2. El caballero de la rosa

Morosini estrechó la mano que le tendía su anfitrión y tomó asiento en la silla de al lado.

—Habría sido incapaz de reconocerlo —dijo con una sonrisa admirativa—. ¡Es asombroso!

—¿Verdad? ¿Cómo está, amigo mío?

—Si se refiere a mi salud, es excelente, pero mi estado de ánimo no es tan bueno. A decir verdad, me aburro, y es la primera vez que me pasa.

—¿Quizá sus negocios ya no son tan prósperos como antes?

—No, en ese aspecto todo va a pedir de boca. Creo que lo que pasa es que le echo a usted de menos. Y también a Adalbert. Desde finales del mes de enero, no he tenido noticias suyas.

—Era un poco difícil para él, y sobre todo muy delicado, enviarle una carta o cualquier otro tipo de mensaje. Estaba en la cárcel en El Cairo.

Morosini abrió los ojos con expresión de sorpresa.

—¿En la cárcel?… ¿Por un asunto de los servicios secretos?

—No, no —dijo el Cojo—. Por un asunto de la tumba de Tutankamon. Supusieron que nuestro amigo no había podido resistirse a la atracción de una estatuilla votiva de oro puro.

Aldo se indignó. Conocía la habilidad de su amigo con los dedos y sabía que era capaz de hacer bastantes cosas, pero no de cometer un robo por interés personal.

—Tranquilícese, el objeto ha aparecido y han soltado a Vidal-Pellicorne después de pedirle disculpas, pero ha estado encerrado una buena temporada. Supongo que no tardará en volver a verlo. ¿Acaba de llegar a Viena?

—No. Estoy aquí desde hace tres días. Quería volver a ver algunos lugares y también visitar el Tesoro imperial. ¿No me había dicho que probablemente el ópalo formaba parte de él?

—Estaba equivocado. El ópalo que se encuentra en el Tesoro no tiene nada que ver con el que buscamos.

—Sí, ya lo he visto, y también he constatado que no se hallaba expuesta ninguna de las alhajas de los dos últimos emperadores y de su familia, aunque no he conseguido enterarme de dónde están.

—Dispersas… Las joyas privadas de la familia imperial fueron retiradas el 1 de noviembre de 1918, justo antes del cambio de régimen, por el conde Berchtold, que las llevó a Suiza. Muchas han sido vendidas, y no me extrañaría que cierto banquero amigo suyo hubiera adquirido una o dos. Yo he tenido la oportunidad de examinar el aderezo que llevaba Sissi en su boda y ninguno de los ópalos es el que busco.

El diálogo fue interrumpido. Por encima del tabique de separación entre su palco y el contiguo, una dama engalanada con plumas saludó a Aronov llamándolo «querido barón» y entabló con él una conversación entrecortada, en vista de lo cual Aldo optó por dirigir su atención hacia la sala, ahora llena. Ésta ofrecía la agradable visión de una asamblea en la que las mujeres, vestidas de satén, brocado y terciopelo de diferentes colores, lucían diamantes, perlas, rubíes, zafiros y esmeraldas en el escote o en la cabellera. Aldo constató con placer que la horrible moda del pelo corto y la nuca afeitada todavía no había llegado a la alta sociedad vienesa, que sin duda no tenía como libro de cabecera La garçonne, el escandaloso libro de Paul Margueritte que causaba furor en Francia desde hacía un año. Él detestaba esa moda.

No es que fuera retrógrado, pero le encantaban las hermosas cabelleras, adornos naturales en los que tan agradable resulta introducir los dedos o hundir el rostro. Acabar con ellas era un crimen. En cambio, no tenía nada contra los vestidos cortos, casi todos encantadores y que permitían admirar piernas muy bonitas, hasta entonces vedadas a miradas que no fueran las del esposo o el amante.

Una tormenta de aplausos saludó al maestro, que tuvo el tiempo justo para hacer levantar a la sala a los acordes del himno nacional cuando entró monseñor Seipel. Después, el público volvió a sentarse. Todas las luces se apagaron excepto las candilejas y se hizo un profundo silencio.

—¿Por qué me ha hecho venir aquí esta noche? —susurró Morosini.

—Para que vea a alguien que todavía no ha llegado. Chissst…

Aldo, resignado, centró su atención en el espectáculo. El telón se levantó para mostrar un delicioso decorado que reproducía un dormitorio femenino de la época de la emperatriz María Teresa en el palacio de la mariscala. Ésta, una mujer bellísima, se entregaba a un encantador jugueteo amoroso con su joven amante, Octaviano, antes de recibir, como la obligaba su rango, las visitas y a los solicitantes de primera hora de la mañana. Entre ellos, el barón Ochs, personaje tan importante como inoportuno, además de bastante ridículo, que había ido a pedirle a la gran dama que le buscara un caballero encargado de llevar la tradicional rosa de plata, símbolo de una petición de matrimonio oficial, a la joven con la que deseaba casarse. Pese a su repugnancia, ese caballero será, cómo no, el apuesto Octaviano.

Aldo se dejaba llevar por la gracia alegre y maliciosa de una obra cantada por unas voces soberbias, cuando la mano de su vecino se posó sobre su brazo.

—Mire el palco de enfrente del nuestro —susurró.

Dos personas, ambas vestidas de negro, acababan de entrar. Primero un hombre de mediana edad, pero que debía de poseer una fuerza física poco común. Llevaba una especie de librea de terciopelo guarnecida con trencilla de seda, según la moda húngara.

Tras echar un rápido vistazo a la sala, dejó paso a su compañera, a la que hizo sentar con todas las muestras de un profundo respeto antes de retirarse al fondo del palco. Más notable aún era la mujer, que atrajo la atención del príncipe. Su porte era el de una princesa y, mirándola, Morosini recordó un retrato de la duquesa de Alba pintado por Goya. Iba vestida de encaje negro, y una especie de mantilla del mismo tejido que le caía desde el alto tocado hasta más abajo de la boca le cubría el rostro. Los largos guantes estaban confeccionados con la misma blonda ligera y oscura, que realzaba la deslumbrante blancura de una piel perfecta. No llevaba ninguna joya aparte de un broche que despedía un brillo mágico entre los vaporosos encajes, sobre un magnífico escote. Encima del antepecho de terciopelo rojo del palco había un abanico.

