Los dos hombres que detentaron el poder ejecutivo en las dos partes de Nigeria, hasta el momento irreconciliables, diferían entre sí notablemente. El teniente coronel Yakubu Gowon tenía treinta y dos años, era hijo de un pastor metodista, y había recibido su instrucción en la misión evangélica de una de las tribus menores del Norte, la sho-sho. Procedía de un lugar próximo a la ciudad de Bauchi. Unos años más tarde asistió a la escuela de la misión y luego a un instituto. A los dieciocho años se alistó en el Ejército y tuvo la suerte de ser enviado a una Escuela Militar para cursar estudios de oficial, primero en Eaton Hall y más tarde en Sandhurst. Regresó a Nigeria para servir como oficial de Infantería y, con posterioridad, siguió unos cursos en Inglaterra, concretamente en Hythe y Warminster. A su regreso, se convirtió en el primer adjunto nigeriano y luego, al igual que el general Ironsi, sirvió en el Contingente Nigeriano del Congo. Durante el golpe de enero, se encontraba en Inglaterra siguiendo otro curso, en el Joint Services Staff College.
En apariencia era completamente distinto de sus compañeros del otro lado del Níger. De baja estatura, apuesto y de rostro agradable, siempre muy atildado, luce habitualmente una deslumbrante y juvenil sonrisa.
Pero, probablemente, en lo que difieran más ambos líderes es en el carácter. Quienes conocen bien a Gowon por haber servido a su lado lo describen como un hombre de maneras suaves y humildes, incapaz de matar una mosca… personalmente. Pero añaden que es vanidoso y rencoroso, características que oculta con esa capa de encanto personal instantáneo que le ha ganado tantas simpatías entre los extranjeros desde el momento de acceder al poder. En términos políticos, el mayor reproche que le hacen los biafreños de puntos de vista moderados consiste en que es débil y vacilante al enfrentarse con la necesidad de tomar decisiones firmes, que es un hombre influible por personalidades más poderosas que la suya, que puede ser amedrentado con relativa facilidad y que en ningún caso está a la altura de la mayoría de los oficiales que llevaron a término el golpe de julio, o los avispados funcionarios civiles que vieron en su régimen un camino para hacerse con el poder del país.
Para los biafreños, Gowon no ha sido nunca el verdadero jefe de Nigeria, sino un hombre de paja aceptable, para actuar de pantalla frente al extranjero, de trato untuoso para con periodistas y corresponsales, encantador con los diplomáticos y que da una imagen perfecta en televisión.
La debilidad de carácter de Gowon se hizo patente muy pronto, después de la toma de poder. Uno de sus primeros actos fue ordenar la detención de las matanzas de oficiales del Este, así como de los hombres del Ejército nigeriano. Sin embargo, tal como se ha demostrado, las matanzas prosiguieron sin alteraciones notables, hasta finales del mes de agosto. Dos años después, aparentemente ya no ejercía control sobre sus Fuerzas Armadas. Volvió a asegurar a corresponsales de Prensa y diplomáticos que había ordenado a las Fuerzas Aéreas que dieran por finalizados los bombardeos sobre los centros civiles de Biafra; pero el saqueo, bombardeo y expoliación de iglesias, mercados y hospitales continuó sin desmayo.
El teniente coronel Chukwuemeka Odumegwu Ojukwu es una persona completamente distinta. Nació hace treinta y cinco años en Zungeru, pequeña población de la Región Norte, en donde su padre se encontraba de paso. Su padre, Sir Louis Odumegwu Ojukwu, que falleció el mes de setiembre de 1966, después de haber sido ennoblecido y poseer una cuenta bancaria de varios millones de libras, se inició en la vida como modesto hombre de negocios, en Nnewi, en la Región Oriental. Creó una empresa de transportes por carretera que cubría toda la nación, tuvo la perspicacia de desprenderse del negocio a buen precio cuando los ferrocarriles hacían su aparición e invirtió sus ganancias en propiedades y altas finanzas. Todo cuando Sir Louis tocaba se convertía en oro. Invirtió en terrenos edificables en Lagos, en una época en que los precios estaban bajos; a su muerte, los eriales de tierra pantanosa de Isla Victoria, en la Ciudad de Lagos, eran disputados a precios increíbles, ya que la Isla Victoria se había visto favorecida en la elección de un nuevo emplazamiento residencial suburbano de la ciudad en expansión.
