podría pasar a esa infeliz es que la liberáramos de una piedra de la que no se puede decir que le haya dado suerte.

—A lo mejor este ópalo no es peor que los demás. En general no tienen muy buena fama.

—¡Y es el rey de los expertos quien dice semejante tontería! —suspiró Adalbert, alzando los ojos al cielo—. Todo porque, en una novela de Walter Scott, la protagonista no encuentra la paz hasta que arroja su ópalo al mar. Pero no olvides que en Oriente lo llaman «el ancla de la esperanza», que Plinio hablaba maravillas de esa piedra y que la reina Victoria adornó con ella a todas sus hijas en sus esponsales. Así que no me vengas con ésas. ¡Tú no, por favor!

—Tienes razón, no creo en esos cuentos. Y de acuerdo, tú ganas: tomaré el barco de la mañana e iré a Budapest a ver a Elmer de Nagy. De todas formas, no podemos elegir armas y es la única esperanza que nos queda. Pero te deseo mucha suerte con la señorita Kledermann; si te atreves tan sólo a hablarle del águila, te saltará al cuello.

Adalbert advirtió de pasada que Lisa había vuelto a convertirse en la señorita Kledermann y sacó de ese hecho toda clase de conclusiones, pero se guardó mucho de expresar sus pensamientos. Sobre todo porque la idea de mantener una conversación, aunque fuera tumultuosa, con una chica que le parecía exquisita no le desagradaba en absoluto.

—Me arriesgaré —dijo con suavidad—. Ahora vamos a arreglarnos un poco antes de bajar a cenar. Maria me ha prometido Strudel de manzana, pasas y crema, después de un civet de liebre con gelatina de arándanos.

—¡Qué glotón! —gruñó Morosini—. Cuando vuelva, estarás el doble de gordo y yo me alegraré.

Aunque la idea de Adalbert le parecía buena, detestaba tener que alejarse de Hallstatt. Su sexto sentido, el del peligro inminente, le susurraba que hacía mal en irse, que iba a suceder algo irreparable, quizá porque tenía muchas ganas de sentirse necesario. ¡Pura vanidad, indudablemente! Protegidas por el imponente Mathias, Marietta y todo el pueblo, Lisa y Elsa no debían temer gran cosa.

Sin embargo, después de la cena —excelente y a la que hizo todos los honores—, mientras pasaba el rato fumando en el balcón de su cuarto y escuchando el chapaleteo del agua del lago, la angustia que sentía iba en aumento. Desde donde estaba, la casa de las dos mujeres resultaba completamente invisible, incluso con el cielo despejado, y esa noche se elevaba una bruma a través de la cual era imposible distinguir ninguna luz en la orilla de enfrente.

De pronto oyó dos disparos lejanos que le parecieron perdidos en la montaña, de modo que no concedió mayor importancia al hecho; en aquella región de caza, en la que incluso había cazadores furtivos, aquello no era un acontecimiento. Pero casi inmediatamente su mente le sugirió que cazar en un día de niebla no era muy prudente.

Pensando que, después de todo, no era asunto suyo, encendió un último cigarrillo antes de ir a preparar la maleta para no perder el barco de la mañana y se deleitó fumándoselo. Acababa de arrojarlo al agua para apagarlo cuando unos gritos penetrantes se oyeron al final del pueblo, unos gritos que se acercaban, arrastrando tras de sí un murmullo que anunciaba que la gente estaba despertándose. Seguro ya de que pasaba algo anormal, Morosini salió de su habitación corriendo, se dio de bruces con Adalbert y juntos bajaron corriendo la escalera. El escándalo aumentó hasta estallar en la sala del albergue donde Georg estaba colocando las jarras de cerveza.

Los gritos de agonía los profería una mujer muerta de miedo, pero al llegar delante de la barra pareció quedarse de golpe sin fuerzas y cayó al suelo sin conocimiento. Inmediatamente, Brauner se arrodilló junto a ella, seguido por su mujer. La gente se agolpaba en la puerta. El pueblo entero estaba ya en pie y acudía corriendo, con el burgomaestre a la cabeza.

Mientras Maria propinaba unas bofetadas en las mejillas blancas de la mujer desvanecida, Georg le preparó un vaso de schnaps y se lo hizo beber. El doble tratamiento produjo un resultado satisfactorio: al cabo de unos segundos, la mujer abrió los ojos y sufrió un acceso de tos convulsiva que acabó en llanto. Brauner, poco dado a la paciencia, se puso a zarandearla:

—¡Vamos, Ulrique, basta! Dinos qué pasa. Llegas como un tornado, te desmayas y después te pones a llorar sin decir nada.

—La… la casa Schober… No dormía y oí disparos. Entonces me levanté, me vestí y… y fui a ver qué pasaba. La luz estaba encendida y la puerta abierta… Entré… y… y vi… ¡Es horrible!… Hay… ¡Hay tres muertos!

La mujer se puso a llorar de nuevo desconsoladamente. Un terrible presentimiento hizo a Morosini preguntar:

—¿Cuál es la casa Schober?

—Es una casa que me pertenece y que tengo alquilada —respondió el burgomaestre—. Hay que ir a ver qué ha pasado.

