Primera parte
LA MÁSCARA DE ENCAJE
Otoño de 1923

1. Tres días en Viena

Refugiado bajo el gran paraguas de un botones del hotel Sacher, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, cruzó Augustinerstrasse corriendo, pero evitando sumergir en los charcos los zapatos de charol, en dirección a la entrada de los artistas de la Ópera. Acceder por esa puerta era un privilegio de los clientes del célebre hotel cuando hacía mal tiempo. ¡Y vaya si el tiempo era malo! Desde que había llegado a Viena, el príncipe anticuario soportaba una lluvia incesante, persistente, regular, desprovista de violencia pero cuyo ritmo pertinaz empapaba la capital austriaca. Pese a la carta un poco misteriosa que lo había llevado allí, Aldo casi añoraba su querida Venecia, donde sin embargo, y por primera vez en su vida, se aburría desde hacía varios meses.

No es que hubieran dejado de apasionarle los objetos raros y preciosos —en particular las piedras perfectas y las joyas históricas—, pero, desde su regreso de Inglaterra, le costaba horrores recuperar la ardiente curiosidad que lo caracterizaba antes de que Simon Aronov hubiese aparecido en su vida, una noche del año anterior, en las profundidades subterráneas del gueto de Varsovia. Resultaba difícil encontrar a un personaje más enigmático y atrayente que el Cojo. Y todavía más difícil soñar con una sopera de porcelana, por más que hubiera sido hecha en Sèvres para Catalina la Grande, o con un par de morillos venecianos procedentes del palacio Rezzonico que tuvieron el privilegio de calentar las zapatillas de Richard Wagner, después de las peripecias, las emociones y los peligros vividos en compañía de su amigo Adalbert Vidal-Pellicorne durante la búsqueda de un nuevo Grial: las gemas robadas en la noche de los tiempos del pectoral del Sumo Sacerdote de Jerusalén.

Él, Morosini, había tenido entre sus manos ese pectoral convertido en leyenda en la memoria de los judíos y de algunos historiadores, ese ornamento sagrado surgido de épocas remotas con su aterrador cortejo de locura, miseria y crímenes. Un momento inolvidable. La gran placa de oro cuadrada, que Aronov guardaba en su capilla ciega, llevaba las emocionantes huellas de su paso a través de los siglos desde que las legiones de Tito saquearon el Templo. Más sobrecogedoras aún eran las heridas dejadas por las manos rapaces de los ladrones en las cuatro hileras de tres piedras. De los doce cabujones que representaban las doce tribus de Israel, sólo quedaban ocho, quizá casualmente los menos preciosos. Se habían esfumado el zafiro de Zabulón, el diamante de Benjamín, el ópalo de Dan y el rubí de Judá. Y, según la tradición, Israel no recuperaría su patria y su soberanía hasta que el pectoral completo regresara a su tierra.

Guiados por las indicaciones del Cojo y ayudados también por la suerte, los dos amigos lograron recuperar en nueve meses dos de las piedras fugitivas: el zafiro, tesoro durante tres siglos de los duques de Montlaure, antepasados maternos del príncipe Morosini, y el diamante conocido con el nombre de la Rosa de York, herencia de Carlos el Temerario, duque de Borgoña, y reivindicado por la Corona inglesa.

A costa, eso sí, de no pocos sufrimientos. Al igual que todo objeto sagrado profanado por la codicia, las dos joyas habían resultado ser igual de maléficas. La princesa Isabelle, madre de Aldo, había pagado con su vida el zafiro, la Estrella Azul. La misma suerte había corrido su último propietario, sir Eric Ferráis, riquísimo vendedor de cañones, asesinado —oficialmente al menos— por el antiguo amante de su mujer. En cuanto al diamante, el número de cadáveres sembrados a su paso era ya incontable. ¡Pero qué apasionantes aventuras habían vivido los dos hombres siguiéndoles el rastro! Y era eso lo que Morosini añoraba tan cruelmente desde principios de ese año, 1923, cuyo último cuarto ya había empezado.

Después de las fiestas de fin de año pasadas en su casa de Venecia «en familia», en torno a la Candelaria Aldo se había encontrado prácticamente solo. Su familia —es decir, su tía abuela, la querida marquesa de Sommieres, y Marie-Angéline du Plan-Crépin, prima y lectora de la primera, así como Adalbert Vidal-Pellicorne, arqueólogo de profesión y elevado al rango de amigo fraternal— se había dispersado. Una especie de «sálvese quien pueda» que lo había dejado en compañía de su antiguo preceptor, Guy Buteau, convertido en su apoderado, y de sus fieles sirvientes, Zaccaria y Celina Pierlunghi, que lo habían visto nacer. ¡Y eso justo en el momento en que renacía la esperanza de embarcarse de nuevo en grandes aventuras!

Dicha esperanza había aparecido el 31 de enero en forma de una carta procedente del banco suizo a través del cual el Cojo y sus enviados se ponían en contacto. Por desgracia, aunque contenía una importante letra de cambio y una nota escrita por Simon, el texto resultó de lo más decepcionante: no sólo Aronov no citaba a Morosini, sino que, tras haberlo felicitado brevemente por su «último envío», le aconsejaba «tomarse una temporada de descanso y no hacer nada hasta nueva orden, a fin de dejar que el ambiente se calmara un poco».

A partir del día siguiente, los invitados empezaron a abandonar el palacio Morosini. El primero en partir fue Adalbert, quien, bastante satisfecho en el fondo del entreacto anunciado, decidió inmediatamente embarcar rumbo a Egipto; hacía meses que el fantástico descubrimiento de la tumba del joven faraón Tutankamon y de sus tesoros le quitaba el sueño. Quería ir a ver aquello con sus propios ojos.

—Así podré pasar unos días con mi querido profesor Loret, el conservador del Museo del Cairo. No lo he visto desde hace dos años y debe de estar muerto de envidia ante los descubrimientos de esos condenados ingleses. Intentaré mantenerte informado.

