Al día siguiente, a primera hora de la tarde, Aldo detenía el coche delante del hotel Europa, en Varsovia. El Amilcar, cubierto de barro y de polvo, ya no se sabía de qué color era, pero se había portado como un valiente —¡sólo dos pinchazos!— durante todo el interminable trayecto que, por Múnich, Praga, Breslau y Lodz, había llevado a sus conductores a buen puerto. Ellos tampoco estaban muy enteros: la lluvia los había acompañado durante una parte del camino. Llegaban molidos, destrozados, habiendo dormido a ratos en un artefacto aparentemente descontrolado y que devoraba kilómetros sin tomarse la molestia de ahorrar los baches a sus pasajeros. Sin embargo, a éstos los alentaba la esperanza tenaz de llegar antes que el enemigo, supeditado a unos horarios de tren que no siempre coincidían.
Una cosa preocupaba a Aldo: iba a tener que encontrar, sin guía, el camino oculto en los sótanos y las bodegas del gueto, el camino que llevaba a la morada secreta del Cojo. Después de más de dos años, su memoria, habitualmente tan fiel, ¿no le fallaría? La idea de que los Solmanski conocieran el camino lo obsesionaba. Cuando llegaron, quería ir inmediatamente a la antigua ciudad judía, pero Adalbert se mostró firme: en el estado nervioso en que se encontraba Aldo, no haría un buen trabajo. Así que, primero una ducha, una comida y un poco de descanso hasta la caída de la noche.
—Te recuerdo que yo tendré que forzar la puerta de entrada de una casa situada en medio de un barrio llena de vida. ¡Podemos acabar mal! Además, quizá la urgencia no sea extrema.
—Para mí lo es. Así que, de acuerdo, nos duchamos y nos comemos un bocadillo, pero dejamos lo de dormir para más tarde. Piensa que no estoy seguro de encontrar el camino. ¿Qué haremos si me pierdo?
—Podemos dar la voz de alarma. Después de todo, Simón es judío y estaremos en pleno gueto. Quizá sus correligionarios se movilicen.
—¿De verdad lo crees? Aquí todavía conservan el recuerdo de las botas rusas; son frágiles y detestan el alboroto. En fin, ya veremos. Por el momento, démonos prisa.
Instalados en unas habitaciones inmensas, los dos hombres se dieron un baño caliente que Aldo hizo seguir de una ducha fría, pues había estado a punto de dormirse. Luego devoraron el contenido de una gran bandeja donde los tradicionales zakuskis de pescado ahumado se codeaban con un gran plato de koldunis, esos melosos raviolis de carne que Aldo había saboreado en su primera visita a la ciudad. Cuando terminaron, y tras haber verificado cuidadosamente el estado de sus armas y su provisión de cigarrillos, Aldo y Adalbert, envueltos en sendos impermeables idénticos —el tiempo, ya frío, era gris y lluvioso—, se embarcaron en una nueva y peligrosa aventura.
—Iremos a pie —decidió Morosini—. No está muy lejos.
Con la gorra calada hasta los ojos, el cuello del Burberry’s levantado, la espalda inclinada y las manos metidas en los bolsillos, partieron bajo una llovizna que parecía un cernidillo y que ni ralentizaba la actividad de la ciudad ni le restaba belleza. Adalbert, que no había estado nunca, admiraba los palacios y los edificios de la Roma del norte. El Rynek, con sus casas renacentistas de largos tejados oblicuos, le encantó, y de forma especial la célebre taberna Fukier, de la que Aldo le hizo algunos comentarios antes de añadir:
—Si salimos vivos de ésta y no nos vemos obligados a escapar corriendo, nos quedaremos dos o tres días y te prometo la tajada de tu vida en Fukier. Tienen vinos que se remontan a las cruzadas. Sin ir más lejos, yo bebí allí un tokay fabuloso.
—Quizá deberíamos haber empezado por ahí: el último trago del condenado. De esta manera, corro el riesgo de morir sin haberlos probado.
—¿Derrotista tú? ¡Lo último que me quedaba por ver! Mira, ahí está la entrada del gueto —añadió Aldo, señalando las torres que marcaban el límite del viejo barrio judío.
El mal tiempo hacía que ya estuviera empezando a anochecer, y en las garitas donde se reunían los vendedores de tabaco, las lámparas de petróleo se encendían una tras otra. Sin vacilar, Morosini se adentró en la calle principal, la más ancha del antiguo núcleo marcado por los raíles del tranvía, pero no tardó en dejarla para meterse en una callejuela tortuosa que recordaba a causa de su aspecto de falla entre dos acantilados y de la presencia, en la entrada, de una chamarilería. Hasta el momento, todo iba bien; él sabía que la calle en cuestión desembocaba en una plazuela con una fuente donde estaba la casa de Élie Amschel, cuya bodega escondía la entrada secreta de los sótanos.
