5. Una noche movida

La limusina subía la ladera del Jainzenberg a poca velocidad, deslizando lentamente el haz luminoso de sus faros a lo largo de los abetos, como si buscara el camino.

Movido por una súbita intuición, Adalbert apagó sus propios faros y se detuvo sin saber muy bien por qué. Lo que pasó le dio la razón. Al cabo de un momento, no vieron más que un reflejo en los árboles: el gran coche acababa de adentrarse en la alameda de Rudolfskrone.

—Parece que estabas en lo cierto —dijo Morosini—. Ahí está la persona a la que la condesa esperaba y por cuya causa hacía el vacío a su alrededor.

—Ahora tenemos que encontrar un rincón tranquilo.

Vidal-Pellicorne puso el coche en marcha y encendió los faros el tiempo justo para localizar un sendero forestal, por el que se internó antes de detenerse de nuevo.

—¡En marcha! —dijo, levantándose del asiento tapizado en piel negra.

Los dos hombres cubrieron a pie la corta distancia entre el lugar donde habían dejado el automóvil y la entrada, sin verja ni muros, del pequeño castillo. El cielo, aunque transportaba espesas nubes de lluvia, daba la suficiente claridad para saber por dónde se andaba, y los dos hombres echaron a correr hasta que tuvieron el edificio a la vista. Entonces distinguieron el coche de antes parado delante de la oscura entrada. Las únicas luces venían de dos ventanas de la galería, las correspondientes al salón donde los dos amigos habían sido recibidos por la tarde.

—Parece fácil escalar hasta ahí —susurró Adalbert—, pero hay que estar alerta. Durante nuestra visita oí ladrar perros. Seguramente hay algunos en la propiedad.

—Sí, pero si la condesa esperaba visitantes nocturnos, ha debido de ordenar que no los suelten.

Delante de la casa, la alameda central dividía en dos una extensión de césped bordeada de tejos podados alternativamente en forma de cono y de bola. Aldo y Adalbert decidieron rodearla a fin de alcanzar su objetivo sin ser vistos.

La planta inferior de la villa, reservada al servicio y a determinadas dependencias, era mucho menos elevada que la planta noble, dominada por un frontón triangular. Se componía de grandes bloques de piedra labrada, que a unos hombres acostumbrados al ejercicio físico y al deporte no debía de resultarles muy difícil escalar. Ayudándose mutuamente, Aldo y Adalbert lo consiguieron sin hacer ruido y se encontraron en la galería, donde la luz procedente de las ventanas permitía desplazarse sin tropezar con los muebles y con las plantas dispuestas para disfrute de los habitantes.

Avanzando a cuatro patas, los dos hombres se acercaron a las contraventanas después de haberse asegurado de que tenían al alcance de la mano las armas que habían considerado conveniente llevar, pero el espectáculo que descubrieron los sorprendió.

Se esperaban una escena dramática: la condesa plantando cara a un enemigo o quizás incluso mantenida a raya por éste. El cuadro que contemplaban, en cambio, era apacible, casi familiar. Sentada junto al fuego, que debían de haber encendido para combatir la humedad del aire, la señora Von Adlerstein, ataviada con un largo vestido de terciopelo negro sobre el que destacaba un collar de perlas de varias vueltas, miraba plácidamente a un hombre mayor, si se consideraba la corona de cabellos blancos que rodeaba su calva y la perilla canosa, pero cuyo rostro atezado y cuyas manos fuertes hablaban de vida al aire libre y de una edad menos avanzada de lo que se habría podido creer. Instalado ante una pequeña mesa, se hallaba ocupado saciando un apetito que debía de necesitarlo, con ayuda de un magnífico paté y de una larga botella de vino blanco cuyo oro líquido empañaba la copa de cristal tallado. Ninguno de los dos hablaba, tal como podían constatar los dos observadores gracias a que una de las ventanas permanecía abierta.

—¿No crees que deberíamos irnos? —susurró Morosini, incómodo por el aspecto de intimidad y complicidad de esa escena—. Nos hemos equivocado y temo que estemos comportándonos como unos mirones.

—¡Chissst…! Ya que estamos aquí, nos quedamos. Sino todo esto no habría servido para nada. Además, nunca se sabe.

En el salón, el visitante había apartado la mesa y se había acercado a la chimenea, en cuyo borde apoyó un brazo después de haber pedido y obtenido permiso para encender un cigarro.

—Gracias por haberse acordado de mi gran apetito, querida Valeria. Este refrigerio estaba delicioso.

—¿No quiere una taza de café? Josef se lo traerá dentro de un momento.

—Es tarde. No me atrevía a pedírselo.

La anciana dama borró la objeción con un gesto.

—Josef está preparándolo. Ahora deme una explicación. Su carta me ha alarmado. Rodear de tanto misterio su visita, cuando era tan fácil venir a la luz del día.

—Lo habría preferido cien veces a este paseo Viena-Ischl y a la inversa en plena noche, pero la misión que cumplo, Valeria, exige el más absoluto secreto en su propio interés. Nadie debe saber que estoy aquí. ¿Ha seguido al pie de la letra mis instrucciones?

—Naturalmente. Mis sirvientes han sido alejados, salvo el viejo Josef, y los perros están encerrados. Cualquiera diría que se trata de un asunto de Estado.

—Es la palabra más adecuada cuando uno es emisario de un canciller. Monseñor Seipel desea que le hable de su protegida.

—¿De Elsa?

El visitante no respondió enseguida. Tras haber llamado discretamente, Josef apareció llevando una bandeja con café, nata, agua helada y unos dulces. La dejó sobre una mesita extraída de un conjunto de mesas nido y colocada ante la chimenea, antes de retirarse saludando respetuosamente.

—Como ves, hemos hecho bien en quedarnos —susurró Adalbert—. Tengo la sensación de que vamos a oír cosas muy interesantes.

La señora Von Adlerstein, que tenía la bandeja al alcance de la mano, sirvió a su visitante, pero al realizar los gestos rituales la frágil porcelana tintineó un poco, delatando cierto nerviosismo.

—¿Qué quiere nuestro canciller? —preguntó.

—Teme… que Elsa esté en peligro, y usted sabe lo sensible que es ese gran cristiano a los sucesivos dramas que han golpeado a la casa de Habsburgo. Desea evitar a toda costa que la serie continúe.

