Cuando bajaron a cenar, Aldo y Adalbert encontraron en la recepción una carta de su nuevo amigo: tía Vivi acababa de enviarle el coche para que fuese a verla urgentemente; debía presentarse a su mesa convenientemente vestido.
«Estoy muy triste —concluía el joven—. Yo hacer tantos progresos con la francés con ustedes… Yo esperar vernos muy pronto…»
—¡Vaya! No ha perdido ni un minuto en recuperarlo —comentó Aldo.
—¿Tú crees que es porque le has dicho que me había llevado a Hallstatt?
—Pondría la mano en el fuego a que sí. Estamos en el buen camino, Adal. Mañana nos instalamos allí y abrimos bien los ojos y los oídos. Pero, si te parece, dejaremos tu artefacto rojo aquí y tomaremos el tren. Llama demasiado la atención.
Como Adalbert se mostró de acuerdo, Morosini informó en la recepción de su intención de ausentarse del hotel unos días y dejar el automóvil del señor Vidal-Pellicorne. Luego, en un tono casi distraído, preguntó:
—Por cierto, ¿podría decirme quién ha comprado la villa del conde Auffenberg, situada poco después de pasar el puente? Fui antes con la esperanza de saludarlo y la encontré cerrada. Una mujer me dijo que había cambiado de propietario, pero no pudo informarme sobre la identidad del nuevo.
Inmediatamente, el recepcionista puso cara de circunstancias, desconsolado por tener que comunicar a Su Excelencia el fallecimiento del conde Auffenberg, acaecido hacía unos meses.
—La villa fue vendida unas semanas más tarde a la baronesa Hulenberg, pero no estoy seguro de que ya haya tomado posesión del lugar.
—No tiene importancia; no la conozco. Pero le agradezco la información.
—Empiezo a echar de menos a Fritz —dijo Vidal-Pellicorne mientras los dos tomaban una copa en el bar—. A lo mejor él podría habernos contado alguna cosa sobre Alejandro y la baronesa, porque es prácticamente seguro que se conocen. Desde luego, no fue al guarda o al jardinero a quien ese honorable miembro del gobierno fue a ver después de medianoche.
—Quizá no habrías sacado nada en claro. Me pregunto si ese chico es tan tonto como parece.
—Eso, el futuro nos lo dirá.
La tarde avanzaba cuando el tren montañés que unía Ischl a Aussee y Stainach-Irdning se detuvo en el apeadero de Hallstatt, donde dejó a media docena de viajeros, entre ellos Morosini y Vidal-Pellicorne, para que tomasen el barco que los llevaría a la otra orilla del lago. Iban cargados con abundante material destinado a la pesca, a las excursiones por la montaña e incluso a la pintura. Esta última adquisición, realizada por la mañana, se debía a la iniciativa de Aldo. Tenía buena mano para el dibujo, y se había dado cuenta de que la acuarela o el carboncillo constituían una excelente coartada para alguien que deseaba permanecer largo rato en un sitio determinado a fin de observar los detalles.
Habían incluido en sus compras sólidas botas de montaña, prendas de loden y gruesos calcetines, aunque sin caer en los calzones de piel con tirantes y lazos, típicos de la región. Adalbert, sin embargo, no se había resistido a adquirir una amplia capa y un sombrero verde con penacho que, según Aldo, le daban el aspecto de un archiduque juerguista.
—Lástima que no hayas tenido tiempo de dejarte crecer el bigote. La ilusión habría sido completa.
Un empleado de la pequeña estación los ayudó a llevar las maletas hasta el vapor que estaba esperando. Liberado de esa preocupación, Aldo se acodó en la borda para admirar el paisaje a la vez grandioso y severo. El Hallstättersee, de ocho kilómetros de largo y dos de ancho, se adentraba entre altas paredes oscuras para ir a bañar las estribaciones escarpadas del Dachstein, el macizo más elevado de la Alta Austria, cuyas cimas estaban siempre nevadas. Aquel atardecer, después de todo un día en que el sol apenas había salido, el lugar, con los negros lienzos de montaña cortados a pico sobre las aguas lívidas, resultaba imponente pero siniestro. Al fondo, al otro lado, se extendía un pueblo a lo largo del río, agarrado a las pendientes rocosas e inhóspitas cuya aridez contrastaba con el manto de bosques casi negros que había abajo.
A medida que el barco se acercaba a Hallstatt, que ya se podía ver reproducido al revés en el espejo del lago, el pueblo, que de lejos parecía pegado a las pendientes de rocas y de abetos, se alzaba como un altorrelieve cuyos puntos sobresalientes eran los campanarios de sus dos iglesias amistosamente rivales: el alargado y puntiagudo del templo protestante situado al nivel del agua, y la torre achaparrada pero rematada por una especie de pequeña pagoda del viejo santuario católico, un poco más elevado. Alrededor, apiñadas como gallinas en un gallinero, venerables y bonitas casas cuyos anchos frontones de madera oscura coronaban fachadas con balcones apoyadas sobre basamentos de piedra. Para colmo del pintoresquismo, las blancas aguas de una cascada, el Mülhbach, caían en medio del pueblo.
