Nos vestimos apresuradamente. Doña Guiomar refunfuñaba por haber tenido que madrugar, al tiempo que se acicalaba. Las doce dueñas que acompañábamos a vuestra madre a Castilla, dejamos el palacio de Lisboa tras ella. Nos encaminamos por una calleja rumbo al río Tajo. Al fondo, se divisaban los reflejos del agua iluminada por el sol. Las gaviotas nos sobrevolaban lanzando chillidos que se mezclaban con el sonar de los clarines.
Recorrimos un buen trecho a pie intentando no tropezar (los habitantes de la ciudad habían alfombrado la polvorienta calzada con tablas combadas de viejos toneles). A los lados, la guardia real formaba una muralla que nos salvaguardaba de la muchedumbre, que nos vitoreaba con efusividad y expresaba sus mejores deseos.
De pronto, cuando llegamos a la orilla del Tajo, una gaviota se lanzó en picado contra el tocado de vuestra madre. El dorado de su vértice debió de llamarle la atención.
Doña Juana reaccionó con flema y espantó al ave de un manotazo. Pero tuvimos que detener igualmente el cortejo porque Marianín, nuestro bufón, quedó totalmente espantado.
Las dueñas aprovechamos para intercambiar entre nosotras una mirada de duda. ¿Habría que tomarse como un mal presagio el comportamiento de aquel pájaro? No tuvimos tiempo de pensarlo más. Porque en seguida embarcamos en una galeaza ricamente engalanada. Dueñas, cobijeras, doncellas y damas mecidas por el agua empezamos a sentirnos a merced de un torrente fluvial que parecía un mar. Parte de nuestro séquito cabalgaba y nos seguía desde la orilla. El rey de Portugal nos acompañó durante tres leguas para más tarde regresar.
La música sonaba y los caballeros que nos habían cortejado hasta entonces se despidieron para siempre de las doncellas que un día quisieron hacer suyas.
En la frontera con Castilla mudamos el suave balanceo de la galea por el tortuoso traqueteo de los carros. Avanzábamos en fila por el polvoriento camino llenas de gratas esperanzas. Ninguna de nosotras se acordaba ya del ataque de la gaviota y vuestra madre menos que ninguna. Así era ella de despreocupada, actitud que en el futuro habría de costarle cara.
Doña Juana viajaba con un halcón sobre el hombro, sabedora del gusto por la caza de su futuro esposo. El ave portaba dos cascabeles. Vuestra madre jugueteaba con ellos de tal modo que sus sonidos formaban melodías. Nosotras teníamos que averiguar de cuál se trataba, así el trayecto se nos hacía más corto.
Tomé su mano para que cesase y le señalé una colina cercana a Badajoz. Un séquito de unos doscientos caballeros la encumbraban y continuaban el galope hacia nosotros; el pendón real de Castilla y León les precedía.
Un noble de semblante agradable se detuvo frente a nosotras.
—Señora, soy el duque de Medina Sidonia. He venido a guiaros hasta vuestro destino por orden del rey.
Si todos los que nos iban a ser destinados como maridos eran como él, sin duda el viaje habría merecido la pena. Doña Guiomar, coqueta, se levantó y tiró fuertemente hacia abajo de su corpiño dejando muy clara su intención. Vuestra madre, disimuladamente, la empujó. Entonces la dueña cayó de espaldas, ya no mostrando el pecho, como era su deseo, sino el corvejón.
Hasta el impertérrito enviado del rey no pudo evitar poner cara de sorpresa. Vuestra madre hizo como si nada hubiera ocurrido, aceptó al duque en el séquito asintiendo, y él espoleó su alazán uniéndose a nuestra caravana.
El viaje continuó sin demasiados altercados aunque tedioso. Por fin, una noche llegamos a Posadas, un lugar cercano a Córdoba. Allí nos detendríamos para acicalarnos y ataviarnos como requería la ocasión. La hacanea ricamente guarnecida de la futura reina, se situó en el centro del campamento para ser mejor vigilada. Los demás carros y carretas fueron dispuestos en círculo alrededor.
Nuestros sayos, empolvados y mugrientos, no lucían como cuando salimos de Lisboa. Sus colores vistosos habían desaparecido escondidos tras el polvo del camino, que se había adherido a nuestra piel y a las telas que nos cubrían. Todas, comenzando por doña Juana, no veíamos la hora de darnos un baño.
