«… mi señor y padre murió vestido con una miserable túnica, a los pies de su cama unos gastados borceguíes moriscos. Su rostro deformado lo hacía casi irreconocible. Quedó tan deshecho que no fue menester embalsamarlo. Fui yo quien le cerré los ojos.
»En su último deseo expresó que su cuerpo fuera enterrado en el monasterio de Guadalupe, debajo de la sepultura de su madre. Aunque, según un reciente testimonio de doña Mencía de Lemos, antigua dueña de mi madre y fiel servidora mía, mi padre redactó un testamento poco antes de morir, de su voluntad respecto a la sucesión del trono entonces no se encontró palabra.
»Don Enrique el cuarto, rey de Castilla y León, a sus cincuenta y cuatro años me dejaba sola ante mi porvenir, encendiendo la llama que quemaría sus reinos.
»La reacción de mi tía, doña Isabel, al enterarse del óbito fue inmediata. Se despojó de sus enlutadas ropas para proclamarse reina en Segovia. Muchos fueron los antiguos servidores de mi padre que la animaron a ello. Entre éstos destacó Cabrera, que le entregó las llaves del alcázar, donde se encontraba el tesoro. Más tarde mi tía lo premiaría con el marquesado de Moya. La Bobadilla al fin podía quitarse la máscara.
»Tan útil fue la muerte de mi padre para muchos que se pensó en el arsénico como causante, puesto que este veneno suele provocar los mismos efectos que él sufrió. Mi madre demandó una investigación a los consejos y yo misma, a pesar de mi corta edad, envié una carta a las autoridades de Madrid para que investigaran. Pero todos, codiciosos de terminar de una vez por todas con la sucesión, decidieron hacer oídos sordos. A partir de entonces, me separaron de mi madre para siempre. Nadie parecía querer oír hablar de la reina viuda. A los pocos meses de morir mi padre, ella le siguió, falleciendo a los treinta años, algunos dijeron que envenenada. El caso es que doña Juana de Portugal, que amaba la alegría y la pompa, murió humildemente, tirada en el suelo frío de un convento, cubierta con un pobre hábito.
»Sobre la tierra sólo existía entonces un hombre capaz de luchar por mis derechos, puesto que pronto se convertiría en mi esposo. Al menos así lo pensé yo, de acuerdo con las capitulaciones matrimoniales que en su día se acordaron.
»Mi tío, don Alfonso, rey de Portugal, buscaría debajo de cada piedra a todos los que creían en mi causa, organizaría sus huestes y junto a ellos lucharía hasta la extenuación por restablecerme en el trono.
»Mi paladín portugués entró en Castilla y se dirigió a Trujillo, donde entonces me encontraba bajo la guardia y custodia del hijo de Villena. Allí me desposé con él, añadiendo a mis reinos el de Portugal. Pendiente de consumación quedó el matrimonio, pero mi marido ya empezó a hacerse llamar rey de Castilla y León.
»Mas el ímpetu del lusitano fue mermando según pasaba el tiempo, en parte porque las ayudas del rey francés, enemigo del de Aragón y por tanto contrario a la unión de ese reino con Castilla, nunca llegaron; en parte a instancias del sucesor e hijo de mi marido, a quien no convenía para su futuro seguir en guerra con Castilla por mi causa. Y así, casi dos años después de la muerte de mi padre, se selló mi derrota.
»Castilla quedaba ensangrentada y mi trono arrebatado, su corona real encajada en las sienes de mi tía Isabel. A partir de entonces, en los corredores del alcázar de Segovia, pasé a ser apodada «la mochacha». Para el vulgo pasé a ser «la Beltraneja».
»Me refugié en Portugal, esperando en mi protector a ultranza, mi tío y marido, don Alfonso. Pero el rey de Portugal recapacitó sobre la conveniencia de nuestro matrimonio, y dado que aún no se había consumado pensó en pedir su anulación. Cosa que hizo apenas firmado el tratado de Alçacovas, que fijó la paz definitiva con Castilla. De un plumazo perdí mis reinos patrimoniales y la corona real portuguesa.