Y había embarcado en el primer barco que zarpaba para Alejandría, seguido de cerca por la señora Sommieres y Marie-Angéline, para gran desesperación de ésta. Durante todo el mes de enero, Plan-Crépin se había esforzado en sustituir a la incomparable Mina[1] como secretaria de Aldo y, como estaba desenvolviéndose bastante bien, se había aficionado a las antigüedades y su mayor deseo era quedarse. Desgraciadamente, si bien la anciana dama quería mucho a Aldo, el invierno veneciano, muy húmedo y frío ese año, la estaba afectando en exceso. Padecía en particular de reuma, aunque se esforzaba en disimularlo para no obstaculizar el trabajo de la casa, pero cuando el notario Massaria comunicó a Morosini que el joven que le había propuesto como secretario acababa de regresar y estaba a su disposición, la marquesa ordenó inmediatamente que prepararan su equipaje a fin de ir en busca de un clima más seco. Marie-Angéline protestó:

—Si es en París donde esperamos encontrar el tiempo ideal, cometemos un gran error —declaró, empleando ese plural mayestático que siempre utilizaba cuando hablaba con la señora Sommieres.

—¿Te crees que estoy loca, Plan-Crépin? No tengo ninguna intención de ir a helarme a París.

—¿Escogeremos acaso la Costa Azul?

—¡Demasiada gente! ¡Demasiado cosmopolita! ¿Por qué no Egipto?

—¿Egipto? —refunfuñó Aldo, vagamente frustrado—. ¿Usted también?

—No te lo tomes a mal, pero nuestro querido Adalbert nos ha hablado tanto de ese país durante un mes que ha acabado por tentarme. Y además, el soplo del desierto será mano de santo para mis articulaciones. Plan-Crépin, vaya a Cook a reservar dos camarotes y también dos habitaciones en el Mena House de Gizeh para empezar. Después ya veremos.

—¿Y cuándo nos vamos?

—Mañana, enseguida…, en el primer barco. ¡Y no ponga esa cara! Con la de cuerdas que ha tocado ya, ahora podrá ejercitarse en el manejo del pico y la pala. Después de sus hazañas como caco escalador, será un cambio.

Dos días más tarde, habían desaparecido, dejando tras de sí una montaña de lamentaciones y un gran vacío absolutamente palpable cuando Morosini y Guy Buteau se encontraron cara a cara en el salón de las Lacas, la estancia donde comían casi siempre. El antiguo preceptor también se mostraba sensible a la súbita desertización del palacio. Al finalizar aquella primera comida, expresó así su impresión:

—Debería casarse, Aldo. Esta gran morada no está hecha para albergar únicamente a un soltero y un solterón.

—Cásese usted, si es lo que le dicta el corazón. A mí no me tienta la idea.

Luego, tras haber encendido un cigarrillo con gesto indolente, añadió:

—¿No cree que somos un poco ridículos? Después de todo, nuestros invitados sólo llevaban aquí un mes largo, y antes creo recordar que vivíamos perfectamente bien.

Bajo su fino bigote gris, los labios del señor Buteau desplegaron una media sonrisa.

—Nunca estuvimos solos, Aldo. Antes teníamos a Mina. Creo que es a ella a la que más echo de menos.

Morosini cambió de expresión y apagó en un cenicero el cigarrillo que acababa de encender.

—Por favor, Guy, evitemos hablar de ella. Mina, no hace falta que se lo diga, no existía. Era una añagaza, el fruto del capricho pasajero de una chica rica que quería distraerse.

—No es usted justo y lo sabe. Mina…, o más bien Lisa, para llamarla por su verdadero nombre, nunca buscó aquí una distracción. Ella amaba Venecia, amaba este palacio, y quiso vivir aquí.

—Sí, vivir aquí y, disfrazada de sabihonda, examinarme como a un bicho raro a través de un microscopio desprovisto de benevolencia. Su veredicto no me ha sido favorable.

—¿Y el suyo, ahora que la conoce con su aspecto real?

—¡Qué más da! ¿A quién quiere que le interese?

—A mí, por ejemplo —dijo Buteau sonriendo—. Estoy convencido de que es la mujer que le conviene.

—Eso es cosa suya, pero como yo no opino lo mismo lo mejor es olvidarse del asunto. Más vale que nos vayamos a dormir. Mañana tendremos que poner al corriente al joven Pisani, y además de eso hay varias citas, así que será un día largo. Si ese muchacho trabaja bien, no tardaremos en olvidar a Mina.

De hecho, nada más verlo, Morosini estuvo seguro de que el nuevo fichaje le iría como anillo al dedo. Aquel joven veneciano rubio, cortés, bien educado, bien vestido y bastante parco en palabras no desentonaría entre los mármoles y los oros de un palacio transformado en tienda de antigüedades de primera clase. Incluso se integró con una naturalidad perfecta, pues sentía auténtica pasión por los objetos antiguos, sobre todo los procedentes de Extremo Oriente. En lo tocante a estos últimos, demostró una erudición que dejó a su nuevo jefe estupefacto cuando descubrió sobre una consola una vasija de celadón del siglo XVIII. Sin siquiera tomarse la molestia de darle la vuelta para buscar el nien-hao (el nombre del reinado), Angelo Pisani exclamó:

—¡Admirable! Esta vasija de triple gollete de la época Kien-Long, decorada en relieve con los diagramas talismánicos de las «verdaderas formas de las cinco montañas sagradas», es una pura maravilla. ¡No tiene precio!

—Pues así y todo yo pienso ponérselo —dijo Morosini—. Pero permítame que lo felicite. El señor Massaria no me había dicho que era usted un sinólogo tan experto.

—Tengo un poco de sangre de Marco Polo por parte de madre —explicó con modestia el nuevo secretario—. Seguramente mi atracción por esa cultura viene de ahí, pero también sé algunas cosillas sobre las antigüedades de otros países.

—¿Y las piedras preciosas y las joyas antiguas? ¿Entiende también de eso?

—Nada en absoluto —admitió el joven con una sonrisa enternecedora—. Salvo en lo que se refiere a las joyas y los jades chinos, claro. Pero, si el señor Buteau tiene la amabilidad de iniciarme, seguro que aprendo deprisa.