—Se lo agradezco, pero dígame cómo es posible que esa desdichada mujer que vive escondida atraiga la fatalidad sobre ella.

—¿Escondida? No del todo. Están esas apariciones que hace en la Ópera, en su palco.

—Hasta ahora nadie parecía haber encontrado ningún inconveniente. Además, son muy raras. Sólo se la ha visto ahí tres veces.

—Pero ya son demasiadas. Compréndalo, Valeria, esa mujer de gran porte y de una elegancia perfecta, aunque un poco anticuada, esa alta y delgada figura que tan bien oculta su rostro y tan poco sus joyas no puede sino excitar la curiosidad. Yo mismo estaba en la Ópera el día de la última representación del Rosenkavalier y me fijé en la atención con que algunos espectadores la observaban. Sobre todo dos hombres que se encontraban en el palco del barón de Rothschild. Sus gemelos no se apartaron de ella, y creo que no eran los únicos. Esto tiene que acabar o sucederá una desgracia.

—¿Prohibirle volver? Lo he pensado, claro, pero me costará hacerlo. ¡Representa tanto para ella! Después de todo, es su única esperanza… Pero la verdad es que toma muchas precauciones: nunca llega hasta después de que se haya levantado el telón, cuando los habituales de la Opera, todos fervientes melómanos, están ya enfrascados en el espectáculo; durante los entreactos no sale nunca, se retira al fondo del palco y sólo deja visible el abanico en el que lleva la rosa de plata; y por último, se marcha nada más sonar la última nota. ¿No le había pedido que hiciera correr el rumor de que se trata de una enferma, en el caso de que la gente preguntara?

—Y pregunta. ¡Ese porte que tiene, esa presencia que evoca otra todavía presente en tantas memorias! No, querida, esto tiene que acabar. O si no, que vaya con el rostro descubierto, vestida de un modo distinto y a otra localidad.

—Imposible.

—¿Por qué? ¿Acaso se parece… a la emperatriz?

—Sí, mucho más que hace doce años. Es asombroso.

La condesa cogió su bastón, se levantó y se acercó lentamente a una peana situada en una esquina, donde reposaba un busto de Isabel. Era una obra austera por tardía. La mujer que reproducía había recibido la peor de las heridas, una que no se cura jamás: la muerte de un hijo. Sobre el camisolín que cubría el cuello, se erigía el bello rostro, marcado por el dolor pero orgulloso, altivo incluso bajo la corona de trenzas. El rostro de un ser que, no teniendo ya nada que perder, desafiaba al destino y a la muerte. La anciana dama apoyó una mano acariciadora sobre el hombro de mármol.

—Elsa le profesa culto, y yo creo que se complace en acentuar su parecido. Sea como sea, si se tapa la cara no es por prudencia; ella la desconoce. Pero no me pregunte la razón porque no se la diré.

—Como quiera. ¿Sabe que dicen que es hija de la emperatriz y de Luis II de Baviera?

—¡Eso es ridículo! Basta mirar las fechas. Cuando ella nació, en 1888, nuestra soberana ya no estaba en edad de procrear.

—Lo sé, pero de todas formas es de la familia. Y la imaginación popular está ahí, sobre todo entre los húngaros, que nunca han dejado de venerar la memoria de la que fue su reina, pero al mismo tiempo hay gente que se ha jurado borrar toda huella de una dinastía detestada; los que asesinaron a Rodolfo en Mayerling, a la propia Isabel en Ginebra, a Francisco Fernando en Sarajevo, por no hablar de los mexicanos que fusilaron a Maximiliano. Ellos tenían sus razones, pero sé que hay quien se pregunta si la enfermedad que se llevó el año pasado al joven emperador Carlos, en Madeira, era realmente una enfermedad…

—¡Qué estupidez! ¿Acaso la miseria y la falta de salud no son suficientes? Una maldición, podría ser, pero yo no creo que haya personas encargadas de aplicarla. Y menos teniendo en cuenta que Carlos deja ocho hijos. Con su madre, la emperatriz Zita, y las archiduquesas Gisela y Valeria, sin contar a la hija de Rodolfo, hacen un total de bastantes príncipes y princesas todavía vivos, gracias a Dios.

—Piense lo que quiera. En cualquier caso, han llegado advertencias a la policía: están buscando a su protegida, y si no toma precauciones…

—Hace quince años que las tomo contra los únicos enemigos que me consta que tiene: los que codician las joyas que posee y que constituyen su único bien. Nadie sabe dónde vive salvo yo y los que la protegen. En cuanto a los tres viajes que ha hecho a Viena, han sido siempre de noche.

—Pero se aloja en su casa, ¿no? Sus sirvientes…

—Me sirven desde hace muchos años y están fuera de toda sospecha. Podría decirse que forman parte de la familia. En resumen, ¿qué ha venido a pedirme? ¿Que convenza a Elsa de que no vuelva a abandonar su retiro? Haré todo lo posible en ese sentido porque el último viaje no fue bien. Lo que no significa que vaya a conseguirlo; cuando se ha visto renacer un sueño que se había creído muerto, resulta difícil renunciar a él. Especialmente a ella; su mente sólo comprende de verdad lo que le conviene y obvia lo demás. Su vida, querido Alejandro, no es sino una larga espera: ver de nuevo algún día al que hace doce años le regaló una rosa de plata y le hizo promesas de amor.

—¿Y espera encontrarlo después de doce años? ¡Es bastante increíble!

—Cuando uno la conoce, no. Su historia no es corriente. Comenzó en 1911, la noche del estreno del Rosenkavalier. En la Ópera conoció a un joven diplomático, Franz Rudiger, y tanto para uno como para otro fue un flechazo. Al día siguiente, él fue a verla para regalarle la famosa rosa de plata y ambos se consideraron prometidos. Desgraciadamente, al cabo de unos días Rudiger tuvo que marcharse porque Francisco José lo había enviado a realizar una misión en Sudamérica. Una misión tan larga y difícil que, de no ser porque llegaron dos o tres cartas desde Buenos Aires y Montevideo, habríamos creído que había muerto.

—¿Una misión en Sudamérica? ¡Vaya!… ¿Y no tiene ni idea de qué se trataba?

