4. En el que Morosini mete la pata

Cuando, tres días más tarde, Aldo bajó del tren en la estación de Salzburgo, no estaba de buen humor. No le gustaba perder el tiempo, y el rodeo que había dado por París tan sólo le había aportado largas horas de reflexiones solitarias. Seguía sin saber, efectivamente, qué había sido de Adalbert Vidal-Pellicorne.

En el piso de la calle Jouffroy custodiado por dioses egipcios, sólo había encontrado a Théobald, el fiel sirviente del arqueólogo, pero éste, instruido en la escuela de un maestro que casi siempre tenía algo que ocultar, se había mostrado más hermético que un sarcófago tebano. Pese a estar encantado de ver de nuevo al príncipe, Théobald se limitó a responder a sus preguntas con un sí o con un no, sin comprometerse más. Sí, el señor había vuelto de Egipto, donde su estancia se había prolongado más de lo previsto. No, no estaba en París, y sí, su servidor ignoraba dónde podía encontrarse en ese momento.

Sin embargo, a fuerza de acribillarlo a preguntas, Morosini, uno de cuyos antepasados había formado parte del Consejo de los Diez y que en ese terreno poseía una fuerza indiscutible, había acabado por enterarse de que su amigo no había regresado directamente del Cairo. Aldo consiguió sonsacarle otra pequeña información: el señor viajaba con una dama. Pero, respecto a cuál era su destino, Théobald, al borde de las lágrimas, juró por lo más sagrado que no lo sabía, y el interrogatorio terminó ahí.

Estaba también el detalle del coche, pero, según Théobald, Vidal-Pellicorne se lo había prestado a un amigo. Así pues, Morosini no tuvo más remedio que conformarse con informaciones demasiado incompletas para satisfacerlo.

En el andén de la estación, saludó a un viajero frente al cual había cenado la noche anterior en el vagón restaurante. Era un hombre de unos cincuenta años, delgado y elegante, amabilísimo y de una sencillez bastante sorprendente en alguien tan célebre: se llamaba Franz Lehar y, tras una breve estancia en Bruselas y en París, iba a descansar un poco a su villa de Bad Ischl.

Como sabía que su compañero de una noche se dirigía también a la famosa estación balnearia, el padre de La viuda alegre y El conde de Luxemburgo le propuso compartir el coche que había ido a buscarlo a la estación.

—Hay unos sesenta kilómetros y será más agradable que tomar otro tren.

—Aceptaría con muchísimo gusto, maestro, si no hubiera planeado hacer una parada en Salzburgo.

—En tal caso, no deje de venir a verme cuando llegue. Siento una verdadera pasión por los objetos antiguos y usted habla de ellos como nadie. Ah, ahora que lo pienso, no intente alojarse en el Gran Hotel Bauer; cierra a finales de septiembre. Pero estará tan bien o incluso mejor en el Kurhotel Elisabeth, situado a orillas del Traun y casi enfrente de mi casa. Es un establecimiento que goza de una antigua reputación y se preocupa poco de las temporadas, pero que sólo admite clientes de calidad. Un recuerdo de los tiempos en que la Corte frecuentaba Ischl. Y aquí vaya al Österreichischer Hof. También está a orillas de un río, lo que resulta muy agradable.

Morosini le dio las gracias y se guardó mucho de añadir que, si quería quedarse unas horas en la ciudad natal de Mozart, no era para escuchar un concierto sino para conseguir un coche, preferentemente sin chófer, a fin de tener libertad de movimientos. Además, si bien el compositor austrohúngaro era tan encantador como su música, también era muy hablador, lo que aconsejaba relacionarse con él con moderación.

Al entrar en el antiguo hotel pomposamente denominado La Corte de Austria, en el que nada había cambiado desde su fundación, Morosini percibió una atmósfera tan solemne y un tono tan sigiloso que por un instante se preguntó si no se trataría de una sucursal imprevista de la Hofburg. El vestíbulo, pesadamente amueblado en estilo Biedermeier, era por sí solo una profesión de fe.

El personal hacía juego. Un portero con aires de primer ministro lo recibió antes de confiarlo a un lacayo dotado de la gravedad de un chambelán y a un maletero que poseía la austeridad de un camarero del papa. Éstos condujeron al viajero hasta una gran habitación del primer piso, cuyas ventanas daban al muelle Isabel y a las aguas ligeramente torrenciales del Salzach. Más allá, dominada por la antigua fortaleza de los príncipes-obispos, Hohensalzburg, a la que sólo se podía llegar en funicular o por caminos de herradura, la ciudad de Mozart extendía su esplendor barroco, sus cúpulas, sus campanarios y la gracia de las colinas que lo enmarcaban y que el otoño vestía de oro y cobre.

Asomado al balcón, Morosini, que no había estado nunca en Salzburgo, la admiraba sin reservas cuando el petardeo de un motor deportivo, capaz de romper cualquier encanto, primero atrajo su atención vagamente y luego lo sobresaltó: un pequeño descapotable rojo vivo, tapizado en piel, doblaba la esquina del muelle con la evidente intención de aparcar delante del hotel. Aldo reconoció un Amilcar e inmediatamente estuvo dispuesto a jurar que las prendas de piel del conductor y sus grandes gafas cubrían la persona del egiptólogo al que buscaba por doquier.