Angelo hizo gala, efectivamente, de grandes aptitudes, y como en el aspecto administrativo poco era lo que había que enseñarle, Morosini se declaró satisfecho, si bien lamentaba que, al margen del trabajo, fuera prácticamente imposible conseguir que dijera tres palabras seguidas. Era una especie de sombra silenciosa en el palacio, eficiente pero nada entretenida, lo que hizo que Aldo añorase todavía más a Mina. Ella era viva en sus réplicas, muchas veces extravagante, y desde luego con ella uno se divertía.

Para tratar de salir del aburrimiento, tuvo una aventura con una cantante húngara que había ido a interpretar Lucia di Lammermoor en la Fenice. Era rubia, encantadora, frágil, se parecía un poco a Anielka y poseía una voz cristalina digna de un ángel, pero eso era todo lo que tenía de angelical. Aldo descubrió enseguida que la bella Ida era tan experta en amor como en contabilidad, que sabía distinguir perfectamente un diamante de un circón y que, en todo caso, no veía ningún inconveniente en añadir un título de princesa al de prima donna.

Poco deseoso de transformar a ese ruiseñor migratorio en gallina doméstica, Morosini se apresuró a hacerle renunciar a sus ilusiones, y el romance terminó una noche de junio en el andén de la estación de Santa Lucia con un regalo que incluía una pulsera de zafiros, un ramo de rosas y un gran pañuelo destinado al rito de la despedida, que el amante inconstante vio agitarse largo rato por la ventanilla bajada del sleeping mientras el tren se alejaba.

Al volver a su casa con una intensa sensación de alivio, Morosini encontró un poco menos amarga la soledad que Guy Buteau y él compartían con la curiosa impresión de estar aislados del resto del mundo.

Ello se debía sobre todo a las escasas noticias que llegaban de las personas queridas. Las arenas de Egipto parecían haber engullido a Vidal-Pellicorne, a la marquesa y a la señorita Plan-Crépin. El primero podía alegar como excusa lo absorbente de su profesión, pero las otras dos habrían podido enviar algo más que una postal en seis meses.

Ninguna noticia tampoco de Adriana Orseolo, la prima de Aldo. La bella condesa, que se había marchado a Roma el otoño pasado con la idea de que su sirviente —y amante— Spiridion Mélas recibiera clases de un maestro del bel canto, parecía haber desaparecido también de la faz de la tierra. Ni siquiera el anuncio de un robo en su casa consiguió de ella algo más que una carta dirigida al comisario Salviati para manifestarle su entera confianza en la policía de Venecia y declarar que estaba demasiado ocupada para ausentarse de Roma. De todas formas, el príncipe Morosini estaba allí para velar por sus intereses.

Un poco asombrado por semejante despreocupación —ni siquiera le había mandado una felicitación de Año Nuevo—, éste descolgó el teléfono y llamó al palacio Torlonia, donde supuestamente estaba instalada Adriana. Se enteró de que, tras una estancia de una semana, su prima se había marchado sin dejar dirección. Y, bajo el tono cortés de su interlocutor, a Morosini le pareció advertir que para los Torlonia había sido un alivio. Idéntico fracaso en casa del maestro Scarpini: el griego poseía una hermosa voz, sí, pero un carácter demasiado difícil para que fuera posible considerar la posibilidad de una estancia de varios meses en su compañía. Ignoraban adonde había encaminado sus pasos.

La primera reacción de Aldo fue enviar a su secretario a comprar un billete para la capital italiana, pero cambió de parecer; encontrar a la pareja en Roma dependía totalmente del azar, aparte de que ésta podía haberse ido a Nápoles o a cualquier otro lugar. Además, Guy, al ser consultado, sugirió que, puesto que la condesa había decidido desaparecer, la dejara vivir su aventura.

—Pero yo soy su único pariente y siento mucho cariño por ella —repuso Aldo—. Tengo la obligación de protegerla.

—¿Contra sí misma? Lo único que conseguirá es ponerse a mal con ella. Está en una edad delicada para una mujer y desgraciadamente no se puede hacer nada. Hay que dejarla llegar hasta el final de su locura, pero estar preparado para recoger los trozos cuando llegue el momento.

—Ya no nada en la abundancia y ese tipo va a acabar de arruinarla.

—Ella se lo habrá buscado.

Era lo más sensato, y desde ese día Aldo evitó pronunciar el nombre de Adriana. Ya lo atormentaba bastante su prima desde que había encontrado unas cartas en el cajón secreto de su bargueño florentino, a raíz del robo. Sobre todo una de ellas, firmada por R., que había conservado a fin de reflexionar sobre ella más despacio, sin encontrar otra clave que el amor pero sin decidirse a compartir el misterio ni siquiera con Guy. Quizá para no verse obligado a mirar las cosas demasiado de frente, pues en su fuero interno le daba miedo descubrir que esa mujer —su primer amor de adolescente— estaba implicada en mayor o menor medida en la muerte de su madre.

Lo cierto era que Aldo no tenía mucha suerte con las mujeres a las que quería. Su madre había sido asesinada y su prima se había vuelto ligera de cascos. En cuanto a la encantadora Anielka, de la que se había enamorado en los jardines de Wilanow, había terminado ante el tribunal de Old Bailey acusada del asesinato de sir Eric Ferráis, su marido, con quien se había casado por orden de su padre, el conde Solmanski. Después del juicio, ella también se había volatilizado; se había ido a Estados Unidos con el conde sin haberle dirigido la menor muestra de ternura o de agradecimiento por todo lo que había hecho para ayudarla, pese a que juraba amarlo sólo a él.

Por no hablar, claro, de la deslumbrante Dianora, su gran amor de otros tiempos, su antigua amante, convertida en esposa del banquero Kledermann. Ésta no le había ocultado que, entre una fortuna y una pasión, no cabía ninguna duda. Lo gracioso del asunto era que, al casarse con Kledermann, Dianora se había convertido —sin ningunas ganas— en madrastra de Mina, alias Lisa Kledermann, la secretaria modelo pero experta en transformaciones a la que en el palacio Morosini todos añoraban unánimemente. Ella también se había esfumado una mañana gris y brumosa, sin pensar ni por un momento que una palabra amistosa quizás habría complacido a su antiguo jefe.