Allí estaba, en efecto, muda y oscura, con sus peldaños gastados y la pequeña hornacina de la mezuza que todo judío debía tocar al entrar en una casa.
—Esperemos que la puerta no oponga demasiada resistencia y que podamos entrar sin despertar sospechas —masculló Vidal-Pellicorne—. No hay nadie a la vista; aprovechemos el momento.
—De todas formas, hay que entrar. Si tiene que ser por la fuerza, qué le vamos a hacer. Nos tomarán por policías y ya está.
Pero la puerta les evitó ese mal trago abriéndose con facilidad bajo los dedos ágiles del arqueólogo, y los dos hombres penetraron en el vestíbulo estrecho y oscuro, cerraron cuidadosamente y pasaron a la vasta estancia de la planta baja que Morosini había encontrado acogedora en su primera visita, con sus grandes bibliotecas, sus sillones tapizados y, sobre todo, la estufa cuadrada que en aquella ocasión difundía un agradable calor. Nada semejante esta vez. No sólo no había nadie, sino que la casa parecía abandonada. Lo único que recibió a los visitantes fue el frío, el olor de moho producido por la humedad, las telarañas y el correteo de unos pocos ratones. Nadie había sucedido al desdichado Élie Amschel, asesinado por los Solmanski.
La electricidad no funcionaba, pero las potentes linternas de Aldo y Adalbert suplieron su falta.
—Sería mejor que sólo lleváramos una encendida para ahorrar pilas —dijo el segundo—, puesto que, según dices, debemos efectuar un camino subterráneo bastante largo.
—Es posible que no necesitemos encender ninguna.
En un rincón había lámparas de petróleo que iluminaban bien.
Las encontró sin dificultad sobre un viejo arcén y cogió una cuyo depósito estaba lleno. La encendió y se la tendió a Adalbert.
—¡Ten, sujétala! Yo voy a levantar la trampilla.
Tras apartar la alfombra raída, tiró de la anilla de hierro y dejó al descubierto la escalera que conducía a la bodega.
—Hasta ahora no he cometido ningún error —dijo Aldo—. Esperemos que siga así y que recuerde el botellero que Amschel manipuló.
Una vez abajo, Morosini se detuvo, sorprendido: el botellero y la pared a la que éste estaba sujeto habían sido manipulados; el paso estaba abierto. Alguien había pasado por allí, quizás hacía poco, y, temiendo no poder accionar el mecanismo desde el otro lado, había preferido dejar abierto. Los dos hombres cruzaron una mirada y sacaron las armas al unísono. A partir de ese momento iban a avanzar por terreno minado y había que evitar dejarse sorprender.
—En estas condiciones —murmuró Adalbert—, es mejor dejar la lámpara y utilizar la linterna; por lo menos así no correremos el riesgo de arder si nos disparan.
Aldo asintió con la cabeza y el viaje subterráneo comenzó. Con más tensión que antes. Tal vez en ese mismo instante estaban matando a Simón Aronov. Morosini no podía permitirse cometer un error.
—Trata de relajarte —le aconsejó Adalbert—. Si estás muy nervioso, te liarás.
Desgraciadamente, aquello era más fácil de decir que de hacer. Una sucesión de galerías se abría ante ellos, unas con el suelo de ladrillo y otras de tierra batida. Aldo recordaba haber caminado en línea bastante recta detrás del hombre del sombrero redondo. Con cierto alivio, vio una ojiva de piedra medio derruida que se le había quedado grabada en la memoria. También recordaba haber andado mucho rato, pero, cuando se encontró ante una encrucijada, se vio obligado a detenerse, con el corazón en un puño. ¿Había que tomar el camino de la derecha, el de la izquierda, o seguir recto? Había muy poca distancia entre los tres pasillos y él se había limitado a seguir a su guía.
—Tomemos el del centro —aconsejó Adalbert— y avancemos un poco más. Si tienes la impresión de que nos equivocamos, volveremos atrás para intentarlo por otro pasillo.
Así lo hicieron, pero Aldo se percató casi enseguida de que no iban por el buen camino. Éste descendía, y él recordaba haber tenido la impresión de ascender hacia la superficie, de modo que volvieron a la encrucijada.
—¿Y ahora qué? —susurró Adalbert—. ¿Por cuál te decides?
—Hay que encontrar una puerta baja… a la derecha. Era la primera que se veía desde hacía un buen rato…
Si bien al principio habían encontrado a ambos lados varias puertas cerradas, fuera con rejas o con hojas de madera, que eran bodegas privadas, Aldo recordaba haber recorrido una especie de túnel sin aberturas.