—Cuando el emperador da una orden, no se hacen preguntas. Usted debería saberlo. Rudiger regresó a Europa al principio de la guerra. Nosotras estábamos aquí y cuando él pasó por Viena no tuvo ocasión de vernos. Elsa recibió dos cartas, después nada más durante meses. Me enteré de que se había dado al capitán Rudiger por desaparecido. La desesperación de su prometida fue terrible. Y una noche, hace unos dieciocho meses, llegó otra carta. Rudiger estaba vivo, pero había sido gravemente herido y decía que aún se hallaba en muy mal estado. Sin embargo, quería saber si Elsa seguía libre, si todavía lo amaba. Le proponía dos fechas en las que encontrarse: la primera y la última representación de la temporada de la Ópera con El caballero de la rosa. Si no estaba suficientemente restablecido para la primera, se esforzaría en asistir a la última.

—¿Por qué no dar simplemente una dirección?

—¡Vaya usted a saber! A mí esa historia me pareció bastante rara, pero Elsa estaba tan feliz que no tuve valor para retenerla. Fue entonces cuando le avisé para evitar en la medida de lo posible que se encontrara en dificultades, y le agradezco su ayuda. Evidentemente, Rudiger no se presentó, pero mandó un último mensaje desbordante de disculpas y de palabras de amor: todavía estaba muy débil, pero juraba que estaría en la representación del 17 de octubre. Tuve que ceder de nuevo, aunque el accidente no me permitió acompañarla. Esta vez será la última. Tendré que hacerla entrar en razón.

—¿Y si llegan más noticias?

—No le diré nada. Siempre llegan aquí y me enteraré yo primero. Estoy convencida de que la última carta era una trampa. Dígale a monseñor Seipel que no se preocupe, no volverá a haber enigma vivo en mi palco. Y usted, vuelva a Viena tranquilo.

—Un momento, hay algo más. Valeria, dígame cómo es que, teniendo tantas amistades en toda Europa, empezando por mí, no intentó averiguar algo más acerca de ese tal Rudiger.

—No me faltaban ganas —dijo la condesa, suspirando—, pero quiero a Elsa y quise respetar su voluntad. Ella se oponía a que intentara penetrar el misterio de que se rodeaba su amado. No olvide, Alejandro, que es, al igual que lo era su madre, una ferviente admiradora de Richard Wagner, y no en vano se llama Elsa.

—Comprendo: toma a su Rudiger por Lohengrin y teme ver desaparecer para siempre al caballero del cisne si formula la pregunta prohibida. Además, ese hombre se llama Rudiger, como el margrave de Bechelaren, y ese apellido la remitía al anillo de los nibelungos y al universo fantástico de Wagner. Su protegida sueña demasiado, Valeria.

—Los sueños son lo único que le queda y yo voy a intentar no despertarla demasiado bruscamente.

—¡Tiene a quién parecerse! Pero yo, que no tengo ni una gota de la sangre novelesca de los Wittelsbach, voy a tratar de aclarar esta historia. Si ese hombre era diplomático, debe de haber algún rastro de él en alguna parte. Además…

Había dejado el cigarro en un cenicero y, bien arrellanado en el sillón, con las manos unidas por las yemas de los dedos, se quedó pensativo unos instantes que a Aldo y a Adalbert, víctimas de calambres, les parecieron interminables.

—¿Está pensando en algo en concreto? —preguntó la anciana dama.

—Sí. Acerca de esa misión en Sudamérica, ahora recuerdo que al parecer Francisco José, poco satisfecho de tener como heredero a su sobrino Francisco Fernando, al que no apreciaba, antes de la guerra envió un emisario a Argentina, e incluso a Patagonia, en busca de las posibles huellas del archiduque Juan Salvador, su antiguo vecino del castillo de Orth.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así? También detestaba a Juan Salvador, al que acusaba de haber arrastrado a su hijo por la pendiente fatal a causa de sus ideas subversivas.

—Quizá por curiosidad. No pensaba ofrecerle el trono, pero era bastante normal que, al acercarse la hora de la muerte, intentara acabar para siempre con los secretos, los enigmas y todo lo que pesa sobre la memoria de los Habsburgo…

—Pero fortalece su leyenda. Podría ser que tuviera usted razón. En tal caso, mi pobre Elsa espera en vano, pues jamás se ha permitido a un hombre que está al corriente de un secreto de Estado vivir como todo el mundo.

—Sobre todo con otro secreto. Querida, tengo que continuar con lo que he venido a decirle. No basta con que impida a Elsa dejarse ver; debe dejarla a nuestro cargo para que podamos protegerla.

Los ojos oscuros de la señora Von Adlerstein lanzaron un destello bajo el arco todavía perfecto de sus cejas, pero su voz permaneció serena y fría cuando contestó:

—No. Imposible.

—¿Por qué?

—Porque eso supondría poner en peligro su razón, que es frágil, lo reconozco. Está acostumbrada a su refugio y a los que la rodean y la cuidan. Se encuentra a gusto allí, y hasta el momento el secreto ha estado bien guardado.

—Quizá demasiado bien. Perdone que le diga esto, prima, pero usted ya no es joven. ¿Qué será de su protegida si a usted le pasa algo?

Ella desplegó una sonrisa tan parecida a la de su nieta que por un instante Aldo creyó ver a Lisa cuando tuviera el cabello blanco.

—No se preocupe por eso, he tomado mis disposiciones. Mi muerte no afectará a Elsa, de modo que su argumento ya no tiene peso.

—Ese secreto es una carga pesada. ¿No desea compartirlo al menos conmigo, que estoy muy unido a usted?

—No se enfade, Alejandro, pero no. Cuanto menos se comparte un secreto, mejor se lleva. Quizá más adelante, cuando me sienta demasiado vieja —añadió, al ver ensombrecerse el rostro de su visitante—. Pero por el momento no insista. Es inútil.

—Como guste —suspiró Alejandro, levantándose del sillón—. Está haciéndose tarde y debo regresar.

—Nosotros también —susurró Adalbert.

Aunque estaban un poco anquilosados, los dos hombres lograron salir de la galería y volver sobre sus pasos. Una vez instalados en el coche, Adalbert, contrariamente a lo que Aldo esperaba, no puso el motor en marcha.

