Herr Doktor Erbach no se parecía nada a los bibliotecarios que Morosini e incluso Vidal-Pellicorne habían visto hasta entonces. En realidad, incluso podía resultar sorprendente que hubiera obtenido todos los títulos, o casi, de la Universidad de Viena, teniendo en cuenta lo mucho que su aspecto evocaba el de un maestro de danza o un clérigo cortesano del siglo XVIII: cabellos blancos y alborotados revoloteando sobre el cuello de terciopelo de una levita acampanada, puesta sobre unos pantalones con trabillas y una camisa con chorreras y puños de muselina —todo ello espolvoreado con un fino polvo de tabaco—, gafas con montura metálica apoyadas en la punta de una nariz ligeramente respingona, mirada chispeante y sonrisa afable, el encargado de los libros parecía permanentemente a punto de esbozar un paso de baile apoyándose en el bastón, alrededor del cual, más que caminar, giraba.
Recibir a un egiptólogo acompañado de un príncipe anticuario no pareció sorprenderle más de la cuenta. Lo hizo de tan buen grado y con tanta solicitud que Morosini pensó que debía de aburrirse mucho en aquel inmenso castillo que el puñado de criados que vieron no conseguía llenar.
—Han tenido suerte de encontrarme aquí —dijo al reunirse con sus visitantes en el encantador salón chino al que habían conducido a éstos—. También me ocupo de las bibliotecas de los otros castillos Schwarzenberg: la de Hluboka, donde la familia reside casi siempre, ésta y la de Trebon, cuya importancia es menor. He venido a Krumau para clasificar la ingente correspondencia del príncipe Félix cuando era embajador en París en 1810, en el momento de la boda de Napoleón I con nuestra archiduquesa María Luisa. ¡Una trágica historia! —añadió, suspirando, sin pensar ni por un instante en ofrecer asiento a sus visitantes—. Usted que es francés —dijo, volviéndose hacia Adalbert—, seguro que conoce el drama que vivió la familia en esa terrible época: el incendio de la sala de baile improvisada en los jardines de la embajada, en la calle Mont-Blanc, durante la recepción ofrecida en honor de los nuevos esposos, que provocó un horrible pánico y en el que nuestra desdichada princesa Paulina, la más exquisita de las embajadoras, pereció entre las llamas buscando a su hija… ¡Qué suceso tan abominable!
Había soltado todo aquello sin respirar, pero después de «abominable» se permitió exhalar un profundo suspiro que Aldo aprovechó sin vacilar:
—A nosotros también nos interesa la Historia, como debe de imaginar —dijo—, pero nuestro propósito no es preguntarle sobre la gloriosa andadura de los príncipes Schwarzenberg, tan espléndida que…
—¡Y que lo diga! La princesa Paulina incluso ha entrado en la leyenda. Dicen que, justo en el momento en que expiraba, su fantasma se apareció aquí, en Krumau, al aya que se ocupaba de su hijo pequeño. ¡Pero los tengo de pie! Por favor, caballeros, tomen asiento.
Mientras señalaba dos elegantes silloncitos Luis XVtapizados en satén azul y blanco, él se instaló en un tercero y prosiguió:
—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí, la desdichada princesa Paulina! Si lo desean, podrán admirar su retrato con traje de baile en los grandes aposentos donde muchos soberanos. Feliz de tener público, se disponía a comenzar una interminable digresión cuando Adalbert decidió intervenir y pilló la ocasión al vuelo:
—Precisamente hemos venido y nos permitimos molestarlo, Herr Doktor, por sus soberanos. Creo que ha llegado el momento de que le exponga el motivo de nuestra visita: mi amigo el príncipe Morosini, aquí presente, y yo mismo deseamos recopilar documentos sobre las residencias imperiales y reales del antiguo Imperio austro-húngaro.
Las cejas del bibliotecario, que había aprovechado la interrupción para coger una pizca de tabaco de una preciosa tabaquera, se alzaron hasta la mitad de la frente mientras él levantaba en señal de advertencia una mano blanca y cuidada, digna de un prelado.
—¡Permítame, permítame! Por vasto y noble que sea, Krumau no ha sido nunca residencia imperial, aunque sus príncipes hayan sido soberanos.
—¿No perteneció al emperador Rodolfo II?
El amable rostro se transformó en una máscara de dolor.
—¡Dios mío! Tiene razón, y lo sé de sobra, pero lo cierto es que tanto los habitantes de este castillo como los de la ciudad se esfuerzan en olvidarlo. ¿De verdad insisten en que les hable de él?
—Es indispensable para nuestra obra —dijo Aldo—. Pero, si le resulta demasiado penoso relatar la horrible historia del bastardo imperial, no se preocupe, porque ya la conocemos. Lo que nos falta son sobre todo fechas y emplazamientos. El castillo, evidentemente, no era como es ahora, ¿verdad?
—Evidentemente —dijo Erbach, aliviado—. Enseguida los llevaré a visitar lo que queda de esa época. En cuanto a las fechas, el emperador sólo fue propietario de Krumau una decena de años. En 1601 obligó al último de los Rozemberk, Petr Vork, cargado de deudas, a venderle la propiedad, y en 1606 se la regaló a… don Julio, a raíz de un escándalo sin precedentes. Debería decir más bien que se la asignó como residencia confiando en que el alejamiento bastaría para hacer olvidar sü conducta. Y puesto que saben lo que pasó, me limitaré a decirles que, después del horrible drama del que fue triste protagonista, el bastardo, encerrado en sus aposentos transformados en prisión, murió súbitamente el 25 de junio de 1608. Tras su muerte, el emperador conservó el castillo hasta 1612, fecha en la que se lo regaló a uno de sus fieles amigos y consejeros, Johann Ulrich von Eggenberg…
—Once años, en efecto —lo interrumpió Adalbert—. Pero, volvamos un instante, por favor, a ese Julio al que yo no conozco tan bien como el príncipe Morosini. Tenemos entendido que fue enterrado en su capilla y nos gustaría que nos mostrara su tumba.
El bibliotecario puso cara de disgusto.
—Hace mucho que ya no está aquí. Como imaginarán, el nuevo propietario no tenía ningún interés en conservar semejante vecindad, sobre todo porque algunas de sus sirvientas estuvieron a punto de morir de miedo al ver el fantasma ensangrentado de un hombre desnudo. Habló del asunto con el superior de los minoritas, cuyo convento está abajo, en el barrio de Latran, y le rogó que se hiciera cargo del difunto, a quien la proximidad de hombres santos quizá convencería de permanecer tranquilo, pero éste temía provocar un tumulto en la ciudad, cosa que a buen seguro se produciría si los restos del loco asesino fueran a reposar allí. El drama era todavía demasiado reciente.
—Entonces, ¿qué hicieron con él? —preguntó Morosini, preocupado—. ¿Lo arrojaron al río?
—¡Oh, príncipe!… ¡Ese miserable era, pese a todo, de sangre imperial! Después de mucho reflexionar, el superior tuvo una idea: a cierta distancia de la ciudad había un pequeño priorato dependiente de su convento, que ya no estaba habitado pero donde todavía se celebraba misa en fechas señaladas. La tierra, por supuesto, era tan sagrada como podía serlo la de nuestra capilla de San Jorge o la del monasterio. A Johann Ulrich von Eggenberg le pareció una idea excelente, pero acordaron actuar en el más estricto secreto. De modo que el pesado ataúd de madera de teca fue transportado de noche al cementerio del priorato, donde no se enterraba a nadie desde hacía mucho tiempo…
—Y que se encargarían de que volviera al estado salvaje —dijo Vidal-Pellicorne, sarcástico—. Así, el muerto desaparecería de la faz de la tierra.