—Es una puerta vieja con pernios de hierro de la que Amschel tenía la llave. No será fácil abrirla sin ella.
—Eso déjalo de mi cuenta.
Se pusieron de nuevo en marcha esforzándose en ir lo más deprisa posible. El corazón de Aldo latía con fuerza en su pecho, oprimido por un terrible presentimiento. De pronto, alguien salió de un pasadizo lateral, o más bien surgió. Era un judío pelirrojo que llevaba barba y trenzas bajo un gorro mugriento. Al toparse con los dos hombres, profirió un grito de terror.
—No tenga miedo —dijo Morosini en alemán—. No queremos hacerle ningún daño.
Pero el hombre meneó la cabeza. No entendía lo que le decían y su mirada seguía reflejando una desconfianza temerosa.
—Lo siento —dijo Adalbert en su propia lengua—. No hablamos polaco.
Un claro alivio se pintó en el rostro barbudo.
—Yo… hablo francés —dijo—. ¿Qué buscan aquí?
—A un amigo —respondió Aldo sin vacilar—. Creemos que está en peligro y venimos a ayudarlo.
En ese preciso momento, amortiguado por la distancia pero completamente identificable, un quejido de dolor llegó hasta sus oídos. El hombre saltó como si le hubieran dado un latigazo.
—¡Tengo que ir a buscar ayuda! ¡Déjenme pasar!
Pero Aldo lo tenía agarrado por el cuello de la levita.
—¿Ayuda para quién?… ¿No se llamará Simón Aronov por casualidad?
—No sé cuál es su nombre, pero es un hermano.
—El que buscamos es también un hermano para nosotros. Vive en un sitio que parece una capilla…
Llegó otro lamento. Aldo zarandeó al hombre con más violencia.
—¿Hablas, sí o no? Dinos para quién quieres ayuda.
—Ustedes…, ustedes también son enemigos.
—No. Por mi vida y por el Dios al que adoro, juro que somos amigos de Simón. Hemos venido a ayudarlo, pero no encuentro el camino.
Un resto de desconfianza se distinguía aún en la mirada del judío, pero éste comprendió que debía arriesgarse.
—¡Su… suélteme! —balbució—. Les llevaré.
Inmediatamente se encontró libre.
—Vengan por aquí —dijo, adentrándose en el pasadizo del que había salido.
Aldo lo agarró de la levita.
—Éste no es el camino. Yo no he pasado nunca por aquí.
—Hay dos, y éste es el más corto. Yo tengo que confiar en ustedes. Podrían corresponder.
Los gritos de dolor continuaban.
—Vamos —decidió Adalbert—. Te seguimos, pero ojo con lo que haces.
Tras recorrer un centenar de metros, de pronto se abrió una grieta en la pared y desembocaron en la bodega llena de escombros que Aldo recordaba. El desconocido indicó entonces la escalera de hierro oculta por los montones de cascotes. Arriba estaba la puerta, de hierro también, que databa de los tiempos de los antiguos reyes. No estaba cerrada. Allí, el grito era un largo gemido. Desentendiéndose del guía, que aprovechó para escapar, Aldo y Adalbert subieron precipitadamente la pequeña escalera cubierta por una alfombra púrpura que estaba al otro lado de la puerta. Allí no había nadie, y tampoco había nadie en la corta galería que seguía: los bandidos estaban muy seguros de que no irían a molestarlos. Pero el espectáculo que los dos hombres descubrieron en la antigua capilla les puso los pelos de punta: sobre la gran mesa de mármol con patas de bronce, a la luz del candelabro de siete brazos, estaba tendido Simón Aronov, desnudo. Sus manos y sus pies estaban atados a las patas de la mesa con una increíble agresividad: le habían partido de nuevo la pierna deforme, que formaba un ángulo trágico. Dos hombres estaban inclinados sobre él: un coloso que le arrancaba jirones de carne, armado con unas tenazas calentadas al rojo vivo en un brasero, y al otro lado, Sigismond, que, con una alegría sádica, repetía sin parar la misma pregunta:
—¿Dónde está el pectoral? ¿Dónde está el pectoral?
Todo estaba revuelto en las bibliotecas, que los miserables debían de haber registrado a fondo, y en el alto sillón de ébano del Cojo estaba sentado el viejo Solmanski con el collar de Dianora entre sus manos crispadas. Junto a él, un tipo miraba y reía.
—¡Habla! —decía el conde—. ¡Habla, viejo demonio! Después te dejaremos morir.
