Recostado en el respaldo del gran sillón antiguo colocado ante su escritorio, Morosini contemplaba con una mezcla de placer y de amargura el estuche abierto sobre el cartapacio de piel verde y oro. Contenía dos maravillas, dos pendientes de diamantes apenas teñidos de rosa, compuestos cada uno de ellos por una larga lágrima, un botón en forma de estrella tallada en una sola piedra y un delicado entrelazo de diamantes más pequeños, pero todos de esa misma tonalidad poco común. Bajo la intensa luz de la potente lámpara de joyero, los diamantes despedían suaves destellos que debían de constituir, para quien los lucía, el más seductor de los adornos. Ninguna mujer podía resistirse a su magia, y el rey Luis XV había tenido que soportar un largo enfado de su favorita, la condesa Du Barry, cuando, delante de sus narices, había regalado esas joyas a la delfina María Antonieta con motivo de su primer cumpleaños en Francia.
Esas maravillosas piezas le pertenecían. Se las había comprado unos meses antes de conocer al Cojo a una anciana par de Inglaterra poseída por el demonio del juego y a la que había conocido en el casino de Montecarlo, donde iba dejando poco a poco el contenido de su joyero.
Y cuando, movido por cierta compasión, le había comentado, antes de comprar, que iba a perjudicar seriamente a sus herederos, ella había contestado con un soberbio encogimiento de hombros:
—Estas joyas no forman parte de los bienes recibidos de mi difunto esposo. Eran de mi madre y me pertenecen. Además, detesto a las dos pánfilas pretenciosas que son sobrinas mías por alianza y prefiero con mucho que hagan feliz a una mujer bonita.
—En tal caso, ¿por qué no acude a Sotheby’s? Las pujas serían muy elevadas, seguro.
—Es posible, pero en una subasta nunca se sabe quién va a ser el destinatario; el más rico es el que se lo queda. Con usted estoy tranquila porque es un hombre con gusto. Sabrá vender con discernimiento… Además, tengo prisa.
Morosini ofreció un precio justo que dejó su economía en una situación precaria, pero, contrariamente a lo que pensaba lady X, no se había decidido a separarse de una pieza tan cautivadora. Incluso había constituido el comienzo de una colección a la que se había sumado, entre otras alhajas, el brazalete de esmeraldas de Mumtaz Mahal, comprado en secreto a su viejo amigo lord Killrenan, que tampoco quería oír hablar de dejar entre las garras de sus herederos lo que había sido un testimonio de amor[20]. Unos discretos golpes en la puerta interrumpieron la contemplación y Aldo, sin siquiera cerrar el estuche, fue a abrir la puerta, que siempre cerraba con llave antes de abrir la enorme caja medieval, más segura que todas las cajas fuertes del mundo. Tomaba esa precaución a causa de Anielka, que nunca consideraba oportuno llamar antes de entrar en el despacho de su «marido», mientras que sus más cercanos colaboradores jamás dejaban de hacerlo.
Esta vez era el señor Buteau, cuya mirada gris, siempre un poco melancólica, se posó sobre el estuche abierto. Esbozó esa sonrisa tímida que le daba tanto encanto, un encanto que la edad no atenuaba.
—¿Le molesto? Veo que estaba contemplando sus tesoros.
—No diga tonterías, Guy, usted no me molesta nunca y lo sabe. En cuanto a este tesoro, estaba preguntándome si no debería deshacerme de él.
—¡Dios bendito! ¡Vaya ocurrencia! Yo creía que, de toda su colección, estos pendientes eran su joya favorita.
Aldo, después de haber cerrado de nuevo con llave, volvió a su mesa y cogió el estuche entre sus largos dedos finos y nerviosos.
—Es verdad. Los compré pensando ofrecérselos un día a la que se convirtiera en mi mujer, la madre de mis hijos, la compañera de los buenos y los malos momentos. Pero reconozca que, en las circunstancias actuales, eso ya no tiene sentido.
—Pero lo tienen su belleza y su historia. A la delfina le encantaba esta joya y la lucía con frecuencia incluso siendo ya reina. A no ser que necesite dinero…
—Sabe perfectamente que no. Nuestros negocios van de maravilla pese a mis numerosas ausencias.
—Que nunca tienen otro objetivo que incrementar el prestigio de esta casa.
Desde que había regresado a Venecia acompañado de Adalbert, casi tres meses antes, Aldo, efectivamente, se había volcado en el trabajo. Mientras que el arqueólogo volvía a París, tras haber aceptado una propuesta para hacer una gira de conferencias, él había recorrido Italia, la Costa Azul y parte de Suiza con la secreta esperanza de encontrar alguna pista del rubí en los diversos actos a los que acudía y las visitas a clientes que realizaba. En realidad, buscaba sobre todo el rastro de Sigismond Solmanski. No dudaba ni por un instante que era el jefe de la banda de gánsteres americanos de cuyas fechorías había sido víctima. Adalbert, por su parte, hacía lo mismo en las diferentes ciudades de Europa a las que iba. Durante un tiempo, sin embargo, Aldo creyó que no le costaría mucho encontrar su pista.