Aldo, fascinado, recordó lo que había dicho Adalbert la noche anterior: «Un pueblo extraordinario, magnífico, fuera del tiempo…» Era exactamente eso. Tenías la impresión de penetrar en el corazón de un cuento fantástico. ¿Dónde se esconderían los «amigos» del viejo Josef?
Una de las casas, la más alejada, atrajo de manera especial la atención de Morosini porque sus murallas de otra época parecían surgir del agua oscura y mostraban los restos de un sistema de defensa. Le habría gustado examinarla más de cerca, pero los únicos prismáticos que tenían se encontraban momentáneamente pegados a los ojos de Adalbert.
Cuando por fin desembarcaron, vio que, aparte de una plazoleta donde se alzaba la iglesia protestante, parecía no existir ninguna calle en esa extraña aglomeración. Las casas, construidas unas sobre otras en pequeñas terrazas naturales o artificiales, se comunicaban entre sí mediante escaleras, pasos abovedados y arcadas. El lugar no podía sino seducir a pintores y amantes del romanticismo, pues había por lo menos tres albergues.
Adalbert escogió el que se llamaba Seeauer. Como ya lo habían visto el día anterior y volvía con otro cliente, le dispensaron un excelente recibimiento y le dieron las dos mejores habitaciones de la casa, ambas con un balcón que permitía admirar el lago en todo su esplendor. Sin embargo, Georg Brauner y su mujer Maria pidieron disculpas por anticipado a los recién llegados; al día siguiente habría una boda y era muy probable que no pudieran dormir. Lo mejor sería quizá que aceptaran participar en la celebración.
—¡Qué buena idea! —dijo Aldo—. Seguro que será más entretenida que la última a la que asistimos —añadió, pensando en la boda fastuosa pero demencial del pobre Eric Ferráis con Anielka Solmanska.
—Sí, podremos divertirnos sin ninguna reserva —confirmó Adalbert—. Pero para empezar el día iremos a pescar al lago —añadió, sonriendo a Maria—. ¿Conoce usted a alguien que pueda alquilarnos una barca?
—Claro, a Georg —respondió la mujer—. Tenemos varias y pondrá una a su disposición. ¿La necesitarán mañana por la mañana?
—Sí, tranquila. Esta noche lo que necesitamos es sobre todo una buena cena y una buena cama.
Deshicieron las maletas y después se encontraron en la gran sala, ya abundantemente decorada con guirnaldas de abeto y flores de papel. Sentados en unos bancos que iban de un extremo a otro de una mesa suficientemente grande para seis personas, atacaron los platos de croquetas y de carne curada que les sirvieron regados con un vino blanco, muy seco, contenido en una jarra panzuda decorada con motivos sencillos.
—Oye —dijo Morosini tras dar unos bocados—, ¿a santo de qué quieres ir a pescar en cuanto amanezca, o casi? ¿Acaso has olvidado que eres arqueólogo?
—La civilización de Hallstatt me ha esperado milenios, así que podrá seguir esperando un poco más. En cambio, estoy impaciente por ir a ver más de cerca una torre feudal, o algo parecido, que vi cuando llegábamos. Por el lago debe de ser bastante fácil.
A la mañana siguiente, después de pasar una buena noche en las cómodas camas campesinas de Maria, que olían a limpio, tomaron posesión de una barca de fondo plano que eligieron porque de todas las que les ofrecían era la única provista de remos; las otras se propulsaban con pagaya, un utensilio que ni el uno ni el otro sabían manejar. Mientras Adalbert preparaba las cañas de pescar, Aldo se puso a remar aguas adentro siguiendo los consejos de Georg, que los había mirado partir antes de volver a sus ocupaciones. Era un buen momento, ya que el pueblo estaba muy atareado con los preparativos de la fiesta. Además, hacía fresco pero el tiempo era apacible y el cielo estaba despejado. La barquita se deslizaba sin esfuerzo sobre el agua, de un bonito verde oscuro, lisa como un espejo.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos para confiar en no ser ya observados, el remero se dirigió hacia el punto que le indicaba Vidal-Pellicorne con ayuda de los prismáticos y muy pronto estuvieron bastante cerca de lo que había sido una pequeña fortaleza pero ya no era más que una ruina invadida de vegetación tras la cual no se veía gran cosa. Ni siquiera un hilo de humo que revelara la presencia de personas con necesidad de calentarse y alimentarse. Tan sólo una estrecha torre descabezada y un lienzo de pared que descendía en vertical hasta el agua podían albergar una vivienda interior, pero parecía francamente inverosímil.
—Me gustaría saber cómo se llama esta antigua obra de arte —dijo Adalbert—. Quizás es el antiguo feudo de la condesa.
—¿Hochadlerstein? Imposible. Está a ras del agua, o sea, demasiado abajo para llamarse Hoch. Por lo que he visto, en los alrededores hay varias nobles ruinas encaramadas en las alturas. Debe de ser una de ésas. Podemos intentar desembarcar.
