7. Un castillo en Bohemia

En silencio, se marcharon de la vieja morada, pero, en lugar de volver hacia los jardines, salieron del ala medieval a la plaza que separaba el ábside de la catedral y el convento de San Jorge, recorrieron la calle del mismo nombre, apenas iluminada, y se adentraron en angostas y oscuras arterias que parecían fallas entre los muros severos de algunas casas nobles o religiosas sin que Morosini hiciera ninguna pregunta. Todavía conmocionado por lo que acababa de presenciar, no estaba muy lejos de creer que el hombre al que seguía lo había trasladado, empleando la magia, a los tiempos de Rodolfo, y esperaba ver surgir en cualquier momento de las tinieblas circundantes alabarderos empuñando sus armas, lansquenetes monstruosos, sirvientes transportando presentes o incluso la escolta de algún embajador.

No despertó de esa especie de sueño hasta el momento en que el gran rabino abrió ante él la puerta de una casita baja pintada de verde manzana, una diminuta casa similar a las vecinas, de colores variados. Recordó entonces haberlas visto durante el día y supo que lo habían llevado a lo que llamaban el callejón del Oro, o de los Orífices. Adosado a la muralla, desde lo alto de la cual se dominaban sus tejados, todos iguales, había sido construido por Rodolfo II para que albergara, según la leyenda, a los alquimistas que el emperador mantenía[17].

—Pasa —dijo Liwa—. Esta casa es de mi propiedad. Aquí podremos hablar tranquilamente.

Los dos hombres tuvieron que inclinarse para entrar. Junto al hogar apagado se apiñaban una mesa, un aparador sobre el que había un candelero que el rabino encendió, dos sillas, un reloj de pared y una estrecha escalera que subía a un piso con el techo todavía más bajo. Morosini se sentó en la silla que le indicaban mientras que su anfitrión se acercó al aparador para coger un vaso y una frasca de vino, llenó el primero con el contenido de la segunda y se lo ofreció:

—Bebe. Debes de necesitarlo. Estás muy pálido.

—No me extraña. Siempre impresiona ver que se abre ante ti una ventana a lo desconocido…, al más allá.

—No creas que me someto a menudo a esta clase de experiencias, pero para los hijos de Israel es preciso que el rubí aparezca y no había otro medio. Sabes con quién acabo de hablar, ¿verdad?

—He visto retratos suyos. Era… Rodolfo II, ¿no?

—En efecto, era él. Y tenías razón al pensar que esa piedra, la más maléfica de todas, no ha salido de Bohemia.

—¿Está aquí?

—¿En Praga? No. Enseguida te diré dónde, pero antes tengo que contarte una historia horrible. Es preciso que la conozcas para saber hasta dónde deberás llegar y para que no cometas la locura, una vez encontrada la gema, de llevártela tranquilamente a fin de entregársela a Simón. Tienes que traérmela primero a mí, y lo más rápido que puedas, para que yo la vacíe de su carga asesina; de lo contrario, te expondrías a ser tú mismo víctima de ella. Vas a jurar que vendrás a ponerla en mis manos. Después te la devolveré. ¿Lo juras?

—Lo juro por mi honor y por la memoria de mi madre, que fue víctima del zafiro —dijo Morosini con voz firme—. Pero…

—No me gustan las condiciones.

—No es una condición, sino un ruego. Puesto que todo parece obedecerle, ¿tiene usted poder para liberar a un alma en pena?

—¿Te refieres a la parricida de Sevilla?

—Sí. Le prometí que haría cuanto estuviera en mi mano para ayudarla. Me parece que su arrepentimiento es sincero y…

—Y sólo un judío puede liberarla de la maldición de otro judío. No temas: cuando el rubí haya perdido su poder, la hija de Diego de Susan podrá descansar. Ahora, presta atención. Y bebe si te apetece.

