—¡En la judería han nacido dos! —dijo la reina, exaltada.

No necesité más para comprender a qué se refería. Llevaba días susceptible y enervada. Sabía que en Madrid la esperaba el maestre Samaya. No quería recordar la vergüenza que había padecido la última vez. Sin embargo, ahora merecía la pena no cejar en el propósito, pues dos niños estaban en el mundo gracias a la endemoniada cura del físico judío.

De todos modos, doña Juana necesitaría ánimos para enfrentarse de nuevo a todo aquello. La cogí fuertemente de los hombros y la senté en la cama.

—Miradme a los ojos, mi reina. No es momento de temores. Por fin tenemos una prueba de que ese judío no mentía. ¡De una vez por todas podemos tener la firme convicción de que los sacrificios a los que nos hemos sometido no fueron en vano! Tenemos que estar felices. ¿No dicen que la fe mueve montañas? ¡Diantre, nosotras moveremos reinos!

Me miró sorprendida, y de la sorpresa pasó a la carcajada.

—Cualquiera que os oyese, Mencía, supondría que sois vos quien sufrís las intervenciones.

Seguí el juego.

—¿Como vuestra alteza? ¡Qué ocurrencia! Me duelen mucho más. Bien sabe Dios que si pudiese pasaría las penurias a que os someten en vuestro lugar, sólo para no veros el rostro y la expresión.

»¿Cómo podéis poneros nerviosa ante la mejor nueva recibida desde que arribamos a estos reinos? Seréis madre por fin. Pero decidme, ¿habéis visto a los niños que han nacido?

—Quise hablar con las madres que los portaron en sus vientres, pero me lo prohibieron.

Agachó la cabeza decepcionada de nuevo. Mi cometido estaba claro, no iba a dejar que se derrumbase ante minucias ahora que se atisbaba una tenue luz en el horizonte.

—¡Vamos, señora, os prometo que las buscaré! Algo tramaré para que acudan a vuestra presencia sin sospecha de vuestra persona. No es menester que os delatéis. Hasta podríamos ir al mercado de incógnito para verlas sin levantar revuelo.

Apenas terminé de decir esas palabras me arrepentí.

Siempre he tenido un gran defecto, y éste es el de prometer sin estar segura de poder cumplir.

En la plaza bullía el gentío. Vuestra madre se mostraba alterada y expectante. Embozada en una capa, miraba perpleja a un lado y a otro. El cotidiano y vulgar movimiento producido por el simple evento del vender, comprar o trocar para ella era novedoso.

Un muchacho pasó junto a nosotras arrollándonos al tiempo que engullía un panecillo. Pronto supimos el porqué de su premura. Una descomunal mujer le seguía, gritando desaforada: «¡Al ladrón!». En esta ocasión el atropello hubiese sido aplastamiento, si mis reflejos no me hubieran hecho apartar a vuestra madre de su lado.

Liberadas de aquella mole de carne, dos mendigos empezaron a acosarnos con descaro. Pero la reina caminaba tan absorta contemplando la algazara que no se percató de ello. Saqué de mi bolsa una moneda, la tiré al suelo y mientras los dos se lanzaron en su busca, cogí del brazo a vuestra madre, que, como una muñeca de mirada encantada, se dejaba guiar sin titubear.

El momento requería la máxima discreción, a pesar de que ella se mostraba tan embelesada que resultaba una pasmada entre la muchedumbre. Tan extraña resultaba inmersa en el ambiente, que temí por su integridad en el caso de ser descubiertas.

Estábamos a punto de llegar al lugar de encuentro cuando sus dóciles movimientos se tornaron pétreos. Se detuvo en seco. Unos comediantes pasaban frente a nosotras. Sobre un carro repleto de ropas para las representaciones, una mujer cantaba exhausta algo dramático. Cinco hombres a su alrededor fingían sollozos con mayor o menor intensidad según lo que la letra narrase.

—Mi señora, es tarde. Si nos demoramos, esas mujeres podrán escabullirse sin que las pueda reprender; están deseándolo.

De pronto salió de su atolondramiento y me tapó la boca ordenándome que escuchase. Iba a insistir pero inmediatamente me detuve. La letra de aquella canción hablaba de un rey tan endeble que ni engendrar podía. Dirigí mi vista a la mujer del carro.

Al mismo tiempo que cantaba, movía en cada mano una marioneta que representaban a una reina y un rey. Éste daba la espalda a la reina y huía cuando ella se le insinuaba para yacer junto a él.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de vuestra madre. Supuse que era de amargura, pero más tarde me di cuenta de que me había equivocado. Tiré de nuevo de su brazo.

