13. El pectoral del sumo sacerdote

Era casi medianoche y, como hacía mal tiempo, reinaba tal calma en Praga que se podía oír el murmullo del río. Uno tras otro, los tres hombres cruzaron la estrecha puerta del jardín de los muertos, pero casi inmediatamente Jehuda Liwa se detuvo.

—Quédense aquí y vigilen —dijo a sus compañeros—. La tumba de Mordechai Meisel se encuentra en la parte baja del cementerio, cerca de la de Rabbi Loew, mi antepasado. Deben impedir que alguien me siga…, suponiendo que haya alguien a estas horas.

Los dos amigos, comprendiendo que su guía no deseaba mostrarles cómo abriría la sepultura, asintieron con la cabeza. Pero no se ofendieron; al contrario, se sintieron aliviados de no participar en la violación de otra tumba.

—Me pregunto cómo es posible orientarse en medio de este caos de piedras —dijo Aldo—. Se diría que han sido esparcidas al azar por la mano de un gigante negligente. ¡Y hay muchísimas!

—Doce mil —contestó Adalbert—. He leído algunas cosas sobre este cementerio. Existe desde el siglo XV, pero, como el territorio del gueto está limitado, han apilado a los muertos unos encima de otros, a veces hasta diez. No obstante, hay dos o tres personajes ilustres que tienen derecho a moradas con cuatro paredes; debe de ser el caso de ese tal Meisel. Y es preciso que así sea, porque para los judíos turbar el descanso de los muertos es un crimen grave. —Para nosotros también.

Se oyó ruido de pasos en el exterior y los dos hombres se callaron; no tenía sentido hacer saber a nadie que había gente en el cementerio. Luego, los pasos se alejaron y Aldo, que se había escondido entre el tronco de un árbol y la pared para tratar de identificar al eventual visitante, salió. Adalbert frotó las manos una contra otra.

—¡Qué sitio tan lúgubre… y glacial! Estoy helado…

—En verano es mucho más agradable. Hay flores silvestres que crecen entre las tumbas y, sobre todo, está impregnado de fragancias: jazmín, saúco, un olor paradisíaco…

—Te noto muy romántico. Y sin embargo, deberías estar más contento: nuestros problemas han acabado… y también nuestras aventuras, claro.

El suspiro de Adalbert hizo sonreír a su amigo.

—Cualquiera diría que lo lamentas.

—Un poco, sí. Tendré que conformarme con la egiptología. Además —añadió en un tono súbitamente grave—, la vida tendrá menos interés ahora que Simón nos ha dejado.

—Yo también lo echaré de menos, pero te recuerdo que yo todavía tengo un problema: la última de los Solmanski continúa causando estragos bajo mi techo, y esa situación puede prolongarse mucho tiempo.

—¿Estás pensando en la anulación?

—Sí. Cuando la obtenga, si lo consigo, el hijo de otro estará viviendo en mi casa y yo tendré el pelo blanco. En cuanto a Lisa…, se habrá casado con Apfelgrüne o con Dios sabe quién.

Se produjo un silencio, únicamente turbado por el ruido lejano de un coche. Sentados uno junto a otro sobre una gran piedra, como dos gorriones en una rama, Aldo y Adalbert lo oyeron disminuir.

—¿Reconoces por fin que estás enamorado de ella? —murmuró el segundo.

—Sí…, y cuando pienso que podría ser su marido desde hace años, me daría de cabezazos contra la pared.

—No lo hagas. No os imagino comprometidos en un matrimonio acordado sin conoceros. Tú te comportaste como un hombre honrado negándote a casarte por dinero. En cuanto a ella, no estoy seguro de que hubiera aceptado convertirse en tu mujer en esas condiciones. Y te habría despreciado.

—Tienes razón. Pero ¿qué me dices de ti? Tú podrías casarte con Lisa. Eres libre como el viento y también estás enamorado de ella.

—Sí, pero ella no lo está de mí. Además, creo que soy el soltero perfecto. No me veo casado… A los gemelos no les gustaría… A menos… a menos que me case con Plan-Crépin.