No perdió tiempo en conjeturas, bajó a toda velocidad y aterrizó en el vestíbulo justo en el momento en que la gorra era retirada con mano enérgica, liberando los rizos de color paja y más revueltos que nunca de Adalbert Vidal-Pellicorne, cuyos ojos azules se agrandaron a causa del asombro cuando Morosini entró en su campo visual.

—¿Tú? Pero ¿qué haces aquí?

—Yo podría hacerte la misma pregunta. Es más, preguntas tengo un montón.

—Vamos a tener todo el tiempo del mundo para eso. Me alegro de verte.

Eran palabras que salían del corazón, y el vigoroso abrazo que siguió acabó de disipar la mala impresión que Aldo arrastraba desde París.

—Las he pasado canutas desde que nos separamos, ¿sabes? —suspiró Adalbert mientras tendía su pasaporte al recepcionista antes de girar sobre sus talones para seguir al lacayo-chambelán—. No te puedes ni imaginar de dónde salgo.

—¡A ver si lo adivino! Yo creo que vienes de Viena, aunque no hace mucho te pudrías sobre la paja húmeda de una prisión egipcia —recitó Morosini sin lograr reprimir una sonrisa de satisfacción al observar el estupor de su amigo.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo de Viena es fruto de mis deducciones personales, pero de tu aventura faraónica ha sido Simon quien me ha puesto al corriente.

—¿Lo has visto?

—La semana pasada, precisamente en Viena. Admiramos juntos una magnífica representación de El caballero de la rosa. Por cierto, podrías haberte tomado la molestia de escribirme. Entre amigos no está prohibido.

—Lo sé, pero… hay cosas que es preferible contar de viva voz. Además, detesto escribir.

—Te tenía por hombre de letras además de arqueólogo… y de otra cosa que no menciono.

—Redactar una obra o comunicados a tal o cual academia se me da bien, pero la correspondencia tipo Sévigné me horroriza.

El lacayo acababa de abrir ante ellos la puerta de una habitación contigua a la de Aldo. Adalbert asió a éste del brazo para hacerlo entrar.

—Vas a contarme todo eso mientras yo me doy una ducha y me cambio.

—¡Ni hablar! Yo también tengo que ducharme. Para que te enteres, acabo de bajar del Arlberg-Express y todavía tengo que conseguir un coche antes de cenar. Hablaremos en la mesa.

—¡Un momento! ¿Para qué quieres un coche? El mío está abajo.

—He asistido a tu llegada, pero, como no sé cuáles son tus planes, permíteme que yo me ocupe de los míos —dijo Morosini con una hipocresía absoluta.

—No tengo nada que hacer aparte de volver a París. Si nos necesitas a mí y a mi vehículo, estamos a tu disposición. Por cierto, ¿por qué estás en Salzburgo?… ¿Y qué fuiste a hacer a la Ópera con Simon? —añadió Vidal-Pellicorne, en cuyos ojos había aparecido súbitamente un brillo receloso—. ¿No sería por casualidad para un asunto relacionado con… con una…?

No se atrevía a pronunciar la palabra porque el lacayo, fiel a su personaje, se alejaba por el pasillo con una lentitud solemne. Aldo desplegó una amplia sonrisa.

—Apuesta a que sí y ganarás —dijo alegremente—. Pero, lo quieras o no, vas a tener que esperar hasta la cena. Necesito un buen baño.

—¿Te parece bonito darme largas?

—¡Ésta sí que es buena! Mira, amigo, yo llevo una semana haciéndome preguntas sobre ti, y la pequeña entrevista que mantuve anteayer con tu precioso Théobald no cambió nada. Desde luego, puedes estar orgulloso de él: es más discreto que un confesor.

—¿Has estado en mi casa?

—¡Brillante deducción! Todo lo que pude sacarle después de haberlo sometido a un interrogatorio es que te habías ido de vacaciones con una dama. Así que espera hasta la cena.

Adalbert no insistió, pero, para sorpresa de su amigo, se puso de repente colorado como un tomate y se metió en su habitación.

—Como quieras —masculló—. Nos veremos a las ocho.

Y la puerta se cerró tras él.

Los dos hombres vestidos con esmoquin se sentaron a una mesa en el Roten Salón, el nombre que el hotel salzburgués, llevado por su devoción al régimen imperial, había puesto a uno de sus dos restaurantes. Como conocía bien la ciudad y el Österreichischer Hof, donde solía alojarse, Adalbert se había encargado del menú. También fue él quien abrió fuego, aprovechando que todavía estaban los dos solos en una esquina de una sala medio vacía.

—Me perdonarás que no respete el orden que deseas, pero lo que me ha sucedido en los últimos meses no es, ni de lejos, tan apasionante como nuestras relaciones con Simon. Cuéntame qué hicisteis juntos en la Ópera, por favor.

Sin contestar, Morosini se puso a beber el Gespritzer[5] que les habían servido como aperitivo, lo que tuvo la virtud de impacientar todavía más a Adalbert.

—Bueno, ¿de qué hablasteis? —insistió—. ¿Ha encontrado la pista del ópalo o del rubí?

—Del ópalo. De hecho, hasta me brindó la oportunidad de contemplarlo… de lejos, sobre una dama de gran porte aunque muy misteriosa.

Y, sin hacerse más de rogar, relató su velada operística, aunque deteniéndose deliberadamente, con un perverso sentido del suspense, en el momento en que Aronov y él se habían percatado de la desaparición de la mujer vestida de encaje negro.