Sin pronunciar palabra, sin siquiera volver la cabeza hacia él, Aronov acercó unos gemelos de nácar a la mano de su invitado. Éste estaba tan impresionado por la aparición que a punto estuvo de dejarlos caer. Sin embargo, consiguió sujetar el instrumento y se lo colocó ante los ojos, primero enfocando la escena en la que la maríscala lamentaba el paso del tiempo y luego el palco. La mujer desconocida permanecía un poco echada hacia atrás a fin de no quedar demasiado iluminada por las candilejas. La máscara de encaje impedía distinguir las facciones de su rostro, pero, por el tono marfileño de su cutis, por la finura que se adivinaba, por la forma que tenía de permanecer erguida y de mover con orgullo la cabeza sobre su largo cuello, no cabía duda de que era joven y de que por sus venas corría sangre noble.

—Fíjese en la joya —susurró el Cojo.

Merecía la pena: era un águila imperial ejecutada en diamantes, con un magnífico ópalo que constituía el cuerpo. Con ayuda de los gemelos, Morosini lo examinó lo más detenidamente posible y luego dirigió hacia su compañero una mirada interrogadora.

—Sí —murmuró éste—. Tengo motivos para pensar que se trata del nuestro.

Morosini se limitó a asentir con la cabeza, ya que era imposible hablar, pero el acto terminó enseguida en medio de un gran entusiasmo. Las luces de la sala se encendieron. La desconocida retrocedió más para refugiarse en la oscuridad del palco. Había cogido el abanico y, con él abierto, se tapaba todavía un poco más.

—¿Quién es? —preguntó Aldo.

—Le aseguro que no lo sé —respondió Aronov—. Una mujer de alto rango con toda seguridad, pero que no debe de vivir en Viena. No la conocen en ningún hotel y no se la ha visto nunca salvo en esta sala, y únicamente cuando representan El caballero de la rosa, lo que no es frecuente.

—Qué raro… ¿Por qué esta ópera?

—Mire con más atención su abanico.

Retirado detrás de las sillas, Morosini miró de nuevo a través de los gemelos: el abanico era una magnífica pieza de carey oscuro y de encaje, sobre cuya varilla principal destacaba una rosa de plata. Morosini sonrió.

—¡Una rosa! Ésa es la razón de su debilidad por esta ópera… Debe de recordarle algo.

—Claro, pero eso no hace sino aumentar el misterio que la rodea. La joya que lleva perteneció a la emperatriz Isabel, estoy seguro. La he visto en un retrato, pero ya sabía que la piedra central era la que buscamos. A esta dama, es la primera vez que la veo. Me habían informado en dos ocasiones de su presencia aquí y, aunque no estaba seguro de que viniera esta noche, me he arriesgado a invitarlo.

—Y yo se lo agradezco más de lo que imagina. Respecto a la identidad de esa mujer, debe de ser fácil enterarse de quién ha alquilado ese palco.

—En efecto. Lo que pasa es que éstos son de abono anual. El que nos interesa pertenece a la condesa Von Adlerstein.

Morosini no intentó disimular su sorpresa.

—¡Esto sí que es una coincidencia! ¿Conoce usted a la condesa?

—Personalmente, no. Sólo sé que es la suegra de Moritz Kledermann, el gran coleccionista suizo.

—Y la abuela de mi antigua secretaria.

—¡Vaya, qué interesante! Debería contarme eso.

—Bah, no vale la pena. Tengo algo mejor, porque me parece que he coincidido con esa desconocida hoy mismo, a última hora de la tarde, en la cripta de los capuchinos. Había ido a llevar flores a la tumba del archiduque Rodolfo, y según el monje guardián no era la primera vez. Parece ser que incluso tiene una autorización especial para ir fuera del horario de visita.

—Esto se pone cada vez mejor. Cuando quiere, resulta usted apasionante, querido príncipe. Continúe, continúe…

Sin hacerse de rogar, Aldo describió la extraña visión de la cripta, la larga silueta envuelta en crespón a la que por un momento había tomado por el fantasma de la madre doliente del archiduque. Después contó que había seguido al coche que la condujo al palacio de Himmelpfortgasse.

—Es una suerte que Viena permanezca fiel a los coches de caballos. Con un automóvil, no habría tenido ninguna posibilidad.

—Eso quiere decir que la suerte no lo abandona. Un trabajo excelente, amigo mío. Y ya no cabe ninguna duda: la dama vive en casa de la condesa.

—Antes de ese encuentro, había intentado hacerle una visita, pero en estos momentos no está en Viena. Parece ser que un accidente la retiene en otra de sus propiedades.

—No tiene importancia. Si esa mujer se aloja en su casa, es posible que sea pariente de ella. En cualquier caso, la seguiremos a la salida del teatro. Tengo un coche.

El entreacto estaba acabando. Las luces se apagaron. Los dos hombres se callaron, pero Aldo, si bien continuó disfrutando de la música y sus intérpretes, apenas prestó atención al escenario. Con o sin gemelos, su mirada buscaba sin cesar la figura altiva, a la vez discreta y fastuosa, en la que sólo la joya parecía vivir como una estrella en la noche.

Cuando terminó el segundo acto, con una verdadera explosión de alegría reforzada por un fascinante ritmo de vals, la sala aclamó en pie a los artistas, pero Aldo, absorto en su contemplación, no se movió.

—¡Levántese, vamos! Haga lo mismo que los demás —le susurró Aronov, que aplaudía a rabiar—. Va a atraer la atención sobre nosotros.

El príncipe se estremeció e hizo lo que le decían, aunque señaló que en el palco de enfrente aplaudían, sí, pero sin aspavientos.

Este segundo descanso era más breve que el primero. Los espectadores se desplazaron menos. Los dos hombres reanudaron la conversación, pero ahora era Morosini el que estaba ensimismado.

—¿Por qué llevaba esos velos de luto esta tarde? ¿Por qué lleva esta noche esa verdadera máscara de encaje? ¿Qué es lo que esa mujer quiere ocultar?… A no ser que desee atraer la curiosidad, intrigar, en cuyo caso lo consigue de maravilla.

—Yo también pensaba eso antes de que me contara lo de la cripta. Pero ahora intuyo que hay otra cosa. Si le he entendido bien, esa mujer lleva luto por el archiduque que se suicidó en Mayerling, y eso sucedió hace casi cuarenta y cinco años. ¿No le parece demasiado tiempo?

—¿Será su viuda?

