Lo que realmente despertó la conciencia del mundo acerca de Biafra, fue el hambre que se abatía sobre el país. El público en general, no sólo de Gran Bretaña, sino del resto de la Europa Occidental, aunque suele ser incapaz de imaginar las complejidades políticas que se esconden detrás de las noticias de la guerra, no tiene la menor dificultad en comprender el mal que encierra la fotografía de un niño que muere de inanición. Sobre dicha imagen se desató una campaña de Prensa, la cual inundó el mundo occidental, fue causa de que algunos Gobiernos alteraran el curso de su política y concedió a Biafra la oportunidad de sobrevivir o, al menos, de no morir sin quedar consignada en las crónicas.
Pero incluso este aspecto de la cuestión fue «trabajado» por la propaganda, la cual sugería que los biafreños habían «fabricado» el tema y utilizaban el hambre de su pueblo para solicitar la simpatía del mundo hacia sus aspiraciones políticas. No existe un solo sacerdote, médico, ayudante o administrativo perteneciente a la docena de países europeos que trabajaban en Biafra durante la última mitad de 1968, a quien se le ocurra siquiera la idea de que el tema necesitara ser «trabajado». Los hechos resultaban patentes, con su cometido y la muerte por inanición de los niños de Biafra se convirtió en un escándalo mundial.
El peor de los cargos atribuidos es el de que los biafreños, y concretamente el coronel Ojukwu, utilizaran la situación e incluso impidieran su alivio para atraer el apoyo y simpatía generales. Eso es algo tan serio, ha arrojado tanto lodo, que no sería posible escribir sobre Biafra sin explicar lo que sucedió realmente.
En otro lugar de este libro se ha explicado que la muerte por hambre de los biafreños no ha sido producto de accidente o percance, y ni siquiera la lamentable, pero necesaria consecuencia de la guerra. Fue una parte integral, deliberadamente ejecutada, de la política bélica de la guerra de Nigeria. Los líderes nigerianos, con una franqueza mayor de la que los británicos lograron nunca de sus líderes, no tuvieron escrúpulos al respecto.
A la vista de esto, la conclusión inevitable es que no podía haber concesión alguna por parte del coronel Ojukwu que permitiera la llegada de los alimentos de socorro a Biafra a un ritmo más intenso y en mayores cantidades de las que llegaban, a menos que fuesen las concesiones que tanto Nigeria como Gran Bretaña querían que hiciera y que hubieran consistido en la completa entrega de su país.
Todos los «ofrecimientos» hechos por el Gobierno nigeriano, a menudo después de haberse reunido en consulta con el Alto Comisario Británico, y usualmente aceptados y recibidos como buenos por el ingenuo Parlamento británico, Prensa y público, descubrieron, al ser examinados, contener las mayores perspectivas tácticas y estratégicas en favor del Ejército de Nigeria.
Todas las proposiciones presentadas por el coronel Ojukwu y partes interesadas, como la Cruz Roja Internacional, la Iglesia Católica Romana y algunos periódicos, que no contenían ventaja política alguna para ninguno de los dos bandos contendientes, fueron rechazadas de plano por los nigerianos, con la bendición total de Whitehall.
Ésta es, pues, la historia. Biafra tiene una forma bastante cuadrangular. El río Cross discurre por un tercio de su longitud por el lado este, con sus fértiles valles y praderas. Por el Sur, más arriba de los acantilados y pantanos, se encuentra otra franja de tierra bañada por numerosos ríos poco caudalosos que se elevan hasta las tierras altas, para desembocar en el mar. El resto del país, es decir, la parte superior izquierda del cuadrado, es una planicie y la patria de los ibos.
En los días anteriores a la guerra, esta altiplanicie albergaba la mayoría de la población de la Región Este, pero eran las áreas minoritarias del Este y del Sur las que proporcionaban la mayor parte de los alimentos. El área, como un todo, se abastecía más o menos a sí misma en cuanto a alimentos, y era absolutamente capaz de abastecerse totalmente en cuanto a hidratos de carbono y fruta, pero solía importar la carne del norte de Nigeria, en donde se hallaba el ganado de cría. Por mar, importaban de Escandinavia el pescado congelado y la sal. La carne y el pescado representaban la parte de proteínas de la dieta y, a pesar de que el país contaba con cabras y pollos, estos animales no cubrían las necesidades proteínicas precisas para conservar la buena salud de trece millones de personas.
Con el bloqueo y la guerra, se interrumpió el suministro de proteína importada. Y si bien los adultos pueden resistir por largo tiempo una dieta carente de la adecuada proteína, los niños requieren su suministro constante.
Los biafreños instalaron granjas de producción intensiva de pollos y huevos, para aumentar tanto como fuera posible la producción de alimentos ricos en proteína, y habrían podido combatir el problema, al menos por espacio de dos años, a no ser por el rudo golpe que representó la reducción del perímetro de su territorio, la pérdida de las provincias periféricas, ricas en la producción de alimentos y la inmigración de unos cinco millones de refugiados de esas provincias.
A mediados de abril habían perdido el valle del río Cross, casi en la mayor parte de su extensión y parte también del Sur, la patria Ibibia en las provincias de Uyo, Annang y Eket, y una zona que contenía la tierra más fértil y rica del país. Por esta época, ya habían manifestado su opinión de que el asunto era serio, personas como el representante de la Cruz Roja Internacional en Biafra, el hombre de negocios suizo Teinrich Jaggi, miembros de la Cáritas Católica, del Consejo Mundial de las Iglesias, la Cruz Roja de Biafra y médicos de varias nacionalidades que habían permanecido en sus puestos. Los expertos habían diagnosticado la creciente incidencia de kwashiokor, enfermedad causada por una deficiencia de proteínas y que afecta principalmente a los niños. Los síntomas son: enrojecimiento del cabello, palidez, inflamación articular y de la masa muscular, la cual queda distendida por el agua. Aparte el kwashiokor, se detectaban anemia, pelagra e inanición. En esta última, la piel llega a adherirse al hueso. Los efectos del kwashiokor, el peor azote, son lesiones cerebrales, letargo, coma y, finalmente, la muerte.
A finales de enero, Jaggi había apelado a la Cruz Roja de Ginebra para solicitar permiso a ambos bandos y establecer una petición limitada, a nivel internacional, para la obtención de medicinas, alimentos y ropas. El coronel Ojukwu concedió su autorización en cuanto le fue solicitada, el 10 de febrero; de Lagos, se obtuvo a finales de abril. Entretanto, el problema de los refugiados había ido en aumento, si bien hay que decir que el problema de los refugiados se presenta en todas las guerras como inevitable y que no hay que culpar por ello a ninguno de los Gobiernos participantes si se tomaran medidas razonables para aliviar los sufrimientos de los desplazados, hasta que estos últimos se sintieran lo bastante a salvo como para regresar a sus casas.
Sin embargo, periodistas y trabajadores en funciones de salvamento y socorro que operaban en áreas muy apartadas de la línea de fuego, en el interior de Nigeria, más tarde informarían que las autoridades y el Gobierno nigeriano frustraron incesantemente las operaciones montadas con dinero extranjero procedente de donaciones y con destino a aliviar los sufrimientos; dificultaron el transporte de material de socorro; se apropiaron de transportes costeados con donaciones extranjeras e impidieron el acceso a zonas en las que el sufrimiento era grande y los peligros mínimos. El comandante de la Tercera División nigeriana, brigadier Benjamín Adekunle, no dejó dudas en la mente de los muchos reporteros que lo visitaron y escucharon sus parlamentos, acerca de sus intenciones de no permitir nunca que los ayudantes en tareas de socorro operaran en la salvación de vidas y menos todavía en asistir a nadie. Esta actitud, que fue comentada y difundida a todos los niveles, resultaba sin embargo chocante, puesto que todos cuantos sufrían, desde el punto de vista nigeriano eran, precisamente, ciudadanos nigerianos.
La gran mayoría de la población civil huyó de la zona bélica, hacia el interior, más que hacia fuera de la Biafra libre. A finales de febrero de 1968, el número de refugiados en el interior de la zona no ocupada se calculaba en un millón. Se trataba principalmente de no ibos, más bien minorías. El sistema familiar, tan extendido, que sirvió dieciocho meses antes para que los habitantes del Este absorbieran a sus refugiados del Norte y del Este, no pudo aplicarse en aquella ocasión, porque la mayoría de los refugiados carecían de parientes con quienes quedarse. Por eso, la mayoría se recogían en chamizos levantados en el bosque, en las afueras de los pueblos, mientras que las autoridades de Biafra, con asistencia de la Cruz Roja y de las Iglesias, instalaban una cadena de campos de refugiados, en donde los desplazados sin hogar podían compartir, al menos, un techo y una comida diaria. Muchos de estos campamentos se instalaron en escuelas vacías, que ya contaban con elementos adecuados y que más tarde se convirtieron en blanco de los ataques de los pilotos egipcios de los «MIG» y los «Ilyushin».
A finales de abril, por razones militares que más adelante se explicarán, la ola de refugiados había aumentado en forma alarmante, hasta alcanzar la cifra aproximada de tres millones y medio.
Cáritas y el Consejo Mundial de las Iglesias, por ser organizaciones que no operaban en el lado nigeriano, no fueron requeridas por Jaggi para seguir por los canales establecidos para prestar ayuda, por lo que decidieron hacerlo individualmente. Desde principios de año, adquirían distintas cantidades de alimentos y medicinas para conducirlos en avión hasta Biafra. No contaban con aparatos, ni pilotos, por lo que llegaron a un acuerdo con Hank Wharton, un norteamericano que trabajaba de forma totalmente independiente y efectuaba transportes en avión de armas desde Lisboa, dos veces por semana, y alquilaron determinado espacio en su aparato. Pero las cantidades que por dicho procedimiento podían enviarse eran pequeñas.
La Cruz Roja comenzó asimismo sus envíos el 8 de abril, en el aparato de Wharton, en cantidades reducidas, y como deseaban solicitar o comprar sus propios aparatos y contratar sus propios pilotos, enviaron reiteradamente sus peticiones desde Ginebra al Gobierno nigeriano para que les fuera concedido salvoconducto a los aviones claramente marcados como pertenecientes a la Cruz Roja y volar de día sin ser atacados. Pero tales peticiones fueron rechazadas por completo.
Se hicieron intentos para superar el recelo nigeriano de que Wharton pudiera transportar armas encubriéndose en tales vuelos diurnos. En primer lugar, se propuso que un equipo de la Cruz Roja garantizara que los aparatos de Wharton permanecieran en tierra durante las horas diurnas. No. Se temía que los aviones de socorro pudieran transportar armas. Entonces se invitó a que la Cruz Roja nigeriana inspeccionara la carga. No. Ojukwu accedió a que miembros de la Cruz Roja nigeriana acompañaran cada vuelo de socorro hasta el aeropuerto de Biafra. No.
Por aquel entonces todavía no se comprendía, ni siquiera por parte de los biafreños, que no se autorizarían nunca los vuelos de socorro. Mientras todo esto sucedía, las Iglesias seguían en su empeño y mandaban lo que podían, como podían.
El coronel Ojukwu comprendió, al estudiar los informes conjuntos acerca de la situación creada por la deficiencia proteínica, que cada vez estaba más cerca el momento de producirse un desastre en gran escala. Según le informaron los representantes de la agencia de socorro, el problema no estribaba en la adquisición de alimentos de primera necesidad, cosa que pensaban podría hacerse sin mayores dificultades, sino en hacerlos llegar a Biafra a través del bloqueo. Obviamente, aquello era más un problema técnico que médico y el coronel Ojukwu solicitó la constitución de un comité técnico para que lo informaran, en el más breve espacio de tiempo posible, acerca de los diversos sistemas mediante los cuales podrían transportarse alimentos.
A primeros de mayo, aquellos técnicos le mostraron sus conclusiones. Había tres medios de transportar alimentos a Biafra: aire, mar y tierra. El puente aéreo, a fin de que resultara eficaz en cuanto a las cantidades para solucionar el problema, debería ser algo más que lo que proporcionaban los tres aparatos de Wharton y resultaría caro. Pero era, con mucho, el más rápido. La ruta marina, a través de Port Harcourt, sería más lenta, pero capaz de un tonelaje mucho mayor, con un costo también muy inferior. La vía terrestre, teniendo en cuenta que los alimentos deberían ser transportados en primer lugar en barco hasta Nigeria, cruzar miles de kilómetros de territorio nigeriano hasta llegar a la parte de Biafra ocupada por Nigeria, por carreteras intransitables a causa de los puentes destruidos y del incesante tráfico militar nigeriano, resultaría lento, fatigoso y caro. No ofrecía ni las ventajas de la rapidez del puente aéreo ni las de costo/eficiencia del corredor marítimo.
Impresionado por las voces del personal sanitario, que pedían ayuda urgente, Ojukwu optó por un puente aéreo, como medida temporal de urgencia, y posteriormente, una ruta marítima si fuera posible, para el grueso del transporte. Jaggi y los líderes de las restantes organizaciones de ayuda fueron informados de las conclusiones de los técnicos y no pusieron objeciones.
A mediados de mayo, Biafra perdió Port Harcourt y unos cuantos millones más de refugiados acudieron al corazón de su territorio, algunos de ellos nativos de la ciudad o sus alrededores, otros procedentes de áreas previamente devastadas, por lo que eran refugiados por segunda vez. Pero la pérdida del puerto no alteró las opciones de ayuda. El aeropuerto de Uli, camuflado bajo el nombre de Annabelle, quedó abierto para remplazar la pérdida de Port Harcourt, y el acceso al río Níger desde el mar seguía abierto, así como el puerto de Oguta, si los nigerianos accedían a ordenar a su marina que permitiera el paso de los barcos de la Cruz Roja.
A finales de mayo, la Cruz Roja Internacional, con sede en Ginebra, había lanzado una segunda petición, esta vez específicamente para Biafra, ya que Nigeria no habría concedido su consenso.
Pero, durante todo este tiempo, el problema había permanecido desconocido de la opinión mundial. La historia no se había abierto paso. A mediados de junio, Leslie Kirkley, director de «Oxfam», visitó Biafra, por espacio de quince días, en un viaje destinado a reunir datos y comprobar hechos concretos. Lo que vio le turbó profundamente. Al mismo tiempo, Michael Leapman, del Sun, y Brian Dixon, del Daily Sketch, informaban desde el interior de Biafra y fueron estos dos hombres quienes, junto con sus fotógrafos, comprobaron la realidad de la historia. En los últimos días de junio, las primeras fotos de niños pequeños reducidos a esqueletos vivientes fueron como un mazazo en los diarios londinenses.
