La situación que siguió al golpe de julio era compleja y profundamente desgraciada. A medida que iban llegando al Este noticias sobre los asesinatos de soldados de esta Región, pertenecientes a acuartelamientos del Norte y el Oeste de Nigeria, los ánimos se enardecieron. Desprovistos de sus armas, ataviados con ropa civil, caminando de noche y ocultándose durante el día, los primeros grupos de oficiales y soldados que habían escapado de las matanzas, comenzaron a cruzar el Níger y relatar su odisea.
Para el coronel Gowon, la semana era crucial. Varias razones son las que se han dado para basar su elección como líder de los conspiradores. La de que era el militar más antiguo en activo, no es cierta. Su propia explicación, emitida por Radio el 1° de agosto, en el sentido de haber sido designado por una mayoría del entonces existente Consejo Supremo Militar, fue asimismo rápidamente descalificada en el Este. Hay que tener en cuenta, ante todo, que el Consejo no toma decisiones basadas en una mayoría de votos y demás, que no llegó a reunirse. Una tercera razón que se ofrece para su elección, ofrecida en concreto por escritores exiliados en aquel momento dice que «era el único hombre capaz de dominar a los rebeldes».
El nuevo régimen tuvo que enfrentarse con tres problemas urgentes e insolubles: la matanza en el seno del Ejército, a la cual había que poner fin, el nombramiento de un Comandante Supremo aceptado por todos y el asentamiento de unas bases de asociación de las cuatro regiones.
El coronel Ojukwu, si bien no estaba preparado para reconocer la supremacía del coronel Gowon, comprendía perfectamente que si había que salvar algo de Nigeria, inmersa en aquel caso, había que intentar cooperar con el nuevo régimen. Con este fin y telefónicamente desde Enugu, propuso que se celebrara una reunión de representantes de los gobernadores militares para intentar la consecución de un acuerdo, al menos acerca de una asociación temporal de los distintos bloques de poder militar que había creado el golpe.
La fuerza que dominaba en el Norte, el Oeste y Lagos era, ahora, el Ejército del Norte. Los individuos originarios del Este y que pertenecían al Ejército, habían sido eliminados (por ejemplo, los que formaban el Ejército federal); la mayoría de los del Medio Oeste, que en cualquier caso no eran muy numerosos, habían pertenecido al grupo ibo y por lo tanto fueron clasificados como del Este y corrieron la misma suerte. Los del Oeste en el seno del Ejército, eran apenas un puñado de hombres. Tradicionalmente, los yorubas no solían proponer su ingreso en el Ejército.
La reunión de representantes se celebró el 9 de agosto y el acuerdo vital que se logró, con la concurrencia de los del Norte, fue que todas las tropas deberían regresar a sus respectivas regiones de origen. Si bien algunos cronistas han desdeñado posteriormente considerar la importancia de este acuerdo, el mismo habría podido salvar a Nigeria, de haberse llevado a la práctica. El golpe en el Oeste había contado únicamente con el apoyo de los expolíticos de los días de Akintola, repudiados por la mayoría de la población. El regreso de los soldados del Norte a su lugar de procedencia permitiría a los del Oeste decir lo que pensaban, algo completamente imposible mientras ellos siguieran en los acuartelamientos y dominaran carreteras y caminos.
El jefe Awolowo, libertado, gozaba de la suficiente popularidad para constituirse en portavoz del Oeste. Pero la promesa no se cumplió nunca por parte del nuevo régimen. La excusa dada era que, virtualmente, no había tropas yorubas para remplazar a los soldados norteños. En realidad, la seguridad hubiera podido quedar a cargo de la Policía, ya que los del Oeste no tenían razón alguna para rebelarse. El caso es que los soldados del Norte siguieron en sus mismos lugares y tanto los habitantes del Oeste como los del Este creían vérselas con un ejército de ocupación, y a menudo actuaba como tal.
En el Este, el coronel Ojukwu se ajustó a lo pactado. El contingente de tropas procedentes del Norte y perteneciente a la guarnición de Enugu, fue repatriado por tren, y de acuerdo con lo estipulado por el concordato del 9 de agosto, se les autorizó a llevar consigo armas y munición, para defenderse, en caso de ataque durante el trayecto. Quedaba implícito que dichas armas deberían ser devueltas al punto de origen tan pronto como las tropas llegaran a destino. Pero, una vez en Kaduna, las tropas conservaron el armamento y no se volvió a saber nada del asunto.
