Cuando el motoscaffo se deslizó sobre el agua, ya con el motor apagado, para acercarse a los peldaños del palacio Morosini, Celina salió del gran vestíbulo como una Erinia rolliza cada vez con más dificultades para atarse el vasto delantal inmaculado. Esa mañana, las cintas multicolores que flotaban habitualmente sobre su cofia napolitana que llevaba siempre eran todas rojas, como si el genio familiar de los Morosini exhibiera, a la manera de los corsarios y los piratas de antaño, el «sin cuartel», la larga y temible llama escarlata que indicaba al enemigo que el objetivo no era hacer prisioneros. Y su expresión decidida era tan firme que Aldo, inquieto esta vez, se preguntó de qué catástrofe acababa de ser víctima su casa.
Pero no tuvo tiempo de articular ni una sola palabra. Apenas hubo puesto el pie en la escalera, Celina lo agarró de un brazo para llevarlo al interior como si tuviera intención de ponerle grilletes. Naturalmente, Aldo intentó desasirse, pero ella lo tenía bien sujeto y él, desconcertado, a duras penas consiguió dirigir un vago saludo a Zacearía, que contemplaba la escena con expresión abatida, antes de atravesar el patio como un ciclón. Un momento después, la galopada vengadora de Celina acabó en la cocina, donde la voluminosa mujer consintió en soltar a su señor, y lo hizo con tanta precisión que éste aterrizó sobre un taburete. El choque le devolvió el habla:
—¡Menudo recibimiento! ¿Se puede saber qué mosca te ha picado para que me arrastres de esta manera sin siquiera darme tiempo de decir esta boca es mía?
—Era la única manera, si quería que hablaras conmigo antes que con nadie.
—¿Hablar de qué, por favor? Podrías dejarme al menos llegar tranquilamente y servirme una taza de café. ¿Sabes qué hora es?
Las campanas de Venecia tocando el ángelus de la mañana dispensaron a Celina de responder. Ella las acogió haciendo una amplia señal de la cruz antes de ir a buscar la cafetera, que estaba sobre un fogón, volver para plantarse en el otro lado de la gran mesa de roble encerado y llenar una taza puesta ya allí encima junto a un azucarero.
—Lo sé —dijo—, y confiaba en que vinieras en el tren de la mañana. A estas horas, todo el mundo duerme y se puede hablar. En cuanto al café, te lo he preparado porque sigo queriéndote, pero un hipócrita redomado como tú no se lo merece.
La sorpresa y la incomprensión hicieron que las cejas del príncipe se levantaran un centímetro largo.
—¿Yo soy un hipócrita redomado? ¿Y tú «sigues» queriéndome? ¿Qué significa todo esto?
Celina apoyó las dos manos en la madera encerada de la mesa y clavó en el recién llegado una negra y fulgurante mirada.
—¿Cómo llamas tú a un hombre que tiene secretos para la que se ha ocupado de él desde que nació? Yo creía que contaba un poco más para ti. ¡Pero no! ¡Ahora que soy vieja, ya no cuento para Su Excelencia! Su Excelencia tiene una prometida en alguna parte y no me considera digna de saberlo. Es verdad que no hay nada de lo que sentirse orgulloso. Es más, si yo fuera tú, hasta sentiría vergüenza.
—¿Que yo tengo prometida? —dijo Morosini sin salir de su asombro—. Pero ¿de dónde has sacado eso?
—De aquí mismo. De la habitación de las Quimeras, o sea, la menos agradable de la casa. Ahí es donde la he instalado. No querrías que la pusiera en tu cuarto, supongo, eso ya sería el colmo. O en el de tu pobre madre, puesto que tiene el descaro de querer ocupar su sitio. Estas chicas de hoy en día no tienen vergüenza… Pero tendrá que conformarse con eso… hasta esta noche. Sería indecoroso que una señorita durmiera bajo el mismo techo que su futuro esposo, aunque es verdad que el decoro y esa criatura no parecen casar muy bien… Bueno, la cuestión es que como seguramente es lo bastante rica para ir a un hotel, prometida o no, si ella se queda, la que se va soy yo.
Celina hizo una pausa para respirar. Aldo sabía desde siempre que, una vez que se había lanzado, era imposible detenerla y que la sensatez aconsejaba esperar pacientemente. Sin embargo, al ver que volvía a abrir la boca para proseguir su filípica, se levantó, fue directo hasta ella, la asió por los hombros y la obligó a sentarse.
—Si no me dejas decir nada, no nos entenderemos. Para empezar, dime cómo se llama… mi prometida.
—¡No me tomes por idiota! ¡Lo sabes mejor que yo!
—Ahí es donde te equivocas. Acabo de enterarme y estoy impaciente por saber más.
—Creo que será mejor que se lo explique yo —dijo la suave voz de Guy Buteau, que acababa de entrar en la cocina terminando de atarse el cinturón de la bata—. Pero, primero, debo pedirle que me disculpe, querido Aldo.
Quería ir a esperarlo a la estación con Zian y el motoscaffo, pero dormía tan profundamente que ni siquiera he oído el despertador —añadió, pasándose por la cara sin afeitar una mano que trataba de borrar las huellas del sueño—. Y es muy raro, porque no me pasa nunca.
—No se disculpe —dijo Aldo, estrechando las dos manos de su antiguo preceptor—, son cosas que a todos nos pasan alguna vez. Con una buena taza de café se recuperará enseguida —añadió, volviéndose hacia Celina con la suficiente rapidez para sorprender en su ancho rostro marfileño una fugaz sonrisa de satisfacción—. ¿No le servirías una infusión anoche?
