11. El cumpleaños de Dianora

Fieles al estilo de las fachadas, los salones de recepción de la «villa» Kledermann se inspiraban en la Italia del Renacimiento para su decoración interior. Columnas de mármol, techos con artesones iluminados y dorados, muebles severos y alfombras antiguas ofrecían un digno marco a algunos bellísimos lienzos: un Rafael, dos Carpaccio, un Tintoretto, un Tiziano y un Botticelli, que confirmaban la riqueza de la casa todavía más que la suntuosidad ambiental. Aldo felicitó a Kledermann cuando, tras haber dado una vuelta por el salón, volvió hacia él.

—Se diría que no sólo colecciona joyas.

—Bueno, es una pequeña colección hecha sobre todo para tratar de retener más a menudo a mi hija en esta casa, que no es de su gusto.

—A su mujer sí le gusta, supongo.

—Decir eso es quedarse corto. A Dianora le encanta. Dice que está hecha a su medida. Yo, personalmente, estaría muy a gusto en un chalé en la montaña, siempre y cuando pudiera instalar allí mi cámara acorazada.

—En cualquier caso, espero que se encuentre bien. ¿No recibe a los invitados con usted?

—Esta noche no. Usted que la conoce desde hace tiempo seguramente sabrá que le gusta crear expectación. De modo que aparecerá cuando todos los invitados a la cena hayan llegado.

La velada se dividía en dos partes, una costumbre bastante frecuente en Europa: una cena para las personalidades importantes y los íntimos —unos sesenta— y un baile que contaría con una asistencia diez veces mayor.

Adalbert hizo, con la mayor naturalidad del mundo, la pregunta que a Aldo le quemaba la lengua:

—Tengo la impresión de que vamos a asistir a una fiesta magnífica. ¿Veremos a la señorita Lisa?

—Me extrañaría. Mi niña salvaje detesta estos «grandes montajes mundanos», como ella los llama, casi tanto como este marco, que le parece demasiado suntuoso. Le ha mandado a mi mujer unas flores magníficas acompañadas de unas palabras afectuosas, pero no creo que vaya más allá de eso.

—¿Y dónde está en estos momentos? —preguntó Morosini, que empezaba a envalentonarse.

—Debería preguntárselo al florista de la Bahnhofstrasse. Yo no tengo ni la menor idea… Señor embajador, señora, es un gran honor recibirlos esta noche —añadió el banquero, dando la bienvenida a una pareja que sólo podía ser inglesa.

Naturalmente, los dos amigos se habían apartado de inmediato y estaban dando otra vuelta por los salones, decorados para la ocasión con una infinidad de rosas y orquídeas, realzadas, al igual que las mujeres presentes, por la iluminación, de la que había sido desterrada la fría electricidad. Unos enormes candelabros de pie cargados de largas velas eran los únicos admitidos a lo que debía ser el triunfo de Dianora. Un verdadero ejército de sirvientes con librea al estilo inglés, bajo las órdenes del imponente mayordomo, velaban por el confort de los invitados, entre los que la flor y nata de la banca y la industria suizas se codeaba con diplomáticos extranjeros y hombres de letras. Ningún artista, pintor o actor figuraba entre esta multitud de elegancia diversa, pero cuyas mujeres lucían valiosas joyas, algunas de ellas antiguas. Quizá los invitados al baile serían menos estirados, pero por el momento estaban entre personas importantes y serias.

Aldo no había tenido ninguna dificultad en localizar a Ulrich nada más llegar; tal como había predicho, el gánster, transformado en sirviente de aspecto intachable, había conseguido que lo contrataran y se ocupaba del guardarropa situado junto a la gran escalera, donde se amontonaba ya una fortuna en pieles. Ulrich se limitó a intercambiar con él una mirada. Estaba acordado que, durante el baile, Morosini acompañaría a su extraño socio al despacho del banquero y le daría las indicaciones necesarias.

Por los salones circulaban sirvientes con bandejas cargadas de copas de champán. Adalbert cogió dos y ofreció una a su amigo.

—¿Conoces a alguien? —preguntó.

—Absolutamente a nadie. No estamos en París, en Londres o en Viena, y no tengo ningún pariente, ni siquiera lejano, a quien presentarte. ¿Te sientes solo?

—El anonimato tiene sus ventajas. Es bastante relajante. ¿Tú crees que veremos el rubí esta noche?

—Supongo. En cualquier caso, el emisario de nuestro amigo ha hecho gala de una discreción y una habilidad ejemplares. Nadie ha visto nada de nada.

—No. Théobald y Romuald se han relevado para vigilar la entrada de Cartier, pero no les ha llamado la atención nada. El tal Ulrich tenía razón: tratar de interceptar la joya en París era imposible… ¡Dios bendito!

Todas las conversaciones se habían interrumpido y la piadosa exclamación de Adalbert resonó en el súbito silencio, resumiendo el estupor admirativo de los invitados: Dianora acababa de aparecer en la entrada de los salones.