—Bueno, ¿no tienes ganas de volver a casa?

—Todavía no. Tengo la impresión de que la comedia aún no ha terminado. Hay algo que me preocupa. —¿Qué?

—Si lo supiera… No es más que una impresión, acabo de decírtelo, pero cuando me pasa eso me gusta llegar hasta el final.

—Está bien —dijo Morosini, resignado—. En ese caso, dame un cigarrillo. Llevo la pitillera vacía.

—Fumas demasiado —dijo el arqueólogo, obedeciendo.

Permanecieron un rato en silencio. El viento que estaba levantándose arrastraba las nubes y la bóveda celeste que aparecía entre las cimas de los abetos se había aclarado. Un aire fresco impregnado de los perfumes del bosque y de la tierra mojada entraba por las ventanillas bajadas. La mezcla con el olor del tabaco rubio y el embriagador de la aventura era agradabilísima para Aldo, que la respiraba con placer cuando, de pronto, se oyó el ruido de un coche y poco después el doble haz luminoso de los faros iluminó la carretera hacia abajo. Inmediatamente, Adalbert puso el motor en marcha profiriendo una exclamación, pero no encendió los faros.

—Veamos adonde nos lleva —dijo alegremente.

—Es el coche que estaba en el castillo. ¿Para qué quieres seguirlo, si sabes que va a Viena?

—No conoces la región, ¿verdad?

—No. De Austria sólo conozco el Tirol y Viena.

—Entonces, escúchame bien: si ese coche va a Viena, que me convierta ahora mismo en sombrerera. La carretera de Viena está en la dirección contraria, y eso es lo que no me encajaba. De forma inconsciente, antes me ha parecido raro que ese hombre que responde al nombre de Alejandro afirmara que venía de la capital. ¡Acuérdate! Lo hemos seguido, luego venía de Ischl. Y ahora, en lugar de dirigirse hacia el Traunsee y Gmunden para llegar al valle del Danubio, vuelve sobre sus pasos. Así que yo, que soy muy curioso, quiero intentar comprender. Y supongo que tú también.

—¡Desde luego!

Con las luces apagadas, el pequeño vehículo salió a la carretera y siguió a la limusina a la suficiente distancia para no ser visto. El recorrido de los faros le servía de guía. Con una creciente excitación, los ocupantes del Amilcar vieron al gran automóvil dirigirse hacia el sur a través de Ischl, cruzar los ríos y seguir circulando unos segundos más, aunque con las luces apagadas —lo que estuvo a punto de ser fatal para sus perseguidores—, hasta la verja abierta de par en par de una propiedad en la que desapareció. El chófer debía de conocer bien el lugar, pues la oscuridad era total; ninguna luz indicaba la presencia de una casa.

—Esto se pone cada vez más interesante —dijo Adalbert, que se había detenido un poco más lejos—. Si es a esto a lo que él llama volver a casa, ya podemos ir a acostarnos.

—Todavía no. No han cerrado la verja. Es posible que nuestro pájaro sólo esté aquí de paso.

—¿Qué va a venir a hacer a medianoche?

—Digamos que eso es cosa suya. ¿Cuántos kilómetros hay de aquí a Viena?

—Unos doscientos sesenta…

Adalbert iba a decir otra cosa, pero se calló para prestar atención. En el jardín vecino, la limusina acababa de ponerse de nuevo en marcha. Salió de la propiedad, giró a la izquierda para cruzar el puente y se alejó sin provocar la menor reacción en los que la vigilaban. Ya no cabía duda de que regresaba a su punto de partida original.

—Creo que ahora sí podemos irnos a casa —dijo Adalbert.

Arrancó y siguió la carretera, un poco estrecha, hasta encontrar un sitio donde dar media vuelta. Hubo que ir bastante lejos para dar con un atajo, y cuando volvieron a pasar por delante de la verja, constataron que estaba cerrada.

—La recepción ha terminado —comentó Aldo en tono de broma—. Mañana habrá que tratar de averiguar quién la ha dado.

—No debería resultarnos muy difícil. Es una de esas inmensas villas que pertenecen a las grandes familias que componían la Corte y que venían a cumplir con sus obligaciones a la vez que cuidaban de su salud.

Estaba dando la una en la iglesia cuando los dos hombres llegaron al hotel, pero la velada había sido tan fértil en acontecimientos que se sorprendieron al oírlo. Tenían la impresión de que era mucho más tarde.

Pese al cansancio, Morosini, nervioso, tuvo todas las dificultades del mundo para conciliar el sueño. De modo que cuando se despertó eran las nueve y media, demasiado tarde para desayunar en su habitación. Tras un breve pero vigoroso aseo, bajó al comedor para tomar lo que en Austria llamaban el Gabelfrühstück, el desayuno de tenedor.

No llevaba cinco minutos sentado a la mesa cuando vio aparecer a Adalbert, con cara de cansado y el pelo revuelto.

—Me he pasado toda la noche peleándome con los Habsburgo pasados y presentes —dijo el arqueólogo tratando de reprimir un bostezo pero sin obtener un resultado aceptable—. ¿Quién demonios será esa tal Elsa? Yo creo que hay bastantes posibilidades de que se trate de una hija natural. Pero ¿de quién? ¿De Francisco José? ¿De su mujer? ¿De su hijo?… Café, mucho café, por favor —añadió dirigiéndose al camarero que se había acercado para tomar nota de lo que quería.

—En cualquier caso, ninguno de los dos primeros. Se parece a Sissi, luego el emperador queda descartado. En cuanto a la bella emperatriz, ya lo oíste: no es posible. En cambio, mis preferencias se inclinarían por el archiduque Rodolfo, puesto que, te lo recuerdo, la vi depositar flores sobre su tumba en el panteón de los capuchinos.

—De acuerdo. Es lo más lógico teniendo en cuenta que el archiduque tuvo muchas amantes. Pero lo que no lo es tanto es el secreto en el que se rodea a esa mujer, la atención y la protección que le dispensa una gran dama como la condesa, y por último las joyas que posee.

—Yo he llegado a la misma conclusión: sin duda Rodolfo es el padre, pero su madre no debía de ser una cantante cíngara cualquiera. ¿Quién, entonces?