—No se atrevieron a llegar hasta ese extremo. Según lo que he leído en los archivos del castillo, pusieron sobre la tumba una lápida con su nombre en latín grabado: Julius. Pero se las arreglaron para que la vegetación creciera a su alrededor a fin de que el secreto quedara mejor preservado. Se trataba de evitar que la sed de venganza turbara el sueño del difunto… Bien, les he contado todo lo que sé —se apresuró a añadir Erbach, enjugándose el rostro con un gran pañuelo.
Decididamente, el tema le desagradaba sobremanera.
—No todo —dijo Morosini con suavidad—. ¿Dónde se encuentra el priorato en cuestión?
—No creo que eso pueda tener ningún interés para su obra, excelencia. En la actualidad está en ruinas.
—Pero esas ruinas, ¿dónde se encuentran?
—En la carretera del sur, a menos de una legua…, pero les ruego que hablemos de otra cosa. ¿Quieren visitar el castillo?
Para evitar un tema que lo aterrorizaba, Ulrich Erbach estaba dispuesto a abrir ante sus visitantes todas las puertas que quisieran. Como ya no podía informarles de nada más, los dos hombres lo siguieron de buena gana y admiraron sin reservas las maravillas de esa extraña morada en la que, como en Praga, los siglos convivían unos con otros: el precioso patio renacentista, el triple puente tendido sobre una profunda falla entre dos rocas para unir las estancias a un asombroso teatro construido en el siglo XVIII y cuyo escenario giratorio, el único de Europa en esa época, se había adelantado unas décadas. La biblioteca, aunque hubiera sido despojada de parte de sus tesoros en beneficio de la de Hluboka, no carecía de atractivos, y su conservador acabó por confesar, suspirando:
—En el fondo, aquí es donde me siento más feliz porque este castillo tiene alma.
—¿Hluboka no?
Erbach encogió sus escuálidos hombros cubiertos de terciopelo negro.
—Es un remedo de Windsor. Un castillo para Alicia en el país de las Maravillas construido hace poco por uña princesa que había leído demasiado a Walter Scott. La biblioteca es magnífica, desde luego, pero yo prefiero ésta.
Se despidieron como los mejores amigos del mundo.
Después de que el atento personaje los hubiera acompañado hasta el puesto de guardia, Aldo y Adalbert se dirigieron de vuelta a la ciudad en silencio, hasta que Aldo lo rompió para decir lo que pensaba:
—¿Qué te parece? ¡Simón vivía a unos cientos de metros del rubí y ni siquiera lo sospechaba!
—Si es que la piedra todavía está aquí. ¿Quién te dice que los que trasladaron el ataúd no lo abrieron?
—Eran monjes, y esa gente respeta a los muertos, aunque se trate de un loco asesino. Además, ya debía de imponer bastante el hecho de contravenir las órdenes de un emperador difunto…, por no hablar del intenso miedo que el tal Julio parece provocar todavía. Yo juraría que a nadie se le ha pasado por la cabeza abrir el féretro.
—Lo admito, pero ¿cómo vamos a arreglárnoslas para encontrar la tumba?
—Hay que contar con la suerte. De todas formas, será más fácil que ir a excavar la capilla del castillo. ¿Tú has visto esa maravilla barroca? Si hubiera sido preciso perforar el suelo o excavar una de las tumbas, habríamos tenido problemas. ¡Por no hablar de la vigilancia! Sinceramente, prefiero esto. En cualquier caso, el fantasma del emperador no debía de estar al corriente de adonde fue a parar el cuerpo de su hijo.
—Los fantasmas no lo saben todo. ¿Qué hacemos ahora?
—Coger el coche y hacer una primera exploración. Es pronto y disponemos de todo el tiempo hasta la hora de la cena.
Media hora más tarde, el pequeño Fiat se adentraba en el sendero que conducía a las ruinas donde Simón Aronov había ordenado a Wong esconder la limusina, y la primera impresión de sus ocupantes fue desalentadora.
—¡Es como buscar una aguja en un pajar! —masculló Vidal-Pellicorne.
En efecto, al otro lado de lo que debía de ser una valla, se encontraba el enorme montón de piedras que tiempo atrás fue la capilla, de la que sólo quedaba la poderosa ojiva y algunos fragmentos de muralla todavía en pie, todo cubierto de malas hierbas, de zarzas y de un cornejo que había conseguido abrirse paso.
—Ha habido un incendio —observó Adalbert señalando las huellas visibles del fuego—. De todas formas, no tenemos nada que buscar en el interior de la capilla. Supongo que el cementerio estaba al otro lado.
—Hay casi tantas piedras como en lo que queda de los edificios conventuales. No lo conseguiremos nunca. Es un trabajo de titanes.
—¡No exageremos! Es, ante todo, un trabajo de arqueólogo. Si te parece bien, empezaremos por delimitar el terreno que nos interesa. En otras palabras, intentaremos determinar el emplazamiento del antiguo cementerio.
Durante dos horas, recorrieron el campo de ruinas levantando una piedra aquí y moviendo otra allá. A medida que avanzaban, la vegetación se hacía más densa, y cuando por fin encontraron una antigua estela que debía de señalar una tumba, habían llegado a la linde de un bosque a través de cuyas ramas los últimos rayos del sol se reflejaban en las aguas muertas de un pequeño estanque. Adalbert, sin embargo, sacó de ello una conclusión:
—No cabe duda: el cementerio está entre este punto y el verdadero comienzo de las ruinas. Debe de hallarse oculto bajo esta abundante vegetación. Vamos a necesitar instrumentos de trabajo. Volvamos a la ciudad. Con un poco de suerte, encontraremos una tienda abierta.
—¿Y no temes que el vendedor se pregunte para qué los queremos? Te recuerdo que íbamos a pedirlos en casa de Simón.
—Lo sé, pero vamos a trabajar tan cerca de la casa de Adolf que puede resultar incómodo. Vendrá a ver qué hacemos. Las distracciones deben de escasear por aquí, ¿y qué crees que dirá si nos sorprende violando una tumba?
—En ese caso, lo mejor será que vayamos a aprovisionarnos a Budweis. Es mucho más grande que Krumau y sólo está a veinticinco kilómetros.
—No es mala idea, pero es demasiado tarde para ir hoy. Iremos mañana a primera hora.
Durante cuatro días, armados de cizallas, podaderas, una horca, una pala y un pico, Adalbert y Aldo trabajaron a destajo en el perímetro marcado por el primero y lograron localizar varias tumbas, pero ninguna coincidía con las indicaciones de Erbach. Era un trabajo agotador y el calor lo hacía todavía más penoso.
—Empiezo a pensar que vamos a pasarnos aquí el verano —dijo Aldo, secándose con la manga arremangada la frente cubierta de sudor—. En Venecia van a darme por muerto.
Vidal-Pellicorne sonrió a su amigo con expresión burlona.
—¡Lo que es ser un aristócrata delicado, habituado a las comodidades y a manejar piedras preciosas! Nosotros, los arqueólogos, que estamos acostumbrados a desenterrar mastabas y a perforar montañas bajo un sol abrasador, somos más resistentes.