El verano pasó. Sofocante, brumoso, tormentoso. Para huir de las hordas de turistas y de novios en su luna de miel, Aldo se refugiaba de vez en cuando en una de las islas de la laguna en compañía de su amigo Franco Guardini, el farmacéutico de Santa Margarita, cuyo natural silencioso apreciaba. Pasaban allí plácidos ratos entre las hierbas silvestres, sobre un banco de arena o al pie de una capilla en ruinas, pescando, bañándose, recuperando sobre todo las alegrías sencillas de la infancia. Aldo se esforzaba en olvidar que el correo sólo llevaba cartas relacionadas con el negocio y facturas. La única excepción en ese océano de olvido fue una corta epístola de la señora Sommieres anunciando una estancia en Vichy para tratar de recuperarse del hígado, bastante maltrecho tras su experiencia africana: «Reúnete allí con nosotras si no sabes qué hacer», concluía la marquesa con una desenvoltura que acabó de indisponer a su sobrino nieto. Era increíble esa gente que sólo se acordaba de él cuando empezaba a aburrirse. Decidió hacerse el ofendido.

Sin embargo, estaba cada vez más preocupado por Vidal-Pellicorne. Si bien los peligros que corre un arqueólogo son limitados, no podía decirse lo mismo cuando a esa apacible profesión se unía la de agente secreto, y Adalbert era muy capaz de haberse metido en algún lío. Así pues, para quedarse tranquilo decidió mandar un telegrama al profesor Loret, conservador del Museo del Cairo, para preguntarle qué era de su amigo. Y fue al regresar de la oficina de correos cuando encontró la carta en su despacho.

No venía de Egipto, sino de Zúrich, y a Morosini le dio un vuelco el corazón. ¡Simon Aronov! ¡Sólo podía ser él! En efecto, el sobre abierto liberó una hoja de papel doblada en cuatro sobre la que habían escrito a máquina: «El miércoles 17 de octubre en la Ópera de Viena para El caballero de la rosa. Pida el palco del barón Louis de Rothschild».

Aldo se sintió revivir. Los vientos embriagadores de la aventura se arremolinaban a su alrededor, y se apresuró a tomar todas las medidas necesarias para estar libre en la fecha indicada. Gracias a Dios, a Guy y a Angelo Pisani, su tienda de antigüedades podía prescindir de él.

Su cambio de humor sacó al palacio Morosini del sopor en el que se estaba sumiendo. La única que frunció el entrecejo fue Celina, su cocinera y más vieja amiga. Cuando le anunció que se iba, dejó de cantar y refunfuñó:

—¿Estás contento porque nos dejas? ¡Muy amable por tu parte!

—¡No digas tonterías! Estoy contento porque me espera un asunto apasionante y porque eso me permitirá romper la rutina diaria.

—¿Rutina? Si me hicieras un poco de caso, ni te acordarías de la rutina. ¿No te he aconsejado varias veces que hicieras un viaje? Verte como un alma en pena me pone negra.

—Pues entonces deberías alegrarte. Voy a viajar.

—Sí, pero vete tú a saber adónde. A mí me gustaría que fueras… a Viena, por ejemplo.

Morosini miró a Celina con un estupor sincero.

—¿Por qué a Viena? Te recuerdo que en verano hace un calor espantoso.

Celina se puso a juguetear con las cintas que adornaban su cofia y que solían revolotear sobre su imponente persona al ritmo de sus entusiasmos y sus enfados.

—En verano hace calor en todas partes, y además he dicho Viena como hubiera podido decir París, o Roma, o Vichy, o…

—No te devanes los sesos. Precisamente es a Viena adónde voy a ir. ¿Satisfecha?

Sin más comentarios, Celina regresó a su cocina esforzándose en disimular una sonrisa que dejó a Morosini perplejo. Sin embargo, como sabía que no diría nada más, olvidó el asunto y fue a ocuparse del equipaje.

Como no sabía si podría quedarse en Viena después de la cita, se fue tres días antes de la fecha indicada a fin de darse el gusto de callejear por una ciudad cuya elegancia y atmósfera de gracia ligera, alimentada por el eco de un lánguido vals en uno u otro rincón, siempre había apreciado.

A pesar de que hacía un tiempo desapacible, Morosini se sentía alegre cuando su tren llegó al valle del Danubio y se acercó a Viena. Una felicidad racionalmente inexplicable. Los recuerdos festivos de antes de la guerra no tenían nada que ver con ella, ni tampoco los de los dos viajes efectuados a la capital austriaca —exclusivamente de negocios— desde el fin de las hostilidades y su consiguiente liberación de una vieja fortaleza tirolesa. Después de todo, quizás era simplemente porque, aunque se negaba a admitirlo, Viena representaba algo más que un punto de partida tras la pista de una joya desaparecida. ¿Acaso no escuchaba de cuando en cuando, en el fondo de su memoria, una voz alegre que le decía: «Me voy a Viena a pasar la Navidad en casa de mi abuela.»?

Dado el número de abuelas que vivían en la capital austriaca, esa breve información habría sido un poco escasa, pero Morosini poseía una memoria infalible. Le bastaba oír un nombre para que quedara registrado en ella, y en el vestíbulo del Ritz de Londres, Moritz Kledermann, el padre de Lisa, había pronunciado el de la condesa Von Adlerstein. Averiguar su dirección sería bastante sencillo y Aldo estaba decidido a hacerle una visita, aunque sólo fuera para tener a través de ella noticias de una valiosa colaboradora a la que había perdido de vista de un modo demasiado repentino. Ni que decir tiene que no habría hecho el viaje para eso, pero, puesto que se le presentaba la ocasión, sería una estupidez no aprovecharla, ya que el caso Mina-Lisa era casi tan interesante como las peripecias engendradas por el pectoral.