Si esperaba desarmar a su cocinera-gobernanta, se equivocaba. Ésta levantó la barbilla y contestó, con los brazos en jarras:
—Pues claro que le di una infusión. Una deliciosa mezcla de azahar, tila y majuelo con una pizca de valeriana. Estaba hecho un manojo de nervios; tenía que dormir… y sobre todo no tomarme la delantera. Yo quería verte a solas y la primera.
—Pues lo has conseguido, Celina —dijo Aldo, suspirando, mientras se sentaba a la mesa—. Y ahora, ¿qué te parece si nos sirves un desayuno como Dios manda mientras charlamos? Por lo menos no me acusarás de intentar mantenerte al margen.
—Yo nunca he dicho eso…
Iba a subirse otra vez a la parra cuando Aldo, exasperado, dio un puñetazo en la mesa y se puso a gritar:
—¿Va a decidirse por fin alguno de vosotros a decirme quién está durmiendo en la habitación de las Quimeras?
—Lady Ferráis —contestó Guy, endulzando con generosidad su café.
—Repítamelo —dijo Aldo, que creía haber entendido mal.
—¿Le parece necesario? Lady Ferrals en persona llegó ayer por la mañana anunciándose como su futura, e inminente, esposa y prácticamente exigiendo que se le ofreciera hospitalidad.
—¡Nada de prácticamente! —rectificó Celina—. Lo exigió diciendo que te pondrías furioso cuando regresaras si dejábamos que se instalara en otro sitio.
—Esto es demencial. ¿Y de dónde venía?
—Del Havre, adonde llegó hace poco en el paquebote France. Vino directamente aquí. Parecía inquieta, nerviosa, y se sintió muy decepcionada por su ausencia. Parecía como si no hubiera dudado ni por un instante de que estaba esperándola.
—¿En serio? No la he visto desde… Londres, ¿y le parece raro que no esté aquí cuando ella decide presentarse? Es un poco excesivo, ¿no?
—A mí también me lo parece, pero ¿qué podía hacer? Por eso le mandé el telegrama.
—Hizo muy bien. Voy a aclarar todo este asunto.
—Lo que yo quisiera aclarar es lo que hay de verdad en todo esto —intervino Celina—. ¿Es tu prometida o no?
—No. Reconozco que el año pasado le propuse que se convirtiera en mi mujer, pero ese proyecto no pareció resultarle atractivo. De modo que no tienes ningún motivo para hacer las maletas, Celina. Mejor prepárame unos scampi para comer.
Morosini salió de la cocina y se dirigió hacia la escalera con la intención de ir a asearse un poco. En su habitación encontró a Zaccaria, ocupado en prepararle un baño como solía hacer siempre que volvía de viaje.
—Zaccaria, quisiera que fueses a saludar a lady Ferrals de mi parte y que le dijeras que tenga la amabilidad de reunirse conmigo a las diez en la biblioteca. ¿Entendido?
—Yo diría que está clarísimo. Un poco solemne, quizá.
El encargo no entusiasmaba al viejo mayordomo, quien, al contrario que su esposa, no discutía jamás una orden. Una vez que hubo cumplido ésta, volvió para decir que lady Ferráis estaba de acuerdo, sin más comentarios.
Aldo intentó disfrutar plenamente de su momento preferido del día, el del baño, fumando un cigarrillo mientras estaba sumergido en agua caliente perfumada con lavanda. Allí era donde reflexionaba mejor.
Durante todos los meses transcurridos, había pensado a menudo en Anielka. Con una irritación creciente, todo había que decirlo. El silencio en el que ella había decidido desaparecer después de que el tribunal de Old Bailey la absolviera, a Morosini le había parecido al principio sorprendente —se había tomado bastantes molestias para merecer al menos unas palabras de agradecimiento—, luego hiriente y, finalmente, francamente ofensivo. Y ahora la bella polaca se presentaba de repente en su casa y tenía la desfachatez de declararse su prometida, sin preocuparse lo más mínimo de los perjuicios que podía ocasionar.
—¿Y si y o estuviera viviendo con alguien? —dijo Morosini, indignado, concediéndose una segunda dosis de tabaco inglés—. ¡Es un golpe como para romper un matrimonio… o un embrión de matrimonio!
El enfado, convenientemente alimentado, lo acompañó mientras terminaba de lavarse y después se ponía una camisa azul claro y un traje de franela tan inglés como su tabaco. Cepilló su abundante cabello castaño que la cuarentena plateaba ligeramente en las sienes, lo que añadía un encanto suplementario a su rostro moreno, cuya sonrisa despreocupada, además de mostrar unos bonitos dientes blancos, atenuaba la arrogancia de la nariz y el brillo fácilmente burlón de los ojos, de un azul acerado. Dirigió una rápida y distraída mirada a su imagen y bajó a la biblioteca para encontrarse con la mujer que no sabía muy bien qué sentimientos iba a despertarle.
Como todavía no eran las diez, pensaba que llegaría antes que ella. Sin embargo, Anielka ya estaba allí. Eso lo contrarió, pero sólo por un instante; dado que no había hecho ningún ruido al entrar, tuvo ocasión de contemplar a esa joven que, a los veinte años, se las había arreglado para tener tras de sí un pasado cargado de acontecimientos y la sombra trágica de dos hombres: su marido, sir Eric Ferráis, el riquísimo comerciante de cañones asesinado por envenenamiento, y su amante Ladislas Wosinski, que se había ahorcado.