Cuando llegó a su casa procedente de Praga, Anielka no estaba; se encontraba cenando en el Lido en compañía de su cuñada, que había ido a descansar allí unos días. Una estancia que no parecía hacer ninguna gracia a Celina, quien, sin siquiera dar tiempo a su señor de ir a darse un baño, había empezado a soltar una apasionada filípica en la que ni Zaccaría, su esposo, ni Guy Buteau, consiguieron introducir una sola palabra. Ni tampoco, dicho sea de paso, el propio Aldo.
—¡Qué vergüenza! ¡Esa mujer se comporta aquí como si estuviera en su casa! ¡Que salga, que vaya a ver a unos y otros, eso me da igual, es cosa suya, pero que invite a sus supuestos amigos, eso no lo soporto! Y desde que ha llegado esa cuñada…, no tengo nada contra ella, no, es extranjera, pero muy amable y bastante pánfila…, pues desde que está aquí, como decía, la «princesa» ha dado dos grandes recepciones en su honor. Pero ya te imaginarás que, cuando vino a anunciarme la primera, le dije lo que pensaba y que no debía contar conmigo para agasajar a su cuadrilla. Porque ahora tiene una cuadrilla, compuesta por unos cuantos pisaverdes que se la comen con los ojos, a ella y sus joyas, y por dos o tres cabezas de chorlito entre las que lamento constatar que está tu prima Adriana. A mí me parece que ésa ha perdido el juicio: lleva el pelo corto, enseña las piernas y de noche se pone una especie de camisas que no tapan gran cosa… Pero, volviendo a la primera fiesta, mi negativa a encargarme de organizaría no inmutó a la bella dama: lo encargó todo al Savoy, incluidos los camareros. ¡Personal extra aquí! ¿Te das cuenta? Un verdadero escándalo que me hizo llorar durante tres noches y enfadarme con Zaccaría, porque él se negó a abandonar su puesto y recibió a toda esa gente…
—Había que vigilar un poco —aventuró la voz tímida del mayordomo, cuya máscara napoleónica parecía caer cuando debía enfrentarse a los arrebatos de cólera de su esposa.
—Los ángeles y la Virgen se habrían encargado de hacerlo solos. Yo se lo había pedido y siempre me han escuchado. Así que deberías…
Aldo se decidió a participar en el combate:
—¡Para un momento, Celina! A mí también me gustaría que se oyese mi voz y tengo preguntas importantes que hacer. Pero antes ve a prepararme un café; hablaremos después. —Acto seguido, volviéndose hacia su viejo mayordomo, añadió—: Hiciste bien, Zaccaría. No puedo quitarle la razón a Celina; está en su derecho de negar sus servicios culinarios. Pero la casa la dejo en tus manos.
—Hicimos lo que pudimos, las muchachas y yo…, me refiero a las doncellas Livia y Prisca. Y el señor Buteau también me ayudó. Se instaló en su despacho e impedía el acceso allí y a la tienda.
—Os lo agradezco a los dos. Pero, dime una cosa: ¿cuándo ha llegado esa americana?
—Hace quince días. Su marido la acompañaba.
Aldo dio un bote en el asiento donde se recuperaba del cansancio de un viaje muy pesado para un convaleciente.
—¿Estaba aquí? ¿Sigismond Solmanski?… ¿Se ha atrevido a venir a mi casa?
—Bueno, no ha estado instalado en el palacio. Ni la condesa tampoco. Primero se alojaron en el Bauer Grünwald y luego, cuando él se marchó, su mujer se trasladó al Lido, que le parece mucho más alegre.
—¿Y adonde ha ido?
Zaccaría abrió los brazos en un gesto de ignorancia. Celina volvió en ese momento con una bandeja llena y anunció que las doncellas estaban preparando una habitación para el signor Adalberto.
—Si quieres hablar con la polaca, está aquí —añadió el genio familiar de los Morosini—. Espera despierta a su señora para ayudarla a… desvestirse. ¡Como si fuera un gran trabajo quitarse una especie de camisa adornada con perlas, debajo de la cual no lleva prácticamente nada!
—No, no merece la pena —dijo Morosini, consciente del temor que inspiraba a esa mujer consagrada a su señora hasta más allá de la muerte—. Nunca consigo sacarle más que una letanía incomprensible.
Se le estaba ocurriendo una idea de la que hizo partícipe a Vidal-Pellicorne: ¿y si fuera a saludar a la cuñada de su esposa momentánea para expresarle su pesar por no haber podido recibirla personalmente? Conocía lo suficiente a las americanas para imaginar que ésta apreciaría su gesto.
Mientras tanto, tal vez Adalbert consiguiera enterarse de algunos detalles hablando con Anielka.
Al día siguiente, hacia las once y media llegó al embarcadero del Lido pilotando él mismo su motoscaffo y se dirigió a grandes pasos al hotel del balneario.
Si temía que le pusieran objeciones para recibirlo, sus temores desaparecieron enseguida. Apenas acababa de entablar conversación con el director, al que conocía desde hacía mucho, cuando vio llegar a una joven vestida de piqué blanco, empuñando una raqueta de tenis y con el cabello rubio, un tanto alborotado, a duras penas sujeto por una cinta blanca. Al llegar a la altura de Aldo, al que miraba con unos grandes ojos azules muy abiertos, se sonrojó, se puso nerviosa y, al tratar de hacer una vaga reverencia, estuvo a punto de enredarse los pies, calzados con calcetines y zapatillas blancos, con la raqueta.