Cuando Morosini bajó del tren en la Kaiserin Elisabeth Westbahnhof, la lluvia caía a raudales de un cielo encapotado, lo que no impedía al viajero silbar un allegro de Mozart mientras se metía en el taxi encargado de conducirlo al hotel Sacher, un establecimiento que le encantaba.

Verdadero monumento a la gloria del arte de vivir vienés, además de amable recuerdo del Imperio austrohúngaro, el Sacher llevaba el nombre de su fundador, antiguo cocinero del príncipe de Metternich, y alzaba justo detrás de la Ópera su silueta señorial, construida en el más puro estilo Biedermeier y que desde 1878 albergaba a todas las figuras ilustres del imperio en el terreno de las artes, la política, el ejército y el sibaritismo, así como a numerosas personalidades extranjeras. Seguía vinculado a él el recuerdo de las cenas refinadas del archiduque Rodolfo, el trágico héroe de Mayerling, de sus amigos y de sus bellas compañeras. Sin embargo, esa sombra altiva y romántica no aportaba ninguna nota triste a un establecimiento que poseía otro elemento glorioso: una magnífica tarta de chocolate rellena de mermelada de albaricoque y servida con nata, cuya fama ya había dado varias veces la vuelta al mundo. Frau Anna Sacher, última mujer del linaje, regentaba ese bonito hotel con mano de hierro enguantada en terciopelo, fumaba puros habanos, criaba dogos poco sonrientes y, pese a la edad y a un contorno de cintura un tanto dilatado, aún sabía hacer como nadie la reverencia ante una alteza real o imperial.

Fue a ella a quien Morosini vio aparecer en la puerta de los salones cuando hizo su entrada en el vestíbulo, decorado con plantas y con dos estatuas de alegorías femeninas de pechos robustos, de tamaño mayor que el natural. No siendo más que un modesto príncipe, a Morosini sólo le correspondió el honor de besar una mano regordeta como hubiera hecho con cualquier ama de casa que lo recibiera en su hogar. Esa presencia femenina era uno de los encantos del hotel: Anna Sacher sabía recibir a cada cual según su rango, y cuando se trataba de habituales, eran tratados como amigos. Tal fue el caso de Morosini. Bajo las marcadas ondas de la cabellera plateada, una alegre sonrisa iluminó el rostro todavía fresco aunque un poco rollizo.

—Verlo llegar es tan agradable como si trajera con usted el hermoso sol de Italia, Excelencia. Me alegro de poder desearle una vez más la bienvenida en el umbral de esta casa.

—Espero que me la desee muchas más veces, querida Frau Sacher.

—¡Eso sólo Dios lo sabe! Aunque desde luego no voy para joven. ¿Estará con nosotros algún tiempo?

—No tengo ni idea. Dependerá del asunto que me ha traído aquí. Aunque no es ésa la única razón por la que he venido; la otra es la velada del miércoles en la Ópera.

—¡Ah, El caballero de la rosa! Admirable, admirable. Será una gran velada. ¿Tomaremos juntos la taza de café ritual mientras suben el equipaje a su habitación?

—Tiene usted unas tradiciones encantadoras para sus amigos, Frau Sacher. Sería un pecado rechazarlas.

Entraron juntos en el Rote Café, un elegante salón tapizado de damasco rojo e iluminado con arañas de cristal, donde se apresuraron a servirles el famoso café vienés, coronado de nata y seguido de un vaso de agua helada, que a los austriacos les chiflaba. A Morosini también. Según él, era el único café europeo que rivalizaba con el de los italianos, pues los otros eran infames aguachirles.

Mientras lo saboreaban, charlaron de cosas intrascendentes y elogiaron Venecia, pero también Viena, donde, pese a las dificultades económicas, la vida mundana se recuperaba de día en día. En realidad, era indispensable si querían continuar atrayendo a los turistas del mundo entero. Sin música y sin vals, Viena dejaría de ser Viena. Al contrario que Alemania, recientemente despojada del Ruhr por Francia y que se sumía cada vez más en la anarquía y el extremismo, el bastión original del imperio de los Habsburgo se esforzaba en recuperar su alma e incluso en salvarla, pues su canciller era un sacerdote, monseñor Seipel. Este antiguo profesor de teología, convertido en diputado y posteriormente en presidente del partido socialcristiano, estaba sacando a flote la economía gracias a la creación de una nueva moneda, el chelín, y a la imposición de severos recortes presupuestarios. Al mismo tiempo, trataba de establecer una moral rigurosa, cosa que, evidentemente, no gustaba a todo el mundo, pero en conjunto Austria funcionaba bastante bien. En cualquier caso, Frau Sacher consideraba que el canciller era un hombre de bien.

—Hay momentos en que casi parece que hayamos vuelto a los buenos tiempos de nuestro querido emperador. La vieja aristocracia se atreve a ser ella misma…

—Hablando de la vieja aristocracia, quizá podría usted serme de ayuda, Frau Sacher. Quiero aprovechar mi estancia aquí para tratar de localizar a una amiga de mi madre de la que no tenemos noticias desde que acabó la guerra, y como usted conoce a toda la ciudad…

—Si está en mi mano, no tiene más que preguntar.

—Muchas gracias. ¿Podría usted decirme si la condesa Von Adlerstein sigue siendo de este mundo?

Las cejas artísticamente perfiladas de la anciana dama subieron un centímetro largo, mientras ella retorcía el motivo de perlas que formaba el centro de la cinta de terciopelo negro que le ceñía el cuello con la ilusoria finalidad de tensarlo.

—¿Por qué no iba a estar viva? Debemos de ser más o menos contemporáneas. Dicho esto, de la alta nobleza que constituye el entorno habitual de los soberanos, he conocido a más hombres que mujeres.

—No obstante, conoce a esa dama, puesto que sabe su edad.

—En realidad, la conozco sobre todo por dos razones. La primera es el revuelo que se produjo, hace unos veinticinco años, cuando casó a su hija con un banquero suizo sin ningún título de nobleza pero muy rico. Su posición en la Corte incluso se habría visto comprometida si nuestra pobre emperatriz Isabel no hubiera intervenido. Fue poco antes de morir; ella conocía bastante bien a la familia Kledermann.

—¿Y la segunda?