—¿Estás de broma?

—No. Es una muchacha culta, fisgona a la par que acróbata, que haría maravillas excavando en un yacimiento. ¡Por no hablar de sus habilidades como detective!

—Ya, pero ¿tú la has mirado?

—Salvo en caso de que haya un grave defecto físico, no hay ninguna transformación imposible para un buen costurero y un buen peluquero. Dicho esto, tranquilízate: no voy a privar a la señora de Sommières de su fiel acompañante, aunque es posible que más adelante le ofrezca a Marie-Angéline un puesto de secretaria… o de amiga fiel. Estoy seguro de que trabajaríamos muy bien juntos. A mí esa muchacha me parece muy divertida.

El tiempo pasaba y el rabino no volvía. Aldo empezaba a preocuparse.

—Me entran ganas de ir a ver qué hace.

—Más vale que no. Podría no gustarle. Nos ha dicho que vigilemos, ¿no?, pues hagámoslo.

—Seguro que tienes razón, pero no me gusta esta atmósfera… ni este lugar. Tengo la impresión de ser un espectro. Y eso me recuerda un poema de Verlaine, que por cierto me gusta mucho.

—«Por el gran parque solitario y helado, dos sombras acaban de pasar…» —recitó Vidal-Pellicorne—. A mí también me ha venido a la mente… La diferencia es que nosotros no somos una pareja de antiguos enamorados.

Morosini soltó una risa queda que no lo animó.

—¿Cómo te las arreglas para saber casi siempre lo que me pasa por la cabeza?

Adalbert se encogió de hombros.

—Debe de ser eso la amistad… ¡Mira, ya viene!

La alta figura negra de largos cabellos blancos acababa de aparecer.

—Volvamos —dijo simplemente cuando se reunió con los vigías.

En silencio, salieron del cementerio y regresaron a la casa, donde las velas seguían ardiendo. De debajo de sus amplias vestiduras, Jehuda Liwa sacó un paquete envuelto en una resistente lona gris y una fina tela blanca y lo dejó sobre la mesa. Una vez retirado el envoltorio, apareció el gran pectoral, magnífico y brillante, tal como Morosini lo había visto dos años antes entre las manos de Simón Aronov. Con una diferencia: sólo faltaba una piedra, sólo una en las cuatro hileras de cabujones engastados en oro. Las otras tres —el zafiro, el diamante y el ópalo— habían sido colocadas en su lugar, y Aldo tocó emocionado con un dedo la piedra estrellada que su madre había llevado tiempo atrás.

—Ahora dame el collar —dijo Liwa, que había ido a buscar a un mueble una bolsa de piel con diversos útiles que extendió ante sí antes de tomar asiento en su sillón de respaldo alto.

Durante un rato, sus finos dedos se afanaron en desengastar el rubí con un cuidado extremo. Cuando lo hubo hecho, fue a depositarlo sobre el rollo abierto de la Tora, donde Morosini tuvo la impresión de que lanzaba destellos más intensos que nunca, como si intentara defenderse. El gran rabino extendió las manos sobre él a la vez que pronunciaba unas palabras incomprensibles, pero que por el tono de su voz se podía adivinar que eran órdenes. Un hecho extraño se produjo entonces: poco a poco, los destellos rojos fueron debilitándose, regresaron al interior de la piedra, y cuando las manos se apartaron ésta era una simple gema de un hermoso rojo intenso que brillaba a la luz dorada de las velas. Liwa la cogió de nuevo:

—Ya está —dijo—, ahora ya no hará daño a nadie. Voy a devolverla al pectoral. En ese mueble —añadió, señalando un aparador antiguo— encontraréis copas y vino español. Servíos y sentaos mientras esperáis.

—¿Esperar qué? —preguntó Aldo—. Todo va a volver a la normalidad y el pectoral ya se encuentra en su poder, que es su mejor destino, creo yo.

—No. Así no se cumplirá la predicción. Alguien debe llevarlo a la tierra de nuestros antepasados. Eso es lo que habría hecho Simón Aronov, a quien el Eterno acoja a su derecha. Tú eres su enviado, príncipe Morosini, y, en ausencia de él, te corresponde a ti la misión de repatriarlo.