Los dos disparos sonaron al mismo tiempo: Sigismond, con la frente atravesada por la bala de Aldo, y el verdugo, con la cabeza medio destrozada por el disparo de Adalbert, murieron sin siquiera darse cuenta de lo que les pasaba. En cuanto a Solmanski padre, apenas pudo proferir un grito de horror: Aldo lo amenazaba con su arma mientras Vidal-Pellicorne, después de abatir al hombre que se divertía tanto, iba corriendo a atender al torturado, cuyo cuerpo no era ya sino una herida, pero que permanecía consciente. Su voz se elevó, débil, susurrante, pero todavía imperiosa:
—¡No lo mate, Morosini! ¡Todavía no!
—A sus órdenes, amigo. Pero hacerlo sería simplemente enviarlo a donde debería estar, porque ¿acaso no murió en Londres hace unos meses? —Luego, dejando a un lado la ironía, exclamó—: ¡Malnacido! ¡Debería haberlo matado sin explicaciones cuando manchaba mi casa con su presencia!
—Habrías hecho mal —observó Vidal-Pellicorne mientras intentaba hacer beber un poco de agua a Simón—. Merece algo mejor que una bala o un nudo corredizo al amanecer. Confía en mí, nos ocuparemos de eso.
—El Eterno ya se ha ocupado —murmuró Simón—. No puede andar, han tenido que traerlo sus hombres. Quería enseñarme él mismo el rubí, demostrarme que lo tenía…, al igual que poseía el zafiro… y el diamante.
—Esos dos —dijo Vidal-Pellicorne— ya puede tirarlos a la basura: son copias.
Esperaba oír protestas furiosas, pero Solmanski sólo veía una cosa: el cadáver de Sigismond y el agujero en medio de la frente de su bello y cruel rostro.
—Mi hijo… —balbucía—. Mi hijo… ¡Habéis matado a mi hijo!
—¡Ustedes han matado a otros, y sin ningún pesar! —repuso Morosini, asqueado.
—Esas personas no eran nada para mí. A él lo quería…
—¡Vamos! Usted no ha conocido jamás otra cosa que el odio… ¡No me lo puedo creer! ¿Está llorando?
En efecto, unas lágrimas corrían por las mejillas blancas y lisas de Solmanski, pero no conmovieron a Aldo. Con un gesto negligente, éste cogió el collar y se acercó a Simón, al que Adalbert acababa de desatar pero que, después de tan larga y dolorosa resistencia, no podía moverse. Aldo miró a su alrededor.
—¿Hay una cama a la que podamos llevarlo?
—Sí…, pero no vale la pena. Quiero morir… aquí mismo. En el lugar donde ellos me han puesto…, donde he suplicado… al Altísimo que me liberara… Soy… más fuerte… de lo que creía.
Los dos amigos le pusieron un cojín bajo la cabeza y cubrieron con la bata de seda arrancada por los verdugos el cuerpo quebrado. Con una gran delicadeza, Aldo le cogió la mano.
—Vamos a sacarlo de aquí…, a curarlo. Ahora ya no hay peligro y…
—No… Quiero morir… He terminado mi trabajo y sufro demasiado. Ustedes dos han cumplido su misión; ahora deben concluirla.
—¿Quiere entregarnos el pectoral?
—Sí…, para que añadan ese… magnífico rubí. Pero no está aquí. Voy a decirles…
—¡Un momento! —lo interrumpió Adalbert—. Déjeme matar a este viejo miserable. No querrá decirle ahora lo que no ha podido arrancarle por la fuerza…
—Sí, eso es justo lo que quiero. Se sentirá todavía peor cuando… coloquen… aquí la bomba de relojería que siempre he tenido preparada en mis diferentes residencias para activarla en caso de necesidad. Nos iremos juntos… y comprobaré si el odio… puede seguir existiendo en… la eternidad.
—¿Quiere hacer saltar por los aires una parte de la ciudad? —preguntó Aldo, horrorizado.
—No…, tranquilícese… Estamos… en pleno campo. Lo verán cuando salgan… por esa puerta.
Levantó una mano para señalar el fondo de la antigua capilla, pero la dejó caer enseguida, sin fuerzas, sobre las de Aldo. Éste intentó decir algo, pero el Cojo se lo impidió.
—Déjeme hablar… Van a llevar ese collar… Irán a Praga: allí es donde está el gran pectoral…, en una tumba del cementerio judío… Deme algo de beber… Coñac… En el armario de la derecha hay una botella.
Adalbert fue a buscarlo, llenó un vaso y, con cuidados maternales, hizo beber unas gotas al herido, cuyas mejillas lívidas recobraron un poco de color.