»La posibilidad de llegar a recuperar un día mi legítimo trono se me ofreció más tarde de la mano de un matrimonio con mi primo, el infante don Juan, único varón que mi tía Isabel tuviera con don Fernando de Aragón. Pero cuando se hizo este ofrecimiento el niño sólo contaba dos años, por lo tanto yo habría de esperar al menos doce más para poder consumarlo; entonces contaría más de cuarenta. Demasiado tiempo para no ver la voluntad de mi astuta tía de tenerme controlada.
»No obstante mi juventud, comprendí que sólo podría demostrar la veracidad de mi legitimidad a través del sacrificio. Mi honra había sido mancillada al igual que la de mis padres. La mentira había cuajado sobre mi persona, intentando ahogarme desde que nací. Pero yo no sería muñeco en manos de nadie. Me mantendría incólume y así seguiría. Por tanto, nunca aceptaría un matrimonio con mi primo Juan, que sólo me habría valido el título de reina consorte. Yo fui reconocida y jurada como heredera al trono de Castilla. Por tanto, habiendo muerto mi padre, reina legítima me consideraba. Y si ellos así no lo pensaban, había una cosa que no podían arrancarme, como me arrancaron la corona, y esa cosa era la dignidad. No pensaba perderla aceptando aquel absurdo matrimonio.
»Preferí el convento, que se me ofrecía como alternativa. No le daría el gusto a esa usurpadora de caer en sus redes. Además, en tanto yo me mantuviese célibe siempre podía ser una amenaza y ellos nunca se quedarían tranquilos.
»Decidí entrar en la orden de las clarisas y aceptar sus votos. Al fin y al cabo siempre había sido pobre, obediente y casta en la vida laica. Ocho pretendientes tuve y estuve casada dos veces, una con el hermano del rey de Francia, y otra con el rey de Portugal, y aun así mantuve mi virginidad.
»Pero si he de ser sincera, debo confesar que la primera vez que profesé mi vocación no era la clausura. Ésta sólo me servía como muleta para esperar. Qué mejor lugar que un convento para estar lejos de aduladores y oportunistas que me prometían recuperar la corona a cambio de un matrimonio.
Después de un año de novicia en el convento de Santarem, tomé definitivamente el velo. Como he dicho, mi vocación no era segura. Pero a lo largo del año de noviciado experimenté cómo el muro que me separaba del mundo exterior me protegía del dolor. Aislada de todos, podía pensar y llegar a conclusiones por mí misma, sin coacciones de ningún tipo. Para mi padre había sido la prueba de su virilidad puesta en entredicho. Para mi madre, un ejemplo para acallar los juicios negativos contra su persona, que de nada le sirvió, pues sus posteriores devaneos fueron lisonjas para sus enemigos. Para los Mendoza fui una moneda de cambio y garantía. Para los enemigos del reino un instrumento de sus planes. ¿Y para mí misma? ¿Alguien que servía tan bien a los demás que habían evitado enseñarme a valerme por mí misma? Mientras me despojaba de brocados para vestir el humilde hábito de Santa Clara, supe cómo dar sentido a tanto descuido por parte de los demás. Sí, al caer el último rizo de mi rubia cabellera me convencí de lo que debía hacer.
»La clausura no sería definitiva: en un futuro muy lejano tenía la intención de vivir en el siglo y establecerme en Lisboa. Me costó al principio, pero al final lo logré. Entraba y salía del convento discretamente y sin hacer daño a nadie. Pero cuando el hecho se hizo público, muchos temblaron. Especialmente en Castilla. Mis tíos Isabel y Fernando presionaron al Papa hasta que consiguieron que él, por medio de una bula, ordenara mi clausura definitiva y me prohibiera mi regreso al siglo, con el fin de no obstaculizar la buena marcha de los reinos de España y Portugal. La mano temblorosa y asustadiza de quien un día me robó impunemente la corona se vislumbraba con claridad tras el mandato pontifical.