Durante todo ese mes, los únicos alimentos que llegaron del exterior fueron los que podían acomodarse en el espacio libre de los «Super Constellation» de Wharton, que volaban desde Lisboa. Pero como eran tres las organizaciones que se disputaban el espacio para transportar sus aportaciones en alimentos, resultaba que había más mercancía que lugar disponible para ella. Durante las semanas que siguieron, las tres compañías adquirieron sus propios aparatos, pero Wharton insistía en que debía él ocuparse de los mismos, y que debían ser sus pilotos quienes los manipularan. Durante esas semanas, comenzaron a llegar embarques de alimentos, por mar, hasta la isla portuguesa de Sao Tomé, que hasta aquel momento sólo se había utilizado como escala para repostar, y así se pudo establecer una ruta de socorro, desde dicha isla hasta Biafra, para los alimentos, mientras que los embarques de armas seguían otra distinta, desde Lisboa a Biafra, directamente. De este modo, los cargamentos de proyectiles y de leche volvieron a quedar separados, en distintos compartimientos de la operación Wharton.
Antes de abandonar Biafra, Kirkley convocó una conferencia de Prensa en la cual declaró que calculaba que, si no llegaban a Biafra cantidades mayores de alimentos en las próximas seis semanas, unos 400 000 niños alcanzarían la fase de la «no-esperanza» en la evolución de su enfermedad y morirían de kwashiokor. Cuando se le indicó que señalara una cifra del tonelaje requerido con toda prisa para evitar que se cumpliera tal previsión, citó la de 300 toneladas por día (o noche).
De regreso a Londres, estas declaraciones fueron publicadas en el Evening Standard, pero se acogieron como propaganda biafreña, hasta que el 3 de julio, Kirkley en persona acudió al programa de la BBC sobre problemas del momento, titulado «Veinticuatro horas», en el que repitió sus cálculos. Mientras, la opinión pública despertaba lentamente, gracias a las fotografías que iban apareciendo en la Prensa británica. Antes de dejar Biafra, Kirkley había celebrado una reunión conjunta con Jaggi y el coronel Ojukwu, en el curso de la cual el dirigente biafreño había ofrecido no sólo uno, sino su mejor aeropuerto, exclusivamente a disposición de las organizaciones de socorro. De este modo se separarían los transportes de armas de los de alimentos, aumentando las posibilidades de que Nigeria accediera al paso de aviones de socorro, a la luz del día. Jaggi y Kirkley aceptaron el ofrecimiento.
El 1° de julio, en Londres, Kirkley se reunió con Lord Shepherd y el 3 de julio con Thomson. Durante estas entrevistas presentó a ambos ministros el informe completo del problema, mostrándolo en toda la extensión de su envergadura y urgencia, los méritos relativos de las tres posibles modalidades de transporte y el ofrecimiento de un aeropuerto en exclusiva. Como Kirkley había pasado por el mismo, para aterrizar y para despegar, se hallaba capacitado para ofrecer una información a ambos ministros acerca del debido acondicionamiento de sus pistas para el tráfico de aparatos pesados como los «Super Constellation», cosa que venía llevándose a cabo desde hacía varias semanas. La ocasión, a juicio de los observadores, ofrecía a Gran Bretaña la oportunidad de utilizar para buen fin la influencia (según lo sentido por el Gobierno laborista) gracias a sus ventas de armas a Nigeria. Se remitió una petición al general Gowon, solicitando permiso para efectuar vuelos diurnos de aparatos de la Cruz Roja a Biafra. Su respuesta, que llegó el día 5 de julio por la tarde, se publicó en los periódicos vespertinos y era breve y concisa. Daría órdenes de disparar sobre todos los aparatos de la Cruz Roja que fueran vistos.
Al parecer, Mr. Harold Wilson contaba, siempre a punto, con una lámpara de rayos solares para la moral. En un telegrama de respuesta a Leslie Kirkley, que le había enviado una delegación para pedirle que usara de su influencia en Lagos, repuso que lo que el general Gowon había querido decir es que se dispararía contra cualquier aparato no autorizado que volara sobre Biafra. Como no hubo nunca vuelos autorizados por Gowon, la situación quedó en un punto muy académico y así ha seguido siempre.
El Gobierno británico recibió una bofetada en toda la cara, propinada por Nigeria, y algo había que hacer que restaurara la armonía y la paz. Y se hizo. El 8 de julio, el ministro nigeriano de Asuntos Exteriores, Okoi Arikpo, celebró una conferencia de Prensa en Lagos, en el curso de la cual propuso la creación de un corredor terrestre. Los alimentos podrían ser transportados por mar hasta Lagos. Desde allí, se transportarían por avión hasta Enugu, situado con toda seguridad en zona nigeriana, y a partir de allí, trasladados por carretera a un punto al sur de Awgu, conquistado un mes antes por las Fuerzas federales. En el citado lugar, los alimentos serían depositados en la carretera en la confianza de que los «rebeldes» acudirían a recogerlos.
La proposición fue ventilada por el Gobierno británico y la Prensa, como una concesión muy generosa. Nadie se tomó la molestia de apuntar que resultaba tan caro conducir un barco hasta Lagos como hasta Sao Tomé, Fernando Poo o el río Níger; o que un vuelo de Lagos a Enugu era tan costoso como desde Sao Tomé hasta Annabelle; o que los nigerianos habían declarado previamente que la vía aérea no podría funcionar bajo condiciones climatológicas adversas, o por falta de aparatos o de pilotos; o que no contaban con los camiones o transportes adecuados para trasladar diariamente 300 toneladas desde Enugu hasta Awgu; o que todavía en los alrededores de ese mismo Awgu se luchaba enconadamente.
En realidad, para la puesta en práctica de la idea de Arikpo no se requería la aceptación por parte biafreña, ya que tampoco se había requerido su colaboración. Lo cierto es que ni un solo paquete de leche en polvo se ha transportado nunca hasta Awgu con destino a la Biafra libre, ni tampoco se ha depositado en la carretera para que los rebeldes lo recogieran. Lo que se deduce es que nunca se tuvo intención de hacerlo.
Desde el punto de vista biafreño, aquello ya no era, simplemente, un problema técnico. Existía un enorme antagonismo entre el pueblo, y no por parte del coronel Ojukwu, hacia la idea de recoger alimentos gracias a la cortesía del Ejército nigeriano. Muchos expresaron el deseo de carecer de lo más elemental, antes que recibir alimentos de sus propios perseguidores. Y había la cuestión del veneno. Recientemente se habían producido muertes misteriosas de personas que habían comido alimentos traídos por el Níger, en el Medio Oeste, por contrabandistas de buena fe. En el laboratorio del hospital de Ihiala se efectuaron análisis de algunas muestras, los cuales señalaron la presencia de arsénico blanco y otras sustancias tóxicas en los alimentos.
En el exterior, este suceso se ridiculizó, pero algunos extranjeros ajenos a la cuestión, en el interior de Biafra, como el periodista Anthony Hayden-Guest, investigaron por su cuenta, llegando a la conclusión de que los informes no eran propaganda[40]. El daño hecho, en términos físicos, era de poca importancia, pero en términos psicológicos, fue enorme. Para mucha gente, los alimentos de Nigeria equivalían a alimentos envenenados, y dichas personas no eran biafreñas en su totalidad. Un pastor irlandés dijo: «No puedo dar un vaso de leche a un niño, si soy consciente de que esa leche procede de Nigeria. Aunque la posibilidad sea pequeña, ya es demasiado grande.»[41]
La cuestión dominante era la militar. Los jefes militares del coronel Ojukwu le informaron acerca de una gran concentración de material militar y equipo desde Enugu hasta Awgu, y para ellos, debilitar sus defensas para dejar pasar convoyes de socorro equivalía a abrir una entrada totalmente inerme hasta el mismo corazón de Biafra. ¿Podrían confiar en que el Ejército nigeriano no la utilizaría para hacer pasar sus carros blindados, hombres y armas? Basándose en experiencias anteriores, la respuesta era no.
En una conferencia de Prensa mantenida en Aba, el 17 de julio, el coronel Ojukwu expuso claramente su posición. Deseaba el transporte aéreo más rápido y obtenerlo por la vía más expedita, porque representaba la forma de hacer lo que se tenía que hacer, en el menor espacio de tiempo. Propuso el establecimiento de una ruta fluvial neutral, por el Níger, o un corredor desmilitarizado, que marchara desde Port Harcourt hasta la línea de fuego, para el grueso de las mercancías. No podía acceder a la recepción de suministros de alimentos que pasaran por manos nigerianas sin observadores, ni vigilantes constituidos por personal neutral, ni tampoco a un corredor que quedara, exclusivamente, en manos del Ejército nigeriano. Aquella noche se desplazó en avión hasta Niamey, capital de la República del Níger, invitado por la Organización del Comité para la Unidad de África, en Nigeria. Allí, de nuevo, expuso sus proposiciones abiertas a la discusión, si es que se intentaba resolver el problema, en vez de hacer política.
En Gran Bretaña, el plan Enugu-Awgu recibió el apoyo del Gobierno, que utilizó todos los recursos a su alcance para su defensa. Otras alternativas propuestas eran rechazadas con impaciencia. El Gobierno, cada vez más consciente de la repulsa del público, ofreció 250 000 libras a Nigeria, como ayuda ante el problema. A pesar de que los datos estaban a la vista, las opciones abiertas y los testimonios técnicos disponibles, el Gobierno decidió enviar a Lord Hunt, para que realizara un viaje de inspección por Nigeria y Biafra y así determinar mejor de qué modo se podría administrar mejor la ayuda británica.
El coronel Ojukwu replicó diciendo que su pueblo no quería aceptar dinero, ni ayuda del Gobierno de Mr. Wilson, alegando que dicha suma equivalía a menos del uno por ciento de las ventas de armas que habían originado el desastre, y que mientras siguieran llegando embarques de armas, les parecía que las donaciones de leche del Gobierno británico no eran digeribles. Al mismo tiempo, dejó patente el hecho de que la asistencia del pueblo británico sería siempre bien recibida, con genuina gratitud. Sin embargo, como la misión de Lord Hunt estaba encaminada a las modalidades de administración del regalo gubernamental, no había lugar a su visita a Biafra.
Algunos observadores en Biafra estimaron que su decisión era precipitada, ya que Lord Hunt y sus acompañantes podrían haber observado, de visitar Biafra, la posibilidad práctica de utilizar el aeropuerto de Annabelle. Pero el coronel Ojukwu sabía que el pueblo se oponía, masivamente, a la visita de Hunt. Estaba a punto de cambiar de opinión pero un imprudente juicio emitido por Thomson, quien declaró que la opinión mundial lo condenaría unánimemente si no aceptaba el corredor de Awgu, hizo imposible para Ojukwu hacer otra cosa que no fuera adherirse a su decisión original.
Así, por espacio de dos semanas, Lord Hunt visitó varios frentes de guerra del bando nigeriano, pero no tuvo la oportunidad de escuchar otros argumentos, aparte los que defendían el corredor de Awgu, el cual, el Gobierno británico en ausencia de Lord Hunt, había declarado que se proponía apoyar. Por eso, la utilidad del subsecuente informe emitido por Lord Hunt está todavía por demostrar. Durante las últimas semanas y meses, resultaba ya dudoso el que aquellos alimentos por valor de 250 000 libras llegaran alguna vez a quienes sufrían tras las líneas nigerianas; es más, ni siquiera poder cruzarlas.
Había personas en Gran Bretaña que comprendían las ansiedades biafreñas. El 22 de julio, en la Cámara de los Comunes, al protestar contra el continuado suministro de armas, Hugh Fraser dijo: «En nombre de la Humanidad, sería una locura enviar armas para la guerra que convirtieran los corredores de socorro en avenidas para la matanza.»[42]
Para facilitar el corredor de Awgu había que pensar en contar con un aeropuerto, concretamente sobre la base de denigrar la conveniencia del de Annabelle, que ya volvía a citarse con su verdadero nombre de Uli. Y así se hizo. George Thomson se refirió a Uli como «una rústica franja de hierba» y afirmó que no servía para aquel propósito. En un perímetro menor de un kilómetro a la redonda de Whitehall había un puñado de periodistas que, aparte de Kirkley, podían haber avalado que no se trataba de un campo de hierba y que era capaz de soportar el tráfico de aparatos pesados. Pero no se requirió su experiencia y cuando se presentaron las especificaciones precisas acerca de Uli, los papeles desaparecieron velozmente.
La pista de Uli tiene una longitud de 1800 metros, que representa el doble de la de Enugu y la mitad de la de Port Harcourt. La anchura es de unos 23 metros, algo menos de lo que gusta a los pilotos, pero lo bastante amplia para la mayor parte de los trenes de aterrizaje, con espacio sobrante, y soporta una capacidad de carga de 75 toneladas. Fue construida por el mismo biafreño que antes de la independencia realizó los proyectos de ingeniería para las principales pistas de los aeropuertos internacionales de Lagos y Kano, en Nigeria.
A pesar de todo, la campaña del Gobierno británico siguió adelante y millones de británicos fueron inducidos a pensar que el coronel Ojukwu rechazaba un corredor de tierra bajo cualquier circunstancia y que, por tanto, era responsable de todas las muertes que pudieran producirse entre los biafreños.
Para ajustarnos completamente a los hechos, hay que señalar que nunca recibió de los nigerianos, ni directa, ni indirectamente, una propuesta formal para el corredor de Awgu. Tras la conferencia de Prensa de Arikpo, el asunto se abandonó por completo. Se suscitó de nuevo, brevemente, por parte de los biafreños en su encuentro con los nigerianos en Niamey, pero cuando se examinaron los respectivos argumentos, de entre las diversas alternativas propuestas, los nigerianos comprobaron que en cuanto a viabilidad, las proposiciones de los biafreños eran mejores y entonces se retractaron de cuanto habían dicho y declararon que lo que intentaban era dejarlos morir de hambre. Este aspecto se describe más ampliamente en un capítulo posterior.
Sin embargo, cuando el jefe del equipo negociador del bando nigeriano, Allison Ayida, abandonaba Niamey para dirigirse a Lagos, fue entrevistado para el Observer, que publicó el 28 de julio de 1968 lo siguiente:
«Según Mr. Ayida, los biafreños estaban dispuestos a aceptar un corredor de tierra, a pesar de no quedar atendida su petición para un corredor diurno a Biafra, siempre y cuando el corredor arriba indicado quede bajo la vigilancia de una fuerza policial armada internacional».