Había abierto uno de los cartularios y, de pie junto al gran mapamundi sobre soporte de bronce situado ante la ventana central, examinaba un mapa marino antiguo. Su fina silueta se recortaba armoniosamente contra la luz del sol y su imagen seguía siendo arrebatadora. Diferente, sin embargo, y Aldo no estuvo seguro de que ese cambio le gustara. Desde luego, el vestido corto, de un color miel que hacía juego con los ojos de la joven, mostraba hasta las rodillas unas piernas preciosas, pero los hermosos cabellos rubios, que a Aldo siempre le habían parecido maravillosos, habían quedado reducidos a un pequeño casquete, sin duda a la última moda pero infinitamente menos favorecedor que el anterior corte. América y sus excesos, París y su independencia femenina habían pasado por ahí, y era una pena.
No obstante, pese a lo que él creía, Anielka debía de haberlo oído entrar. Sin apartar los ojos del venerable pergamino que contemplaba, dijo con la mayor naturalidad del mundo, como si hiciera sólo unas horas que no se habían visto:
—¡Tienes auténticas maravillas, querido Aldo!
—Esta biblioteca es la única estancia del palacio, junto con la habitación de mi madre, que dejé intacta cuando monté la tienda de antigüedades. Pero ¿te has tomado la molestia de venir hasta aquí para admirarlas? Hay museos más interesantes en el mundo.
Con una desenvoltura un tanto desafiante, Anielka dejó caer el antiguo portulano, que él atrapó al vuelo y fue a dejar en su sitio.
—Nunca me han atraído los museos; sabes muy bien que lo que a mí me gusta son los jardines. He cogido eso sólo para entretenerme mientras te esperaba, pero de todas formas sé reconocer el valor de las cosas.
—¡Nadie lo diría!
Volviéndose bruscamente, Aldo se apoyó en el mueble y preguntó con frialdad:
—¿A qué has venido?
Una sorpresa llena de inocencia agrandó más los ojos dorados de la joven.
—¡Vaya recibimiento! Confieso que esperaba algo muy distinto. ¿No hubo un tiempo en que te declarabas mi paladín, en que querías convencerme de que viniera contigo a Venecia, en que jurabas que, si me convertía en tu mujer, ya no tendría nada que temer?
—En efecto, pero ¿no decidiste tú, muy poco tiempo después, casarte con otro? Que yo sepa, continúas siendo lady Ferráis, ¿o estoy equivocado?
—No, continúo siéndolo.
—Y como no recuerdo haber pedido jamás la mano de esa dama, no me gusta que hayas venido aquí y te hayas presentado como mi prometida.
—¿Es eso lo que te molesta? ¡Vamos, no seas tonto! Sabes de sobra que siempre te he querido y que antes o después seremos el uno del otro.
—Tu seguridad me encanta, pero me temo que no la comparto. Reconocerás, querida, que has hecho todo lo posible para enfriar mis sentimientos. La última vez que nuestras miradas se cruzaron, tú salías del Tribunal en compañía de tu padre y desapareciste en las brumas de Inglaterra antes de embarcar rumbo a Estados Unidos. De todo eso me enteré, además, por el superintendente Warren, porque tú en ningún momento te dignaste dirigirte a mí. ¡Y escribir una nota no cuesta tanto! Por no hablar de una vulgar llamada telefónica.
—Olvidas a mi padre. Desde el momento en que fui puesta en libertad, no se apartó de mí ni un segundo. Y no eres de su agrado, a pesar de lo que hiciste para ayudarme cuando me acusaron de ese horrible asesinato. Lo más sensato era hacerle caso, marcharme para que se olvidaran de mí, al menos durante un tiempo.
—Entonces no te quejes de haberlo conseguido. ¿Puedo saber cuáles son tus planes ahora? Pero, antes de seguir hablando, siéntate, por favor.
—No estoy cansada.
—Como gustes.
Anielka se desplazó lentamente por la vasta estancia aproximándose a la ventana, lo que sólo permitía a Aldo ver un perfil impreciso de ella.
—¿Ya no me quieres? —susurró.
—Es una pregunta que prefiero no hacerme. Estás más guapa que nunca, aunque lamento que hayas sacrificado tus cabellos, y, si formularas la pregunta de otro modo, respondería que me sigues gustando.
—Dicho de otro modo, sigo siendo deseable para ti, ¿no?
—Por supuesto.
—Entonces, si ya no quieres casarte conmigo, seré tu amante, pero tengo que quedarme aquí.
Había vuelto hacia él corriendo y apoyaba sus finas manos sobre los fuertes hombros de Aldo al tiempo que alzaba hacia él una mirada implorante en el sentido estricto del término, pues había lágrimas en sus ojos. Lágrimas y miedo.
—¡Por favor, no me eches! —suplicó—. Tómame, haz de mí lo que quieras, pero déjame quedarme contigo.
Sus bonitos labios trémulos, sus ojos relucientes y un perfume sutil, indefinible y penetrante —sin duda una mezcla cara, elaborada para ella por algún maestro de los perfumes —hacían que estuviera muy seductora, pero Aldo no sintió el ardor que había sentido— al verla en el locutorio de la cárcel de Brixton cuando era una presa condenada a la horca, con un severo vestido negro y su cabellera rubia, casi irreal, por todo adorno. No obstante, fue sensible a la angustia que expresaba todo su ser.
—Ven —dijo con delicadeza, asiéndola del brazo para conducirla hasta un canapé antiguo colocado junto a la chimenea—. Tienes que explicarme todo eso para que me haga una idea clara de la situación en la que te encuentras. Después decidiremos lo que hay que hacer. Pero, antes de nada, dime por qué tienes tanto miedo y de qué.