En todas partes se levantaban voces que pedían regresar a la patria. Aparte los fugitivos del 29 de julio y días sucesivos, había otros grupos que se mantenían intactos. Desde el Norte fueron devueltos algunos efectivos, pero sin armas ni escolta, y se vieron forzados a someterse a repetidas humillaciones durante el trayecto, por parte de los núcleos hostiles de población que tenían que atravesar. La tensión creció.
A últimos de mes, resultaba inequívoca la desaparición de varios centenares de hombres. Entonces fue cuando el coronel Ojukwu solicitó que todo el personal cualificado fuera devuelto y, en consecuencia, los veintidós de Ikeja fueron ejecutados.
Todos aquellos sucesos no dejaron de causar efecto en el Este. Tras las matanzas de mayo en el Norte, el general Ironsi constituyó una Comisión Investigadora, bajo la presidencia de un magistrado del Tribunal Supremo británico. Al proceder así, seguía el precedente establecido por los británicos, tras los levantamientos de Jos en 1945 y las matanzas de Kano en 1953. Pero antes de que se reuniera dicha comisión, él había solicitado de su jefe de Estado mayor que practicara una investigación preliminar. Ante las presiones recibidas de parte del Consejo Supremo Militar para que presentara dicho informe, el coronel Gowon daba largas al asunto con el pretexto de que las investigaciones no habían llegado a término. En realidad, no se llegaron a redactar nunca tales informes y en cuanto se asentó en el poder disolvió la comisión que no llegó a reunirse nunca. En consecuencia, no pudo imputársele a nadie la responsabilidad por las matanzas de mayo, la ley no persiguió a tales responsables no señalados y las víctimas no recibieron ningún tipo de compensación.
Por eso se despertaron sospechas sobre Gowon en el Este. Al parecer no tenía el menor interés en desvelar lo que se ocultaba tras las citadas matanzas. Dicha impresión se vio reforzada cuando a continuación promovió la publicación de un documento en el que se decía que los levantamientos habían sido provocados, exclusivamente, por la promulgación del Decreto de Unificación del 24 de mayo. De hecho, tal decreto había sido fruto de una decisión unánime del Consejo Supremo Militar, el cual contaba entre sus miembros a dos norteños, el coronel Hassan Katsina y Alhaji Kam Selem.
Mucho más importante todavía, y que a menudo no se tiene en consideración, era la completa volte-face que se había producido en el pensamiento del Este respecto del futuro de Nigeria. Anteriormente, los del Este habían sido los adelantados de la idea de una Nigeria y habían hecho más hincapié que ningún otro grupo étnico en la realización de este concepto, promocionando constantemente la citada causa a nivel político. Pero entre el 29 de julio y el 12 de setiembre, el pensamiento del Este hizo un giro de ciento ochenta grados. No era una existencia grata la suya, sino la que dictaban los recientes acontecimientos. Un quejoso párrafo aparecido en una de las publicaciones oficiales del gobierno de la Región Este, aparecido en otoño, explica que los del Este habían llegado a determinadas conclusiones:
«Los recientes acontecimientos han demostrado con toda claridad que la creencia de los del Este en la absoluta necesidad de una autoridad central fuerte como única salvaguarda de la unidad del país es absolutamente presuntuosa y quizá sea una simplificación, al exceso, de la situación. Por el contrario, parece que esa base total en la que se asienta la concepción del Este sobre una nación, una ciudadanía común y un solo destino, no ha existido jamás»[6]
Aquélla no era una confesión grata y la desilusión fue profunda, casi traumática. Incluso hoy en día se refleja en el tono de aquellos habitantes de Biafra, que entonces se hallaban en el centro de los acontecimientos.