—Me parece un poco difícil acercarse a la orilla, a no ser que quieras zambullirte en el lago. Iremos en otro momento por tierra, para ver si se puede visitar… a una hora discreta. Ahora podemos quedarnos por los alrededores para pescar. Eso nos permitirá observar si hay algún movimiento.
—¿De verdad esperas atrapar algo? —preguntó Morosini al ver a su amigo manejar una larga caña—. Más vale que te lo diga cuanto antes: soy una nulidad pescando.
—Sigue mis consejos y haz como si fueras un experto. ¡Nunca se sabe!
Para su sorpresa, Aldo consiguió pescar tres truchas a lo largo de un día que temía que resultase muy pesado. En cambio, fue un agradable momento de tranquilidad y relajación, acunado por el alegre carillón de la iglesia anunciando a los alrededores la formación de una joven pareja, e interrumpido por el copioso picnic que Maria había preparado para los pescadores. Tan sólo la observación incesante del viejo castillo resultó decepcionante; si el edificio no estaba abandonado, lo parecía. Iban a tener que buscar por otro lado.
Cuando regresaron, en el albergue reinaba un ambiente de lo más animado. Había largas mesas cubiertas de vajilla floreada, jarras de gres en las que la cerveza espumeaba y también copas de un bonito verde claro para el vino. Los trajes de los invitados, los de los días de fiesta, eran magníficos: los hombres, calzones de piel y chalecos bordados; las mujeres, múltiples enaguas bajo las amplias faldas y camisolas con mangas abullonadas, bordadas con hilo de oro. Todos estaban felices de encontrarse allí, riendo, cantando y gastando bromas a los jóvenes esposos. Éstos, por cierto, eran encantadores: ella, colorada a causa de la confusión; él, más colorado todavía por haber hecho los honores a la cocina de Maria y a la bodega de Georg. Instalados ya sobre un estrado, dos acordeonistas acompañaban los coros en espera de que empezase el baile. Aldo y Adalbert entraron en la cocina, donde trajinaban Maria y sus sirvientes. Los pescados que llevaban les valieron calurosas felicitaciones.
—Vengan —dijo Maria—, voy a presentarles a los recién casados.
—Déjenos cambiarnos primero —protestó Aldo.
Iban a retirarse cuando ella los llamó.
—Ya se me olvidaba… El Herr Professor Schlumpf desea verlos para hablar de las excavaciones. Vive aquí y desde siempre se ha ocupado de ellas. Me he permitido decirle que venga esta noche.
—Ha hecho bien —dijo Adalbert, pensando todo lo contrario—. Va a ser divertido —le comentó a Morosini mientras subían a sus habitaciones— hablar de arqueología sobre fondo de acordeón, canciones tirolesas y gritos de borrachos.
—¿Dominas ese período?
—¿La primera edad del hierro? Tengo algunas nociones, pero no es mi especialidad, ya lo sabes.
—Entonces, alégrate. Si dices tonterías, la orquesta y el alboroto de la gente cubrirán tus palabras.
—¡Yo no digo nunca tonterías! —repuso Adalbert, ofendido—. Bueno, quizá tengas razón —añadió después—. Después de todo, puede venirnos bien.
El profesor Werner Schlumpf, de la Universidad de Viena, era el vivo retrato de la imagen que el común de los mortales se forma de sus semejantes: un hombrecillo nervioso, con bigote, perilla y lentes, cuyos cabellos canosos comenzaban a abandonar su frente en beneficio de su nuca. El único rasgo destacable de su cara era una cicatriz que le deformaba la ceja izquierda, pero sus maneras y su educación eran perfectas.
Tras haber intercambiado con su colega un saludo protocolario, aceptó tomar asiento en torno a la mesa donde los dos amigos estaban tomando café y fumando sendos puros. Le ofrecieron uno al mismo tiempo que Georg en persona se apresuraba a servirle un schnaps. El recién llegado tomó un buen trago con los ojos clavados en Morosini, que parecía interesarle sobremanera desde que se había enterado de que era príncipe.
—Supongo que usted no es arqueólogo. La alta aristocracia, en general, no ejerce ningún oficio.
—Desengáñese. Soy anticuario, especializado en joyas antiguas.
—Ah, empiezo a entender, pero me temo que su estancia aquí le decepcione: todos los objetos preciosos encontrados en el millar de sepulturas prerromanas descubierto desde 1846 en los alrededores de las minas de sal, en la montaña, están ahora en el Museo de Historia Natural de Viena. Algunas se han quedado aquí, en nuestro pequeño museo local, pero no son las más importantes. De todas formas, no va a encontrar nada que se pueda comprar.
—No es ésa mi intención —dijo Morosini con su encantadora sonrisa—. Sólo me interesan las piedras preciosas y he venido simplemente para acompañar a mi amigo Vidal-Pellicorne.