Mientras él, en cuclillas, atizaba el fuego para avivarlo, ella fue a buscar el bolso a juego con el vestido que había dejado sobre un mueble. Una vez se hubo sentado, sacó de él unos papeles y se los tendió a Aldo.
—De esto es de lo que tengo miedo: amenazas de muerte. En Nueva York recibía cada vez más. Toma. Mira.
Aldo desplegó una carta, pero se la devolvió enseguida.
—Deberías haberla traducido. Yo no leo ni hablo polaco.
—Es verdad. Perdona. Bueno, sin entrar en muchos detalles, en estos mensajes se me acusa de ser causante de la muerte de Ladislas Wosinski. Según dicen, no se suicidó, sino que lo mataron después de haberle obligado a escribir una confesión falsa para salvarme.
Morosini recordó entonces las confidencias del superintendente la última vez que habían cenado juntos antes de que Adal y él se marchasen de Inglaterra. Él también tenía dudas sobre ese suicidio demasiado oportuno que se había producido en un modesto piso de Whitechapel, cuando el juicio de Anielka avanzaba a pasos agigantados hacia una sentencia de muerte. Warren creía que había sido un montaje perfectamente preparado por el conde Solmanski, padre de Anielka, cuya clave no perdía la esperanza de encontrar, y al parecer no era el único.
—¿Qué dice tu padre?
—Llamó a la policía, pero no se tomaron en serio las amenazas. Para ellos es un asunto entre polacos, unos individuos demasiado románticos y descomedidos para que se conceda importancia a sus disputas. Mi padre contrató entonces los servicios de un detective privado para que me protegiera, pero no pudo impedir dos atentados: mi suite del Waldorf Astoria se incendió sin ninguna razón aparente y estuve a punto de ser atropellada al salir de Central Park. Le supliqué a mi padre que me llevase fuera de Estados Unidos, sobre todo porque no me gusta; la gente es desmesurada, brutal, muchos son maleducados y están tremendamente ufanos de sí mismos.
—¡No me digas que no encontró a unos cuantos hombres refinados que se pusieran a tus pies y se ofrecieran a defenderte! —dijo Morosini con sorna—. ¿No te salió ningún pretendiente?
—¡Demasiados! Tantos que era imposible saber cuál era sincero y cuál no. No olvides que soy una joven viuda muy rica y bastante guapa.
—No tengo intención de olvidarlo. ¿Y fue por encontrarte en esa situación tan apurada por lo que pensaste en mí?
—No —respondió la joven con cierto candor que hizo aflorar una sonrisa irónica a los labios de Aldo—. Al principio me refugié en casa de mi hermano, que vive en una magnífica propiedad en la costa de Long Island, pero no tardé en sentirme incómoda allí. Ethel, mi cuñada, es bastante amable, pero Sigismond y ella llevan una vida alocada; van de fiesta en fiesta y su casa está siempre llena. No me explico cómo puede soportar mi hermano una existencia tan agotadora.
—Debe de gustarle. Pero ¿por qué te quedaste tanto tiempo? ¿Qué te retenía allí, cuando tantos bienes tienes en Inglaterra como en Francia? Eso que yo sepa…
—La prudencia, creo. Mi padre afirmaba que era preferible establecer una clara ruptura con lo que acababa de suceder en Europa, a fin de dejar que las aguas revueltas como consecuencia de ese desgraciado asunto volvieran a su cauce. Un año le parecía un período aceptable. Mientras tanto, se metió en algunos negocios. Allí es muy fácil cuando se dispone de medios. Se lo tomó muy en serio y empezó también a viajar por todo el país. Hasta parecía dominado por la fiebre del oro.
—¿Viajaba por todo el país? ¡Curiosa forma de protegerte!
—Oh, estaba siempre rodeada de gente, pero me aburría, me aburría muchísimo. Tanto que a veces hasta valoraba el miedo; por lo menos me mantenía la mente ocupada. Hasta que un buen día me enteré de que John Sutton acababa de llegar a Nueva York. Wanda lo había visto. Entonces cedí al pánico. Me escapé aprovechando uno de los viajes de mi padre.
—¡Qué ocurrencia! Yo, en tu lugar, me habría enfrentado al enemigo. ¿Qué podría hacerte?
—¡Pero si me enfrenté! Y fue horrible. Sigue convencido de que maté a mi esposo; incluso afirma que tiene una prueba.
—¿Y a qué espera para presentarla? —dijo Aldo con desdén.
—Se le ha ocurrido algo mejor: afirma estar enamorado de mí y quiere que me case con él. Atrapada entre los polacos y él, sólo me quedaba una salida: desaparecer. Y eso es lo que he hecho con ayuda de Wanda y de mi hermano. Sigismond me consiguió un pasaporte falso.
—Parece que ha conservado sus buenas relaciones con el hampa.
—En América, con dinero consigues todo lo que quieres. Ahora soy Anny Campbell. Sigismond me compró también un billete para viajar en el paquebote France.
—¿Y le dijiste a tu querido hermano cuál era tu destino? ¿Le anunciaste que pensabas venir a mi casa?
Ella le dirigió una mirada severa:
—¿Estás de broma? Pues no es el momento. Sigismond te detesta.
—Es casi un eufemismo. Yo diría que me aborrece. Un sentimiento que sin duda compartiría si pensara que vale la pena.
—¡No seas cruel! Anuncié mi intención de instalarme en Francia o en Suiza, precisando que daría noticias mías cuando hubiera encontrado un lugar seguro y agradable.