—¿Estefanía de Bélgica? Imposible. Es una anciana que volvió a casarse en 1900 con un húngaro y de la que no sé muy bien qué ha sido. Ésta es mucho más joven. Además, tiene un porte señorial, cosa que no posee la pobre princesa.

—¿Y su hija? Creo que tiene una.

—La archiduquesa Isabel, convertida en princesa Windischgraetz, podría corresponder por la edad, pero no es ella. Resulta que la conozco.

—Entonces, ¿una fanática? ¿O quizás una loca? No, su calma no encaja con esta última hipótesis. En cualquier caso, no explica por qué oculta su rostro.

—A lo mejor es fea… o está ajada. Muchas bellezas más o menos célebres han optado por cubrirse así, y destierran los espejos para no ver reflejada en ellos su decadencia.

—En fin, con velos o sin ellos —dijo Aldo—, si está seguro de que el ópalo es el que buscamos, habrá que abordarla.

—Yo juraría que sí, aunque no entiendo por qué el águila de diamantes brilla sobre el pecho de una desconocida. La archiduquesa Sofía se lo regaló a su nuera con motivo del nacimiento de Rodolfo, seguramente para completar el aderezo que le dio para la boda.

—Parece sencillo. Usted ha dicho que las alhajas privadas fueron vendidas en Suiza. Esa pieza debió de comprarla la dama en cuestión.

—No. No formaba parte del lote.

Durante el tercer acto, Morosini concedió más atención al espectáculo. La belleza de Lotte Lehmann y su voz sobrecogedora actuaban sobre él como un hechizo. Su compañero también estaba atrapado, y cuando arañas y candelabros se encendieron entre un entusiasmo llevado al límite, se dieron cuenta de que el palco de enfrente estaba vacío. La desconocida y su escolta se habían esfumado antes de que terminara el espectáculo. Morosini se lo tomó con filosofía.

—Es un fastidio, desde luego, pero no una catástrofe, porque estoy seguro de que la mujer de la cripta y la del palco son la misma persona.

—Esperemos que no se equivoque.

Una vez que el obispo-canciller se hubo marchado, la sala se vació. Aronov y su compañero fueron a buscar al guardarropa el uno una cálida pelliza y el otro la amplia capa forrada de satén que siempre llevaba con el traje. Morosini vio reaparecer entonces el bastón con empuñadura de oro.

—¿Le llevo en coche? —propuso el primero—. Tenemos que seguir hablando.

—Me alojo aquí al lado, en el Sacher. Ir en coche sería vergonzoso. ¿Por qué no viene a cenar conmigo, querido barón?

Simon Aronov se echó a reír, mientras que su único ojo de un azul intenso —el que albergaba el monóculo debía de ser de cristal— chispeaba de malicia.

—Le intriga mi título, ¿eh? Pues es auténtico y tengo derecho a utilizarlo. En cambio, el apellido que pongo detrás no es el mío. Cambio a menudo de aspecto. La sociedad de aquí me conoce por el nombre de barón Palmer… y acepto encantado su invitación.

Para sorpresa de Aldo, Aronov ordenó al chófer del largo Mercedes negro que se acercó que no lo esperara y volviese a casa.

—Voy a cenar con un amigo —dijo—. Frau Sacher se encargará de que me pidan un coche de punto.

Luego, pasando su brazo libre por debajo del príncipe, añadió:

—Después de una cena en el establecimiento de Frau Anna, siempre me ha gustado volver a casa en coche de caballos. Recuerda el pasado.

—Aquí nunca está muy lejos. Los austriacos permanecen fieles a sí mismos bajo cualquier régimen.

Los dos hombres se dirigieron al hotel cogidos del brazo. Había dejado por fin de llover, pero los adoquines mojados reflejaban las suaves luces de los globos de cristal esmerilado como si fueran estrellas familiares. Frau Sacher, con un habano entre los dedos, los recibió y los encomendó a un atento maître que los guió a través de la sala hasta una mesa discreta con un mantel blanco de damasco y decorada con rosas, a buena distancia de la tradicional orquesta cíngara. Lo que no impidió a la anfitriona acompañarlos.

—¿El menú del archiduque, como de costumbre? —propuso riendo, pues era una broma habitual con los viejos clientes.

Se trataba, efectivamente, de la última cena degustada por Rodolfo dos o tres días antes de que se fuera a «cazar» a Mayerling. Él mismo había elaborado el menú, que se componía de lo siguiente: ostras, sopa de tortuga, langosta a la armoricana, trucha con salsa veneciana, fricasé de codornices, pollo a la francesa, ensalada, compota, puré de castañas, helado, Sachertorte, queso y fruta. Todo ello regado con chablis, mouton-rothschild, champán Roedereret y jerez. Suficiente para saciar un apetito al estilo de Luis XIV.

—Hay que ser joven y archiduque para comer todo eso —dijo el Cojo—. A no ser que esté usted hambriento, querido príncipe. Yo soy bastante frugal.

Pidieron ostras, seguidas de un fricasé de codornices, una ensalada y la célebre tarta, todo acompañado de un buen champán.

Mientras su compañero intercambiaba unas palabras más con la anfitriona, Morosini lo observaba. Ese hombre jamás dejaría de ser un enigma para él. Pese a sus dos serios defectos físicos, puesto que era tuerto y cojo, encontraba la manera de crear diferentes personajes con unos medios en realidad bastante sencillos: una peluca, como esa noche, un sombrero, gafas oscuras o claras, un monóculo, la barba del sacerdote ortodoxo que había sido durante un rato en el cementerio de San Michele, en Venecia… Parecía capaz de llevar muy lejos el arte del maquillaje apenas visible, y sin embargo, fuera cual fuese la imagen elegida, nunca renunciaba al bastón de ébano con empuñadura de oro que podía delatarlo. ¿Se trataría de una especie de superstición o, también en su caso, de un recuerdo especialmente querido? Preguntar sobre ello sería una indiscreción, pero había otra cosa que intrigaba a Aldo: la voz de Simon Aronov, esa magnífica voz de terciopelo oscuro que le daba tanto encanto, ¿podía sufrir también transformaciones? No tardó en formular la pregunta, que tuvo el don de hacer reír a su compañero.

—En ese aspecto también podría tener sorpresas, amigo mío. No sólo puedo cambiar de registro, sino adoptar diferentes acentos. Permítame, de todos modos, no hacerle una demostración aquí.