De pronto, el profesor pareció ofendido:
—Haría mal en despreciar las joyas de nuestro período. Están hechas con el oro más fino y algunas son de una gran belleza. Se trata de una civilización avanzada. La tribu establecida aquí no era celta, tal como se supuso al principio, sino iliria. Con toda probabilidad pertenecía al pueblo de los sigynnes del que habla Herodoto y que se instalaba en los cruces de las grandes vías de tránsito para comerciar en hierro, sal y ámbar. Le aconsejo que suba hasta la torre de Rodolfo para ver la necrópolis, cuyas tumbas más antiguas acreditan que originalmente se practicaba el rito de la incineración.
Manifiestamente feliz de haber dado con un neófito, el erudito, haciendo caso omiso de su colega francés, pronunció una verdadera conferencia en la que Adalbert fue incapaz de introducir una sola palabra a pesar de sus meritorios esfuerzos. Aldo, divertido, seguía el juego escuchando al viejo sabio con una atención halagadora cuando, de pronto, su mirada se desvió: un hombre cuya gran estatura y corpulencia anunciaban una fuerza increíble acababa de entrar y se acercaba a Georg Brauner, ocupado en secar vasos tras la barra.
Pese a la diferencia de vestimenta, la memoria fotográfica de Morosini le devolvió inmediatamente la imagen anterior que había tenido de ese personaje: en un palco de la Ópera, escoltando a la misteriosa dama de la máscara de encaje negro. En esta ocasión, llevaba una especie de librea de estilo húngaro, con alamares negros y sutás de plata, pero la cara era la misma. Sin embargo, la voz descontenta de Schlumpf lo devolvió al momento presente:
—¿No me escucha, príncipe?
—Sí, sí, perdone. ¿Decía…?
¡Cielo santo, qué difícil era mantener la mirada sobre ese viejo parlanchín! Afortunadamente, Adalbert se dio cuenta de que ocurría algo insólito y acudió en su ayuda.
—Si me lo permite, Herr Professor, le confesaré que los ritos funerarios de Hallstatt siempre me han dejado un poco perplejo. Se ha comprobado que, a lo largo del tiempo, los guerreros pasaron de la incineración a la inhumación.
—La influencia celta, con toda seguridad.
—¿Por qué, entonces, se han encontrado en algunas tumbas fragmentos de esqueletos calcinados?
Adalbert había conseguido atraer por completo la atención de Schlumpf y Aldo pudo proseguir su observación. En la barra, el hombre bebía una cerveza charlando con Georg, pero acabó enseguida. Una vaga sonrisa, un breve saludo, y el desconocido giró sobre sus talones para marcharse.
—Perdónenme un momento —dijo Aldo a los otros dos. Ninguna fuerza humana le habría impedido seguir a aquel hombre.
Aunque tuvo que abrirse paso entre un grupo bastante turbulento, llegó a la plazoleta donde estaba situado el Secauer justo a tiempo para ver a su presa tomar a la derecha una callejuela en la que se adentró a ciegas. Era noche cerrada, en efecto, y Aldo necesitó un poco de tiempo para que sus ojos, acostumbrados a las luces del albergue, se adaptaran a la oscuridad. Cuando llegó al final del pasadizo, se topó con una escalera y aguzó el oído para tratar de distinguir si el desconocido había subido o bajado, pero no oyó ningún ruido de pasos. El hombre se desplazaba con el sigilo de un gato. De mala gana, tuvo que resignarse a abandonar.
De vuelta en el albergue, Morosini buscó a Brauner infructuosamente; parecía haberse volatilizado. Al preguntarle a Maria cuando pasó junto a él con una bandeja cargada de jarras espumeantes, ésta le contestó que su esposo estaba en la bodega abriendo un tonel. Suspirando, se reunió con sus compañeros, que seguían hablando de los ritos funerarios de Hallstatt, lo que no impidió al profesor preguntarle con bastante indiscreción dónde diablos se había metido.
—En mi habitación —respondió él—. He ido a tomarme una aspirina porque empiezo a tener migraña. Seguramente es por todo este ruido, y quizá también por la cerveza.
—Nuestra cerveza nunca ha hecho daño a nadie, y por otro lado le habría sentado mucho mejor salir a tomar el aire. Es el remedio más eficaz en nuestras montañas, donde podemos curar todas las enfermedades. Son el paraíso de la salud, y los que viven como ustedes en ciudades humosas harían bien en venir más a menudo. Hace siglos que se han demostrado sus beneficios.
Morosini abrió la boca para protestar, pues llamar ciudad humosa a su querida Venecia, posada sobre el agua como una rosa abierta, le parecía denigrarla injustamente, pero la cerró, desanimado, sin haber emitido un solo sonido. El viejo parlanchín se había lanzado a pronunciar otro discurso acerca del schnaps, que con ganas o sin ellas hubo que tomar. Transcurrió casi una hora más antes de que el profesor Schlumpf, sacando del bolsillo del chaleco un enorme reloj de plata, constatara que había llegado el momento de que se fuera a descansar un poco.
No lo hizo, sin embargo, sin haber acordado una cita con sus «distinguidos colegas» —con los vasos de aguardiente que se había tomado, ya no distinguía entre el anticuario y el arqueólogo— para acompañarlos al yacimiento al día siguiente.