Sin hacer caso del gesto negativo de Morosini, el anciano llenó de nuevo el vaso; después apoyó la espalda en la silla y cruzó las largas manos sobre las rodillas. Finalmente, sin mirar a su visitante, empezó:

—En el año 1583, Rodolfo tenía treinta y un años. Ocupaba el trono imperial desde los siete, y aunque estaba prometido a su prima, la infanta Clara Eugenia, no se decidía a celebrar la boda. La indecisión fue, por lo demás, su defecto más grave. Pese a que le gustaban las mujeres, el matrimonio le daba miedo y se contentaba con saciar sus necesidades viriles con muchachas humildes o mujeres fáciles. Su corte, a la que afluían artistas, sabios y también charlatanes, era en aquella época muy alegre y brillante. El pintor Arcimboldo, el hombre de las caras extrañas que fue para él lo que Leonardo da Vinci fue para Francisco I en Francia, organizaba fiestas, inventaba danzas, espectáculos y sobre todo bailes de disfraces, que encantaban al emperador. Fue en una de esas fiestas donde se fijó en dos jóvenes de una gran belleza. Se llamaban Catalina y Octavio y, para sorpresa de Rodolfo, que no los había visto nunca hasta entonces, eran hijos de uno de sus «anticuarios», Jacobo da Strada, natural de Italia, como Arcimboldo, y tan apuesto también que Tiziano le había dedicado un lienzo. Catalina y Octavio se parecían de un modo extraordinario, y al verlos, el emperador quedó profundamente impresionado, quizás incluso más que aquellos dos jovencitos ante la majestad del soberano. Le parecieron tan excepcionales que creyó que eran seres sobrenaturales y deseó mantenerlos a su lado.

»El padre se convirtió en conservador de las colecciones y Octavio, a quien Tintoretto pintaría un día, en encargado de la biblioteca. En cuanto a Catalina, fue durante años la compañera de Rodolfo, y era tan discreta que, con excepción de los familiares, nadie sospechó la existencia de esa relación. Era cariñosa y quería al emperador, a quien dio seis hijos.

»El primero, Julio, nació en 1585 y Rodolfo quedó enseguida prendado de él. Deploraba que no pudiera ser su heredero, pese a las advertencias de Tycho Brahe, su astrónomo-astrólogo: según el horóscopo de su nacimiento, el niño sería excéntrico, cruel y tiránico. Si reinaba, sería una especie de Calígula, y en cualquier caso el pueblo no lo aceptaría jamás. Desconsolado pero resignado, el emperador, pese a todo, lo hizo criar a su lado de un modo principesco. Por desgracia, el horóscopo resultó ser exacto: el niño presentaba todas las taras de los Habsburgo, exactamente igual que su primo carnal don Carlos, hijo de Felipe II. A los nueve años se le declaró una epilepsia y hubo que vigilarlo de cerca, lo que no le impedía escaparse con una astucia que desanimaba a cuantos le rodeaban. Cuando tenía dieciséis años empezaron a correr rumores: el príncipe atacaba a sus sirvientas, raptaba niñas para hacerlas azotar, maltrataba a los animales. Un día provocó un escándalo terrible por pasearse desnudo por las calles de Praga persiguiendo como un sátiro a las mujeres que encontraba a su paso. El pueblo protestó y el emperador, apenado, decidió alejarlo de la capital. Y como Julio era amante de la caza, le dio como residencia el castillo de Krumau, en el sur del país… ¿Qué ocurre?

—Perdone que lo interrumpa —dijo Morosini, que se había estremecido al oír ese nombre—, pero no es la primera vez que oigo hablar de Krumau.

—¿Quién te ha hablado de ese lugar?