—Pero ¿a quién debo entregárselo?

—Yo te lo diré. Déjame trabajar.

Vencido pero no resignado, Aldo aceptó la copa que Adalbert le tendía y la vació de un trago; después tomó otra. Durante un rato, los dos hombres aguardaron en silencio. Finalmente, Adalbert se atrevió a decir algo:

—¿Podemos hablar, o le molestaré en su tarea? —preguntó.

—No. Habla. ¿Qué quieres saber?

—¿Por qué no va usted mismo a Tierra Santa?

—Porque yo debo permanecer aquí y porque, si fuese yo, quizá pondría el pectoral en peligro. Debe llegar a determinadas manos. Un extranjero noble, rico y bien relacionado será mucho mejor recibido por los ingleses.

—¿Y cree que los judíos regresarán en masa cuando el pectoral esté allí?

—Algunos seguro, pero el éxodo tendrá lugar más adelante, dentro de unos veinte años. En este momento mis hermanos están bien instalados en diversos países. La mayoría es rica y feliz. No sienten ningún deseo de abandonar todo eso por la vida incierta de los pioneros. Para que se decidan a hacerlo, hará falta el aguijón de la desgracia, la gran desgracia que nada ni nadie puede evitar porque ya está preparándose.

—Pero Simón decía que, si reconstruíamos deprisa el pectoral, Israel podría salvarse —intervino Morosini.

—Debía animaros a buscar las piedras… y quizá también quería creerlo. De todas formas, la tradición no dice que Israel recuperará su soberanía cuando el pectoral haya regresado al hogar, sino que nuestro pueblo no podría recuperar su tierra y su poder mientras el símbolo sagrado de las tribus no estuviera de vuelta. Sin embargo, hay una terrible prueba que no podremos evitar. Israel tendrá que soportar las llamas del Infierno antes de encontrarse a sí mismo.

Una hora más tarde, el pectoral estaba reconstruido con todo su antiguo esplendor y el rabino lo envolvía en la tela inmaculada y la lona.

—Preferiría que se lo quedara —dijo Morosini—. Antes de morir, Simón nos dijo que usted era el último sumo sacerdote del Templo, algunas de cuyas piedras forman parte de su sinagoga. Podría esconderlo allí…, en el desván, por ejemplo.

Los ojos de Jehuda Liwa se clavaron en los del príncipe, penetrantes como flechas de fuego.

—Ése no es su sitio. Lo que cubre el tejado de la sinagoga Vieja-Nueva compete a la Justicia y la Venganza divinas. El pectoral debe llevar la esperanza regresando al lugar del que jamás debería haber salido.

—De acuerdo. Se hará lo que usted desea.

Aldo cogió el paquete gris y lo escondió bajo el impermeable.

—¿No olvidas nada? —preguntó el gran rabino al ver que se disponía a marcharse.

—Si quiere darme su bendición, no la rechazaré.

—Estoy pensando en aquella mujer de Sevilla cuya alma está en pena.

—¡Señor! —exclamó Morosini, sonrojándose—. ¡La Susona! ¿Cómo he podido olvidar a la que nos ha permitido recuperar el rubí?

—Tienes disculpa. Toma.

Cogió del atril donde descansaba la Tora un delgado rollo de pergamino y lo metió en un estuche de cobre antes de dárselo a Aldo.

—Otro viaje, amigo. Ve allí. Entra de noche en la casa de esa desdichada, saca el pergamino, extiéndelo sobre los peldaños de la escalera y márchate sin mirar atrás. Ése es su pasaporte para la redención.

—Lo haré.

—Lo haremos —precisó Adalbert mientras volvían a pie al hotel Europa por las oscuras callejas—. Siempre me han gustado las historias de fantasmas.

Hasta que no llegaron al hotel, no obtuvo la aprobación de su amigo.