—¡Desapareció! —exclamó Adalbert—. Eso quiere decir que la perdisteis.

—En realidad, no…, o todavía no. Resulta que, casualmente, yo la había visto por la tarde en la cripta de los capuchinos.

—¿Y qué hacías allí?

—Una visita. Siempre que viajo a Viena, voy al «trastero de reyes» para depositar unas violetas sobre la tumba del pequeño Napoleón. Es mi mitad francesa la que habla en esos momentos.

Siguió el relato, más dramático aún puesto que el tema se prestaba a ello, de la extraña conversación, tras lo cual Morosini describió su carrera por las calles de Viena tras las ruedas de una calesa cerrada.

—¿Y adonde llegaste? —susurró Vidal-Pellicorne, tan apasionado que había olvidado a medio camino entre el plato y su boca el trozo de anguila ensartado en el tenedor.

—A una mansión que no tuve ninguna dificultad en reconocer porque había ido previamente a ella. Y cuando, en la Ópera, Simon me dijo a quién pertenecía el palco donde estaba la desconocida, no me resultó difícil hacer la asociación. Pero tú también conoces ese palacio.

—Dime su nombre y veremos si es verdad.

El trozo de anguila desapareció, pero estuvo en un tris de reaparecer cuando Morosini dejó caer, con una sonrisa impertinente:

—Adlerstein. Está en Himmelpfortgasse… ¡Caramba! Bebe un poco, si no, vas a ahogarte —añadió ofreciéndole un vaso de agua a su amigo, a quien, en su lucha contra el trozo rebelde, se le había quedado el rostro amoratado—. ¿Qué pasa? No creí que fuera a causarte ese efecto.

Adalbert rechazó el agua y tomó un sorbo de vino.

—No has sido tú…, ha sido… este bicho. ¡Tiene espinas, fíjate! En cuanto a ese palacio, como no he puesto nunca los pies en él, no lo conozco.

—En tal caso, ¿cómo es que tu coche sí lo conoce? Lo vi allí…, o al menos lo entreví mientras un criado lo lavaba en el patio interior.

Si Morosini esperaba exclamaciones o protestas indignadas, iba a sentirse decepcionado. Adalbert se limitó a mirarlo mientras se tocaba la punta de la nariz con expresión de perplejidad, pero no contestó. Aldo volvió entonces a la carga:

—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? Si estaba aparcado allí, no sería sin ti.

—Sí. Lo había prestado.

—¿Prestado? ¿Puedo preguntarte a quién?

—Te lo diré enseguida. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que lo mejor es que te cuente ahora mis aventuras personales. Así lo entenderás todo mejor.

—Te escucho.

—Bien. Te enteraste de que en Egipto estuve a punto de ser víctima de un error judicial, ¿no?

—Sí. Te acusaban de haber robado una estatuilla que afortunadamente acabó por aparecer.

—Afortunadamente, no. Más bien por casualidad, en un rincón de la tumba, a la que debió de volver sólita. El verdadero ladrón, que sospecho quién puede ser, la dejó allí cuando le entró miedo después de que se produjera la extraña muerte de lord Carnavon.

—Sí, me enteré de esa curiosa muerte. Una picadura de mosquito, por lo que dijeron.

—Que provocó una erisipela mortal, pero son muchos los que creen ver en esa muerte una especie de maldición sobre los que no han hecho caso de la inscripción descubierta en la entrada de la tumba: «La muerte tocará con sus alas a quien moleste al faraón». Hubo una o dos más desapariciones inexplicables y, te lo repito, nuestro hombre debió de morirse de miedo.

—¿Tú crees en esa maldición?

—No. El pobre Carnavon murió el 5 de abril, y entonces la sala que contiene el sarcófago ni siquiera estaba abierta. Pero a mí eso me sacó de la cárcel. Para serte franco, yo me habría llevado con mucho gusto esa estatuilla y no la habría devuelto jamás…, aunque hubiera tenido que exponerme a sufrir la cólera del difunto. ¡Merecía condenarse por ella! —suspiró el egiptólogo con la voz quebrada por la emoción—. Una encantadora esclava desnuda, de oro puro, presentando una flor de loto. ¡La más pura expresión de la belleza femenina! Y cuando pienso que ese miserable la tuvo en sus manos durante semanas y que…

—¡Para! —lo interrumpió Aldo—. Si te embarcas en esa historia, no salimos de ahí. Volvamos al punto de partida: tu coche milagrosamente transportado a Viena. O sea, que mejor comienzas el relato después de tu liberación.

—De acuerdo. Huelga decir que la expedición y las autoridades inglesas me pidieron disculpas. Para hacerse perdonar, incluso me pidieron que escoltara hasta Londres un envío destinado al Museo Británico.

—¡Curioso honor! Tú habrías preferido llevarlo al Museo del Louvre, supongo.

—Por supuesto, e incluso me pregunté si no sería otra trampa, puesto que lord Carnavon se había comprometido a entregar a los egipcios la totalidad del producto de sus excavaciones. Pero Cárter, que sigue vivito y coleando, quería que su país disfrutara un poco de sus hallazgos, y como es él el descubridor… Así que partí para Londres, donde me dispensaron un gran recibimiento y donde tuve el placer de ver a nuestro amigo Warren.

—¡El pobre! ¿Has visto lo que le ha pasado? Nuestra Rosa de York ha desaparecido otra vez.