—Pregunta sin respuesta posible tal como están en este momento las cosas —masculló Adalbert mientras se esforzaba en dominar a una salchicha rebelde—. Y si quieres saber mi opinión, nuestro asunto no mejora. Ayer sabíamos que nadie nos ayudaría a llegar hasta la propietaria del ópalo…

—Y hoy sabemos que, intentando encontrarla, nos arriesgamos a llevar hasta ella a personas con intenciones más que dudosas. A mí no me gusta poner a una mujer en peligro. Por tanto, ¿qué hacemos?

—Yo creo que no podemos abandonar.

—Debemos proseguir nuestras indagaciones esforzándonos en limitar los perjuicios. ¡Quién sabe si, cuando descubramos el retiro de Elsa, tendremos ocasión de serle útiles! E incluso de defenderla y de ayudarla.

—Es una idea que tiene lógica. Además, si quieres que te diga la verdad, el papel de nuestro amigo Alejandro X no está nada claro. Así que, para empezar, nos informaremos sobre la villa en la que estuvo anoche. Iremos y quizás encontremos a alguien que pueda decirnos a quién pertenece.

Dicho esto, Adalbert se apoderó de un plato de Nockerlri[7] de queso y se sirvió una generosa ración. Aldo lo miraba con franca repugnancia mientras encendía un cigarrillo. Decididamente, esa mañana no tenía hambre; dos salchichas y un poco de Liptauer[8] habían bastado para saciarlo. En ese momento vio aparecer entre el humo azulado a Friedrich von Apfelgrüne, que hacía su entrada en el comedor de punta en blanco.

—¡Vaya! —murmuró—. Aquí tenemos a nuestro amigo Manzana Verde. Tiene mucho mejor aspecto que anoche: mirada directa, paso firme… ¡No, por favor!, parece que viene hacia nosotros… Deberías dejar de atracarte. ¡Sabe Dios lo que nos reserva!

Sin embargo, al llegar ante la mesa, el joven austríaco dio un taconazo inclinándose de forma muy protocolaria y a continuación dijo, dirigiéndose a Morosini:

—Señor, yo venir presentar a usted disculpas humildes —dijo en un francés aproximado que pareció encantar a Vidal-Pellicorne—. Yo sentir muchísimo mi abominable comportamiento, pero perder la cabeza cuando tratarse de prima Lisa.

Desbordaba de buena voluntad y casi resultaba conmovedor. Así pues, Aldo se levantó para tenderle la mano. Quizás ese muchacho era el enviado del cielo que tanto necesitaban; debía de conocer perfectamente la región y a sus habitantes, por no hablar de las amistades de tía Vivi.

—No se preocupe. No tiene ninguna importancia.

Wirklich?… ¿Usted no odiarme?

—En absoluto. Está completamente olvidado. ¿Quiere compartir la mesa con nosotros? Le presento al señor Vidal-Pellicorne, un arqueólogo de gran renombre.

—¡Yo estar encantado!

Dos diligentes camareros hicieron las modificaciones necesarias en la mesa y Fritz, con expresión súbitamente risueña, se sentó. Al aceptar tan amablemente sus disculpas, Aldo debía de haberle quitado un gran peso de encima.

—Así que es usted sobrino de la señora Von Adlerstein —dijo Aldo en alemán para invitar al otro a hacer lo mismo y conseguir que se sintiera todavía más cómodo.

—No, sobrino nieto —contestó el joven, empeñado en hacer gala de sus habilidades lingüísticas—. Yo ser nieto de su hermana.

—Y, si lo he entendido bien en nuestros recientes encuentros, es usted también el prometido de su prima.

Apfelgrüne se puso colorado como un tomate.

—¡Gustaría tanto! Pero no ser verdad. Compréndanlo —añadió, renunciando a una lengua que no debía de permitirle expresar claramente la intensidad de sus sentimientos—, Lisa y yo nos conocemos desde pequeños, y desde entonces estoy enamorado de ella. A la familia le hacía mucha gracia; ella siempre decía que éramos novios. Era un juego, claro, pero yo seguí el juego.

—¿Y ella?

—¿Ella? ¡Es una chica tan independiente! —dijo Fritz, poniéndose de pronto melancólico—. Resulta muy difícil saber a quién quiere y a quién no. Yo creo que a mí me quiere. Pero ustedes la conocen, porque le dijeron a Josef que eran amigos suyos —dijo con un resto de resentimiento el joven Apfelgrüne, que quizá fuera un botarate pero tenía memoria. En vista de lo cual, Adalbert se apresuró a calmar los ánimos.

—Somos amigos, pero no íntimos. En cuanto a las relaciones de la señorita Kledermann con el príncipe Morosini, aquí presente, el término conocidos me parece más apropiado —añadió, dirigiendo una inocente mirada interrogativa a su compañero—. No creo que haya habido nunca amistad entre ellos.

—En efecto —dijo Aldo con una franqueza igualmente hipócrita—. Apenas conozco a la señorita Kledermann.

—Pero usted es italiano, concretamente de Venecia, y a Lisa siempre le ha apasionado su ciudad. Creo que incluso ha vivido allí dos años sin decírselo a nadie.

—Reconozco que he coincidido con ella una o dos veces… en algún salón.

—Tiene más suerte que yo. Más de una vez he ido a alguno creyendo que la encontraría, pero no ha habido manera. Y a Zúrich, donde está su casa familiar, no va nunca.

—¿Y pensaba que la encontraría aquí?

—Esperaba que estuviera, pues la he buscado en vano en Viena. Desde que ha renunciado a sus caprichos italianos, pasa bastante tiempo con su abuela; la quiere mucho. ¿Y ustedes a qué habían ido a Rudolfskrone?

Su voz delataba un resto de desconfianza, de modo que Adalbert indicó con un guiño a Aldo que se encargaría él de las explicaciones. Se le daba mucho mejor contar mentiras, pero convenía enterarse de hasta qué punto Fritz estaba informado de lo que sucedía en el castillo.

—¿La señora Von Adlerstein no le contó nada anoche?

—¿Ella? ¡Nada de nada! La puso tan furiosa verme aparecer que me echó a la calle con la excusa de que la molestaba y de que detestaba que se presentaran en su casa sin avisar. Ahora no me atrevo a volver, y me fastidia, porque tenía que preguntarle una cosa.