—¿Y crees que, teniendo en cuenta nuestras relaciones pasadas, los tuyos no se acordarán de que existo?
—No hay ninguna razón para ello. No hemos tenido ningún contacto desde hace casi un año y deben de pensar que lo que me pasó contigo fue uno de esos enamoramientos juveniles sin consecuencias. No, no creo que vengan a buscarme a Venecia.
—Querida, resulta bastante difícil saber lo que cree o deja de creer el vecino, por muy cercano que sea. No puedo permitir que te quedes aquí.
La decepción dolorosa que leyó en la mirada que tanto había amado le dio pena, pero no le impresionó. La verdad era que no entendía muy bien lo que le pasaba. Un año antes, habría abierto los brazos sin tratar de imaginar las consecuencias posibles. Hacía tan sólo un año estaba locamente enamorado de Anielka y dispuesto a correr los riesgos que fuera necesario. Simon Aronov se había dado cuenta perfectamente y en Londres había hecho sonar la alarma para prevenirlo. Ahora, las cosas habían cambiado. Quizá porque su confianza ciega de entonces se había visto mermada por las contradicciones de lady Ferráis, quien, al tiempo que juraba amarlo sólo a él, había escogido quedarse con un esposo al que detestaba y no había dudado en convertirse de nuevo en amante de su antiguo novio, Ladislas Wosinski. Por más que juraba que el polaco no significaba nada para ella, a Morosini le costaba creer que se pudiera inducir a un hombre a asesinar a un semejante simplemente ofreciéndole la yema de los dedos. No, ya no estaba atrapado como antes.
—O sea, que me echas —murmuró la joven.
—No, pero no puedes quedarte en mi casa. Pienses lo que pienses, no estarías segura e incluso podrías comprometer la seguridad de sus habitantes, cosa que de ninguna manera quiero que suceda. Los considero mi familia y los quiero.
—En otras palabras, que ya no te sientes capaz de defenderme —dijo ella con desdén—. ¿Acaso tienes miedo?
—¡No digas tonterías! Te he demostrado suficientemente lo contrario. Yo puedo asumir cualquier defensa, y los hombres que viven aquí, aunque ya no sean jóvenes, no son unos cobardes. Por otro lado, yo estaba en el extranjero por asuntos de negocios y he venido exclusivamente para ocuparme de ti, pero volveré a irme y no pienso dejar a los míos solos contigo en medio. Métete en tu bonita cabeza que, aunque Venecia no sea grande, cuenta con una colonia internacional importante, y además los chismorreos van que vuelan. La presencia en mi casa de una mujer tan guapa como tú provocaría un sinfín de comentarios.
—¡Entonces cásate conmigo! Así nadie encontrará nada que decir.
—¿Tú crees? ¿Y tu padre y tu hermano, que tanto te quieren? Añadamos a eso que todavía no eres mayor de edad. Todavía te falta un año, si la memoria no me falla.
—No razonabas igual el año pasado en el Parque Zoológico de París. Querías raptarme, casarte conmigo inmediatamente…
—Estaba loco, no tengo ningún reparo en reconocerlo, pero pensaba solamente en una bendición nupcial, después de la cual te habría mantenido oculta hasta que fuera posible regularizar la situación ante la ley.
—¡Pues hagamos eso! Al menos tendremos la satisfacción de poder amarnos… tanto como deseamos los dos. ¡No digas lo contrario! Lo sé, noto que me deseas.
Desgraciadamente era verdad. La voluntad de seducir hacía que Anielka estuviera más tentadora que nunca, y ya hacía unos meses que el episodio de la cantante húngara había terminado. Al verla caminar lentamente hacia él, con las manos abiertas en un gesto de ofrecimiento, el cuerpo ondulante bajo la fina tela del vestido, los brillantes labios entreabiertos, se dio cuenta de que el peligro era serio. Justo antes de que lo alcanzara, la esquivó desplazándose hacia un lado para acercarse a la chimenea, donde permaneció unos instantes vuelto de espaldas, el tiempo suficiente para encender un cigarrillo y recuperar el control de sí mismo.
—Creo haberte dicho que estaba loco —dijo con la voz un tanto alterada—. El matrimonio queda totalmente descartado. Tengo que ausentarme de nuevo, ¿no te acuerdas?
—¡Perfecto! Llévame contigo. Podríamos hacer un bonito viaje…, muy agradable desde todos los puntos de vista.
Morosini empezaba a pensar que iba a resultarle difícil desembarazarse de ella y que había que encontrar cuanto antes una solución.
—Yo nunca mezclo los negocios y… el placer —dijo en un tono seco.
La palabra, pronunciada intencionadamente, la hirió.
—Podrías haber dicho el amor.
—Cuando existe alguna duda, ya no puede serlo. No obstante, tienes razón al pensar que no te abandonaré. Has venido aquí buscando un refugio, ¿no?
—He venido buscándote a ti.
Aldo hizo un gesto de impaciencia.
—No mezclemos las cosas. Voy a hacer lo necesario para ponerte a salvo, y no creo que en mi casa lo estés.
—¿Por qué?
—Porque si, por casualidad, una mente despierta encontrara tu rastro, vendría directo a esta casa. Y como hay que descartar esos hoteles de lujo a los que estás acostumbrada, tengo que encontrarte un alojamiento antes de irme. A no ser que desees marcharte de Venecia para ir a Suiza o a Francia, como tenías intención de hacer.
—¡Pero si nunca he tenido intención de ir a esos sitios! Siempre he querido venir aquí, y como dijo no sé qué personaje ilustre, puesto que aquí estoy, aquí me quedo.