Entretanto, se suscitaron discusiones a todos los niveles para decidir la postura que cada región adoptaría en la conferencia que se iba a celebrar en Lagos y cuyas tareas deberían iniciarse el 12 de setiembre, bajo el nombre de «Ad Hoc Constitutional Review». En dicha conferencia, el Este propuso una asociación no muy estrecha de Estados, con un amplio margen de autonomía interna, no porque ello constituyera el sueño del Este, sino porque, al parecer, era la única proposición que demostraba haberse concienciado de las realidades de la situación. Tres meses más tarde, el coronel Ojukwu expresó esa misma opinión, en dos frases: «Es mejor que nos separemos un poco y sobrevivamos. Es peor que nos aproximemos más y perezcamos en la colisión[7]»
El Norte optó asimismo por una federación desligada, pero aún más de lo propuesto por el Este. La proposición del Norte era tan sumamente desvinculante que alcanzaba a ser una Confederación de Estados y para que no quedaran dudas sobre su deseos, la delegación del Norte facilitó un informe detallado acerca de la Organización de Servicios Comunes del este de África, la cual se sugería como modelo. En sus proposiciones, la delegación del Norte afirmaba lo siguiente acerca de la unidad de Nigeria:
«Los recientes acontecimientos han demostrado que los líderes de Nigeria intentan construir un futuro para el país, basado en una rígida ideología política, lo que sería irrealístico y desastroso. Hemos pretendido por demasiado tiempo que no existen diferencias entre los pueblos de este país. La dura realidad que debemos aceptar honradamente como de vital importancia para el experimento nigeriano, especialmente para el futuro, es que estamos formados por la reunión de pueblos muy diversos a causa de recientes accidentes históricos. Pretender otra cosa sería una necedad[8]»
La similitud de la conclusión de dicho pasaje y del citado anteriormente, extraído de una publicación del Este, es obvia. Por primera vez parecía ser que el Norte y el Este estaban de acuerdo en la evidencia de su propia incompatibilidad.
El Norte fue, incluso, más lejos, al solicitar que en la Nueva Constitución nigeriana se incluyera una cláusula de sucesión, añadiendo: «Cualquier Estado miembro de la Unión se reserva el derecho de separarse completa y unilateralmente de la Unión, y pactar acuerdos de cooperación con otros miembros de la Unión de la naturaleza y en la forma que estimen adecuada[9]»
A diferencia de la actitud del Este, el punto de vista del Norte se hallaba completamente acorde con décadas de tradición. Entonces fue cuando se produjo el segundo volte-face. Al parecer se había producido, días atrás, una crisis en el seno de la Delegación del Norte, en Lagos. El coronel Katsina llegó procedente de Kaduna; los delegados salieron precipitadamente hacia el Norte; la conferencia se aplazó. Cuando los del Norte regresaron tras haber efectuado sus consultas, presentaron un abanico de propuestas totalmente diferentes. Aquella vez deseaban un Gobierno central efectivo y fuerte, suprimiendo la autonomía de las Regiones; convenían en la creación de más Estados en Nigeria (idea que siempre, con anterioridad, les había parecido inaceptable); y accedieron a suprimir la mención de la secesión.
Se ofrecieron entonces varias explicaciones para justificar aquella extraordinaria ruptura con toda la tradicional actitud del Norte. Una era que los elementos del Middle Belt, cuyos efectivos humanos en infantería constituían el grueso del Ejército, habían declarado sin paliativos que no deseaban volver a la autonomía regional, ya que ello significaba la reinstauración de la hegemonía de los emires, que estimaban fastidiosa, y que presionaron sobre el Norte y el Gobierno Central con su preponderancia en el Ejército, del que dependían ahora ambos equipos de mandatarios, para conseguir su propósito. De ser cierto, aportaría una nueva fuerza a la política nigeriana: las tribus minoritarias y sería causa de lo que Walter Schwarz califica de «tercer golpe».
Otra explicación, es la que se atribuye a los emires, o bien se estima que a ellos les fue presentada, y consiste en que unas regiones virtualmente autónomas se verían constreñidas a sus propias fuentes de beneficios, con lo que el Norte se vería obligado a satisfacer grandes sumas de dinero en devolución de préstamos recibidos con motivo del proyecto del dique de Kainji y la Bornu Railway Extensión, mientras que el Este se beneficiaría de los ingresos del petróleo.
Según una tercera explicación, los diplomáticos británicos, una vez más, se habrían dedicado a presionar sobre el Norte, haciendo uso de su innegable influencia, para dejar patente que Whitehall no deseaba ver a Nigeria transformada en una Federación de Estados.