—Ésa, amigo mío, es la menor de mis preocupaciones. Y por favor, no cambiemos de tema —dijo Adalbert—. Como te decía, me trataron de maravilla y hasta regresé a Francia con sir Stanley Baldwin, que iba en visita oficial. Gracias a eso, tuve el honor de ser invitado a la gran recepción ofrecida por lord Crewe, el embajador de Gran Bretaña en París, y allí fue donde tuve un encuentro inesperado con una encantadora joven en apuros. Había salido a fumar un puro a los jardines cuando fui testigo de una desagradable escena: un tipo estaba maltratando a una mujer para obligarla a besarlo.

—Y tú acudiste volando en su ayuda —dijo Morosini.

—Tú habrías hecho lo mismo fuera quien fuese la dama, pero yo sacudí al bribón con más entusiasmo porque acababa de reconocerla: era Lisa Kledermann.

De pronto, a Aldo se le pasaron por completo las ganas de reír.

—¿Lisa? ¿Qué hacía allí?

—Es íntima de una de las hijas del embajador, y como había ido a París de compras, no necesitó que la invitaran puesto que se alojaba en casa de su amiga.

Morosini recordó que, en Londres, Kledermann le había dicho que su hija tenía muchos amigos en Inglaterra.

—Y el agresor, ¿quién era?

—Oh, nadie. Un agregado militar cualquiera, convencido de que un uniforme basta para seducir. Pero se marchó sin rechistar; no era un gran luchador.

—¿Y… Lisa?

—Me dio las gracias y después estuvimos charlando… de todo un poco. Fue muy agradable —dijo, suspirando, Adalbert, cuya mente estaba evadiéndose hacia las reminiscencias de aquella velada en un jardín nocturno.

—¿Está bien?

Adalbert sonrió como un bendito sin darse cuenta de que el tono de Aldo se volvía cada vez más imperioso.

—Muy bien… Es una chica deliciosa. Nos vimos dos o tres veces: una comida, un concierto al que la llevé, un desfile de alta costura…

—En resumen, ya no os separasteis. Y como eso no era suficiente, decidisteis iros juntos… de vacaciones.

El tono francamente acerbo acabó por traspasar la especie de mullido capullo en el que Vidal-Pellicorne se revolcaba desde hacía unos instantes. Se estremeció y miró a su amigo con la expresión un poco alelada de alguien que acaba de despertar: los ojos de color acero estaban volviéndose verdes, lo que en Morosini siempre indicaba tormenta.

—Pero ¿qué estás pensando? Hemos trabado verdaderos lazos de amistad. Por supuesto, hablamos un poco de ti…

—¡Qué amables!

—Yo creo que ella te aprecia a pesar de la forma en que os despedisteis y que sigue añorando Venecia.

—Nadie le impide volver. Bien, ¿qué me dices del viaje?

—Voy a eso. Un servicio del que ya te he hablado con medias palabras me pidió que fuera a dar una vuelta por Baviera para observar las maniobras de un tal Hitler, que se ha lanzado recientemente a atacar verbalmente a la República de Weimar y que congrega a bastante gente a su alrededor. Pero, para no atraer la atención sobre mí, me pidieron que fuera como turista y, por lo tanto, en coche. Lo mejor era que llevase a alguien conmigo, y como Lisa tenía que ir a Austria para el cumpleaños de su abuela, la idea de hacer el viaje en mi coche le pareció divertida y lo hicimos… como amigos —precisó Vidal-Pellicorne lanzando una mirada inquieta al semblante tormentoso de su amigo.

—Y aunque te habían enviado a Alemania, ¿fuiste hasta Viena?

—No. Hasta Múnich, donde mi trabajo me retuvo más de lo que pensaba. Así que, para no retrasar a Lisa, le presté el coche a fin de que llegara a Bad Ischl a tiempo. A pesar de lo mucho que le apetecía, al principio rechazó mi ofrecimiento porque después tenía que ir a Viena, pero la convencí diciéndole que yo iría a recoger el coche allí cuando hubiera terminado. Y eso es lo que acabo de hacer. Añado que no he visto a Lisa; cuando yo llegué, acababa de irse para asistir a un baile en Budapest. Ahora ya lo sabes todo.

—¿Sabía ella lo que ibas a hacer en Alemania?

—¡Ni pensarlo! Le hablé de la organización de un congreso de arqueología, de que a lo mejor daba unas conferencias…

—¿Y ella te creyó?

Adalbert clavó en los ojos de Aldo una mirada absolutamente cándida.

—No tenía ningún motivo para no creerme. Ya te he dicho que somos excelentes amigos.

—¡Pues tienes más suerte que yo! Ahora dejemos todo eso a un lado y ocupémonos de ese condenado ópalo. ¿Se te ocurre algo para convencer a la dama de la máscara de encaje de que nos lo venda?

—¿Cómo quieres que se me ocurra? La conozco todavía menos que tú, puesto que ni siquiera la he visto. Lo mejor es ir mañana mismo a Ischl. La señora Von Adlerstein debe de seguir allí, porque cuando he ido esta mañana a buscar el coche todavía no había vuelto a Viena.

