Cuando, una vez en Zúrich, vio los edificios propiedad del banquero, Morosini comprendió por qué a Lisa le gustaba tanto Venecia y las residencias de su abuela: eran palacios, desde luego, pero palacios construidos a escala humana y desprovistos de gigantismo. El banco era un verdadero templo neorrenacentista con columnas corintias y cariátides; en cuanto a la vivienda privada, estaba a orillas del lago, en lo que llamaban la Goldküste (la orilla dorada), y era un inmenso palacio «de estilo italiano» bastante parecido a la villa Serbelloni, en el lago de Como, pero con más ornamentos. Era fastuoso, bastante apabullante, y hacía falta la gran avidez de esplendor de la ex Dianora Vendramin para encontrarse a gusto allí. Incluso habría resultado un poco ridículo de no ser por el admirable parque animado por fuentes que descendían hasta las aguas cristalinas del lago y por el magnífico marco de montañas nevadas. Sea como fuere, Morosini, pese a ser príncipe, cuando al caer la noche vio el monumento, pensó que no le gustaría nada vivir allí dentro. Previamente, el banquero lo había dejado en su hotel y le había aconsejado que descansara un poco antes de ir a su casa a cenar.
—Estaremos solos —precisó—. Mi mujer ha ido a París para elegir el vestido que llevará el día de su… trigésimo cumpleaños.
Morosini se limitó a sonreír mientras realizaba un rápido cálculo: el día que conoció a Dianora, la Nochebuena de 1913, él tenía treinta años y ella, que se había quedado viuda a los veintiuno, contaba veinticuatro, lo que daba, si no había ningún error en los datos, una cifra de treinta y cinco en el año 1924.
—Yo creía —dijo al final; sonriendo— que una mujer bonita nunca confesaba su edad.
—Bueno, mi esposa no es como las demás. Además, también celebramos nuestro séptimo aniversario de bodas. De ahí mi deseo de dar al acontecimiento un esplendor especial.
Al llegar al hotel —un edificio de estilo dieciochesco con magníficos jardines—, Aldo tuvo la sorpresa de encontrar un telegrama de Adalbert:
Espérame. Llegaré a Zúrich el 23 por la noche.
O sea, que el arqueólogo estaría allí al día siguiente. Sabiendo por experiencia que las cosas nunca eran fáciles cuando había un vestigio del pectoral a la vista, se alegró. Más aún teniendo en cuenta que desde hacía algún tiempo hablaban mucho de la ciudad suiza más importante. Además de ser la base financiera de Simón Aronov, y allí era donde el viejo Solmanski había escapado de la vigilancia de Romuald, allí era donde parecía tener una residencia, al igual que el propio Simón, y allí era también donde Wong había pedido que lo llevaran… Y como la adquisición de Kledermann tenía todas las posibilidades de ser la joya encontrada en la tumba de Julio, cabía esperar un futuro próximo muy agitado.
Hacia las ocho, el reluciente Rolls del banquero, conducido por un chófer de unas maneras irreprochables, dejaba a Morosini delante de la escalinata donde un lacayo lo recibió bajo un gran paraguas. Desde última hora de la tarde caían auténticas trombas de agua sobre la región, inundando el paisaje. Escoltado de esta suerte, el invitado llegó ante un mayordomo de un envaramiento absolutamente británico, lo que no le impedía ser sin lugar a dudas nativo de los Cantones. Se notaba por su estatura excepcional y por la anchura de su cuello.
Tras haberle dado el abrigo a un sirviente, Aldo siguió al imponente personaje por la vasta escalera de piedra después de haber sido informado de que el señor esperaba al príncipe en su gabinete de trabajo.
Cuando Morosini entró, el banquero estaba leyendo un periódico que le mostró inmediatamente con expresión preocupada:
—¡Mire! Es el hombre que me vendió el rubí. Está muerto…
El artículo, acompañado de una foto bastante mala, anunciaba que habían sacado del lago el cadáver de un americano de origen italiano, Giuseppe Saroni, buscado por la policía de Nueva York. Lo habían estrangulado y arrojado al agua después de haberlo torturado. Seguía una descripción que acabó de despejar las últimas dudas de Aldo, si es que todavía le quedaba alguna: respondía exactamente a las características del hombre de las gafas negras.
—¿Está seguro de que es él? —preguntó a Kledermann, devolviéndole el periódico.
—Absolutamente seguro. Además, ése es el nombre que él me dio.
—¿Cómo pagó? ¿Con un cheque?
—Claro. Pero ahora estoy un poco preocupado, porque empiezo a preguntarme si no será una joya robada. Si fuera así y encuentran mi cheque, puedo tener problemas.
—Es posible. En cuanto a lo del robo, puede estar seguro. El rubí se lo quitaron de las manos al rabino Liwa hace tres meses en la sinagoga Vieja-Nueva de Praga. El ladrón huyó después de haberme alojado una bala a medio centímetro del corazón. El gran rabino Jehuda Liwa también resultó herido, pero no de gravedad.
—Es increíble. ¿Qué hacía usted en esa sinagoga?
—En el transcurso de su larga historia, el rubí perteneció al pueblo judío y fue objeto de una maldición. El gran rabino de Bohemia debía liberarlo del anatema. Pero no le dio tiempo; ese miserable disparó, huyó, y fue imposible encontrarlo.
—Pero…, en ese caso, ¿el rubí es suyo?
—No exactamente. Yo lo buscaba para un cliente y lo había encontrado en un castillo cerca de la frontera austríaca.
—¿Cómo puede estar seguro de que se trata del mismo? Al fin y al cabo, no es el único rubí cabujón.
—Lo más sencillo es que me lo enseñe. Supongo que confiará suficientemente en mi palabra para no ponerla en duda.
—Desde luego… Se lo enseñaré, pero primero vayamos a cenar. Debe de saber por su cocinera que un soufflé no espera. En la mesa me contará su aventura.
El mayordomo acababa de anunciar que el señor estaba servido. Mientras bajaba la escalera con su anfitrión, que hablaba de caza, Aldo iba pensando en cómo presentaría la historia. Mencionar el pectoral, aunque fuera de pasada, estaba descartado. Y también su aventura sevillana, y las extrañas horas vividas junto a Jehuda Liwa. En realidad, iba a tener que hacer buenos recortes aquí y allá, pues seguramente el banquero zuriqués no creía en nada relacionado, de cerca o de lejos, con lo fantástico, el esoterismo y las apariciones. Como buen coleccionista de joyas, debía de conocer las tradiciones maléficas vinculadas a algunas de ellas, claro está, pero ¿hasta qué punto era permeable a lo que el común de los mortales consideraba leyendas? Eso es lo que había que descubrir.
El soufflé estaba en su punto y Kledermann, que debía de sentir un gran respeto por su cocinero, sólo abrió la boca para degustarlo mientras hubo algo en los platos. Pero, cuando los sirvientes los hubieron retirado, vació de un trago su copa, llena de un delicioso vino de Neuchâtel, y abrió el fuego.
—Si no he entendido mal, me disputa la propiedad del rubí.
—De hecho, no, puesto que usted lo ha comprado de buena fe, pero moralmente sí. Sólo se me ocurre una solución: me dice cuánto ha pagado por él y yo se lo doy.
—A mí se me ocurre otra más sencilla: le doy yo a usted lo que pagó por él en Bohemia, teniendo en cuenta, por descontado, los riesgos que corrió para conseguirlo.
Morosini reprimió un suspiro: tal como había sospechado, se enfrentaba a un adversario duro de pelar. La belleza de la piedra había causado su efecto y Kledermann estaba dispuesto a pagar por ella el doble o el triple si era necesario. Cuando se ha despertado la pasión de un coleccionista, es muy difícil convencerlo de que renuncie.
—Comprenda que no es una cuestión de dinero. Si mi cliente está tan interesado en el rubí es porque quiere poner fin a la maldición que recae sobre él y que afecta a todos sus propietarios.