—Estaré encantado de que vengas conmigo, pero esperaba que me propusieras acompañarme a Jerusalén —dijo Aldo, dejando el pectoral sobre la mesilla de noche y sacando la carta que Jehuda Liwa había metido bajo la lona.

—Tenía intención de hacerlo. Mientras tanto, ¿qué hacemos?

—Son las tres de la mañana. ¿No crees que podríamos dormir un poco? Cuando me despierte, llamaré a mi casa para saber si Anielka ha vuelto. ¡Ya va siendo hora de que le arranque las garras a ésa!

—¿Cómo vas a hacerlo?

—Todavía no lo sé, pero creo que el anuncio de la extinción de su familia la incitará a ser más comprensiva. Espero conseguir convencerla de que se vaya a vivir a otro sitio.

—Me pregunto si todavía crees en Papá Noel —repuso Adalbert, suspirando—. En fin, mientras tanto, buenas noches.

—Me extrañaría que la de hoy fuese mala.

Hacía mucho, en efecto, que Aldo no había dormido tan a gusto. La aniquilación casi total de la tribu Solmanski y la reconstrucción del pectoral lo llenaban de una auténtica alegría que se traducía en un descanso perfecto. Unas horas más tarde, recobró la conciencia con la impresión de renacer acompañado de un enorme deseo de actividad. Nada más despertar, pidió comunicación telefónica con Venecia y, mientras esperaba, se aseó —por primera vez desde hacía meses, cantó bajo la ducha— y devoró un copioso desayuno. Estaba encendiendo un cigarrillo mientras contemplaba un alegre sol otoñal acariciando las volutas modern style de su ventana, cuando le pasaron la comunicación. E inmediatamente su alegría de vivir sufrió un rudo golpe:

—¡Aldo! ¡Por fin! —dijo en el otro extremo del hilo la voz angustiada de Guy Buteau—. ¡Alabado sea Dios! ¿Dónde está? Creía que estaba en Zúrich, pero en el Baur me dijeron que se había marchado hacía varios días en coche con el señor Vidal-Pellicorne, y aquí… ¡aquí lo necesitamos!

—Estamos en Praga…, pero, por el amor de Dios, cálmese, amigo mío. ¿Qué ocurre?

—Su mujer y su prima Adriana han muerto… envenenadas por un soufflé de setas… y Celina está muy mal.

—¿Envenenadas? Pero ¿dónde ha ocurrido eso?

—Aquí, claro. ¡En el palacio!… Anielka quería celebrar con la condesa Orseolo su próxima toma de poder. Había ordenado a Celina que les preparase una cena francesa… No pudieron terminarla.

—¿Quiere decir que Celina las…?

—Sí, y después comió ella también soufflé, pero…

El teléfono se puso de pronto a crepitar y Aldo no oyó nada más, aparte de la voz de la telefonista del hotel:

—Lo siento, señor, debe de haber ocurrido algo…, una tormenta quizá…, pero se ha cortado la línea.

Aldo colgó tan violentamente que el aparato saltó y cayó al suelo. Sin preocuparse de eso, se precipitó a la habitación de Adalbert, al que encontró instalado en la cama tomando un cremoso café vienes y envuelto en el humo de un aromático cigarro. El arqueólogo ofrecía tal imagen de placidez que Morosini casi sintió vergüenza de turbar una felicidad tan bien ganada.

—Un día precioso, ¿en? —dijo Adalbert—. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. ¿Qué hacemos hoy?

—Tú, no lo sé, pero yo tomo el primer tren para Viena, donde pienso enlazar con el Viena-Trieste-Venecia.

—¿Qué pasa? ¿Tu casa está ardiendo?

—Casi. Tengo que volver cuanto antes.

En unas palabras, Aldo reprodujo su breve conversación telefónica. Adalbert se atragantó con el café, tiró el cigarro y saltó de la cama.

—Voy contigo. No pienso dejarte volver solo.

—¿Y el coche? ¿Vas a dejarlo aquí?

—Ah, es verdad. Mira, tú ve a tomar el tren. Yo pago el hotel, lleno el depósito de gasolina y me pongo en marcha. Nos encontraremos allí. La verdad es que no me molesta comprobar si puedo llegar antes que el ferrocarril.