En cuarto lugar, es posible que los mandatarios del Norte comprobaran que podían permitirse el lujo de acceder a que las figuras de las tribus minoritarias figuraran al frente de una Nigeria unificada y pudieran incluso autorizar la creación de nuevos Estados, siempre que ellos siguieran ostentando el poder básico en el fondo, asegurándose que el Gobierno central continuara dependiendo de un poder en el Ejército y ese mismo Ejército siguiera bajo dominio del Norte. Alguna evidencia que respaldara dicho punto de vista se produjo después, cuando el Norte quedó ostensiblemente dividido en seis Estados. El coronel Katsina fue requerido por un corresponsal de la BBC para que contestara acerca de si este cambio había afectado, de algún modo, la tradicional estructura de poder del Norte, a lo que repuso: «No, ni en lo más mínimo». Cuando, en un momento dado, mediada la presente guerra, parecía que Gowon se afirmaba en su postura, Katsina ordenó el traslado de una brigada de hausas hasta las proximidades de Lagos, por el Norte, y con toda tranquilidad se proclamó a sí mismo Jefe de Estado Mayor del Ejército, para suceder a otro norteño, el coronel Bissalla.
Fuera la que fuese la razón del cambio, lo cierto es que aconteció en forma tan repentina y resultó tan falta de carácter, que parecía dejar traslucir la existencia de un «trato» en el trasfondo de todo el asunto. Por otra parte, la satisfacción de Whitehall ante el cambio era tan evidente que se hace difícil de creer que el Alto Comisariado británico se hubiera mantenido al margen.
Luego resultó que la Conferencia Constitucional quedó en agua de borrajas, al verse interrumpida y desbordada por otro brote de matanzas, el peor hasta aquel momento, y de una intensidad tal que destruyó de una vez por todas cualquier ilusión de que el odio del Norte hacia el Este pudiera tenerse por fenómeno pasajero o coyuntural en una nación nueva y sentara las bases para la creencia arraigada en el Este de que la única esperanza de supervivencia como pueblo descansaba en la posibilidad de separarse de Nigeria.
En la literatura posteriormente puesta en circulación por el Gobierno Militar nigeriano (y no ha de sorprender que la literatura Federal sea pro Norte) se ofrecen varias razones para tales matanzas, y tanto su envergadura como su carácter se ven minimizados. Un examen de tales excusas revela que han sido aducidas o inventadas con posterioridad a las matanzas y que comparándolas con los datos pertinentes y un examen de la evidencia presentada por testigos oculares europeos demuestra su falsedad. La excusa principal se basa en que en el Este se produjeron matanzas de algunos habitantes del Norte y que ello desató la matanza de los del Este en el Norte. En realidad, si bien es cierto que se acusaron algunos brotes de violencia contra los habitantes del Este de origen norteño, los mismos se pusieron de manifiesto una semana después de las matanzas de individuos del Este ocurridas en el Norte.
Lo mismo que en mayo, las matanzas fueron organizadas por los mismos elementos que quedaron desacreditados en enero: expolíticos, funcionarios civiles, oficiales del Gobierno y partidas de truhanes y rufianes. De nuevo, se les vio circular de un lado a otro en autobuses, trasladándose de pueblo en pueblo por todo el Norte, exhortando a la población a la violencia y reduciéndolos en sus ataques a los Sabon Garis, en donde vivían agrupados los del Este. Había una diferencia significativa; a últimos de verano, la Policía y el Ejército no sólo se unieron, sino que en muchos casos capitaneaban las bandas terroristas, repartiendo el botín procedente del saqueo de las propiedades de las víctimas y de las violaciones de sus mujeres.
Tales brotes se iniciaron entre el 18 y el 24 de setiembre, esto es, al cabo de unos días de haberse inaugurado la Conferencia Constitucional en Lagos, en las ciudades norteñas de Makurdi, Minna, Gboko, Gombe, Jos, Sokoto y Kaduna. El Cuarto Batallón, con base en Kaduna, abandonó los acuartelamientos y se entregó al desenfreno, codo con codo con los paisanos. El coronel Katsina promulgó un edicto para que los soldados depusieran su actitud, pero no obtuvo el menor efecto.