Moritz Kledermann se echó a reír.
—¡No me diga que un hombre del siglo XX, deportista y culto, cree en esas pamplinas!
—Que yo crea o no carece de importancia —dijo Aldo sin alterarse—. Lo que cuenta es mi cliente, que es también un amigo. Él está convencido, y la verdad es que, después de todo lo que he descubierto de la trayectoria del rubí desde el siglo XV, le doy la razón.
—Cuénteme, entonces, todo eso. Ya sabe lo que me apasiona la historia de las joyas antiguas.
—Ésta empieza en Sevilla, poco antes de que fuera instituida la Inquisición. Reinaban los Reyes Católicos y el rubí pertenecía a un converso rico, Diego de Susan, pero la comunidad judía lo consideraba sagrado. Desde las primeras frases, Aldo notó que había despertado la curiosidad apasionada de su anfitrión. Lentamente, ciñéndose a la Historia y sin mencionar sus propias aventuras, se remontó en el tiempo: la piedra cedida a la reina Isabel por la Susona, la parricida; Juana la Loca y su pasión desmesurada; el robo y la venta de la joya al embajador del emperador Rodolfo II; el regalo de ésta por parte de Rodolfo a su bastardo preferido y, finalmente, la recuperación del rubí por él mismo y Vidal-Pellicorne «en un castillo de Bohemia cuyo propietario estaba sufriendo grandes reveses económicos». Del fantasma de la Susona, del enamorado de Tordesillas, de la evocación de la sombra imperial en la noche de Hradcany y de la violación de la tumba abandonada, ni una palabra, por supuesto. En cuanto a sus relaciones con el gran rabino, Morosini reveló simplemente que, siguiendo el consejo de Louis de Rothschild, había ido a hacerle algunas preguntas igual que se las había hecho a otras personas. Sin embargo, no dejó de insistir en los desastres que habían jalonado la trayectoria de la gema sangrienta.
—Yo mismo fui víctima de la maldición en la sinagoga, y el que se la vendió acaba de pagarlo con su vida.
—Eso es un hecho, pero… ¿no tiene miedo su cliente de esa presunta maldición?
—Es judío, y sólo un judío puede borrar el anatema lanzado por el rabino de Sevilla.
Kledermann guardó silencio unos instantes y luego dejó que una sonrisa maliciosa animara sus facciones un poco severas. Estaban tomando el café y ofreció un suntuoso habano a su invitado, al que dejó tiempo de encenderlo y de apreciar su calidad.
—¿Y usted le cree? —preguntó por fin.
—¿A quién, a mi amigo? Por supuesto que le creo.
—Sin embargo, debería saber de qué son capaces los coleccionistas cuando está en juego una pieza tan rara y tan preciosa. ¡Una piedra sagrada!… ¡Un símbolo de la patria perdida que encierra todas las miserias y todos los sufrimientos de un pueblo oprimido!… Yo quisiera creerle, pero de lo que usted acaba de referirme lo que se deduce es que se trata ante todo de una joya cargada de historia. ¿Se da cuenta? Isabel la Católica, Juana la Loca, Rodolfo II y su terrible hijo bastardo. Tengo piedras que no son ni la mitad de apasionantes.
—El hombre que me ha pedido esta joya no utilizaba ninguna estratagema. Lo conozco demasiado bien para sospechar una cosa así; para él es una cuestión de vida o muerte.
—Hummm… Hay que pensar muy bien en todo esto. Mientras tanto, voy a enseñarle la piedra en cuestión y también mi colección. Venga.
Los dos hombres volvieron al gran gabinete-biblioteca del primer piso, cuya puerta Kledermann cerró con llave.
—¿Teme que uno de los miembros de su personal entre sin llamar? —dijo Morosini, divertido por esa precaución que le parecía pueril.
—No, en absoluto. Esta habitación sólo se cierra con llave cuando deseo entrar en la cámara acorazada; en realidad, hacer girar esta llave es lo que permite abrir la puerta blindada. Ahora lo verá.
El banquero cruzó el despacho y, cogiendo una pequeña llave que llevaba colgada del cuello, bajo la pechera de la camisa, la introdujo en una moldura de la biblioteca que ocupaba el fondo de la estancia: una gruesa puerta forrada de acero giró lentamente sobre unos goznes invisibles, arrastrando consigo la lograda decoración de falsos libros.
—Espero que sepa apreciar su suerte —dijo Kledermann sonriendo—. No habrá más de media docena de personas que hayan entrado aquí. Acompáñeme.
La cámara acorazada debía de haber sido de considerables dimensiones, pero el espacio quedaba reducido por las cajas fuertes que revestían las paredes.
—Cada una tiene una combinación diferente —prosiguió el banquero—. Y sólo yo las conozco. Las transmitiré a mi hija cuando llegue el momento.
Sus largos dedos manipulaban con rapidez dos grandes discos colocados en la primera caja, de acuerdo con el código establecido: a la derecha, a la izquierda, otra vez y otra más. Se oía un tableteo, hasta que al cabo de un momento la gruesa hoja se abrió, dejando a la vista un montón de estuches.
—Aquí hay una parte de las joyas de Catalina la Grande y algunas alhajas rusas más.
Entre sus manos, un estuche forrado de terciopelo violeta mostró un extraordinario collar de diamantes, un par de pendientes y dos pulseras. Morosini abrió los ojos con asombro: él conocía ese aderezo porque lo había admirado antes de la guerra en el cuello de una gran duquesa emparentada con la familia imperial y cuya súbita desaparición permitía suponer que había podido ser asesinada. Había pertenecido a la Semíramis del norte, pero Aldo le negó su admiración: le horrorizaban lo que en la profesión se conocía como «joyas rojas», las que se habían obtenido derramando sangre. No pudo evitar decir con severidad:
—¿Cómo ha conseguido este aderezo? Sé a quién pertenecía antes de la guerra y…
—¿Y se pregunta si se lo compré al asesino de la gran duquesa Natacha? Tranquilícese, fue ella misma quien me lo vendió… antes de desaparecer en Sudamérica con su mayordomo, del que se había enamorado perdidamente. Lo que acabo de revelarle es un secreto, pero creo que no me hará lamentar haberle enseñado estas joyas.
—Puede estar seguro. Nuestro secreto profesional es tan exigente como el de los médicos.
—Confieso que, pese a su reputación, no creí ni por un instante que las reconocería —dijo Kledermann, riendo—. Dicho esto, la gran duquesa hizo muy bien en irse a América antes de la revolución bolchevique. Por lo menos salvó su vida y parte de su fortuna.
Después de los diamantes, Morosini pudo admirar el famoso aderezo de amatistas, célebre en la reducida hermandad de los grandes coleccionistas, y algunas fruslerías más de menor importancia antes de pasar a explorar otras cajas fuertes y otros estuches. Vio la admirable esmeralda que había pertenecido al último emperador azteca y que Hernán Cortés había traído de México, dos de los dieciocho Mazarinos, una pulsera hecha con grandes diamantes procedentes del famoso Collar de la Reina, desmontado y vendido en Inglaterra por la pareja La Motte, unos preciosos zafiros que habían pertenecido a la reina Hortensia, los prendedores de diamantes de Du Barry, unas fantásticas esmeraldas que habían brillado en el pecho de Aurengzeb, uno de los collares de perlas de la Reina Virgen y muchas maravillas más que Aldo, deslumbrado y sobre todo atónito, contemplaba boquiabierto: no imaginaba que la colección Kledermann pudiese ser tan importante. Una de las cajas guardaba todavía sus secretos.
—Aquí están las joyas de mi mujer —dijo el banquero—. Son mucho más bonitas cuando ella las lleva. Pero parece sorprendido…
—Sí, lo admito. Sólo conozco tres colecciones en todo el mundo comparables a la suya.