Una vez el portavoz nigeriano en Niamey hubo declarado cuáles eran las intenciones nigerianas con toda claridad y sin que quedara alguna duda al respecto, cualquier esperanza que aún subsistiera de llegar a un acuerdo para suministrar por mar, aire o tierra alimentos a Biafra, se desplomó como un castillo de naipes. Resulta difícil de comprender por qué se armó tanto revuelo hablando de la creación de un corredor, cuando no había tal intención real. La única manera de conseguir alimentos la constituían los vuelos nocturnos y esto significaba romper el bloqueo. Sólo las Iglesias lo comprendieron y, en silencio, sin clamor, ni publicidad, transportaron por avión, de noche, cuantos alimentos les fue posible. Para entonces cada uno de los dos cuerpos de Iglesias habían adquirido sus propios aviones, pero los seguía controlando Wharton y las Iglesias deseaban organizar sus propias operaciones.
La dificultad radicaba en la oposición del propio Wharton, que no quería perder su monopolio de los vuelos, tanto de entrada como de salida del país. Las Iglesias no podían contratar sus propios pilotos o equipos de vuelo, y volar con independencia, porque tan sólo los pilotos de Wharton conocían los códigos de aterrizaje vitales, mediante los cuales un aparato amigo se identificaba a sí mismo ante la torre de control de Uli.
Aparte las Iglesias, ni siquiera los biafreños se atrevían a enfrentarse con Wharton, rompiendo su monopolio, ya que dependían de él para el suministro de armas. Pero, finalmente, decidieron comunicar las claves a la Cruz Roja y a las Iglesias, aunque no fue fácil. A un emisario biafreño que viajaba a Sao Tomé le fue negado el acceso al aparato en Uli, por un piloto de Wharton, porque el piloto sospechaba (y con razón) que el otro llevaba las claves en el bolsillo. Eventualmente, se consiguió sacar el código al exterior gracias a un delegado de los biafreños que marchaba a Addis Abeba, vía Gabón, a la Conferencia de Paz. En la capital de Etiopía fue entregado a un representante de la Cruz Roja quien, más tarde, lo haría llegar a las Iglesias.
Queda pendiente de respuesta la cuestión de si este quebrantamiento del monopolio afectó las posteriores actividades de Wharton y tuvo algo que ver con el que no llegaran las municiones que los biafreños necesitaban tan desesperadamente, hacia finales de agosto, al coincidir con la «ofensiva final» nigeriana.
El 15 de julio, comenzó el fuego nigeriano antiaéreo, desde barcos de poco calado varados en los riachuelos al sur de Biafra y los pilotos de Wharton decidieron que el ritmo era demasiado vivo y el peligro excesivo, por lo cual abandonaron los vuelos y, durante diez días, no llegaron aparatos a Uli. Eventualmente, empezaron de nuevo el 25 de julio, después de recibir ciertas seguridades, especialmente fuertes sumas de dinero.
El 31 de julio, finalmente, la Cruz Roja puso en marcha su propia campaña desde Fernando Poo, isla que era entonces colonia española y mucho más próxima a Biafra que Sao Tomé, ya que se halla situada a 40 millas marinas de la costa, y la portuguesa se encuentra a 80. Pero Femando Poo estaba a punto de recibir la independencia, precisamente el 12 de octubre, y no se conocía la manera de pensar del futuro Gobierno africano. Luego resultó que el partido ganador de las elecciones no era el que se esperaba y, consecuentemente, resultó del todo inoperante, un estado de cosas al que no era ajeno el cónsul nigeriano, el cual ejercía una constante presión en la isla.
La actuación de la Cruz Roja Internacional suscitó muchas críticas de ambas partes y de los periodistas. Se les acusó de no hacer bastante, de gastar más dinero en la administración que en llevar adelante el trabajo, de estar tan preocupados en no inmiscuirse en los asuntos políticos que no se preocupaban lo suficiente en transportar los socorros.
Pero lo cierto es que su posición no era fácil. Por la naturaleza de su estatuto tenían que mantenerse estrictamente neutrales. Su neutralidad no sólo tenía que mantenerse, sino que se debía demostrar. Tenía que operar a ambos lados de la línea de fuego. Hubieran podido ser más eficientes y cometer menos errores, pero aquélla era la primera operación de tal naturaleza y envergadura que se planteaba en parte alguna. Había equipos de distintas naciones adheridos a la Cruz Roja Internacional y otros de las mismas nacionalidades trabajaban al amparo de la bandera de su propia Cruz Roja. Así, en Biafra había dos equipos franceses, uno de la Internacional y otro enviado por la Cruz Roja francesa. El esfuerzo resultaba a veces falto de coordinación y disperso. Para llevar cierto orden a este estado de cosas, August Lindt, embajador suizo en Moscú y antiguo miembro de las Naciones Unidas, especialista en asuntos de refugiados y hambre, fue requerido por la Cruz Roja Internacional para dirigir la operación.
Respecto de las acusaciones que usualmente se hacen en el sentido de que la Cruz Roja Internacional no es lo bastante eficaz en apartar obstáculos, un fatigado portavoz declaró:
—Mire, aquí en Biafra disponemos de toda la colaboración que precisamos. Pero, en el otro lado, se nos ha hecho saber, sin lugar a dudas, que no nos quieren. No les gusta lo que hacemos: salvar vidas que ellos querrían dejar perder. Y no les gusta nuestra presencia porque les impide hacer lo que nosotros creemos que harían con la población civil. Si los molestamos demasiado, nos pueden decir que nos vayamos. Muy bien, estupendo, así un día saldríamos en los titulares de los periódicos. Pero, ¿qué les pasaría a ese millón de personas que nuestros aprovisionamientos mantienen con vida detrás de las líneas nigerianas? ¿Qué les pasaría, entonces?
Pero hay una crítica que razonablemente sí puede hacerse, y es el plazo tan largo de tiempo que la Cruz Roja Internacional, con sede en Ginebra, se tomó antes de ponerse en marcha y que resultó desastroso. A pesar de que estaban perfectamente informados desde el primer día por Mr. Jaggi acerca de la urgencia extrema de la situación y a pesar de que el dinero procedente de todas las fuentes había afluido durante el mes de julio por valor de millones de dólares, hasta el último día del citado mes no llegó a Uli el primer aparato de la Cruz Roja, en exclusiva. Incluso durante el mes de agosto, contando con su propia organización aérea, la Cruz Roja sólo transportó 219 toneladas de alimentos, mientras que las Iglesias, disponiendo de menores fondos y teniendo que depender de Wharton, remitieron más de 1000 toneladas. Pero como se estima que lo que se requería era un tonelaje de 300 toneladas por noche, hubiera sido preciso recibir aquellas dos cantidades combinadas, cada cuatro días y la lúgubre predicción de Kirkley se hizo realidad.
No es el propósito de este capítulo pintar escenas siniestras sobre el sufrimiento humano, sino que se trata más bien de una crónica de sucesos, capaz de revelar al sorprendido lector lo sucedido. Por otra parte, todo el mundo vio las fotografías, tanto en los periódicos como en la televisión. Además, montones de periodistas y escritores han escrito reportajes de alto contenido emocional, refiriendo sus experiencias. Un breve resumen bastará.
En julio, se habían instalado 650 campos de refugiados, con una población de 700 000 atormentados despojos humanos que aguardaban, contra toda esperanza, poder comer. Fuera de los campos, internados en el bosque, quedaban el resto de personas desplazadas, en número de cuatro millones y medio a cinco. Como el precio de los comestibles existentes subía sin cesar, no sólo los refugiados, sino también los nativos, sufrían las consecuencias.
Para describir la tasa de mortandad, se han citado varias cifras un tanto al azar. El autor ha intentado lograr un consenso de datos aproximados, obtenidos a través de las fuentes mejor informadas, en el seno de la Cruz Roja Internacional y del Consejo Mundial de las Iglesias, Cáritas Internacional y las Congregaciones y Ordenes de religiosas y sacerdotes que llevaron a cabo gran parte del trabajo de tierra en la distribución de alimentos en los núcleos de población de la selva.
Durante los meses de julio y agosto, los políticos ocuparon posiciones y los diplomáticos prevaricaron. Un corredor por tierra, aunque se hubiera establecido en aquel período, no hubiera estado en funcionamiento a tiempo. Las donaciones de ciudadanos particulares británicos y de otros países occidentales llovían sin cesar; diversos Gobiernos, concretamente los de Escandinavia, indicaron privadamente que no se opondrían a una petición de préstamo de un avión de carga, con su tripulación, en caso de que les fuera solicitado. La Cruz Roja de Ginebra prefirió negociar con una empresa privada, cuyos pilotos declararon que estarían dispuestos a volar a Biafra siempre y cuando Nigeria les garantizara un salvoconducto, y dicha garantía se solicitó de Lagos. Como de costumbre, la denegaron.
La tasa de mortandad ascendió en espiral, tal como se predijo. Comenzó por unas 400 personas diarias, y alcanzó, según cálculos de los cuatro equipos principales extranjeros que trabajaban en Biafra, las 10 000 personas diarias. Las importaciones de alimentos durante los meses de julio y agosto eran tremendamente pequeñas. Mientras algunas de las muertes ocurrían en los campos y podían ser controladas, en los pequeños pueblos morían muchos más, ya que hasta allí no había forma de enviar los socorros. Como suele ocurrir muy a menudo, las tareas más angustiosas y los trabajos más desagradables fueron realizados por católicos romanos.
Este lenguaje carece de frases y de palabras para expresar el heroísmo de los sacerdotes de la Orden del Espíritu Santo y las religiosas del Santo Rosario, ambas congregaciones de Irlanda. Tener que recibir diariamente unos veinte niños pequeños en un estado de kwashiokor avanzado, y saber que sólo se dispone de alimentos de socorro para diez de ellos, mientras que los demás no tienen la menor esperanza de sobrevivir; tener que hacer frente cada día a situaciones de este tipo, envejeciendo en meses el equivalente a años, a causa de la tensión y la fatiga; estar sucio, cansado, hambriento y seguir trabajando con el mismo tesón, requiere un coraje que no poseen la mayoría de hombres que lucen en el pecho una serie de condecoraciones por méritos de guerra.
A finales de 1968, el cálculo de muertes en el interior de la Biafra no ocupada era de tres cuartos a un millón y la cifra más conservadora, señalaba medio millón. La Cruz Roja, cuyos colegas trabajaban en el otro lado, informó de medio millón de muertes habidas en las regiones ocupadas por Nigeria.
Debe decirse que muchos de los alimentos adquiridos con el dinero donado por los pueblos del Reino Unido, Europa Occidental y Estados Unidos que no llegó directamente a Biafra, no alcanzó nunca a los hambrientos. Algunos periodistas, como Stanford y Noyes Thomas, de News of the World, informaban acerca de las escenas de degradación humana que habían presenciado, hablaban asimismo de lo que observaron en Ikot Ekpene, población ibibia que, según Lagos, venía proclamando con toda justicia que se hallaba en su poder desde doce semanas antes; otros periodistas de Lagos informaban, con gran desasosiego, que grandes montones de alimentos donados se pudrían en los muelles. El personal de la Cruz Roja se lamentaba de una tremenda frustración, sufrida a todos los niveles oficiales.
A pesar de ello, fuentes de la Cruz Roja hicieron saber más tarde que los británicos habían hecho tímidos intentos para persuadir a la Cruz Roja Internacional de que no prosiguiera con la tarea impuesta, porque Biafra estaba completamente acabada, de todos modos, y era mejor hacer traspaso del problema a la Cruz Roja nigeriana, la cual, según ellos, era «más eficiente».
En la primera semana de agosto, las dos organizaciones religiosas de socorro se independizaron de Wharton, tras la obtención del código de claves de vuelo y aterrizaje, aunque seguían utilizando Sao Tomé como base de apoyo. El 10 de agosto, contra todo consejo, el conde Gustave von Rosen, un veterano piloto sueco de «Transair», realizó un vuelo diurno a muy escasa altura, con el propósito de demostrar que podía hacerse. Aquél era el primer vuelo de otra organización de socorro, la Nord Church Aid, una asociación que contaba con el respaldo de las Iglesias protestantes de Alemania Occidental y Escandinavia. Más adelante, las tres organizaciones de las Iglesias se fundieron en Sao Tomé bajo la denominación de Joint Church Aid.
Mientras tanto, la idea biafreña de un aeropuerto separado había resucitado, mientras las esperanzas de conseguir el permiso nigeriano para efectuar vuelos diurnos con destino al aeropuerto de Uli se diluían. En Obilagu había un aeropuerto y pista de aterrizaje disponible, pero no se contaba con instalación eléctrica, ni tampoco una torre de control adecuada. La Cruz Roja accedió a instalar una y otra por su cuenta y los trabajos se iniciaron el 4 de agosto. El 13 de agosto, se firmó un acuerdo entre el coronel Ojukwu, en nombre del Gobierno y Mr. Jaggi, por cuenta de la Cruz Roja. Se estipulaba que una cualquiera de ambas partes podía rescindir el contrato a petición propia, pero que en tanto el mismo estuviera vigente, el aeropuerto quedaría desmilitarizado.
Un arquitecto de Ginebra, llamado Jean Kriller, fue nombrado comandante del aeropuerto. Su primer acto fue insistir en la retirada de todas las tropas y equipo militar, incluido material de defensa antiaérea, en un radio de 8 kilómetros del centro de la pista. El Ejército biafreño protestó diciendo que dicha medida afectaba su posición defensiva, pues el Ejército nigeriano se encontraba tan sólo a 20 kilómetros de distancia. El coronel Ojukwu apoyó la petición de Kriller y tuvieron que retirarlo todo. La medida siguiente consistió en pintar unos discos de 18 m de diámetro, a intervalos equidistantes, a todo lo largo de la pista, en cuyo interior se pintó una cruz roja. Fiado de dicha protección, se instaló en una tienda montada junto a la pista. El 20, 24 y 31 de agosto, el aeropuerto fue bombardeado y sometido al ataque de cohetes. Murieron media docena de porteadores de alimentos y en número superior resultaron heridos.
