La algazara de los emisarios que llegaban en respuesta a la petición de ayuda del rey nos llenó de entusiasmo. Portaban noticias sobre el apoyo que recibiríamos. La alegría se reflejaba en los rostros. Fueron las albricias más inesperadas y gratas que pudiésemos imaginar. El derrotismo que sentíamos fue disipado ante tanta muestra de fidelidad.

Los escudos de armas de Santillana, Medinaceli, Haro, Alburquerque y muchos otros nobles desfilaron frente a nosotros. Avanzaban junto a sus huestes para rendir pleitesía a don Enrique.

Zamora nunca estuvo más poblada. Gentes de toda condición acudían a la llamada. Los nobles, a cambio de más mercedes, y el pueblo por un puñado de maravedíes.

Los mensajes de fidelidad de muchas villas de Castilla, León y Andalucía animaban a don Enrique a proseguir. Estaba cansado de dialogar y perdonar, de otorgar margaritas a puercos ciegos y desagradecidos. Y para demostrar que esta vez no se trataba sólo de palabras, ochenta mil peones y catorce mil de a caballo dispuestos a luchar en su apoyo se congregaron ese día en la villa donde se había instalado momentáneamente la corte.

Todos los caballeros oyeron misa solemne, y bendecidas las banderas con gran ceremonia, anduvieron con ellas en procesión alrededor de la iglesia. Partieron al día siguiente en dirección a Simancas, asediada por el enemigo.

¡Y triunfaron!

Estábamos orando frente al altar en la capilla del castillo de Simancas, dando gracias al Señor por la victoria conseguida, cuando la puerta se abrió. Dos porteadores transportaban a un moribundo. El padre de mis hijos se acercó a darle la extremaunción e inmediatamente lo reconoció. ¡Era uno de los principales protagonistas de la «farsa de Ávila»!

Mi amor profano se inclinó sobre la ensangrentada figura para oír su confesión. Pero el agonizante desvió su mirada hacia una persona que entró en la capilla de repente. Don Pedro se apartó en cuanto comprobó que se trataba del rey.

Como siempre, vuestro padre se adelantaba a Dios para recibir excusas y otorgar perdones. Miró al moribundo en silencio.

La voz del traidor se hizo grave y sonora.

—Os traicioné tantas veces que aunque me quedase media vida por delante no tendría días suficientes para enmendarlo. Hoy debía mataros. Salí al campo de batalla con esa intención, pero mis pecados me dieron el pago merecido.

Tosió y un vómito de sangre empapó el lienzo de la camilla sobre la que estaba postrado. Vuestro padre le tendió la mano y el moribundo se aferró a ella.

—Con toda humildad, os suplico clemencia —dijo quedamente.

—Los yerros que contra mí cometisteis os los perdono de buen grado. Pero decidme quién os ha ordenado mi muerte.

El felón le pidió que se acercara y le susurró algo al oído. La expresión del monarca no se alteró en absoluto. El inculpado era bien conocido por todos.

El moribundo se estiró como una estaca, abrió la boca y poniendo los ojos como platos, como si el diablo hubiese detenido su repentino arrepentimiento, expiró.

Pensando que todo había acabado, don Enrique de nuevo bajó la guardia. Pero con asomarse a una ventana o pasear por las callejas de cualquier pueblo se podía comprobar que no era así.

Los malhechores campaban a sus anchas ante la anarquía que reinaba en muchas ciudades. En ellas, las partes no estaban claras ni seguras y la confusión beneficiaba a las gentes de peor calaña.

Los enemigos de vuestro padre se hicieron conocidos por la tiranía que dispensaban a mansalva. Sin embargo, hubo algunos, bien conocedores del vencimiento de los Enriqueños en Simancas, que no esperaron ni dos días en cambiar de parecer en cuanto don Alfonso y los que le llamaban rey se esfumaron de Valladolid.

Hacía pocos días que la corte se había instalado otra vez en Segovia cuando supimos de la llegada del hermano de Villena. La reina me puso alerta. Fuera el que fuese su propósito, nos tendríamos que enterar antes de que el rey lo escuchara y cediese a un posible acuerdo.

Dejé a la reina junto a la infanta Isabel y fui en busca de mi amado obispo. Seguramente él podía ayudarnos.

Cuando regresé a la cámara de la reina pasada una media hora, encontré a Beatriz de Bobadilla, dueña de doña Isabel, muy exaltada.

—¡Vuestro hermanastro ha enloquecido! —le dijo a su señora.

La reina le espetó:

—Señora, un respeto a vuestro rey.

Doña Beatriz la miró enfurecida y no corrigió. Hasta en su propia casa empezaban a negarle a vuestro padre el tratamiento debido. La Bobadilla, indignada, continuó:

—El hermano de Villena ofrece tres mil lanzas, sesenta mil doblas y la entrega de don Alfonso.

—¿Qué es lo que pide a cambio? —preguntó la infanta Isabel, que a sus dieciséis años ya desconfiaba de todos.

—¡Qué más da! ¡Es absurdo! Si vuestro hermano accede y Dios no lo impide, seré yo la que vedaré semejante majadería clavando una daga en el corazón de ese desgraciado.

La infanta se impacientó y la miró para que escupiera el precio de una vez, lo que hizo sin tardar.