El 29 de setiembre de 1966, el coronel Gowon emitió un comunicado radiado, con la aparente intención de poner fin a los desmanes y la violencia, en el que se expresaba así: «Parece haber ido más allá de lo razonable y haber alcanzado un punto de irresponsabilidad y exceso». De tales palabras, los radioyentes podían extraer la conclusión de que, dentro de unos determinados límites de moderación, la matanza de individuos del Este podía ser considerada como una práctica razonable. En cualquier caso, su intervención no resultó positiva, ya que, lejos de reducirse, el fuego se convirtió en holocausto.
Por si las descripciones de lo sucedido pueden parecerle a alguien fruto de una imaginación calenturienta, tal como se ha querido postular por algunos círculos próximos a los Gobiernos nigeriano y británico, dejemos que sean tres testigos oculares europeos quienes nos cuenten lo que sucedió.
A continuación, lo referido por el corresponsal de la revista Time, en su número del 7 de octubre:
La matanza se inició en el aeropuerto, cerca del acuartelamiento del Quinto Batallón en la ciudad de Kano. Acababa de llegar de Londres, con destino a Lagos, un aparato tipo jet, y mientras los pasajeros con destino a Kano eran conducidos al cobertizo de la Aduana, hizo acto de presencia en forma repentina un soldado con la mirada extraviada, quien, rifle en mano, exclamó a voces: Ina Nyamiri, que es la transcripción hausa de «¿Dónde están los malditos ibos?». Algunos de los funcionarios de Aduanas, que eran ibos, arrojaron los trozos de tiza con los que se disponían a marcar los equipajes y echaron a correr, pero fueron derribados a tiros por otro grupo de soldados situado en la entrada principal. Animándose con las maldiciones de sangre de una Guerra Santa Árabe, las tropas hausas redujeron el aeropuerto a escombros, pasando por la bayoneta a los trabajadores ibos, acosándolos y derribándolos en los bares, hoteles y por las calles. Un contingente condujo los «Landrovers» hasta la estación del ferrocarril, en donde había concentrados más de cien ibos, que aguardaban un tren, y los aniquilaron con fuego de armas automáticas.
No era preciso que los soldados llevaran a cabo todas las muertes, ya que muy pronto se les incorporaron miles de hausas civiles, que saquearon la ciudad, armados de piedras, alfanjes, machetes y armas toscamente construidas con trozos de metal y vidrios rotos. A los gritos de ¡Paganos! y ¡Allah!, la muchedumbre y los soldados invadieron los Sabon Garis, barrios de extranjeros, saqueando, pillando e incendiando hogares y almacenes ibos, asesinando a sus propietarios y ocupantes.
La matanza prosiguió durante toda la noche y parte de la mañana siguiente. Sólo entonces, fatigados y satisfechos, los hausas se retiraron a sus casas y cuarteles para desayunarse y dormir. Vehículos municipales de recogida de basuras, fueron enviados para hacerse cargo de los cadáveres, los cuales serían posteriormente arrojados a fosas comunes, en el exterior de la ciudad. La cifra de muertos no sería conocida nunca, pero, por lo menos, alcanzaba el millar.
Sin embargo, algunos miles de ibos sobrevivieron a la orgía. Y a todos ellos les obsesiona la misma idea: huir del Norte.
Walter Partington, del Daily Express, de Londres, 6 de octubre:
Pero, por lo que he sabido en el curso de mi viaje en vuelos charter hasta ciudades a las que la aviación civil del Norte se compromete a volar, y por lo que he visto en un recorrido por carretera a través de este desolado país, el horror de la matanza parece igualar, en algunas ocasiones, al del Congo. Ignoro si en la Región Norte quedan algunos ibos… porque, si no han muerto, estarán escondidos en el monte bajo, cuyos matorrales son tan altos en esta tierra como los de Inglaterra y Francia.
He visto aves de rapiña y perros disputándose los cadáveres de los ibos, así como mujeres y niños empuñando machetes y armas de todo tipo.
Tuve ocasión de hablar en Kaduna, con el piloto de las Líneas Charter que trasladó a cientos de ibos, la pasada semana, hasta lugar seguro. Dijo: «La cifra de muertos debe exceder con mucho de los 3000…». Una joven inglesa declaró: «Los hausas transportaban a los heridos ibos a los hospitales para rematarlos allí».