Se acercaba de nuevo a él, pero sus intenciones parecían más pacíficas, y esta vez él no se movió para no transformar aquella entrevista en una persecución. Además, ella se limitaba a tenderle una mano que Aldo no pudo rechazar.
—Mira —dijo con una amplia sonrisa—, te declaro la guerra más dulce del mundo: no tendré otro objetivo que reconquistarte, puesto que al parecer nuestros lazos se han aflojado. Instálame donde quieras, con tal de que sea en esta ciudad, pero recuerda lo que voy a decirte: un día serás tú mismo el que me traerá a este palacio y viviremos felices aquí.
Pensando que era más prudente conformarse con una semivictoria, Aldo depositó un ligero beso sobre los dedos que le ofrecían y sonrió también, pero quienes lo conocían de verdad sabían que esa sonrisa contenía una gran dosis de desafío.
—Ya veremos. Ahora voy a ocuparme de tu alojamiento…, miss Campbell. Entretanto, aquí estás en tu casa y espero que me hagas el honor de comer conmigo y mi amigo Guy.
—Con mucho gusto. Entonces, ¿puedo ir a cualquier sitio de la casa? —preguntó girando sobre los finos tacones, lo que hizo revolotear el vestido hasta dejar un poco más al descubierto sus piernas.
—Naturalmente. Salvo a los dormitorios… y a las cocinas. Si quieres, Guy te enseñará la tienda.
—Oh, no temas —dijo Anielka en un tono afectado—, me guardaré mucho de meterme entre las faldas de esa mujer gorda que se da tantos aires cuando es una simple cocinera.
—Ahí te equivocas. Celina es mucho más que una cocinera. Estaba aquí antes de que yo naciera y mi madre la quería mucho. Yo también —dijo Morosini con severidad—. Es en cierto modo el genio familiar de este palacio. Procura no olvidarlo.
—Comprendo —dijo Anielka, suspirando—. Si quiero convertirme un día en princesa Morosini, antes tengo que domar al dragón.
—Más vale que te lo diga cuanto antes: éste es indomable. Hasta luego.
Tras estas palabras, Aldo dejó a Anielka examinando las altas estanterías para escoger un libro y salió de la estancia con la intención de buscar a Celina. No tuvo que ir muy lejos; la cocinera apareció ante él como por arte de magia en cuanto llegó al portego, la larga galería-museo común a numerosos palacios venecianos. Con un plumero en la mano, desempolvaba con una minuciosidad sospechosa un estuche de cristal que contenía una carabela con las velas desplegadas y reposaba sobre una de las consolas de pórfido. Aldo no se dejó engañar por su actitud de indiferencia fingida.
—Está muy feo escuchar detrás de las puertas —susurró—. Deberías decírselo a tu confesor.
—¡Eso es ridículo! ¡Como si no supieras que estas puertas son demasiado gruesas para que se pueda oír nada!
—Tal vez… cuando están cerradas. Pero ésta no lo estaba —dijo, pinchándola—. Además, ¿desde cuándo manejas ese instrumento?
—Muy bien, lo reconozco. ¿Qué vas a hacer con ella?
—Instalarla en casa de Anna-Maria. Nadie irá a buscarla allí y podrá estar tranquila.
—¿Necesita… tranquilidad? ¡Viéndola nadie lo diría!
—Más de lo que imaginas. Si quieres saberlo todo, está en peligro. Ésa es una de las razones por las que no puedo dejar que se quede aquí; no tengo ningunas ganas de que esta casa y sus habitantes corran ningún peligro.
Iba a bajar para telefonear desde su despacho, pero cambió de opinión.
—Ah, por cierto, ¿quién de la casa sabe cómo se llama?
—Zaccaria, claro, puesto que fue quien la recibió, y también el señor Buteau. El joven Pisani no; había ido a la villa de Stra para tramitar unos cuadros…
—Tramitar no, peritar —corrigió maquinalmente el anticuario—. ¿Y las dos doncellas?
—No, apenas la han visto. En cuanto a mí, siempre he sido incapaz de recordar los nombres extranjeros. Sólo sé que es lady… algo.
—Ya no es lady, ni algo ni nada. Ahora es miss Anny Campbell. Voy a avisar a Zaccaria y a Guy.
La primera idea de Aldo había sido telefonear a su amiga Anna-Maria para pedirle que alojara a Anielka, pero después de pensarlo había preferido ir en persona. Conocía por experiencia a las telefonistas de Venecia: las devoraba permanentemente una insaciable curiosidad y no dudaban en divulgar ciertas noticias cuando eran un poco sabrosas. Más valía no fiarse.
Anna-Maria Moretti vivía en una adorable casa rosa, a orillas de un tranquilo rio y dotada de un bonito jardín cuyo fondo llegaba al Gran Canal. Después de la guerra, en la que su marido, médico, había encontrado la muerte, la había convertido en una especie de pensión familiar en la que sólo aceptaba a personas recomendadas que deseaban llevar una vida tranquila. Dado que se trataba de su propia vivienda, convertida por razones económicas en albergue pasajero, la viuda de Giorgio Moretti no quería bajo ningún concepto hospedar a clientes ruidosos o maleducados. Exigía que se comportaran en su casa como si fueran invitados de uno de los palacios de los alrededores.