—Un plan muy prometedor —gruñó Morosini mientras se retiraban a sus habitaciones sin demasiadas esperanzas de dormir, teniendo en cuenta que se hallaban instalados sobre una bacanal desenfrenada.
—Olvídate de eso y cuéntame qué te ha pasado antes para que salieras corriendo como una liebre —dijo Adalbert.
—¿No te has fijado en un tipo enorme, con aspecto de jefe mongol jubilado, que ha venido a tomar una copa en compañía de nuestro posadero?
—Sí, hasta me ha parecido entender que salías tras él.
—Mis razones tenía. Es el hombre que vi en la Ópera de Viena, no diré en compañía sino a las órdenes de la famosa Elsa. Es evidente que estaba allí para velar por ella.
—¿Y qué? ¿Has descubierto adónde iba?
—¡Qué va! Me ha despistado al doblar la primera esquina. Estaba oscurísimo, y este condenado pueblo está construido de una manera delirante. Todo son escaleras, pasajes, callejones sin salida, y cuando no lo conoces…
—¿Y tu presa se dirigía hacia el castillo de esta tarde?
—No, de eso estoy seguro. Se fue hacia la derecha al salir del hotel.
—Pues entonces, sólo nos falta hacer unas cuantas hábiles preguntas al bueno de Georg.
—¡Si es que lo encontramos! Cuando he vuelto, su mujer me ha dicho que estaba en la bodega abriendo un tonel. Y al parecer sigue allí, porque yo no he vuelto a verlo.
—¿Y Maria?
—No estaba cuando ha venido el hombre. No ha debido de verlo, y en esas condiciones resulta un poco difícil interrogarla.
—No te preocupes más de lo necesario. Lo dejaremos para mañana y en paz. Intenta dormir. Con algodón en las orejas y una almohada encima de la cabeza, a lo mejor lo conseguimos.
Lo consiguieron, pero hacia las tres de la madrugada, cuando los asistentes a la boda empezaron a cansarse. Cuando Adalbert y Aldo bajaron a desayunar en torno a las nueve, Maria les informó de que su esposo había tomado el barco de la mañana para ir a Bad Ischl. En cuanto al personaje que intrigaba tanto a sus clientes, ella ni siquiera lo había visto y no tenía ni idea de sobre quién le hablaban. Dicho esto, desapareció entre un revuelo de enaguas almidonadas para ir a buscar cruasanes recién hechos.
Adalbert frunció el entrecejo con expresión desaprobadora.
—¿No tienes la impresión de que nos enfrentamos a una conspiración del silencio?
Morosini se limitó a encogerse de hombros sin responder, para declarar a continuación que por nada del mundo estaba dispuesto a aburrirse soberanamente en compañía del profesor Schlumpf.
—Con que vaya uno de los dos, será suficiente. Yo iré a estudiar con todo detalle los complicados meandros de este pueblo. Tal vez la suerte me sonría.
Provisto de un cuaderno de dibujo y una caja de carboncillos, dejó el pequeño muelle salpicado de terrazas y de cenadores instalados a ras del agua para acceder a la larga y única calle, pintoresca a rabiar, que formaba una cornisa sobre el lago, bordeada de escaleras de madera que se adentraban por agujeros oscuros bajo las viejas casas de tejados festoneados.
Ninguna carretera llevaba a Hallstatt. La que se extendía junto a la orilla occidental del lago en su lado norte giraba bruscamente al sur de Steg para subir a Gosau.
Lentamente, como un artista que busca el paraje adecuado, Aldo recorrió el pueblo que el otoño había dejado sin flores, aunque animosos geranios todavía resistían en algunas ventanas. No se oía zumbido de abejas alrededor de los alerces, pero en casi todas las casas las mujeres estaban atareadas haciendo una limpieza general que incluía ventilar camas, cortinas y mantas antes de que cayeran las primeras nieves. No dedicaban al paseante más que una mirada distraída, acostumbradas sin duda a la presencia de extraños, tan sólo un poco sorprendidas quizá de que éste hubiera elegido el mes más triste en lugar de la primavera, que haría florecer las miosotis, las anémonas y los ranúnculos en los caminos de herradura.
Tras haber permanecido largo rato en la terraza que sostenía la Pfarkirche, la iglesia parroquial, observando los tejados que se extendían ante sus ojos, Aldo pensó que si el hombre se había esfumado tan fácilmente quizá fuera porque había entrado en una casa cercana al hotel.
Sin embargo, su instinto le decía que eso era poco probable. La dama de la máscara de encaje vivía escondida, y ¿cómo se podía permanecer oculto en el corazón de un pueblo cuyas edificaciones estaban tan apiñadas? Así pues, bajó hacia la única calle para dirigirse al extremo norte de Hallstatt.