Su largo vestido de terciopelo negro, provisto de una pequeña cola, era de una sobriedad absoluta y Aldo, con el corazón encogido, vio por un instante el retrato de su madre pintado por Sargent, que era uno de los ornamentos más hermosos de su palacio de Venecia. El vestido que Dianora llevaba esa noche, al igual que el de la difunta princesa Isabelle Morosini, dejaba desnudos los brazos, el cuello y los hombros, mientras que un ligero drapeado cubría el pecho y se repetía en la cintura. Dianora había admirado tiempo atrás ese retrato y se había acordado de él al encargar su atuendo para esa noche. ¿Qué mejor estuche que su carne luminosa podía ofrecer, efectivamente, al fabuloso rubí que brillaba en su escote? Porque allí estaba el rubí de Juana la Loca, lanzando sus destellos maléficos en medio de una guirnalda compuesta de magníficos diamantes y de otros dos rubíes más pequeños. Contrariamente a la costumbre, en los brazos y las orejas de la joven no brillaba ninguna joya. Ninguna tampoco en la seda plateada de su magnífica cabellera, recogida en un moño alto para dejar despejado el largo cuello. Como único recordatorio del fascinante color de la joya, unos zapatos de satén púrpura asomaban bajo el oleaje oscuro del vestido al ritmo de sus pasos. La belleza de Dianora esa noche dejaba sin respiración a todas aquellas personas que la miraban avanzar sonriente. Su esposo se había acercado a ella enseguida y, después de haberle besado la mano, la conducía hacia sus invitados más importantes.

—¡Échame una mano! —susurró Vidal-Pellicorne, que no andaba mal de memoria—. ¿Tu madre lleva el zafiro en el retrato de Sargent?

—No. Sólo un anillo: una esmeralda cuadrada. ¿Tú también te has dado cuenta de que es el mismo vestido?

De pronto se rompió el silencio. Alguien había empezado a aplaudir y todo el mundo lo imitó con entusiasmo. Pasaron a la mesa rodeados de una verdadera atmósfera de fiesta.

La cena, servida en porcelana antigua de Sajonia, corladura y preciosas copas grabadas en oro, fue lo que debía de ser para los dos extranjeros en tales circunstancias: magnífica, suculenta y aburrida. El caviar, la caza y las trufas se sucedieron, escoltados de asombrosos caldos franceses, pero lo que carecía de atractivo era el vecindario. A Aldo le había tocado una glotona empedernida, muy amable, eso sí, pero cuya conversación giraba únicamente en torno a la cocina. Su otra vecina de mesa, flaca y seca bajo una cascada de diamantes, no comía nada y hablaba menos aún. Así pues, el veneciano veía desfilar los platos con una mezcla de alivio y de temor. A medida que avanzaban hacia el postre, se acercaba el momento en que tendría que representar uno de los papeles más difíciles de su vida: guiar a un ladrón hasta los tesoros de un amigo, y hacerlo de manera que no se llevase nada. ¡La cosa no era sencilla!

Adalbert, por su parte, se encontraba mejor acompañado: frente a él había descubierto a un profesor de la Universidad de Viena muy versado en el mundo antiguo, y desde el comienzo de la cena los dos, indiferentes a sus compañeras, intercambiaban alegremente hititas, egipcios, fenicios, medas, persas y sumerios con un apasionamiento cuidadosamente alimentado por los sumilleres encargados de sus copas. Estaban tan atrapados por el tema que hicieron falta algunos enérgicos «¡chsss!» para que el burgomaestre de Zúrich pudiera dirigir a la señora Kledermann un encantador y breve discurso en honor de su cumpleaños, que les permitía disfrutar a todos de una fiesta tan espléndida. El banquero dijo también unas palabras amables para todos y tiernas para su mujer. Finalmente, se levantaron de la mesa a fin de dirigirse al gran salón de baile, situado al otro lado de la gran escalera y decorado con plantas y una profusión de rosas, que daba a un invernadero y a un salón preparado para los jugadores. Una orquesta cíngara, cuyos componentes vestían dolmanes rojos con alamares negros, relevó al cuarteto de cuerda que había acompañado, invisible y presente, la cena. Los invitados al baile empezaban a llegar, trayendo consigo el fresco del aire nocturno. Ulrich y sus compañeros estaban muy ocupados en los guardarropas. La aventura estaba prevista para cuando la fiesta estuviese en marcha.

Poco antes de medianoche, Aldo pensó que el momento se acercaba y hubiera pagado lo que fuese para evitarlo. La mayoría de los invitados había llegado. Kledermann se había concedido la tregua de una partida de bridge con tres caballeros de semblante grave. En cuanto a Dianora, liberada de sus deberes de anfitriona, acababa de aceptar bailar con Aldo.

Era la primera vez que conseguía acercarse a la joven desde el principio de la velada. En ese momento la tenía entre sus brazos mientras bailaban un vals inglés y podía apreciar en su justo valor la luminosidad de su tez, la finura de su piel, la sedosa suavidad de sus cabellos y el fulgor triunfal del rubí resplandeciendo en el centro de su escote. No podía evitar dedicarle un cumplido.

—Cartier ha hecho una maravilla —dijo—, pero habría sido igual de suntuoso con otra piedra.

—¿Tú crees? Un rubí de este tamaño no se encuentra fácilmente, y a mí me parece cautivador.