Recibió a Aldo con la invariable alegría que siempre despierta un amigo de la infancia. Era hermana del farmacéutico Franco Guardini, en cuya compañía Aldo había pasado de la infancia a la adolescencia y llegado a la madurez sin que nada turbara el buen entendimiento entre ellos. Anna-Maria era más joven que su hermano. Coronada por una abundante cabellera de ese rubio cálido típicamente veneciano, a sus treinta y cinco años pertenecía a la categoría de mujeres de las que, al verlas, se dice: «¡Esto es una mujer guapa!». Los rasgos de su cara y las líneas de su cuerpo evocaban las estatuas griegas, pero le conferían cierta frialdad. Aparente, sin duda alguna, pero que jamás había incitado a Aldo a hacerle la corte. Sus sentimientos hacia ella siempre habían sido fraternos, y era mucho mejor así, pues Anna-Maria era mujer de un solo amor. La desaparición de su esposo había puesto fin a su vida sentimental.
Recibió a Aldo con la lenta sonrisa que constituía quizá su mayor encanto.
—¿Quieres que vayamos a tomar algo al jardín? Esta mañana hace muy buen tiempo.
Como ese año el otoño estaba siendo muy suave, el pequeño jardín sobre el agua estaba aún lleno de flores y la viña virgen, de un precioso rojo profundo, que trepaba por las paredes de la casa y del palacio vecino formaba un envoltorio suntuoso a su alrededor. Sin embargo, Aldo declinó la invitación.
—Me tomaría con gusto un Cinzano frío, pero en tu despacho. Tengo que hablar contigo.
—Como quieras.
Anna-Maria sabía escuchar sin interrumpir a su interlocutor, y éste la puso al corriente de la situación sin rodeos, pero ella, lejos de asustarse por los peligros que corría su futura huésped, se echó a reír.
—Estoy segura de que ha exagerado mucho la historia. Pero no necesitas que yo te lo diga, tú conoces muy bien a las mujeres, y a ésta se le ha metido entre ceja y ceja convertirse en princesa Morosini. Teniendo en cuenta que ni eres pobre ni feo, la comprendo muy bien. Por lo demás, es posible que logre sus fines.
—¡No lo creas! El tiempo en que deseaba casarme con ella ha pasado y me extrañaría mucho que volviera. Pero no minimices los problemas que giran alrededor de Anielka; si te lo he contado todo es, en primer lugar, porque eres una amiga fiel, pero también para que puedas negarte a aceptarla con conocimiento de causa.
—¿Quieres que me niegue?
—No. Espero que la aceptes, pero los tiempos han cambiado y los extranjeros que alargan demasiado su estancia en Italia son vigilados de cerca por la gente de Mussolini, y no quisiera que tuvieses problemas.
—No hay ninguna razón para que los tenga. En primer lugar, las autoridades municipales me tienen en gran estima; en segundo lugar, el jefe del Fascio local come en la palma de mi mano; y por último, tu amiga tiene pasaporte norteamericano. Y a los Camisas Negras les gustan mucho los norteamericanos y sus dólares. Si miss Campbell interpreta bien su papel, no tendremos ningún problema. Anda, ve a buscarla.
—La traeré esta tarde. ¡Eres un cielo!
Al llegar a su casa, se puso a buscar a Anielka para comunicarle las disposiciones que acababa de tomar, pero le costó un poco encontrarla, pues ni por un instante le pasó por la cabeza que pudiera estar en la tienda-exposición. Y precisamente allí era donde estaba en compañía de Angelo Pisani, a todas luces víctima de su encanto. El joven la guiaba con una atención devota a través de las dos grandes salas, en otros tiempos almacenes de mercancías, cuando las naves venecianas surcaban las escalas del Levante para traer todo lo que producía el fabuloso Oriente. Ahora, en lugar de especias raras, piezas de seda, alfombras y otras cosas espléndidas, había, en justa compensación, una muestra de las maravillas producidas a lo largo de los siglos por los artistas y artesanos de la vieja Europa.
Cuando Aldo se reunió con los dos jóvenes, Anielka tenía en la mano un gran vaso de cristal antiguo, grabado en oro, y se divertía moviéndolo a la luz del sol mientras Angelo, emocionado, la informaba sobre la antigüedad y la historia de aquel hermoso objeto. Al entrar su jefe, el joven se sonrojó, y por su actitud se notaba que se sentía incómodo, como si Morosini lo hubiera pillado in fraganti.
—He… he tenido el placer de que el señor Buteau me pre… presentara a miss Campbell —dijo tartamudeando—, y estaba mos… mostrándole… nuestras maravillas.
—Tranquilícese, muchacho —dijo Aldo con una amable sonrisa—. Ha hecho muy bien distrayendo a nuestra visitante.
—¡Esto es una verdadera cueva de Alí Baba, querido príncipe! —exclamó la joven dejando el vaso—. Sólo faltan las joyas, las piedras. ¿Dónde las escondes?
—En un lugar secreto. Cuando tengo alguna para vender, claro, lo que no es el caso en este momento.
—Pero… dicen que eres coleccionista. Lo que, evidentemente, presupone poseer una colección. ¿No vas a enseñármela?
El tono y la sonrisa eran igualmente provocadores, y a Aldo no le gustó mucho ese súbito interés por lo que, a semejanza de sus iguales, consideraba su jardín secreto. Le recordó que esa arrebatadora criatura a la que tan cerca había estado de adorar era hija del conde Solmanski, un hombre del que seguía sospechando que había encargado asesinar a su madre, la princesa Isabelle, para robarle el zafiro estrellado del pectoral, convertido posteriormente en joya de familia.
—Se dicen muchas cosas —repuso él con desenvoltura—. Se está haciendo la hora de sentarse a la mesa y a Celina no le gusta que los comensales se retrasen.