—No se me ocurriría pedírselo, pero quisiera hacerle otra pregunta: ¿cómo se las arregla para integrarse tan bien en el medio en que se encuentra? En Londres era un perfecto gentleman inglés. En Venecia, cualquiera habría jurado que venía directamente del monte Athos. Aquí encarna el prototipo del aristócrata vienés. Y le conocen. Supongo que vive algunas temporadas en esta ciudad. Pero en una ocasión me dijo que Varsovia era su residencia preferida. ¿Acaso posee una casa en cada capital?

—¿Igual que los marinos tienen en cada puerto una mujer? No. Tengo varias residencias, es verdad, pero aquí vivo en el palacio de un amigo fiel en el que se puede confiar plenamente, en Prinz Eugenstrasse.

Morosini levantó las cejas. Conocía Viena y a sus celebridades lo suficiente para no temer cometer un error. No obstante, bajó la voz hasta preguntar en un susurro:

—¿El barón de Rothschild?

—El señor Palmer no tiene ningún motivo para ocultarlo —dijo Aronov con una afabilidad indulgente—. El barón Louis, en efecto. Al igual que su difunto padre, lo sabe casi todo de mí, y yo sé que en caso de… producirse un drama, siempre podría encontrar asilo y apoyo en esa casa. Si necesita ponerse en contacto conmigo rápidamente, no dude en dirigirse a él. Bajo sus maneras mundanas, es un hombre muy piadoso y está dotado de un valor poco común.

—Lo sé. Hemos coincidido en alguna ocasión, pero confieso que me gustaría conocerlo un poco mejor. Aunque no tiene mucho más de cuarenta años, ya se ha convertido en una leyenda.

Su memoria infalible le trazaba el retrato de un hombre delgado, rubio, elegante, de una imperturbable sangre fría y dotado de innumerables aptitudes. Además de ser un erudito muy versado en botánica, anatomía y artes gráficas, el barón Louis era un gran cazador, montaba a caballo como un centauro —era uno de los escasos jinetes que tenía permiso para montar los famosos Lipizzaners blancos de la escuela de equitación española de Viena— y era un notable jugador de polo. Pese a ser un soltero empedernido, adoraba a las mujeres, con las que tenía muchísimo éxito. En cuanto a la leyenda de su flema, había nacido antes de la guerra, siendo él todavía muy joven, a raíz de una avería de motor y de ventilación que se produjo durante la inauguración del metro de Nueva York. Al sacar de este mal trance a los viajeros, sudorosos, medio asfixiados y medio desnudos, el joven barón apareció tan pulcro como si acabara de pasar por las manos de su ayuda de cámara: no se había quitado ni la chaqueta ni el chaleco y, según los atónitos socorristas, no tenía «ni una gota de sudor en la frente».

—Estos días está cazando en Bohemia, pero quizá más adelante pueda reunirlos. Creo que él se alegrará mucho; ya le he hablado de usted.

—Y a los otros miembros de la familia, ¿también los conoce?

—¿A los franceses y a los ingleses? Perfectamente —dijo Aronov—. Aunque un poco menos que al barón Louis —añadió con una débil sonrisa—. Era íntimo de su padre y ahora lo soy de él. Pero hablemos un poco de usted. Parece que siguió mi consejo en lo que concierne a la bella lady Ferráis, ¿no?

Morosini se encogió de hombros.

—No tuve que esforzarme mucho. Después del juicio, que sin duda usted siguió, se marchó a Estados Unidos con su padre y no he tenido ninguna noticia de ella.

—¿Cómo? ¿Ni siquiera unas palabras de agradecimiento? ¿Ni dos líneas por correo?

—Ni siquiera eso.

Aldo se había puesto tenso al pronunciar su compañero el nombre de la mujer a la que seguía sin poder olvidar del todo. Simon Aronov se dio cuenta.

—¿Y le resulta muy doloroso?

—Un poco, sí, pero con el tiempo se me pasará —afirmó Morosini atacando sus codornices.

Durante unos instantes los dos hombres comieron en silencio, dejando que los violines de la orquesta los envolvieran en su música, hasta que Aronov dijo:

—Ahora me toca a mí hacerle una pregunta. ¿Cómo está Venecia mientras Benito Mussolini reina en Roma?

—Igual de hermosa que siempre, tal como espera encontrarla un visitante ocasional o una pareja en su luna de miel —respondió Morosini con un suspiro—. Aparentemente, todo es normal, pero sólo aparentemente. Antes se veía deambular de vez en cuando a dos policías. Ahora suelen ser jovencitos con camisa y gorro negros. Van en parejas, como los otros, pero vale más evitarlos todo lo posible; creen que todo les está permitido y gustan de mostrarse agresivos en nombre de la mayor gloria de Italia.

—¿Usted no ha tenido problemas?

—No. Los empleados deben jurar fidelidad al nuevo régimen, es verdad, pero yo no soy más que un honrado comerciante que no busca pelea. Mientras me dejen viajar cuando quiera y llevar mis negocios como me parezca…

—Siga manteniendo esa actitud. Es más prudente.

En el tono repentinamente grave del Cojo había algo que impresionaba. Tras unos instantes de silencio, Morosini dijo:

—¿Recuerda que en Varsovia me anunció la llegada de una… orden negra capaz de poner en peligro la libertad?

—Y por causa de la cual debemos reconstruir el pectoral y resucitar cuanto antes Israel como Estado —completó Aronov—. ¿Va a preguntarme ahora si el Fascio es esa orden negra?

—Exacto.

—Digamos que es la primera manifestación de una enfermedad terrible, una primera ráfaga de viento antes de la tormenta. Mussolini es un histrión vanidoso que se cree César y que podría no ser más que Calígula. El verdadero peligro viene de Alemania; su economía está destrozada y sus fuerzas vivas, heridas. Un hombre casi iletrado, inculto, brutal pero grandilocuente y con un oscuro instinto orientado hacia la guerra va a esforzarse en resucitar el orgullo alemán glorificando la fuerza y excitando los instintos más detestables. ¿No ha oído hablar aún de Adolf Hitler?

—Vagamente. Hubo una manifestación la primavera pasada, creo. Algo bastante parecido a las demostraciones del Fascio, ¿no?