Al llegar encontró una roca desde la que podía observar las últimas viviendas y se instaló allí. Una casa atrajo su atención. Desde donde él estaba, parecía surgir de las aguas oscuras. Su ancho tejado coronado por un pináculo le daba el aspecto de una gran gallina que protegiera con las alas desplegadas unos huevos morenos. En el pequeño jardín, una mujer vestida con el Dirndl[9] aprovechaba la momentánea sequedad del tiempo para tender sábanas y fundas de almohada adornadas con anchas tiras de encaje, es decir, demasiado lujosas para una campesina, por muy rica que fuera. Eran, sin lugar a dudas, de una «dama», y Aldo supo inmediatamente que había encontrado lo que buscaba.
Finalmente, temió llamar la atención, recogió sus cosas y emprendió el camino de vuelta no sin haber tomado algunos puntos de referencia, empezando por la pequeña valla de madera oscura junto a la cual flotaba una larga barca.
Al entrar en el hotel vio a Georg Brauner haciendo cuentas de pie ante un pupitre a la antigua usanza y se dirigió hacia él frotándose las manos.
—El viento es bastante fresco esta mañana —dijo de buen humor—. He hecho algunos bosquejos y se me han quedado los dedos entumecidos. ¿Qué le parece si tomamos algo antes de comer?
Por encima del bigote pelirrojo, Georg alzó hacia su cliente una mirada de fastidio.
—Me gustaría mucho, Excelencia, pero debo terminar estas cuentas lo antes posible. No obstante, haré que le sirvan lo que quiera junto a la estufa. Acabamos de encenderla.
—Gracias, pero en tal caso esperaré a que vuelva mi amigo; no me gusta beber solo. Confío en que no tarde.
—Como quiera —dijo el posadero antes de volver a concentrarse en sus papeles.
Decididamente, no era hablador. Sin embargo, resultaba sorprendente, pues, a su llegada, los Brauner se habían mostrado bastante locuaces. Para pasar el rato, Morosini fue con su material bajo el brazo hasta la cocina, donde Maria, ayudada por una anciana y una muchacha, estaba pasando el rodillo por la masa de Knödeln rodeada de un olor de pan caliente y de chocolate. La mujer recibió al visitante inesperado con una amplia sonrisa.
—¿Desea algo, príncipe?
—Nada en absoluto, Frau Brauner, pero llegan hasta la calle olores tan apetitosos que no he podido resistir la tentación de venir a ver qué está haciendo. ¿Me perdona?
—Por descontado, puesto que es mi repostería lo que le atrae. Acabo de preparar un Gugelhupf y una crema de chocolate para el postre. ¿Ha dado un buen paseo?
—Muy bueno. Este pueblo es una maravilla. Tiene un encanto…
—¿Verdad que sí? Es una pena que lo vea fuera de temporada. Hace frío y humedad, y vamos a tener que olvidar el sol hasta la primavera. Entonces es cuando debería venir.
—Cada uno viene cuando puede. Tengo mucho trabajo, y además, era una ocasión de pasar unos días en compañía de un viejo amigo. De todas formas, el tiempo no me molesta, siempre y cuando no le quite su carácter a un lugar. Me gusta dibujar casas y por aquí tienen muchas muy bonitas, empezando por la suya. Mire, he hecho un boceto —añadió, abriendo su cuaderno de dibujo, que la mujer miró sonriendo.
—¡Vaya, tiene usted talento!
—Gracias. Esta otra también es muy bonita.
Había vuelto la página para mostrar la casa de la desconocida. María echó un vistazo y entonces su sonrisa desapareció.
—Me gusta mucho —prosiguió Morosini, cuyos ojos azul acero observaban a la posadera—. Si el tiempo me permite plantar el caballete, pintaré un cuadro. Ese lugar un poco apartado es muy romántico.
Sin decir palabra, María se limpió las manos cubiertas de harina con un paño, asió a Aldo de un brazo y lo condujo al exterior.
—No debería pintar ésa —dijo una vez que estuvieron fuera—. Hay otras igual de bonitas.
—A mí no me lo parece. Además, ¿por qué ésa no?
La expresión de María se había tornado grave.
—Porque a lo mejor molesta, o incluso ofende, a los que viven ahí. Ver que su casa se convierte en el motivo de un cuadro es lo último que desean, pues eso significa que va a observarlos durante horas y horas.
Aldo se echó a reír.
—¡Demonios! ¡Me está asustando! No estará embrujada esa casa, ¿verdad?
—No es para tomárselo a risa. Hay… una enferma, una mujer que ha sufrido mucho. No agrave su mal haciéndole creer que es blanco de la curiosidad de extraños.
Tras estas palabras, María se disponía a entrar en la cocina dejándolo plantado allí, pero él la llamó:
—¡Espere un momento!
—Tengo cosas que hacer.
—Sólo un momento.
Con gesto vivo, Aldo arrancó la página del cuaderno de dibujo por la que seguía abierto y se la tendió a la mujer.
—Tome, haga lo que quiera con ella. No pintaré esa casa.
La sonrisa que ella le dedicó parecía un rayo de sol atravesando una nube negra.
—Gracias —dijo—. Compréndalo, aquí todo el mundo los quiere mucho. No queremos que les pase nada malo.