—Pues a mí me parece detestable. ¡Dianora, Dianora! ¿Por qué no quieres creer que llevando esa maldita piedra estás en peligro?

—No la llevaré muy a menudo. Una joya de este valor pasa mucho más tiempo en las cajas fuertes que sobre su propietaria. En cuanto acabe el baile, volverá a la cámara acorazada.

—Y tú no pensarás más en él. Habrás tenido lo que querías: una piedra espléndida, un momento de triunfo. ¿Sabes que no voy a dejar de temer por ti?

Ella le dedicó la más deslumbradora de las sonrisas estrechándose un poco contra él.

—¡Qué agradable es oír eso! ¿Vas a pensar en mí sin parar? ¿Y quieres que me separe de una joya tan mágica?

—¿Has olvidado nuestra última conversación? Amas a tu marido, ¿no?

—Sí, pero eso no quiere decir que renuncie a mimar algunos buenos recuerdos. Y creo que tú me has dado los más bonitos —añadió, poniéndose seria. Pero Aldo había dejado de mirarla.

Observaba con estupor al trío que, con una sonrisa en los labios, estaba cruzando el umbral de la sala. Un hombre y dos mujeres: Sigismond Solmanski, Ethel y… Anielka. Aldo dejó de bailar.

—¿Qué hacen aquí? —masculló entre dientes.

Dianora, sorprendida al principio por la interrupción, había seguido la dirección de su mirada.

—¿Ellos? Ah, no me acordaba de que hace dos o tres días me encontré al joven Sigismond y a su esposa y los invité. Somos viejos amigos, ya lo sabes: estaba con él cuando nos encontramos en Varsovia. Lo que no sabía era que su hermana estaba aquí y que pensaba traerla. Pero, ahora que caigo, ¿tú no sabías que tu mujer estaba en Zúrich?

—No, no lo sabía. Dianora, debes de estar loca para haber invitado a esa gente. ¡No es a ti a quien vienen a ver, sino lo que llevas en el cuello!

La señora Kledermann miró unos instantes con inquietud la máscara súbitamente tensa y pálida de su compañero de baile, al tiempo que acercaba una mano al collar.

—¡Estás asustándome, Aldo!

—¡Por fin!

—Perdona…, debo ir a recibirlos. Es… es mi deber.

Adalbert también había visto al grupo y se abría paso entre la multitud formada por los bailarines para reunirse con su amigo.

—¿Qué vienen a hacer ésos aquí? —murmuró.

—Es una pregunta a la que debes de poder contestar tan bien como yo. En cualquier caso —añadió Morosini con sarcasmo—, lo que sí puedes constatar es que, para tratarse de una pobre criatura secuestrada y en peligro de muerte, Anielka no tiene muy mal aspecto.

—Pero ¿por qué te dijo Ulrich que la había secuestrado?

—Porque creyó que podía decirlo y porque a su manera es una especie de ingenuo. Es probable que esta sorpresa no le haga más gracia que a mí. De todas formas, voy a aclarar esto enseguida.

Y, sin querer escuchar nada más, se dirigió hacia la puerta dando un rodeo bastante largo para permitir a Dianora acompañar a sus invitados hasta un bufé y dejarle así el campo libre. Aldo no tenía ningunas ganas de intercambiar saludos de cumplido con sus peores enemigos en nombre de no se sabe qué código de buenas maneras cargado de hipocresía.

Encontró a Ulrich junto al arranque de la escalera, con un pie en el primer escalón como si quisiera subir pero no se decidiera a hacerlo. Tenía el semblante sombrío y la mirada llena de inquietud, lo que no hizo sino animarlo a acercarse con más determinación.

—¡Venga! —dijo entre dientes—. Tenemos que hablar.

Intentó conducirlo hacia el exterior, pero el bandido se resistió.

—¡Por ahí no! Hay un sitio mejor.

Los dos hombres se adentraron en las profundidades del guardarropa, prácticamente desierto después de que Ulrich le hubiera pedido a uno de sus ayudantes que lo sustituyera. En el lugar reinaba la calma, los ruidos de la fiesta quedaban amortiguados por el grosor de los abrigos, las capas y demás prendas. Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Morosini se abalanzó sobre su compañero y lo agarró por las solapas.

—¡Quiero una explicación!

—¡No hace falta que me zarandee! ¡Hablaré igualmente aunque no lo haga!

El hombre estaba molesto, pero no le temblaba la voz, y Morosini lo soltó.

—¿Por qué no? ¡Vamos, estoy esperando! Explíqueme cómo es que mi mujer, a la que tenía secuestrada, acaba de entrar en el baile luciendo un vestido de fiesta.

Mientras hablaba, Morosini había sacado su pitillera y extraído un cigarrillo, al que dio unos golpecitos contra el estuche de oro antes de encenderlo. Ulrich carraspeó.

—¿No tendrá uno para mí? Llevo horas sin fumar.

—Cuando me haya contestado.

—Pues es muy sencillo. Ya le dije que Sigismond no me inspira mucha confianza, y desde que el viejo está más o menos fuera de servicio desconfío de todo. Así que decidí pensar un poco en mí. Como me habían encargado vigilarlo, se me ocurrió presionarlo de alguna manera y arramblar, gracias a usted, con la mayor parte del botín. Por eso le hice creer que tenía a su esposa, y pareció funcionar.