—Es mucho más comercial —respondió Anna Sacher riendo—. Tiene debilidad por nuestra Sachertorte y siempre que está en Viena nos compra. Lo que no es el caso en este momento, pues desde principios de verano no ha llegado ningún pedido del palacio de Himmelpfortgasse.

Morosini estaba tan contento que poco le faltó para ponerse a aplaudir. La entrañable dama acababa de proporcionarle, con la mayor inocencia del mundo, una preciosa información: la dirección que habría sido un poco raro pedir tratándose de una amiga de su madre. Se contentó con dejar escapar un suspiro, acompañado de una sonrisa melancólica.

—¡Qué mala suerte! Tendré que conformarme con dejar mi tarjeta con unas palabras. Quizá la condesa me haga llegar noticias suyas.

—Estoy segura de que no dejará de hacerlo. Estará tan encantada de volver a verlo como yo.

Eso Morosini lo dudaba, puesto que la abuela de Mina-Lisa no tenía ni idea de su existencia.

Al día siguiente por la tarde, pese a la lluvia, paseaba por Himmelpfortgasse, a unos doscientos metros de distancia de su hotel. Era una calle como tantas de las que hay en la ciudad interior, la que en otros tiempos rodeaban las murallas que el emperador Francisco José había sustituido por el Ring, el magnífico paseo circular poblado de árboles y de jardines. Y, al igual que las otras, se hallaba bordeada de casas antiguas y de dos o tres palacios, uno de los cuales atraía especialmente la vista: tres pisos de altas ventanas sobre un entresuelo y un imponente portalón cintrado, a cuyos lados unos atlantes melenudos sostenían un admirable balcón de piedra calada. Dos puertas laterales, más pequeñas, daban acceso a las plantas inferiores del palacio. Esta mansión, un poco estrecha —sólo se alineaban siete ventanas en cada piso—, se asemejaba bastante a las de la alta burguesía del siglo XVIII, pero las armas que destacaban sobre el tejadillo esculpido de la entrada principal anunciaban la aristocracia, y como aparecía un águila negra posada en una roca sobre campo de oro, Morosini no tuvo ninguna duda de que era la casa que estaba buscando, puesto que Adlerstein significaba «la piedra del águila».

El paseante estuvo un buen rato contemplándola sin que ninguno de los escasos transeúntes concediera importancia al hecho, pues en esa soberbia ciudad los visitantes se detenían a cada paso para admirar tal o cual edificio. Morosini no observó ninguna señal de vida detrás de las dobles ventanas hasta que por una de las puertas pequeñas salió un hombre con una cesta, sin duda un sirviente que iba a hacer unas compras, y de pronto se decidió. En tres rápidas zancadas alcanzó su objetivo.

—Disculpe —dijo en alemán—, me gustaría saber si este palacio es el de la condesa Von Adlerstein.

Antes de responder, el hombre se tomó tiempo para observar a ese extranjero elegante cuyo aspecto no era el de todo el mundo. El examen debió de ser satisfactorio, porque dijo:

—Lo es, en efecto.

—Muchísimas gracias —dijo Morosini con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera—. Suponiendo que forme usted parte de su personal, ¿podría decirme si tengo posibilidades de que la condesa me reciba? Soy el príncipe Morosini y vengo de Venecia —se apresuró a añadir al advertir un destello de desconfianza en los ojos del personaje.

Un destello, todo hay que decirlo, muy fugaz. El hielo que envolvía el ancho rostro, más ensanchado aún por unas pobladas patillas al estilo de Francisco José, se fundió como bajo un rayo de sol.

—Pido disculpas a Su Excelencia por mi ignorancia. Desgraciadamente, la señora condesa se halla ausente. ¿Desea Su Excelencia dejar un mensaje?

Aldo se tocó los bolsillos del impermeable.

—Me encantaría, pero no llevo encima lo necesario para escribir. De todos modos, puedo encargar a un botones del hotel Sacher que traiga una nota, y si su señora vuelve, espero tener el placer de verla.

—Sin duda, si es que la estancia de Su Excelencia va a ser larga. La señora condesa ha sufrido recientemente un accidente, por fortuna sin gravedad pero que la obliga a hacer reposo, y ha preferido permanecer en su residencia de verano de Salzkammergut. Si Su Excelencia le escribe, le haré llegar la carta inmediatamente.

—En tal caso, ¿no sería más sencillo darme su dirección?

—No —dijo el hombre, cuya voz untuosa se secó de golpe—. La señora condesa quiere que su correo pase por Viena. Como viaja a menudo, eso evita pérdidas. Soy de todo corazón el servidor de Su Excelencia.

Y el «servidor» se alejó en dirección a Káertnerstrasse, dejando a Morosini un poco desorientado. No por la fórmula, pues la educación austriaca solía ser tan sentimental como cortés. Lo que le parecía raro era la negativa, atenuada pero evidente, de darle la dirección solicitada. En cuanto a escribir una carta, en tales condiciones debía descartarlo. A partir de esa noche, tendría otras cosas que hacer que andar detrás de una anciana tal vez lunática. Ya empezaba a arrepentirse de haber ido hasta el palacio. Si Lisa se enteraba, podía equivocarse de medio a medio sobre su intención amistosa. Más valía dejarlo estar.

Animado por esta conclusión, Morosini decidió aprovechar la tarde que tenía por delante para refrescar sus conocimientos sobre el Tesoro de los Habsburgo. ¿Acaso no había dado a entender Simon Aronov, durante su primer encuentro, que quizás el ópalo formaba parte de él? Así pues, se dirigió a la Hofburg, la antigua residencia imperial, una parte de la cual estaba ocupada por las oficinas del gobierno y la otra por el Tesoro. Sin embargo, si bien vio un soberbio ópalo de origen húngaro, junto a un jacinto de la misma procedencia y una amatista española, no podía ser el que buscaba, pues era demasiado grande.