—Exacto. La aventura mussoliniana podría muy bien haber dado alas a Hitler. De momento todavía no es más que el jefecillo de una banda paramilitar, pero mucho me temo que un día eso se transformará en un maremoto capaz de engullir a Europa…

Con los dos codos apoyados en la mesa y la copa entre los dedos, Simon Aronov parecía haber olvidado a su compañero. Su mirada se perdía frente a él, en una lejanía a la que Morosini no tenía acceso, pero la crispación de su rostro bastaba para darse cuenta de que esa perspectiva no ofrecía ninguna imagen risueña. En el momento en que Aldo iba a hacer una pregunta, él añadió:

—Cuando sea el amo, y un día lo será, los hijos de Israel estarán en peligro de muerte. Y no sólo ellos, sino muchas más personas.

—En tal caso —dijo Morosini—, no hay tiempo que perder si queremos tomarle la delantera. Hay que completar el pectoral del Sumo Sacerdote cuanto antes.

Aronov esbozó una sonrisa.

—Así que cree en nuestra vieja tradición, ¿eh?

—¿Por qué no iba a creer en ella? —masculló Morosini—. De todas formas, y aun en el caso de que Israel no volviera a renacer jamás como Estado, si devolverlas a su sitio es el único medio de impedir que esas malditas piedras continúen haciendo daño, me consagraré a esa tarea en cuerpo y alma. El zafiro y el diamante han dejado ambos un rastro sangriento y supongo que con las otras dos sucede lo mismo. En lo que respecta al ópalo, si la desdichada Sissi lo llevó, la causa está vista para sentencia. En cuanto a la que actualmente lo luce, los velos fúnebres con los que se tapa el rostro no son señal de una dicha radiante. Hay que liberarla de él cuanto antes.

—Estoy de acuerdo con usted, por supuesto, pero no se precipite —murmuró el Cojo con gravedad—. Es posible que le tenga más apego a esa joya que a cualquier otra cosa. Tal vez incluso más que a su vida. Si es así, como sospecho, el dinero no servirá de nada.

—¿Cree que no lo sé? Y supongo que esta vez no tiene una piedra de recambio como en los dos casos anteriores. De ser así, ya me lo habría dicho.

—En efecto. Un ópalo no se puede imitar. Es verdad que Hungría los produce y que quizá, sólo quizá, fuera posible encontrar uno bastante similar. Sin embargo, el mayor problema lo plantea la montura. Esa águila blanca está compuesta de diamantes variados y de una rara calidad. Es una joya valiosísima que, aparte de ser histórica, puede tentar a más de un ladrón. Es una suerte que la dama desconocida vaya escoltada por un guardaespaldas tan imponente.

—Me alarma. En caso de que aceptara vender, ¿estaría usted en situación de pagar el precio que pida?

—Sobre ese punto puede estar tranquilo. Dispongo de todos los fondos que sean necesarios. Ahora voy a dejarlo. Muchísimas gracias por esta agradable cena.

—¿Volveremos a vernos?

—Si lo considera necesario o si averigua algo interesante, venga a verme al palacio Rothschild. Pienso quedarme unos días.

Después de haber dejado a Aronov instalado en un coche, Morosini dudó un momento sobre lo que iba a hacer. Acostarse no, desde luego. No tenía ningunas ganas de dormir.

Levantó la cabeza y vio que el cielo estaba casi despejado; dos o tres animosas estrellas hacían guiños. El botones del hotel, al ver que se entretenía en los últimos peldaños, se ofreció a pedirle un coche.

—No, no —dijo—. Prefiero caminar un poco fumando un puro. ¿Podría ir a buscar al guardarropa del restaurante mi capa y mi sombrero?

Unos minutos más tarde, Aldo deambulaba por Käerntnerstrasse al paso apacible de un juerguista rezagado que hubiera decidido respirar el aire fresco de la noche para disipar los vapores del alcohol. Desierta a esa hora —la torre de la catedral de San Esteban daba las dos—, la gran arteria lujosa brillaba como el interior de una gruta mágica. Por eso, al girar en la esquina de Himmelpfortgasse, mucho menos iluminada, Morosini tuvo la impresión de penetrar en una falla entre dos acantilados. De vez en cuando, una débil farola permitía apenas andar sin doblarse los tobillos sobre los adoquines, que debían de datar de la época de María Teresa. Las luces del palacio Adlerstein estaban apagadas.

Envolviéndose en su capa del más puro estilo español, de modo que resultaba prácticamente invisible, Morosini se agazapó en el hueco de una puerta y se sumió en la contemplación de la casa muda. Muda y, además, ciega, pues ni un solo rayo de luz se filtraba a través de los postigos cerrados.

Se quedó allí un buen rato, buscando la manera de descubrir el secreto de esa fachada austera que de noche, con las formas imprecisas y retorcidas de los atlantes sosteniendo el balcón, se tornaba siniestra, pero acabó por hartarse, se sintió ridículo y lamentó haber sacrificado un buen puro. Misteriosa o no, a esas horas la dama vestida de encaje negro debía de dormir el sueño de los justos, y él empezaba a tener frío en los pies. El mejor método de investigación, el único, seguía siendo ver sin tardanza a la condesa Von Adlerstein. Si no estaba en Viena, iría a su castillo alpestre y sanseacabó.

Iba a abandonar su refugio cuando el chirrido de una pesada puerta le hizo permanecer inmóvil: el gran portalón del palacio estaba abriéndose y a través de él asomó el doble haz de luz de los faros de un coche, que salió en cuanto tuvo paso libre. Morosini vio una gran limusina de un color oscuro. En el interior, un chófer con librea y tres personas difíciles de distinguir, aunque Morosini habría apostado su alma inmortal a que dos de ellas eran la dama desconocida y su escolta. Un baúl y varias maletas iban atadas en la parte trasera. El observador no tuvo oportunidad de ver nada más. Después de pasar suavemente sobre el ligero desnivel del arroyo, el potente vehículo giró a la izquierda hasta el vecino Ring y desapareció mientras una mano invisible se apresuraba a cerrar el portalón.

Evidentemente, la desconocida se marchaba de Viena y a Morosini no se le ocurría cómo averiguar, de forma inmediata, adonde se dirigía, pero el hecho de que viajara de noche no contribuía a disipar las brumas que la rodeaban.

Aldo, bastante perplejo, abandonó su puesto de observación y, esta vez a paso rápido, se encaminó hacia el hotel. Aún no había doblado la esquina cuando un hombre vestido también con traje de etiqueta, delgado, ágil y un poco más bajo que él, salió de otro hueco, se quedó un instante plantado en medio de la calle, visiblemente indeciso sobre lo que era más conveniente hacer, y luego, encogiéndose de hombros con ademán irritado, echó a correr tras el príncipe anticuario.