He hablado con tres familias que escaparon del poblado de Nguru, en pleno monte, situado casi a doscientos kilómetros de aquí, al norte (el despacho estaba fechado en Lagos). Escaparon en tres «Landrovers» de la población en donde habían sido asesinados unos cincuenta ibos, a manos de la turba ebria de cerveza extraída de algunas tiendas europeas. Otro inglés que escapó de la población hablaba de dos sacerdotes católicos que corrían como él, siendo perseguidos por la multitud. «No sé si salieron con vida; no me quedé para verlo…». Gran número de ibos asesinados están enterrados en monumentales fosas comunes en el exterior de los muros musulmanes.
En Jos, los pilotos de vuelos charter que habían transportado a ibos hasta lugares seguros en el Este, hablaban de, al menos, 800 muertos.
En Zaria, situado a unos setenta kilómetros de Kaduna, hablé con un hausa, ataviado con sus ropas de color azafrán, el cual me dijo: «Aquí matamos a unos doscientos cincuenta. Quizás ésa era la voluntad de Alá».
Un europeo presenció el asesinato de una mujer y su hija en el jardín delantero de su casa, tras verse obligado a no admitirlas.
Colin Legum, de The Observer, de Londres, 16 de octubre de 1966:
En tanto que los hausas de todos los pueblos y ciudades del Norte sólo tenían conocimiento de lo que sucedía en sus propias localidades, los ibos supieron la terrible historia de labios de los 600 000 refugiados, aproximadamente, que habían escapado hasta la seguridad de la Región Este, después de ser golpeados, desnudados, azotados, arañados, despojados de todos sus bienes; los huérfanos, las viudas, los traumatizados. Una mujer, muda y en pleno desvarío, regresó a su pueblo después de un viaje de cinco días, portando un recipiente redondo entre las manos. Dentro descansaba la cabeza de su hijo, que le había sido cercenada en su presencia.
Hombres, mujeres y niños llegaron con brazos y piernas rotos, con las bocas destrozadas. A las mujeres embarazadas les abrían el vientre y mataban a la criatura que llevaban en el seno. El total de víctimas es incontable; el número de heridos que llegó al Este alcanza varios miles. Al cabo de quince días, el aspecto que ofrecía la Región Este recordaba el que presentaba la entrada de refugiados en Israel al término de la última guerra. El paralelismo no deja de tener importancia.
Proseguir con el detalle de las descripciones de las atrocidades perpetradas durante aquellas semanas de últimos de verano de 1966 sería tanto como invitar a la crítica a que se manifieste acusándonos de gloriarnos en la bestialidad del tema. Las declaraciones de testigos oculares se recogieron más tarde por escrito y suman varios miles de páginas y hay pasajes en los que la naturaleza de las atrocidades perpetradas sobrepasa la capacidad del entendimiento humano. Lo mismo puede decirse de las descripciones ofrecidas por los médicos europeos que se hallaban entre los facultativos que atendieron a los heridos del aeropuerto de Enugu y de los que se hallaban en la estación de ferrocarril para recibir a los refugiados que llegaban al Este.
Pero no menos significativo ha sido el esfuerzo realizado por los Gobiernos británico y nigeriano por esconderlo todo bajo la alfombra, como si por dejar de mencionarlo, el recuerdo pudiera desvanecerse. Para el Gobierno de Nigeria es un asunto tabú; en Whitehall es el mejor tema para cortar una conversación, desde lo de Burgess y MacLean.
Muchos sofisticados corresponsales de Prensa parecen asimismo haberse puesto de acuerdo para no mencionar las matanzas de 1966 por lo que respecta a la separación de la Nigeria Oriental de la Federación, así como de la presente guerra. Esto se aparta por completo de la realidad. No es posible explicar la actitud de los biafreños de hoy frente a los nigerianos, sin hacer referencia a tales acontecimientos, del mismo modo que no es posible comentar determinadas actitudes de los judíos ante los alemanes, sin recordar la experiencia de los judíos a manos de los nazis, durante el período comprendido entre 1933 y 1945.