—No escuchéis. Lo importante es que conozcáis a las mujeres que nos esperan, ellas os convencerán con la evidencia de que lo que estáis escuchando no son más que sandeces.

Asintió y sonrió de nuevo. Pero toda la vitalidad y frivolidad que solía mostrar habían desaparecido. Ahora sonreía soñadora, melancólica y lánguida, como si en su interior algo hubiese cambiado de repente.

Soslayamos el gentío, atravesamos la feria del ganado y llegamos a un puesto de verduras y hortalizas. Tras él, una mujer amamantaba a su criatura al tiempo que charlaba animadamente con otras. Al vernos se levantaron.

La primera era una de las mujeres que se había sometido a la vejación del judío de ser preñada sin ser desflorada. El producto a la vista estaba. Otra de las mujeres lucía un vientre a punto de dar fruto. La reina centró toda su atención en el pequeño.

Tomó al párvulo en brazos. Al arrancarlo del pecho de su madre, emitió un gruñido similar al de un osezno, pero ya estaba demasiado dormido como para ir más allá de un quejido.

La reina lo miró con ternura y se dirigió a su madre con la naturalidad más sincera.

—Sé cómo os sentisteis al concebirlo. Al menos quiero pensar que conozco ese sentimiento. No tengo hijos, pero creo que no hay felicidad mayor en esta tierra que la realización de la ansiada ilusión de tenerlos.

Sonrió, besó al niño en la frente haciéndole la señal de la cruz, lo depositó sobre el regazo de su madre y luego me dijo:

—Vámonos, esa mujer no miente. La creo.

Regresábamos en silencio. Yo la miraba y no entendía nada. Sonriente y con los párpados entreabiertos, vuestra madre parecía querer retener la imagen de aquel párvulo en su mente.

En los cinco años que llevábamos en Castilla me había pedido una y mil veces conocer a unas segovianas que decían haber tenido trato carnal con el rey para hablar con ellas. Me costó, pero mis esfuerzos se vieron recompensados por el tesón empleado en la búsqueda. Al fin conseguí reunirías en un lugar que no levantase sospechas. Una vez frente a ellas, ni siquiera se preocupó por conocer sus nombres.

Las tres esperaron nerviosas el aluvión de preguntas, pero éstas no llegaron. Vuestra madre las miró un segundo. Eran vulgares y no se distinguían por su especial belleza. Luego dijo: «¡Vámonos!».

Recordando aquel episodio, le pregunté:

—No os quiero perder el respeto, alteza, pero ¿recordáis vuestro comportamiento con las segovianas? Entonces también puse a vuestros pies toda la información que ansiasteis durante largo tiempo y la despreciasteis. ¿Por qué?

Sonrió de nuevo. Ida como andaba, contestó con otra pregunta y aire burlón.

—Mencía, ¿os habéis fijado en la criatura? Estaba completa, ¿no es cierto?

Ahora de nuevo me desorientó. Debía de estar perdiendo la razón y por eso no me escuchaba.

—No sé a qué os referís, mi señora. Sólo pido una explicación a vuestra apatía. Si he convocado a esas mujeres ha sido por vos y porque no desistierais en lo que se ha convertido en una cruzada. Nuestra cruzada particular. De la que forma parte este breve encuentro, al que tampoco habéis sacado partido.

Me acarició la mejilla y de nuevo mostró esa sonrisa satírica.

—Ya ha terminado. ¡Hemos vencido, Mencía! Si mis sospechas son ciertas, por fin lo hemos logrado.

¡No podía creerlo! Estaba preñada y no había dicho nada a nadie. Ella, que siempre había sido impulsiva y apasionada, se tomaba la mejor noticia de nuestras vidas con una serenidad pasmosa. Era como si temiese perder la ilusión al propagarlo a los cuatro vientos; como si quisiera guardar el secreto y sólo compartirlo con los más allegados. En aquel instante, vuestra madre me otorgó el mayor honor que nadie en la corte hubiese podido recibir, la confianza plena hacia una servidora. ¡Así que don Enrique tendría un descendiente!

Quise notificárselo personalmente al rey y montando a caballo galopé hacia el bosque. Estaba cazando, como de costumbre. Me escoltaba un miembro de la guardia de la reina. Ya en el bosque oímos el ruido de los cascos de los caballos y en un claro divisamos al grueso siguiendo a un jabalí que huía despavorido.