A la mañana siguiente, cuando hubo terminado de arreglarse, Aldo se sentó ante el pequeño escritorio de su habitación y escribió, no en el papel de carta del hotel sino en una de sus tarjetas de visita, unas respetuosas palabras dirigidas a la señora Von Adlerstein rogándole que le concediera una entrevista «por un asunto importante». Cerró el sobre, se puso el impermeable y los guantes —el tiempo vacilaba entre acumulaciones de nubes grises y golpes de viento que se esforzaban en alejarlas—, se encasquetó una gorra de tweed y se puso en camino hacia Himmelpfortgasse con la firme intención de hacer que le abrieran aquella puerta tan antojadiza.

La puerta se abrió, y Aldo se encontró frente al hombre vestido con traje tradicional al que había visto el día anterior. Éste lo reconoció de inmediato, pero ese detalle no pareció alegrarlo. Esta vez, el hielo no se fundió e incluso vino a sumarse a ello un ligero fruncimiento de entrecejo.

—¿Ha olvidado algo Su Excelencia?

—¿Qué podría haber olvidado? —dijo con altivez Morosini, que no soportaba a los criados insolentes—. No creo haber entrado en esta casa.

—Me he expresado mal y ruego a Su Excelencia que me perdone. Quería decir si ha olvidado decirme algo.

—Nada en absoluto. Le había anunciado un mensaje y aquí está.

—Sí, pero ¿no tenía que traerlo un botones del Sacher?

—Es posible, pero he decidido traerlo yo mismo, y no sé qué diferencia puede haber para usted entre una cosa y la otra. Tenga la bondad de ocuparse de que esta tarjeta llegue a manos de la condesa Von Adlerstein cuanto antes.

—En cuanto la señora condesa esté de vuelta, se la entregaré sin falta.

—Pero ¿tiene al menos una idea de la fecha de su regreso? Se trata de un asunto bastante urgente.

—Lo siento muchísimo, pero este mensaje tendrá que esperarla.

—¿No puede hacérselo llegar?

—Si Su Excelencia tiene prisa, lo más rápido sigue siendo dejar la carta aquí. La señora no puede tardar mucho tiempo.

Morosini estaba empezando a mosquearse, pues tenía la clara impresión de que el pomposo personaje se burlaba de él. Para empezar, ni siquiera le había permitido cruzar la puerta, cuya hoja mantenía firmemente sujeta. Y además, esa especie de diálogo para besugos que le imponía era ridículo. Con un raudo ademán, Morosini le quitó al hombre la tarjeta de la mano y se la guardó en el bolsillo.

—Bien pensado, no voy a dejarla. Su buena voluntad es tan conmovedora que no me perdonaría abusar más de ella.

Sorprendido por la rapidez del gesto y la rudeza del tono, el cancerbero retrocedió lo suficiente para que el patio interior quedara a la vista del visitante inoportuno. Este vio entonces un pequeño coche bajo, de un rojo vivo y forrado de piel negra, que le recordó tanto el de Vidal-Pellicorne que quiso observarlo más de cerca e intentó apartar al hombre.

—¡Oiga! —exclamó éste sin ceder ni un milímetro—. ¿Adónde pretende ir?

—¿De quién es ese coche? ¡De la condesa no será!

Le costaba imaginar a una noble dama de avanzada edad trasladándose de un lado a otro en un artefacto cuya comodidad dejaba mucho que desear.

—¿Y por qué no? Por favor, señor, váyase si no quiere que pida ayuda. Mientras la señora esté ausente, usted no tiene nada que hacer aquí.

Pese a la viva cólera que se había apoderado de él, a Morosini no le pasaba inadvertido que las fórmulas de respeto acababan de desaparecer del lenguaje del hombre. Con todo, no insistió. Habría sido una estupidez armar un escándalo por tan poca cosa. Adalbert no podía tener la exclusiva de los pequeños Amilcar rojos con tapizado negro —estaba seguro de la marca— y ruedas con radios.

—Tiene razón —dijo, suspirando—. Discúlpeme, pero me ha parecido que era el coche de un amigo.

Mientras el sirviente cerraba la puerta a su espalda, Morosini se alejó sin lograr quitarse de la cabeza la idea de que había visto el coche de Adal. Tanto más cuanto que su memoria fotográfica le mostró de pronto un detalle: las dos primeras cifras del número de la matrícula —las otras quedaban tapadas por el cubo de agua del criado que estaba lavando el coche— eran un 4 y un 1. Y el número de matrícula del coche de Adalbert era 4173 F, lo que no dejaba de ser una coincidencia sorprendente.

Dividido entre las ganas de permanecer día y noche apostado delante de esa casa para ver quién salía de ella y el deseo de ir a comer —esa mañana sólo había tomado una taza de café—, Aldo dudó un momento sobre lo que era más conveniente. Acabó imponiéndose el hambre, y también la sensatez: montar guardia en pleno día y en una calle tan estrecha significaba buscarse serios problemas. El devoto sirviente de la condesa era capaz de llamar a la policía y hacer que lo detuvieran. Podría volver más tarde con otro aspecto. Además, se le estaba ocurriendo una idea.

Echó a andar en dirección a Káertnerstrasse, la cruzó, tomó Plankengasse y llegó al Kohlmarkt sin haberse fijado, por lo preocupado que estaba, en el joven rubio y bastante bien vestido que, al verlo salir, se había apresurado a doblar el Wienertagblatt que leía con aplicación un poco más arriba del palacio Adlerstein y seguirle los pasos a una prudente distancia.

Uno tras otro, llegaron a Demel, que en Viena era una especie de institución, pues era a la vez el último café del antiguo régimen —la casa había sido fundada en 1786— y una prodigiosa pastelería-confitería. Demel había sido hasta la caída del imperio el proveedor habitual de la Corte y comer allí era sumamente agradable.

La entrada, situada a dos pasos de la Hofburg, era discreta, casi confidencial, pero la sencilla puerta de cristal grabado, de vaivén con doble batiente, daba acceso a una vasta sala en forma de L al fondo de cuyo primer brazo había un enorme bufé de caoba cubierto de las célebres tartas de la casa y de manjares salados —foie gras, vol-au-vent, pastel de buey, fiambres y canapés de toda clase— que permitían saciar el apetito más desaforado. El otro brazo de la L se escindía en dos salas llenas de mesas con tablero de mármol, en una de las cuales no estaba permitido fumar. El resto de la decoración se componía de un embaldosado antiguo, espejos de época y candelabros en apliques.