Al día siguiente, mientras el pequeño Amilcar rojo recorría los cincuenta y seis kilómetros que separaban Salzburgo de Bad Ischl a través de un encantador paisaje de colinas arboladas y de lagos, Aldo dejaba vagar su mente en torno a su antigua secretaria. Si no hubiera tenido la evidencia, jamás habría podido creer en una «Mina» que asistía a un baile húngaro, que era cortejada en el jardín de una embajada por un vivaracho oficial, que conducía un coche deportivo y, por último, que viajaba en compañía de Adalbert, del que Morosini se preguntaba, sin osar realmente formularse la pregunta, si no estaría enamorándose de ella. Y lo que aún comprendía menos era por qué todo eso le resultaba tan desagradable.

De pronto se dio cuenta de que pensando en Lisa como mujer estaba dando la espalda a una evidencia: debía de encontrarse en Viena durante la estancia de la dama misteriosa y por lo tanto conocerla. En vez de ir a asediar a una anciana condesa que quizá no se dejaría convencer, tal vez fuera mucho más sencillo recurrir a su nieta.

—¡Qué demonios! —dijo en voz alta, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Al fin y al cabo ha trabajado conmigo durante dos años, y muy bien. Si alguien puede informarnos, es ella.

Sin apartar la vista de la carretera, Adalbert se echó a reír.

—¿Tú también crees que Lisa sería la mejor fuente de información para nosotros? Lo difícil va a ser dar con ella.

—Eso debería ser pan comido para ti, puesto que sois tan buenos amigos —dijo Morosini con una pizca de amargura.

—No más que para ti. Esa chica no para ni un momento y no tengo ni idea de los planes que tiene.

—Le has prestado tu querido coche, le has hecho de galán durante…

—Quince días, ni uno más.

—¿Y no te ha dicho adonde pensaba ir después de Budapest?

—Pues no. Y admito que se lo pregunté, pero contestó de una manera muy vaga: tal vez a hacer un recorrido por Polonia, donde tiene amigos, o acaso a Istanbul…, a no ser que se decidiera por España. Tuve la impresión de que no quería mezclarme más en su vida. Es muy independiente… Y además, quizá ya estaba cansada de verme.

Como por arte de magia, Aldo se sintió de un humor espléndido que conservó el resto del viaje. Incluso se había permitido el lujo de pronunciar un «No, hombre, no» absolutamente hipócrita.

Ischl debía su fama a sus fuentes saladas naturales y a un manantial de aguas sulfúreas. La Corte había escogido esa bonita ciudad situada en la confluencia del Ischl y el Traun como residencia estival, y la aristocracia que acompañaba a la familia imperial la había convertido en una de las principales estaciones balnearias de Europa, así como en una de las más elegantes, adonde no era infrecuente que los mejores artistas fuesen a actuar ante un público de cabezas coronadas.

Decían que Francisco José y más tarde sus hermanos debían su venida al mundo a los baños salinos prescritos a la archiduquesa Sofía, su madre, por el doctor Wirer-Rettenbach. Y, lo más importante, allí había tenido lugar «el» romance imperial: los esponsales decididos en unos minutos del joven emperador y su encantadora prima Isabel, cuando el matrimonio con la hermana mayor de ésta, Elena, ya había sido anunciado.

Aunque la monarquía ya no fuera más que un recuerdo, había un sinnúmero de nostálgicos. Durante la temporada de los baños, muchos y, sobre todo, muchas iban a soñar al parque o ante las columnas de la Kaiser Villa, el castillo vagamente griego donde se había desarrollado el acontecimiento, pero en otoño aún quedaban algunos y ésos eran los más fervientes, sombras de la antigua Corte en busca de las horas pasadas, cuando representaban un papel en el espectáculo que se ofrecía al emperador, la emperatriz y su séquito.

Por lo demás, en Ischl el tiempo parecía haberse detenido, sobre todo entre las mujeres. Poco maquillaje o ninguno, ausencia total de cabellos cortos y todavía muchas faldas largas mezcladas con los trajes regionales tradicionales.

—¡Increíble! —murmuró Morosini cuando el Amilcar se detuvo frente al hotel, en un sitio que una calesa acababa de dejar libre—. De no ser por este artefacto, tendría la impresión de ser mi propio padre. Recuerdo que vino a Ischl dos o tres veces.

—Los de aquí no están locos. Saben muy bien que los recuerdos del imperio representan su mejor publicidad. Este hotel lleva el nombre de Isabel, los balnearios el de Rodolfo o Gisela, el panorama más espléndido el de Sofía… Sin contar las plazas Francisco José, Francisco Carlos, etcétera. En cuanto a nosotros, vamos a instalarnos, a comer y a esperar a que sea una hora oportuna para ir al castillo de Rudolfskrone, que los Adlerstein hicieron construir cuando su vieja residencia montañesa se volvió inhabitable como consecuencia de un desprendimiento de tierra.

—¡Sí que sabes cosas! —exclamó Morosini, admirado—. Y eso que esto no es Egipto.

—No, pero cuando se realiza un largo recorrido en compañía de alguien, hay que alimentar de alguna manera la conversación. Lisa y yo charlamos bastante.

—Es verdad, no me acordaba. ¿Y no sabrás por casualidad dónde está?

—En la orilla izquierda del Traun, en la ladera del Jainzenberg —respondió, imperturbable, Vidal-Pellicorne.

Demasiado grande para ser un pabellón de caza y más parecido, con sus galerías, su frontón y sus múltiples ventanas, a una villa palladiana, Rudolfskrone, rodeado de vegetación frente a una encantadora vista, ofrecía una imagen sonriente. Resultaba fácil comprender por qué la señora Von Adlerstein pasaba muchas temporadas allí y alargaba su estancia hasta bien entrado el otoño. Esa casa era más agradable para vivir que el palacio de Himmelpfortgasse.