—Gracias… Allí buscarán la tumba de Mordechai Meisel, que fue alcalde de nuestra ciudad en la época del emperador Rodolfo. Lo enterré ahí… después de haber huido de mi castillo de Bohemia… Jehuda Liwa los ayudará cuando se lo hayan contado todo…
—Ya sabe muchas cosas —dijo Aldo— que me gustaría contarle a usted. Le hemos seguido de cerca y…
Un destello de interés apareció en el único ojo, de un azul tan intenso antes pero ahora casi sin color. La boca desgarrada, con los dientes rotos, casi esbozó la sombra de una sonrisa.
—Es verdad…, todavía no sé… dónde estaba el rubí. ¿Cómo lo encontraron?… Será mi último placer…
Sin preocuparse del viejo Solmanski, al que Adalbert había atado al sillón con las cuerdas que había quitado a su víctima, Morosini relató la aventura desde la noche de Sevilla hasta el asesinato de Dianora. Aronov lo siguió con una pasión que parecía actuar como un bálsamo en sus carnes desgarradas.
—Entonces, ¿mi fiel Wong… ha muerto? —dijo—. Era mi último sirviente, el más fiel junto con Élie Amschel. De los demás me separé cuando tuve que esconderme. En cuanto a ustedes dos…, nunca les agradeceré bastante… lo que han hecho. Gracias a ustedes, el gran pectoral volverá a ver la tierra de Israel…, pero desgraciadamente no me queda dinero para darles…
La desagradable voz de Solmanski se elevó:
—Te hemos desplumado bien, ¿eh, viejo miserable? El día que mi hijo dio con Würmli y se ganó su amistad fue un día bendito. ¡Te hemos arruinado, perseguido, acosado, casi matado!
—No estés tan orgulloso —le espetó Morosini con desprecio—. Vas a morir y ni siquiera has conseguido ver el pectoral. Tu vida ha sido un fracaso.
—Todavía queda mi hija…, tu mujer, y créeme, siempre ha sabido lo que hacía. Ahora está en tu casa; lleva en su vientre un hijo que recibirá tu apellido y todos tus bienes, y al que ni siquiera verás nacer porque ella nos vengará.
Aldo se encogió de hombros y le volvió la espalda.
—¿Ah, sí? ¡Eso ya lo veremos! No cuentes demasiado con esa idea consoladora para hacer más llevadera la muerte. Pero has hecho bien en prevenirme. —Luego, dirigiéndose a Simón, añadió—: Por cierto, ¿me permite que le haga una pregunta sobre el gran rabino de Praga?
—No puedo negarle nada…, pero hágala deprisa. Estoy deseando acabar con este amasijo de carne y huesos.
—¿Cómo es que Jehuda Liwa y usted nunca han estado en contacto, a pesar de que él le conoce y está al corriente de su misión?
—Nunca he querido recurrir a él para no ponerlo en peligro. Es demasiado importante para Israel, porque es el sumo sacerdote, el dueño natural del pectoral. A partir de este momento tendrán que obedecer sus órdenes… Ahora deben buscar la puerta oculta…
Trató de incorporarse, pero los huesos rotos le arrancaron un grito de dolor. Aldo lo tomó entre sus brazos con una infinita dulzura por la que recibió una mirada de agradecimiento.
—La cortina de terciopelo negro… entre las dos bibliotecas… Descórrala, Adalbert.
—Detrás sólo está la pared —dijo éste, obedeciendo—. Y una estrecha vidriera.
—Cuente cinco piedras debajo de la esquina izquierda… de la vidriera y busque un saliente en la sexta… Cuando lo haya encontrado, presione.
Todos miraban ahora a Adalbert, que seguía punto por punto las instrucciones del Cojo. Oyeron un ligero chasquido y a continuación una abertura en la pared dejó pasar el aire frío de la noche.
—Muy bien —susurró Simón—. Ahora… la bomba. Retire el hachero que está más cerca del arcón de hierro… y la alfombra que está debajo.
—Hay una trampilla.
—El artefacto está ahí… Tráigalo.
Al cabo de un momento, el egiptólogo sacó un paquete compuesto de varios cartuchos de dinamita y un detonador provisto de un mecanismo de relojería y lo dejó sobre la mesa de mármol.
—¿Qué hora es? —preguntó Simón.
—Las ocho y media —dijo Aldo.
—Bien…, pongan el reloj… a las nueve menos cuarto…, pulsen el botón rojo… y váyanse lo más deprisa que puedan.
Un espasmo de dolor le hizo retorcerse entre los brazos de Aldo.
—¿Un cuarto de hora? —protestó éste—. ¿Quiere seguir sufriendo todo ese tiempo?
—Sí…, sí…, porque él… va a sufrir una agonía todavía peor… ¡Váyanse!… Adiós…, amigos, y gracias. Si les gusta algo de aquí…, cójanlo, y recen por mí…, sobre todo cuando Israel recupere su tierra… ¡Oh, Dios mío!… Suélteme, Aldo.