Después de haber escogido los platos ante el bufé —salmón con salsa verde, pastel de buey y unos dulces— y haber hecho el pedido a una de las camareras con uniforme negro y blanco, Morosini eligió una mesa en un rincón de la sala de fumadores y aceptó el periódico, desplegado sobre un marco de mimbre como una gran mariposa, que se ofrecía a los clientes para entretenerlos mientras esperaban ser servidos. Sin embargo, en lugar de leerlo, prefirió dejarse impregnar por una atmósfera que siempre le había parecido divertida. La sala iba llenándose de clientes que se saludaban, poblando el aire de esos títulos interminables que tanto gustaban a los austríacos y cuya base era siempre Herr Doktor, incluso cuando no se trataba de un médico, Herr Direktor, Herr Professor, pero algunos de los cuales podían alcanzar las dimensiones de una verdadera letanía.

Como el joven que lo seguía se había sentado a una mesa justo enfrente de él, no podía evitar verlo, más aún considerando que lo observaba con una atención tan persistente que llegaba a resultar insolente.

Un poco molesto, pero sin ningunas ganas de enfrentarse a ese desconocido cuyo peinado le recordaba un techo de cabaña desigual, Morosini se refugió detrás del periódico hasta que le llevaron la comida y después se dedicó a ella. Una breve mirada le había informado de que el otro hacía lo mismo, aunque había escogido mostachones con mermelada, Strudel y Schlagober, de los que engulló una cantidad increíble en un santiamén, de modo que ya había acabado cuando Aldo estaba empezando su pastel de buey.

Después de la tercera taza de café, el joven glotón se tomó un tiempo de reflexión durante el cual su humor no mejoró. Se puso rojo como un tomate, al tiempo que fruncía el entrecejo hasta el punto de juntar las cejas. Finalmente, se levantó, se encasquetó el sombrero de fieltro verde adornado con un penacho y fue directo hacia Morosini.

—Caballero —dijo—, sólo tengo una cosa que decirle: déjela en paz.

Aldo levantó la cabeza de su Spanische Windtorte para mirar al joven.

—Caballero —contestó con una amable sonrisa—, no tengo el honor de conocerlo, y si habla formulando enigmas, tendremos dificultades para entendernos. ¿A quién se refiere?

—Lo sabe perfectamente, y si es usted un hombre como es debido, comprenderá que me niegue a pronunciar un nombre que no está hecho para andar por los cafés, aunque sean tan respetables como éste.

—Esa delicadeza le honra, pero, en tal caso, quizá prefiera decírmelo fuera. Aunque supongo que me permitirá acabar el postre y tomarme el café.

—No tengo intención de quedarme más tiempo, sólo de hacerle una advertencia: deje de rondar a su alrededor. El interés que demuestra últimamente por cierto palacio debería hacerle comprender lo que quiero decir. Servidor de usted, caballero.

Y sin dar tiempo a Morosini de levantarse de la mesa, el caballero del penacho atravesó la sala y salió por la puerta batiente. Aunque aliviado en un primer momento de verse libre del que él consideraba un loco, Aldo reaccionó con prontitud: ese muchacho sólo podía aludir a la dama de negro y, en consecuencia, tenía que saber quién era. Así pues, abandonando su tarta Viento de España sin apenas haberla probado, dejó dinero sobre la mesa y se precipitó hacia la salida ante la mirada horrorizada de la camarera: ¡un comportamiento semejante era inadmisible en Demel!

Desgraciadamente, una vez en la calle constató que, si bien varios sombreros verde oscuro con penacho navegaban por allí, ninguno cubría la cabeza esperada. El vehemente joven se había esfumado.

Tras haber dudado unos instantes sobre cuál era la conducta más procedente, Aldo decidió no volver a Demel, pero, como no había tenido tiempo de tomar café y le apetecía hacerlo, fue al hotel y pidió uno en el bar. La calma que reinaba allí a esa hora del día era propicia a la reflexión, y en ella se sumió, pues no tenía más remedio que admitir que se hallaba en un callejón sin salida: la mujer de los encajes había desaparecido. En cuanto al palacio Adlerstein, no tenía muchas posibilidades de entrar en él, pues el cancerbero le cerraría la puerta en las narices si tenía el mal gusto de volver a presentarse allí. Conclusión: era preciso encontrar una manera de ver a la señora del lugar fuera de Viena, es decir, en su propiedad de los alrededores de Salzburgo.

Era una de las regiones más bonitas de Austria y Morosini no tenía ningún inconveniente en visitarla, aunque faltaba averiguar cómo se llamaba el castillo en cuestión y dónde estaba exactamente.

Una tentativa de obtener información de Frau Sacher resultó infructuosa, pues, si bien la célebre Anna conocía Viena y a sus habitantes como la palma de su mano, no sabía prácticamente nada de la provincia.

—Pero ¿por qué no se lo pregunta al barón Palmer, puesto que son amigos? —añadió.

—Amigos es mucho decir. Somos simples conocidos. ¿Usted lo conoce hace mucho?

—Antes de la guerra se alojó varias veces aquí, aunque nunca mucho tiempo. Siempre ha sido un gran viajero. Está muy unido a la familia Rothschild y ahora se aloja en su casa cuando viene a Austria. Pero cuando está en Viena nunca deja de venir a comer o a cenar, a veces con el barón Louis. No me extrañaría que hubiera un vínculo de parentesco entre ellos.

Morosini reprimió una sonrisa: un parentesco con los fabulosos banqueros «pegaba» bastante poco con lo que Aronov le había contado de los suyos, muertos durante el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882. Sin embargo, se habían dado ejemplos más singulares a lo largo la historia, además de que eso quizás explicaría en parte la enorme fortuna de la que parecía disponer el Cojo.

—¿Sigue viviendo en…? —dijo aparentando indiferencia—. Nunca consigo acordarme del nombre…

—¿Cómo quiere recordar un nombre que tiene más consonantes que vocales? A mí me pasa lo mismo que a usted, príncipe. De lo único que me acuerdo es que está cerca de Praga —respondió inocentemente Frau Sacher jugueteando con sus numerosos collares de perlas—. Tendría que consultar las fichas antiguas para encontrar ese dato.