Y esta vez entró. Morosini también lo hizo, pero bastante pensativo y a un paso mucho más lento. Si el pueblo entero se alzaba entre él y la mujer hasta la que quería llegar, las cosas podían complicarse, pero, por otro lado, resultaba tranquilizador respecto a la seguridad de esa mujer. En cuanto al detalle que acababa de tener con Maria, se sentía un poco avergonzado porque era fruto de una mentira (nunca había tenido intención de «retratar» la casa) y porque seguía estando decidido a descubrir el secreto de la misteriosa mujer.
Con el estómago en los pies, aguardó el regreso de Adalbert, y eran casi las dos cuando se rindió a las razones de sus anfitriones.
—Cuando el Herr Professor está en el yacimiento, no hay manera de apartarlo de allí. Estoy seguro de que se ha llevado bocadillos y cerveza con intención de compartirlos. Volverán cuando anochezca —anunció Georg.
—Podía haberlo dicho —masculló Morosini, que no por ello se sentó a la mesa con menos apetito y degustó los buñuelos de jamón, un gulash de ternera a la húngara y una crema de chocolate acompañada de una porción de Gugelhupf, todo regado con una botella de Klosterneuburger que Georg, compasivo y tal vez agradecido —Maria debía de haberle contado el episodio del dibujo—, fue a buscarle a la bodega.
Cuando hubo terminado, se preguntó qué iba a hacer para pasar la tarde. Se le había ocurrido la idea de alquilar otra vez la barca de Brauner e ir a pescar a los alrededores de la famosa casa, pero se había levantado un vientecillo cortante que movía las aguas de un modo que no presagiaba nada bueno.
—Si estallara una tormenta, podría tener dificultades para volver —dijo Georg—. Cuando hace mal tiempo, este lago es traicionero.
—Como todos los lagos de montaña. En fin, me conformaré con dar un paseo a pie en espera de que vuelvan los sabios.
Hizo lo que había dicho, pero esta vez sin llevarse ningún material. Con las manos metidas en los bolsillos del impermeable, emprendió otra visita al pueblo partiendo desde la izquierda para no alertar a nadie. Sin embargo, su intención era ir a la casa del pináculo. Para llegar a ella, tomó el camino más complicado posible: rodeó el templo protestante, llegó hasta la torre y regresó por la terraza en la que se alzaba la iglesia, desde donde descendió hacia su objetivo evitando cuidadosamente que lo vieran desde el albergue.
Ya era tarde cuando llegó. La luz empezaba a declinar. Desde el lago subía una bruma que casi no permitía distinguir la orilla de enfrente. Debía de ser la hora del tren: el silbido del ferrocarril se oía, pero amortiguado, como envuelto en algodón.
Desde la misma roca en la que se había apostado por la mañana, Aldo se puso a observar de nuevo la casa. No se advertía ningún movimiento, y de no ser por el pequeño penacho de humo gris que surgía del tejado, se podría haber pensado que estaba desocupada. Ningún ruido tampoco, aparte del ligero chirrido, marcado por las olas, de la cadena que sujetaba la barca al fondeadero.
Aldo continuó esperando. Confiaba en que al caer la noche los habitantes encendieran lámparas y tal vez pudiera echar un vistazo al interior, pero sus esperanzas se vieron frustradas. Antes de que la oscuridad se extendiera demasiado, la mujer a la que había visto tender la colada reapareció en el hueco de una ventana y cerró las contraventanas; después pasó a la siguiente e hizo lo mismo, y así con todas hasta que fue imposible ver absolutamente nada.
Suspirando, Morosini se levantó y se quedó un momento dudando, a punto de hacer lo que quizá fuera una locura pero que le resultaba cada vez más tentador: bajar, llamar a aquella puerta y ver qué pasaba. La mujer a la que buscaba estaba allí. Si quería intentar conseguir el ópalo, tal vez ésa fuera su única oportunidad, pues si, movida por la inquietud, la señora Von Adlerstein decidía llevar a su protegida a otro sitio, localizarla de nuevo seguramente sería imposible.
Sin embargo, pese a las buenas razones que se daba a sí mismo, Morosini no podía evitar sentir una especie de lasitud. El gusto por la caza que lo habitaba desde su primera entrevista con Simon Aronov en los sótanos de Varsovia empezaba a abandonarlo en tales circunstancias. El Cojo no podía exigir que le arrebatara a una pobre mujer condenada a vivir escondida un bien tan querido, aunque ese bien fuera tan maléfico como lo habían sido el zafiro visigodo y el diamante del Temerario.
Una voz interior le susurró lo que Simon habría dicho: la única forma de descargar las gemas del pectoral de la maldición que pesaba sobre sus sucesivos propietarios era devolverlas a su destino primitivo. ¿Quién sabía si, liberada del ópalo, Elsa no recuperaría la felicidad?
«No parece una razón válida —se dijo Aldo—. Siempre se encuentra alguna cuando uno quiere apropiarse de algo que no le pertenece. Pero, después de todo, ¿es ésta tan detestable?»