—¿Vive usted en Viena?

—Sí, en casa de mis padres —precisó Fritz—. Gracias a Dios, les queda suficiente fortuna para que yo disponga de libertad. Pero hablemos de ustedes.

Con las espaldas ya cubiertas, Vidal-Pellicorne escogió un término medio entre realidad y fantasía. Contó que su amigo Morosini, experto en piedras preciosas y coleccionista, además de un apasionado de los Habsburgo, estaba intentando reunir las joyas de éstos que el conde Berchtold había vendido en Ginebra durante la guerra. Y resultaba que, en una representación en la Ópera de Viena a la que había asistido invitado por un amigo, le había parecido que una dama a la que tomó por la condesa Von Adlerstein, puesto que ocupaba su palco, llevaba una de las joyas en cuestión. Desde entonces todo su empeño había sido localizarla.

—Ya sabe cómo son los coleccionistas —añadió con indulgencia—. Se vuelven locos en cuanto olfatean una pista. Pero desgraciadamente no ha tenido suerte: la dama es una amiga de su tía abuela y ésta no nos ha ocultado su forma de pensar. Según ella, la propietaria de la joya consideraría cualquier propuesta de venta una impertinencia. Hasta se ha negado a darnos su nombre y su dirección.

—No me extraña. Tía Vivi tiene un carácter difícil. Si yo pudiera ayudarlos, lo haría encantado, pero no pongo nunca los pies en la Ópera. Esa gente que va de un lado para otro proclamando a gritos que va a morir, o que se sienta cuando está diciendo que hay que apresurarse a huir, me aburre soberanamente. ¿Y usted? Si he entendido bien, es arqueólogo.

—Sí, mi especialidad es la egiptología, aunque desde hace algún tiempo deseo conocer algo más sobre su antigua civilización de Hallstatt y he venido para visitar el yacimiento. Me encontré con Morosini en Salzburgo y hemos venido juntos. Pero seguramente la arqueología no le atrae más que la ópera —añadió Adalbert con solicitud.

—La verdad es que no, pero resulta que conozco a fondo el lugar. Allí están las ruinas de Hochadlerstein, el viejo castillo de la familia en las estribaciones del Dachstein, donde jugaba a menudo durante las vacaciones cuando era pequeño.

—Pero no vivirían en unas ruinas… —intervino Aldo, a quien se le acababa de ocurrir una idea.

—No, alquilábamos una casa. A mi madre le gusta mucho el sitio… Le enseñaré con mucho gusto Hallstatt —añadió Fritz dirigiéndose a Adalbert—. Voy a quedarme tres o cuatro días para ver si tía Vivi recupera el buen humor, y como seguramente se encontrará usted solo —había una nota de esperanza en su voz, pues sus preferencias se inclinaban por Vidal-Pellicorne. Como era un muchacho correcto y bien educado, había presentado a Morosini las disculpas que consideraba pertinentes, pero no rebosaba de simpatía por él. El físico del veneciano debía de tener algo que ver con eso.

—¿Por qué va a encontrarse solo? —preguntó Aldo en tono irónico.

—Usted se marchará, ya que no ha tenido éxito en su empresa. Yo reemplazarle —añadió, volviendo alegremente a su pintoresco francés—. Así yo hacer muchos progresos.

—Bueno, conmigo también los hará.

—¿Usted quedarse?

—Sí, por supuesto. Los Habsburgo me apasionan tanto que tengo intención de escribir un libro sobre la vida cotidiana en Bad Ischl en la época de Francisco José —declaró, siguiendo divertido los cambios que la decepción marcaba en el semblante redondo del joven—. Así que ahora voy a dar un paseo por la ciudad. Pero eso no les impide a ustedes dos ir de excursión.

—¡Buena idea! —exclamó Fritz—. Yo montar en el pequeño bólido rojo. Pero yo avisarle: la carretera no llegar hasta Hallstatt. Después hay que andar o coger barco.

—Ya veremos —gruñó Adalbert, cuya mirada expresaba elocuentemente lo que pensaba de las buenas ideas de Aldo—. ¿Cuándo quedamos?

—Yo creo que a la hora de la cena. Con lo que acabas de engullir, no pensarás comer.

—No —intervino Fritz—. Nosotros encontrarnos a las cinco en pastelería Zauner. Ahí latir el corazón de Bad Ischl, y si desea escribir sobre eso, debe conocer. Y usted ver, todo igual que cuando Francisco José reinar…

—En Zauner, entonces —dijo Aldo—. A las cinco.

Dejó a los otros dos sentados todavía a la mesa y subió a su habitación para coger la gorra y el impermeable.

Con las manos en los bolsillos y el cuello del Burberry’s levantado, Morosini fue paseando junto al Traun. El tiempo gris y fresco no contribuía a embellecer una estación balnearia adormecida en la que muchas villas tenían las contraventanas cerradas, pero el encanto de la pequeña ciudad, en el centro del valle, era tal que le pareció agradable verla libre de las hordas de agüistas.

Después de cruzar el puente, encontró sin dificultad la verja que habían visto por la noche. Cerraba un camino bordeado de arbustos altos que conducía a una casa bastante grande, de color ocre, con un gran tejado en forma de V invertida que sobresalía ampliamente y le daba un vago aspecto de cabaña alpina, corregido por las complicadas figuras de los balcones de hierro forjado. Desde la carretera sólo se veía el primer piso, cuyas contraventanas, para sorpresa del paseante, también estaban cerradas.

Aldo, perplejo, dudaba sobre lo que era más conveniente hacer cuando una mujer con el traje típico de las campesinas de Salzkammergut —vestido de lana oscura con mangas abullonadas, chal de colores y sombrero de fieltro adornado con una pluma— se acercó a él.

—¿Busca algo, señor? —preguntó con la amabilidad instintiva de la gente de ese país. Era encantadora, y su cara fresca y redonda atraía de forma natural la sonrisa.

—Sí y no, señora —dijo Morosini descubriéndose, lo que la hizo sonrojarse un poco más—. Hace mucho que no he venido por aquí y ando bastante perdido. ¿Esta casa es la del barón Von Biedermann? —Había dicho el primer nombre que se le había ocurrido.