—Sólo lo pareció. Por si le interesa saberlo, estuve en un tris de decirle que se la quedara, pero dejemos eso a un lado. ¿Cómo es que ha venido con los Solmanski?

—Eso no lo sé. Cuando la he visto, he pensado que el techo se me venía encima.

—¿Y ellos lo han visto a usted?

—No, me he quitado de en medio enseguida. ¿Ya no va a ayudarme a coger lo que hay ahí arriba? —preguntó, dirigiendo una mirada hacia el techo.

—No, pero quizá pueda ofrecerle una… compensación.

Los ojos sin vida del gánster se animaron un poco.

—¿Qué?

—Un precioso collar de rubíes que está en la caja fuerte del hotel y que había traído para cambiarlo por la piedra que Kledermann le compró a su amigo Saroni.

—¡Menudo imbécil! ¡Mira que intentar actuar por su cuenta!

—Eso es justo lo que está usted haciendo. Pero le propongo salir bien parado de ésta… y llevarse mi collar, si me ayuda a echar el guante a la banda. Para empezar, ¿qué han venido a hacer los Solmanski aquí esta noche?

—Le juro que el primer sorprendido he sido yo. Aunque no es muy difícil de adivinar: van a intentar apoderarse del rubí. Ahora que además está rodeado de un montón de diamantes, el negocio es redondo.

—Eso es ridículo. Kledermann no se chupa el dedo y debe de tener policías de paisano por todas partes.

—Yo le digo lo que pienso. Oiga, ¿y ese collar es interesante?

—Acabo de decirle que pensaba cambiarlo por el rubí. Vale como mínimo cien mil dólares.

—Sí, pero no lo lleva encima. ¿Qué me garantiza que lo tendré si le ayudo?

—Mi palabra. Jamás he faltado a ella, pero soy capaz de matar a cualquiera que la ponga en duda. Lo que quiero saber…

Una detonación lo interrumpió, seguida casi inmediatamente de una tormenta de gritos y exclamaciones. Los dos hombres permanecieron inmóviles y se miraron.

—Ha sido un disparo —dijo Ulrich.

—Voy a ver qué ha pasado. Quédese en el guardarropa, volveré.

Salió corriendo, pero tuvo verdaderas dificultades para abrirse paso entre la multitud que se agolpaba delante de uno de los bufés de refrescos y a la que tres sirvientes se esforzaban en hacer retroceder. Lo que descubrió al final de su recorrido lo dejó sin respiración: Dianora estaba tendida sobre el parqué, con la cara contra el suelo y la espalda ensangrentada. Varias personas estaban inclinadas a su alrededor, entre ellas su esposo, doblado en dos de dolor y sujetando la cabeza de su mujer con las manos.

—¡Dios mío! —susurró Aldo—. ¿Quién ha hecho eso?

Alguien a quien ni siquiera vio le contestó:

—Le han disparado desde el exterior a través de esa ventana. ¡Es horrible!

Uno de los sirvientes parecía estar tomando las riendas de la situación. Cuando hubo declarado que pertenecía a la policía, nadie se opuso. Empezó por apartar a los que se habían agachado junto al cuerpo, entre los que estaba Anielka. Al levantarse, la joven se encontró cara a cara con Aldo.

—¡Vaya! ¿Tú aquí?

—Lo mismo te pregunto yo: ¿qué haces aquí?

—¿Por qué no iba a estar, puesto que estás tú?

—Cállense de una vez —ordenó el policía—. No es ni el lugar ni el momento adecuados para discutir. ¿Quiénes son ustedes?

Aldo se identificó y a continuación identificó a su mujer, pero ésta tenía algo más que decir:

—Debería preguntarle a mi querido marido dónde estaba cuando han disparado a la señora Kledermann. Casualmente, no se encontraba en la sala.

—¿Qué intentas insinuar? —gruñó Aldo, dominado por un irreprimible deseo de abofetear aquel rostro insolente.

—No insinúo nada. Digo que podrías muy bien ser tú el asesino. ¿Acaso no tenías motivos de sobra para matarla? En primer lugar, para apoderarte del collar…, o por lo menos del gran rubí que forma parte de él. No quiso vendértelo cuando viniste a verla hace diez días, ¿verdad?

Aldo miró a la joven furia con estupor. ¿Cómo demonios podía saber eso? A no ser que hubiera en casa de los Kledermann un espía a sueldo de Solmanski…

—Cuando una dama me invita a tomar el té, suelo aceptar. En cuanto a ti, recuerda el apellido que llevas y no te comportes como una cualquiera.

—¿El té? ¿En serio? ¿Tenías la costumbre de tomarlo cuando eras su amante?

El policía ya no trataba de interrumpir a aquella pareja que se decía cosas tan interesantes, pero al pronunciarla joven la última palabra, Kledermann levantó la cabeza y, dejando el cuerpo inerte en manos de un médico que se encontraba en la sala, se acercó. En su mirada sombría, la desesperación dejaba paso a un estupor indignado:

—¿Usted era su amante? ¿Usted…, a quien…?