—Soy Ethel Solmans… ka —dijo, insegura todavía sobre las terminaciones polacas, con una voz cuyo acento nasal made in USA su visitante deploró—. Y, según me han dicho, usted es… el príncipe Morosini, ¿no?
No parecía salir de su asombro y observaba con una curiosidad ingenua pero claramente admirativa la alta silueta elegante y con clase, el alargado rostro de perfil arrogante coronado de cabellos morenos delicadamente plateados en las sienes, los brillantes ojos azul acero y la indolente sonrisa del recién llegado, que se inclinó cortésmente ante ella:
—En efecto, condesa. Encantado de presentarle mis respetos.
—¿El… el marido de Anielka?
—Sí. Bueno, eso dicen —respondió Aldo, que no tenía ningún interés en explayarse sobre su curiosa situación conyugal con esa pequeña criatura, bastante parecida a un bello objeto decorativo y quizá sin mucho más cerebro—. Me he enterado de que había sido invitada a mi casa sin que yo estuviera allí para recibirla y he venido a presentarle mis disculpas.
—Ah…, bueno, no era necesario —balbució, sonrojándose todavía más—, pero es un detalle haber venido hasta aquí… ¿Nos… nos sentamos y tomamos algo?
—Sería un placer, pero veo que se disponía a jugar al tenis y no quisiera privarla de su partido.
—Ah, no se preocupe por eso —dijo ella, y dirigiéndose a un grupo de jóvenes que la esperaban a cierta distancia añadió, elevando el tono de voz hasta un registro impresionante—: ¡No me esperéis! ¡El príncipe y yo tenemos que hablar!
Había dicho el título pavoneándose, cosa que divirtió a Morosini. Luego tomó a éste del brazo y lo condujo hacia la terraza, donde pidió un whisky con soda en cuanto estuvo instalada en uno de los cómodos sillones de rota.
Aldo pidió lo mismo y a continuación pronunció un breve discurso sobre las exigencias de la hospitalidad veneciana y su vivo pesar por haberse visto imposibilitado de cumplir con ellas, sobre todo tratándose de una persona tan encantadora. Ethel, que no cabía en sí de contento, encontró totalmente natural la pregunta final:
—¿Cómo es que su marido la deja sola en una ciudad tan peligrosa como Venecia? Para una mujer bonita, se entiende…
—Oh, con Anielka no estoy sola. Además, siempre hay mucha gente a mi alrededor.
—Me he dado cuenta. De todas formas, supongo que su esposo vendrá a buscarla en los próximos días.
—No. Tiene que ver a varias personas en Italia relacionadas con sus negocios.
—¿Sus negocios? ¿A qué se dedica?
Ethel sonrió con una inocencia conmovedora.
—No tengo ni la menor idea. Algo de banca, de importación… Al menos eso creo. Nunca quiere ponerme al corriente; dice que esas cosas complicadas no están hechas para el cerebro de una mujer. Lo único que sé es que tenía que ir a Roma, Nápoles, Florencia, Milán y Turín, desde donde se marchará de Italia. Todavía no me ha dicho dónde debo reunirme con él.
«No ha habido suerte», pensó Morosini.
—¿Y su suegro? —preguntó sin transición, con aire distraído—. ¿Tiene buenas noticias de él?
La joven se congestionó y Aldo creyó que iba a tener que pedir al camarero sales de amoníaco.
—¿Es que no sabe… lo que ha pasado? —dijo con gran incomodidad, después de haber vaciado el vaso de un trago—. No me gusta hablar de eso. ¡Es tan terrible!
—Dios mío, le suplico que me perdone —dijo Aldo con expresión contrita cogiéndole una mano—. No sé dónde tenía la cabeza. La cárcel, el suicidio… y usted fue con su marido a buscar el cuerpo para llevarlo…, ¿adónde lo llevaron?
—A Varsovia, a la capilla familiar. Fue una bonita ceremonia a pesar de las circunstancias.
Un botones que llevaba una carta sobre una pequeña bandeja interrumpió la conversación. Ethel la cogió apresuradamente y, tras haber pedido disculpas a su visitante, la abrió con gesto nervioso y dejó el sobre encima de la mesa, lo que permitió a Morosini ver que el matasellos era de Roma. Después de haberla leído, se la guardó en el bolsillo y volvió a prestar atención a su visitante.
—Es de Sigismond. Me anima a quedarme aquí algún tiempo más —dijo, riendo con desenfado.
—Es una buena noticia. Eso nos permitirá volver a vernos. A no ser que le desagrade —añadió con una sonrisa irresistible que causó el efecto deseado.
Ethel pareció encantada ante semejante perspectiva, pero aclaró, con una curiosa franqueza, que le gustaría que su cuñada no fuera informada de esos posibles encuentros. Lo que, como es natural, llevó a Aldo a pensar que no le tenía mucho cariño a Anielka… y que quizás él le inspiraba cierta simpatía. Un detalle que podía resultar de gran utilidad, pero del que, no obstante, se prometió no abusar. Lo que él quería era encontrar a Sigismond y nada más.
Al llegar a casa, encontró a Anielka en la biblioteca en compañía de Adalbert. Como todavía no había visto a su mujer, que había vuelto muy tarde la noche anterior, le besó la mano al tiempo que le preguntaba por su salud, sin dar señales de advertir su semblante sombrío.
—Tengo que hablar contigo —dijo ella secamente—. Pero comamos antes. Hemos esperado bastante, así que podemos esperar un poco más.