Un mayordomo, que llevaba con una inmensa dignidad unas calzas de piel con lazos y una chaqueta de ratina verde abeto que habrían provocado un ataque de nervios a sus colegas británicos, recibió a los visitantes en el alto porche dominado por unas estatuas en equilibrio sobre un balcón.

Pese al contenido de las tarjetas de visita presentadas por los dos hombres, el sirviente manifestó dudas sobre la posibilidad de que fueran recibidos sin haberse anunciado previamente. La condesa estaba enferma. Pero Aldo, completamente decidido a no dejar que le dieran largas, preguntó:

—¿La señorita Lisa no está?

Fue mágico: una sonrisa iluminó la máscara severa del mayordomo.

—Ah, si los señores son amigos suyos, la cosa cambia. Ya me había parecido reconocer el pequeño coche rojo que tuvimos aquí hace poco…

—Se lo había prestado —precisó Adalbert—. Pero si la señora Von Adlerstein no se encuentra bien, no la moleste. Volveremos más tarde.

—Voy a intentarlo, caballeros, voy a intentarlo.

Unos instantes después, abría ante los dos hombres las puertas de un saloncito tapizado de damasco de color crudo, con grandes cortinas de seda descorridas que dejaban ver los árboles del parque. Numerosas fotografías con marcos de plata ocupaban un amplio espacio.

Una dama de cabellos blancos, pese a su cutis todavía liso, estaba tendida en una chaise longue con una escribanía sobre las rodillas. Al ver entrar a sus visitantes, se apresuró a dejarla a un lado. Éstos pensaron que, a juzgar por el largo vestido negro con el cuerpo de encaje que llevaba, debía de ser bastante alta. Su imagen era de otra época, la de las fotografías, pero sus ojos oscuros poseían una sorprendente vitalidad. En cuanto a la sonrisa que iluminó súbitamente su rostro, era la réplica exacta de la de Lisa.

Fue a Adalbert, hacia quien tendió sin vacilar una larga mano adornada con preciosos anillos, sobre la que éste se inclinó.

—Señor Vidal-Pellicorne —dijo—, es un placer conocerlo…, aunque lamento un poco su excesiva facilidad para acceder a los caprichos de mi nieta. Cuando la vi al volante de su coche, me quedé atónita, un poco admirada pero también inquieta. ¿No fue una imprudencia?

—En absoluto, condesa. La señorita Lisa conduce muy bien.

La anciana dama se volvió entonces hacia su otro visitante, a quien dirigió una sonrisa simplemente cortés.

—Pese al gran apellido que lleva, príncipe Morosini, no tengo el gusto de conocerlo. Sin embargo, parece ser que desde hace poco se dedica a asediar mi casa de Viena. Me han dicho que ha ido a preguntar por mí varias veces.

El tono seco daba a entender que la insistencia de Morosini no agradaba.

—Reconozco mi culpabilidad, condesa, y le pido infinitamente perdón, por eso y también por haber espiado literalmente su palacio.

Ella se sobresaltó y frunció el entrecejo.

—¿Espiado? Qué palabra tan malsonante… ¿Y le importa decirme por qué razón?

—Deseaba hablar con usted de algo de suma importancia, en lo que mi amigo aquí presente está tan interesado como yo.

—¿De qué?

—Ahora mismo lo sabrá, pero ¿me permite que le haga antes una pregunta?

—Hágala. Y tome asiento, por favor.

Mientras se sentaba en un sillón tapizado en damasco que la dama le señalaba, Aldo formuló la pregunta:

—Acaba de decir que no me conoce. ¿Es que la señorita Kledermann no le ha hablado nunca de mí?

—¿Debería haberlo hecho? Debe usted comprender —añadió la señora Von Adlerstein para suavizar un poco la insolencia de su observación— que Lisa conoce a mucha gente diseminada por toda Europa. El catálogo de sus amigos es inacabable. De modo que usted también ha coincidido con ella en algún sitio… ¿Dónde?

—En Venecia, donde vivo.

No le pareció útil decir nada más. Si Lisa —quizá porque no estaba orgullosa de ello— no había creído oportuno revelar sus actividades en casa de Morosini, no le correspondía a él hacerlo, a pesar de que se sentía humillado y un poco apenado por haber sido mantenido tan al margen de la vida real de la ex Mina.

—No me extraña —comentó la condesa—. Le gusta mucho esa ciudad y tengo entendido que la visita con frecuencia. Pero, por favor, hablemos de ese gran deseo que tenía de hablar conmigo.

Morosini guardó silencio un instante para escoger cuidadosamente las palabras.

—El pasado diecisiete de octubre —se decidió por fin— asistí en el palco de Louis de Rothschild y en compañía del barón Palmer a una representación del Caballero de la rosa. Había ido desde Italia invitado por el barón y con la única finalidad de escuchar esa ópera. Aquella noche, después de levantarse el telón, vi entrar en su palco a una dama muy elegante, y muy impresionante también. Es sobre esa dama sobre lo que deseaba hablar con usted, condesa. Quisiera conocerla.