—El barón Louis. Parece ser que Simón Aronov tiene una propiedad en los alrededores.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Es extraño, porque el rubí está precisamente en Krumau. Es… digamos una coincidencia, pero voy a proseguir mi relato. En sus nuevos dominios, Julio era dueño y señor, pero las órdenes eran tajantes: en ningún caso debía volver a Praga. Sólo su madre podía visitarlo. Muy pronto, el terror empezó a reinar en la región. El «príncipe», que era un fanático de la caza, tenía una jauría de perros que espantaban incluso a los muchachos encargados de cuidarlos. Además, como Krumau era un gran centro de curtido de pieles, había instalado una curtiduría en el castillo, así como un taller de taxidermia: desollaba animales y rellenaba las pieles con paja o las curtía, según su capricho. Las noches estaban dedicadas a celebrar orgías. Conseguían muchachas pagándoles, a veces raptándolas, y algunas no regresaron nunca. El miedo iba en aumento.

»Al principio, un miedo mudo, pues nadie se atrevía a informar al emperador. Éste adoraba a su primogénito y, sabiendo que, como a él, le gustaban las joyas, sobre todo los rubíes, con motivo de su dieciocho cumpleaños le regaló la magnífica piedra que Khevenhüller había traído de España. Julio manifestó una alegría casi demencial, la hizo montar en el extremo de una cadena y no se separó de ella jamás.

»Una tarde, mientras volvía de cazar, se encontró en su camino con una muchacha muy joven, casi una niña, pero tan bella que se enamoró inmediatamente de ella y la llevó al castillo. Nada más llegar, la violó. La pequeña, aterrorizada, huyó durante la noche, pero, debilitada por lo que acababa de sufrir, se desvaneció al borde del estanque, donde los guardias la encontraron al amanecer con el cuerpo lleno de cortes. Naturalmente, informaron a su señor, que la llevó personalmente al castillo. Esta vez la encerró en su habitación y prohibió a los criados que se acercaran. Todas las noches la oían gritar, llorar, pedir clemencia. Su padre, barbero en la ciudad, finalmente se atrevió a ir al castillo para reclamarla. Aquello desencadenó la furia de Julio, que la emprendió a golpes contra él con la hoja de la espada hasta echarlo.

»Sin embargo, al cabo de un mes la pobre criatura consiguió escapar y se refugió en casa de sus padres. Julio fue a reclamarla. Le dijeron que no la habían visto; entonces, loco de rabia, se apoderó del padre y le dijo a la madre, deshecha en lágrimas, que si su hija no iba a reunirse con él esa noche mataría a su marido. Y por la noche, la jovencita regresó. Julio se mostró encantador; despidió al padre con presentes y palabras amistosas: amaba a su “palomita” y pensaba casarse con ella. La noche siguiente sería su noche de bodas. El hombre se marchó un poco más tranquilo.

Jehuda Liwa hizo una pausa y respiró hondo, como si se preparara para pasar un mal trago.

—Al día siguiente, los criados, al no poder abrir la puerta de la habitación y no oír ningún ruido, se decidieron a derribarla. Estaban acostumbrados a las crueldades de su señor, pero el espectáculo que descubrieron los hizo retroceder de horror. La habitación estaba patas arriba, los colchones rajados, las alfombras manchadas de sangre y sembradas de jirones de carne. En medio de todo eso, Julio, completamente desnudo, aunque con la cadena de la que colgaba el rubí puesta, abrazaba llorando el cuerpo… o lo que quedaba del cuerpo de la joven: estaba despedazada, tenía los dientes rotos, los ojos hundidos, las orejas cortadas, las uñas arrancadas.

»Los guardias consiguieron sacar de allí a Julio, extraviado y medio inconsciente. Reunieron los restos de la muerta en una sábana a fin de darles cristiana sepultura e informaron al emperador. Era el 22 de febrero de 1608.