—Por mí no lo haga —dijo sonriendo el arqueólogo—. No tengo mucha hambre.
—Yo sí —dijo Aldo—. El aire del mar siempre me abre el apetito, y acabo de dar un paseo muy agradable. Hace un día precioso.
Guy Buteau se había ido a Padua, de modo que en el salón de los Tapices sólo eran tres comensales, pero la conversación la mantuvieron exclusivamente Aldo y Adalbert. Una conversación muy impersonal. Hablaron de arte, música y teatro, sin que Anielka interviniera ni una sola vez. Abstraída, hacía bolitas de miga de pan sin prestar la menor atención a sus compañeros de mesa, lo que permitió a Adalbert decir a su amigo por señas que no sabía nada acerca del mal humor de la joven y que no había conseguido sonsacarle ninguna información.
Después del café, Adalbert se marchó anunciando unos irresistibles deseos de volver a ver a los primitivos de la Accademia mientras que Aldo se trasladó con Anielka a la biblioteca, adonde ésta entró con paso apabullados En cuanto la puerta estuvo cerrada, la joven atacó:
—Según me han dicho, te han herido gravemente.
Aldo se encogió de hombros y encendió un cigarrillo:
—Todos los oficios tienen sus riesgos. Adalbert ha estado varias veces a punto de que le pique un escorpión; a mí me alcanzó la bala de un bribón que acababa de agredir a un anciano. Pero, no te preocupes, ya estoy bien.
—Eso es lo que me contraría: tu muerte habría sido la mejor noticia que hubieran podido darme.
—¡Vaya, por lo menos eres franca! No hace mucho afirmabas que me querías. Se diría que el paisaje ha cambiado.
—En efecto, ha cambiado.
Anielka se acercó casi hasta tocarlo, alzando hacia él un rostro crispado por la cólera, unos ojos llameantes como antorchas.
—¿No te aconsejé que no presentaras esa ridícula solicitud de anulación? Hace unos días recibí la notificación de que está en trámite.
—¿Y qué esperabas? Te lo advertí. Ahora debes presentar tus alegaciones.
—¿Te das cuenta de que se ha corrido el rumor y no se habla de otra cosa en toda Venecia? ¡Nos has puesto en ridículo!
—No sé por qué. Me vi forzado a casarme contigo y trato de liberarme. Es lo más normal. Pero, si interpreto bien tu enfado, lo que te preocupa es tu posición mundana. Deberías haber pensado en eso antes de desafiarme.
Aunque deploraba que una indiscreción hubiera divulgado su proyecto, Aldo imaginaba fácilmente cómo podía considerar la sociedad veneciana —la verdadera, no la cosmopolita y escandalosa que frecuentaba el Lido, el Harry’s Bar y otros lugares de diversión— la posición de una mujer sospechosa de haber envenenado a su primer marido y de la que el segundo intentaba deshacerse.
—Lo que no entiendo es cómo se ha extendido el rumor, como tú lo llamas. El padre Gherardi, que recibió mi solicitud, y el cardenal La Fontaine, a quien aquél le dio traslado, no se dedican a chismorrear, y yo no he dicho nada.
—Esas cosas se saben. Afortunadamente, tengo excelentes amigos que están dispuestos a apoyarme, a ayudarme…, incluso dentro de tu familia. No ganarás, Aldo, entérate. Seguiré siendo la princesa Morosini y serás tú quien quede en ridículo. ¿Ya no te acuerdas de que estoy embarazada?
—¿Así que es verdad? Pensaba que sólo querías excitar mis celos, ver qué cara ponía…
Ella soltó una carcajada tan agria que a Aldo le pareció penosa. Esa joven tan encantadora, ante la cual la primera reacción de un hombre normal debía ser arrojarse a sus pies, se volvía casi fea cuando se revelaba su verdadera naturaleza. Su rostro era el de un ángel, pero su alma no.
—Tengo un certificado médico a tu disposición —le espetó, furiosa—. Estoy embarazada de más de dos meses. Así que, querido mío, tus problemas no han acabado. Va a resultarte muy difícil conseguir la anulación.
Aldo se encogió de hombros con desdén y le volvió deliberadamente la espalda.
—No estés tan segura: se puede estar embarazada un día y dejar de estarlo el siguiente. En cualquier caso, ten esto bien presente: no estás destinada a vivir aquí toda tu existencia, y no lo estás por la sencilla razón de que la casa acabará por echarte. ¡No serás jamás una Morosini!
Aldo salió y se dio de bruces con Celina, que debía de estar escuchando detrás de la puerta. Una Celina más blanca que un muerto pero cuyos ojos negros llameaban.
—No será verdad lo que acaba de decir —murmuró—. ¿Esa zorra está embarazada?
—Eso parece. Ya lo has oído: la ha visto un médico.
—Pero… no habrás sido tú…
—Ni yo ni el Espíritu Santo. Sospecho de un inglés que antes se declaraba enemigo suyo. ¿Has visto alguna vez por aquí a un tal Sutton? —añadió, conduciendo a la voluminosa mujer lejos de aquella puerta que podía abrirse en cualquier momento.
—No, no lo creo. Aunque hombres vienen muchos, y todos extranjeros. Por más que lleve un luto tan ostentoso, eso no le impide divertirse.