—¿Y le importa decirme por qué? —Esta vez, el tono era altanero, pero Morosini fingió no percatarse de ello—. ¿Por romanticismo tal vez? Usted es veneciano, y el misterio que sugiere esa mujer espolea su curiosidad y su imaginación, ¿no es así? —añadió la condesa.

«Decididamente, no le gusto. El tipo de Viena ha debido de prevenirla contra mí», pensó Morosini, que, dada la situación, decidió coger el toro por los cuernos y ser franco.

—Si me atribuye sentimientos, señora, tenga la bondad de escogerlos menos fútiles. Se trata de un asunto importante, yo incluso diría que grave. Esa dama posee una joya que necesito adquirir al precio que sea.

El estupor y la indignación dejaron muda a la condesa durante unos instantes, tras los cuales se disiparon para dejar paso a la cólera.

—¿Sentimientos menos fútiles? ¡Pero si es algo peor aún! La simple y vulgar codicia de un comerciante. ¡Una cuestión de dinero! Aunque no tengo el gusto de conocerlo, estoy al tanto de su reputación de negociante experto en joyas antiguas. Creo —añadió— que no tenemos nada más que decirnos. Salvo que pienso aconsejarle a mi nieta que elija mejor a sus amigos.

Aldo sintió una tentación casi irreprimible de decirle a la arrogante anciana a la cara que su preciosa nieta, disfrazada de cuáquera, había estado a sus órdenes durante dos años, pero apreciaba demasiado a la falsa holandesa para jugarle esa mala pasada. Prefirió, pues, tragar quina e intentar convencerla.

—Señora, señora, se lo ruego, no me condene sin escucharme. No se trata en absoluto de lo que usted cree y le juro que no me mueve la codicia ni la esperanza de obtener ganancia alguna. Esa joya, o al menos el ópalo que ocupa el centro, tiene una historia trágica, al igual que todas las piedras arrancadas de un objeto sagrado. Si, como me han asegurado, ésta la llevó la desdichada emperatriz Isabel, está claro que no escapa a la suerte habitual. Comprársela a esa dama es hacerle un favor, créame.

—O partirle el corazón. ¡Basta, príncipe! El asunto del que me habla es un secreto de familia y no voy a ser yo quien lo divulgue. Lo siento, pero no puedo dedicarle más tiempo.

Resultaba difícil insistir sin mostrarse grosero. No obstante, Adalbert intentó salir en defensa de su amigo:

—Permítame unas palabras, condesa. Todo lo que acaba de decir el príncipe Morosini es la expresión misma de la verdad. Él y yo estamos buscando varias piedras vinculadas a un antiguo objeto de culto. Hemos encontrado dos. Faltan otras dos, y el ópalo es una de ellas.

—No pongo en duda su palabra, caballero, ni tampoco la del príncipe. Pero, en tal caso, para comprar esa joya tendrán que esperar hasta que llegue a manos de los herederos de su propietaria, pues mientras ella viva no la tendrán. Adiós, caballeros.

Un timbre acababa de requerir la presencia del mayordomo, al que no hubo más remedio que seguir.

—¿Quieres decirme qué he hecho para darle miedo? —murmuró Morosini mientras se dirigían al coche.

—No lo sé, pero yo he tenido la misma impresión.

—¿He hecho mal en plantear el asunto tan abiertamente? Tengo la desagradable sensación de haber metido la pata.

—Quizá, pero no es seguro. Con este tipo de mujeres es mejor hablar claro. Tal vez deberíamos haberle preguntado simplemente dónde está Lisa. Su nieta podría ser más manejable.

—¡No te fíes! Además, es posible que no sepa nada. La condesa ignora que su querida nieta ha pasado dos años en mi casa.

—Y eso no lo digieres, ¿eh?

Estaban subiendo al coche cuando apareció una calesa que se detuvo justo delante del Amilcar. De ella surgió, cargado con una maleta, un joven al que Morosini reconoció al primer golpe de vista: su agresor de Demel. El reconocimiento fue, por lo demás, recíproco. Tras dejar la maleta prácticamente encima de los pies del mayordomo, el vehemente personaje se precipitó sobre Aldo.

—¿Otra vez usted? Creía haberle avisado, pero debe de ser duro de oído, así que se lo advierto por última vez: deje de correr detrás de ella o tendrá que vérselas conmigo.

Dicho esto, estaba ya girando sobre sus talones cuando Morosini, perdiendo la paciencia, lo agarró de la chaqueta gris ribeteada en verde y lo obligó a volverse hacia él.

—¡Un momento, muchacho! Está empezando a sacarme de mis casillas más de lo razonable, así que aclaremos las cosas de una vez por todas. Yo no corro detrás de nadie salvo quizá detrás de la señora Von Adlerstein, y me gustaría saber qué razones tiene usted para oponerse a ello.

—¡No se haga el inocente! ¡Esto no ha tenido nunca nada que ver con tía Vivi, sino con mi prima Lisa! Así que recuerde esto: yo, Friedrich von Apfelgrüne[6], estoy decidido a casarme con ella y no quiero seguir viendo pisaverdes, y encima extranjeros, rondando a su alrededor. ¡Y suélteme, está estrangulándome!

—¡Todavía no, pero lo haré si no me pide disculpas inmediatamente! —rugió Morosini sin aflojar ni un ápice la presión—. Nadie se ha permitido hasta ahora tratarme de pisaverde.

—¡Nu… nunca!

—Suéltalo —le aconsejó Adalbert—. Estás haciendo que esta manzana verde madure un poco deprisa.