—Confieso que he puesto mucho empeño en ello, pero el mérito no es sólo mío. Mi abuelo fue quien empezó la colección, y le siguió mi padre. Bien, aquí está lo que le compré a ese americano.
Acababa de abrir otro estuche de terciopelo negro: cual el ojo de un cíclope puesto al rojo vivo en las forjas infernales, el rubí de Juana la Loca miró a Morosini.
Éste lo cogió con dos dedos y no necesitó un examen muy profundo para asegurarse de que era la piedra que tanto le había costado encontrar.
—No cabe ninguna duda —dijo—. Es la joya que me robaron en Praga.
Para más seguridad —aunque era improbable, no había que descartar la posibilidad de una falsificación—, salió al despacho, se sacó del bolsillo una lupa de joyero, la alojó en la cuenca de un ojo y se inclinó bajo la luz de la lámpara moderna que estaba encima de la mesa. Kledermann, inquieto, se apresuró a cerrar la cámara de los tesoros y se reunió con él.
—¡Fíjese! —dijo Aldo señalando con la uña un punto minúsculo en el reverso de la piedra y ofreciendo la lupa al banquero—. Mire esa estrella de Salomón imperceptible a simple vista. Le confirmará que se trata de una joya de origen judío.
Kledermann hizo lo que se le pedía y no tuvo más remedio que aceptar una evidencia que le desagradaba. No dijo nada enseguida, dejó el estuche sobre el vade de piel verde oscuro del escritorio, guardó dentro el rubí, después pulsó un timbre y fue a abrir la puerta.
—¿Tomará un poco más de café? Yo lo necesito.
—¿No teme que le produzca insomnio? —dijo Aldo con una semisonrisa.
—Tengo la capacidad de dormir cuando quiero. Pero ¿qué hace?
Morosini había sacado un talonario de cheques y una estilográfica, llevados expresamente, y estaba escribiendo en una esquina de la mesa.
—Un cheque de cien mil dólares —respondió con la mayor calma del mundo.
—No creo haber dicho que aceptaba devolverle la piedra —dijo el banquero con una frialdad polar que no impresionó a Morosini.
—¡No sé qué otra cosa puede hacer! —repuso éste—. Hace un momento hablábamos de «joyas rojas», y ésta lo es mucho más de lo que puede imaginar.
Kledermann se encogió de hombros.
—Es inevitable en una pieza cargada de historia. ¿Me permite que le recuerde la Rosa de York, ese diamante del Temerario que nos permitió conocernos en Londres? Usted la codiciaba tanto como yo y le tenía absolutamente sin cuidado su pasado trágico.
—En efecto, pero no era yo quien la había descubierto poniendo en peligro mi vida. Este caso es diferente. Vamos, piénselo —añadió Morosini—. ¿Realmente desea ver brillar en el cuello de su mujer una piedra que ha pasado decenas de años sobre un cadáver? ¿No le horroriza?
—Tiene usted la virtud de evocar imágenes desagradables —refunfuñó el banquero—. En realidad, ahora que conozco las aventuras de este rubí, ya no deseo regalárselo a mi mujer. Ella tendrá para su cumpleaños el collar que usted ha traído y yo me quedaré esta maravilla.
Aldo no tuvo tiempo de contestar: apartando más que abriendo la puerta, Dianora hizo una tumultuosa entrada de reina esparciendo a su alrededor el frescor de la noche unido a la suave fragancia de un perfume exquisito.
—¡Buenas noches, querido! —dijo con su hermosa voz de contralto—. Albrecht me ha dicho que está aquí el príncipe Morosini… ¡y es cierto! Es un placer volver a verlo, querido amigo.
Tendiendo las dos manos desenguantadas, se dirigía hacia Aldo cuando, de pronto, se detuvo y giró resueltamente hacia la derecha.
—¿Qué es eso?… ¡Dios mío!… ¡Es espléndido!
Tras quitarse el amplio abrigo ribeteado de zorro azul, a juego con el sombrero, lo dejó caer sobre la alfombra como si fuera un simple papel arrugado, se precipitó sobre el rubí y lo cogió antes de que su esposo pudiera impedirlo. Estaba radiante de contento. Con la piedra entre las manos, se acercó a Kledermann.
—¡Queridísimo Moritz! Nunca has vacilado en remover cielo y tierra para complacerme, pero esta vez me colmas de alegría. ¿Dónde has encontrado este maravilloso rubí?
Se había olvidado de Aldo, pero éste no estaba dispuesto a dejarse excluir: lo que estaba en juego era demasiado importante.
—Fui yo el primero en encontrarlo, señora. Su esposo se lo ha comprado, sin saber nada, por supuesto, al hombre que me lo robó. En este momento me disponía a darle lo que ha pagado por él —añadió, arrancando el cheque.
Dianora volvió hacia él sus ojos transparentes, que lanzaban destellos de cólera.
—¿Está diciéndome que pretende llevarse «mi» rubí?
—Yo sólo pretendo que se haga justicia. La piedra ni siquiera es mía. La había comprado para un cliente.
—Cuando se trata de mí, no hay clientes que valgan —dijo la joven con arrogancia—. Aparte de que nada garantiza que esté diciendo la verdad. Los coleccionistas como usted no vacilan en mentir.
—Cálmate, Dianora —intervino Kledermann—. Precisamente estábamos discutiendo el asunto cuando has llegado. No sólo no había aceptado el cheque del príncipe, sino que pensaba ofrecerle yo uno para compensarlo por los perjuicios sufridos a causa de un ladrón…
—Todo eso me parece muy complicado. Respóndeme con franqueza, Moritz, ¿has comprado esa joya para mi cumpleaños, sí o no?
—Sí, pero…
—¡Nada de peros! ¡Entonces es mía y me la quedo! La haré montar como a mí me…
—Debería dejar que su marido desarrolle ese «pero» —intervino Aldo—. Merece la pena. El hombre que le vendió la piedra acaba de ser encontrado en el lago… estrangulado. Y hace tres meses disparó contra mí y estuvo a punto de matarme.
—Dios mío…, ¡qué excitante! Razón de más para quedárselo.
Y Dianora se echó a reír en la cara de Morosini, que se preguntó cómo había podido estar a punto de morir de amor por esa loca. ¡Tanta belleza, y menos cerebro que un guisante!, pensó mientras miraba a la joven evolucionar por el gabinete de su esposo. Los años se deslizaban sobre ella como un agua vivificadora. Sobre su imagen actual, veía la de la Dianora que había conocido una Nochebuena en casa de lady de Grey. ¡Un hada nórdica! ¡Una sílfide de las nieves en la envoltura escarchada de su vestido del color de los glaciares, que tan tiernamente ceñía las curvas de un cuerpo juvenil tan arrebatador como el rostro! Había vuelto a verla dos veces: en Varsovia, donde habían recuperado por una noche las locas delicias de otros tiempos, y en la boda de Eric Ferráis con Anielka Solmanska. En aquella ocasión, Aldo no había sucumbido al poder de su encanto. Aunque únicamente porque era prisionero del de la bonita polaca. Esa noche no podía evitar pensar que se parecían de un modo peculiar.
Al igual que Anielka, Dianora seguía la nueva moda, al menos en su forma de vestir, pues había conservado intacta su magnífica cabellera de seda clara (¿quizá para no disgustar a un marido tan fastuoso?). El fino vestido de punto, de un gris azulado, mostraba hasta por encima de las rodillas unas piernas perfectas y permitía adivinar la gracia del cuerpo, todavía delgado y libre de trabas, que cubría. En ese momento, la joven pasaba un brazo por debajo del de su esposo dirigiéndole una mirada de tierna súplica. En cuanto a él, si un rostro había expresado alguna vez la pasión, era el de ese hombre de aspecto tan severo y frío. Quizá todavía quedaba una carta por jugar.
—Sea razonable, señora —dijo Morosini con suavidad—. ¿Qué marido enamorado podría aceptar con agrado ver a la mujer que ama en peligro? Y ése será su caso si se obstina en conservar esa terrible piedra.