El 1° de setiembre de 1968 se llevó a cabo el primer vuelo de prueba, al nuevo aeropuerto, desde Fernando Poo. La Cruz Roja seguía negociando un permiso de Lagos para vuelos diurnos, y confiaba en que su caso se vería fortalecido al contar con aeropuerto propio. Pero la respuesta seguía siendo no. Pero, el 3 de setiembre, Lagos cambió de opinión o así lo pareció. Se permitirían vuelos diurnos, pero no con destino a Obilagu, sino Uli.
Mientras la Cruz Roja señalaba, con la máxima corrección, que los alimentos de socorro no estaban siendo enviados a Uli, sino a Obilagu, y añadía que si se trataba de salvar el mayor número posible de vidas, resultaba ineludible efectuar aquellos vuelos diurnos a Obilagu, tanto el coronel Ojukwu como sus consejeros examinaban esta súbita y sorprendente decisión bajo otra luz.
¿Por qué Uli y sólo Uli? Después de considerar la cuestión una y otra vez, pudieron extraer una conclusión. A pesar de que Uli había sido bombardeado con frecuencia de día, es decir, cuando no se utilizaba, el fuego antiaéreo biafreño, a pesar de no ser demasiado bueno, bastaba para mantener alejados a los bombarderos nigerianos, obligándolos a volar alto para que quedaran fuera de alcance. El resultado era que la pista no había sido alcanzada por ningún proyectil de consideración. Los pequeños cráteres causados por los cazas «MIG» podían ser reparados con facilidad. Pero si se silenciaban las armas antiaéreas, para permitir los vuelos de los grandes «DC-7» procedentes de Sao Tomé y Femando Poo, que transportaban los alimentos, tan sólo se precisaría un aparato grande de combate, de fabricación soviética, como los «Antonov», que a veces eran vistos sobrevolando la zona, al cual le bastaría dejar caer una bomba de 2,5 toneladas para producir un cráter en la pista, capaz de cerrar el aeropuerto al tráfico por espacio de quince días. Con los nigerianos empujando hacia Aba, preparándose para el gran ataque contra Owerri, y con los biafreños desesperadamente escasos de munición, hasta el punto de escrutar los cielos para vislumbrar la llegada del nuevo envío de armas, el coronel Ojukwu no podía arriesgarse a que le destruyeran el aeropuerto militar.
El 10 de setiembre, los nigerianos acometieron contra Oguta y se apoderaron de la ciudad. Ojukwu tuvo que rescindir el compromiso contraído acerca de la exclusividad de Obilagu. Cuando Oguta fue ocupado, por hallarse muy próximo al aeropuerto de Uli, éste fue evacuado. Se abrió de nuevo el 14 de setiembre, pero Ojukwu tuvo que conceder permiso para aterrizar en Obilagu, por espacio de tres días, al empezar a llegar aparatos con munición. A partir de ese momento, arribaban a ambos aeropuertos, sin discriminación, tanto vuelos de armamento como de socorro. No es que la cosa importara mucho, ya que entonces no había actividad nigeriana de bombardeo nocturno y ninguna posibilidad aparente de conseguir permiso para vuelos diurnos, para los vuelos de socorro. El 23 de setiembre, Obilagu cayó bajo el fuerte ataque nigeriano de la Primera División nigeriana y Uli volvió a ser de nuevo el único aeropuerto operacional.
A partir de ese momento, Lagos ofreció la concesión de vuelos diurnos de socorro. Ojukwu fue acusado nuevamente de ser enteramente responsable del azote del hambre. Lo que dijo entonces es que autorizaba vuelos diurnos a cualquier aeropuerto, salvo el de Uli, ya que no se atrevía a someter a éste al riesgo de un ataque en plena luz del día, con bombas de gran calibre.
Los vuelos nocturnos prosiguieron desde el 1° de octubre hasta el 31 de diciembre, hasta Uli. Durante el mes de octubre, Canadá cedió a la Cruz Roja un aparato «Hércules», con una capacidad de carga de veintiocho toneladas en cada vuelo. En base a tales cálculos, de dos vuelos por noche para dicho aparato, la Cruz Roja preparó un esperanzador plan para el mes de noviembre. Pero después de once vuelos, el «Hércules» fue obligado a quedar en tierra, según órdenes recibidas y, más tarde, fue retirado. En diciembre, el Gobierno norteamericano ofreció ocho transportes «Globemaster», cada uno de ellos con una capacidad de más de treinta toneladas, cuatro para la Cruz Roja y cuatro para las Iglesias. En estos aparatos se fundaron grandes esperanzas. Se pensaba que podrían entrar en servicio después de Año Nuevo.
Pero, asimismo en diciembre, el Gobierno de Guinea Ecuatorial, que detentaba el poder en Fernando Poo, informó a la Cruz Roja de que no podría transportar más diesel para los camiones de reparto y distribución, ni tampoco botellas de oxígeno para las operaciones quirúrgicas. Este cambio de actitud, al parecer, se originó la noche en que el ministro del Interior guineano se emborrachó en el aeropuerto con el cónsul nigeriano y provocó una situación comprometida durante la cual uno de los pilotos de los cargueros dijo lo que pensaba.
En octubre, se inició el bombardeo del aeropuerto de Uli. El bombardeo se llevó a cabo mediante un avión de transporte de motor a pistón, de la Nigerian Air Force, el cual rondaba durante dos o tres horas cada noche, dejando caer bombas de gran tamaño a intervalos irregulares. No eran excesivamente peligrosos, ya que al estar completamente apagadas las luces del aeropuerto, el aparato no podía localizar las pistas en la oscuridad. Pero era sumamente desagradable permanecer echado boca abajo en la sala de espera, por espacio de varias horas, mientras las bombas caían en la selva cercana. La sensación que se experimentaba era la de participar en una partida de ruleta rusa.
A finales de noviembre, el azote de la kwashiokor había sido dominado, si bien no erradicado por completo. La mayoría de los niños supervivientes, que se habían recuperado de la misma, podrían recaer con suma facilidad, si el aprovisionamiento se interrumpía en cualquier momento. En diciembre se presentó una nueva amenaza: sarampión. A lo largo de la costa de África Occidental, las epidemias de sarampión entre los niños se producen con regularidad, usualmente con una tasa de mortandad del cinco por ciento. Pero un pediatra británico que había servido largo tiempo en África Occidental calculó que el índice de mortalidad en las condiciones que prevalecen en tiempo de guerra sería al menos del veinte por ciento.
Se temía que un millón y medio de niños se verían atacados de dicha enfermedad durante el mes de enero, lo que significaba que iban a morir 300 000 niños. En el menor espacio de tiempo posible, con la ayuda de la UNICEF y otras organizaciones en favor del niño, se dispuso el envío de la necesaria cantidad de vacuna, empaquetada en forma especial para que la vacuna se mantuviera a baja temperatura y así se inició una campaña masiva de vacunación.
Al aproximarse el nuevo año, se vio claro que el problema más acuciante iba a ser la carencia de los principales alimentos a base de hidratos de carbono, como podían ser la yuca, el cazabe y el arroz. Según los cálculos, la cosecha prevista para el mes de enero era escasa, en parte debido a que la simiente de la yuca de la cosecha anterior se había consumido para la alimentación y, en parte, porque en algunos sitios se habían recolectado prematuramente cosechas todavía no en sazón. Se hicieron esfuerzos para hacer llegar provisiones de este tipo de alimentos, pero debido al mayor volumen y peso de los mismos, el problema de transportar un tonelaje importante requería aviones más grandes y en mayor número, o bien conseguir que los nigerianos permitieran el paso de barcos con alimentos por el río Níger.
Examinado en forma global, el esfuerzo para salvar a los niños de Biafra constituía, en forma alternativa, una tarea heroica y abismal. A pesar de todos los intentos, ni un solo paquete de comida penetró en Biafra por la vía legal. Todo cuanto llegaba debía violar el bloqueo nigeriano. Durante seis meses, a partir del momento en que Kirkley sentó el plazo máximo de seis semanas para la supervivencia, a condición de recibir 300 toneladas de alimentos por la noche, la Cruz Roja hizo llegar 6847 toneladas de alimentos y la agrupación de las Iglesias unas 7500 toneladas. Durante 180 noches en que se pudieron efectuar los vuelos, esas 14 374 toneladas representaban un promedio de 80 toneladas por noche, únicamente. Pero incluso el promedio es erróneo; porque para que dichos alimentos hubieran podido salvar las vidas de doscientos o trescientos mil niños, habrían tenido que llegar en los primeros cincuenta días a partir del 1° de julio y precisamente en ese período de tiempo no llegó virtualmente nada.
Más que los pogromos de 1966, más que la guerra, con las muertes que ocasiona, más que el terror de los bombardeos, fue la inenarrable experiencia de ver morir, lentamente, desesperadamente a sus hijos, de pura hambre, lo que hizo nacer un odio irreprimible en el corazón de los biafreños, hacia los nigerianos, el Gobierno nigeriano y el Gobierno británico. Ese sentimiento puede un día dar frutos muy amargos a menos que ambos pueblos permanezcan bien separados por el río Níger.
El Gobierno británico, amparándose en sus palabras, según las cuales «hacía cuanto podía» para aliviar la situación, se acomodó a los deseos de Nigeria después del desaire del 5 de julio. Lejos de hacer lo que pudiera para persuadir a Lagos de que debía permitir el paso de alimentos con destino a Biafra, el Gobierno británico hizo lo contrario. Van Walsum, el muy respetable alcalde de Rotterdam, en una época precedente, antiguo miembro del Parlamento y del Senado, presidente del Comité holandés de ayuda a Biafra, ya había declarado públicamente que estaba dispuesto a testificar que existieron realmente unos informes del Gobierno británico y del Departamento de Estado norteamericano, durante agosto y setiembre, los cuales habían conseguido ejercer una «presión política masiva», en la sede de la Cruz Roja Internacional en Ginebra, para impedir el envío de ayuda a Biafra[43]. Comprobaciones efectuadas por determinados periodistas, en la propia sede de la Cruz Roja Internacional, confirmaron la declaración de Van Walsum.
Es muy posible que un estudio posterior y más completo del tema revele que el Gobierno británico, debido a una desastrosa política en este campo, ha interferido en el suministro de alimentos de socorro, destinados a salvar las vidas de muchos desgraciados niños africanos. Y éste sería el más escabroso de todos los actos.
La narración de todo cuanto tuvo que sufrir la operación de socorro destinada a aliviar el hambre de los niños de Biafra durante la segunda mitad de 1969, ofrece una clásica lección, digna de estudio, de lo que puede conseguir un régimen dictatorial y opresivo cuando se enfrenta a un mundo civilizado, no preparado para dicho enfrentamiento a causa de unos esquemas de conducta que tiene por inviolables.
Desde enero hasta finales de mayo, los vuelos de socorro de la Joint Church Aid (agrupación de Cáritas, Consejo Mundial de las Iglesias y Nord Church Aid) y la Cruz Roja Internacional siguieron adelante sin incidentes. El tonelaje de carga aérea se había incrementado mucho con la adición de ocho aparatos más, vendidos por el Gobierno de los Estados Unidos a la Joint Church Aid y la Cruz Roja, por una irrisoria cantidad simbólica.
Durante los cruciales meses de marzo y abril, el tonelaje combinado que entraba en Biafra cada noche, alcanzaba un punto culminante de 400 toneladas, que es una cantidad sustancialmente mayor que las 300 toneladas consideradas por los expertos como el mínimo requerido para detener el kwashiokor y la desnutrición. Con estos tonelajes, no sólo se completó la tarea, sino que el espectro del hambre y sus azotes comenzaron a retirarse.
La mayor parte de la operación de la Cruz Roja Internacional se concentraba en vuelos procedentes de Cotonou, capital de Dahomey, vecino occidental de Nigeria, mientras que unos pocos aparatos de la CRI, habían reemprendido los vuelos desde Femando Poo, con el permiso personal del presidente Enrique Macías, quien intervino para resolver las diferencias surgidas al principio. La operación de las Iglesias unidas, JCA, seguía operando desde Sao Tomé, que conservaba para sí.
En el interior de Biafra, la perspectiva ocasionada por el incremento en la cantidad de los alimentos de socorro, era alentadora. Más de dos millones de niños y medio millón de adultos tenían acceso regular a los alimentos ricos en proteínas que necesitaban. Mientras unos meses atrás los viajeros cruzaban los poblados desiertos, por los que no se veía circular ni un alma viviente, mientras sus habitantes yacían en el interior de sus míseras viviendas exhaustos, moribundos, ahora, en cambio, descubrían grupos de niños jugando al sol, corriendo junto a la carretera para llamar la atención de los ocupantes de los vehículos con sus gritos y ademanes. La visión de incontables hileras de hamacas y literas del tipo más elemental, con niños que más bien parecían esqueletos, en los que apenas quedaba un hálito de vida, se hacía cada vez más rara e incluso aquellos niños que formaban largas colas en alguno de los tres mil centros asistenciales administrados por las dos organizaciones de socorro daban claras muestras de hallarse en período de recuperación. De no producirse ninguna intervención adversa, las perspectivas en mayo de 1969 eran de que fuera el que fuera el resultado de la actividad militar, millones de niños salvarían la vida para vivir lo que el futuro les reservara; sin la operación de socorro, sin duda alguna, todos ellos hubieran perecido.
A pesar de los alegatos según los cuales aquellos alimentos de socorro iban a parar a los soldados biafreños, los encargados de la distribución en ambas organizaciones y que mantenían una estrecha vigilancia de los tonelajes, mostraron siempre su satisfacción porque sólo «una aceptable» proporción del cinco por ciento, aproximadamente, de todo el tonelaje se perdía o era substraído en tránsito. Teniendo en cuenta las extraordinarias circunstancias en las que se efectuaban los transportes, la falta completa de equipo de carga y descarga mecánica en Uli, el hecho de que todas las operaciones se realizaban en oscuridad total, etc., hay que reconocer que dicho porcentaje es de lo más reducido.
Los organizadores de la Cruz Roja, que eran los únicos de ambos grupos, que se ocupaban de los hambrientos en el lado nigeriano de la línea de fuego, calcularon que la cifra de pérdida por apropiación indebida era más elevada en Nigeria que en Biafra. Esto se debía, en parte, a que las líneas de aprovisionamiento entre el punto de entrada y el de consumo eran mucho más cortas.