—Vamos, a señor Fritz —intervino el mayordomo—, ¿es que no va ser nunca razonable? Sabe perfectamente que la señorita Lisa detesta su manera de emprenderla contra sus amigos cuando superan la edad de diez años. En cuanto a Su Excelencia, tenga la bondad de liberarlo. La señora condesa ya tendrá bastante disgusto cuando se entere de…

—Ya me he enterado, Josef —dijo la anciana dama, que acababa de aparecer en lo alto de la escalera apoyada en un bastón y envuelta en un chal—. Ven aquí, Fritz, y deja de hacer el imbécil. Acepte mis disculpas junto con las suyas, príncipe. Este joven pierde el juicio con todo lo que guarda relación con su prima.

Aldo no tuvo más remedio que soltar a su presa, inclinarse y ocupar su asiento junto a Adalbert, que al arrancar levantó unos guijarros del camino.

De regreso a la ciudad, los dos hombres circularon en silencio un rato, cada uno encerrado en sus propios pensamientos, hasta que Adalbert masculló:

—¿Te imaginas a Lisa casada con ese fantoche?

—¡Ni por un momento! Y espero que sea de esas personas que confunden sus deseos con la realidad. Pero, por lo que veo, Lisa te interesa mucho. Acabamos de sufrir un fracaso, ¿y tú estás pensando en ella?

—Sí, porque ahora es la única que puede ponernos sobre la pista de la dama del ópalo.

—Lo he estropeado todo —dijo Morosini—. No debería haber sido tan directo. Ahora ya no habrá manera de que nos diga dónde está Mina.

—¡Deja de llamarla así! ¡Me pone negro!… A lo mejor la abuela me lo dice a mí. Puedo intentar volver solo. Mañana, por ejemplo. Diré que tú te has ido.

Morosini, desanimado, se encogió de hombros.

—¿Por qué no? En el punto donde estamos…

El destino, sin embargo, tuvo la buena idea de socorrerlos enviándoles un ayudante inesperado.

Tras una cena tristona, compuesta de truchas y degustada en un comedor primero medio lleno y luego medio vacío, decidieron, para reconfortarse —al final del día había caído una lluvia fina, reemplazada más tarde por un viento cortante—, ir a tomar una copa o dos al bar, que era el único lugar un poco cálido de aquel hotel. Allí los esperaba una sorpresa bajo la figura del joven Apfelgrüne, encaramado en un taburete ante la alta barra de caoba y abriendo su corazón a un barman hastiado.

—¡Enviarme a dormir a un hotel, a mí, el nieto de… su propia hermana! ¡Decirme que no hay sitio para mí, cuando hay por lo menos… quince dormitorios en… esa maldita barraca! ¡Y yo me voy a un hotel! ¿Tú entiendes eso, Victor?

—No es la primera vez que le pasa, señor Fritz. Siempre ocurre lo mismo cuando la villa Rudolfskrone está llena de invitados.

—¡Pero es que… precisamente ahora… no hay invitados! ¡No he visto ni un alma allá arriba! Mi prima Lisa no está… y no hay nadie más, pero tía Vivi no me quería en su casa. Si al menos supiera por qué… Ponme otro schnaps, anda. Quizás eso me ayude.

Los dos hombres, que acababan de tomar asiento ante una mesa vecina, intercambiaron una de esas miradas de complicidad que no necesitan traducción porque ambos pensaban lo mismo: quizá sería fructífero ir a merodear alrededor de la casa. La condesa tenía miedo de algo o de alguien, y sin embargo, echaba a su sobrino nieto, que podía serle útil. Sin embargo, como una salida inmediata habría resultado como mínimo sorprendente, pidieron sendos coñacs y se instalaron más cómodamente para degustarlos mientras escuchaban el lamento de Fritz von Apfelgrüne, que, por cierto, se volvía cada vez más incomprensible a medida que desfilaban los vasitos de schnaps. Finalmente, lo que tenía de pasar pasó: Fritz se desplomó sobre la barra con la cabeza apoyada en los brazos, completamente dormido.

—¡Señor! —gimió el barman entre dientes—. Habrá que llevarlo a la cama.

—Le enviaremos al portero —dijo Morosini dejando unas monedas sobre la mesa.

—¿Los señores no se quedan un poco más?

—No, vamos a ir un rato a casa de un amigo.

—En tal caso, no tardaré en cerrar. Seguro que ya no viene nadie… ¡Con este tiempo!

Se había puesto otra vez a llover, en efecto. Se oía el repiqueteo de las gotas sobre la marquesina del hotel. Adalbert y Aldo subieron a sus habitaciones para coger gorras e impermeables y cambiar el esmoquin por un jersey de lana y unos pantalones de franela. Una vez equipados para protegerse del mal tiempo, bajaron al garaje en busca del coche y le subieron la capota.

—Está demasiado lejos para ir a pie —dijo Vidal-Pellicorne—. Seguramente podremos esconderlo entre los árboles a poca distancia del castillo. Después tendremos que continuar andando.

—¿Crees que hacemos bien emprendiendo esta expedición? —preguntó Morosini—. Quizás estemos imaginando cosas que no tienen nada que ver con la realidad.

—No lo creo. Si ha despachado a Fritz, que parece bastante buen chico y que debe de tenerle un gran cariño, es que su presencia le molestaba. Debe de esperar a alguien. Pondría la mano en el fuego.