Ella, todavía del brazo de Kledermann y con la mirada perdida en la suya, se encogió de hombros.
—¡No importa! Mi esposo es lo bastante fuerte, poderoso y rico para protegerme de cualquier peligro. Está perdiendo el tiempo, querido Morosini. Jamás, ¿lo oye?, jamás le devolveré esa joya. Estoy segura de que para mí será un verdadero talismán de felicidad.
—De acuerdo. Usted acaba de ganar esta batalla, señora, pero yo no pierdo la esperanza de ganar la guerra. Quédese el rubí, pero, se lo suplico, reflexione. No tengo por costumbre asustar a la gente, pero debe saber que conservándolo lo que va a atraer es la desgracia. Le deseo buenas noches… No, no me acompañe —añadió, dirigiéndose a Kledermann—. Conozco el camino y voy a volver al hotel a pie.
Kledermann se echó a reír y, soltando a su mujer, se acercó a su invitado rebelde.
—¿Sabe que está a unos cuantos kilómetros? Y los zapatos de charol no son precisamente el calzado más cómodo para andar tanto. No sea mal perdedor, querido príncipe, y permita que mi chófer lo acompañe. O, si no, déjeme prestarle unos botines.
—¿Está decidido a no dejarme tomar la iniciativa en nada esta noche? —dijo Aldo con una sonrisa que no hizo extensiva a Dianora—. Acepto el coche. Escogería los botines, pero temo la mirada reprobadora del recepcionista del Baur.
Había parado de llover cuando el largo coche se deslizó sobre el jardín mojado. El cielo se aclaraba, pero una humedad fría subía de las aguas negras del lago y toda la carretera que llevaba hacia el centro de la ciudad estaba llena de grandes charcos en los que temblaba la luz invertida de las farolas. Ya era tarde y, con el mal tiempo que hacía, las calles estaban desiertas. Pese a su brillante iluminación, Zúrich estaba triste esa noche y Aldo dedicó un pensamiento de agradecimiento a Kledermann: un largo paseo por ese desierto chorreante no habría resultado nada agradable. En el fondo, estaría igual de bien en la cama para pensar en el problema tal como lo planteaba ahora el matrimonio Kledermann. No tenía ni idea de cómo iba a poder solucionarlo. Ni siquiera con la ayuda de Adalbert. Como no cometieran un robo en toda regla en el palacio Kledermann…
Seguía dándole vueltas al asunto cuando se adentró en el ancho pasillo cubierto de gruesa moqueta que conducía a su habitación. Al llegar ante la puerta, metió la llave en la cerradura… y olvidó sus preocupaciones: un golpe en la nuca, y se desplomó como una prenda tirada sobre la mullida alfombra, que amortiguó el ruido de su caída.
Cuando se despertó, estaba acostado en una estrecha cama metálica, en un cuarto tan tristemente amueblado que un trapense no lo habría querido. Una lámpara de petróleo sobre una mesa iluminaba unas paredes agrietadas y mugrientas. Al principio creyó que estaba sufriendo una pesadilla, pero su boca pastosa y su cráneo dolorido abogaban por una desagradable realidad, sin que lograra comprender qué era lo que le pasaba. Sus pensamientos, al ir ordenándose, fueron devolviéndole poco a poco sus últimos gestos conscientes: se veía ante la puerta de su habitación, metiendo la llave en la cerradura. Después, un agujero negro. La pregunta, entonces, era la siguiente: ¿cómo había podido pasar de los pasillos de un hotel internacional a esa cueva de mala muerte? ¿Era siquiera concebible que sus agresores hubieran conseguido, incluso en plena noche, sacarlo de allí y llevarlo a otra parte?
Y otra cosa más curiosa aún: podía moverse libremente, no lo habían atado. Así que se levantó y se acercó a la única ventana, estrecha y protegida por postigos firmemente atrancados. En cuanto a la puerta, aunque vetusta, estaba provista de una cerradura nueva contra la que Aldo se declaró impotente. Él no poseía las habilidades de su amigo Adalbert y lo lamentó.
—Si algún día volvemos a vernos, le pediré que me dé unas clases —masculló, tendiéndose de nuevo sobre el colchón desnudo, que parecía relleno de piedras—. Antes o después vendrá alguien, y mientras tanto vale más que me tome las cosas con calma.
No esperó mucho. Al cabo de diez minutos por su reloj —no le habían quitado nada—, la puerta se abrió para dejar paso a una especie de batracio cuyo parecido con un sapo, salvo por las pústulas, era impresionante. Lo seguía un hombre cuya visión arrancó al prisionero una exclamación de sorpresa. Se trataba de un personaje que jamás hubiera creído que volvería a ver en esta vida, por la sencilla razón de que suponía que estaba en una cárcel francesa o en Sing-Sing después de haber sido debidamente extraditado: Ulrich, el americano con quien se había enfrentado dos años antes en una villa de Vésinet, en el transcurso de una agitada noche. Lejos de inquietarlo, esa resurrección le divirtió[21]: más valía tratar con alguien a quien ya conocía.
—¿Otra vez usted? —dijo en tono jocoso—. ¿Acaso le han nombrado embajador de los gánsteres americanos en Europa? Creía que estaba en la cárcel.
—Estar dentro o fuera de ella muchas veces es una cuestión de dinero —dijo la voz fría y cortante que Aldo recordaba—. Los franceses cometieron el error de querer mandarme a Estados Unidos y aproveché la ocasión para darme el piro. Sal, Archie, pero no te alejes.
Ulrich fue a instalar su largo cuerpo huesudo, vestido de tweed de calidad, en la única silla del cuarto y dejó a Morosini disponer por entero de la cama. Éste bostezó, se estiró y volvió a tumbarse con la misma tranquilidad que si hubiera estado en su casa.
—No tengo nada en contra de mantener una conversación con usted, amigo, pero habríamos podido charlar en el hotel, donde parece tener entrada libre. Su casa es muy incómoda.
—No es un lugar de veraneo, eso es cierto. En cuanto a lo que tengo que decirle, se resume en dos palabras: quiero el rubí.
—Lo suyo es una obsesión. La última vez andaba detrás de un zafiro. Ahora es un rubí. ¿Tiene intención de convocarme cada vez que se encapriche de una piedra preciosa?
—¡No se haga el tonto! Sabe muy bien lo que quiero decir. El rubí se lo vendió a Kledermann, el mastuerzo de Saroni, que pensó que podía hacer rancho aparte y apropiarse del objeto. Y esta noche Kledermann se lo ha vendido a usted. Así que dígame dónde está y lo llevamos a la ciudad.
Morosini se echó a reír.
—¿De dónde ha sacado su psicología del coleccionista? ¿Cree que el banquero me ha hecho venir aquí para venderme la pieza rara que ha tenido la suerte de conseguir? ¡Usted delira, amigo! Me ha hecho venir para valorarla y que le cuente su historia, ni más ni menos. Yo deseaba comprársela, eso es verdad, pero Kledermann le tiene más cariño que a las niñas de sus ojos y he fracasado en mi intento.
—Yo no fracasaré, y usted va a ayudarme.
—¿Desde esta cueva? No sé cómo. Por cierto, ¿ha sido usted quien ha dejado en ese estado tan lamentable al pobre Saroni?
—No, ha sido mi… jefe —dijo Ulrich con un deje de desprecio que no pasó por alto Morosini—. Fue él quien dirigió el interrogatorio, y su ejecutor quien lo mató. A mí me horroriza mancharme las manos.
—Ya veo. ¿Es usted el cerebro de la sociedad?
Un destello de orgullo apareció en los ojos claros del americano.
—En efecto, podríamos decirlo así.