Morosini obedeció. Simón, con la frente impregnada de sudor, jadeaba y no podía contener los gemidos.
—No irán a dejarme aquí —dijo Solmanski—. Soy rico, ya lo saben, y ustedes van a tener que poner dinero de su bolsillo para llevar adelante este asunto. Yo les daré…
—¡Usted no va a darnos nada! —lo interrumpió Aldo—. ¡Le prohíbo que me insulte!
—Pero yo no quiero morir… ¡Compréndanlo! No quiero…
Por toda respuesta, Adalbert amordazó al prisionero con una bufanda que había en el suelo. Después empezó a apagar las velas.
—Pulsa el botón —le dijo a Aldo, que miraba sufrir al Cojo con lágrimas en los ojos—. Y haz ya lo que estás pensando, si no te tiembla la mano.
Morosini volvió la cabeza hacia él. Sólo cruzaron una breve mirada. Después, el príncipe activó el mecanismo mortal y por último, empuñando el revólver, en el que quedaba una bala, lo acercó a la cabeza del hombre que más respetaba en el mundo y disparó. El cuerpo torturado se distendió. El alma, liberada, ya podía elevarse.
—Vamos —lo apremió Adalbert—. Y no olvides el rubí.
Aldo se guardó el collar en el bolsillo y salió mientras su amigo apagaba las últimas velas. La puerta se cerró sobre aquel panteón donde aún quedaba un hombre vivo.
Se encontraron entre montones de piedras desprendidas y, tras haber corrido unas decenas de metros, se volvieron para contemplar lo que pensaban que era una capilla. Para su gran sorpresa, no vieron más que un túmulo de tierra, piedras y malas hierbas, y ni rastro de ninguna abertura.
—¡Increíble! —susurró Vidal-Pellicorne—. ¿Cómo consiguió hacer una instalación así?
—De él no me extraña nada. Era un hombre prodigioso y jamás agradeceré bastante al Cielo el haberme permitido conocerlo.
Aldo tenía unas ganas terribles de llorar, y seguro que no era el único, pues Adalbert acababa de sorber varias veces por la nariz. Buscó la mano de su amigo y la estrechó brevemente.
—Vámonos, Adal. No tenemos mucho tiempo, eso va a estallar de un momento a otro.
Echaron a correr hacia donde se veían algunas luces, quizá las últimas casas de Varsovia. No tardaron en llegar a una carretera bordeada de árboles ya pelados, tras los cuales brillaban las aguas oscuras de un curso de agua que Aldo reconoció de inmediato.
—Es el Vístula, y esta carretera es la de Wilanow, que debe de estar a nuestra espalda. Llegaremos enseguida a la ciudad y…
El ruido de la explosión lo dejó sin habla. Detrás de ellos, el cielo se iluminó. Luego, un surtidor de llamas y de chispas brotó del corazón del túmulo. Aldo y Adalbert se santiguaron al unísono. No porque creyeran que el hombre que acababa de pagar por sus crímenes y sus fechorías tuviera alguna posibilidad de redimirse, sino por simple respeto por la muerte, fuese de quien fuese.
—Me pregunto —dijo Vidal-Pellicorne— qué pensarán de este extraño túmulo los arqueólogos que trabajen en él próximamente o dentro de muchos años.
—Digamos que se encontrarán con algunas sorpresas.
Los dos hombres prosiguieron su camino en silencio.
A la mañana siguiente, impacientes por desembarazarse de la piedra asesina, partieron para Praga.
Esa misma noche, a la misma hora en que Morosini y Vidal-Pellicorne llamaban a la puerta del gran rabino en la calle Siroka, en Venecia, Anielka y Adriana Orseolo se sentaban para cenar en el salón de las Lacas. Las dos solas.
Se habían separado en Stresa, donde Adriana había pasado un día antes de regresar a Venecia, mientras que su «prima» había tomado el tren para reunirse con su hermano en Zúrich. A su regreso a orillas del Gran Canal, Anielka se había apresurado a invitar a cenar «en su casa» a la mujer que se había convertido en su mejor amiga. Sus relaciones, entabladas para complacer a Solmanski padre, en otros tiempos amante de Adriana, así como para contrariar a Morosini, se habían transformado poco a poco en una complicidad afectuosa.