En cualquier caso, sabía muy bien que no pararía hasta haber cruzado el umbral de esa casa y haberse encontrado cara a cara con la dama de la máscara de encaje negro, así que, cuanto antes lo hiciera, mejor. Sin querer seguir discutiendo consigo mismo, bajó el sendero que conducía a la casa, llegó bajo el tejadillo que protegía la puerta y, tras una ligera vacilación, se quitó la gorra y levantó la aldaba de cobre, que cayó con un vivo tintineo de campana al tiempo que, sin saber muy bien por qué, su propio corazón se detenía un instante.
Esperaba que lo interrogaran sobre su identidad y que le ordenaran que siguiese su camino, pero al abrirse la puerta apareció una alta y delgada figura de mujer con el traje local y una lámpara en la mano.
—Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en decidirse a venir —dijo la voz serena de Lisa Kledermann—. Pase, pero sólo un momento.
Él la miró con el estupor que por lo general se reserva a las apariciones: una mezcla de admiración, alegría y temor a partes iguales. A la luz amarillenta de la lámpara, los ojos oscuros de la joven resplandecían como diamantes violeta bajo la corona viva de sus cabellos de oro rojo trenzados alrededor de la cabeza. Aldo pensó que parecía un icono.
—Bueno, ¿eso es todo lo que tiene que decir? —dijo ella, llamándolo al orden—. Si leyera a los buenos autores, debería haber exclamado: «¿Usted? ¿Usted aquí?» Y yo le habría contestado algo tan inteligente como: «¿Por qué no?», o incluso: «El mundo es un pañuelo». Pero prefiero preguntarle qué viene a buscar.
—Es un poco largo… y delicado de explicar. ¿No me permitiría entrar un momento?
—De ninguna manera. A otro, le habría enviado a Mathias y los perros, pero reconozco que usted y yo tenemos cosas de que hablar.
—¿Entonces…?
—Aquí es imposible, pero, si le parece bien, podemos vernos mañana a las dos en la Pfarkirche. Allí estaremos tranquilos para solventar una cuestión que está empezando a resultar singularmente irritante. Pero venga solo, no traiga al querido Adalbert.
—¿Cómo sabe que está aquí?
Una sonrisa fugaz hizo brillar unos dientes que Aldo nunca había visto tan blancos en los tiempos de la inefable Mina van Zelden.
—Como si pudiera pasar inadvertido… Yo sé mucho más sobre ustedes dos que ustedes sobre mí. Ahora, váyase y apresúrese a volver al Seeauer. Mañana le diré lo suficiente para convencerlo de que nos deje tranquilos, a los míos y a mí.
—Jamás me ha pasado por la cabeza importunarla —protestó Morosini—. No tenía ni idea de que estaba aquí y…
—Mañana —lo cortó Lisa, tajante—. Hablaremos mañana. Ahora le deseo que pase una buena noche, príncipe.
Él retrocedió de mala gana hasta encontrarse bajo el tejadillo. Abrió la boca para decir algo, pero, ante la mirada imperiosa clavada en la suya, renunció a hacerlo, giró sobre sus talones y suspiró.
—Como quiera. Hasta mañana, entonces.
Lo único que había visto de la casa era una pequeña entrada, encalada y sencillamente amueblada con un baúl de madera iluminado, dos sillas con el respaldo labrado y un cuadro naif que representaba una escena de pueblo, pero el encuentro inesperado de Lisa borraba todo rastro de decepción, aunque, cuando la había visto tras el batiente de roble, con la lámpara encendida en la mano, tenía algo del Ángel exterminador colocado por Dios en la puerta del Paraíso a fin de impedir la entrada al pecador, estuviera o no arrepentido. El caso es que emprendió a paso bastante alegre el camino de regreso al albergue. Unas horas más, y algunos velos se rasgarían. Quizá no todos, porque conocía el carácter determinado de su exsecretaria, pero con ella estaba más o menos seguro de jugar en igualdad de condiciones.
Este pensamiento reconfortante le devolvió el buen humor, y al encontrar a Adalbert sentado ante la gran estufa de cerámica verde de la sala, estirando las manos y los pies hacia ella, con un vaso humeante al lado, sobre una esquina de la mesa, le dedicó una amplia sonrisa.
—¿Qué tal? ¿Ha sido un día agradable?
Adalbert volvió hacia él una mirada abatida.
—¡Pesadísimo! ¡Agotador! Ese condenado hombre tiene unas pantorrillas de acero y trepa como una cabra. Me ha dejado molido.
—¿En serio? Yo creía que los arqueólogos resistíais más.
—Yo soy egiptólogo, o sea, un hombre de terreno llano. En Egipto, los faraones hacían ellos mismos sus montañas. ¡Y pensar que quiere seguir mañana! Me entran ganas de decirle que tenemos que volver a Ischl…
—Dile lo que quieras, pero en cualquier caso estás libre. Yo tengo una cita en la iglesia.
—¿Vas a casarte?
Pese a ser inesperada, la pregunta tenía su gracia.
—Quizá no sería tan mala idea —dijo, sonriendo a una imagen que sólo él veía—. Vamos, no pongas esa cara. Coge tu vaso y ven conmigo. Voy a contártelo todo.