—¡Qué raro! No dejar las cosas importantes en manos del joven Sigismond, que dista mucho de ser una lumbrera, lo entiendo, pero Solmanski padre sigue vivo pese a la comedia del suicidio representada en Londres, y a no ser que se haya vuelto chocho de repente…
—¡Vaya, está enterado de muchas cosas! Pero no, no está chocho sino enfermo. El producto que tomó para simular la muerte le ha dejado secuelas. Ya no puede dirigir personalmente las operaciones. ¿Por qué cree que se ha tomado la molestia de organizar mi fuga para ponerme al frente de la banda de facinerosos que Sigismond ha traído de América?
La conversación estaba tomando un giro inesperado que distaba mucho de desagradar a Morosini. Éste aprovechó su ventaja.
—Dadas las circunstancias, la presencia de un hombre con autoridad debía de ser imprescindible. Sigismond es un botarate peligroso y cruel, y creo que su padre es de mi misma opinión.
—¡Sin duda alguna! —confirmó Ulrich, que seguía recreándose en las alegrías de la autosatisfacción.
—O sea, que usted recibe las órdenes directamente de él. ¿Está aquí?
—No, en Varsovia. —Llevado por el ritmo de la conversación, había hablado demasiado y se arrepintió enseguida—. De todas formas, eso a usted no le importa.
—¿Qué quiere de mí? Ya le he dicho que Kledermann quiere quedarse el rubí. No sé qué otra cosa puede pedirme.
Una sonrisa que no tenía nada de amable apareció a modo de máscara en el rostro tosco del americano.
—Una cosa muy simple; que se las arregle para recuperarlo. Usted tiene la puerta de su casa abierta, así que debe de ser bastante fácil.
—Si fuera tan fácil, ya se me habría ocurrido un plan, pero lo que está pidiéndome es robar una cámara acorazada digna de tal nombre. ¡Es Fort-Knox en pequeño!
—Nunca hay que desesperar. En cualquier caso, compóngaselas como quiera, pero consígame el rubí. Si no…
—Si no, ¿qué?
—Podría quedarse viudo.
Aquello era tan inesperado que Morosini abrió los ojos como platos.
—¿Qué quiere decir?
—Es bastante fácil de entender: tenemos a su mujer. Ya sabe, esa encantadora criatura que vino a arrebatarnos de las manos arriesgando su vida en la villa de Vésinet.
—Sí, ya sé quién es, pero… también es la hermana y la hija de sus jefes. ¿Le han ordenado ellos que secuestre a mi mujer?
Ulrich reflexionó unos instantes antes de responder; luego levantó la cabeza a la manera de un hombre que acaba de tomar una decisión.
—No. Yo incluso diría que ignoran este detalle. Verá, me ha parecido que no estaría mal contar con un seguro contra ellos al mismo tiempo que me agenciaba un medio para presionarlo a usted.
El cerebro de Aldo trabajaba a toda velocidad. Había algo raro en aquello. Lo primero que se le ocurrió es que era un farol.
—¿Cuándo la ha secuestrado? —preguntó sin alterarse.
—Anoche, hacia las once, cuando salió del Harry’s Bar con una amiga. ¿Le basta eso?
—No. Quiero telefonear a mi casa.
—¿Por qué? ¿No me cree?
—Sí y no. Me parece un plazo demasiado corto para haberla traído aquí.
—Yo no he dicho que esté aquí, sino que la tengo. Y de eso puede estar seguro.
Aldo se tomó también unos instantes de reflexión. Cuando se había despedido de Anielka, ella acababa de librarse de las náuseas, pero no estaba ni mucho menos en una forma espléndida. Le costaba imaginársela precipitándose al Harry’s Bar para tomar un cóctel, ni siquiera con una amiga que bien podría ser Adriana. En cualquier caso, una cosa estaba clara: Ulrich sabía que se había casado con la viuda de Ferráis, pero ignoraba qué tipo de relaciones mantenían. Por un momento, acarició la idea de decir con una amplia sonrisa: «¿Tiene a mi mujer? ¡Fantástico! Pues quédesela. No tiene ni idea del favor que me hace». Imaginó la cara de Ulrich al oír semejante declaración. Sin embargo, sabía por experiencia que ese hombre era peligroso y que no vacilaría ni un instante en hacer sufrir a Anielka para lograr sus fines. Y si bien Aldo quería recuperar su libertad, no deseaba la muerte de la joven y todavía menos que sufriera alguna clase de tortura. Lo único que podía hacer era jugar al juego que le proponían. Era la única manera de regresar al aire libre.
—Bueno —dijo Ulrich—, ¿no dice nada?
—Una noticia como ésta merece pensar un poco en ella, ¿no?
—Quizá, pero me parece que ya es suficiente.
Morosini puso una cara que confiaba en que resultara suficientemente angustiada.
—No le habrá hecho daño, supongo.
—Todavía no, e incluso diría que está recibiendo muy buen trato.
—En ese caso, no tengo elección. ¿Qué quiere exactamente?
—Ya se lo he dicho: el rubí.
—No pensará que voy a ir a buscarlo esta noche… Y mañana, el rubí será enviado a algún joyero para que lo monte, con la finalidad de que la señora Kledermann lo reciba como regalo de cumpleaños.
—¿Cuándo es el cumpleaños?
—Dentro de trece días.
—¿Usted estará allí?
—Claro —dijo Aldo, encogiéndose de hombros con una lasitud bien simulada—. A no ser que me retenga aquí.
—No sé de qué podría servirme metido en este agujero. Ahora escúcheme bien. Vamos a llevarlo a la ciudad, donde estará a mi disposición. Y, por supuesto, ni se le ocurra acercarse a la policía; me enteraría y su mujer sufriría las consecuencias. No se le ocurra tampoco marcharse del hotel. Me pondré en contacto con usted. Mientras tanto, puede tratar de enterarse de qué joyero se encarga de montar la piedra.
Ulrich se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero se volvió antes de abrirla.
—No ponga esa cara. Si las cosas van como yo quiero, es posible que usted salga beneficiado.
—No sé en qué.
—¡Vamos, piense un poco! En el caso de que, gracias a usted, yo pudiera visitar la cámara acorazada de Kledermann, quizá le daría el rubí.
—¿Cómo? —dijo Aldo, estupefacto—. Yo creía…
—Los Solmanski lo quieren a toda costa, pero que lleguen a tenerlo o no a mí me tiene sin cuidado. Había que ser tan corto como Saroni para creer que un objeto como ése se podía vender discretamente. En la caja fuerte de un banquero debe de haber cosas para llenarse los bolsillos más fácilmente.
—Hay muchas joyas históricas, nada fáciles de vender tampoco.
—No se preocupe por eso. En América se vende todo, y a precios más interesantes que aquí. ¡Hasta pronto!
Sentado en la cama, Aldo le dirigió un vago saludo levantando la mano con gesto negligente. Al cabo de un momento, el batracio llamado Archie entraba de nuevo, exhibiendo lo que él creía que era una sonrisa.
—Vamos a llevarte a la ciudad, amigo —dijo.
Morosini no tuvo tiempo de pronunciar una sola palabra: un golpe propinado con una cachiporra a una velocidad increíble lo envió de nuevo al país de los sueños.
El segundo despertar se produjo en unas circunstancias todavía menos confortables que el primero; en la casa desconocida, al menos había una cama. Esta vez, Morosini abrió los ojos en un universo oscuro, frío y húmedo. Enseguida se dio cuenta de que lo habían dejado sobre una extensión de césped rodeada de árboles. Más allá se veía el lago, unos embarcaderos, unos restaurantes. Seguía siendo de noche y las farolas seguían encendidas. Tiritando pese al abrigo de vicuña, que habían tenido el detalle de ponerle, Aldo localizó rápidamente las luces del Baurau-Lac a una distancia que no le pareció excesiva. Aunque le dolía la cabeza, se puso a correr con la triple finalidad de salir cuanto antes del jardín, volver a su habitación y entrar en calor.