—Sea como sea, Celina, te ruego que no le digas a nadie lo que acabas de oír y hagas como si no lo supieras. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo…, pero si intenta hacer aquí lo que hizo en Inglaterra, tendrá que enfrentarse conmigo. ¡Y eso lo juro ante la Virgen! —concluyó Celina, alzando con decisión un brazo hacia el hueco de la gran escalera.
—No te preocupes. Llevaré cuidado.
A partir de ese día, una vez que Adalbert se hubo marchado a París, una curiosa atmósfera se instaló en el palacio Morosini, convertido en una especie de templo del silencio. Anielka salía mucho con la camarilla americana, aunque ya no se atrevía a llevarla a casa. Aldo se concentraba en sus negocios y de vez en cuando hacía un corto viaje. Curiosamente, no volvió a ver a Ethel Solmanska: cuando, dos días después de su conversación, preguntó por ella en el hotel del balneario, le dijeron que la joven se había marchado repentinamente tras haber recibido un telegrama. No había dejado ninguna dirección a la que enviar el correo, que era prácticamente inexistente. Después de eso, Aldo fue a Roma para asistir a una subasta y también para tratar de encontrar el rastro de Sigismond. Una pérdida de tiempo. Pese a los numerosos conocidos que tenía en la Ciudad Eterna y a unas discretas indagaciones en los grandes hoteles, fue imposible enterarse de nada. Nadie había visto ni oído hablar del conde Solmanski. Había que resignarse.
—Debería guardar eso —dijo Guy Buteau—. Y sobre todo no perder las esperanzas respecto al futuro.
Morosini cerró el estuche de piel blanca, lo guardó en la caja fuerte y sonrió a su viejo amigo.
—Si usted lo dice, Guy… Pero reconozca que las cosas van mal. El procedimiento de anulación no ha avanzado ni un milímetro. Anielka, que padece náuseas de lo más evidentes, sólo se levanta de la cama para ir al sofá y viceversa; y cuando por casualidad me encuentro a Wanda, me mira con una mezcla de reproche, temor e incluso horror, como si estuviera envenenando a su señora. Para acabar, Simón Aronov ha desaparecido y el rubí, tres cuartos de lo mismo. ¡Un triste balance!
—Sobre este último punto, permítame que le dé un consejo: tenga paciencia. Hasta ahora ha tenido mucha suerte en este asunto, y la suerte no hay que forzarla. Espere simplemente que suceda algo, y si por desgracia no tuviera que ver nunca más al Cojo de Varsovia, sería mejor abandonar el proyecto y dejar que la Historia prosiguiera su camino.
—Eso lo veo muy difícil, Guy. Si de verdad la suerte del pueblo judío depende de ese pectoral, no tengo derecho a abandonar, y si me enterase de que Simón ha muerto, intentaría continuar. Sé dónde está el pectoral, ya que lo tuve en mis manos. Lo malo es que soy incapaz de encontrar en las bodegas y los sótanos del gueto de Varsovia el camino que conduce a su escondrijo secreto. Y debo añadir que Vidal-Pellicorne comparte mi determinación. Ninguno de los dos está dispuesto a darse por vencido. Por el momento, lo importante es recuperar ese maldito rubí, que debe de estar en manos de los Solmanski. Y eso es posible conseguirlo.
—En tal caso, no tengo nada más que decir. Me contentaré con rezar por usted, querido muchacho.
Ese apelativo cariñoso que no había empleado desde que Aldo era un adolescente, indicó a este último cuánta inquietud y ternura inspiraba a su antiguo preceptor. Por lo demás, éste no se equivocaba al pensar secretamente que la suerte aún podía sonreírle.
Esa noche, bastante tarde, sonó el teléfono. Aldo y Guy estaban en la biblioteca fumando un cigarro ante el primer fuego del otoño, cuando Zaccaría fue a decir que el señor Kledermann llamaba desde el hotel Danieli preguntando por su excelencia. Era el último nombre que Morosini esperaba oír y no se movió.
—¿Kledermann? ¿Qué querrá? —dijo, nervioso—. ¿Anunciarme la boda de Lisa?
Su voz súbitamente tensa pero vacilante hizo que el señor Buteau levantara las cejas, sorprendido y divertido a la vez.
—No tendría ningún motivo para hacer tal cosa —repuso con una gran suavidad—. ¿Acaso no recuerda que es un gran coleccionista y usted uno de los anticuarios más famosos de Europa?
—Exacto —masculló Aldo, un poco incómodo por haber exteriorizado el temor secreto que lo habitaba desde las pasadas Navidades: enterarse de que Lisa ya no se llamaba Kledermann—. Voy a atender la llamada.
Al cabo de un momento, la voz precisa del banquero zuriqués decía:
—Le ruego que me disculpe por molestarlo a una hora un poco tardía, pero acabo de llegar a Venecia y no tengo planeado quedarme mucho tiempo. ¿Puede recibirme mañana por la mañana? Me gustaría marcharme por la tarde.
—Un momento.
Aldo bajó al despacho para consultar su agenda. Ésa era al menos la excusa que se dio a sí mismo para que los latidos desacompasados de su corazón tuvieran tiempo de apaciguarse. Además, desde allí podía seguir hablando.
—¿Le va bien a las once?
—Perfecto. A las once, entonces. Le deseo que pase una buena noche.