La operación JCA contaba con la ventaja de una importante infraestructura, constituida por los misioneros europeos que ya se encontraban allí, entre ellos ochenta sacerdotes irlandeses y cincuenta religiosas que trabajaban para Cáritas, así como veintisiete misioneros y veinte trabajadores pertenecientes al Consejo Mundial de las Iglesias. Estos europeos, la mayoría de los cuales poseían un profundo conocimiento del país y de las gentes, cubrían una tarea de supervisión personal a todos los niveles y prevenían casi todos los casos de apropiación indebida, salvo aquellos casos imprevistos. La Cruz Roja, si bien tenía que montar su propia organización distribuidora, contaba, sin embargo, con la colaboración de muchos voluntarios para una supervisión intensiva. La Nord Church Aid, tercera de las asociaciones que componían la JCA, al no contar con una estructura para la distribución, decidió no competir en este terreno con católicos y protestantes, en quienes confió al efecto, reservándose el trabajo del puente aéreo, cosa que realizó con brillantez.
Durante esos cinco meses, la única amenaza reinante para la importación de alimentos, estaba representada por un carguero nigeriano, tipo «Dakota», convertido en bombardero y pilotado por un mercenario sudafricano. Dicho bombardero sobrevolaba Uli con regularidad, en las horas de oscuridad, arrojando bombas a discreción, mientras el piloto amenazaba a las tripulaciones de los aparatos de socorro a través de la radio, identificándose como Genocidio y detallándoles los males que les iban a acaecer, si aterrizaban.
Sin embargo, sus bombas no alcanzaron nunca ni un solo aparato de socorro, ni tampoco a ninguna tripulación que se hallara en tierra y lo único que ocasionaba eran molestias. Ya que Uli se seguía utilizando como aeropuerto receptor para las armas que llegaban a Biafra, no se podía negar que constituía un objetivo militar y por eso las organizaciones de socorro nunca dijeron nada.
A últimos de mayo, los «Minicon» del conde Von Rosen entraron en servicio y en cuatro raids efectuados sobre los aeropuertos federales de Enugu, Benin, Calabar y Port Harcourt destruyeron la mayor parte de los «MIG» e «Ilyushin» de la Fuerza Aérea nigeriana. El bombardero de Míster Genocidio fue asimismo destruido en tierra. La respuesta de Rusia fue rápida.
El lunes 2 de junio, mientras se posaba en Uli, el piloto de socorro australiano capitán Vernon Polley, que trabajaba para la JCA, fue atacado por los disparos de dos «MIG» en cerrada formación. Aparecieron en el cielo de la noche, delante de su aparato, cuando las luces del aeropuerto estaban encendidas y los dos dispararon sobre él. Al segundo siguiente habían desaparecido, evolucionando sobre la cola del carguero que se desplomaba y se sumieron en la oscuridad. El «DC-6» del capitán Polley quedó acribillado de proa a popa y, felizmente, no hubo heridos.
Aquella misma noche llegó procedente de Sao Tomé un equipo de especialistas en reparaciones y durante todo el día siguiente trabajaron en el carguero, ocultos por el camuflaje para ponerlo de nuevo en condiciones de volar. El martes por la noche, el capitán Polley condujo el maltrecho «DC-6», él solo, hasta Sao Tomé. La lección del lunes por la noche no tardó en ser captada por los pilotos de socorro, porque alcanzar un objetivo iluminado en pleno vuelo, no requiere un aparato perfectamente equipado, pero sí precisa de un piloto de considerable pericia.
Pilotar un aparato de caza por la noche es práctica corriente, ya que todos los aviones de combate van equipados con instrumentos para el vuelo nocturno y aparatos para su localización, pero la maestría demostrada en el ataque era un indicativo de que los pilotos responsables de la misma estaban muy lejos de ser los ineficaces pilotos egipcios que los nigerianos habían utilizado hasta aquel momento.
Mientras desciende en picado, de noche, en dirección de un objetivo iluminado, el piloto pierde temporalmente algo de su visión nocturna, incluso si utiliza lentes ahumados, porque lo deslumbra el área iluminada. El hecho de volar en picado, a tan escasa altura, en estrecha formación con otro caza que se halla muy próximo, a una velocidad de más de 500 m.p.h., con el riesgo de tener que retirarse en cualquier momento si las luces se extinguen de improviso, son aspectos que requieren, por parte del piloto, un profundo conocimiento de su propio aparato, así como de su colega de escuadrilla que vuela ala con ala. Pilotos, en suma, excepcionales. Tal pericia no se adquiere en unas horas, ni tampoco la poseían los egipcios, por lo que no era aventurado suponer que nuevos elementos actuaban como pilotos de los nigerianos.
El Sunday Telegraph sacó la historia a relucir el 22 de junio; los nuevos pilotos eran media docena de alemanes orientales, supervisados por los rusos. Diez días después, el portavoz del Gobierno de Alemania Federal confirmaba el hecho de que hubiera alemanes orientales al servicio de Nigeria. Este portavoz era el diputado Konrad Ahlers. Sin embargo, el hecho de que las llamadas Fuerzas Aéreas Federales fueran en realidad una amalgama de rusos, alemanes orientales, egipcios y mercenarios, despertó poco interés en los Gobiernos occidentales, los cuales continuaron con la denominación de Fuerzas Aéreas nigerianas, para referirse al citado cuerpo.
Antes de esto, los mismos aparatos se habían identificado al volar sobre Biafra, de día. Eran aparatos «MIG 19», mucho más modernos que los «MIG 15 y 17» que hasta aquel momento habían pilotado los egipcios.
A pesar del peligro creciente de ser tiroteados en tierra, los pilotos de la Cruz Roja y de la agrupación de las iglesias, JCA, decidieron proseguir con los vuelos. Estipularon que las luces del aeropuerto de Uli se encendieran en el último momento, al aterrizar, para disminuir los riesgos de la operación, siendo apagadas por indicación del piloto, cuando la velocidad del aparato, ya en la pista, le permitiera detenerse, si era preciso. A partir de aquel momento los despegues se efectuaron valiéndose únicamente de las luces del aparato.
La idea resultó válida. Si bien los «MIG» repitieron los ataques contra el aeropuerto, cuando podían localizarlo en la oscuridad, ya no alcanzaron ningún otro aparato de socorro. Los escuchas de tierra se apresuraban a avisar a los pilotos para que iniciaran el aterrizaje, en cuanto el zumbido de los jets, al alejarse, perdía intensidad y las luces de balizaje se encendían en el último momento. Inmediatamente, los jets que sobrevolaban la zona se dirigían a toda prisa al encuentro de las luces, pero mucho antes de poder actuar, las luces se extinguían, con lo que se veían obligados a remontar el vuelo para evitar estrellarse. Luego batían el área en la que suponían ubicado el campo, pero usualmente no alcanzaban ningún objetivo.
El jueves 5 de junio, las Fuerzas Aéreas Federales se superaron a sí mismas. Un «MIG 17» derribó a plena luz del día un aparato portador de alimentos de socorro, claramente marcado como perteneciente a la Cruz Roja. A sangre fría. Lo mismo, según lo estipulado por la Convención de Ginebra, como según la ley no escrita que rige el mundo de la aviación, aquello era lo máximo a que podía llegar un piloto militar. El piloto del «DC-6» de la Cruz Roja era un veterano estadounidense participante en la Segunda Guerra Mundial y Corea, el capitán David Brown.
Pero lo increíble es que algunos periodistas británicos intentaron justificar o mitigar el acto. Uno de ellos, que escribía en un dominical, decía unos días más tarde que el piloto del caza sostuvo una larga conversación por radio con el capitán Brown, a quien le aconsejó repetidamente que aterrizara en un aeropuerto nigeriano y que lo atacó cuando el otro se opuso a ello en repetidas ocasiones. Esto es una tontería absoluta, por tres razones:
1. Un «MIG 17» se comunica con su base de tierra o los otros compañeros de escuadrilla mediante una serie de ondas de cristal fijo, que sólo pueden captar los propios sectores del canal. No le es posible cambiar de banda, a la manera que puede hacerlo el operador de un aparato de combate que tiene a su disposición un equipo de radio más versátil. Tanto los pilotos de la Cruz Roja como los de la JCA tenían la costumbre de cambiar la onda operativa diaria, concertada de antemano con su torre de control. No se ha registrado ni una sola ocasión de coincidencia entre los pilotos de socorro con los pilotos de caza nigerianos. Por otra parte, no existe ningún sistema manual conocido de señales, mediante el cual un piloto que vuele junto a otro aparato, pueda pasar instrucciones al piloto del aparato interceptado para que cambie de canal y establecer así la comunicación verbal. Incluso, de haber existido dicho sistema de señales manuales, sería extremadamente dudoso determinar si el operador de radio del aparato de transporte había encontrado la longitud de onda del «MIG».
2. Existe un sistema manual de señales, conocido internacionalmente, mediante el cual el piloto de un avión puede hacer saber al de otro aparato que ha sido interceptado y que debe hacer lo que se le indique. El sistema se utiliza ocasionalmente cuando un aparato es enviado para custodiar a otro y acompañarlo en el caso, por ejemplo, de haber perdido la radio. El sistema también es utilizado por aviones de combate para indicar a un transporte que ha sido interceptado que debe aterrizar en un determinado aeropuerto, a elección del piloto de combate, como ocurría con los aviones que eran apartados del pasillo aéreo de Berlín, al ser interceptados por aparatos «MIG» soviéticos. Un transporte que se niegue a obedecer en un caso así, particularmente si quien lo intercepta es un avión de combate armado, tiene que ser un suicida o un lunático. El capitán Brown no era lo uno ni lo otro. Existe un adagio en la aviación que dice: «Hay pilotos viejos y hay pilotos osados. Pero no hay pilotos viejos y osados». El capitán Brown era un veterano que llevaba volando más de veinticinco años. Conocía los procedimientos y sabía lo que tenía que hacer. De haber aterrizado en donde le hubieran indicado, como por ejemplo Port Harcourt, habría podido demostrar que el cargamento era inofensivo, consistente en diez toneladas de leche en polvo y pescado seco y, tras un período de detención, su propio Gobierno o la Cruz Roja Internacional habría procurado su liberación. Y él lo sabía.
3. Resulta inconcebible que un piloto de su experiencia hubiera sido interceptado y recibiera la orden de aterrizar en un aeropuerto designado por el piloto de un aparato de combate, sin que el interesado comunicara ni media palabra a su propia torre de control.
Para cualquier piloto está clarísimo que, en caso de producirse tal interceptación, la primera medida a tomar consiste en informar a la propia torre de control de lo que está sucediendo y de la decisión que se piensa tomar. Por lo que respecta a la escucha abierta en Fernando Poo, el capitán Brown no perdió en ningún momento el contacto con la frecuencia que le unía a la torre de control.
Lo que sucedió realmente fue lo siguiente. A las 5.38 de la tarde de aquel jueves, el capitán Brown despegó de Fernando Poo con su carga. Lo acompañaba su equipo de vuelo formado por dos suecos, copiloto e ingeniero de vuelo, y un noruego al cuidado de la carga, que viajaba en la cola del aparato, un «DC-6», pintado de blanco de proa a popa. En las caras superior e inferior de las alas iban pintadas unas cruces rojas. Otras cruces rojas aparecían a ambos lados del fuselaje, en la sección central y a ambos lados de la cola.
Es casi imposible marcar un aparato con mayor claridad.
Si cometió algún error, consistió en despegar demasiado pronto con destino a Biafra. El cielo era de un azul brillante, sin una nube, y el sol estaba todavía por encima de la línea del horizonte. Habitualmente, los aparatos que despegaban desde Sao Tomé, lo hacían a esa hora, debido a que el viaje era más largo, con lo que llegaban a la costa africana después de las 7, es decir, de noche cerrada. El crepúsculo es breve en África. La luz comienza a decrecer a las 6.30 en el mes de junio y a las 7 ya es de noche. Pero al ser la distancia desde Fernando Poo a la costa mucho más corta, alcanzó ésta alrededor de las 6, es decir, a plena luz del día.
Fue un error, es cierto, pero los errores son fáciles de denunciar después de haber sucedido los hechos. Su preocupación, como la de todos los pilotos, consistía en llevar a cabo durante la noche cuantos más viajes mejor. Otros tres aparatos de socorro partieron de Fernando Poo a la misma hora.
A las 6.30, se oyó su voz en la torre de control de Fernando Poo, y la oyeron asimismo otros pilotos de la Cruz Roja que utilizaban la misma frecuencia. No dijo nada de entrada y se le notaba excitado, alarmado. Dijo: «Me atacan… me atacan». La línea de contacto quedó muda, se produjo un momento de silencio y luego un alboroto en el éter al solicitar Fernando Poo la identificación de quien había efectuado la llamada. Treinta segundos más tarde la voz se oyó de nuevo: «El motor está ardiendo… Caemos…». Nada más se supo del capitán Brown.
El aparato cayó envuelto en llamas en las marismas de Opobo, en la costa. Al principio se dijo que tres de los cuatro hombres estaban vivos, pero después se comprobó que habían muerto. Los Gobiernos de los Estados Unidos y de Suecia protestaron por el incidente y solicitaron que se les entregaran los cadáveres de sus respectivos ciudadanos. El asunto no fue ventilado con mayor publicidad y tampoco lo fueron las protestas.
Para todos y cada uno de los pilotos que recorrían la costa, una cosa estaba muy clara: el norteamericano, los dos suecos y el noruego habían sido asesinados. La cuestión siguiente consistía en averiguar la identidad del hombre que había causado el ataque. Al principio se pensó que pudiera pertenecer a la República Democrática Alemana, pero luego circuló el rumor de que un nigeriano pilotaba el aparato.
El mundo de la aviación es extraño y cuenta con su propio código, sus propias leyes y su propia red de información. Entre los pilotos, como entre la gente de mar, existe una fraternidad. Pilotos que han combatido uno contra otro pueden sentarse a la misma mesa, años después, y dialogar sin animosidad, en forma totalmente incomprensible en otras Armas. Hoy día, sería posible que aquellos pilotos de socorro se tomaran unas cervezas en un bar, en compañía del piloto nigeriano que bombardeaba Uli de noche: él hacía su trabajo y los otros cumplían con su cometido. Eso es así. En el mundo de los vuelos charter, de hombres que han transportado muchos cargamentos y pasajeros sorprendentes a extraños campos de aterrizaje, si el precio resulta conveniente, no se guarda rencor por «trabajos» pasados, cuando uno ha competido con otro. También hay poco que se ignore. Es raro que en un grupo de veteranos pilotos alguien cite el nombre de otro veterano o piloto de charter sin que alguien lo conozca.