—Lo fui cuando era la condesa Vendramin, pero la guerra nos separó. Definitivamente.

—Yo puedo atestiguarlo —dijo Adalbert, que acababa de llegar—. No tiene nada que reprocharle, Kledermann, ni a él ni a su mujer. Lo que ocurre es que la señora… Morosini obsequia a su marido con su rencor desde que él ha solicitado la anulación de su matrimonio. Diría cualquier cosa para perjudicarlo.

—Se nota que es su amigo —dijo Anielka, más venenosa que nunca—. Pero usted también quería el rubí, así que su virtuoso testimonio…

—¿El rubí? ¿Qué rubí? —intervino el policía.

—¡Pues éste! —dijo el banquero, volviéndose hacia el cuerpo—. Pero…

Se arrodilló y deslizó una mano por debajo de los cabellos de su mujer para apartarlos del cuello. Con una infinita dulzura, ayudado por el médico, le dio la vuelta al cuerpo: el collar había desaparecido.

—¡Han matado a mi mujer para robarle! —gritó, dominado por la furia—. ¡Quiero al asesino y quiero también al ladrón!

—Es fácil —dijo Anielka—. Tiene a los dos delante de usted. Uno ha disparado y el otro ha aprovechado el tumulto para apoderarse del collar.

—Si se refiere a mí —saltó Vidal-Pellicorne—, estaba en el salón de juego cuando ha sucedido. Usted estaba más cerca, usted o… su hermano. Por cierto, ¿dónde se ha metido?

—No sé, estaba aquí hace un momento, pero mi cuñada es muy impresionable y ha debido de acompañarla fuera.

—Comprobaremos todo eso —intervino de nuevo el policía—. Caballeros, con su permiso voy a cachearlos.

Aldo y Adalbert se dejaron registrar de muy buen grado y, por supuesto, no les encontraron nada.

—Yo en su lugar —dijo Morosini— iría a ver si la condesa Solmanska se encuentra mejor y a comprobar lo que su esposo lleva en los bolsillos.

—Enseguida nos ocuparemos de eso. Pero primero debo señalarle que no me ha dicho dónde estaba en el momento en que han disparado contra la señora Kledermann.

—Estaba conmigo, inspector.

Ante los ojos maravillados de Aldo, Lisa había salido de detrás de una columna y avanzaba hacia su padre, a quien asió una mano con ternura.

—¿Tú aquí? —dijo éste—. Creía que no querías asistir a la fiesta.

—Cambié de opinión. Estaba bajando la escalera para ir a darle un beso a Dianora cuando vi a Aldo…, quiero decir al príncipe Morosini, salir de la sala con la clara intención de ir a fumar un cigarrillo fuera. Me sorprendió verlo, y me alegré porque somos viejos amigos. Nos saludamos y salimos juntos.

—¿Estaban fuera y no vieron nada? —refunfuñó el policía.

—Estábamos en el lado opuesto al salón de baile. Ahora, inspector, le ruego que deje a todas estas personas regresar a su casa. No tienen nada que ver con el asesinato y desde luego su autor no está entre ellas.

—Antes de dejarlos irse, les preguntaremos si han visto algo. Mire, ya llegan mis hombres —añadió mientras un grupo de policías entraba en la sala.

—Comprenda que mi padre necesita tranquilidad, que queremos estar solos y que quizá sería preferible no dejar a su esposa tendida en el suelo.

El tono de Lisa era severo. El inspector cedió inmediatamente.

—Trasladaremos a la señora Kledermann a sus aposentos y podrá ocuparse de ella… Yo me encargo de todo lo demás. Caballeros —añadió, volviéndose hacia Aldo y Adalbert—, háganme el favor de quedarse un momento para aclarar ciertos detalles. Usted también, señora, por supuesto… Pero ¿dónde está? —exclamó al constatar que Anielka había desaparecido.

—Ha dicho que iba a buscar a su hermano —dijo un sirviente.

—Está bien, la esperaremos.

Dos agentes se acercaban para retirar el cuerpo de la desdichada Dianora, pero su esposo se interpuso:

—¡No la toquen! La llevaré yo.

Con una fuerza que parecía incompatible con su largo cuerpo delgado, el banquero levantó la forma inerte y se dirigió con paso decidido hacia la gran escalera. Su hija se dispuso a seguirlo, pero Aldo intentó retenerla:

—¡Lisa! Quisiera decirle…

Ella le dirigió una débil sonrisa.

—Sé todo lo que podría decirme, Aldo, pero no es el momento. Ya nos veremos. Por ahora, el que me necesita es él.

Con el corazón encogido, Morosini miró cómo su delgada figura blanca seguía la cola de terciopelo negro que se deslizaba detrás de Kledermann. El inspector se acercó a Morosini.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a la señorita Kledermann?

—Unos años, pero llevaba meses sin verla y me he alegrado mucho de encontrarla aquí esta noche.

El policía, que sin duda jamás imaginaría lo feliz que le había hecho la aparición de la joven, no insistió en esa cuestión.

—Su mujer tarda mucho en volver —dijo—. Voy a buscarla.