—Olvidas decir que siempre tenéis a un montón de fellahs a vuestra disposición. Por lo que yo sé, son ellos los que se dedican a cavar. Vosotros, como tú dices, manejáis más bien el pincel y la esponja para limpiar lo que os han despejado previamente.
Su hospedero estaba muy sorprendido de verlos llegar por la noche exhaustos y más polvorientos de lo que cabía esperar tratándose de turistas, pero ellos le contaron confidencialmente que habían descubierto por casualidad restos de una antigua ciudad romana y que estaban intentando sacar a la luz lo suficiente para tener una prueba. Encantado de ser el único depositario de un asunto que podía suponer un incremento de interés para la región, Sepler juró guardar silencio y trató todavía mejor a unos clientes tan apasionantes. Todas las mañanas los proveía de grandes cestas de picnic y de botellas de agua mineral, y en la cena preguntaba discretamente sobre los progresos realizados:
—Avanzamos, avanzamos —respondía el arqueólogo—. Pero, como bien sabe, este tipo de búsqueda tarda mucho en dar frutos.
Una tarde, mientras se concedían un descanso comiendo melocotones y ciruelas, vieron acercarse a una joven que les causó el efecto de una aparición. Era una campesina con largas trenzas rubias, dotada de la belleza de una imagen y que llevaba entre los brazos un gran haz de margaritas y acianos. Los saludó con la extrema cortesía que se encuentra en toda Checoslovaquia y les preguntó qué hacían allí.
—Me he enterado hace poco —respondió Aldo— de que un antepasado mío que fue monje en este priorato descansa aquí y estoy buscando su tumba.
Ella alzó hacia aquel hombre de tan noble aspecto pese a los pantalones manchados de tierra y la camisa abierta, arremangada sobre unos brazos morenos y musculosos, unos ojos que parecían vincapervincas.
—¡Cuánta razón tiene! —exclamó—. No hay que abandonar a los pobres muertos. Preocuparse por el lugar donde descansan y manifestarles respeto es un deber piadoso. Sin duda Dios permitirá que la encuentre.
Dicho esto, esbozó una pequeña reverencia y prosiguió su camino bajo el sol, con la amplia falda azul bordada en amarillo revoloteando alrededor de sus redondeadas pantorrillas.
—¿Adonde crees tú que va? —susurró Adalbert al verla adentrarse en el bosque, en dirección al estanque.
—Supongo que a su casa.
—El sendero no lleva a ninguna parte salvo al borde del agua, y no hay ninguna casa por ahí.
—Quizá se trate de… una cita. Es una jovencita encantadora.
—Es posible, pero de todas formas tengo curiosidad por saber adonde va. ¿No te has fijado en que parecía estar soñando despierta? Hasta su voz sonaba algo lejana cuando ha aprobado tu comportamiento.
Adalbert ya había salido tras ella y Aldo se encogió de hombros.
—Después de todo, ¿por qué no? Así descansaremos.
Y siguió a su amigo.
Escondidos entre los árboles, vieron a la muchacha rodear la mitad del estanque para llegar a la parcela de bosque que quedaba al otro lado. Como no sabían cuánto pensaba adentrarse en la espesura, no se atrevieron a acercarse a la orilla del estanque. Si los veía, podía asustarse.
—He visto bien el sitio por donde ha entrado —dijo Aldo—. Esperemos un poco. Luego iremos a ver.
Sentados sobre la hierba al pie de un fresno, permanecieron un cuarto de hora largo escuchando cantar a una curruca.
—Vamos —dijo Aldo después de haber mirado su reloj de pulsera.
Acababa de hablar cuando la joven salió del bosque para volver sobre sus pasos.
—¡Corre! —susurró Adalbert—. Y apresurémonos a reanudar el trabajo.
—¿Te has fijado? Ya no lleva las flores. Me gustaría saber dónde las ha dejado.
—Intentaremos encontrarlas después. No debe de haber ido muy lejos…
Cuando la joven llegó a donde estaban trabajando, ya se habían puesto de nuevo manos a la obra.
—¡Cuánto trabajan! —observó—. ¡Y con este calor!
—A usted no parece asustarla, señorita. ¿Podemos charlar un momento?
—Me gustaría mucho, pero tengo prisa. Mi madre está esperándome. Quizá volvamos a vernos pronto.
Los saludó haciendo un ademán con la cabeza y dedicándoles una bonita sonrisa y desapareció entre las ruinas. A buen seguro todavía no había llegado a la carretera cuando los dos hombres se dirigieron de nuevo hacia el estanque y se adentraron en el bosque dejando señales con ayuda de los cuchillos, pues por allí ya no había camino. De pronto, detrás de unos matorrales, distinguieron una mancha clara: las flores de la muchacha. Pero hasta que no vieron el lugar donde las había depositado no tuvieron la impresión de haber sido guiados por una mano invisible y de que esa jovencita rubia posiblemente era una enviada del cielo: casi totalmente oculta bajo unas zarzas que habían apartado un poco, había una ancha piedra enmohecida pero en la que aún se podía leer un nombre grabado: Julius.
Maquinalmente, Morosini apoyó una rodilla en el suelo para apartar mejor la maleza y dejar más a la vista la inscripción.
—¿Esto es el cementerio del priorato? Herr Doktor nos ha mentido —dijo con amargura.
—No lo creo. A mi entender, la mentira se remonta a mucho antes, a los orígenes. A los monjes debía de hacerles tan poca gracia como al propietario del castillo semejante vecindad. Prometieron enterrar a Julio en sus tierras y una noche fueron a buscarlo. El conde se dio por satisfecho con eso. Lo que a él le interesaba era que se lo llevaran y no se preocupó de nada más; seguramente se limitó a pagar generosamente, y los santos hombres, en lugar de dar a ese desdichado la sepultura cristiana que se les pedía, lo enterraron aquí, lejos de todo, como al réprobo que siempre fue.
—¡Y aún gracias que no lo arrojaron al estanque!
—Seguramente eso habría sido demasiado para su conciencia temerosa. En cuanto a nosotros, de no ser por esa jovencita, habríamos podido pasar mucho tiempo buscándolo. Su gesto y el ramo son conmovedores, y ahora me avergüenzo un poco de lo que vamos a tener que hacer.
—Coincido contigo, pero no tenemos elección. Nos las arreglaremos para borrar toda huella de nuestro paso. Esa muchacha debe de soñar con este desconocido abandonado en su tumba romántica y no quiero estropear su sueño. En lo que se refiere al rubí, si está aquí, cosa que empiezo a dudar, Julio reposará más serenamente cuando lo hayamos liberado de él.
La noche era oscura, densa, calurosa. La puesta del sol no había hecho que refrescara el tiempo. Adalbert se había quedado junto a la tumba mientras Aldo regresaba al albergue para anunciar a Johann que un granjero con el que habían trabado amistad les ofrecía hospitalidad esa noche.
—Volveremos mañana, no se preocupe… Pero me gustaría que me diese dos botellas de su excelente vino de Melnik para ofrecérselo a nuestro anfitrión.
El semblante consternado del hospedero, que temía la competencia, había recuperado enseguida la tranquilidad. Incluso había propuesto añadir una botella de aguardiente de ciruela («¡Aquí es muy apreciado!») que Aldo se había guardado mucho de rechazar. Se lo llevó todo y, antes de reunirse con Vidal-Pellicorne, pasó por una frutería para comprar melocotones y albaricoques. Con el estómago lleno, esperaron que cayera la noche observando el cielo, donde negros nubarrones se desplazaban lentamente.