Fue una noche agitada. A la vez excitado y ligeramente inquieto, Aldo tuvo algunas dificultades para conciliar el sueño, pero acabó por descubrir que, en el fondo, se alegraba de recibir una visita que quizás aportara un poco de vida a una casa que se había vuelto singularmente sombría. La propia Celina ya no cantaba nunca, y eso hacía que las doncellas, impresionadas, parecieran desplazarse sobre suelas acolchadas. Así pues, a la hora convenida estaba de punta en blanco: con un traje príncipe de gales gris oscuro, iluminado por una corbata en tonos oro viejo, fingía estar absorto en el examen de un precioso collar antiguo de coral y perlas finas cuando Angelo Pisani abrió ante Moritz Kledermann la puerta de su gabinete. Aldo se levantó inmediatamente para recibirlo.
—Encantado de volver a verlo, querido príncipe —dijo el banquero estrechando cordialmente la mano que éste le tendía—. Usted es sin duda alguna el único hombre capaz de aclararme un pequeño misterio y de ayudarme al mismo tiempo a satisfacer mis deseos.
—Si está en mi poder, lo haré con mucho gusto. Siéntese, por favor… ¿Le apetece un café?
El banquero suizo, cuyo aspecto era el de un clergyman americano vestido en Londres, dispensó a su anfitrión una de sus contadas sonrisas.
—Me tienta. Sé que en su casa lo hacen especialmente bueno. Su exsecretaria me ha hablado mucho de él.
Por toda respuesta, Morosini llamó a Angelo para que se ocupase de que se lo sirvieran. Luego se sentó y, afectando indiferencia, preguntó:
—¿Cómo está?
—Bien, supongo. Ya sabe que Lisa es un ave migratoria que no da señales de vida con frecuencia, excepto a su abuela, con la que seguramente está ahora. Por cierto, ¿estaba satisfecho de sus servicios?
—Más que satisfecho. Fue una colaboradora insustituible.
Bajo las gafas con montura de carey, los ojos oscuros de Kledermann, parecidísimos a los de su hija, lanzaron un destello que iluminó su cara afeitada de rasgos finos y desapareció enseguida.
—Creo que aquí se encontraba muy a gusto —dijo— y lamento que las circunstancias me llevaran a dejar al descubierto su inocente estratagema… Pero no he venido a Venecia para hablarle de Lisa. La razón es la siguiente: dentro de quince días mi mujer celebrará su… cumpleaños coincidiendo con el aniversario de nuestra boda. Con ese motivo…
La llegada de Zaccaría con el café ayudó a Morosini a superar un ligero mareo: después de Lisa, oír hablar de Dianora, su antigua amante, era lo último que deseaba. Debidamente servido por Zaccaría, cuyos gestos solemnes ocultaban una viva curiosidad —él también le tenía mucho cariño a «Mina» y la llegada súbita de su padre constituía un acontecimiento—, Moritz Kledermann reanudó su discurso interrumpido.
—Con ese motivo, deseo regalarle un collar de rubíes y diamantes. Sé que quiere tener unos bonitos rubíes desde hace tiempo, y el azar, por decirlo de algún modo, ha traído hasta mis manos una piedra excepcional, seguramente procedente de las Indias, a juzgar por el color, pero sin duda muy antigua. Sin embargo, pese a mis conocimientos en historia de las joyas, y reconocerá que son amplios, no consigo averiguar de dónde ha salido. El hecho de que se trate de un cabujón me hizo suponer por un momento que podía ser otro resto del tesoro de los duques de Borgoña, pero…
—¿Lo ha traído? —preguntó con voz ronca Aldo, a quien acababa de secársele la garganta.
El banquero observó a su interlocutor con una mezcla de sorpresa y de conmiseración.
—Querido príncipe, debería saber que uno no anda por ahí con una pieza de esa importancia en el bolsillo, y menos, permítame que se lo diga, en su país, donde los extranjeros son sometidos a severísimos controles.
—¿Puede describirme esa piedra?
—Naturalmente. Alrededor de treinta quilates…, ah, y si he mencionado antes al Temerario es porque ese rubí tiene aproximadamente la misma forma y el mismo tamaño que la Rosa de York, ese condenado diamante que nos causó tantos quebraderos de cabeza a los dos.
Esta vez, a Aldo le dio un vuelco el corazón: no podía creer que fuera… Sería demasiado bonito, además de que, a primera vista, era absolutamente imposible.
—¿Cómo la ha conseguido?
—De la manera más sencilla. Un hombre, un americano de origen italiano, vino a ofrecérmela. Es ese tipo de cosas que suceden cuando eres conocido como un apasionado coleccionista. Él la había adquirido en una subasta en Austria.
—¿Un hombrecillo moreno con gafas de montura negra? —lo interrumpió Morosini.
Kledermann no intentó disimular su sorpresa:
—¿Es usted brujo o conoce a ese hombre?
—Creo que lo he visto en alguna parte —dijo Aldo, que no tenía ningún interés en contar sus últimas aventuras—. ¿Su rubí está montado en un colgante?
—No. Ha debido de estar montado en algo, pero lo han desengastado. Con gran esmero, por cierto. ¿En qué está pensando?
—En una piedra que formaba parte del tesoro del emperador Rodolfo II y cuyo rastro he buscado durante mucho tiempo, aunque ignoro su nombre. Y… ¿la compró?
—Por supuesto, pero me permitirá que no le diga el precio. Pienso convertirla en la pieza principal del regalo que le reservo a mi mujer y, como es natural, estaría encantado si pudiera decirme algo más sobre la historia de esa joya.