Antes de quince días, los pilotos de la Cruz Roja y de la JCA tenían el nombre de quien abatió al capitán Brown. Resultó ser un mercenario australiano y algunos de los camaradas de Brown juraron que algún día lo «cazarían». Porque el australiano había quebrantado la última regla de una hermandad extraordinariamente tolerante. Había atacado a un camarada piloto, sin concederle una oportunidad y tal cosa se estimaba intolerable.
Como es natural, todo esto penetraba en el coto cerrado a un camarada piloto, sin concederle una oportunidad, vigilaban y aguardaban a ver cuál sería la reacción ante tamaño muestra de brutalidad, cometida por las Fuerzas Aéreas nigerianas, ya muy manchadas de sangre. Quizá se produjera una protesta por parte de los Estados Unidos, quienes alegarían que las cosas habían ido demasiado lejos y podría ofrecer protección a los aparatos de socorro. Pero no fue así. Quizá serían los suecos quienes protestarían. En Suecia, tal sentimiento se dejó sentir, pero el Gobierno de Estocolmo se limitó a protestar formalmente y a olvidarse del asunto.
Nadie observaba la reacción del mundo más estrechamente que los nigerianos. Como todos los provocadores, se dedicaban a presionar, para comprobar hasta dónde podían llegar. Son africanos y al africano, como a otros, le gusta comprobar lo que puede conseguir «un tipo duro». Si consigue lo que quiere, no se produce reacción. Por el contrario, si alguien hace frente al matón y, haciendo uso de la fuerza, deja bien sentado que, por lo que a él respecta, determinada línea de acción ha ido demasiado lejos, ganará su voto. El africano respetará al recién llegado y repudiará al matón. En otras palabras, ésta es la reacción humana en todo el mundo, tal como los años 1935 al 1939 demostraron, en forma sangrante en Europa.
El general Charles de Gaulle lo comprendió a la perfección y por eso se entendía tan bien con los africanos y era respetado por ellos. Los Gobiernos británico y norteamericano no lo comprendieron y por eso mismo son mirados con recelo en toda África. Ninguna cifra de dólares o libras esterlinas podrá comprar el respeto que el africano otorga a un hombre que se levanta y permanece ante sus propias e irreductibles convicciones.
Al cabo de seis días el Gobierno nigeriano tuvo la certeza de que su agresión quedaría impune, de que el ataque del 5 de junio podría ser seguido de otros. Envalentonados, procedieron a humillar a la Cruz Roja Internacional y a destruir su operación. En este cometido se vieron asistidos por la Embajada de los Estados Unidos en Lagos.
El día siguiente del atentado, la Cruz Roja Internacional, cumpliendo instrucciones emitidas por el Comité suizo, suspendió los vuelos, al menos temporalmente. Lo que siguió fue un clásico ejemplo de campaña psicológica, pensada para minar la moral de un grupo de hombres que intentaban seguir una línea de acción. El éxito fue completo.
Inmediatamente después del atentado, la Cruz Roja de Ginebra esperaba, y era justo que así fuese, recibir el apoyo moral de los Gobiernos del mundo occidental. Pero no recibieron nada. Desde Cotonou, el coordinador de la Cruz Roja, doctor Lindt, urgía la necesidad de proseguir los vuelos. Destacó el hecho de que no era preciso volar de día, como hiciera el capitán Brown, podían continuar los vuelos en la oscuridad y que la agrupación de las Iglesias, la Joint Church Aid, continuaba con sus vuelos.
Lo cierto es que la JCA había restringido los vuelos, reduciéndolos a tres o cuatro por la noche, en el período inmediatamente después del 5 de junio y sus pilotos estaban inquietos, no a causa de la agresión efectuada contra el capitán Brown, sino debido a la continuada actividad de los «MIG» sobre Uli, por las noches. Quien ganó la batalla de la indecisión de la Joint Church Aid fue el pastor Vigo Mollerup, un danés de voluntad férrea, procedente de una parroquia de los barrios bajos de Copenhague, quien encabezaba la actuación de la Nord Church Aid, responsable del puente aéreo entre Sao Tomé, así como la destacada personalidad del coronel de las Fuerzas Aéreas danesas, Denis Wiechmann, jefe de operaciones en Sao Tomé. El pastor Mollerup conectaba a sus feligreses de Copenhague, a sus colegas de Cáritas y a los miembros del Consejo Mundial de las Iglesias en Ginebra, urgió e hizo hincapié en que su puente aéreo no debía ser desmantelado a causa de aquel accidente individual: en la sala de pilotos de Sao Tomé, el coronel Wiechmann conminó a éstos animándoles a que reanudaran los vuelos. El 10 de junio habían reemprendido la tarea, a base de dos salidas de ocho a diez aparatos por noche.
El 10 de junio, el doctor Lindt regresó a Moscú, en donde había sido embajador acreditado, para recoger sus efectos personales y mobiliario, que había dejado allí por espacio de once meses, desde su precipitada marcha al responder a la llamada de la Cruz Roja del mes de julio. Al partir, dejó instrucciones al jefe de operaciones de Cotonou, Nils Wachtmeister, en el sentido de que después de efectuar una serie de vuelos de prueba, llevados a cabo por uno o dos aparatos, el puente de la Cruz Roja debería ser establecido de nuevo. Anunció varias condiciones: los despegues deberían hacerse, estrictamente, de noche, aunque fuera a costa de reducir las salidas en una, y deberían tomarse las máximas precauciones en los aterrizajes y los despegues desde Uli, para reducir al mínimo el período de luces encendidas.
El 10 de junio, el piloto islandés que volaba para la Cruz Roja desde Cotonou, en su propio aparato, capitán Lofto Johanssen, llevó a cabo dos misiones a Uli en una noche y regresó sano y salvo de ambas. Tenía dos nuevos vuelos programados para el 12, después del cual se reanudaría toda la operación de transporte.
El 12 de junio por la noche, los responsables de la Joint Church Aid recibieron una misteriosa llamada telefónica, mientras se hallaban reunidos en conferencia en Lucerna, Suiza. Procedía de la Embajada americana en Suiza (tal como se comprobó después, ya que podía tratarse de un engaño) y según la misma se aconsejaba, en los tonos más patéticos, suprimir los vuelos de aquella noche. Las razones para emitir aquel consejo, según el mensaje, eran extremadamente serias, pero no podían ser reveladas.
Tras una apresurada consulta, los cuatro jefes de la JCA reunidos en conferencia, acordaron enviar un mensaje a Sao Tomé para cancelar todos los vuelos de aquella noche, pero insistieron en conocer, a través del embajador y en el plazo de doce horas, los motivos para tal acción.
La Nord Church Aid consiguió un servicio de télex de prioridad absoluta a través del International Aviation Control Tower Service. Inevitablemente, cuando el coronel Wiechmann lo recibió equivalía a un llamamiento promovido por el pánico. En el aire se encontraban siete aparatos, los cuales fueron requeridos a través de una llamada efectuada desde Sao Tomé. Uno de ellos ya había aterrizado en Uli; otros dos se hallaban ya muy adentrados en el trayecto y decidieron que ya era demasiado tarde para regresar y prosiguieron viaje hasta tomar tierra. Los otros cuatro regresaron y se suspendió la segunda salida. Pocos planes cabía imaginar capaces de minar la moral de los baqueteados pilotos con más fuerza.
A la mañana siguiente, los americanos declararon, como explicación al pánico provocado la noche precedente, que se habían producido algunas complicaciones políticas en Cotonou. El pastor Mollerup replicó con cierta aspereza que eso no tenía nada que ver con el puente aéreo de la JCA a Sao Tomé.
El coronel Wiechmann consiguió de nuevo restablecer los vuelos. Entretanto, el mismo mensaje de pánico había sido comunicado a la Cruz Roja, por parte de la Embajada de los Estados Unidos en Ginebra, el día 12 de junio, y en consecuencia también los vuelos de dicha organización fueron cancelados aquella noche y Lofto Johanssen quedó en tierra. La Cruz Roja no volvió a organizar sus vuelos en forma regular y tan sólo envió algunas cargas de medicamentos varios meses después.
En Ginebra se celebraron más deliberaciones el 12 de junio por la mañana, acerca de la conveniencia de reanudar los vuelos. Semanas más tarde, intrigados por el desarrollo de los acontecimientos del 12 de junio, ambas organizaciones de socorro realizaron sus propias averiguaciones para comprobar el origen de las falsas llamadas con el anuncio de los peligros que les aguardaban si proseguían con los vuelos. Actuando en forma independiente llegaron a la misma conclusión: el origen de los mensajes podía localizarse en la Embajada estadounidense en Lagos.
Entretanto, la Cruz Roja había recibido otro golpe. A su regreso a África Occidental el 14 de junio, para intentar agrupar los restos de la operación que con tanto esfuerzo había montado durante los meses anteriores, el doctor Lindt fue detenido en el aeropuerto de Lagos, acusado de utilizar su aparato privado, un «Beechcraft», sin la debida autorización. Lo cierto es que los papeles estaban en perfecto orden, pero, sea como fuere, tras varias horas de detención, fue expulsado por tratarse de persona non grata.
Aquélla fue la humillación final y quebrantó la voluntad de Ginebra para seguir adelante. A partir de aquel momento decidieron intentar la negociación de su vuelta a la operación de socorro, pero aquello no era más que un fútil pretexto, como habría podido predecir cualquiera que conociera la situación. Durante una conversación sostenida con el autor, varios meses después, uno de los más destacados miembros de la Cruz Roja conocedor del asunto a la perfección, dijo: «No albergo la menor duda de que fuimos objeto de una conspiración deliberada a cargo de los nigerianos y de la Embajada norteamericana en Lagos, la cual funcionó a la perfección».
La misma fuente añadió, sin embargo, que incluso aunque no se hubiera producido el derribo del aparato de la Cruz Roja el 5 de junio, la partida del doctor Lindt significaba el final de la operación de la Cruz Roja, en Nigeria-Biafra. Esta notable personalidad había creado, cuidado, mantenido, animado y discutido el asunto a través de muchas dificultades. Su apariencia inflexible y maneras bruscas ocultaban una profunda y sincera preocupación hacia los que sufrían en ambos bandos y de cuyo sufrimiento había sido testigo y, a pesar de sus años, dio muestras de mayor energía de la que hubieran podido demostrar otros hombres mucho más jóvenes. También se granjeó muchos enemigos en Nigeria. Al negarse a permitir la apropiación indebida de depósitos de socorro por especuladores privados, o la utilización de transportes de socorro de todas clases para uso militar, el doctor Lindt les cortó las alas a los especialistas en defraudación y a los inclinados al soborno, asegurándose de que la mayor cantidad posible de alimentos de socorro llegara a los niños hambrientos y refugiados del bando nigeriano de la línea de fuego.
Lo que no está tan claro es si el régimen nigeriano se hubiera atrevido a humillar y expulsar al jefe de la Cruz Roja Internacional, ordenando a la citada organización que entregara la operación de socorro en manos de sus delegados, corruptos y venales, de no haber resultado incólume de la fechoría que representó el derribo del aparato del capitán Brown.
Se ha dicho desde entonces que al abandonar a Nigeria y Biafra, la Cruz Roja Internacional traicionó a ambas partes, con quienes tenía contraída su responsabilidad, es decir a los que sufrían, por un lado y a los donantes del dinero por el otro, los cuales habían confiado en que su dinero ayudaría a salvar vidas en lugar de permanecer en unos almacenes, pudriéndose. Pero hay que destacar que en aquellas horas difíciles, cuando la Cruz Roja necesitaba ayuda, se vio traicionada por los dos Gobiernos occidentales de quienes tenía el derecho de esperar toda la ayuda posible, por ser la organización de socorro de más prestigio a nivel internacional, totalmente neutral, y estos dos Gobiernos eran los de Gran Bretaña y los Estados Unidos.
Durante todo este período, la CRI no recibió ni una sola palabra de aliento, para su misión en Nigeria-Biafra, ni de Whitehall, ni de Washington. Es más, el Gobierno británico que no había movido un dedo para conseguir la liberación de Miss Sally Goatcher, en Biafra (su libertad fue conseguida por las Iglesias y la Cruz Roja) amenazando en forma vaga y no especificada acerca de lo que podría sucederles si algo le ocurría en Biafra, no fue capaz, en cambio, de pronunciar una sola palabra de condena ante la muerte del capitán Brown y sus tres tripulantes.
Quizás el clímax del mal gusto fue alcanzado por el Daily Telegraph, el cual en el editorial de su edición del 8 de julio declaraba: «Las Fuerzas Aéreas federales, cuya actividad se ha incrementado notoriamente para impedir los vuelos de transporte de armas, derribó un aparato que resultó ser de socorro, desgracia que la propaganda de Biafra ha explotado debidamente». Aquello despertaba una duda en el ánimo, sobre quién sería más desgraciado, si los cuatro infortunados que perecieron en las marismas o el mercenario que acabó con sus vidas.
El 17 de junio se realizó un último esfuerzo para interrumpir el puente aéreo. A Ginebra llegó un fuerte rumor de fuentes norteamericanas, según el cual Nigeria había importado dos «Sukhoi-7» aparatos de combate nocturno, perfectamente equipados con radar, cuyo trabajo consistía en interceptar los vuelos de socorro en la oscuridad y derribarlos. Este rumor fue ampliamente difundido en la Prensa. Una rápida comprobación efectuada en las oficinas centrales de la JCA en Ginebra, reveló que esta información procedía asimismo de la Embajada norteamericana en Lagos. Pero entonces Vigo Mollerup ya tenía alguna experiencia de lo que son los rumores norteamericanos e indicó al coronel Wiechmann que no se detuviera en su plan. El rumor resultó falso, pues nunca hubo en Nigeria aparatos «Sukhoi», un hecho que la Embajada norteamericana, que cuenta con la increíble organización de la CIA en Nigeria, conocía con toda seguridad a la perfección.
En el interior de Biafra, el efecto de la suspensión de los vuelos de socorro fue rápido y desastroso. Las dos principales agencias de socorro contaban entre ambas con provisiones para diez días. De un modo u otro, había hecho posible su ayuda a casi tres millones de personas diariamente. De un solo golpe, aquélla había quedado reducida a la mitad con el cese de las operaciones de la Cruz Roja y luego todavía más, con el cese de los vuelos de la JCA.
La mayoría de los niños que eran atendidos a diario, se hallaban en los límites mínimos de subsistencia, y no contaban con la menor reserva física para soportar otro prolongado período de hambre o de dieta deficitaria en proteína. Al cabo de una semana, la tasa de mortalidad comenzó a ascender de nuevo.