—Si todo eso nos cae encima, quedaremos empapados, lo que no nos facilitará la tarea —suspiró el arqueólogo.
—Por consejo de nuestro anfitrión, he traído los impermeables. Por lo menos nos servirán para disimular el estado en el que nos encontraremos mañana.
Pero ningún rugido lejano, ningún relámpago fugaz anunciaba todavía el diluvio. Cuando se hizo totalmente de noche, los dos hombres tiraron al mismo tiempo el cigarrillo que estaban fumando, cogieron el material y se dirigieron al lugar donde debían realizar la horrible tarea, pero hasta que no llegaron a su destino no encendieron las linternas sordas, cuya luz les era indispensable.
Contrariamente a lo que temían, la lápida no les dio mucho trabajo: estaba simplemente depositada sobre el suelo. Después había que cavar. Lo hicieron relevándose, después de haberse santiguado.
—Quizá tengamos más problemas con el ataúd —murmuró Aldo—. La madera de teca no se pudre fácilmente y pesa mucho… Venecia entera está construida sobre ese tipo de madera.
—Todo depende de la profundidad.
Pero afortunadamente los monjes, impacientes por librarse de su endiablado fardo, habían hecho el trabajo deprisa y corriendo. Lo habían enterrado a muy poca profundidad, contando con que la calidad excepcional de la madera y la lápida evitara que los animales del bosque se sintieran atraídos. Aproximadamente a un metro, el pico de Adalbert encontró una resistencia.
—¡Creo que lo tenemos!
Trabajando con denuedo y prudencia a la vez, retiraron toda la tierra que cubría la larga caja negra, junto a la cual Adalbert bajó con una linterna: las armas imperiales en metal deslustrado aparecieron en la tapa. Por suerte, ésta se había mantenido cerrada por su propio peso y unos pasadores de hierro oxidados que no ofrecieron gran resistencia a las tijeras y las tenazas del arqueólogo.
—Quizá no haga falta forzar los de la parte inferior —dijo Adalbert—. Ahora baja; levantaremos la tapa y tú la mantendrás abierta mientras yo busco.
Los dos hombres no olvidarían jamás lo que vieron: esperaban encontrar huesos, pero vieron el cuerpo ennegrecido, momificado, de un joven cuya extraordinaria belleza seguía siendo evidente. Debían de haberlo envuelto en un gran manto de terciopelo púrpura bordado en oro, que había quedado reducido a una especie de velo rojo rasgado con algunos fragmentos más gruesos.
—Los alquimistas de Rodolfo II debían de haber descubierto algunos secretos de los egipcios —susurró Adalbert, cuyos largos dedos, habituados a ese tipo de trabajo, recorrían con presteza esa capa de tejido fantasma que cubría el cuerpo.
Y de pronto, a la débil luz de la linterna, apareció un destello sangriento: el rubí estaba allí, colgado del cuello mediante una cadena de oro, y parecía mirarlos como un ojo rojo súbitamente abierto en el fondo de la noche.
Durante unos instantes, los dos hombres permanecieron en silencio. Luego, Adalbert murmuró con voz ronca:
—El enviado eres tú…, a ti te corresponde quitársela. Yo sostendré la tapa.
Aldo alargó, vacilante, una mano que notaba helada. Con suavidad y precaución, buscó el cierre de la cadena, lo abrió y, sin retirar ésta, extrajo el colgante y se lo guardó en un bolsillo, del que sacó un paquete estrecho y plano y lo desenvolvió: contenía una hermosa cruz pectoral de oro con amatistas, que puso en sustitución del rubí. La había comprado en una tienda de antigüedades, en los barrios altos de Budweis.
—La he hecho bendecir —dijo.
Después arregló lo mejor que pudo los vestigios de tela, trazó sobre el cuerpo la señal de la cruz y ayudó a Adalbert a colocar la pesada tapa. Tras lo cual, murmuraron al unísono, sin haberse puesto de acuerdo, un De profanáis. Sólo faltaba volver a cerrar la tumba.
Cuando la lápida, así como las flores de la joven desconocida, hubieron ocupado de nuevo su lugar, resultaba difícil imaginar el trabajo de titanes realizado por los dos hombres.
Completamente sin fuerzas, se dejaron caer al suelo a fin de recuperarse un poco y de permitir que sus corazones desbocados se sosegaran. En algún lugar lejano, un gallo cantó.
—¿Hemos estado toda la noche? —dijo, asombrado, Adalbert.
Como si esas palabras hubieran sido una señal que el cielo esperaba, un potente trueno, seguido del cegador zigzag de un relámpago, estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que las nubes empezaban por fin a descargar. Trombas de agua cayeron sobre el campo.
Pese a la protección de los árboles, al cabo de un instante los dos amigos estaban empapados, pero, lejos de pensar en huir del aguacero, dejaron, con una especie de placer salvaje, que el agua del cielo resbalara sobre ellos como un nuevo bautismo. Después de tanto calor, de tantos esfuerzos, era maravilloso.
—No tardará en amanecer —dijo Aldo—. Habría que ir pensando en volver.
Cuando llegaron al coche, tenían los pies enfangados, pero sobre sus cuerpos no quedaba ni rastro de la terrible obra que habían llevado a cabo. Allí se desnudaron por completo, extendieron su ropa lo mejor posible sobre el asiento posterior, se taparon con los impermeables y se quedaron dormidos en el acto.
Hacía mucho que había amanecido cuando se despertaron y continuaba lloviendo. Se encontraban en el centro de un universo uniformemente gris y chorreante, pero se sentían absolutamente despiertos y con la mente despejada.
—¡Brrr! —dijo Adalbert, sacudiéndose—. Tengo un hambre canina. Un desayuno y sobre todo un buen café, eso es lo que necesito.
Aldo no contestó. Había retirado el rubí del pañuelo en el que lo había envuelto y lo contemplaba en la palma de su mano: era una piedra admirable, de un magnífico color sangre de paloma y sin duda la más hermosa, junto con el zafiro, de las cuatro piedras que habían tenido el honor de encontrar.
—Misión cumplida, Simón —dijo, suspirando—. Falta saber cuándo y cómo vamos a poder dártelo. Si es que todavía es posible…
Vidal-Pellicorne cogió la joya y la movió unos instantes en el hueco de su mano.
—Y si no, ¿qué va a ser del pectoral? Si quieres que te diga la verdad, no acabo de creerme que Simón haya muerto. Las circunstancias son demasiado extrañas para que no haya sido él el artífice. Piensa que fue él quien provocó el incendio, así que seguro que sabía una manera de escapar. Además, está ese coche en el que Wong debía esperarlo y que ha desaparecido.
—Me cuesta creer que, si sigue con vida, no se haya preocupado de su sirviente.
—Tiene su lógica. Wong desobedeció al volver a la casa. Simón no podía arriesgarse a regresar en su busca. El depositario del pectoral no tiene derecho a poner en peligro su vida de manera caprichosa. En cuanto a nosotros, habría que encontrar un medio de hacer que esto llegue al lugar donde debe estar. La piedra es espléndida, ¡pero cuántos horrores se han producido a su alrededor! Piensa que, desde el siglo XV, ha pasado más tiempo sobre cadáveres que sobre carne viva… No quiero contemplarla mucho tiempo.