Aldo no se atrevió a acompañarlo. Junto a la puerta, varios agentes anotaban los nombres de los invitados y hacían constar la ausencia de testimonios antes de dejarlos marchar. Éstos, resignados, formaban una larga cola que poco a poco se reducía. Aldo cogió un cigarrillo después de haber ofrecido otro a su amigo. Los dos hombres, conscientes de estar rodeados de policías, no decían nada. Cuando por fin el inspector —se llamaba Grüber— regresó, estaba de un humor de perros.

—¡No he encontrado a nadie!… ¡A nadie!… Y en el guardarropa me han dicho que la dama del vestido de lentejuelas negras había recogido su abrigo hacía un momento. En cuanto a la cuñada, no sé si se encontraba mal, pero en el guardarropa también han visto, poco después del disparo, a un apuesto joven moreno acompañado de una dama con un vestido azul cielo que lloraba desconsoladamente pero no parecía a punto de desmayarse. Y han salido de la casa como alma que lleva el diablo.

«Tenían sus motivos —pensó Aldo—. Llevaban el collar que Sigismond o la propia Anielka han birlado». No obstante, se guardó mucho de expresar su opinión, pues eso sólo le habría servido para incrementar las sospechas que recaían sobre él. De todas formas, no se libró de las preguntas de Grüber.

—En cualquier caso —dijo éste, sacando un cuaderno de notas—, es su familia, así que deme sus direcciones.

—La única dirección que conozco de un cuñado que no cuenta con mi aprecio es el palacio Solmanski, en Varsovia. Su mujer es norteamericana y creo recordar que en la otra orilla del Atlántico viven en Long Island, en Nueva York. En cuanto a… mi «mujer», vive en Venecia, en el palacio Morosini.

El policía se puso colorado.

—¡No se burle de mí! Lo que quiero es la dirección de aquí.

—¿La mía? Hotel Baurau-Lac —contestó Aldo con la mayor calma del mundo—. Pero no piense que ellos están instalados también ahí. Ignoro dónde se alojan.

—¿Quiere hacerme creer que su mujer no vive con usted?

—Tendrá que creerlo, porque es un hecho. Ya ha visto hace un momento las relaciones tan afectuosas que mantenemos. Yo he sido el primer sorprendido de verla aquí; creía que estaba en los lagos italianos con una prima.

—Los encontraremos. ¿Tienen amistades aquí?

—No lo sé. En cuanto a las mías, se reducen a la familia Kledermann.

—¡Perfecto! Puede regresar a su hotel, pero seguramente tendré que volver a verlo. No se marche de Zúrich sin mi autorización.

—¿Podemos despedirnos de la señorita Kledermann antes de irnos?

—No.

Los dos hombres se dieron por enterados y fueron a buscar sus abrigos. Fue Ulrich quien le dio el suyo a Morosini.

—¿Sabe dónde viven? —preguntó este último.

—Sí. Dentro de una hora nos vemos en su habitación.

El gánster medio arrepentido cumplió su palabra. Una hora más tarde, llamaba a la puerta de la habitación, donde los dos amigos lo esperaban tras haber prevenido al recepcionista de que esperaban una visita y pedido una botella de whisky. Cuando le abrió la puerta, Aldo temió que se desvaneciera entre sus brazos. Ulrich, habitualmente pálido, estaba más blanco que el papel, y Morosini, después de indicarle un sillón, le tendió un vaso bien lleno que el gánster vació de un trago.

—¡Buenas tragaderas! —exclamó Adalbert—. Pero un malta puro de veinte años merecería otro tratamiento.

—Le prometo que degustaré el segundo —dijo el hombre tratando de sonreír—. Le juro que lo necesitaba.

—Si no me equivoco, usted no estaba al corriente de lo que iba a pasar.

—Así es. Ni siquiera sabía que los Solmanski iban a ir a la fiesta. ¡Así que, lo del asesinato…!

—No era tan sensible cuando nos conocimos en Vésinet —observó Aldo.

—Que yo sepa, aquella noche no maté a nadie. Entérese de que yo sólo mato en defensa propia. Me horroriza el asesinato gratuito.

—¿Gratuito? —repuso Adalbert en tono irónico—. No parece el término más apropiado estando en juego un collar que debe de valer dos o tres millones. Porque, evidentemente, han sido sus amigos los que lo han birlado.

—Dejémonos de charla —cortó Aldo—. Me ha dicho que sabe dónde están, así que tómese otra copa y llévenos.

—¡Eh, un momento! Hablando de collares, usted me ha prometido uno. Me gustaría verlo.

—Está en la caja fuerte del hotel. Cuando volvamos se lo daré. Se lo repito: tiene mi palabra.

Ulrich sólo observó un instante la mirada de frío acero del príncipe anticuario:

—OK, cuando volvamos. Otra cosa: les aconsejo que vayan armados.

—Tranquilo, sabemos a quién nos enfrentamos —dijo Adalbert, sacando un imponente revólver del bolsillo del pantalón.

Cuando habían llegado al hotel, Aldo y él habían cambiado el traje de etiqueta por unas prendas más apropiadas para una expedición nocturna.

—¿Vamos?

Apretujados en el Amilcar del arqueólogo, los tres hombres se dirigieron hacia la orilla meridional del lago.

