Entrábamos en Segovia cuando una algarabía unida al correr del populacho nos obligó a detenernos. La guardia seguía a unos y a otros desordenadamente, sin otro propósito que el disgregar a un numeroso grupo que se hacinaba rodeando a algo o a alguien que no podíamos divisar.
No resistí la espera y solicité permiso para abandonar el séquito. Vuestra madre me lo otorgó, sin extrañarse lo más mínimo. Bien sabía que la curiosidad me impacientaba.
Cuando llegué a pocos metros del lugar donde se agolpaba la multitud, me detuve, observando cómo los soldados propinaban golpes al azar para llegar lo antes posible al centro de la agitación. Al descubrir el motivo de la revuelta, el chasco fue grande. Un hombre diminuto se resistía patéticamente a ser detenido. Se retorcía intentando librarse de los grilletes.
Aquel juglar me inspiró compasión. ¡Eran tan desiguales los bandos! La decisión precipitada de correr en su ayuda aceleró mis pasos y me situé frente al guardia que lo retenía.
—¿Qué mal ha hecho este insignificante hombre?
Me miró sorprendido. De golpe lanzó al desdichado contra el suelo y le puso un pie encima para sujetarlo mejor.
—Perjurio, señora. ¿Os parece poco? Este fardo de huesos con ojos podrá pareceres endeble, pero hace días que andábamos detrás de él, y no podíamos encontrarle. Es escurridizo como un ratón. No hay en Segovia plaza, calleja o puerta de iglesia en la que no haya pregonado a los cuatro vientos sus despropósitos.
Miré al desdichado, que sollozaba suplicando clemencia. En aquel momento el guardia le soltó un puntapié.
—¿Disfrutáis pateando a un hombre que no puede defenderse? ¿O es que así afirmáis vuestra soberbia virilidad?
Mi sarcasmo enfureció al soldado.
—Mi señora, este hombre se ha encargado de difamar al rey y a la reina. ¡Propone como rey al infante don Alfon…!
La compasión que sentí hacia aquel desgraciado se tornó en desprecio.
—Entonces, actuad sin piedad. Pero mejor haréis si descubrís quién ha pagado a este mequetrefe para divulgar semejantes agravios. Aunque por lo que veo, él os lo dirá de inmediato.
No se había vuelto el guardia aún hacia el juglar cuando éste comenzó a suplicar entre sollozos.
—¡Fue Villena mi pagador! No sólo me pagó a mí, sino a otros tantos. Sólo habíamos de repetir una y otra vez lo que escuchasteis. Sé que las palabras que he divulgado en contra de mi rey no son ciertas. Sólo que el hambre debilita voluntades. ¡Dejadme marchar, os lo suplico!
Ignoramos sus desesperadas palabras. Fue hecho preso y los guardias se dirigieron a informar al rey. Pero, como siempre, don Enrique hizo uso de la clemencia y del perdón y se limitó a desterrar al parlanchín descontrolado.
¡La lengua, tenían que haberle cortado!
Después de lo ocurrido en el alcázar de Madrid los demás habíamos comprendido que, por mucho que se equivocase, vuestro padre necesitaba tropezar infinitas veces con la misma piedra para castigar a un hombre como se merecía. A pesar de que entonces tuvo la evidencia de que Villena había intentado apresarlo, lo perdonó. Pero, la verdad es que sus buenas intenciones se perdían ante la maldad de los actos astutos y pendencieros del marqués. Cada vez que alguien se lo daba a entender, vuestro padre aseguraba que las buenas intenciones triunfan en contra de las perversas.
Como imaginaréis, excepto él, todos los demás en la corte estábamos hartos de poner la otra mejilla. Lo que nuestra falsa seguridad no podía prever era qué actitud tomaríamos si vos os encontrarais en medio de las dos partes contendientes. Ni tampoco podíamos suponer que la prueba más dura estaba a punto de llegar.