—Debo llevársela al gran rabino para que la exorcice y, al mismo tiempo, libere el alma de la Susona. Él nos dirá lo que hay que hacer. Esta noche volvemos a Praga.
—¿Y Wong?
—Pasaremos para decirle que uno de los dos volverá a buscarlo. Después lo embarcaremos en el Praga-Viena, y una vez en Viena en el expreso para Venecia. Tú lo acompañarás y yo volveré con el coche.
Se vistieron y se pusieron en marcha, pero, contrariamente a lo que Morosini esperaba, el coreano declinó la invitación de ir a Venecia.
—Si el señor sigue siendo de este mundo y me busca, no se le ocurrirá ir allí. Si quieren ayudarme, caballeros, llévenme a Zúrich lo antes posible.
—¿A Zúrich? —preguntó Adalbert.
—El señor tiene una villa junto al lago, cerca de la clínica de un amigo suyo. Gracias a él pudimos huir. Allí estaré bien atendido y esperaré…, si es que hay algo que esperar.
—¿Y si no sucede nada?
—Entonces, caballeros, tendré el honor y la tristeza de recurrir a ustedes para que juntos tratemos de encontrar una solución.
Morosini no insistió.
—Como desee, Wong. Esté preparado. Dentro de dos o tres días vendré a recogerlo e iremos a tomar el Arlberg-Express en Linz. Pero primero tenemos que resolver un asunto en Praga.
—Esperaré, excelencia. Obedientemente… Tengo muchos remordimientos por no haber seguido las órdenes de mi señor.
Cuando Adalbert y él entraron en el vestíbulo del hotel Europa, Aldo tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a Aloysius C. Butterfield arrellanado en uno de los sillones, detrás de un periódico que mandó a paseo nada más reconocer a los recién llegados:
—¡Es un placer volver a verlo! —bramó, exhibiendo una sonrisa tan amplia que permitió admirar en todo su esplendor la obra de un cirujano-dentista especialmente amante del oro—. Me preguntaba dónde podía haberse metido.
—¿Acaso debo rendirle cuentas de mis desplazamientos? —repuso Morosini con insolencia.
—No… Perdone mi intromisión, pero ya sabe lo interesado que estoy en hacer un trato con usted. Cuando me di cuenta de que se había ido, estaba desconsolado e incluso había empezado a pensar en ir a Venecia, pero me dijeron que iba a volver, así que le he esperado.
—Lo siento, señor Butterfield, pero creía haber hablado con claridad: aparte de mi colección particular, en este momento no tengo nada que responda a sus deseos. De modo que deje de perder el tiempo y prosiga su viaje: Europa está llena de joyeros que pueden ofrecerle cosas preciosas.
El americano dejó escapar un suspiro que agitó la planta más cercana.
—De acuerdo… Pero lo cierto es que siento simpatía por usted. Hagamos una cosa: olvidemos ese asunto, pero tomemos al menos una copa juntos.
—Si se empeña… —cedió Aldo—, pero más tarde. Estoy deseando darme un baño y cambiarme.
Finalmente pudo reunirse con Adalbert, que esperaba discretamente delante del ascensor.
—Pero bueno, ¿se puede saber qué le has hecho a ese tipo para que se pegue a ti de ese modo?
—Ya te lo dije: se le ha metido en la cabeza comprarme una joya para su mujer…, y además parece que le soy simpático.
—¿Y eso te parece suficiente? No me gusta nada tu americano.
—No es «mi» americano, y a mí me gusta tan poco como a ti. Pero, aun así, le he prometido tomar una copa con él antes de cenar. Espero que después nos libremos de él.
—En ese caso, me pregunto si no sería mejor que fuéramos a cenar a otro sitio. Lo digo por si se encuentra tan a gusto que se empeña en compartir la cena con nosotros.
Eso fue exactamente lo que pasó, pero esta vez Adalbert se interpuso como tan bien sabía hacer, empleando un tono a la vez perentorio y desdeñoso gracias al cual se convertía en un hombre completamente distinto. Se levantó, saludó secamente a Butterfield y le dijo a Aldo que recordara que esa noche estaban invitados en casa de uno de sus colegas arqueólogos. Aquello fue milagroso y el americano no insistió.
Unos minutos más tarde, los dos amigos recorrían en calesa el puente Carlos en dirección a la isla de Kampa, donde encontraron refugio en un restaurante a la vez arcaico y encantador de la vieja plaza discretamente recomendado por el recepcionista del Europa: El Lucio de Plata.
—Supongo —dijo Vidal-Pellicorne dejándose caer sobre el respaldo del banco cubierto de cojines rojo y oro— que después de la noche que hemos pasado habrías preferido, como yo, ir a acostarte.
—No. Tenía intención de salir después de cenar. Así será más sencillo: cuando volvamos, le pediré al cochero que pare en la plaza de la Ciudad Vieja y tú me esperarás en el coche.
Adalbert frunció el entrecejo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer?
Aldo se sacó del bolsillo una carta que había escrito en su habitación antes de salir.
—Acercarme a casa del rabino para meter esto por debajo de la puerta. Le pido que nos veamos lo antes posible. Estoy impaciente porque esta maldita piedra sea exorcizada. Desde que la tenemos, temo que suceda una catástrofe en cualquier momento.
—Yo no soy supersticioso, pero confieso que esta vez me siento incómodo. ¿Dónde está?
—En mi bolsillo. ¡No querrías que la dejara en la habitación!
—En la habitación no, pero en la caja fuerte del hotel sí. Está para eso.
—Creo que no hubiera podido dejar de temer que el Europa se incendiara esta noche.
Pese a la gravedad del tema, Adalbert se echó a reír y vació de un trago su copa de vino.
—Vamos a tener que hacer algo pronto. Te veo muy afectado, amigo.
Sin embargo, a Adalbert se le quitaron las ganas de reír cuando, de regreso en el hotel, se percató de que habían registrado su habitación. Con mucha habilidad, eso sí, pero el arqueólogo tenía una vista de lince y no se le escapaba ningún detalle. Naturalmente, Aldo también había tenido visita, de modo que, pese al cansancio, los dos hombres tomaron todas las medidas destinadas a asegurarles la noche de sueño que tanto necesitaban. Una vez puertas y ventanas estuvieron debidamente atrancadas —gracias a Dios, la noche era suave y bastante fresca, sin el habitual bochorno del verano—, se metieron por fin en la cama sin olvidar poner un arma debajo de la almohada.
En cuanto al rubí, Aldo lo metió en uno de los elementos estilo Gallé que componían la araña. Protegidos de este modo, durmieron como benditos.
A la mañana siguiente, Aldo encontró una carta en la bandeja del desayuno. Una nota del recepcionista explicaba que una joven la había llevado a las siete de la mañana. Era de Jehuda Liwa.
Esta noche, a las once, en la sinagoga Vieja-Nueva. La paz esté contigo.
La paz, Morosini la deseaba desde que se hallaba en posesión del rubí fatal. No es que sintiera remordimientos por haber turbado el sueño eterno de Julio; estaba seguro de que, por el contrario, el joven descansaría más tranquilo sin la piedra. Pero la joya en sí misma despedía una atmósfera angustiosa, cargada de todo el horror y de toda la miseria que su posesión desencadenaba. Y cuando se disponía a salir, Aldo tuvo que obligarse a recuperar la gema maléfica de su escondrijo de cristal. Más valía no dejarla allí por si a las camareras se les ocurría limpiar la araña a fondo. No obstante, se serenó pensando que, por la noche, cuando volviera con ella, la piedra maldita habría perdido por fin su poder.