Por segunda vez, los misioneros, tanto católicos como protestantes, se enfrentaban con un terrible dilema: privar de socorro a aquellos niños tan enfermos y debilitados cuyas posibilidades de recuperación o supervivencia eran remotas, para asegurar el salvamento de los menos necesitados o atender en primer lugar a los más necesitados, en la certeza de que muy pronto los otros habrían alcanzado el mismo estado. Ambas Iglesias tomaron la misma decisión: los alimentos se utilizarían, en primer lugar, con fines curativos, y en segundo, preventivos. La consecuencia fue que los alimentos se racionaron al máximo, porque las reservas descendían en forma alarmante y apenas llegaban alimentos y la población infantil se debilitó hasta alcanzar grados extremos.
A partir de aquel momento no se hacía distinción alguna entre refugiados y no refugiados, tal como había podido hacerse durante el otoño de 1968. En agosto de 1969, casi todos los niños del país sufrían de desnutrición, en una u otra forma, así como la mayoría de los adultos. El letargo y la falta de atención que acompaña al hambre y la anemia, reapareció en gran escala. La cifra de muertos comenzó a crecer de nuevo y, a últimos de julio, se calculaba en más de 1000 diarias. A finales de año, al reanudarse el puente aéreo de la JCA, descendió la cifra, si bien unos cálculos moderados señalan que en noviembre todavía se contaban de 500 a 700 muertes diarias.
Lentamente, al parecer, desde el 20 de junio en adelante, el puente aéreo de la JCA volvía a ser lo que había sido en mayo, aunque en aquella ocasión sin ninguna publicidad. Las autoridades de la JCA no citaron nunca los tonelajes, por temor a las represalias del Gobierno de Lagos. Hasta octubre no alcanzaron las importaciones continuadas los totales por noche que la JCA había logrado en mayo. En comparación con el total alcanzado por la JCA y la Cruz Roja, esto era justamente la mitad de lo que sumaban las cantidades de las dos organizaciones, y mucho menos que el mínimo requerido, según los cálculos más ponderados.
Había dos factores preponderantes para conseguir que los desmoralizados pilotos reanudaran los vuelos, aparte de Vigo Mollerup y el coronel Wiechmann. Uno era el ejemplo dado por los pilotos de «África Concern» y de la Cruz Roja francesa que volaban desde Libreville hasta Uli. «África Concern» era una compañía particular fundada en 1968 por el padre Raymond Kennedy y con base en Dublín, y representaba la contribución del pueblo irlandés a la ayuda a Biafra. Disponían de su propio «DC-6» que operaba en solitario desde la capital gabonesa. Lo mismo hacía la Cruz Roja francesa, que si bien tenía un equipo adherido a la Cruz Roja Internacional, mantenía su propia operación, con un solo aparato que volaba desde Libreville. Tanto la tripulación belga que volaba por cuenta de «África Concern», como el comandante Morencey que lo hacía para la Cruz Roja francesa, prosiguieron imperturbables los vuelos durante toda la crisis. Al ver que ellos continuaban volando, los pilotos de Sao Tomé se preguntaron por qué no podían hacer ellos lo mismo.
El otro factor fue quizás el mismo que confirió a los franceses la confianza que sentían. Fondeados en la caleta de Biafra, a poca distancia de la costa, había cinco barcos espía soviéticos abarrotados de antenas de radio y pantallas de radar. Era posible que uno de aquellos barcos hubiese advertido la llegada del capitán Brown dos semanas atrás, con tiempo suficiente para que un «MIG» acudiera a interceptar el vuelo.
Cuando los pilotos de Sao Tomé sobrevolaron dicha flotilla soviética observaron al mismo tiempo la presencia de un portaaviones francés, cuya cubierta aparecía llena de jets de combate.
El portaaviones rendía visita rutinaria de cortesía a Libreville en el momento de estallar el conflicto. Sin mediar una palabra partió de Libreville y arrojó el ancla entre Sao Tomé y Biafra donde permaneció por espacio de dos semanas. La visión del navío anclado, aguardando (¿el qué?), resultaba inmensamente reconfortante para los pilotos de socorro. A partir del 20 de junio, los «MIG» suspendieron, repentinamente, los vuelos nocturnos, así como los ataques contra el aeropuerto. Nunca más reemprendieron vuelos contra el puente aéreo de la JCA.
Mientras este trabajo silencioso de salvamento de vidas proseguía ininterrumpidamente por parte de las Iglesias, los titulares de los periódicos se ocupaban del problema de la Cruz Roja Internacional. Como había ganado los primeros rounds con la Cruz Roja Internacional, el régimen nigeriano se hallaba en una posición de poder exigir y dictar condiciones, y así lo hacía. Entre otras cosas, sus exigencias incluían la entrega de toda operación de socorro en Nigeria, a la Comisión para la Rehabilitación de Nigeria. En aquellos momentos había 1400 trabajadores extranjeros bajo la enseña de la Cruz Roja, los cuales atendían a los afectados por la guerra en la zona controlada por Nigeria.
La Cruz Roja, privada del apoyo británico y norteamericano, se vio obligada a ceder. Como consecuencia, las donaciones del exterior dirigidas al trabajo de socorro en manos nigerianas comenzaron a escasear. Durante este lapso de tiempo, la Cruz Roja inició tímidas negociaciones para la reanudación de su puente aéreo, con permiso federal.
El miércoles 25 de junio, el jefe Awolowo comentaba que el hambre es un arma legítima y que se oponía a los envíos de provisiones de socorro con destino a los secesionistas[44]. Al día siguiente, el jefe de Estado Mayor del Ejército, brigadier Hassan Usman Katsina, declaró: «Personalmente, no alimentaría a nadie contra quien sostuviera combate.»[45]
Resulta significativo que las palabras de estos dos hombres, el segundo de los cuales, particularmente, tenía mayor poder e influencia sobre los asuntos de Nigeria que veinte generales Gowon, pasaran totalmente inadvertidas por el Gobierno británico y la Prensa. El 6 de julio, tras una entrevista mantenida en el Foreign Office, en Londres, entre Maurice Foley, ministro de Estado para la Commonwealth, Okoi Arikpo, delegado nigeriano de Asuntos Exteriores, y el profesor Jacques Freymond, que actuaba en su condición de presidente de la CRI, el Foreign Office publicó una declaración según la cual se había llegado a un «completo acuerdo» entre los tres para un nuevo puente aéreo de la Cruz Roja, diurno, de alimentos de socorro, a Biafra. El plan afectaba a todos los aparatos de la Cruz Roja que volaban desde Lagos, a donde deberían enviarse todos los alimentos de socorro.
Aquello fue una tontería particularmente notable. El profesor Freymond había regresado en avión, el 6 de julio por la tarde y lo primero que supo del asunto fue por los titulares de los periódicos ingleses del día siguiente, que llegan a Ginebra a las 9 de la mañana. No había existido ningún comunicado conjunto y el Foreign Office había actuado por su cuenta. Desde Ginebra, la CRI facilitó una enérgica nota de protesta en la que se negaba la existencia de acuerdo alguno firmado entre los tres.
Lo que sucedió, en realidad, fue que la Cruz Roja había accedido a transmitir al general Ojukwu y al Gobierno biafreño un plan anglo-nigeriano. El alegato de que la Cruz Roja hubiera llegado a alguna conclusión o acuerdo sin consultar con los biafreños, comprometía las negociaciones pendientes entre la Cruz Roja y Biafra.
Ello no impidió a Michael Stewart dirigirse a la Cámara el 7 de julio, haciendo recaer toda la responsabilidad del tema de la falta de alimentación de los niños de Biafra en el general Ojukwu, práctica ésta que ya se había convertido en habitual. En realidad, los biafreños, después de considerar el plan que les presentó la Cruz Roja, lo rechazaron. Dicho plan hubiera puesto en manos de Lagos toda la operación de socorro bajo su único control, sin ninguna proscripción acerca de un eventual aprovechamiento de las ventajas de abrir Uli durante el día, para montar un ataque contra este objetivo de primera magnitud, bajo capa de los vuelos de socorro.
La Cruz Roja volvió a situarse en el punto de partida, y comenzó por su cuenta. El 19 de junio el doctor Lindt había renunciado al cargo explícitamente para permitir a la Cruz Roja la continuación de las negociaciones con mejores probabilidades de éxito.
El 1° de julio, el nuevo presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja se incorporó al ejercicio de su cargo. Se trataba de Marcel Naville, un banquero que había pertenecido al Comité por espacio de varios años y había sido elegido presidente meses atrás, pero que no había podido tomar posesión hasta el 1° de julio. Aquel día concedió en Ginebra una conferencia de Prensa extraordinariamente apasionada y firme. Criticó al Gobierno de Nigeria acusándolo de ser «insolente… que despedía a un ser humanitario como si se tratara de un sirviente infiel». Se refirió a los traficantes de armas, responsables de la continuación de la guerra y, sin citar nombres, señaló que no había en Nigeria petróleo bastante para fabricar todo el detergente necesario para lavar las manos de los responsables. Los observadores opinaron que o bien se trataba de un hombre muy osado o contaba con el necesario respaldo diplomático, muy poderoso, que le permitiera ganar en un ataque frontal contra la junta de Lagos, de una vez por todas.
Los hechos demostraron que la primera hipótesis era la cierta y que, desgraciadamente, aparte su osadía, Naville daba muestras de falta de carácter. En el debate que se celebró después en el seno del Comité, los espíritus más tímidos ganaron la batalla y el resultado práctico fue un comunicado según el cual la CRI debería seguir el camino de la más «estricta legalidad», lo cual, en aquellas circunstancias, equivalía a una inercia total.
Entonces comenzaron una serie de laboriosas y prolongadas negociaciones, mientras al este del Níger los niños seguían muriendo. El 8 de julio, el mismo Naville encabezaba el equipo negociador en Lagos, mientras cancelaba una visita a Londres, en forma ostensible y hallándose ya en ruta. Regresó muy pronto, sin nada entre las manos, y la tarea le fue confiada entonces a Enrico Beniami, el delegado más antiguo de la CRI en Lagos. Las conversaciones quedaron en punto muerto por espacio de varias semanas.
El 4 de agosto, la Cruz Roja hizo lo que debía de haber hecho al comenzar, es decir, presentar su propio plan de compromiso. El mismo proponía que los aparatos de la Cruz Roja sobrevolaran Nigeria por un pasillo aéreo muy bien determinado, depositaran los alimentos en Uli y regresaran a Cotonou, sobrevolando Nigeria por otro pasillo. Los vuelos se efectuarían desde las 9 de la mañana hasta las 6 de la tarde y se hallarían protegidos. El embarque sería inspeccionado durante la carga e inmediatamente antes del despegue, una comisión mixta, en la que figurarían algunos elementos nigerianos, los cuales, de desearlo, podrían acompañar la mercancía en todos los vuelos, para asegurarse de que no se produjeran diversiones.
Este tema de los representantes de Nigeria presentes en cada vuelo, para probar que en la carga no existía ningún pertrecho militar (y que constituía la principal queja nigeriana) ya había sido propuesto por Ojukwu en julio de 1968.
El plan fue presentado a Ojukwu en primer lugar. Para él encerraba algunos riesgos y sus consejeros de seguridad fueron rápidos en señalarlos. En primer lugar, al efectuar los vuelos a la luz del día, la presión sobre la JCA para la supresión de sus «ilegales» vuelos nocturnos sería inmensa. Si el puente aéreo nocturno era desmantelado y la JCA se incorporaba a la operación diurna, ¿qué sucedería si el Gobierno de Lagos rescindía el acuerdo? Desaparecería todo tipo de socorro. En segundo lugar, si bien el acuerdo especificaba que los vuelos o el pasillo aéreo serían inviolables durante las horas comprendidas entre las 9 de la mañana y las 6 de la tarde, ¿podía alguien garantizar que no se produciría ataque alguno por parte de las Fuerzas Aéreas federales, en contravención de dicho acuerdo? Un ataque de ese alcance, llevado a efecto por un transporte equipado con una bomba pesada de tipo especial, bastaría para inhabilitar todo un aeropuerto. Resultaba significativo que ninguna de las grandes potencias, y menos que nadie las que más fuerte gritaban acerca de la integridad del régimen federal, estaba dispuesta a considerar una garantía de ese tipo.
Sin embargo, y a pesar de la oposición en el seno de su propio gabinete, Ojukwu se decidió a correr el riesgo. El 29 de agosto, Biafra otorgó su consentimiento al plan. Encantada con el resultado obtenido, la Cruz Roja se trasladó a Lagos, portadora del plan. Al llegar a este punto, si la Cruz Roja hubiera contado con algo de apoyo, el asunto habría podido decantarse en favor suyo, pero no recibió ningún estímulo, ni respaldo, por parte de nadie. El Gobierno federal hizo determinadas objeciones al plan, y pidió que se efectuaran ciertos cambios. Y aquí fue donde la Cruz Roja cometió otro de sus errores capitales, ya que hubiera debido insistir en que el plan no se alterara por ninguna de las partes. El 5 de setiembre, Lagos aceptó «en principio» el plan, siempre que se hicieran algunos retoques técnicos. El 14 de setiembre, Lagos firmó el acuerdo, incluyendo en el texto sus propios cambios. Y el texto fue entonces remitido a Ojukwu.
Cualquier organización de consumo puede explicar a sus clientes la importancia que tiene la letra menuda de los documentos legales. El nuevo acuerdo sobre los vuelos diurnos contenía cinco párrafos adicionales en letra menuda, los cuales alteraban sustancialmente el espíritu y la letra del original. Se puede citar tres de ellos.
Uno reducía el tiempo dedicado a los vuelos, limitándolo a las 5 de la tarde, así como el número de vuelos por aparato que quedaba en uno sólo, en lugar de dos diarios. Otro especificaba que la torre de control de Lagos podía solicitar a cualquier aparato que aterrizara para una inspección suplementaria, después de lo cual el aparato debería regresar a Cotonou con toda su carga. El tercero estipulaba que el acuerdo «no debería entorpecer las operaciones militares en modo alguno» contra Uli.
Las dos últimas condiciones, en la práctica, descomponían el acuerdo original. La primera dejaba la continuidad diaria de la operación de socorro virtualmente a discreción del Gobierno federal; la segunda dejaba exento de inviolabilidad el aeropuerto de Uli durante las horas de los vuelos diurnos. No es fácil para nadie imaginar cómo sería posible que los aparatos de socorro se posaran en un aeropuerto barrido por el fuego de los jets.