Se consoló admirando la magnífica esmeralda que remataba la corona imperial y los vestigios del tesoro de la orden del Toisón de oro. Le sorprendió, en cambio, no ver ninguna de las joyas pertenecientes a los últimos soberanos. Sabía que la emperatriz Isabel, la fascinante Sissi, poseía, entre otras alhajas, un fabuloso aderezo de ópalos y diamantes que le había regalado con motivo de su compromiso la archiduquesa Sofía, su tía y futura suegra, quien lo había lucido también el día de su boda. Al no verlo por ninguna parte, intentó informarse, para lo cual pidió ser recibido por el conservador, pero se encontró con un funcionario arisco que se limitó a declarar:

—Ya no tenemos ninguna de las joyas privadas. Se las llevaron al acabar la guerra, cosa francamente lamentable, sobre todo porque ese auténtico robo al pueblo austriaco nos privó del Florentino, el gran diamante amarillo procedente de los duques de Borgoña, así como de las alhajas de la emperatriz María Teresa y de… y de otras.

—¿Quién se las llevó?

—No creo que eso sea de su incumbencia. Y ahora, le ruego que me disculpe, tengo mucho trabajo.

Morosini, al verse despedido con cajas destempladas, no insistió. Como se había detenido un instante ante la cuna del rey de Roma y algunos recuerdos de María Luisa, su madre, pensó que estaría bien ir a inclinarse ante la tumba de ese joven, hijo de Napoleón y rey de Roma, que acabó su corta vida ostentando un título austriaco. Así pues, se dirigió a la cripta de los capuchinos.

No es que sintiera un afecto especial por el más grande de los Bonaparte, causante de la decadencia de Venecia. Por más que su sangre materna fuera francesa, un príncipe Morosini no podía perdonar el árbol de la libertad plantado el 4 de junio de 1797 en la plaza de San Marco, la abdicación del último dux, Ludovico Manin, y finalmente el fuego jubiloso con el que las tropas de la nueva República francesa quemaron el Libro de Oro de Venecia y las insignias del secular poder de los dux, pero el muchacho que reposaba allí, exiliado, herido en el alma y cautivo para siempre de Austria, alimentaba su amor por el romanticismo y le inspiraba una profunda compasión. Deseaba ir a saludarlo.

No era la primera vez que un monje le abría el panteón imperial fuera de las horas de visita; él sabía lo que había que hacer para conseguirlo. Los grupos de visitantes habituales —casi todos ingleses— eran invitados, antes de salir de la iglesia, a dar al hermano portero una limosna destinada a la iluminación de la cripta y a la sopa de los pobres, que el convento repartía todos los días a las dos. Morosini hacía una generosa contribución al entrar. Sin embargo, ese día encontró cierta resistencia.

—No sé si voy a poder dejarle entrar —le dijo el capuchino de servicio—. Dentro hay una dama… que viene de cuando en cuando.

—La cripta es bastante grande. Trataré de no molestarla. ¿Sabe por quién se interesa?

—Sí, porque trae flores que luego siempre vemos sobre la tumba del archiduque Rodolfo. Usted viene a visitar al duque de Reichstadt, ¿no? —añadió el monje, señalando el ramillete de violetas que Morosini había comprado antes de entrar—. De acuerdo, entre, pero intente que no lo vea; le gusta estar sola.

«Y tú no quieres perder el óbolo que voy a darte —pensó Morosini—. Es comprensible».

—No se preocupe. Seré más silencioso que un fantasma —prometió.

El capuchino se santiguó y abrió la pesada puerta que daba acceso a las sepulturas imperiales.

Con el sigilo de un gato, Aldo bajó hacia la necrópolis de los Habsburgo. Pasó sin detenerse por delante de la primera rotonda, donde destacaba la emperatriz María Teresa, madre de la reina María Antonieta, y llegó a la segunda, dedicada al emperador Francisco II, que descansaba allí, rodeado de sus cuatro esposas, entre su hija María Luisa, la olvidadiza esposa de Napoleón I, y su nieto, el Aguilucho. La tumba de este príncipe francés, nombrado duque de Reichstadt a causa del odio de Metternich, se veía desde lejos y no se podía confundir con ninguna otra gracias a los numerosos ramilletes de violetas, frescas o secas pero casi todas adornadas con cintas con los tres colores de Francia, que cubrían el ataúd de bronce[2]. El visitante depositó su ofrenda entre las demás e hizo el signo de la cruz, aunque una vez más los versos del poeta acudían a su mente:

Y ahora, que tu Alteza duerma es preciso,

alma para quien la muerte es una curación,

que duerma en el fondo de la tumba, en la doble prisión

de su ataúd de bronce y de ese uniforme…

Duerme, no siempre miente la leyenda;

un sueño es menos engañoso a veces que un documento.

Duerme. Tú fuiste ese joven y ese Hijo aunque digan…

Ésa era la forma de rezar de Morosini.

El silencio envolvía el panteón bañado de luz gris, ese «trastero de reyes» en el que se amontonaban ciento treinta y ocho difuntos. Morosini, atrapado por la atmósfera, estaba a punto de olvidar que no se encontraba solo cuando un ligero ruido le llegó de la parte moderna de la cripta, donde dormían Francisco José, su encantadora esposa Isabel, asesinada por un anarquista italiano, y su hijo Rodolfo. Había sido un sollozo. Aldo se acercó con mucho cuidado para no revelar su presencia y vio a la mujer.

Alta y delgada, cubierta por un velo de crespón que le llegaba hasta los pies, permanecía de pie delante de la tumba en la que acababa de depositar un ramo de rosas, llorando con la cabeza inclinada y la cara entre las manos. ¿El fantasma del Dolor, o el de Sissi, que, según sabía Aldo, una noche, poco después de la muerte de su hijo, había hecho que le abrieran ese panteón para tratar de rescatar a Rodolfo del reino de los muertos?

Consciente de que espiar esa tristeza era una gran indiscreción, Morosini volvió sobre sus pasos con más precauciones aún que a la ida. Arriba se encontró de nuevo con el capuchino, que esperaba plácidamente con las manos metidas en las mangas, y no pudo evitar preguntarle si conocía a aquella dama tan impresionante.

—Entonces, ¿la ha visto?

—Sí, pero ella a mí no.