Antes de que acabara la frase, Morosini y Vidal-Pellicorne ya habían salido precipitadamente del albergue, abriéndose paso a empujones a través de la pequeña multitud que se había congregado en la entrada, y corrían todo lo que les permitía el trazado caprichoso del camino, aunque, por supuesto, no eran los únicos que querían averiguar lo que había ocurrido. De modo que, cuando llegaron a la casa del lago, encontraron a una docena de personas reunidas junto a la puerta abierta de par en par. Todos parecían aterrorizados y a Aldo, invadido por una terrible angustia, le dio un vuelco el corazón.

—¡Lisa! —gritó, echando a correr hacia el interior.

—¡No entre! —dijo un leñador, cerrándole el paso—. Está lleno de sangre. Hay que esperar a las autoridades.

—¡Quiero saber si todavía hay alguna posibilidad de salvarla! —gritó, dispuesto a pelearse—. ¡Déjeme pasar!

—¡Y yo le digo que es mejor que no!

Sin intercambiar ni una palabra, Aldo y Adalbert agarraron al hombre cada uno de un brazo y lo apartaron a un lado como si no pesara nada. A continuación entraron.

El espectáculo que descubrieron era espantoso. En la gran estancia a la que se accedía desde la pequeña entrada que Aldo ya conocía, Mathias, con el cráneo partido de un hachazo, yacía sobre un charco de sangre. Su mujer, Marietta, estaba tendida un poco más lejos con una bala en el corazón. Morosini, horrorizado, recordó los disparos que había oído hacía un rato: habían sido dos.

—¡Lisa! ¿Dónde está Lisa? ¡La mujer ha hablado de tres muertos!

—Debe de tener muy buena vista.

La habitación, que era una especie de gran salón, parecía que hubiera sufrido la acción de un huracán. Los asesinos lo habían registrado todo, habían derribado muebles, tirado al suelo libros, objetos decorativos, tapices… Finalmente, Aldo encontró a la joven; la había alcanzado una bala y yacía en la escalera de madera por la que se subía al piso superior. Con un suspiro de alivio, constató que estaba viva.

—¡Alabado sea Dios! ¡Respira!

La cogió en brazos, buscó dónde tumbarla y por fin descubrió una chaise longue medio escondida bajo cajones y restos. Adalbert también la había visto y la despejó rápidamente.

—Voy a ver si encuentro arriba algo con lo que hacer una cura de urgencia —dijo éste precipitándose hacia la escalera—. Sangra mucho.

—Haría falta un médico… —gimió Morosini, cuya mirada buscaba ayuda y encontró la del burgomaestre.

—El médico va a venir —dijo—. He mandado a buscarlo. Pero ¿por qué no han dicho que conocían a la señorita Kledermann? Todos somos amigos de la condesa Von Adlerstein, su abuela, cuya familia es originaria de aquí.

—Todavía ayer no sabía que estaba aquí, y si no me la hubiera encontrado… esta tarde por casualidad, seguiría sin saberlo.

—¿Temía ella algún peligro?

—No, que yo sepa.

Con su magnífico bigote de un rojo blanquecino y su rostro grueso, sonrosado y bonachón, el burgomaestre parecía un buen hombre, pero aun así Aldo consideró prudente no decir nada más y tomó la iniciativa de hacer las preguntas, la mejor manera de evitar que se las hicieran a él.

—¿Tiene alguna idea de quién ha podido cometer semejante crimen? Toda esta sangre…, esta matanza…

—No. ¡Pobre Mathias y pobre Marietta! ¡Eran tan buenas personas! Eran unos refugiados húngaros a los que la condesa buscó un lugar donde vivir. Pero lo que me intriga es que vivían aquí con su hija…, una pobre desequilibrada que no salía nunca y se tomaba por una princesa, y sólo hay tres cuerpos…

—¿Quiere decir que ha desaparecido? A lo mejor está escondida. Cuando los asesinos han irrumpido, ha debido de asustarse mucho.

—En cualquier caso, arriba no hay nadie —dijo Adalbert, que volvía con alcohol, algodón hidrófilo y vendas—. Si hubiera alguien, lo habría visto.

Ni él ni Aldo tuvieron tiempo de administrar a Lisa los primeros auxilios porque llegó el médico. Con su atuendo montañés, presentaba bastante parecido con Guillermo Tell. En un abrir y cerrar de ojos, examinó la herida, efectuó un vendaje rápido pero eficaz para detener la hemorragia y declaró que había que trasladar a Lisa a su casa para poder extraerle la bala.

—¿A su casa? —preguntó Morosini, inquieto—. ¿Tiene usted una clínica?

El médico le dirigió una mirada implacable.

—Si digo que la llevemos a mi casa, es porque tengo lo necesario para operar. Me ocupo de todo un distrito de montañas y de los obreros de las minas. Los accidentes son frecuentes. Bien, vamos a intentar reanimarla.

—¿Cómo es que sigue inconsciente? —preguntó Adalbert, alarmado también porque el desvanecimiento se prolongaba—. Es una chica fuerte, deportista…

—Pero tiene detrás de la cabeza un chichón del tamaño de un huevo. Ha debido de golpearse al caer en la escalera.

Unos instantes después, Lisa regresó al universo consciente. Abrió desmesuradamente los ojos al tiempo que gemía:

—¡Elsa!… Han… secuestrado a Elsa.