—¡Ese malaventurado quiere desposaros!

Enmudecimos. Aunque don Pedro me había ya puesto al tanto de ello, ver la reacción de la infanta me impresionó.

La ignominiosa noticia implicaba una deshonra para ella. Con lágrimas en los ojos se levantó y, dirigiéndose a la reina, dijo:

—Me negué a casarme con vuestro hermano el rey de Portugal y ahora me obligan a esto. Sólo puedo deciros una cosa: cuidad a vuestra hija, porque en muy poco tiempo será la única moneda de cambio de la que dispondrá vuestro marido.

Después de hacer una reverencia, se encaminó hacia su aposento.

Mientras se alejaba, se me ocurrió comentarle a la reina:

—No se puede negar. Lo que el hermano de Villena ofrece a cambio es demasiado necesario para que el rey lo rechace.

La fiel dama de Isabel me oyó.

Dándose la vuelta y mirándome con cara de odio me espetó:

—¡En mi mano está el evitarlo! —Y diciendo esto, desapareció detrás de su señora.

Os lo cuento, porque pasados unos días nos llegó la noticia de que el hermano de Villena había muerto de una misteriosa y dolorosa enfermedad. Tan repentina y oportuna para la infanta que todo el mundo sospechó.

De todas maneras, aunque la joven Isabel se vio librada de su segundo pretendiente, no se libró de la cólera que sentía por su hermano, el rey, por haber intentado casarla con un hombre que había empezado a servir en la corte como criado.

Por otra parte, todos los intentos por llegar a un acuerdo con los rebeldes fracasaron. Y el rey no pudo evitar hacer lo que menos le gustaba: presentar batalla en Olmedo, donde dos décadas atrás, su padre, de la mano de Álvaro de Luna, había vencido a sus enemigos.

Pero esta vez, el rey no se cubriría de gloria.

La contienda duró hasta el anochecer. La falta de disciplina y el mal entrenamiento de las tropas de vuestro padre le hicieron creer perdida la batalla. Alburquerque y Santillana, cercados por los enemigos, se salvaron de morir o caer prisioneros gracias a la agilidad de sus caballos.

Exhaustos y confundidos, los dos bandos se declararon vencedores. Los Enriqueños buscaron a su rey pero éste había desaparecido. Había corrido a refugiarse en una aldea cercana.

Fueron tantos los desencantados ante su falta de arrojo, que muchos de ellos aprovecharon la ocasión para cambiarse de bando.

La infanta Isabel aprovechó este momento para huir de Segovia con el conde de Alba. Encontró refugio en Ávila, donde se hallaba su hermano Alfonso.

Su determinación y su arrojo sorprendieron al rey, pero no a quienes tenían el ánimo guerrero que a él le faltaba. Con todo, esa huida no fue lo peor, sino sus consecuencias, que podían haberse evitado si el rey hubiera ordenado un castigo ejemplar a los traidores. Pero don Enrique, manso como un cordero entre lobos, no lo hizo. Y así enervó a los pocos fieles que le quedaban.

Un día el marqués de Santillana le puso las cartas sobre la mesa.

—Señor, hemos luchado con fuerza por vos, hemos puesto a vuestros pies nuestros peculios y ejércitos con la esperanza de una victoria sonada. Pero cuando al fin la conseguimos, vuestro ánimo no quiere reconocer el triunfo y actúa como si éste fuera del enemigo. Olmedo ha sido un claro ejemplo de ello.

»No os mentiré, muchos dudan. Las humillantes transacciones a que habéis llegado con Villena hieren su orgullo. Se sienten ultrajados y defraudados. Vuestra manga es tan ancha que confunde a los vuestros.

Don Enrique sonrió.

—Mi fiel Santillana, ¿acaso os planteáis un cambio de bando? Pensadlo bien, pues después de que Toledo se alzó por mí, otros grandes señores llegaron ayer arrepentidos por haber seguido a Villena. Mañana partiremos hacia Madrid. Alburquerque está de acuerdo conmigo.

Don Beltrán se limitó a asentir.

Santillana no disimuló su escepticismo.

—Ya es la tercera vez que esa pandilla de mudables se cambian de camisa. Si os fiáis de ellos ciegamente os la envainarán de nuevo. Lo he pensado despacio, creo que vuestra hija no está vigilada como es menester. Su vida corre peligro. Sería un honor para mí velar por su persona en tiempos tan inseguros.

—Vuestra sutileza me pasma —dijo don Enrique con calma—. Consciente de que mis arcas han menguado hasta secarse, solicitáis como quien no quiere la cosa que os entregue el bien más preciado que me queda.

Luego enmudeció para meditar un instante, pero no había mucho que pensar. Sabía que no podía prescindir de los Mendoza.

—Bien, de acuerdo, al menos sé que con los de vuestro linaje estará segura. ¿Verdad?

El rey nos miró a mí y a don Pedro.

Nos limitamos a asentir. En aquel momento pensé que sería maravilloso que mis dos hijos se criasen con vos. Por fin disfrutaríais de vuestra infancia sin interrupciones ni viajes debidos a los vaivenes de los negocios de Estado. Sin embargo, he de confesaros que ni yo ni nadie reparamos en la separación que viviríais respecto de vuestra madre.