—Mejor. Es verdad que es impresionante. Incluso para mí, a pesar de que ya la he visto en varias ocasiones.

—¿Quién es?

Morosini se disponía a contribuir más a la comida de los pobres, pero el monje no aceptó.

—Ignoro quién es, créame. Sólo nuestro reverendo padre abad conoce su nombre. Lo único que sabemos nosotros es que le ha concedido una autorización que le permite venir cuando quiere. Y no es muy a menudo. En lo que a mí respecta, la he recibido dos veces.

—Tal vez se trate de algún miembro de la antigua Corte o incluso de la familia imperial.

Pero el capuchino no quería decir nada más y se limitó a mover la cabeza; luego, inclinándose ligeramente, se alejó para volver a su puesto.

Aldo se quedó unos instantes dudando. Deseaba seguir a la dama de negro a fin de averiguar, por pura curiosidad, dónde vivía. Su instinto le decía que allí había un misterio, y a él le encantaban los misterios. ¡Sobre todo cuando tenía que matar el tiempo! De modo que decidió ir a arrodillarse ante el altar mayor para rezar una corta oración y fingió prolongarla hasta que sus oídos captaron el ligero ruido de la puerta guardada por el monje: la desconocida acababa de aparecer. Morosini esperó sin moverse a que ella estuviera a punto de salir; luego, tras levantarse, hizo una rápida genuflexión y se dirigió a la salida haciendo menos ruido que un elfo. Hasta el extremo de que sobresaltó al capuchino vigilante, que ya no se acordaba de él y se disponía a cerrar la capilla.

—¿Todavía está usted aquí?

—Perdone. Estaba rezando.

Se despidió rápidamente y salió de la iglesia justo a tiempo para ver a la dama enlutada montar en una calesa con la capota subida que se puso en marcha inmediatamente. Por suerte, la circulación del atardecer no permitía al caballo ir deprisa y las largas piernas de Morosini no tuvieron demasiadas dificultades para seguirlo.

Fueron por Kaërntnerstrasse en dirección a la catedral de San Esteban, pero giraron en Singerstrasse y luego en Seilerstätte, para entrar finalmente en Himmelpfortgasse tras dar un rodeo injustificado —la iglesia de los capuchinos no estaba lejos— que había dejado sin aliento al perseguidor y hecho seria mella en su humor. Sin embargo, su curiosidad prevaleció al ver que el vehículo cruzaba el portalón del palacio Adlerstein, llevándolo al lugar al que no quería volver.

¿Qué significaba aquello? ¿Albergaba la anciana condesa a una amiga, a una pariente? Dada la fortuna familiar, la hipótesis de una inquilina era muy improbable. Y evidentemente ella no podía ser el fantasma de la cripta, que poseía la silueta y, sobre todo, los andares ágiles y rápidos de una muchacha. Pero, entonces, ¿quién podía ser esa criatura cuyas largas faldas parecían de la generación anterior? En Viena, la modernidad en las costumbres y en el vestir no había adquirido su derecho de ciudadanía, pero así y todo…

Agazapado en la sombra de una puerta cochera, enfrente del palacio, Aldo tuvo que dominar su temperamento latino para no ir a tirar de la campanilla de una casa que se había vuelto misteriosa. Habría sido una estupidez; si le abría el personaje con el que había hablado un rato antes, lo tomaría por un loco, un grosero o un espía. Además, no brillaba ninguna luz tras las altas ventanas de una casa tan silenciosa que Aldo acabó por preguntarse si no habría soñado. No tenía nada que hacer allí, de modo que era preferible marcharse. Por otro lado, el reloj lo informó de que le quedaba el tiempo justo de volver al hotel, cambiarse y comer algo antes de ir a la Ópera. Con las manos metidas en los bolsillos, echó a andar bajo la lluvia.

Dos horas más tarde, enfundado en un traje confeccionado en Londres que hacía plena justicia a su cuerpo atlético, el príncipe Morosini subía con su paso indolente la magnífica escalera de mármol del Staatsoper, considerado en Austria la obra maestra de la cultura nacional. El esplendor de ese monumento, encargado por Francisco José, permanecía intacto. Los mármoles italianos y el oro de los candelabros brillaban bajo la luz opalina de los globos de cristal. Todo parecía igual que antes. Las mujeres, con vestidos largos, lucían pieles caras y joyas admirables, aunque no todas eran absolutamente auténticas. Muchas eran bonitas, con ese encanto tan peculiar de las vienesas, y muchas también recorrían con una mirada risueña la figura del visitante extranjero, que se permitió el placer de observar a algunas de ellas.

Reinaba esa noche un ambiente festivo para escuchar El caballero de la rosa, obra reciente pero muy admirada de Richard Strauss, que figuraba desde que había sido compuesta, en 1911, en el repertorio de la Ópera, dirigida por este mismo autor. Un célebre director de orquesta alemán, Bruno Walter, iba a dirigir a dos de los mejores cantantes de la época: Lotte Lehmann en el papel de la maríscala y el barítono Loritz Melchior en el del barón Ochs. Una verdadera función de gala que presidiría el canciller Seipel en persona.

Una acomodadora vestida de negro, con un ramillete de cintas en el moño por todo adorno, abrió ante Morosini la puerta de un palco de primera fila. Sólo lo ocupaba un hombre al que Aldo no reconoció enseguida. Vestido con un traje negro impecable, estaba sentado en una de las sillas tapizadas en terciopelo de cara a la sala, de donde subía el habitual murmullo de las conversaciones sobre el confuso fondo musical de la orquesta afinando sus instrumentos.

Aldo sólo vio al principio una cabellera plateada lo bastante larga para cubrir el cuello y peinada hacia atrás, y un vago perfil del que no distinguió más que el cristal de un monóculo alojado bajo un arco ciliar. El ocupante del palco no se volvió y, como el acostumbrado bastón con empuñadura de oro parecía ausente, Morosini se preguntó si no habría cometido un error al pensar que se encontraría con su extraño cliente. Pero el equívoco sólo duró un instante.

—Pase, querido príncipe —dijo la voz inimitable de Simon Aronov—. Soy yo.