—Entonces no la hagamos esperar. Ya me enseñarás todo eso esta tarde.
—Sintiéndolo mucho, no tendremos tiempo. Debo llevarte a la Casa Moretti, donde están preparándote unos aposentos. Después me marcharé, tal como te había dicho.
—¿Cómo? ¿Ya?… ¡Pero si acabas de llegar!
—Efectivamente, pero hoy es jueves, y el Orient-Express sale de Venecia en dirección a París a las cinco y cuarto.
—Ah, ¿es a París a dónde vas?
—Sólo estaré de paso. El asunto que he dejado pendiente requiere mi presencia en otro sitio.
La decepción de Anielka era visible, cosa que el joven Pisani advirtió. Con una conmovedora buena voluntad, se precipitó en auxilio de la beldad en apuros:
—Si teme aburrirse mientras el príncipe se halle ausente, miss Campbell, me pongo a su disposición… al menos durante mi tiempo libre —rectificó dirigiendo una mirada inquieta hacia su jefe—. Estaré encantado de enseñarle Venecia. La conozco mejor que cualquier guía.
Anielka le tendió la mano con una sonrisa radiante, lo que le hizo sonrojarse de nuevo.
—Es muy amable. Recurriré a usted, no lo dude. Morosini lamentó que el joven Pisani no se hubiera quedado dos o tres días en el castillo de Stra. Saltaba a la vista que ese incauto estaba enamorándose de miss Campbell, y eso no facilitaba las cosas. El descontento de Aldo no tenía nada que ver con los celos. Simplemente, pensaba que embarcado en esa galera el pobre chico se exponía a sufrir, y la idea le desagradaba porque apreciaba mucho a Angelo.
Mientras se lavaba las manos antes de sentarse a la mesa, Guy Buteau, que había oído el final de la conversación en la tienda, preguntó:
—Creía que iba a volver a Viena. —Mi destino no era Viena, sino Salzburgo, y además, tengo una buena razón para pasar por París: quisiera saber si allí tienen noticias de Adalbert, cuyo silencio empieza a preocuparme. No supondrá dar un rodeo muy grande, porque allí podré tomar el Suiza-Arlberg-Viena Express[3], que me llevará a la ciudad de Mozart con toda comodidad. Pero prefiero que no hablemos de esto en la mesa.
Una vez despachada la comida gracias a la diligencia de Celina, impaciente por ver a la excesivamente guapa intrusa alejarse de la casa, Aldo condujo a Anielka a casa de Anna-Maria, donde la joven se declaró encantada tanto del sitio como de la acogida, volvió para ultimar dos o tres detalles con sus colaboradores y después hizo que Zian lo llevara a la estación de Santa Lucia, adonde llegó aproximadamente un cuarto de hora antes de que saliera el tren, lo que le permitió comprar algunos periódicos para el viaje.
Tomó posesión con gran alivio del single que el empleado de los coches-cama consiguió encontrarle. Gracias a Dios, había logrado pasar sólo el día en Venecia y solucionar de la mejor manera posible una cuestión delicada. Era una solución momentánea, por descontado, pero como le parecía muy acertado el viejo refrán según el cual cada día trae su afán, se alegraba de poder apartar esa preocupación de su mente para dedicarse a buscar a la dama de la máscara de encaje negro.
Sin embargo, cuando desplegó uno de los periódicos extranjeros, un titular le saltó a los ojos: «Robo en la Torre de Londres. Las joyas de la Corona en peligro. Gran conmoción en toda Inglaterra».
Ante la sorpresa general, sólo habían robado una joya, y con una facilidad que dejaba al periodista perplejo e incitaba a hacerse preguntas sobre la confianza que se podía conceder a los medios de protección con que contaba el Tesoro británico. Es cierto que, dada la reciente publicidad de que había sido objeto la Rosa de York, los conservadores de la Torre habían considerado preferible instalarla en una vitrina separada y tal vez un poco peor protegida. Pero ¿quién podía imaginar que robarían ese viejo diamante, menos deslumbrante que sus compañeros, cuando los más grandes del mundo se encontraban tan cerca? La conclusión del redactor era que se trataba de una operación montada por uno de los numerosos coleccionistas decepcionados cuando el gobierno de Su Majestad había recuperado el diamante histórico. Naturalmente, el superintendente Warren se hallaba de nuevo al frente de un asunto que ya le había hecho pasar algunas noches en blanco.
Cuando acabó de leer, Morosini dedicó un amistoso pensamiento al pterodáctilo, que no necesitaba ese incremento de trabajo, y se puso a reflexionar. ¿Quién habría corrido semejantes riesgos para apropiarse de la maldita piedra, o más exactamente de su copia fiel? Lady Mary reposaba en la sepultura escocesa de los Killrenan y su esposo pasaba apaciblemente los días bajo estrecha vigilancia en una clínica psiquiátrica. Quedaba quizá Solmanski, padre de Anielka y enemigo jurado de Simon Aronov, dispuesto a todo para apoderarse del pectoral, del que creía tener el zafiro[4].
Sí, ese audaz robo podía ser obra suya. ¿No decía Anielka que se ausentaba a menudo «por negocios»? O si no, por supuesto, un coleccionista totalmente fuera del circuito y que contara con los medios necesarios para contratar a un ladrón hábil y comprar complicidades. En cualquier caso, puesto que el verdadero diamante había vuelto a su lugar de origen, lo que pasara con su réplica a Morosini ya no le interesaba. Y como el timbre del primer servicio estaba sonando en el pasillo, dobló el periódico, se lo puso bajo el brazo y se fue a cenar.