La historia de su segundo hijo, el favorito, no puede presentarse como la del pobretón enriquecido. El hogar familiar en donde el niño Emeka Ojukwu jugaba antes de ir al colegio era una lujosa mansión. Al igual que la mayoría de los hombres de negocios acaudalados, la casa de Sir Louis estaba siempre abierta y su mansión era lugar de cita de la adinerada elite de la próspera colonia. En 1940, el joven Ojukwu ingresó en la escuela primaria de la misión católica, pero pronto fue enviado al King’s College, la elegante academia particular modelada según las líneas marcadas por las public schools británicas. Allí permaneció hasta los trece años, cuando su padre lo envió al Epsom College que se levanta entre las verdes colinas de Surrey. Más tarde declararía que su primera impresión de Gran Bretaña era la de sentirse «completamente perdido en este mar de caras blancas». El aislamiento de aquel muchachito africano en un entorno que le era totalmente extraño, influiría en el moldeado de su carácter. Obligado a encerrarse en sí mismo, desarrolló una filosofía privada de absoluta autosuficiencia, una inquebrantable confianza propia, que no cuenta con el apoyo externo de los otros. A pesar de los frecuentes choques con la autoridad establecida encarnada en la figura del director, se desenvolvió bastante bien, fue un buen jugador de rugby y su marca como lanzador júnior de disco sigue imbatida.
Salió a los dieciocho años para trasladarse al Lincoln College de Oxford. Allí se enfrentó por vez primera con su padre, y ganó. Sir Louis era el clásico padre victoriano, un hombre de férrea voluntad que no contaba con hallar oposición notable a sus deseos por parte de su descendencia… En su segundo hijo creía reconocer algo de sí mismo y quizás estaba en lo cierto. Sir Louis deseaba que su hijo estudiara la carrera de leyes, pero después del primer curso obligatorio, Emeka Ojukwu quiso proseguir con Historia Moderna, que le interesaba mucho más. Seguía jugando al rugby y estuvo a punto de ganar un Blue. Se graduó sin demasiado esfuerzo. Sus tres años en Oxford fueron los más felices de su vida, se aproximaba su veintiún cumpleaños y él era fuerte, bien parecido, rico y libre de preocupaciones.
A su regreso a Nigeria, según comenta él mismo ahora, llamó la atención «únicamente por el impecable corte de mis trajes ingleses». Entonces se produjo el segundo enfrentamiento con su padre. Lo natural hubiera sido que Ojukwu se iniciara en alguno de los prósperos negocios de su padre, o de algún amigo de su padre, en donde la promoción sería automática y el trabajo mínimo. Dice mucho en favor de su independencia de carácter el que buscara un trabajo en el que la sombra poderosa del nombre Ojukwu no le sirviera de cobijo. Optó por un empleo de funcionario civil y solicitó que le trasladaran a la Región Norte para escapar a su nombre y paternidad.
Pero el sentido regionalista que imperaba en el interior del Servicio Civil impedía poner en práctica su idea. El Norte era para los norteños y, en consecuencia, el joven Ojukwu fue enviado al Este. El tener que soportar que su hijo ingresara en el cuerpo a un nivel tan humilde, fue un duro golpe para Sir Louis, pero lo soportó. Su partida al Este fue otro duro golpe para Ojukwu, pues había confiado en escapar a la influencia del nombre de su padre y tropezaba con ella por doquier. Sir Louis era el héroe local, el que había triunfado, su nombre era pura magia, y el nuevo Oficial Asistente de la División descubrió muy pronto que, hiciera lo que hiciera, los informes anuales de su actuación eran siempre resplandecientes. Ningún superior se atrevería a presentar un informe desfavorable del hijo de Sir Louis y eso era lo último que el joven deseaba.