—La carretera no es fácil, así que no cometas imprudencias, por favor. Ya tengo completo mi cupo de desgracias.

Se dirigía hacia la puerta cuando Adalbert lo llamó:

—¡Aldo!

—¿Sí?

—Puedes ser sincero conmigo. Que Anielka y la asesina de tu madre hayan muerto no debe de causarte una pena inmensa, supongo…

—Es verdad, pero lo de Celina es distinto. A ella la quiero, y la idea de que lo haya sacrificado todo por mí, incluso la vida…, eso me resulta… insoportable.

Un sollozo acompañó la última palabra. Aldo salió precipitadamente de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Diez minutos más tarde, un taxi lo llevaba a la estación.

Informado por el telegrama que Aldo había enviado antes de marcharse del Europa, Guy Buteau lo esperaba en la estación de Santa Lucia con el motoscaffo. Aquella mañana de noviembre gris y lluviosa, el antiguo preceptor vestido de negro parecía la imagen misma de la desolación pese a llevar el sombrero hongo graciosamente inclinado, como tenía por costumbre. Cuando vio aparecer a Morosini, se arrojó en sus brazos llorando, incapaz de pronunciar una sola palabra.

Aldo nunca lo había visto llorar. El dolor de aquel hombre refinado y cortés, siempre tan discreto, le encogió el corazón.

—¿Es que… Celina ha…?

El maduro caballero se irguió secándose los ojos.

—No…, todavía no. Es casi un milagro… Se diría que está esperando algo.

—Pero ¿cómo ha pasado?

—Anielka, como le dije, había invitado a su prima para celebrar lo que ella llamaba su toma de poder. Celina no hizo ningún comentario, pero me dijo que le gustaría que yo no estuviese presente. A mí me iba bien, porque Massaria me había invitado a cenar en su casa. Envió a Livia al cine y a Prisca a casa de su madre porque, según ella, para dos personas solamente ella y Zaccaría eran más que suficientes. Después del primer plato, que era una sopa de langosta, Celina empezó a quejarse de dolores «en sus interiores», como ella decía, y mandó a su marido a la farmacia para que le comprara magnesia.

—A esas horas debía de estar cerrada.

—Exacto. Ella sabía que Franco Guardini le abriría, pero que eso llevaría un poco de tiempo. Al quedarse sola, fue a servir ella misma un magnífico soufflé de trufas y setas. Yo no entiendo nada de setas, pero parece ser que las que Celina utilizó eran mortales: las dos mujeres debieron de tardar aproximadamente un cuarto de hora en morir. Después, Celina comió también soufflé.

—Entonces, ¿cómo es que…?

—¿Que no ha muerto? Gracias a Zaccaría. Los repentinos dolores de su mujer le parecieron sospechosos; se imaginó que estaba tramando algo y, en vez de ir a la farmacia, fue corriendo a casa de la señorita Kledermann…

Aldo soltó la maleta, que estuvo a punto de caer en el canal.

—¿Lisa? ¿Aquí?

—Sí. A principios de este año compró discretamente, con ayuda de nuestro notario, el pequeño palacio de San Polo, donde se instaló con un par de sirvientes. Celina iba a verla con frecuencia. Decía que le sentaba bien, que le daba ánimos, y era verdad. Cuando volvía de allí, siempre estaba más alegre; y Zaccaría también.

—¿Y usted estaba al corriente?

—Sí, perdóneme… Verá, a finales del año pasado Celina escribió a la señorita Lisa para explicarle cómo lo habían obligado a casarse con lady Ferráis. Entonces ella decidió venir y formamos en su casa un pequeño club cuyo objetivo era permanecer alerta y protegerlo lo máximo posible, porque estábamos convencidos de que junto a esa desgraciada usted se encontraba en peligro. Sobre todo cuando anunció su intención de solicitar la anulación del matrimonio.

Los dos hombres embarcaron en la lancha rápida, a cuyo mando continuó Zian, también de luto, mientras que Aldo se sentó en la popa con su viejo amigo.