»Rodolfo fue a Krumau. Tenía el corazón partido, pero dio las órdenes que debía dar. Era preciso, ante todo, sofocar el escándalo de ese crimen abominable. Los padres de la muchacha recibieron una fortuna y tierras para que se marcharan lejos de allí. En cuanto a Julio, que había perdido totalmente la razón, lo encerraron en sus aposentos, tapiaron las puertas y pusieron gruesos barrotes en las ventanas. Con excepción de dos sirvientes fieles, nadie lo vio nunca más, pero lo oían gritar todas las noches. No soportaba ninguna prenda de vestir y vivía desnudo como un animal. Cuatro meses más tarde lo encontraron muerto y el emperador, que había ordenado ese fin, jamás halló consuelo. Enterraron al joven en la capilla del castillo.

Cuando la voz del gran rabino se apagó, Morosini sacó un pañuelo, se secó el sudor de la frente, se sirvió vino y se lo bebió de un trago. Esa inmersión en un pasado abominable le resultaba penosa, pero ante aquellos ojos oscuros y atentos que lo observaban se esforzó en disimular su emoción.

—¿Es eso —dijo por fin— lo que el emperador le ha revelado?

—No. No ha hablado tanto. Yo ya conocía esa terrible historia; de lo que no sabía nada es del rubí. Ahora sé dónde está, pero no creo que te alegres mucho cuando te lo diga. Tus dificultades no han acabado, príncipe Morosini.

—¿Dónde está?

—Continúa en Krumau… y continúa en el cuello de Julio. Su padre exigió que se lo dejaran puesto.

Aldo se enjugó de nuevo la frente. Notaba que un sudor helado le bajaba por la espalda.

—No querrá decir que voy a tener que…

—¿Violar una sepultura? Sí. Y yo, que siento un gran respeto por los muertos, te animo a que lo hagas. Es preciso, aunque sólo sea por la paz del alma de ese desgraciado loco y por la redención de la de la sevillana. Pero además, y sobre todo, el pectoral debe ser reconstruido. El futuro de Israel depende de ello.

—Es terrible —murmuró Morosini—. Le juré a Simón Aronov que no retrocedería ante nada, pero esta vez…

—¿Tanto miedo tienes? —rugió el rabino—. ¿De qué? Los arqueólogos modernos no dudan en entrar, en nombre de la ciencia, en las tumbas de personajes muertos hace cientos y cientos de años.

—Lo sé. Un amigo mío ejerce esa profesión y no tiene ninguna clase de escrúpulos.

—Y sin embargo, lo que ellos hacen es infinitamente más grave. Sacan los cuerpos de los difuntos para exponerlos a la curiosidad pública en toda su miseria. Tú sólo tendrás que retirar la piedra, sin turbar el sueño de Julio, y una vez que lo hayas hecho ese sueño será más plácido. Pero no podrás hacerlo solo. No sé qué vas a encontrar allí: una losa de piedra, un sarcófago… ¿Puede ayudarte alguien?

—Contaba con este amigo egiptólogo, pero parece que va a tardar.

—Espera un poco. Si no viene, te daré una carta para el rabino de Krumau. Él encontrará a alguien que te ayude.

—Por cierto, ¿dónde está Krumau?

—Más de cuarenta leguas al sur de Praga, en el alto valle del Moldava. El castillo, que pertenece al príncipe Schwarzenberg, fue durante mucho tiempo una fortaleza a la que han añadido construcciones más agradables. La capilla está en la parte antigua. No puedo decirte nada más. Ahora te acompañaré hasta la entrada de los jardines…, pero no te vayas sin haber venido antes a verme. Intentaré ayudarte todo lo que pueda.

Cuando hubo regresado al coche, Aldo permaneció un rato sentado al volante, sin moverse. Se sentía aturdido, abrumado por esas horas vividas fuera del tiempo. Necesitaba inmovilidad y, sobre todo, silencio, y a esas horas de la noche era absoluto, profundo, parecía fuera del tiempo también.

Después encendió un cigarrillo y lo saboreó con tanta voluptuosidad como si llevara días sin fumar. Se sintió apaciguado y pensó que ya iba siendo hora de volver al hotel. El automóvil recorrió las pendientes del Hradcany y condujo a su dueño hacia el mundo más prosaico de los vivos.