El 11 de setiembre, sin embargo, otro documento, más siniestro que el primero, llegó a manos de la CRI en Ginebra. Consistía en una fotocopia de una orden del comandante de las Fuerzas Aéreas federales, coronel Shittu Alao, instruyendo a los comandantes de base en Enugu, Port Harcourt, Calabar y Benin para mantener la patrulla de sus «MIG» sobre Uli, durante el día y atacar si eran atacados. Aquello produjo un escalofrío de espanto en todo el Comité.
Hacía falta poca imaginación para imaginar que algún nervioso artillero se sintiera impulsado a disparar contra los jets que viera patrullar sobre su cabeza. ¿Qué sería lo que verían ellos en tierra? Largas y tentadoras hileras de transportes aguardando el momento de recoger las provisiones; aviones aparcados ordenadamente; docenas de miembros de la Cruz Roja, europeos. Uno de los consejeros, con experiencia en Biafra, señaló que no sólo un «MIG» podría atacar semejante blanco a plena luz del día, con el resultado de causar un baño de sangre que afectaría a personal europeo, sino que los encolerizados biafreños podrían volverse contra el personal de la Cruz Roja para volcar contra ellos toda su acritud. En tales circunstancias, el consejero declaró ante el Comité que la responsabilidad sería íntegra para Ginebra.
El citado Comité no pudo contener un suspiro de alivio cuando recibió la comunicación, a últimos de setiembre, según la cual los biafreños rechazaban el texto enmendado, a causa de las cláusulas añadidas. Así quedó el asunto hasta finales de 1969. Las Iglesias proseguían, entretanto, sus vuelos nocturnos y, para finales de 1969, con un puente aéreo más amplio y más aparatos, habían conseguido que su tonelaje ascendiera de las originales 150 toneladas por noche de julio, hasta casi las 200 toneladas de diciembre.
En esencia, el plan de vuelos diurnos, en su conjunto, su éxito o fracaso, y posible conclusión sangrienta, dependía no de garantías por parte de Lagos, sino de la honorabilidad de las Fuerzas Aéreas federales. Y era la misma fuerza que dos años antes había enfurecido al mundo por la brutalidad de sus raids sobre mercados, hospitales, clínicas, campos de refugiados y barcos dormitorios; que en repetidas ocasiones había quebrantado las treguas pactadas a requerimiento del propio general Gowon; y que, finalmente, se excedía a sí misma, al atacar y derribar a un transporte de la Cruz Roja, no armado, a plena sangre fría.
El general Ojukwu fue nuevamente acusado de hacer política con las vidas de su propio pueblo, un tratamiento grosero y burdo, pero todavía válido en Whitehall y Washington. La acusación apenas se sostiene por sí misma. Al rechazar el puente aéreo diurno, el general Ojukwu se convertía de nuevo en el blanco de las iras de la peor publicidad. Un hombre preocupado en hacer el juego político habría optado, precisamente, por la decisión contraria, buscando el favor del mundo, en vez de su odio. Para él no era una, sino dos las consideraciones que debía tener en cuenta. Una de ellas era la seguridad de Biafra, primordial para los biafreños y que se hallaba representada en el aeropuerto de Uli. El socorro, la ayuda venía en segundo lugar y la mayoría de los biafreños estaban de acuerdo con este orden de prioridades.
La tragedia de la Cruz Roja durante 1969 consistió en no lograr comprender los dos aspectos invariables de la situación Nigeria-Biafra. Uno de ellos era que Ojukwu no podía comprometer la seguridad nacional ni siquiera a cambio de recibir socorros; la otra, que los jefes de las Fuerzas Armadas nigerianas, que miraban al Gobierno por encima del hombro, no permitirían nunca el paso de ayuda a Biafra en unas condiciones que no comportaran unas sustanciales ventajas militares para ellos mismos.
CONTRIBUCIÓN NORTEAMERICANA
Sería difícil, si no imposible, imaginar un pueblo más compasivo o de corazón más generoso que el de los Estados Unidos de América. Por eso no es casualidad que al tener conocimiento a través de la Prensa norteamericana, de los sufrimientos de los niños de ambos bandos en la guerra Nigeria-Biafra, su contribución excediera a la de los otros países, aun sobre la base de una prorrata en base a la población.
Y, sin embargo, el Gobierno de los Estados Unidos, guiado por la mano negra del Departamento de Estado, se mantenía firme en su propósito de ayuda a Nigeria, sin considerar las pérdidas humanas que la guerra lleva consigo. La razón de tan extraña dicotomía reside en un hecho bien simple: cada centavo que el Gobierno norteamericano lograba extraer para contribuir a los socorros en favor de quienes sufrían a ambos lados tenía que ser literalmente exprimido de las autoridades por medio de presión pública.
Al cesar en sus operaciones, la Cruz Roja Internacional había llegado a recibir un total de 19 millones de dólares de Washington, entre dinero efectivo y artículos de primera necesidad. A finales de 1969, las Iglesias habían recibido donaciones y ayudas de artículos por valor de 60 millones. La contribución total de los Estados Unidos con destino a socorros era de más de la mitad del total global.
Gran parte de la ayuda era en especies; había enormes donaciones de un preparado de leche-soja-maíz, conocida como CSM, o Fórmula Dos, un nuevo alimento de auxilio en forma de polvo, cuyo productor exclusivo es el Gobierno de los Estados Unidos. Los fletes atlánticos eran pagados en metálico. Se vendieron a la CRI y a las Iglesias cuatro «Stratofreighter» (se había dicho que serían «Globemaster», pero resultaron demasiado pesados), al precio simbólico de 3800 dólares cada uno. Los fletes aéreos y el coste del mantenimiento de estos aparatos se pagaban asimismo con dólares y, más adelante, el costo del puente aéreo para los cargamentos USA en aparatos no estadounidenses fueron asimismo cubiertos por los norteamericanos.
Contemplar este esfuerzo era muy alentador para todas aquellas personas que sabían que cada saca y cada dólar significaban que un grupo de niños tendría la oportunidad de vivir, ya que, de otro modo, éstos habrían muerto. Y, sin embargo, a lo largo de toda la operación, el Departamento de Estado arrastraba los pies de todas las formas imaginables.
Lo que se enviaba se hacía, no en función de las necesidades a las que había que hacer frente, o la envergadura de la emergencia, sino simplemente en base a lo que bastara para aliviar las presiones internas sin ir tan lejos como para enfadar al régimen de Lagos. Posiblemente será siempre un misterio los motivos que podrían obligar al inmensamente poderoso Departamento de Estado a forzarse a sí mismo para no molestar a aquellos diminutos demagogos.
A pesar de sus valientes palabras de setiembre de 1968, el presidente Nixon, tras su subida al poder, fue personalmente responsable de la cruda realidad de no haber enviado absolutamente nada en ayuda de Nigeria-Biafra. Las donaciones se producían a causa de la presión ejercida por la Prensa, los senadores y los congresistas, así como otras personas de la vida pública, con posibilidad de ejercer influencia. Incluso la venta de los ocho aparatos de transporte fue uno de los últimos decretos firmados por Johnson, antes de abandonar su cargo.
A primeros de 1969, el doctor Clarence Ferguson, profesor de Leyes en la Universidad de Rutger, de raza negra, fue designado Coordinador Especial para el socorro a Nigeria. Durante lo que quedaba de año, tanto él como su equipo, perdieron lamentablemente el tiempo, haciéndolo perder a los demás para no hacer nada. Después de derribar al capitán Brown el 5 de junio, cuando era vital una ampliación del puente aéreo de la JCA (que aunque no era perfecto desempeñaba su tarea), el doctor Ferguson decidió que lo mejor era reducir el puente aéreo. Malgastó sus energías tratando de convencer a todo el mundo de que era mejor su proyecto de poner en servicio dos embarcaciones cargadas de alimentos, las cuales deberían ascender por el río Cross y cruzar Nigeria hasta llegar a Biafra.
El plan debería haber funcionado, desde el punto de vista técnico, y dos de tales embarcaciones fueron enviadas a través del Atlántico, el Donna Mercedes y el Donna María, en dirección a Lagos. Como el general Ojukwu había dado su aprobación al plan, los nigerianos lo vetaron, utilizando como elemento de discordia fantasma al Gobierno satélite que ellos mismos habían instalado en Calabar, al sur del río Cross. Dichas embarcaciones tuvieron un destino no especificado en Port Harcourt, ocupado por los nigerianos. Por lo demás, Ferguson realizó diversos y constantes desplazamientos por todo África Occidental, de rebote entre Nigeria y Biafra, y se trasladó a Europa y a Washington, para regresar de nuevo. En cierta ocasión intentó hacer progresar su propio plan, pero olvidó comunicarse con la Cruz Roja, la cual ya negociaba la misma idea.
Las personas que realmente hicieron algo fueron los americanos pertenecientes a la Joint Church Aid (USA). La ayuda del Gobierno estadounidense fue remitida por medio de tres organizaciones importantes: USAID, del Departamento de Estado; UNICEF, de la Naciones Unidas, y JCA/USA. Esta última proporcionó y envió la mayor parte de la ayuda.
Las personas pertenecientes a esta organización que mantenían contacto con el Departamento de Estado en relación con las asignaciones, al ser interrogadas posteriormente no daban lugar a que sus interlocutores albergaran la menor duda acerca de su opinión según la cual, de haber podido, el Departamento habría abandonado el asunto por completo. Por fortuna, no pudieron. Al principio fue preciso batallar muy duramente con determinados servidores del pueblo norteamericano, a causa de sus actuaciones en Lagos y en Ginebra. No hay la menor sombra de duda de que si el pueblo norteamericano hubiera tenido noticia de ello, no habrían contado con su respaldo.
En el mismo Departamento de Estado solía haber tres oficinas distintas para tratar de la situación Nigeria-Biafra. Una de ellas, el Nigeria Desk, segregada del West Africa Desk, pero que contaba con gran número de antiguos colegas del exadjunto del secretario de Estado para África, Joseph Palmer. Palmer había sido embajador en Nigeria y un firme defensor de Nigeria, a pesar de que ese país se ha convertido en una nueva dictadura. No resulta sorprendente que el Nigeria Desk, incluso en ausencia de Palmer, que fue enviado a Libia como embajador durante 1969, se mostrara profundamente a favor de Nigeria y contra Biafra. Esto se hallaba en perfecta consonancia con los informes remitidos por Elbert Matthews, embajador norteamericano en Lagos, el cual fue relevado de su cargo a finales de 1969. En el mismo pasillo se hallaba la oficina de la AID y también el despacho de Ferguson. Con gran sorpresa por su parte, los componentes de la JCA/USA que tenían que pasar por las tres dependencias, comprobaron que ninguno de ellos parecía estar al corriente de lo que decían los otros dos, ni en qué consistía su «línea oficial». El resultado fue un grave estado de confusión.
El peso fuerte del trabajo recaía, por tanto, en la JCA/USA, la cual estaba principalmente compuesta por los Servicios de Socorro Católicos, que es una gigantesca organización, principal exportador de los Estados Unidos, después del propio Gobierno, y que exporta anualmente hasta un total de un millón de toneladas de mercancías con destino a 72 países; el Church World Service, que agrupa a 30 confesiones protestantes y lleva socorros a 42 países del mundo; y el American Jewish Committee, que representa a 22 organizaciones judías. Estas tres organizaciones se hallaban respaldadas por otros cuerpos de menor entidad.
Los jefes de las organizaciones citadas, por medio de la agitación continua, la embestida, los gritos, la acometida y la presión de todo tipo, consiguieron que el Gobierno de los Estados Unidos entregara el dinero y los artículos necesarios para mantener en marcha una operación de socorro con destino a los niños de ambos bandos en guerra. Entre dichas personas cabe citar al obispo Swanstrom y Ed Kinney, de la Cruz Roja Internacional; James McCracken y Jan von Hoostraten, de CWS, y el rabino James Rudin y Marcus H. Tannenbaum, de la AJC.
Ellos solos no habrían podido sacar adelante todo el asunto. Pero, respaldándolos, había muchas personalidades de la vida pública que no cesaron de hablar, en ningún momento, hasta conseguir que se hiciera algo. El espectro del apoyo que esta causa tan humanitaria recibió de los grupos de presión en los Estados Unidos es tan amplio, como variada es la vida en América. La presión procedía de la extrema derecha y de la izquierda; de liberales y conservadores, demócratas y republicanos, sindicatos y corporaciones directivas y de los cincuenta ampliamente diferenciados Estados de la Unión. Asimismo, la Prensa norteamericana no dejó decaer nunca el interés por el asunto, que es el modo más seguro de asesinar una idea en el mundo moderno.
Uno de los que hizo tanto como el que más, si no más que ninguno, al utilizar su poder personal como senador para que se enviaran socorros, fue Edward Kennedy. En su condición de presidente del subcomité de refugiados, el senador Kennedy pudo hacer e hizo investigaciones e interrogatorios que pusieron en grave aprieto a determinados oficiales, quienes se vieron obligados a comparecer y declarar acerca de determinados aspectos y los motivos de no haber hecho más. Por este medio, el comité del senado mantuvo en acción un Departamento de Estado no inclinado a ello.
En términos de riqueza americana, las sumas en juego no eran importantes ya que podría establecerse una equivalencia entre el costo de tres días en Vietnam por cobrarse una vida, igual a dieciocho meses por salvarlas en Biafra; se equipara también la ayuda al costo de veinte minutos de vuelo del Apolo XI. Pero la consecuencia fue ofrecer una oportunidad de vivir a millones de seres en peligro de extinción.
El verdadero héroe de la contribución norteamericana no se hallaba entre las personalidades públicas o los líderes de la Iglesia que se debatían con todas sus fuerzas, sino en el ciudadano estadounidense medio, los millones de John Does repartidos por los cincuenta Estados, que los manipuladores del poder en el Gobierno tan encarecidamente desearían olvidar. Pero que se niegan a que se les olvide. En un solo día, el Departamento de Estado recibió 25 000 cartas sobre Biafra y los funcionarios se sintieron verdaderamente enfermos. El honor de haber sacado adelante esta labor tan humanitaria, la de mayor envergadura en la Historia reciente, debe recaer en estos millones de norteamericanos anónimos que continuaban haciendo oír sus voces cuando sus amos deseaban que se callaran, junto con los de Alemania, Holanda, Noruega, Gran Bretaña, Suiza, Suecia, Canadá, Dinamarca e Irlanda.