—¡Al hospital! —ordenó el señor Buteau—. Pero no demasiado deprisa, que podamos hablar…

El barco zarpó lentamente, retrocedió y luego se adentró en el Gran Canal.

—¿Por qué no me dijeron nada? —le reprochó Morosini—. A mí también me habría sentado bien.

—No habría podido evitar ir a verla y toda Venecia habría sacado la conclusión de que tenía una amante. Además, ella no quería que usted estuviera enterado de su presencia. Una cuestión de orgullo, querido Aldo.

—Pero ¿por qué?

—Todos sabemos que está enamorado de ella, pero ¿se lo ha dicho alguna vez?

—Tenía demasiado miedo de que se riera en mi cara. No olvide que fue mi secretaria durante dos años y que estaba al corriente de mis aventuras… sentimentales. Además, cuando vino a traerme el ópalo, cuando mi único gesto debería haber sido tenderle los brazos, Anielka entró… y Lisa se marchó corriendo.

—Y estaba firmemente decidida a no volver a verlo. Si no hubiera sido por Celina, así habría sido.

—Pero ¿cómo es que estaba en Zúrich hace unos días? Apareció para salvarme en el momento en que la mujer que lleva mi apellido me acusaba de asesinato.

—Se enteró de que iba allí con su padre y tomó el siguiente tren.

—¿Y no se ha quedado allí? Kledermann debe de necesitarla en estos momentos de dolor.

—Todos los hombres no viven el dolor de la misma manera. Una vez enterrada su mujer, Kledermann optó por volcarse en los negocios. Se fue a Sudáfrica, y Lisa regresó inmediatamente aquí, más preocupada que nunca por su suerte. Ha sido ella la que ha evitado que Celina muriera poco después que las otras dos. Fue al palacio con Zaccaría y bastó un instante para comprender lo que había pasado. Celina ya estaba en el suelo. La señorita Lisa le hizo tragar leche y aceite de oliva hasta que consiguió que vomitara. Yo llegué en ese momento. Zaccaría había enviado a Zian en mi busca, y llamé a la policía.

—¡Dios mío!

—Había que hacerlo. Pero telefoneé a casa del comisario Salviati, que siente por usted una especie de veneración desde el robo en casa de la condesa Orseolo. Acudió inmediatamente y todo fue sobre ruedas: concluyó que se trataba de uno de esos lamentables accidentes que se producen a veces en otoño, con esas malditas setas que mucha gente cree conocer. Incluso una gran cocinera como Celina podía equivocarse: ese drama era la prueba, puesto que ella también había sido víctima de su refinado plato. ¿Qué más quiere saber?

—Nada, aparte de la verdad sobre su estado. ¿Va a salvarse?

—No lo sé. Los médicos creen que han conseguido eliminar el veneno, pero al parecer su corazón está muy débil. Estaba muy gorda, y esas emociones violentas, la pasión que ponía en todo, han acabado por deteriorarlo.

—¿Estaba muy gorda? ¿Es que ya no lo está?

—Usted mismo lo verá. Ha cambiado muchísimo en unos días.

El barco giró en el Rio dei Mendicanti, dejó atrás San Giovanni e Paolo y la Scuola di San Marco para tocar tierra finalmente ante la entrada del hospital. Siguiendo al señor Buteau, Morosini subió una escalera y recorrió un pasillo sin percatarse de los saludos que le dirigían, hasta que por fin una puerta se abrió ante él y la pena invadió su corazón. Celina estaba allí, y él hubiera podido no reconocerla. Inmóvil en aquella cama de hospital, parecía reducida a la mitad. El rostro de mejillas fláccidas, chupado, trágico, y las ojeras que marcaban los ojos cerrados la apartaban ya del mundo de los vivos. Aldo sólo necesitó una mirada para comprender que la mujer a la que quería tanto, casi su madre, el genio familiar de su morada estaba viviendo sus últimos instantes y no se podía hacer nada para impedirlo.