Extendí la toalla y vuestra madre se levantó del barreño para que la secase. Apretó las mandíbulas al tiempo que retorcía su hermosa y oscura cabellera.
—El polvo se había incrustado en mis dientes y podía casi masticarlo —dijo saliendo del agua, exhibiendo toda la desnuda belleza de su cuerpo con inocente desfachatez—. Me siento otra mujer, ahora sí podré mostrarme ante mi señor.
—Mi señora, yo en vuestro lugar taparía rápido mis vergüenzas. En este campamento lleno de hombres una nunca sabe…
Tomando el cepillo me atizó con él.
—Mira que sois ladina, doña Mencía, ¡siempre igual! Dejad de imaginar procacidades, que ahora no es el momento, y cubridme el cuerpo con los perfumes y afeites que hemos traído en ese arcón.
Me volví a abrir el arca, tomé los frascos y cuando la cerré me detuve en seco. Un ojo garzo observaba sigilosamente desde el exterior, a través de un agujero. Al verse sorprendido por mí, se apartó de golpe. Estuve a punto de gritar, pero una de las sirvientas entró corriendo y se abalanzó sobre mí. La quise empujar, mas ella fue más rápida al susurrarme al oído:
—No musitéis palabra y escuchadme, os lo ruego.
Cogiendo la toalla, vuestra madre me llamó.
—¿Qué pasa, Mencía? ¿No los encontráis? Daos prisa o moriré congelada y maloliente.
Miré a la sirvienta, que me suplicó:
—N o alertéis a nadie. El ojo que acabáis de ver pertenece al rey. Prefiere pasar inadvertido para mejor poder deleitarse con la imagen de su futura esposa.
Miré de nuevo al orificio espía y sonreí. El ojo estaba otra vez allí. Me pareció interpretar una señal de gratitud en su pupila y corrí hacia vuestra madre, que se quejaba de mi lentitud.
Con toda intención la hice sentar en una banqueta orientada hacia el lugar desde donde miraba don Enrique. La descubrí entera para untarla de aceites. El masaje comenzó a lo largo de todo su cuerpo.
Vuestra madre respondió a los estímulos del olor, la suavidad y el relajamiento cerrando los ojos, inspirando fuertemente, sacando el pecho y estirándose. En ese momento me complació pensar que ni un solo centímetro de su tersa piel se guardaba de la penetrante observación de su futuro esposo.
«Doña Juana le mostrará lo que es una verdadera mujer —pensé—. Y así Castilla se librará de la maldición que ha impedido a su rey cumplir su papel de verdadero hombre».
—Tenéis unas manos prodigiosas, doña Mencía. No sé qué haría sin vuestra ayuda. Al final conseguiréis enviciarme con estos gloriosos manoseos. ¡Vuestros masajes me sientan mejor que las caricias, os lo aseguro! —exclamó vuestra madre.
Yo tenía la total seguridad de que, detrás de la tienda, seguía estando vuestro padre, inmóvil y atento. Tímido y callado, inspeccionando su próxima conquista detenidamente, convencido de que gracias a ella conseguiría mantener la corona sobre su cabeza.
Cuando terminé con los masajes embadurné a doña Juana de polvos blancos para clarear su delicada piel. Satisfecha de su aspecto, me dio las gracias besándome en la frente.
—Sois maravillosa, Mencía. Conseguiréis que escandalice a las parcas castellanas, tan desconocedoras de refinamientos. ¡Qué antiguas! Diríase que andan ancladas en el siglo catorce.
Dio una vuelta frente al espejo y prosiguió.
—Las oriundas de estos lares nos acusan de descocadas e impúdicas. Dicen que las portuguesas mostramos demasiado nuestros cuerpos y que somos las diosas del placer. Que demandamos las cosas que la honestidad debe negar.
»¡Ingenuas y patosas! Si supiesen que no sólo nos empolvamos el escote y las mejillas, se escandalizarían al punto de pedir a los clérigos que nos mandasen a la hoguera. Si aprendiesen a adornar las partes más recónditas de sus cuerpos sin tapujos, más contentos mantendrían a los suyos.
—Si los clérigos españoles son como los nuncios italianos que hemos conocido en Lisboa, podemos estar tranquilas, alteza —respondí—, a decir verdad, no me importaría morir al calor de unos brazos sicilianos.