Cuando entró en el vestíbulo del hotel, el recepcionista se permitió arquear una ceja al ver regresar en tan deplorable estado a un cliente aparentemente sobrio y que creía que llevaba horas acostado, pero se hubiera dejado cortar la lengua antes que atreverse a hacer una sola pregunta. Aldo lo saludó haciendo un vago ademán con la mano y se dirigió tranquilamente hacia el ascensor, ya que había encontrado la llave de su habitación en un bolsillo.
Una ducha caliente, dos aspirinas, y se metió en la cama rechazando firmemente todo pensamiento desfavorable al sueño. Primero, dormir; después, ya vería.
No eran mucho más de las diez cuando se despertó, más repuesto de lo que había temido. Empezó por encargar un copioso desayuno; luego pidió una comunicación telefónica con Venecia. Aunque no acababa de creérsela, esa historia del secuestro de Anielka le inquietaba. Si era verdad, ¿encontraría su casa patas arriba y quizás incluso invadida por la policía? No había sucedido nada de eso: la voz que le respondió —la de Zaccaría— era tranquila y apacible, incluso cuando Aldo dijo que quería hablar con su mujer.
—No está —contestó el fiel sirviente—. Su viaje ha hecho que le entren ganas de moverse: se ha ido a pasar unos días a casa de doña Adriana.
—¿Se ha llevado equipaje?
—Desde luego. Lo necesario para una breve estancia. ¿Algo va mal?
—No, no te preocupes. Sólo quería decirle una cosa. Oye, ¿y Wanda se ha ido con ella?
—Por supuesto.
—Perfecto. Telefonearé a casa de mi prima.
Allí no tuvo más éxito. Una voz masculina y arrogante le informó de que ni la condesa Orseolo ni la princesa Morosini estaban en casa; las dos damas se habían marchado de Venecia el día anterior por la mañana en dirección a los grandes lagos. No habían dejado ninguna dirección, pues no sabían aún dónde se instalarían.
—¿Y usted quién es? —preguntó Aldo, al que no le gustaban ni el tono ni la voz del personaje.
—Soy Cario, el nuevo sirviente de la señora condesa. ¿Desea su excelencia saber algo más?
—Nada más, gracias.
Aldo colgó. Bastante perplejo. Lo que sucedía en Venecia era todavía más extraño de lo que había creído. ¿Dónde estaba Anielka? ¿Era prisionera de Ulrich o una apacible turista en el lago Mayor? A no ser que las dos mujeres, más Wanda, hubieran sido secuestradas a la vez, o que Adriana, no contenta con mantener relaciones con el circo Solmanski, hubiera trabado otras con los gánsteres yanquis. Y luego estaba ese nuevo criado tan singular: su nombre era italiano, pero, a juzgar por su acento, Morosini se inclinaba a pensar que Karl o Charlie serían más apropiados para él. ¿Qué significaba exactamente todo eso?
Una larga sucesión de interrogantes lo mantuvo ocupado hasta la escandalosa llegada de Adalbert y de su Amilcar descapotable rojo vivo, forrado de piel negra, que valió a su propietario la mirada admirativa del aparcacoches, convencido de que se trataba de un escapado de la Targa Florio o de la nueva carrera de las Veinticuatro Horas de Le Mans. A Morosini no le hizo gracia.
—¿No podías venir en tren como todo el mundo? —refunfuñó.
—Si querías permanecer en la clandestinidad, tenías que haberlo dicho… y haberte alojado en un albergue rural. Pero ¿de verdad debemos pasar inadvertidos? En cuanto a mi «carro», como dicen los canadienses, ahora está repleto de carburadores, compresores y no sé qué más, que lo convierten en una auténtica bomba. En caso de necesidad, eso siempre puede venirnos bien. Y tú estás de malas pulgas, ¿eh? ¿Problemas?
—Si en una sola noche, la última, te hubieran golpeado y dejado sin sentido dos veces, no verías la vida tan de color rosa. En cuanto a los problemas, llueven por todas partes.
—Vamos a tomar una copa al bar y me lo cuentas todo.
En el bar no había casi nadie y los dos hombres, sentados a una mesa apartada bajo una palmera plantada en una maceta, pudieron hablar tranquilamente. O más bien Aldo pudo hablar mientras Adalbert degustaba un cóctel y de vez en cuando sorbía por la nariz. Hasta el punto de que Morosini, un poco molesto, acabó por preguntarle si estaba resfriado.
—No, pero he descubierto que sorber es un medio que permite expresar todo tipo de matices: la tristeza, el desdén, la cólera… Así que estoy practicando. Lo que no impide que nos encontremos, sobre todo tú, en una situación difícil. Es una historia realmente demencial, pero te aplaudo con las dos manos por tu actitud frente al gánster. Has hecho bien entrando en su juego, e incluso me pregunto si eso no nos permitirá conseguir que metan en chirona a toda la banda.
—¿Tú crees?
—Pues claro. El hecho de que Ulrich actúe por su cuenta es muy bueno. ¿Podemos soñar con algo mejor que con un enfrentamiento entre ellos?
—De acuerdo, pero ¿qué pasa con Anielka?
—Me apostaría el cuello a que no la ha secuestrado nadie y a que ese tipo se ha tirado un farol. Simplemente ha aprovechado unas circunstancias favorables, y si yo fuera tú no me preocuparía más de la cuenta.
—¡Pero si no me preocupo «más de la cuenta»! Lo que ocurre es que no quisiera dar un paso en falso del que ella fuera víctima. Aparte de eso, ¿tú qué crees que debemos hacer?
—Para empezar, te propongo que nos repartamos el trabajo: tú podrías tener una conversación con la bella Dianora para intentar hacerla entrar en razón. Mientras tanto, yo iré a ver si Wong sigue en Zúrich y si sabe dónde se encuentra Simón en estos momentos.
—¿Qué quieres de él?
—Saber si tiene una copia del rubí tan fiel como las del zafiro y el diamante. Sería el momento idóneo para mandárnoslo.
—Desde luego, pero olvidas que el rubí debe de haber sido llevado ya a un joyero para que le ponga la suntuosa montura digna de su nueva propietaria.
—Antes de que proceda a engastarlo, pasarán unos días, ¿no? Habría que hacer el cambio en el establecimiento del artista. Si consiguiéramos la copia, creo que no tendríamos muchas dificultades en conseguir que Kledermann o su mujer nos llevase a admirar la maravilla. Yo acabo de llegar y estoy deseoso de contemplarla.
—¿Y te sientes capaz de hacer el cambio delante de tres o cuatro personas?
—¡Válgame Dios! Desde luego que sí. Algo me dice que en ese momento me sentiría inspirado —dijo Adalbert alzando hacia el techo una mirada angelical—. Aunque, por descontado, preferiría que la señora Kledermann se mostrara razonable y aceptara tu collar.
—Lo intentaré, pero dudo mucho de que lo consiga. Si la hubieras visto delante del rubí…
—Trata al menos de averiguar quién es su joyero. Iremos a dar una vuelta por su establecimiento. En buena lógica, debería ser Beyer, pero aquí hay unos cuantos.
—De acuerdo. Mañana iré a verla a una hora en que por lógica Kledermann estará en el banco. Llevaré el collar y a ver qué pasa. Esta noche, si te parece bien, cenamos y voy a acostarme. Y te aconsejo que tú hagas lo mismo. Debes de estar cansado del viaje.
—¿Yo? Estoy más fresco que una rosa. Creo que voy a ir esta misma noche a hacer una visita a Wong. No disponemos de mucho tiempo, y cuanto menos perdamos, mejor.
Aldo no tuvo que estar mucho rato preguntándose cuál sería la hora más apropiada para su entrevista con Dianora: en la bandeja del desayuno, un sobre alargado destacaba entre el cestillo del pan y el tarro de miel. Era una invitación formal para ir a tomar el té hacia las cinco a la villa Kledermann.