Dedicaron el día a hacer que realizaran en el coche los ajustes necesarios con vistas a un largo viaje y a pasear por la ciudad; después decidieron cenar en la cervecería Mozart. Eso les evitaba a la vez soportar las preguntas indiscretas de Butterfield cuando se encontraran con él en el hotel y ponerse el ritual esmoquin, demasiado elegante y llamativo para moverse por el viejo barrio judío.
Hacía una noche bonita y agradable, y cuando los dos hombres salieron de la cervecería las calles y las plazas estaban llenas de gente. Durante la temporada estival, Praga solía vivir una fiesta perpetua y tranquila. Iluminados por lámparas de acetileno en las que parecían reflejarse las estrellas del cielo, los vendedores de pepino, en zumo o a tiras, de salchichas de rábano blanco y de cerveza hacían magníficos negocios sobre un fondo musical en el que los antiguos aires bohemios alternaban con el tema de Smetana que evocaba el Moldava y que era más conocido que el himno nacional. Una mujer que decía la buenaventura, de ojos llameantes y largos cabellos negros mal sujetos por un pañuelo amarillo, intentó cogerle la mano a Aldo, pero éste la retiró suavemente:
—Gracias, pero no tengo ganas de conocer mi futuro —dijo en francés.
Esa lengua no debía de resultarle familiar, pues respondió con un gesto de fastidio que hizo tintinear sus pulseras de plata y meneó la cabeza dejando escapar un suspiro de pesar.
—Quizás hagas mal —comentó Vidal-Pellicorne—. Era una buena ocasión para averiguar algo sobre lo que va a sucedemos.
Unos instantes más tarde, la entrada de la ciudad judía los engullía y la oscuridad les hacía parpadear deprisa. El agradable olor de las salchichas a la plancha y la menta fresca desapareció para ser sustituido por el tufo de una carnicería y el de una prendería que quedaban una enfrente de otra. Dos faroles de un amarillo sucio trataban de iluminar la calle de adoquines mal unidos. Luego, los ojos de los dos hombres se acostumbraron y no tardaron en distinguir el muro del viejo cementerio y las bolas temblorosas de los árboles que protegían las estelas, cuya increíble acumulación hacía que ese campo de muerte pareciera un mar gris y encrespado. Y de pronto, una deliciosa fragancia acarició el olfato de los visitantes nocturnos: la de los saúcos y los jazmines del cementerio. Cuando llegaron, la masa negra y puntiaguda de la antigua sinagoga apareció frente a ellos.
Al acercarse, vieron que un hilo de luz amarilla se filtraba por la puerta entreabierta.
—Entra tú solo —susurró Adalbert—. El rabino no me conoce.
—¿Y qué harás tú mientras tanto?
—Montar guardia. Eso nunca está de más, y este barrio no ofrece ninguna diversión.
Para confirmar su determinación, se sentó tranquilamente en los gastados peldaños y se puso a cargar la pipa. Aldo no insistió y empujó la puerta sobre la cual, en una ojiva, una higuera extendía sus ramas bajo un cielo sembrado de grandes estrellas. La hoja gimió pero se abrió sin dificultad.
Iluminado únicamente por el admirable candelabro de siete brazos colocado sobre el altar y por dos grandes cirios al pie de los escalones que lo sostenían, el venerable santuario dejaba sumidos en la oscuridad sus pilares y sus bóvedas góticas, pero la sobriedad de lo que descubría sorprendió a Morosini. Tan sólo el tímpano del tabernáculo presentaba un bonito motivo vegetal que se repetía en los escasos capiteles poco iluminados.
En ese decorado a la vez austero y misterioso, la alta silueta de Jehuda Liwa se alzaba como un altorrelieve. Inclinado sobre el Indraraba, el Libro de los Secretos, que había colocado junto a los rollos de la Tora, leía atentamente, pero se incorporó al oír el ligero ruido de los pasos del visitante. Éste observó que, bajo la larga capa negra, llevaba las vestiduras blancas de los difuntos.
Impresionado, Morosini se detuvo en el centro de la nave. La voz profunda del rabino lo invitó a avanzar hasta el pie de los peldaños.
—No estás en una iglesia —añadió—. Debes cubrirte la cabeza. Coge el casquete que está a tus pies y póntelo.
—Le pido disculpas. Lo sabía, o sea que mi comportamiento es imperdonable, pero esta noche siento un gran desasosiego.
—Lo sentiremos por una cuestión menor si, como indica tu carta, has encontrado lo que buscabas. Supongo que no ha sido fácil… ¿Cómo te las has arreglado? Es un trabajo duro abrir el panteón de una capilla principesca.
—El cuerpo ya no estaba en la capilla.
En unas pocas frases, Aldo reprodujo el camino seguido desde su marcha de Praga. Sin olvidar mencionar el incendio del pequeño castillo y la desaparición de Simón Aronov. El gran rabino sonrió:
—Apacigua tus temores: el depositario del pectoral no ha muerto. Incluso puedo decirte que ha venido aquí.
—¿A esta sinagoga?
—No, al barrio de Josefov, donde tiene un amigo. Te recuerdo que, por nuestro bien común, es preferible que no nos veamos. Y añado que es inútil buscarlo: nada más llegar, volvió a marcharse. No me preguntes dónde ha ido, lo ignoro. Ahora, dame la piedra maldita.
Aldo desplegó el pañuelo blanco que envolvía la joya y la ofreció en la palma de su mano, donde inmediatamente apareció un resplandor rojizo. El rabino acercó sus dedos huesudos, cogió la joya y la miró fijamente. Después la elevó como si quisiera ofrecerla a alguna divinidad desconocida. En el mismo momento, una voz vulgar sonó con la violencia de un disparo:
—¡Déjate de tonterías, vejestorio, y dame eso!
Aldo se volvió bruscamente y miró con estupor la forma grotesca de Aloysius Butterfield surgida de la oscuridad como un gnomo maléfico. El gran Cok que oscilaba entre él y Jehuda no tenía nada de tranquilizador.
El personaje disfrutaba sin ningún pudor de la sorpresa que había provocado:
—No te esperabas esto, ¿eh, principito? No hay que tomar nunca a papá Butterfield por tonto, y por si te interesa saberlo, hace bastante que andamos detrás de ti. Pero no estamos aquí para charlar. ¡Tú, dame esa piedra!
La voz de bronce retumbó, multiplicada por las profundidades del edificio:
—Ven a buscarla si te atreves.
—¡Que te crees tú que voy a ir a buscarla! Y tú, Morosini, no te muevas, si no, dejo seco a tu amigo.
Aldo, que se preguntaba dónde podía haberse metido Adalbert, intentó ganar tiempo.
—¿Cómo se las ha arreglado para entrar? ¿Nadie ha tratado de impedírselo?
—¿Te refieres al de la pipa? Ha recibido un buen golpe detrás de las orejas y por el momento duerme como un angelito…, si mi compañero no ha considerado conveniente rematarlo.
—¿Qué compañero?
—Lo reconocerás. Lo viste en el Europa y un poco antes en Venecia: tomó un café a tu lado y el de Rothschild en el Florian.