—Cuidaos mucho de conseguir lo que deseáis —dijo doña Juana, riendo— o incurriréis en un doble pecado: lujuria y sacrilegio. Entonces ni la misma reina de Castilla podrá salvaros de la hoguera.
Después de un momento continuó:
—De todos modos, dudo que en el fondo las castellanas no sean como todas. ¿O estoy equivocada? Posiblemente son expertas hipócritas que practican todos los vicios de tapadillo, muchos de ellos peores que aquéllos de los que nos acusan a nosotras. Quizás ocupan las mentes de sus hombres con nuestros pecados engrandecidos, para así evadir y esconder los propios.
De improviso, se oyó el rasgueo de las cuerdas de un laúd, y vuestra madre dejó de hablar. Entonces la voz del juglar cantó:
A ti, diosa del deleite,
gran señora de vasallos,
decidme que tenéis callos
en el rostro del afeite.
Tapándose las vergüenzas, vuestra madre llamó a Marianín a su presencia.
—La próxima vez que me interrumpáis, hacedlo con algo mejor o seréis destinado a entretener a los porquerizos —dijo, haciéndose la seria.
El enano emitió un gemido fingido, y vuestra madre lo acercó hacia sí y empezó a acariciarle la cabeza.
—No sollocéis por tonterías, Marianín. Don Enrique no podrá resistirse a mis encantos. Con la ayuda de doña Mencía hermoseándome y de doña Guiomar versándome en asuntos amorosos, pronto olvidará el agrio sabor de boca que le dejó doña Blanca de Navarra al propagar tan crueles felonías.
Marianín se frotaba contra la piel desnuda y perfumada de mi señora ronroneando como un gato, porque él siempre andaba como una mascota por nuestros aposentos y escondiéndose entre nuestras piernas. Para nosotras, nada de pecaminoso ni de placentero había en ello. Era como un animal de compañía que en nada nos alteraba.
De todas maneras, no pude evitar el dirigir mi mirada hacia el atisbadero. ¿Qué pensaría don Enrique al ver aquella escena? De pronto oímos unos gritos fuera de la tienda. Me adelanté, descorriendo un poco la cortinilla, y me asomé al exterior sin pensar en las consecuencias.
Di gracias al Señor por proporcionarme una salida airosa que no implicara mi quebranto en el silencio. El rey se había marchado. Fuera, se veían cuatro de los miembros de la guardia totalmente borrachos. Jugaban a los dados al calor de la lumbre entre risas, trampas y empujones. Uno de ellos parecía más exaltado que los demás, porque juraba que las caras de las piezas de hueso no eran exactas y había engaño en los dados. Había desenvainado su cuchillo y con él amenazaba al de al lado, que aireaba con mofas su bolsa llena de monedas frente a las narices del perdedor.
De repente me pareció ver al rey entre las sombras. Con una mano se sujetaba el calzón y con la otra me solicitaba silencio con el dedo. Asentí, y él se sumergió en la oscura noche en el mismo momento en que mi señora se asomaba para poner fin a la reyerta.
—Caballeros, espero que en mi guardia no se repita este altercado. Entregad esos dados a vuestro jefe.
Los soldados no rechistaron, sólo se mostraron malhumorados por haber perdido piezas de hueso tan difíciles de conseguir.
Yo no les presté atención, pues me quedé pensando en el semblante de vuestro padre cuando le vi. En aquel mismo momento supe que ya andaba loco por su futura mujer y que ningún defecto posible le impediría intentar cumplir con lo que a un hombre le hace tal.
Poco después la misma sirvienta que me alertó de la presencia del rey vino a verme. Traía un mensaje de su parte. Don Enrique tenía que partir aquella misma noche, pero no quería hacerlo sin haber hablado antes con vuestra madre. Quedé en llevarla a un cortijo cercano.
Cuando informé a mi señora sobre la cita, no me atreví a contarle que yo ya conocía al que iba a ser su esposo; se pondría nerviosa y me acosaría con preguntas sobre su persona. No habría sabido qué decirle, porque lo cierto era que entre la penumbra y la humareda de la fogata sólo me había quedado con un esbozo de su cara. Pero, aun así, lo que había visto no se asemejaba en nada al bello caballero con el que una hermosa señora como vuestra madre soñaba.