Esa cena, que la «princesa» había anunciado a Celina en el tono altivo habitual en ella, marcaría un profundo cambio en sus costumbres: convencida de que Aldo tardaría en liberarse de las garras de la policía helvética y habiendo, por otra parte, arrojado al rostro de un esposo al que detestaba la máscara de paciencia que siempre había llevado ante él, Anielka pensaba comportarse en lo sucesivo como dueña y señora del palacio. Si Aldo conseguía volver antes del nacimiento del bebé, no podría sino inclinarse ante el hecho consumado: su reputación estaría destrozada —Anielka y su «querida amiga» iban a encargarse de eso—, sería padre y no tendría más remedio que resignarse. Esa nueva situación era lo que iban a celebrar en la intimidad, en espera de la gran cena que la «princesa Morosini» pensaba ofrecer pronto a su camarilla de amigos internacionales y a algunos venecianos bien escogidos, es decir, suficientemente arruinados para estar dispuestos a convertirse en los cantores laudatorios de una mujer a la vez rica, generosa y guapa.
—Daré esa gran cena dentro de quince días —dijo a «su cocinera»—. Después tendré que pensar en el niño que va a nacer y cuidarme. Pero, para esta cena con la condesa Orseolo, quiero cocina francesa y champán… Ni se le ocurra servirme sus guisotes italianos, los detesto, y haría bien en olvidarse de ellos.
—Al señor le gustan.
—Pero no está aquí y tardará en volver. Así que, métase bien en la cabeza que, si quiere quedarse, tendrá que obedecerme. ¿Entendido?
—Está más claro que el agua —contestó Celina—. La princesa comienza su reinado, ¿no es así?
—En efecto, aunque me gustaría que lo dijese en un tono más educado. Entérese de que no voy a seguir tolerando sus insolencias; aquí no es usted más que la cocinera. Ah, y encárguese de informar de esto a su marido y los demás criados.
Celina se había retirado sin hacer más comentarios y se había limitado a repetir a Zaccaría, Livia y Prisca, tal como le habían ordenado, lo que acababa de oír. Zaccaría se había quedado horrorizado. En cuanto a las jóvenes doncellas, se habían santiguado al unísono mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
—¿Qué significa eso, señora Celina? —preguntó Livia, que con el paso de los años se había convertido en el brazo derecho de Celina y en su mejor discípula.
—Que la princesa piensa hacer sentir su poder a todos en esta casa.
—¡Pero bueno, don Aldo no está muerto, que yo sepa! —exclamó Zaccaría.
—Ella se comporta exactamente como si lo estuviera.
—¿Y vamos a soportar esto?
—No por mucho tiempo.
A la hora prevista para la llegada de la invitada, la cocina del palacio despedía unos olores exquisitos, había flores por doquier, y en la mesa redonda puesta en medio de las lacas chinas estaban los cubiertos de corladura con las armas de los Morosini, la preciosa vajilla de Sèvres rosa y las copas grabadas en oro. Unas rosas se abrían en un jarroncito de cristal y Zaccaría, vestido con su mejor librea, recibió a doña Adriana con su cortesía habitual antes de servir a las dos mujeres, en la biblioteca, el champán de bienvenida.
—¿Celebramos algo? —preguntó Adriana al ver aquel derroche de refinamiento que la hacía sentirse un poco incómoda.
¡Todo habría sido tan diferente si Aldo en persona hubiera salido a recibirla con las manos tendidas, como antes!
—Su vuelta a esta casa, querida Adriana —respondió Anielka muy sonriente—. Y el comienzo de una nueva era para los Morosini.
Hablaron de los acontecimientos que habían marcado el cumpleaños trágico de la señora Kledermann. Pese a su dominio de sí misma, Adriana no ocultó su sorpresa al enterarse de que Anielka, después de haber robado el collar y habérselo dado a su hermano, se había atrevido a acusar a su marido del asesinato.
—¿No fue un poco… exagerado? Conozco a Aldo desde pequeño y es incapaz de matar a una mujer.
—Lo sé. Si no, hace tiempo que yo estaría muerta. No, fue un… amigo de mi hermano el que disparó desde el jardín y huyó después por el lago, pero Aldo necesitaba que le diera una lección. Espero que ésta sea provechosa… y larga.
—Me extrañaría. La policía suiza no es tonta y se dará cuenta enseguida de que es inocente.
—No está tan claro. Cuando me fui, las cosas estaban tomando un giro un poco desagradable para él. De todas formas, si escapa de esa pequeña trampa, mi hermano se ocupará de él. Si quiere que le diga la verdad, Adriana, espero no ver nunca más a mi querido marido —añadió, alzando la copa.
La condesa Orseolo no respondió al brindis. Por mucho que odiara a Aldo, no le gustaba la idea de que un gran señor veneciano cayera en manos de una banda polaco-americana.
Afortunadamente, en ese momento Zaceada fue a anunciar que la princesa estaba servida y las dos mujeres pasaron a la mesa charlando alegremente de un futuro que sobre todo Anielka veía lleno de atractivos.