En un intento de probarse a sí mismo, se entregó al trabajo con espíritu de venganza, procurando ausentarse de la ciudad tanto como le fuera posible y para ello ayudaba en la construcción de carreteras, zanjas, tareas en suma que tuvieran un marco rural. Irónicamente, aquello fue un excelente aprendizaje de su situación actual y del que echa mano constantemente. En aquellos dos años, el joven favorito de Lagos aprendió a conocer a su propio pueblo, el ibo, a nivel de hombre de la calle, para comprender sus problemas, esperanzas y temores. Lo más importante de todo es la tolerancia que muestra hacia su flaqueza, su torpeza, algo que queda fuera de toda comprensión para sus colegas educados en Occidente, así como para los restantes oficiales. Es precisamente ese vínculo que le une al pueblo, una comunicación de doble sentido y muy profunda, lo que hoy en día establece las bases de su liderazgo del pueblo biafreño y que desorienta a sus oponentes extranjeros que habrían deseado verlo víctima de un golpe hace ya mucho tiempo. El pueblo sabe que él los comprende a ellos y a sus costumbres y responde con una absoluta lealtad.
Pero, después de dos años en el Servicio Civil, trabajando entre los ibos y no ibos del Este, decidió dejar el asunto y enrolarse en el Ejército. La razón resulta irónica en un hombre a quien se acusa de «haber quebrantado la Federación», era un federalista tan convencido que los limitados confines del regionalismo que imperaba en el Servicio Civil le irritaron los nervios. En cambio, el Ejército se le ofrecía como una institución en la que para nada cuenta ni la tribu, ni la raza ni la razón de nacimiento o lazos familiares. Constituía asimismo un marco en el que podía desprenderse del empalagoso prestigio del nombre Ojukwu y promocionarse según méritos propios.
Fue inmediatamente enviado a realizar los estudios y adiestramiento necesarios para oficial en Eaton Hall, Chester, y se graduó como segundo teniente. A veces se dice, erróneamente, que estuvo en Sandhurst. Tras unos cursos posteriormente seguidos en Hythe y Warminster, regresó a su país y obtuvo su primera asignación en el Quinto Batallón con base en Kano, en el norte de Nigeria. Dos años más tarde fue promovido al empleo de capitán y enviado al Cuartel General del Ejército, con base en los acuartelamientos de Ikeja, en Lagos. Aquello sucedía en 1960, año de la independencia.
Para el acaudalado oficial soltero del agradable Ejército nigeriano, la vida era de lo más placentera. En 1961 fue enviado a la escuela de instrucción de la West African Frontier Force, situada en Teshie, cerca de Ghana, como conferenciante de táctica y justicia militar. El primero de la clase de táctica era el teniente Murtela Mohammed.
Más tarde, ese mismo año, el capitán Ojukwu retomó al Quinto Batallón, en Kano, pero muy pronto fue promocionado al grado de mayor y enviado al cuartel general de la Primera Brigada, con base en Kaduna. Aquel mismo año sirvió en Luluabourg, provincia de Kasai, Congo, encuadrado en la Tercera Brigada de las fuerzas de pacificación de las Naciones Unidas, durante la secesión de Katanga. Allí fue elegido para practicar un más amplio adiestramiento militar y, en 1962, asistió al Joint Services Staff College, en Inglaterra. En enero de 1963 accedió al empleo de teniente coronel y, en calidad de tal, se convirtió en el primer general de Intendencia indígena del Ejército de Nigeria.
Mientras ocupaba dicho puesto tomó la decisión y extrajo la experiencia que más tarde le capacitaría para presentar ante el Gobierno británico las reclamaciones pertinentes en el sentido de que los embarques de armas de Londres a Lagos formaban únicamente parte de los «suministros tradicionales». Mientras se mantuvo en el poder siguió una política de «comprar lo mejor, al precio que sea, donde sea». Ateniéndose a esta norma, se cancelaron los viejos contratos con firmas británicas para suministro de armas y se firmaron otros con firmas más competitivas de Holanda, Bélgica, Italia, Alemania Federal e Israel. Cuando estalló la presente guerra, el Ejército nigeriano dependía de Gran Bretaña únicamente para los suministros de uniformes de gala y carros blindados.
Un año después regresó al Quinto Batallón, en aquella ocasión como Comandante en Jefe. Durante su estancia en Kano, en 1965, el joven mayor Nzeogwu, en Kaduna, organizaba ya el complot de enero de 1966. Nadie se ha preocupado nunca en sugerir que el coronel Ojukwu pudiera formar parte del mismo o tuviera conocimiento de él. Los conspiradores lo ignoraron por completo. En primer lugar, era considerado como miembro integrante del «establishment», pero, más importante todavía, se admitía, generalmente, que el giro legalístico de su mente podría hacerle sentir repugnancia hacia la idea de rebelión contra la autoridad legalmente constituida.