»Mi real persona seguía siendo una amenaza. Y lo ha seguido siendo hasta ahora. Ayer mismo llegó un correo de España, con una petición de mi tío, Fernando de Aragón, para que me case con él.
»Su mujer, mi tía Isabel, murió. El heredero de la corona que con tanta saña me arrancaron, el infante don Juan, también falleció, así como el pequeño hijo del que había dejado embarazada a su mujer, Margarita de Austria. Murió también la infanta Isabel, hija de Isabel y de Fernando, y su pequeño hijo Miguel, que podría haber heredado los tronos de Portugal, de Castilla y León y de Aragón. Ahora, a don Fernando sólo le queda esperar en su hija Juana, que dicen que no está muy bien de la sesera, y en su yerno Felipe, al que llaman el Hermoso, de quien desconfía. Ni siquiera le satisface su nieto Carlos, el flamenco, como posible heredero. Si yo aceptara casarme con mi tío, quizá podría reivindicar mis derechos al trono de Castilla y así él podría seguir reinando.
»Aceptar la propuesta de don Fernando saciaría tal vez las ansias de venganza que tuve una vez en contra de mi tía y madrina, “la roba tronos”, Isabel la Católica. Me casaría con el que fue su marido. Y si pariese un hijo varón con él, aunque nunca Fernando lograra a través de mí hacerse otra vez con el trono de Castilla, conseguiría separar de nuevo el reino de Castilla y León del de Aragón.
»Pero si de algo me han servido estos treinta años que llevo fuera de España es a ser prudente. A mis cuarenta y tres años es difícil que quede embarazada.
»De todas formas, ¿por qué habría de aceptar? Un día rechacé la oferta de casarme con su hijo Juan, y ahora es placentero volver a repetir la negativa ante el marido de la usurpadora. ¿Por venganza? No lo creo. La larga lista de muertes y desgracias que acaecieron a mi tía Isabel, muerta con la perspectiva de que todo lo que había construido gracias a la traición a su hermano y a su sobrina se deshiciera, ya me parece suficiente venganza, en la que yo no hube de intervenir.
»He sobrevivido a su reinado y puede que sobreviva al de su hija loca, si es que llega a reinar.
»Pero hay otra razón por la cual no voy a aceptar. Yo no necesito casarme con nadie para ser quien soy. Del mismo modo que nunca me ha hecho falta que se me asegurara que era auténtica hija de mi padre, el rey don Enrique el cuarto de Castilla, para sentir que lo era. Ya que ningún testimonio, ni siquiera de la persona más fiel del mundo, podría cambiar lo que dicta el corazón de una hija respecto de su verdadero y auténtico padre.
»Si he solicitado y escuchado, silenciosa y atenta, el testimonio de quien estuvo cercana a ciertos hechos, que por no haber todavía nacido, o ser de poca edad, o no estar yo presente, desconocía o no podía recordar, ha sido por motivos distintos a la supuesta inseguridad acerca de mis legítimos orígenes.
»Soy consciente de que la historia la escriben los vencedores, los cuales logran dominar tan bien la mente de los demás a través del temor que infunden con su poder, o con sus lisonjas, que, para que no se olvide la verdad, es necesario mentarla a menudo y contar con el máximo de testimonios fieles de quienes han sido testigos de los hechos, que los que vencieron contarán a su favor.
»Sé que así ha sido con mis tíos, Isabel y Fernando, y puede que así sea con quienes les sigan en el trono, y que mucho tiempo habrá de pasar para que alguien intente hacerme justicia sin temor a represalia. Pero algún día, alguien enderezará los tergiversados caminos de la injusticia y hará valer mis derechos, así hayan pasado cinco siglos de mi muerte. Porque la verdad, más allá de la voluntad de algunos, siempre sale a la luz. Tan convencida estoy de todo ello, que para que quede registro de lo ocurrido ordeno y mando que se guarde copia del testimonio de doña Mencía de Lemos junto con esta mi declaración. Dada en Lisboa, el 26 de diciembre del año del Señor de 1506.
»Yo, la reina».
Hay una rúbrica (ilegible).