—La tienda de antigüedades puede funcionar perfectamente sin Aldo —decía, degustando con delicadeza la sopa de langosta que el mayordomo acababa de servirles—. En realidad, en los últimos tiempos ha funcionado casi siempre sin él. Tengo previsto mantener en su puesto al señor Buteau.
—Por cierto, ¿dónde está esta noche? ¿No cena con nosotras?
—No. Está en casa del señor Massaria y prefiero que sea así; está demasiado unido a mi querido esposo para oír lo que quería decirle, pero me resultará fácil hacer que se quede. Aldo desaparecerá en un accidente… fortuito y Guy se encariñará con el hijo que voy a traer al mundo. Porque quiero que sea un niño.
—Es difícil forzar la naturaleza —dijo Adriana sonriendo—. Tendrá que aceptar lo que D… el cielo le envíe.
—Este hijo será sólo mío. También mantendré en su puesto al joven Pisani. Aunque guarda las distancias, me adora y acudirá en cuanto lo llame. Y pienso traer a mi padre para cuidarlo. Su incapacidad le afecta mucho moralmente, pero aquí, conmigo y con su nieto, se sentirá mejor. Si no fuera porque tenía que solventar un asunto importante en Varsovia, no le habría dejado volver a nuestro palacio, tan frío, tan lúgubre a veces…
Terminada la sopa, Zaccaría retiró los platos, pero fue Celina quien llevó el plato siguiente: un soberbio soufflé. Anielka arqueó una ceja con desagrado.
—¿Cómo es que viene usted a servir? ¿Dónde está Zaccaría?
—Discúlpelo, princesa. Acaba de dar un resbalón en la cocina y se ha caído. Mientras se recupera, he venido yo a servir: un soufflé no puede esperar.
—Es verdad, sería una pena —dijo Adriana, contemplando con placer el aéreo y dorado pastel—. ¡Huele maravillosamente bien!
—¿De qué es? —preguntó Anielka.
—De trufas y setas con un toque de armagnac.
Con tanta habilidad y autoridad como el propio Zaccaría, Celina, soberbia con su mejor vestido de seda negro y un tocado de la misma tela sobre un moño por una vez sobrio, sirvió los platos, se retiró un poco hasta situarse bajo el retrato de la princesa Isabelle, madre de Aldo, y permaneció allí con las manos cruzadas sobre el vientre.
—¿Se puede saber qué espera? —se impacientó Anielka.
—Me gustaría saber si el soufflé está a gusto de la princesa y la condesa.
—Es muy natural —dijo Adriana en su defensa—. En las grandes casas, el cocinero asiste a la degustación de su plato principal cuando se trata de una gran cena, ¿verdad, Celina?
—En efecto, condesa.
—En tal caso… —dijo Anielka, hundiendo la cuchara en la olorosa preparación.
Debía de estar deliciosa, pues las dos comensales se chuparon los dedos. De pie bajo el gran retrato, Celina observaba… esperando los primeros síntomas con una avidez cruel. Aparecieron enseguida. Anielka fue la primera en soltar la cuchara y llevarse la mano al cuello.
—¿Qué pasa? No veo nada… y me duele, me duele…
—Yo tampoco… No veo… ¡Dios mío!
—Ha llegado el momento de encomendarse al Señor —rugió Celina—. Van a tener que rendirle cuentas. Yo he saldado las de mis príncipes.
Y con la misma calma que si estuviera asistiendo a una comedia de salón, Celina miró morir a las dos mujeres.
Cuando todo hubo acabado, fue a buscar un frasquito que contenía agua bendita, se arrodilló junto al cadáver de Anielka y procedió a ungir, sobre su vientre, a la criatura que jamás nacería. Después se levantó, se acercó de nuevo al retrato de la madre de Aldo, lo besó como si se tratara de un icono, murmuró una ferviente plegaria y finalmente alzó el rostro bañado en lágrimas:
—¡Ruegue a Dios que me absuelva, señora! Ahora nuestro Aldo ya no tiene nada que temer y usted ha sido vengada…, pero yo voy a necesitar su ayuda. ¡Rece, se lo ruego, rece por mi alma en peligro!
Celina fue a buscar a la mesa el plato en el que quedaba un poco de su preparación mortal, volvió a la cocina, que había despejado mandando urgentemente a Zaccaría a la farmacia en busca de magnesia para combatir sus súbitos y míticos dolores de estómago (Livia y Prisca estaban la una en el cine y la otra en casa de su madre), y se sentó ante la gran mesa donde durante años había dado de comer a su pequeño Aldo y preparado maravillas para sus amados señores. Se secó las lágrimas con un paño que había por allí, se santiguó y tomó una gran cucharada del soufflé fatal.