El dolor le atenazó el corazón hasta el punto de que no se atrevió a acercarse. De pie ante la cama, con las manos crispadas sobre los barrotes de hierro pintado, buscó a su alrededor una ayuda, una respuesta alentadora, la seguridad de que lo que estaba viendo no era verdad, y encontró la bella mirada oscura de Lisa, que al verlo entrar se había retirado a una esquina. Y esa mirada estaba llena de lágrimas.

—¿Está…?

—No. Todavía respira.

Entonces se dirigió hacia Lisa, hacia la cálida luz que su cabellera desprendía en aquella habitación de agonía. Durante unos instantes, se quedó plantado delante de ella, inmóvil, hipnotizado por el rostro claro que se alzaba hacia él. Luego, con un gesto que le salió de forma natural porque lo había soñado muchas veces, la estrechó entre sus brazos llorando.

—¡Lisa! —balbució cubriéndole de besos la cabeza, apoyada en su hombro—. Lisa… ¡te quiero tanto!

Permanecieron un momento abrazados, unidos a la vez por la pena y por el deslumbramiento del amor que se atreve por fin a decir su nombre, olvidando casi dónde se encontraban. Pero de pronto se oyó una voz débil, extenuada:

—¡Mira que te ha costado decirlo!

Fueron las últimas palabras de Celina. Sus ojos, entreabiertos, se cerraron de nuevo, y como si sólo hubiera estado esperando ese momento, abandonó la lucha y se adentró en la eternidad.

Dos días más tarde, la larga góndola negra con los leones de bronce y el terciopelo amaranto bordado en oro se deslizaba por la laguna en dirección a la isla San Michele. Zian, completamente vestido de negro, la impulsaba, pero ese día sólo había un pasajero: el ataúd de Celina cubierto por una funda de terciopelo con las armas de los príncipes Morosini y bajo un montón de flores.

Aldo, Lisa, Zaccaría, Adalbert y la «familia» seguían en otras góndolas, y toda Venecia detrás de ellos, porque toda Venecia conocía y quería a Celina. A los elegantes esquifes de la aristocracia se sumaban, pues, barcas, incluso pontones, que llevaban a horticultores, amigos conocidos o desconocidos y, sobre todo, un imponente ejército de mujeres vestidas de negro: las gobernantas y las cocineras de toda la ciudad. Todas esas personas cargadas de ramos y de coronas: la humilde niña de los muelles de Nápoles, recogida durante su viaje de luna de miel por la princesa Isabelle, se dirigía hacia el panteón principesco, donde reposaría con una pompa digna de una dogaresa.

Curiosamente, a nadie le sorprendía el esplendor deseado por Aldo para ese entierro. Lo que una de las ciudades más secretas del mundo no sabía, lo adivinaba, y los extraños acontecimientos que se habían desarrollado en casa de los Morosini desde hacía casi un año no dejaban a nadie indiferente. Además, Venecia, que ya se revolvía bajo el puño de los fascistas, veía aquello como una ocasión para reunirse.

A nadie le extrañaba tampoco que los cuerpos de Anielka y de Adriana continuaran depositados en una sepultura provisional pese al hecho de que las dos, una por matrimonio y la otra por nacimiento, deberían haber sido llevadas al panteón de los Morosini. Se sabía que Aldo les tenía destinada una tumba común. Así, su complicidad se prolongaría más allá de la muerte.

Esa misma noche, Aldo acompañaba a Lisa al tren de Viena, donde ella esperaría, junto a su abuela, el momento en que los dos pudieran reunirse y entregarse el uno al otro sin provocar escándalo. Pero ya habían acordado que Aldo iría a pasar la Navidad en Austria y que su regalo sería un anillo de compromiso. Hasta entonces, estaría muy ocupado solucionando con su notario el destino de los bienes de su efímera esposa, de los que no pensaba quedarse nada: todo iría a parar a los sucesores de Ferráis o a obras de caridad. Además, Morosini todavía tenía que hacer un viaje, sin duda el último como hombre soltero. Unos días después del entierro, partía para Sevilla en compañía de Adalbert. La Susona también tenía derecho al descanso.