—No estoy seguro. Para eso tendría que verla.
—La verá, amigo mío, la verá. Su visita me causaría un inmenso placer, sobre todo si pudiera encontrarme la segunda parte de lo que he venido a buscar. Antes le he hablado de un collar, y he pensado que quizás usted tuviera algunos rubíes, más pequeños pero también antiguos, que se pudieran combinar con diamantes para hacer una pieza única y digna de la belleza de mi esposa. Creo que usted la conoce, ¿no?
—Así es. Nos vimos varias veces cuando ella era condesa Vendramin. Pero ¿está seguro de que su esposa quiere rubíes? Cuando vivía aquí, le encantaban las perlas, los diamantes y las esmeraldas, que favorecían su belleza nórdica.
—Y siguen gustándole, pero usted sabe tan bien como yo lo volubles que son las mujeres. La mía sólo sueña con rubíes desde que vio los de la begum Aga Khan. Afirma que sobre su piel parecerían sangre sobre nieve —añadió Kledermann riendo, divertido.
¡Sangre sobre nieve! Esa loca de Dianora y su fastuoso marido no imaginaban hasta qué punto esa imagen de un romanticismo un poco manido podía hacerse realidad, si la bella Dianora colgaba un día de su cuello de cisne el rubí de Juana la Loca y del sádico Julio.
—¿Cuándo se va? —preguntó de pronto.
—Esta tarde, ya se lo dije. Tomo a las cinco el tren para Innsbruck, donde enlazaré con el Arlberg-Express hasta Zúrich.
—Voy con usted.
El tono era de los que no admiten discusión. Ante la expresión un tanto desconcertada de su visitante, Aldo añadió con más suavidad:
—Si su aniversario es dentro de quince días, debo ver ya el rubí que ha adquirido. En cuanto a los que yo puedo ofrecerle, recientemente compré en Roma un collar que creo que le gustará.
Armado con varias llaves, se dirigió a su antigua caja forrada de hierro, cuyas cerraduras abrió antes de accionar discretamente el dispositivo de acero moderno que reforzaba interiormente las protecciones originales. Sacó de allí un estuche ancho en el que, sobre un lecho de terciopelo amarillento, descansaba un conjunto de perlas, diamantes y, sobre todo, bellísimos balajes —rubíes de color morado— montados sobre entrelazos de oro típicamente renacentistas. Kledermann profirió una exclamación admirativa que Morosini se apresuró a explotar:
—Es bonito, ¿verdad? Esta joya perteneció a Julia Farnesio, la joven amante del papa Alejandro VI Borgia. Fue encargado para ella. ¿No cree que bastaría para contentar a la señora Kledermann?
El banquero sacó del estuche el collar, que cubrió sus manos de esplendor. Acarició una a una las piedras con esos gestos amorosos, singularmente delicados, que sólo puede dispensar la verdadera pasión por las joyas.
—¡Es una maravilla! —murmuró—. Sería una lástima desmontarlo. ¿Cuánto pide por él?
—Nada. Le propongo cambiárselo por el cabujón.
—Todavía no lo ha visto. ¿Cómo va a calcular su valor?
—Es cierto, pero tengo la impresión de conocerlo desde siempre. En cualquier caso, me llevo el collar. Nos veremos en el tren.
—La verdad es que estoy encantado de que venga. Voy a telefonear para que le preparen una habitación…
—¡No, por favor! —protestó Aldo, a quien se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en vivir bajo el mismo techo que la deslumbrante Dianora—. Voy a reservar una habitación en el hotel Baurau-Lac; allí estaré estupendamente. Perdone —prosiguió en un tono más cordial—, pero soy una especie de lobo solitario y cuando viajo valoro mucho mi independencia.
—Lo comprendo. Hasta la tarde.
Cuando Kledermann se hubo ido, Morosini llamó a Angelo Pisani para enviarlo a Cook a reservarle plaza en los trenes y habitación en el hotel, tras lo cual el joven debía pasar por la oficina de correos para mandar a Vidal-Pellicorne un telegrama que Aldo redactó rápidamente:
Creo haber encontrado objeto perdido. Estaré en Zúrich, hotel Baurau-Lac. Saludos.
Al quedarse solo, Aldo permaneció un buen rato sentado en su sillón jugueteando con el hermoso collar de Julia Farnesio. Una extraordinaria excitación lo invadía y le impedía pensar con claridad. Una voz, en el fondo de sí mismo, le decía que el cabujón de Kledermann no podía ser sino el rubí de Juana la Loca; pero, por otro lado, no entendía por qué el hombre de las gafas negras se lo había vendido al banquero suizo en lugar de entregárselo a sus jefes, que debían de esperarlo con cierta impaciencia. ¿Había pensado acaso que, muerto su cómplice, podía volar con sus propias alas y tratar de labrarse una fortuna personal? Era la única explicación convincente, aunque, tal como él lo veía, el bribón había hecho gala de una despreocupación excesiva. Claro que, a fin de cuentas, eso era asunto suyo, mientras que el de Aldo era convencer a Kledermann de que le cediera la joya, si se confirmaba que era la que él creía.
Perdido en sus pensamientos, no oyó abrir la puerta, y hasta que Anielka no estuvo delante de él no se percató de su presencia. Inmediatamente se levantó para saludarla.
