Me bastó la pregunta de la princesa Juana para recordar cómo había comenzado aquella infamia.

Don Enrique se tumbó junto a su mujer en la cama. Los ayudantes del médico observaban la entrepierna de la reina de Castilla sin el menor recato.

Desnuda de cintura para abajo, sus vergüenzas quedaban al descubierto.

La reina me tomó de la mano y la apretó fuertemente pidiéndome que le pusiera un fino pañuelo sobre la cara. Así al menos no se le vería el rubor. Su oscura cabellera contrastaba con el rubio pelo del rey de Castilla.

Entonces comenzó la penosa operación.

Los ayudantes del maestre Samaya abrieron un estuche de madera y terciopelo. El médico judío tomó el artilugio que contenía con tan sumo cuidado que parecía que manipulaba algo sagrado. Se trataba de una cánula de oro.

La reina lo miró, incorporándose, y cerró los ojos con fuerza. No era la primera vez que se sometía a semejante vejación. Desde que el rey la había puesto al corriente de las artes de Samaya, cada mes que la presencia cercana de don Enrique lo consentía, había vivido la misma humillación. Y, como las otras veces, la reina la soportaba rezando una oración tras otra, hasta secársele la boca, suplicando un milagro parecido al de la concepción de la Virgen María.

Pasaron diez minutos hasta que el rey acabó de ser ordeñado. Con su semen, llenaron la cánula de oro. Rápidamente, la introdujeron en la vulva de la reina y llenaron a mi señora con aquella sementera.

Tendría que quedarse quieta durante al menos cuatro horas para que aquella semilla germinara. Le bajaron las faldas y ella misma se quitó el pañuelo del rostro. Una lágrima perdida rodó por sus sienes y cayó sobre la almohada. Me soltó la mano dirigiéndome una mirada suplicante, azarada e imperativa. No hacía falta que emitiese un solo sonido, comprendía perfectamente cómo debía de sentirse y mi obligación como dueña suya era privarla de semejante inquietud.

Solicité a todos que se retiraran. Sólo quedó el rey, que decidió cantar para ella. Lo hizo con esmero, cariño y buen oído; a pesar de ello, la reina frunció el ceño con enojo.

Convencido de estar haciendo lo correcto, sus largos dedos siguieron corriendo sobre las cuerdas del laúd. Miré a mi señora. Ésta, medio incorporada, volvió violentamente la cabeza hacia la puerta y gritó:

—¡Fuera!

Don Enrique se levantó, besó a la reina en la frente y, sin musitar palabra, compungido y tímido como era en privado, salió de la estancia cabizbajo.

En verdad, la débil actitud del rey respecto de la reina fue la primera gota que cayó en el fondo de la escupidera dorada en que, con el tiempo, se convertiría su corona.

—Doña Mencía, ¡simplemente os he preguntado si creéis que soy hija de don Enrique, rey de Castilla! —exclamó la princesa Juana volviéndome al presente—. Y os habéis quedado como si hubieseis visto pasar un demonio.

¡Simplemente! ¡La hija de la reina acababa de preguntarme aquello que más había temido durante años!

En el pasado, una y mil veces había soñado entre pesadillas y sobresaltos que pronunciaba esas malditas palabras y que yo me veía impelida a decirle toda la verdad. Despertaba empapada en sudor, aterrada, y corría a arrodillarme ante mi altarcillo para rogarle a Cristo que nunca sucediese algo así.

Poco fervor debí de poner en la oración porque después de tanto tiempo, sus ojos claros, llenos de melancolía, me impedían seguir callando. ¡Pero no podía comenzar mi relato con una escena tan cruda como la que acababa de recordar!

Impaciente, la princesa tiró un almohadón al suelo y apoyó los pies en él. Recordé cómo siendo niña posaba la cabeza sobre mi regazo cuando yo era la dueña de su madre. Centré la vista en un canoso mechón que escapaba de su tocado. Nada quedaba de aquella larga cabellera rubia que yo era la encargada de cepillar. Me tendió un tazón de chocolate, aquel manjar recién llegado de las Indias. Buscaba relajarme, así soltaría la lengua aclarándole todo lo que quisiese saber.

La excelente señora, como era conocida aquí en Portugal, o la Beltraneja, como la llamaban en Castilla, sabía que hasta una servidora le había dado la espalda, pero estaba acostumbrada a ello desde que tuvo uso de razón. Puede que no confiara del todo en mí, pero conocía lo cerca que estuve de su madre en los momentos más cruciales de su vida. En honor a esa vieja amistad, pensé en contarle de una vez por todas la verdad. Ya vería cómo me las iba a apañar, llegado el momento, para relatarle la escena de la inseminación de su madre sin herir su sensibilidad. Ahora comenzaría narrando la historia desde el principio, que es, según dicen, por donde deben empezar a contarse las historias.