Apenas entramos en la cámara de la reina, nos pusimos a bordar un paño para el altarcillo de Santa Ana. Mientras, vos girabais alrededor del corro que formábamos sentadas cerca de la chimenea. Marianín, el bufón, os servía de maestro. En silencio, trabajábamos afanosamente la reina y tres de sus damas en cada una de las esquinas del rico paño.

Sabíamos que en la habitación contigua el rey andaba leyendo el documento final de todos los acuerdos tomados en Medina del Campo por sus delegados.

Dos meses habían tardado en enviárselo.

Me pregunté cuánto tardaría en leerlo. El maldito legajo abarcaba nada menos que unas seiscientas páginas. Al rey también le había extrañado su extensión.

De pronto, un grito nos sobresaltó.

La reina levantó la mirada del bordado.

—Es extraño oír desgañitarse al hombre más parsimonioso del reino.

Pasó de nuevo la hebra dando otra puntada y se quedó inmóvil. Esperamos una reacción. Por fin dijo:

—¿Y si los hombres en los que confió para llegar a una concordia le han dado la espalda?

Los gritos de indignación del monarca resonaron hasta en los lugares más recónditos del palacio de Arévalo. La reina se levantó. Todas corrimos en pos de ella.

Nada más abrir la puerta vimos cómo cientos de papeles volaban por la estancia. Con los ojos enrojecidos, vuestro padre miró a la reina.

—¡Teníais razón! Les tendí una mano y se quedaron con mi brazo.

Tomó otro montón de papeles y los arrojó al suelo para pisotearlos, exclamando:

—¡Ciento veintinueve capítulos sobre cómo han de ser los negocios del gobierno! ¡Incluida la posibilidad de crear un tribunal inquisidor contra enemigos de la fe católica!

Vuestra madre sonrió casi imperceptiblemente. Sin duda, se alegraba de comprobar que la sangre de vuestro padre todavía hervía.

—Tomad nota, escribano, y hacedla pública de inmediato —dijo vuestro padre a uno de los funcionarios que acudieron atraídos por los gritos—. ¡Declaro nulo y sin ningún valor todo lo pactado en la concordia de Medina del Campo!

Vuestra madre le dirigió una sonrisa complacida, pero no por ello pareció sentir menos desprecio del que le había profesado hasta aquel momento. Simplemente, se alegraba por vos.

Todos rogamos que el cambio drástico de actitud del rey se mantuviera firme. Eramos conscientes de que la declaración levantaría ampollas. Y debo decir que, aquella vez, vuestro padre no nos desilusionó.

Se enfrentó a todos y vos pudisteis recuperar vuestra posición de princesa de Asturias. Pero el rumor de sublevación corría por aldeas y villas. Se filtraba por las grietas del adobe de las chozas y entre las piedras de los castillos.

Yo hube de retirarme discretamente al castillo de Manzanares, a parir al que fue mi segundo hijo de don Pedro. Una vez nacido, dejé al niño al cuidado de los Mendoza y me dirigí a Salamanca en donde vos os encontrabais con vuestra madre.

La revuelta acababa de estallar.

La mecha se prendió en Plasencia, y en Valladolid se alzaron pendones por don Alfonso. Córdoba, Sevilla, Toledo y Burgos no dudaron en unirse a la revolución. El arzobispo de Toledo mandó una misiva que expresaba el sentir de los insurrectos. En ella, decían que estaban hartos del rey y que ahora vería él quién era el verdadero rey de Castilla. El mensajero sudó sangre mientras contaba ante don Enrique lo acaecido.

—Lo han coronado. El infante don Alfonso, vuestro hermano, ha sido jurado rey en Ávila.

Luego, con voz entrecortada, relató el infame comportamiento de los traidores.

—Sobre un alto cadalso que levantaron junto a la puerta del mercado sentaron en un trono una efigie de trapo. Dijeron que era vuestra alteza enlutado. Semejante espantajo portaba corona, estoque y bastón de mando.

»Alrededor, la multitud gritaba enardecida. El séquito de vuestro hermano don Alfonso, encabezado por Villena y seguido por todos vuestros enemigos, lo reverenciaron riendo.

»Otros caballeros rodearon al pelele. Leyeron una carta dirigida a él acusándoos de los agravios que ya conocéis y algunos más infames.

»Representando que os desposeían de vuestra dignidad real, el arzobispo de Toledo le arrancó al muñeco la corona, queriendo demostrar que os quitaban la administración de la justicia, y el conde de Plasencia le quitó el estoque que lo simbolizaba.

»Por último, haciendo como que os robaban el gobierno del reino, el conde de Benavente le arrebató el bastón de mando.

»No contento con tanta degradación, Diego de Zúñiga se acercó al improvisado trono y empujó el muñeco tirándolo al suelo, pateándolo y gritando: “¡Abajo, puto!”.

»En su lugar sentaron a don Alfonso y gritaron: “¡Castilla!, ¡Castilla por el rey don Alfonso!” Y lo coronaron procediendo a la misma ceremonia que en vuestra aclamación. Los prelados y nobles allí presentes le besaron la mano, al igual que a vuestra hermana, la infanta Isabel.

Cuando el mensajero acabó de hablar, todos quedamos en silencio. Lívidos de espanto ante tanta afrenta a la dignidad real. Creo que nunca, en la historia de la cristiandad, se había dado tanta bajeza. Ni los infieles llegarían a tanto. ¡Eso sucedía cuando de pobres escuderos se hacían grandes señores! Normalmente éstos solían dar las gracias clavando dagas por la espalda. Pero ahora esos desgraciados no se conformaban con elegir al sucesor de la corona, sino que querían tener entre sus garras al rey fantoche que habían coronado. ¡Un niño de doce años!

Cabizbajo, pero con una dignidad de profeta bíblico que nos heló aún más la sangre, don Enrique ordenó que dieran de comer y beber al mensajero. Luego, mirando al vacío, nos dijo:

—He criado hijos y les he puesto en gran estado para que me menospreciasen. Se han revelado en mi contra gracias a los dineros, fortalezas y lugares que les entregué para que me sirviesen. ¡Tiempo es de que los que permanecen fieles a su rey me lo demuestren!

Después se retiró a sus aposentos y permaneció despierto toda la noche despachando con su secretario en demanda de ayuda.