El hombrecillo moreno con gafas de montura negra acababa de entrar en el círculo de luz y también iba armado. Aldo se sintió idiota. ¿Cómo había podido contentarse con pensar que lo había visto antes en alguna parte? Realmente debía de estar haciéndose viejo.
Butterfield estaba subiendo los peldaños de piedra, pero su aplomo parecía vacilar a medida que se acercaba al gran rabino, que permanecía muy erguido. Incluso se hubiera dicho que empequeñecía. El anciano sin embargo, no hacía ni un solo gesto, sus ojos oscuros lanzaban destellos y su terrible voz retumbó de nuevo:
—Estarás maldito hasta el fin de los tiempos si tocas esta piedra y nunca más conocerás el descanso.
—¡Basta ya! ¡Cállate! —ordenó el americano con un temblor que anunciaba un ataque de pánico. Pero el rubí estaba allí, en las manos del rabino, y la codicia fue más fuerte que el miedo. Le arrebató la piedra, retrocedió, resbaló al bajar de espaldas y cayó al suelo. El rubí se le escapó de las manos y se alejó un trecho rodando. Aldo iba a agacharse para recogerlo, pero el hombre de las gafas dijo:
—¡Todos quietos!
Sin apartar la mirada de Morosini, al que amenazaba con el arma, dobló las rodillas, cogió el colgante y se lo guardó en el bolsillo.
—¡Levántate! —ordenó a su cómplice—. Y larguémonos de aquí.
Desapareció con una rapidez pasmosa. Seguro de ser capaz de alcanzar y reducir sin dificultades a ese hombrecillo, Aldo se lanzó en su persecución. El otro se volvió y disparó. Alcanzado por la bala, Aldo se tambaleó y se desplomó justo en el momento en que sonaba otro tiro, disparado sin duda por Butterfield, repuesto de su caída. Antes de desvanecerse, el herido oyó rugir la voz del rabino, pero era como una llamada. Inmediatamente después sonó un grito terrible, un grito de espanto, y quien lo había proferido era el americano. La última impresión de Aldo antes de sumirse en las tinieblas fue que la pared de la sinagoga había empezado de pronto a moverse.
Cuando emergió de las profundidades, lo que le rodeaba le pareció tan extraño que creyó que había pasado al otro lado del espejo. Estaba acostado en algo que debía de ser una cama, como corresponde a un herido o a un enfermo, y esa cama se encontraba en una habitación clara que podía ser el cuarto de un hospital. Sin embargo, el ser humano que se inclinaba sobre él no parecía una enfermera: era el rabino Liwa con su larga y poblada barba, sus cabellos blancos y sus ropajes negros. Debía de estar en algún purgatorio, porque no se encontraba bien. Sentía un dolor en el pecho y unas vagas náuseas. Cerró los ojos con la esperanza de volver a las benefactoras tinieblas donde, privado de conciencia, lo estaba también de sufrimiento.
—¡Vamos, despierta! —ordenó con dulzura la voz inolvidable que habría podido ser la del Ángel del Juicio—. Todavía eres de este mundo y ya va siendo hora de que vuelvas a ocupar tu puesto.
El herido intentó hacer algo que esperaba que fuese una sonrisa y murmuró:
—Creía que estaba muerto.
—Podrías estarlo si hubieran apuntado mejor, pero ¡alabado sea el Altísimo!, el proyectil no entró en el corazón y hemos podido extraerlo.
—¿Y dónde estoy?
—En casa de un amigo, Ebenezer Meisel, que es un hombre rico y un excelente cirujano. Ha sido él quien ha extraído la bala. Es mi vecino y nuestras casas se comunican, lo que me permite venir a verte cuando quiero… Volveré mañana.
Morosini comprendió que aquel arreglo presentaba la ventaja de no introducir a la policía en los asuntos del barrio judío y se alegró, pero ahora que estaba recobrando la lucidez las preguntas acudían en tropel, de modo que retuvo por la manga al rabino, que ya estaba dando media vuelta para marcharse.
—Un momento, por favor. ¿Tiene noticias del amigo que dejé en la puerta de la sinagoga y al que dejaron inconsciente antes de atacarnos?
—Está bien, no te preocupes. Asegura que los chichones en la cabeza nunca le han asustado. Lo verás enseguida.
—¿Y el rubí?… ¿Qué ha pasado con el rubí?
—Otra vez ha desaparecido. El hombre de las gafas negras huyó con él. Los de aquí han intentado encontrar su rastro, pero se diría que se ha desvanecido en el aire. Nadie lo ha visto.
—¡Dios mío! ¡Tantos esfuerzos para que dos miserables bribones, sin duda pagados por Solmanski, se lo lleven justo cuando…!
—Sólo queda uno. El americano que, en su locura asesina, disparó contra mí, fue abatido. Uno de mis sirvientes se encargó de él.
—Pero ¿cómo…?
El rabino tocó la frente de Aldo.
—Estás hablando demasiado. Cálmate. Tu amigo te lo contará todo.
Y esta vez salió. Una vez solo, Aldo examinó lo que le rodeaba. Entonces se dio cuenta de que lo que había tomado al despertar por la habitación de una clínica porque estaba decorada en blanco, parecía mucho más el dormitorio de una muchacha. Lazos de cinta azul sujetaban las grandes cortinas de seda blanca y, al incorporarse, cosa que le arrancó una mueca, vio dos silloncitos del mismo azul, un secreter de madera clara y, entre las ventanas, un espejo, una banqueta y una mesita con frascos sobre el tablero. Curiosamente, la estancia no tenía aspecto de estar habitada. Todo estaba demasiado ordenado, era demasiado perfecto, y no se percibía ninguna presencia: ni una flor en los jarrones de cristal, un pequeño secreter demasiado bien cerrado y, sobre todo, ni el menor rastro de perfume. En cuanto a la mujer que entró poco después de que se hubiera marchado el rabino, llevando un cuenco humeante sobre una bandeja, no tenía nada de jovencita: rondando la cincuentena, cara cuadrada y cabellos recogidos bajo un gorro tan blanco como el delantal, hacía pensar tanto en una enfermera como en una vigilante de prisión.
Sin una palabra, sin una sonrisa, arregló las almohadas de Aldo para incorporarlo y depositó la bandeja ante él.
—Perdone, pero no tengo hambre —dijo él, sincero y también poco tentado por la especie de gachas con leche que le habían llevado (se parecía bastante al porridge inglés), acompañadas de una taza de té.
Sin articular palabra, la mujer frunció sus pobladas cejas e indicó con un dedo perentorio que el herido no tenía otra cosa que hacer más que comer. Y acto seguido, salió.
Aldo, que habría dado su mano derecha por el buen café y los panecillos calientes de Celina, pensó que, si quería recuperar fuerzas —¡y le faltaban muchas!—, debía alimentarse. De modo que tomó una cucharada con prudencia, comprobó que estaba caliente, dulce, y que olía a vainilla. Y como, por otra parte, era incapaz de apartar él mismo la bandeja, comenzó a ingerir su contenido y se sintió un poco mejor. El té, había que reconocerlo, era un excelente darjeeling, o sea que, después de todo, habría podido ser peor. Estaba acabando de comer cuando la puerta se abrió para dejar paso a Adalbert, que desplegó una amplia sonrisa ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
—Parece que estás mejor. Tienes un poco de mal color de cara, pero supongo que con el tiempo eso se arreglará. En cualquier caso, tu aspecto es mucho mejor que el de ayer por la tarde.