Salí al encuentro del rey. Una flecha silbó junto a mi oído, me asustó y, al tirar de las riendas, el caballo se alzó sobre las patas traseras echándome al suelo. De entre los altos arbustos apareció vuestro padre junto a su séquito.

—¿Estáis loca? Os podíamos haber ensartado como a un pájaro.

Don Beltrán desmontó y me ayudó a incorporarme.

—Señor, traigo noticias. Pero como creo que el negocio es de suma importancia me gustaría transmitíroslas en privado.

Don Enrique miró a derecha e izquierda sopesando peligros y analizando a los asistentes: don Beltrán, Villena, el marqués de Santillana, don Alfonso, su pequeño hermano, hijo del segundo matrimonio de su padre y heredero de la corona en tanto doña Juana no le diera un sucesor.

—Todos me son fieles y nada les escondo —dijo solemnemente don Enrique—. Con el ejemplo se predica y así lo demuestro, esperando lo mismo de los nobles y parientes. Los tapujos y ocultamientos no han de existir.

Dudé por un instante. La verdad es que no confiaba en la lealtad de los presentes, comenzando por el intrigante De Villena. De todos modos, al menos los más cercanos no podían ignorar el sistema utilizado para conseguir la procreación.

Tomé la mano de don Enrique, le reverencié y, con la cabeza gacha, le dije sin rodeos:

—Dios por fin os ha regalado a vos y a vuestro reino lo que más ansiabais y necesitabais.

Me levantó la barbilla y fijó sus claros ojos en mis pupilas.

—¡Mencía! ¡Explicaos con más precisión, os lo ruego!

Me apretaba del brazo fuertemente, pero no era consciente de ello. A pesar del dolor, me di cuenta de que no era conveniente ser ambigua en aquel momento. Cierta o no, la noticia serviría para que la causa de doña Juana ganara adeptos.

—La reina está embarazada.

El rey me soltó el brazo para besarme en la frente.

De pronto una voz ronca sonó a sus espaldas.

—Señor, ¿no os precipitáis? Creo que deberíais cercioraros antes de hacerlo público.

Vuestro padre miró a Villena con recelo, pero no se atrevió a callarle. Tuvo que ser don Beltrán el que lo hiciera, diciéndole que no se comportara como un aguafiestas.

De la Cueva era diestro en el uso de las armas, gran jinete y tenía los mejores gerifaltes, neblíes y halcones para la caza de cetrería, lo que le hacía compañero inseparable de vuestro padre en lo que era su máxima afición, y eso sacaba de quicio a Villena. Dudé que su intervención fuera la más oportuna. De todas maneras prosiguió:

—La reina nunca nos comunicaría esta nueva sin estar segura por completo de ello.

Villena frunció el ceño indignado.

—Muy seguro estáis de su estado, señor. Quizá deberíais sinceraros y hacernos partícipe de aquello que desconocemos. Mejor dicho, de aquello que habéis conocido —remató, jugando con el significado bíblico del verbo conocer.

Don Beltrán tocó la empuñadura de su espada.

—No sé lo que urde vuestra mente, ni a qué os referís.

Villena soltó una carcajada.

—¿Qué ha pasado? —dijo la voz aniñada de don Alfonso interrumpiendo la disputa.

Villena le contestó con ironía.

—Que de golpe y plumazo habéis perdido el derecho a la sucesión y a la corona de vuestro hermano.

El niño se encogió de hombros y puso la caperuza a su halcón entendiendo que la cacería se daba por terminada. Probablemente era lo único que su mente alcanzaba a comprender. El resto no le importaba demasiado. Su hermana Isabel, dos años mayor que él, se encargaría cuando llegara al alcázar de aleccionarlo sobre la importancia del posible hecho, que a ella también le afectaba. Al contrario que doña Isabel, don Alfonso no era fuerte de salud. Cuando nació, los horóscopos presagiaban que su vida correría peligro al cumplir los doce años. En ese caso, si don Enrique no lograba tener descendencia, entonces la infanta podría llegar a ser su sucesora.

Mientras que los que rodeaban al rey empezaban a debatir cuál debía ser ahora su modo de actuar, Villena cogió a don Alfonso del brazo y me miró en silencio. Sus ojos, que a veces daban miedo, ahora transmitían otro mensaje que no entendí. ¡Qué extraño hombre! De todos modos, decidí no perder tiempo en pensamientos que no competen a una dueña. Hice una pequeña reverencia, monté rauda y fui al encuentro de mi señora.