—No, no, ésta era del conde Auffenberg. Digo era porque acaban de venderla, pero no sé el nombre del nuevo propietario.

—Como no es la que yo creía, no tiene importancia. Gracias por su amabilidad, señora.

Ella se despidió esbozando una rápida reverencia y prosiguió su camino. Aldo hizo otro tanto cuando hubo constatado que en la casa no se veían señales de vida. Curiosa morada, en la que la gente se detenía un momento a medianoche antes de reanudar la marcha. ¿Irían a visitar a un fantasma? ¿O a alguien que no quería que se conociera su presencia allí? Decididamente, el papel de Alejandro le parecía cada vez más sospechoso.

Aldo pensó con una pizca de melancolía que se hallaba en un callejón sin salida y detestaba esa situación, pero ¿qué podía hacer para salir de ella? ¿Ir a ver de nuevo a la condesa para revelarle el extraño comportamiento de un hombre en el que ella parecía depositar toda su confianza? Imposible, a no ser que confesara que Adalbert y él los habían espiado, lo cual era un comportamiento todavía más extraño. No costaba imaginar la indignación con que recibiría las confidencias de un personaje al que ya no le tenía mucho aprecio.

La idea de que quizás Apfelgrüne supiera algo apenas le pasó por la mente. A ese muchacho sólo le interesaba él mismo y su querida Lisa, nada más.

Al final decidió entrar en una cervecería. Después iría hasta la Kaiser Villa. Él creía mucho en las atmósferas, y sumergirse en la de esa residencia estival de la familia imperial quizá le diera alguna idea.

La gran mansión cuya propietaria actual era la archiduquesa María Valeria, convertida en princesa de Toscana por su matrimonio con su primo el archiduque Francisco Salvador, podía ser visitada en parte. Sin embargo, Morosini no cruzó la puerta de esa construcción cuyas paredes, de un amarillo claro, recordaban un poco Schönbrunn y ponían una nota soleada en medio de los árboles deshojados por el otoño. Había oído decir que el interior albergaba infinidad de trofeos de caza, cabezas de ciervo, de jabalí y sobre todo de gamuza, de las que, según contaban, Francisco José había matado más de dos mil. Las hazañas cinegéticas no habían atraído nunca a Morosini, y éstas menos que ningunas. Además, ¿cómo buscar el rastro de una mujer que adoraba a los animales en medio de un mausoleo a su destrucción? Así pues, prefirió vagar por el parque, subir lentamente hacia el pabellón de mármol rosa que la emperatriz había hecho construir en 1869 para escribir, soñar, meditar, tener la sensación de ser una mujer como cualquier otra, libre de dejar vagar la mirada sobre las plantas y los árboles que rodeaban su refugio y tras los cuales no se escondía ningún guardia.

El hecho de pertenecer a un pueblo que Austria había mantenido cautivo durante largos años no hacía que el príncipe Morosini sintiera mucho afecto por su familia imperial, pero, como era un hombre bondadoso, no podía negar el homenaje de su admiración a una soberana cuya belleza iluminaba sus numerosos retratos, ni el de su compasión por las innumerables heridas que había sufrido su corazón. Y lo que quería captar era su sombra doliente y orgullosa para tratar de arrebatarle un secreto.

De pie junto a un pino, contemplaba con cierta decepción el edificio fuertemente influido por el estilo trovador, que él siempre había detestado, cuando oyó a una amable voz decir:

—A mí nunca me ha gustado mucho esta construcción. Está demasiado presente el gusto de los príncipes bávaros por una Edad Media al estilo de Richard Wagner. Sin llegar a los delirios del desdichado rey Luis II, ésta recuerda un poco que nuestra Isabel era prima suya y lo quería mucho.

Envuelto en una capa de loden, con un sombrero de fieltro encasquetado en la cabeza y un bastón en la mano, el señor Lehar miraba a su compañero de viaje con una sonrisa maliciosa.

—No me había dicho que era un admirador de Sissi.

—En realidad, no lo soy, pero cuando vienes aquí es casi imposible escapar a la magia que rodea su recuerdo. Sobre todo cuando lo que buscas es precisamente ese recuerdo. Un personaje importante, que es cliente mío, le profesa una especie de pasión póstuma y me ha encargado buscarle objetos que le pertenecieron.

—Abundan, desde luego, pero me extrañaría mucho que aceptaran venderle alguno.

—Yo tampoco tengo esperanzas, aunque nunca se sabe. Pero, de todas formas, me gustaría conocer a antiguos fieles…

—¿Más o menos necesitados? Eso es perfectamente posible, y son muchos los que frecuentan este parque. Mire, ahí hay una —añadió el músico, señalando discretamente a una dama vestida de terciopelo negro que acababa de salir del edificio de mármol y permanecía de pie, con las manos metidas en un manguito, bajo el pequeño mirador por el que trepaba una parra de un bello rojo intenso cuyas hojas empezaban a alfombrar el suelo.

—No parece estar necesitada —observó Morosini, que había reconocido a la condesa Von Adlerstein.

—No lo está, en efecto, e incluso intenta aliviar muchas miserias, pero quizá le sea útil. Venga, voy a presentársela —dijo, al tiempo que se acercaba a ella.

Aldo, tras una breve vacilación, no tuvo más remedio que seguirlo. Después de todo, podía ser interesante ver qué acogida se le dispensaba.

El compositor recibió una inmejorable. La anciana dama lo obsequió con una amplia sonrisa, que se borró cuando tuvo a Morosini al alcance de su vista. Éste consideró necesario tomar la delantera:

—Es usted demasiado impetuoso, querido maestro —dijo, inclinándose ante la condesa de un modo que habría satisfecho a una reina—. Ya he tenido el honor de ser presentado a la señora Von Adlerstein… y no estoy seguro de que un nuevo encuentro sea de su agrado.

—¿Por qué no, siempre y cuando no pida usted lo imposible, príncipe? Después de que se marchara, sentí ciertos remordimientos. Ese día estaba nerviosa y lo pagó usted. Lo lamento.

—No hay que lamentar nunca nada, señora, y mucho menos un impulso generoso. Usted quiere proteger a su amiga, pero le doy mi palabra de que yo no le deseo ningún mal, sino todo lo contrario.