—¡Por fin algo positivo! —comentó Vidal-Pellicorne, que había vuelto de su expedición nocturna con las manos vacías—. Empezaba a pensar que el Dios de Israel estaba en nuestra contra.
—¿No encontraste a nadie en casa de Wong?
—Ni a un alma; sólo ventanas cerradas a cal y canto, puertas atrancadas y toneladas de lluvia cayendo encima. Volveré esta tarde para tratar de averiguar algo entre los vecinos. Los chinos no abundan en el país de los helvecios, así que sus idas y venidas deben de despertar curiosidad.
—A lo mejor ha ido a reunirse con Aronov.
—Si la casa está vacía, hoy lo sabré con seguridad. Es posible que Wong no me oyera aunque estuviese allí anoche.
—¿Y no intentaste entrar? Normalmente las puertas no se te resisten mucho tiempo.
—Si Wong se ha marchado, habría sido una pérdida de tiempo. Además, es preferible reconocer de día el objetivo, sea cual sea, antes de atacarlo de noche.
—Dependiendo de lo que averigües, podríamos ir juntos esta noche.
Eran las cinco en punto cuando un taxi dejó a Morosini delante de la escalinata que ya conocía. Como la lluvia también había acudido a la cita, se desarrolló el mismo ceremonial de la otra noche hasta el final de la escalera, donde el mayordomo, en lugar de ir hacia el despacho, giró a la izquierda y abrió una doble puerta: la señora esperaba a su excelencia en sus aposentos privados.
Aunque la denominación hizo fruncir ligeramente el entrecejo al visitante, éste enseguida se tranquilizó: el salón donde lo introdujeron, de un irreprochable estilo Luis XVI, parecía mucho más un museo que un gabinete propicio para toda clase de abandonos. En cuanto a la mujer que entró en él cinco minutos después, estaba en perfecta armonía con el aspecto suntuoso aunque una pizca demasiado afectado de la decoración: vestido de crespón gris nube de manga larga, cuyo drapeado terminaba en un chal anudado alrededor del cuello y servía de base a un collar de tres vueltas de finas perlas a juego con las que adornaban las orejas de la dama. Dianora jamás había aparecido ante Aldo vestida de forma tan austera, pero éste recordó que la protestante Zúrich debía de imponer a sus hijos católicos, aunque fueran multimillonarios, un comportamiento un tanto solemne.
Dianora ofreció a su visitante una mano regia, cargada de preciosos anillos, y una sonrisa burlona.
—¡Qué amable has sido aceptando mi invitación, querido amigo, pese a lo poco protocolaria que era!
—No te disculpes. Pensaba pedirte una entrevista. Tengo que hablar contigo.
—Dicen que las grandes mentes coinciden. Traerán el té dentro de un momento y después tendremos todo el tiempo que queramos para charlar.
Se limitaron, pues, a intercambiar los comentarios comunes de rigor hasta que el mayordomo, flanqueado por dos camareras, hubo dispuesto ante Dianora la bandeja con el servicio de té, de corladura y porcelana de Sajonia, y en dos mesas contiguas, platos con emparedados, pastas, galletas y bombones, todo en cantidad suficiente para una decena de personas.
Mientras la señora Kledermann procedía a una «ceremonia del té» casi tan complicada como en Japón, Morosini no podía evitar admirar la gracia perfecta de esa mujer de la que había estado perdidamente enamorado diez años antes. Parecía haber descubierto el secreto de la eterna juventud. El rostro, las manos, la sedosa cabellera clara, todo estaba liso, fresco, y no presentaba ningún defecto. Exactamente igual que antes. En cuanto a los grandes ojos de largas pestañas, su color aguamarina conservaba el mismo brillo. Aunque para él era un descubrimiento reciente, Aldo comprendía la pasión del banquero por esa obra maestra humana pese a que él mismo ya no era sensible a ella; prefería con mucho las pecas y la sonrisa traviesa de Lisa.
—Déjame adivinar de qué asunto quieres hablar conmigo —dijo Dianora dejando la taza, de la que acababa de beber—. ¿Qué nos apostamos a que se trata del rubí?
—No era muy difícil de adivinar. Tenemos que hablar muy seriamente sobre él. Esta historia es mucho más grave de lo que imaginas.
—¡Qué tono tan siniestro! Te he conocido más alegre, querido Aldo…, ¿o debemos olvidar que fuimos amigos?
—Algunos recuerdos no se borran nunca, y precisamente en nombre de esta amistad te pido que renuncies a esa piedra.
—¡Demasiado tarde! —dijo ella con una risita divertida.
—¿Cómo que demasiado tarde?
—Aunque quisiera, y no es el caso, me sería imposible devolvértela. Moritz salió para París ayer por la mañana. Sólo Cartier le parece digno de componer el marco apropiado para esa maravilla.
—Aquí hay artistas muy buenos.
—Desde luego, pero, como bien sabes, sólo la perfección es digna de mí.
—Nunca he dicho lo contrario, y por eso me repugna que esa piedra sangrienta con un pasado terrible pase a ser de tu propiedad. ¡Estás jugando con el Diablo, Dianora!
—¡No digas tonterías! Ya no estamos en la Edad Media.
—Muy bien —dijo Morosini, suspirando—. Sólo espero que no le suceda nada a Kledermann durante su estancia en París.
—Será una estancia breve: vuelve esta noche. La joya terminada la traerá a tiempo para la fiesta un emisario secreto. ¿No es excitante?… Por cierto, ¿puedo contar con tu presencia?
—Tendrás que invitar también a mi amigo Vidal-Pellicorne, que llegó ayer.
—¿De verdad? Me alegro mucho, ese hombre es un encanto. Pero hablemos ahora un poco de ti. En realidad, te he llamado para eso.
—¿De mí? No sé qué interés puede tener hablar de mí.
—No seas modesto, no te va en absoluto. Tengo que hacerte algunos reproches. Así que te has casado, ¿eh?
—Por favor, Dianora, preferiría hablar de otra cosa. No me he casado por voluntad propia.
—Pero ¿es posible obligarte a ti a algo? Parece que esa mosquita muerta que había atrapado entre sus redes al pobre Eric Ferráis hace verdaderos milagros. Explícamelo, porque yo creía conocerte.
—No hay nada que explicar. Lo comprenderás cuando te diga que he presentado una solicitud de anulación ante el tribunal de Roma.
El semblante burlón de la joven se tornó de pronto grave.
—Me alegro mucho, Aldo. Esa mujer, capaz de conseguir que le den la comunión sin confesarse, es muy peligrosa. Confieso que, cuando me enteré de la noticia, tuve miedo por ti. Y Moritz también, porque te aprecia. Los dos estamos firmemente convencidos de que fue ella quien mató a Ferráis… y sería una pena perder a un hombre de tu valía. —Pasando de pronto a un registro jovial, Dianora añadió—: ¿Y si me contases ahora tus aventuras con Lisa, mi hijastra? Me enteré con estupor, no hace mucho, de que a tu regreso de la guerra te propusieron casarte con ella.
—En efecto —murmuró Aldo, incómodo.
—¡Increíble! —exclamó Dianora, riendo—. ¡He estado a punto de convertirme en tu suegra! ¡Qué horror! No creo que me hubiera gustado. Por lo menos en aquel momento.
—¿A qué viene esa restricción? ¿Acaso has cambiado de opinión? —preguntó Morosini un tanto sorprendido.
—Sí. En el fondo, es una lástima que rechazaras la propuesta, aunque lo dice todo en tu favor. Actualmente no te encontrarías en una situación desagradable. Además, Lisa es un poco extravagante, pero es una chica estupenda. Su aventura veneciana, ese increíble disfraz… Todo eso me pareció muy divertido. He acabado por tomarle cierto aprecio. Habría sido una princesa Morosini perfecta.
Aldo no salía de su asombro.
—¿Eres tú, Dianora, quien me dice esto? ¡No doy crédito a mis oídos! Entonces, ¿no estáis a matar?