—¿Ayer por la tarde? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Pronto hará cuarenta y ocho horas. Y los de aquí no te han escatimado sus cuidados.
—Les daré las gracias. Si he entendido bien, sigo estando en el gueto, ¿no?
—Se dice el barrio judío o Josefov —rectificó Adalbert en un tono doctoral—. Y puedes dar gracias a Dios, porque el doctor Meisel tiene unas manos de hada: la bala estaba a medio centímetro de tu corazón. No te habrían operado mejor en ningún gran hospital occidental.
—Por favor, quítame esto de encima y siéntate. Y dime cómo estás tú.
Adalbert retiró la bandeja, la dejó sobre una mesita, acercó uno de los sillones azules y se sentó.
—Gracias a Dios, tengo la cabeza dura, pero ese bruto al que no oí acercarse golpeó con ganas y tardé bastante en recobrar el conocimiento. En realidad, fue ese extraordinario rabino el que me reanimó. Al principio, cuando lo vi creía que estaba soñando: parece salido directamente de la Edad Media.
—No me extrañaría. Nada de lo que sucede aquí podría sorprenderme. Pero háblame de Aloysius. Liwa me ha dicho que está muerto, que uno de sus sirvientes se había encargado de él.
—Sí, y no es el único misterio. Yo no vi nada porque estaban atendiéndome en esta casa, pero sé que disparó contra el rabino y lo alcanzó en un brazo. En cuanto a él, la gente del barrio lo encontró a la mañana siguiente, tendido delante de la entrada del cementerio; no presentaba ninguna herida aparente, pero se hubiera dicho que le había pasado por encima una apisonadora.
—Supongo que avisaron al cónsul norteamericano y que éste ha organizado una buena.
Adalbert se pasó la mano por los rubios cabellos con el gesto que le era habitual, aunque con más comedimiento que de costumbre: debía de tener aún el cráneo bastante sensible.
—Pues la verdad es que no —repuso, suspirando—. Para empezar, descubrieron que Butterfield, que no se llamaba Butterfield sino Sam Strong, era en realidad un gánster buscado en varios estados de Estados Unidos. Y además, cuando el cónsul llegó al barrio, creyó que estaba en un manicomio. No te imaginas el terror que reina aquí desde el descubrimiento de ese cadáver insólito. La gente dice que el Golem ha hecho justicia porque ese impío osó disparar contra el gran rabino… ¿Por qué pones esa cara? No me dirás que tú también crees eso…
—No…, claro que no. Es sólo una leyenda.
—Pero aquí las leyendas perduran, sobre todo ésta. La gente cree que los restos de la criatura de Rabbi Loew descansan en el desván de la vieja sinagoga y que se han reconstruido varias veces a lo largo de los siglos para hacer justicia o sembrar el temor al Todopoderoso.
—Lo sé. También se dice que nuestro rabino es descendiente del gran Loew, quizás incluso su reencarnación, que posee sus poderes, que ha penetrado en los secretos de la Cábala…
Mientras hablaba, Aldo recordó la extraña impresión de que un lienzo de la pared se había puesto en movimiento en el momento en que él perdía el conocimiento. Butterfield había cometido la mayor ofensa, no sólo por disparar contra el hombre de Dios, sino por insultarlo, y en el propio recinto de su templo. ¿Y no había dicho antes Liwa que su sirviente se había encargado de él? Pero el único sirviente que Aldo conocía era el que el otro día lo había conducido ante Liwa: un hombrecillo mucho más bajo que el americano y absolutamente incapaz de aplastarlo bajo su peso.
La entrada de un hombre con bata blanca y un estetoscopio alrededor del cuello interrumpió la conversación. Adalbert se levantó y retrocedió para permitirle acercarse a la cama.
—Éste es el doctor Meisel —dijo.
El herido sonrió y tendió una mano que el cirujano tomó entre las suyas, fuertes y calientes. Se parecía a Sigmund Freud, pero su sonrisa rebosaba bondad.
—¿Cómo puedo darle las gracias, doctor? —murmuró Morosini—. Por lo que me han dicho, ha obrado usted un milagro.
—Sí, manteniéndolo tranquilo. Mientras ha estado dominado por la fiebre, nos ha dado mucha lata. Dicho esto, no ha habido ningún milagro. Usted posee una constitución fuerte y puede dar gracias a Dios por ello. Veamos cómo va la cosa.
En un profundo silencio, examinó a su paciente a conciencia y cambió el apósito colocado sobre el pecho, todo con una extraordinaria delicadeza.
—Todo está perfectamente —dijo por fin—. Ahora, lo que necesita sobre todo es reposo para garantizar la cicatrización y recuperar fuerzas alimentándose bien. Dentro de tres semanas lo dejaré libre.
—¿Tres semanas? ¡Pero no puedo seguir molestando tanto tiempo!
—¿De dónde se saca que molesta?
—Pues… simplemente por ocupar esta habitación. Es evidente que es de una muchacha.
—En efecto. Era de mi hija, Sarah, pero murió.
La voz cálida, por un instante quebrada, recobró inmediatamente la serenidad.
—No tenga escrúpulos. Sarah era una excelente enfermera y a veces ofrezco su habitación a personas que prefieren no estar en el hospital. Bien, le dejo. Hasta mañana. Y usted —añadió dirigiéndose a Adalbert— no lo canse demasiado.
—Me quedo unos minutos más y me voy.
Cuando el médico hubo salido de la habitación, Vidal-Pellicorne se sentó de nuevo. Morosini parecía perplejo.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Adalbert—. ¿Esas tres semanas?
—Sí, claro. Aunque debo de necesitarlas, porque nunca me había sentido tan débil…
—Te recuperarás. ¿Quieres que llame a tu casa?
—¡Ni se te ocurra! Pero quisiera que hicieses algo por mí.
—Todo lo que quieras menos volver a París. No te dejaré hasta que no estés en plena forma. Dispongo de todo mi tiempo.
—No es una razón para perderlo. Deberías coger el coche, ir a buscar a Wong y llevarlo a Zúrich. Parecía tener mucho interés en ir, y además, quién sabe, a lo mejor allí recibe alguna noticia. Al menos de Simón, porque lo que es del rubí…
—No tenemos muchas posibilidades de encontrarlo, ¿verdad? Desde que estás aquí, me dedico a recorrer Praga en busca del hombrecillo de las gafas negras, pero debió de irse inmediatamente. No hay ni rastro de él. La policía también lo busca, porque evidentemente he dado su descripción. La agresión contra el gran rabino ha causado un gran revuelo en la ciudad.
—Aunque consigamos echarle el guante, no recuperaremos el rubí: debe de estar ya en manos de Solmanski. Ese hombre sin duda forma parte de la banda que Sigismond se ha traído de Estados Unidos. De todas formas, yo no pierdo la esperanza de atrapar a éste. No olvides que es mi cuñado, y además, quizás el rubí siga haciendo de las suyas.
Adalbert se levantó y posó prudentemente una mano sobre el hombro de su amigo.
—Lo he pasado muy mal —dijo en un tono súbitamente grave—. Si tú ya no estuvieras aquí, faltaría algo en mi vida. ¡Así que lleva cuidado con la tuya!
Acto seguido, se volvió, pero Aldo habría jurado que había una lágrima en la comisura de sus ojos. Además, era muy raro que Adalbert se pusiera a sorber por la nariz con tanta energía.