Al estallar el golpe de enero de 1966, él fue uno de los pocos que no perdió la cabeza. Reunió en cónclave al administrador provincial y al emir de Kano y les urgió para que se adhirieran a él en su intento de mantener a Kano y su provincia libres de disturbios y derramamiento de sangre. Al cabo de pocas horas se había puesto al habla telefónicamente con el general Ironsi, pidiéndole su apoyo y el del Quinto, para el bando leal.
Unos días después, cuando Ironsi se halló precisado de un oficial de la Región Oriental para nombrarlo gobernador militar del Este, rogó al coronel Ojukwu que aceptara la designación.
A la edad de treinta y tres años, el coronel Ojukwu fue designado para gobernar a su propio pueblo y los cinco millones de habitantes de la Región Oriental, no pertenecientes a la tribu ibo. Los tiempos felices sin sombra de preocupación habían concluido y quienes lo conocían bien dicen que experimentó un notable cambio. Con las responsabilidades de gobierno y, más tarde, con las del liderazgo político popular, la desenfadada estampa del joven oficial cedió paso a una figura más sobria. Sigue en su sitio con toda seriedad. El futuro le reserva las matanzas de julio de 1966, sobre su propio pueblo; otro golpe de Estado; más exterminio racial, odio, desconfianza, promesas quebrantadas, el propósito de seguir los deseos de su pueblo y separarse de Nigeria, guerra, hambre, la calumnia de medio mundo y, posiblemente, la muerte.
Pero cuando él tomó posesión de su cargo en enero de 1966 no era eso lo que parecía avecinarse. Al igual que los coroneles Fajuyi y Ejoor, el coronel Ojukwu no perdió el tiempo y se aplicó a la tarea de eliminar la corrupción y la venalidad de la vida pública del Este. Al igual que en todo el Sur, aunque no en el Norte, algunos de los políticos más bien situados del viejo régimen, fueron detenidos ya desde el instante mismo de iniciarse la operación de limpieza.
Ni siquiera las matanzas de mayo en el Norte de Nigeria hicieron mella en su visión de la Unidad de Nigeria. Una vez que el sultán de Sokoto aseguró al general Ironsi que no se producirían más asesinatos, el coronel Ojukwu aprovechó la oportunidad de la visita de su amigo, el emir de Kano a Nsukka, para rogar a todos aquellos elementos de su pueblo que habían huido al Norte que regresaran a sus hogares y se reincorporaran a sus puestos de trabajo. Tiempo después lamentaría aquella decisión y el remordimiento que le ocasiona el recuerdo de todos aquellos que, atendiendo a sus palabras, regresaron a sus casas para morir a manos de asesinos, se mantiene vivo todavía.
En dos aspectos el coronel Ojukwu es una figura única en la presente situación. Por una parte, no se vio comprometido por participar en la corrupción de los políticos; los actuales políticos de Lagos son, en su mayoría, aquellos que maniobraron y pulularon en el antiguo circo, en el que el enriquecimiento a costa de los caudales públicos se hallaba a la orden del día. Tampoco se vio involucrado en ninguno de los golpes militares; la mayoría de los militares que respaldan a los políticos de Nigeria forman el mismo grupo que llevó a efecto el sangriento golpe de julio de 1966.
En segundo lugar, él era un hombre rico. A la muerte de su padre, en 1966, heredó grandes propiedades en Lagos y otros lugares. Pero la herencia no estaba formada únicamente por propiedades. El viejo financiero poseía grandes sumas de dinero depositadas en cuentas bancadas suizas y, antes de morir, puso a su hijo al corriente del modo de acceder a ellas. Si el coronel Ojukwu le hubiera seguido el juego político a Nigeria, después del golpe de julio, hubiera conservado todo lo que le pertenecía y, además, el poder. Por actuar del modo que lo hizo, perdió cuanto poseía en Lagos y toda su fortuna en Nigeria. Por lo que respecta al dinero en el extranjero, cuando llegó el momento insistió en que se empleara en beneficio de Biafra hasta el último céntimo, antes de que se tocaran los fondos de las viejas regiones del Este. Dicha fortuna se evalúa en ocho millones de libras.