—No se moleste, por favor, yo también debo tenerlo anotado en alguna parte —dijo hipócritamente Aldo, un poco decepcionado de que su trampa no hubiera funcionado. Los alrededores de Praga no le decían mucho más acerca de su misterioso cliente, pues ya sabía que tenía varios domicilios. ¿Por qué no iba a figurar entre ellos Praga, desde siempre uno de los lugares destacados del pueblo judío?

Un rato más tarde montaba en un coche de punto. Como había dejado de llover, Morosini, pese a sus preocupaciones, disfrutó del paseo hasta el elegante barrio del Belvedere, donde la mansión Rothschild ocupaba un lugar privilegiado.

Un mayordomo más tieso que un palo, al que la enunciación de su nombre apenas hizo inclinarse, lo recibió en el gran vestíbulo rematado por una cúpula que era el corazón de la casa y a continuación lo introdujo en un salón marcado con el sello de ese fasto un poco recargado pero innegable característico de todas las moradas familiares. Al cabo de un momento, el paso irregular del barón Palmer sonaba sobre el brillante parqué Versalles.

—¿Podemos hablar aquí? —preguntó Morosini tras los saludos de rigor.

—Con toda confianza. Los criados de un Rothschild no se permitirían por nada del mundo escuchar detrás de las puertas. Son todos intachables. ¿Qué ocurre?

—Enseguida se lo diré, pero antes quisiera saber por qué me ha hecho venir si ya tenía aquí a Vidal-Pellicorne.

El monóculo de Aronov se desprendió al levantar éste una ceja.

—¿Adalbert aquí? Le doy mi palabra de que no lo sabía. ¿Cómo se ha enterado?

—Al ver a un criado lavar un coche en el patio del palacio Adlerstein. Resulta que era el suyo, y no sé qué iba a hacer aquí sin su propietario.

—Yo tampoco, pero, puesto que estaba usted allí, podría haberlo preguntado.

—La verdad es que no puede decirse que estuviera. En realidad, el sirviente con el que me encontré ayer me estaba echando a la calle. Tengo la impresión de que en ese palacio pasan cosas raras, o al menos de que lo habita gente rara.

—Dentro de un momento me contará todo eso.

Tras haberse anunciado mediante unos discretos golpes en la puerta, un lacayo con librea de estilo inglés entró en la habitación llevando una bandeja con un servicio de café, que depositó sobre una mesita antes de ponerse a servir.

—No hacía falta que pidiera nada —dijo Aldo.

—No he pedido nada —repuso Aronov con una de las escasas sonrisas que conferían cierto encanto a su semblante un poco severo—. Esto es simplemente una muestra de la hospitalidad Rothschild. Cuando alguien es admitido en su casa, debe ser servido en el acto. En Londres le ofrecerían té o whisky. Aquí, por supuesto, café, la pasión nacional.

—Y todo porque, al huir después de su frustrado asedio, en 1683, los turcos dejaron tal cantidad de sacos de café que los vieneses se aficionaron a él. ¡Qué curiosas son las cosas!

—No seré yo quien se lo discuta. Cuénteme ahora.

Morosini relató entonces las tres aventuras que había vivido en torno a esa «calle de la Puerta del Cielo» que tan poco lo era para él: la marcha nocturna, su visita de la mañana y, por último, su incomprensible diálogo con el joven del sombrero verde. Finalizó manifestando su intención de ver a la condesa lo antes posible, lo que le exigía ausentarse de la capital.

—Lo malo es que no tengo ni idea de dónde está. Cerca de Salzburgo, pero eso es un territorio muy amplio. Frau Sacher me ha aconsejado que le pregunte a usted sobre el asunto; según ella, es el hombre mejor informado del mundo.

—Sus palabras me honran, pero anoche todavía lo ignoraba. Hoy me he informado. Iba a enviarle una nota: el antiguo castillo familiar, o más bien debería decir la ruina ancestral, se encuentra junto a Hallstatt, pero, como es inhabitable, los Adlerstein, cercanos a la Corte, se han hecho construir una villa…, un castillo en realidad…, cerca de Bad Ischl. Se llama Rudolfskrone y parece ser que es una preciosidad. No creo que tenga ninguna dificultad en localizarlo.

Morosini anotó la información en el cuadernito que llevaba siempre en el bolsillo, se acabó el café y se despidió.

—¿Piensa ir pronto? —preguntó el Cojo.

—Enseguida, si es posible. Volveré al hotel, preguntaré a qué hora sale el primer tren para Salzburgo y me iré…, pero ¿puedo pedirle un pequeño favor?

—Desde luego.

—Intente averiguar qué hace Adalbert aquí. Aunque no tuviera que marcharme, yo no puedo montar guardia día y noche delante del palacio Adlerstein esperando que salga.

—Hemos pensado los dos lo mismo. No se preocupe, yo me encargo de eso. Váyase tranquilo.

Sin embargo, estaba escrito en algún sitio que Aldo no tomaría el tren de Salzburgo. Al llegar al Sacher, se encontró un telegrama que acababan de llevar.

«Le ruego que me disculpe, pero debo pedirle que vuelva inmediatamente. Me veo enfrentado a una situación en la que me es imposible tomar una decisión, entre otras cosas porque Celina amenaza con marcharse. Afectuosamente, Guy Buteau».

Más que contrariado, Aldo se guardó el papel azul en el bolsillo y descolgó el teléfono interior con la intención de llamar a su casa, pero, tras reflexionar un instante, se limitó a pedir que le reservaran un sleeping en el tren nocturno para Venecia. Si Buteau, que conocía tan bien como él las virtudes del teléfono, había elegido el telégrafo, seguro que tenía una buena razón. De qué asunto podía tratarse, en cambio, no tenía ni la más remota idea, pero, para que hubiera puesto en apuros a Buteau y fuera de sí a Celina, debía ser muy desagradable.

Después de haber llamado a un sirviente para que le hiciera el equipaje, Morosini llamó al palacio Rothschild, pero no pudo hablar con el barón Palmer porque acababa de salir.

—Tenga la amabilidad de transmitirle un mensaje. Dígale que el príncipe Morosini ha sido requerido urgentemente en Venecia y que volverá en cuanto le sea posible.

Una hora más tarde, un taxi lo conducía a la Kaiserin Elisabeth Bahnhof, donde lo esperaba el tren para Venecia.