—¿Está lejos? —preguntó Aldo.

—A unos cuatro kilómetros. Si conocen la zona, está entre Wollishofen y Kilchberg.

—Lo que me sorprende —dijo Aldo— es que usted conozca tan bien Zúrich y sus alrededores.

—Mi familia es originaria de por aquí. Ulrich no es un nombre americano, y mi apellido es Friedberg.

—¡Acabáramos!

Estaban dando las tres en la iglesia de Kilchberg cuando el coche llegó a la entrada del pueblo. Un olor inesperado acarició la nariz de los viajeros.

—¡Huele a chocolate! —dijo Adalbert, aspirando con fruición.

—La fábrica Lindt y Sprüngli está a un centenar de metros —lo informó Ulrich—. Mire, ahí está la casa que buscan —añadió, señalando a orillas del lago un gran chalé antiguo cuya estructura entramada, embellecida por una decoración pintada, se podía admirar gracias a la claridad de la noche.

Un bonito jardín lo rodeaba. Adalbert se limitó a echar un vistazo y fue a aparcar el coche, bastante ruidoso, un poco más lejos. Regresaron andando y se quedaron mirando la casa, cuyas contraventanas cerradas parecían indicar que sus habitantes estaban durmiendo.

—Es curioso —observó Ulrich—. No hace mucho que han vuelto, y no son de los que se van corriendo a la cama.

—Sea como sea —dijo Morosini—, yo no he venido aquí para contemplar una casa vieja. La mejor forma de saber lo que pasa dentro es ir a verlo. ¿Alguno sabe abrir esa puerta?

Por toda respuesta, Adalbert se sacó del bolsillo un estuche que contenía diversos objetos metálicos, subió los dos escalones de la entrada y se agachó delante de la hoja. Ante la mirada admirativa de Aldo, el arqueólogo hizo una brillante demostración de sus talentos ocultos abriendo sin hacer ruido y en unos segundos una puerta bastante imponente.

—Podemos entrar —susurró.

Guiados por la linterna confiada a Ulrich, los tres hombres avanzaron por un pasillo embaldosado que daba, a un lado, a una vasta estancia amueblada en cuya gran chimenea de piedra aún ardían algunas brasas. Al otro lado del pasillo estaba la cocina, donde flotaban olores de choucroute, y al fondo del pasillo, una escalera de madera labrada conducía a los pisos superiores, de dimensiones cada vez más reducidas a medida que se subía, a causa de la doble pendiente del tejado. Empuñando las armas, los tres hombres exploraron la planta baja; luego, con infinitas precauciones, empezaron a subir la escalera, cubierta con una alfombra. En el primer piso encontraron cuatro habitaciones vacías. Las del segundo piso también lo estaban, y en todas había rastros de una marcha precipitada.

—No hay nadie —concluyó Adalbert—. Acaban de irse.

—Es la mejor prueba de que tienen el collar —gruñó Morosini—. Han tenido miedo de que la policía los descubriera.

—Habría podido pasar bastante tiempo antes de que los encontraran —observó Ulrich—. Zúrich es grande, y los alrededores todavía más.

—Tiene razón —dijo Aldo—. ¿Por qué esta huida precipitada? ¿Y con qué destino?

—¿Por qué no a tu casa? ¡Tu querida esposa estaba empeñada en que te detuvieran! Quizá lleve el collar, con o sin el rubí, a tu noble morada, donde, cuando hayas vuelto, podría ingeniárselas para que la policía lo encontrara.

—Es muy capaz —dijo Aldo, pensativo—. Quizá sería mejor que volviera a casa lo antes posible.

—No olvides lo que nos ha dicho ese inspector: prohibido salir de Zúrich hasta nueva orden.

En ese momento llegó Ulrich, que había ido a inspeccionar la cocina más a fondo.

—¡Vengan a ver! He oído ruido en la bodega. Como un gemido… Se baja por una trampilla.

Por prudencia, decidieron que Ulrich pasara primero, puesto que conocía la casa. Aldo y Adalbert se precipitaron tras el americano, que al llegar abajo accionó el interruptor de la luz. Lo que descubrieron les hizo retroceder de horror: un hombre cuyo cuerpo era una pura llaga marcada por huellas de quemaduras yacía en el suelo. El rostro tumefacto, ensangrentado, apenas era reconocible, pero aun así los dos amigos identificaron sin vacilar a Wong. Aldo se arrodilló junto al desdichado, tratando de averiguar por dónde había que empezar a socorrerlo.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Cómo lo han dejado esos miserables! Pero ¿por qué?

Ulrich, decididamente cada vez más útil, ya había ido a buscar agua, un vaso, paños limpios e incluso una botella de coñac.

—Además del rubí, tenían otra idea fija: averiguar dónde se encontraba un tal Simón Aronov. Pero éste no sé de dónde ha salido.

—De una villa que está a tres o cuatro kilómetros de aquí —contestó Adalbert—. Yo fui a verlo, pero encontré la casa vacía. ¡Y ahora sé por qué! Una vecina incluso me dijo que lo había visto marcharse una noche en un taxi con una maleta.