—Entonces me equivoqué de medio a medio —dijo ella, sacando del manguito un fino pañuelo con el que se dio un ligero toque en la nariz con un ademán desenvuelto que quitaba a sus palabras toda noción de arrepentimiento—. ¿Piensa quedarse algún tiempo? —añadió inmediatamente—. Yo creía que se había ido con su amigo el arqueólogo.

«Decididamente, tiene unas ganas locas de librarse de ti», pensó Morosini. No obstante, contestó de buen humor: —Estamos todavía aquí precisamente porque él es arqueólogo. Le apasiona la antigua civilización llamada de Hallstatt, y como llevábamos mucho tiempo sin vernos, voy a quedarme unos días más con él.

Aldo habría jurado que, al oír el nombre de Hallstatt, la señora Von Adlerstein se había estremecido. Tal vez eso fuera sólo una impresión, pero sí era real que el nerviosismo había vuelto a apoderarse de ella.

—¿Y cómo es, entonces, que no están juntos?

—Porque me ha abandonado, condesa —respondió Morosini con una amabilidad infinita—. Ayer, en el hotel, tuvimos el placer de conocer mejor a su sobrino nieto. El señor Von Apfelgrüne ha insistido en acompañar a mi amigo al yacimiento, y como su coche es de dos plazas, me he visto reducido a vagar por Ischl. Con cierta alegría, lo confieso.

—¡Cielo santo! ¡Sólo nos faltaba que a ese botarate le diera ahora por la arqueología! ¡Si ni siquiera es capaz de diferenciar un fósil de un sillar! Espero tener el placer de volver a verlo uno de estos días, príncipe. Y usted, querido maestro, venga a Rudolfskrone cuando tenga tiempo.

—No tardaré en aprovechar su permiso —se apresuró a decir el músico, un poco ofendido por haber sido dejado de lado con tanta ligereza—. Le contaré novedades de su pariente el conde Golozieny. Coincidimos en Bruselas y…

Ella ya estaba bajando el camino en pendiente que llevaba a la Kaiser Villa, pero se volvió para decir:

—¿Alejandro? Lo vi hace poco, pero de todas formas venga a hablarme de él mientras tomamos una taza de té.

La condesa prosiguió su camino sin volverse de nuevo.

—¡Qué actitud tan extraña! —dijo Lehar, desconcertado—. ¡Una mujer que es siempre la gracia en persona!

—La culpa es mía, querido maestro. Tengo la desgracia de desagradarle, eso es todo. Debería haberme dejado al margen. Pero acaba usted de pronunciar un nombre que no me es desconocido. El conde…

—¿Golozieny? —completó el compositor sin hacerse de rogar—. No me sorprende que lo conozca. Ocupa no sé qué cargo en el gobierno actual, pero eso no le impide viajar mucho al extranjero. Le gusta París, Londres, Roma… y las mujeres bonitas. Que, según tengo entendido, le cuestan muy caras. Pero no diga nada de esto, sobre todo a la condesa; es húngaro, igual que ella, y son primos.

—Me temo que no va a brindarme muchas ocasiones de vernos.

—Yo arreglaría eso si tuviera tiempo, pero me vuelvo a Viena dentro de dos días. Así que, si quiere venir a casa, debe darse prisa. ¿Se marcha ya?

—No. Voy a quedarme un rato más… Me gusta este sitio.

—A mí también, pero tengo la garganta delicada y siento un poco de frío. Hasta pronto, espero.

Cuando el padre de La viuda alegre hubo desaparecido entre los árboles, Aldo consultó su reloj, dio dos o tres vueltas alrededor del pabellón de la emperatriz y después se dirigió tranquilamente hacia la ciudad. Eran casi las cinco y no tardarían en cerrar las verjas.

Cuando se reunió con Adalbert y su mentor en una de las mesitas de mármol blanco de Zauner, en una atmósfera a la vez anticuada y cálida que olía a chocolate y vainilla, los dos viajeros estaban haciendo desaparecer una increíble cantidad de dulces variados al paso que bebían una taza de chocolate tras otra.

—Parece que tienen hambre los dos.

—El aire libre abrir apetito —lo informó Apfelgrüne engullendo un enorme trozo de Linzertorte acompañado de nata—. ¿Dar buen paseo?

—Excelente. Mejor aún de lo que pensaba —añadió Aldo con una sonrisa dirigida a su amigo—. ¿Y su excursión?

—Maravillosa —respondió éste devolviéndole la sonrisa—. No tienes ni idea de lo interesante que ha sido. Incluso debería decir apasionante. Tanto, que voy a ir a pasar unos días allí. Deberías venir tú también.

A todas luces, él también había descubierto algo, y Morosini mandó mentalmente al infierno al malhadado Fritz por impedirles hablar con libertad. Hubo que esperar hasta que regresaron al hotel, pero en cuanto los dos hombres se quedaron solos las preguntas empezaron a salir disparadas:

—Bueno, ¿qué?

—Cuenta, cuenta. ¿Qué has averiguado?

—Sé quién es Alejandro —dijo Aldo—. En cuanto a la casa de anoche, acaba de cambiar de propietario y no han podido informarme acerca del nuevo. Aparte de eso, me he encontrado con la señora Von Adlerstein y no le ha hecho mucha gracia que Manzana Verde te haya llevado a visitar Hallstatt.

—Lo contrario me extrañaría. Hallstatt es un pueblo extraordinario, magnífico, fuera del tiempo, y se tienen encuentros inesperados. ¿Sabes a quién he visto llegar mientras tomábamos una cerveza en el albergue? Al viejo Josef, el mayordomo de la condesa. Ha tomado un camino que avanzaba entre las casas, pero no he podido seguirlo a causa de mi compañero.

—¿Y él no te ha comentado nada?

—No. Ni siquiera parecía sorprendido. Según él, Josef tiene amigos allí y no hay más vueltas que darle al asunto.

—No se puede decir que el chico sea una lumbrera —gruñó Morosini—. Yo propongo que nos traslademos allí mañana mismo. Pero ¿qué vamos a hacer con él?

—Si hoy la suerte nos ha dirigido algunas sonrisas, no va a dejar de hacerlo de la noche a la mañana.

—¿Tú crees que nos librará de él?

—¿Por qué no? Yo soy de los que creerán toda su vida en Papá Noel.