—Lo estábamos, pero el invierno pasado cambiaron muchas cosas. Seguramente no lo sabes, pero Moritz tuvo que someterse a una delicada intervención quirúrgica. Pasé mucho miedo… Hasta el punto… de comprender lo apegada que estaba a él.
Desde hacía un momento, bajaba los ojos y jugueteaba nerviosamente con las perlas de sus collares. De pronto, los levantó para clavarlos en los de Aldo.
—Mientras caminaba arriba y abajo en el salón de la clínica esperando saber el resultado de la operación, me juré que, si todo iba bien, en lo sucesivo sería una esposa intachable. Una esposa tierna… y fiel.
Morosini se inclinó para tomar entre sus manos las de la joven, que temblaban un poco.
—Descubriste que lo amabas —dijo con una gran dulzura—. Y me has pedido que venga esta tarde para decírmelo. ¿Me equivoco?
Ella le dedicó una sonrisa un tanto trémula. La misma, pensó Aldo un poco emocionado, que la de una jovencita confesando a su padre su primer amor.
—No —dijo Dianora—. Es justo eso. Descubrí, un poco tarde quizá, que tenía un marido extraordinario, así que…
—Si estás pensando en lo que fuimos el uno para el otro en otros tiempos, olvídalo sin vacilar. O mejor entiérralo en lo más profundo de tu corazón. Nadie irá a buscarlo ahí, y yo menos que nadie.
—No dudaba de tu discreción. Eres un gran señor, Aldo, pero de todas formas era preciso decir estas cosas y que entre nosotros no hubiera más sombras… Puesto que ahora somos viejos amigos —dijo de repente—, ¿me permites una pregunta?
—Adelante.
—¿De quién estás enamorado? Suponiendo que lo estés de alguien.
Para su contrariedad, notó que se sonrojaba y trató de escabullirse haciendo una pirueta:
—En este preciso instante estoy enamorado de ti, Dianora. Acabo de descubrir a una mujer desconocida que me gusta mucho.
—¡Déjate de tonterías!… Aunque deseo creerte. Me parece que Lisa hizo el mismo descubrimiento.
El nombre, inesperado, aumentó su sonrojo. Dianora se echó a reír.
—Está bien, no quiero hacerte sufrir…, pero debes saber que acabas de responderme.
Al despedirse de Dianora un poco más tarde, Aldo experimentaba un complejo sentimiento de alivio, ante la idea de que ya no tendría que enfrentarse a las insinuaciones de su antigua amante, y, sobre todo, de dulzura. Para él, el hecho de que hubiera optado por amar a su esposo la volvía entrañable. Más aún si, a juzgar por sus palabras, Lisa también había depuesto las armas. A todo ello se sumaba, sin embargo, la angustia al pensar en el desastre que el rubí maldito podía atraer sobre una familia ahora unida. ¿Qué se podía hacer para evitarlo?
—¡Lo tenemos difícil! —reconoció Adalbert cuando Aldo le hubo contado su conversación con Dianora—. Nuestro margen de maniobra se estrecha cada vez más. Wong se ha marchado. Una vecina lo vio salir de la villa hace cinco días con una gran maleta. He ido a la estación para informarme de qué trenes salían esa noche alrededor de las ocho. Había varios, uno de ellos en dirección a Múnich y Praga, pero no sé por qué iba a volver allí.
—A lo mejor iba más lejos. Si trazas una línea recta que una Zúrich, Múnich y Praga y la prolongas, llegas directamente a Varsovia.
—¿Estará Simón allí?
Morosini abrió los brazos en señal de ignorancia.
—No tenemos manera de saberlo y tampoco tenemos tiempo de buscar para obtener la copia del rubí. En cambio, quizá podríamos hacer que tus gemelos vigilaran las inmediaciones de la casa Cartier en París.
Adalbert miró a su amigo con una curiosidad divertida.
—Dime una cosa, tú que hablas más claro que el agua, ¿no estará rondándote por la cabeza la idea de interceptar al emisario encargado de traer la joya?
—¡Pues claro que sí! ¡Cualquier cosa antes que permitir que esa maldita joya se vuelva contra los Kledermann! Pero como la montura será suntuosa, nos las arreglaremos para que la policía la encuentre.
—¡Estás haciendo progresos! ¿Y… tu amigo el gánster? ¿Qué vas a decirle? Porque me extrañaría que ése tardara mucho en dar señales de vida.
No tardó, en efecto. Esa misma noche, al subir a su habitación para cambiarse antes de ir a cenar, Aldo encontró una nota invitándolo a ir a fumar un cigarro o un cigarrillo alrededor de las once junto al quiosco de la Bürkli Platz, muy cerca del hotel.
Cuando llegó al lugar de la cita, a la hora establecida, Ulrich ya estaba allí, sentado en un banco desde donde se veían las aguas nocturnas del lago enmarcadas por miles de luces.
—¿Ha averiguado algo? —preguntó sin preámbulos.
—Sí, pero primero deme noticias de mi mujer.
—Está muy bien, no se preocupe. No tengo ningún interés en maltratarla mientras usted juegue limpio.
—¿Y cuándo me la devolverá?
—Cuando esté en posesión del rubí… o de una fortuna en joyas. Tiene mi palabra.
—De acuerdo. Las noticias son éstas: el rubí ha viajado a París, a la joyería Cartier, encargada de engastarlo entre diamantes, seguramente para hacer un collar. Lo ha llevado el propio Kledermann… y supongo que también irá él a buscarlo, aunque su esposa no ha podido decírmelo ya que, en principio, se trata de una sorpresa con motivo de su cumpleaños.
El americano reflexionó unos instantes mientras daba fuertes caladas a un puro enorme.
—¡Bien! —exclamó por fin, suspirando—. Vale más esperar a que esté aquí de vuelta. Ahora preste mucha atención. La noche de la fiesta, yo estaré en casa de los Kledermann; seguramente necesitarán personal suplementario. Cuando lo considere oportuno, le haré una seña y usted me conducirá a la cámara acorazada, a la que podré acceder porque usted va a explicarme cómo se abre. Después, volverá a los salones a vigilar, dando prioridad, por descontado, al banquero. Si hace amago de salir, deberá retenerlo. Ahora le toca hablar a usted. Soy todo oídos.
Morosini hizo una descripción bastante exacta del despacho del banquero y del modo de acceder a la cámara acorazada. No tenía ningún escrúpulo en informar al bandido, pues le reservaba una sorpresa de último minuto.
—Hay una cosa que debe saber —dijo al final de su exposición—: la llave que abre el panel de la cámara acorazada, la lleva Kledermann colgada al cuello, y no tengo ni idea de cómo podría conseguirla.
La noticia no hizo ninguna gracia a Ulrich. Masculló algo entre dientes, pero Aldo se equivocaba si creía que iba a darse por vencido. Al cabo de unos instantes, el semblante ensombrecido del americano se iluminó.
—Lo importante es saberlo —concluyó.
—No tendrá intención de matarlo, ¿verdad? —dijo Morosini secamente—. Si es así, no cuente conmigo.
—¿Acaso lo quiere más que a su mujer? Tranquilo, pienso resolver este nuevo problema a mi manera… y sin demasiada violencia. Yo soy un gran profesional, entérese bien. Y ahora preste atención a lo que voy a decirle.
Con mucha claridad, explicó a Aldo lo que tendría que hacer, sin sospechar que el hombre al que creía tener en sus manos estaba completamente decidido a hacer lo imposible para recuperar el rubí sin permitir, sin embargo, que el alegre Ulrich se esfumara con una de las mejores colecciones de joyas del mundo. Cuando hubo terminado, Morosini se limitó a decir en el mejor estilo de Chicago:
—OK, amigo, entendido.
Lo que no dejó de sorprender a su interlocutor, aunque se abstuvo de hacer comentario alguno. Finalmente, los dos hombres se separaron para volver a encontrarse la noche del 16 de octubre.