—Vio que se marchaba alguien, pero seguro que no era él —dijo Aldo mientras mojaba un poco con agua el rostro herido—. Ya imaginarás que, cuando lo raptaron, no convocaron a los vecinos para que presenciaran la escena.

—¿Cómo está?

—¡Déjeme ver! —dijo Ulrich—. En mi… profesión, estamos acostumbrados a toda clase de heridas, y además, soy un poco médico.

—Hay que ir a buscar una ambulancia para que lo lleven a un hospital —dijo Aldo—. ¡En Suiza hay montones!

El americano meneó la cabeza.

—Es inútil. Está a punto de morir. Lo único que podemos hacer es tratar de reanimarlo por si tuviera algo que decirnos.

Con infinitas precauciones, sorprendentes en aquel hombre dedicado a actividades violentas, le limpió al moribundo la boca, cubierta de sangre seca, y le hizo tragar un poco de alcohol. Aquello debió de quemarle, pues profirió un débil gemido, pero abrió los ojos. Wong reconoció el rostro ansioso de Aldo inclinado sobre él. Trató de levantar una mano y el príncipe la tomó entre las suyas.

—¡Deprisa! —susurró—. ¡Ir deprisa!

—¿Adonde quiere que vayamos?

—A Var… Varsovia… ¡El señor! Saben… dónde está.

—¿Se lo ha dicho usted?

En los ojos apagados se encendió una débil llama, una llama de orgullo.

—Wong… no ha hablado, pero ellos saben… Un traidor… Würmli. Los espera… allí.

La última palabra salió junto con el último suspiro. La cabeza se deslizó un poco entre las manos de Aldo, que la sostenía. Éste alzó hacia el americano una mirada interrogativa.

—Sí. Se acabó —dijo éste—. ¿Qué piensan hacer? ¿Avisar a la policía?

—¡Desde luego que no! —dijo Adalbert—. Vamos a tener que marcharnos por las buenas, cuando nos han dicho que no salgamos de la ciudad. Ya nos las arreglaremos para avisarla cuando estemos lejos.

—Eso es muy sensato. ¿Y ahora qué hacemos? Yo no tengo muchas ganas de eternizarme aquí.

—Es comprensible —dijo Morosini—. Le propongo volver al hotel con nosotros y esperar a que sea una hora decente para pedir que abran la caja fuerte. Mientras tanto, prepararemos la partida. Luego yo le doy lo que le he prometido y nos separamos.

—Un momento —dijo Adalbert—. ¿Sabe por casualidad quién es ese tal Würmli, cuyo nombre acaba de pronunciar Wong?

—Ni idea.

—Yo sé quién es —dijo Aldo—. Ahora, vayámonos, aunque te aseguro que lamento no poder rendirle algunos honores a este fiel servidor que era Wong. Es horrible tener que dejarlo aquí.

—Sí —dijo Adalbert—, pero es más prudente.

Poco después de las ocho de la mañana, Vidal-Pellicorne y Morosini salían de Zúrich por la carretera en dirección al lago Constanza. Ulrich había partido hacia un destino desconocido, llevando en el bolsillo el precioso collar de Julia Farnesio acompañado de un certificado de venta que le había firmado Aldo para evitar cualquier problema. Las maletas habían sido hechas rápidamente; luego, mientras Aldo escribía una carta a Lisa a fin de explicarle que partían en busca de los ladrones y sin duda también de los asesinos de Dianora, Adalbert procedía a la puesta a punto de su pequeño bólido con vistas a un largo trayecto. Había calculado que, turnándose al volante, Aldo y él podrían llegar a Varsovia antes que Sigismond.

—Debe de haber mil doscientos o mil trescientos kilómetros. No es nada del otro mundo, y si te sientes con ánimos…

—No me lo dirás dos veces. Quiero la piel de los Solmanski. O ellos o yo.

—Deberías decir «o ellos o nosotros», porque no tengo intención de quedarme atrás. Por cierto, antes has dicho que sabías quién es Würmli.

—Sí. Y tú también lo sabes, lo que pasa es que lo has olvidado: es el tipo del banco que hacía de enlace entre Simón y nosotros.

—No puede ser… ¿Ese hombre de absoluta confianza?

—Pues mira, ha dejado de serlo. Con dinero se pueden hacer milagros, y los Solmanski no andan escasos. No sé cómo han descubierto a Hans Würmli, pero, si Wong dice que el traidor es él, tenemos razones de sobra para creerlo. Ya nos ocuparemos de él después. Algo me dice que lo que nos espera en Varsovia, sea bueno o malo, será el desenlace de este asunto.

Adalbert asintió con la cabeza y no dijo nada. Estaban atravesando un tramo de carretera malo que requería toda su atención. Cuando lo hubieron dejado atrás, Aldo preguntó con una imperceptible sonrisa burlona:

—¿Crees que podrás llevarme hasta allí en buen estado?

—Si pasa algo, puedes seguir conduciendo tú. Pero procura no estropearme el coche. Le tengo mucho cariño. ¡Es una verdadera maravilla!

Y para corroborar las excelencias de su artilugio, Adalbert pisó a fondo el acelerador. El pequeño Amilcar salió disparado.