—¿Te encuentras mejor esta mañana?
Por primera vez desde hacía tres semanas, iba vestida y peinada y estaba mucho menos pálida.
—Parece que ya no tengo náuseas —dijo ella distraídamente.
Toda su atención la acaparaba el collar que Aldo acababa de soltar y del que ella se apoderó con una expresión de codicia que su marido no le había visto nunca. Hasta sus mejillas se tiñeron ligeramente de rojo.
—¡Qué maravilla!… No hace falta que pregunte si piensas regalármelo. Jamás habría imaginado que pudieras ser un esposo tan avaro.
Suave pero firmemente, Aldo recuperó la alhaja y la guardó en su estuche.
—Uno: no soy tu esposo, y dos: este collar está vendido.
—A Moritz Kledermann, supongo. Acabo de verlo salir.
—Sabes perfectamente que me niego a hablar de mis negocios contigo. ¿Quieres decirme algo?
—Sí y no. Quería saber por qué ha venido Kledermann. Era amigo mío, ¿sabes?
—Era, sobre todo, amigo del pobre Eric Ferráis.
Ella hizo un gesto que significaba que no veía cuál era la diferencia.
—Así que será la bella Dianora la que lleve estas magníficas piedras… La vida es realmente injusta.
—En lo que a ti se refiere, no sé qué tiene de injusta. No te faltan joyas, me parece a mí. Ferráis te cubrió de ellas. Ahora, si no te importa, pongamos fin a esta conversación… ociosa. Tengo cosas que hacer, pero ya que estás aquí aprovecho para despedirme: no comeré en casa a mediodía y esta tarde salgo de viaje.
De repente, el encantador rostro, bastante sereno, se inflamó a causa de un acceso de cólera y la joven asió la muñeca de Aldo entre sus dedos, increíblemente rígidos.
—Vas a Zúrich, ¿verdad?
—No tengo ninguna razón para ocultarlo. Ya te lo he dicho: tengo un negocio entre manos con Kledermann.
—¡Llévame! Después de todo, sería lo justo, y tengo muchas ganas de ir a Suiza.
Él se desasió sin muchos miramientos.
—Puedes ir cuando quieras. Pero no conmigo.
—¿Por qué?
Morosini exhaló un suspiro de impaciencia.
—No empieces otra vez con lo mismo. La situación en la que nos encontramos, muy desagradable, lo reconozco, la has provocado tú. Así que vive tu vida y déjame vivir a mí la mía. Ah, Guy, llega en el momento oportuno —añadió dirigiéndose a su apoderado, que estaba entrando con su habitual discreción.
Anielka giró sobre sus talones y salió de la gran estancia sin añadir una sola palabra. Acarreaba tal peso de rencor que Aldo tuvo de pronto la sensación de que el aire se aligeraba. Morosini pasó el resto del día resolviendo los asuntos corrientes con Guy, hizo que Zaccaría le preparara la maleta —una maleta con doble fondo que utilizaba para esconder las valiosas piezas que a veces tenía que transportar— y después fue a consolar a Celina, a quien la perspectiva de ese nuevo viaje parecía consternar y que trazó una señal de la cruz en su frente antes de besarlo con una especie de arrebato:
—¡Ve con mucho cuidado! —le recomendó—. Desde hace algún tiempo empiezo a preocuparme en cuanto pones los pies fuera de casa.
—Haces mal, y en esta ocasión deberías alegrarte, porque voy a viajar con el padre de… Mina. Vamos a Zúrich, donde él vive, pero yo me alojaré en un hotel, por supuesto. Así que ya ves que no debes preocuparte.
—Si ese caballero sólo fuese el padre de nuestra querida Mina, no me angustiaría, pero es también el esposo de… de… —No conseguía pronunciar el nombre de Dianora, a la que detestaba desde la época en que era amante de Aldo. Éste se echó a reír.
—¿Qué imaginas? Estás remontándote a la historia antigua. Dianora no es idiota: le interesa mucho cuidar al riquísimo esposo que se ha agenciado. Duerme tranquila y cuida bien al señor Buteau.
—¡Como si hiciera falta que me lo dijeses! —gruñó Celina, encogiendo sus rollizos hombros.
Al llegar a la estación, Aldo vio que estaban colocando unos carteles del Teatro de la Fenice que anunciaban varias representaciones de Otelo con la participación de Ida de Nagy y se prometió alargar todo lo posible su estancia en Suiza. El banquero zuriqués jamás sospecharía el favor que acababa de hacerle alejándolo de Venecia. Así pues, Morosini se reunió con él con una sensación de profunda satisfacción. ¡Por lo menos se libraría de eso!
Al caer la noche, mientras el tren circulaba hacia Innsbruck y el palacio Morosini se sumía en el sueño, Celina se cubrió la cabeza con un pañuelo negro ante la mirada de su esposo, que fumaba un cigarrillo haciendo un solitario.
—¿No crees que es un poco tarde para salir? ¿Y si preguntan por ti?
—Dices que he ido a rezar.
—¿A San Polo?
—A San Polo, exacto. Es el apóstol de los paganos, y si alguien puede mover al arrepentimiento a la perdida que tenemos aquí es él. Y también tiene algo que ver con la curación de los ciegos.
Zaccaría levantó la vista de las cartas y sonrió a su mujer.
—Pues preséntale mis respetos.