Eran más de las tres de la madrugada cuando llegó al Europa, sumido en la penumbra. El bar estaba cerrado, lo que le produjo un gran placer: temía un poco ver aparecer a su pesadilla americana, con una sonrisa estereotipada y una jarra de cerveza en la mano. Todo estaba en calma. El portero de noche lo saludó y le dio su llave, acompañada de un papel doblado por la mitad que estaba en el casillero.

—Hay un mensaje para su excelencia.

Morosini desdobló el papel y estuvo a punto de gritar de alegría:

Estoy en la habitación 204, justo al lado de la tuya, pero, por el amor de Dios, déjame dormir. Me contarás tus calaveradas mañana.

Era de Vidal-Pellicorne.

Morosini se habría arrodillado de buen grado para dar gracias al Señor. Era un alivio inmenso saber que Adalbert estaría con él para afrontar la prueba que lo esperaba. Se dirigió hacia el ascensor muy animado. De repente, la vida le parecía mucho más bella.

Morosini acababa de abrir los ojos cuando Adalbert entró en su habitación precedido de una mesa con ruedas con un copioso desayuno para dos. Dado que las efusiones eran raras entre ellos, el arqueólogo miró primero a su amigo, sentado en la cama, y luego las elegantes prendas dejadas de cualquier manera con mirada crítica.

—Lo que me imaginaba. No te aburriste.

—¡Ni un momento! Primero Don Giovanni, en el Teatro de los Estados, y luego una impresionante audiencia imperial, seguida de una interesante conversación con un hombre del que no estoy seguro que no tenga tres o cuatro siglos de existencia. Y tú, ¿de dónde vienes? —añadió Aldo poniéndose a buscar las zapatillas.

—De Zúrich, donde Théobald me ha transmitido tu mensaje. Fui para ayudar a Romuald, a quien la policía suiza recogió una mañana a orillas del lago en un estado bastante lamentable.

Aldo, que estaba poniéndose la bata, se quedó inmóvil.

—¿Qué pasó?

—La típica encerrona. Me extraña que un viejo zorro como Romuald se dejara atrapar. Quiso seguir a «tío Boleslas» y se encontró en compañía de cuatro o cinco bribones que le dieron una paliza y lo abandonaron, dándolo por muerto, en un carrizal. Afortunadamente, él es fuerte y los suizos saben curar a la gente. Recibió un buen golpe en la cabeza y tiene varias fracturas, pero saldrá de ésta. Lo he hecho repatriar a París, a la clínica de mi amigo el profesor Dieulafoy, custodiado por dos robustos enfermeros. En cualquier caso, estoy en condiciones de decirte una cosa: tío Boleslas y Solmanski padre son una sola persona.

—Ya nos lo parecía… ¿Y sigue en Zúrich… mi encantador suegro?

—No lo sabemos. Romuald lo siguió hasta una villa en el lago, pero es imposible saber qué ha hecho después de eso. Por si acaso, he mandado una larga carta a nuestro querido amigo el superintendente Warren. Cuando hay una alianza, debe compartirse todo, hasta los dolores de cabeza.

—Tu carta seguro que le ha dado uno de campeonato.

Sentado a la mesa, Adalbert, que había pedido una auténtica comida en la que el breakfast inglés se unía a las delicias vienesas, estaba atacando unos huevos con beicon después de haberse servido una gran taza de café.

—Ven a comer —dijo—, esto va a enfriarse. Mientras, me contarás tu velada con todo detalle. Tengo la impresión de que debió de ser pintoresca.

—¡No te imaginas hasta qué punto! Y tu llegada ha sido providencial. Anoche, cuando volví, no andaba muy lejos de creer que estaba volviéndome loco.

Los ojos azules de Adalbert brillaron bajo el mechón rubio y rizado que se empeñaba en caer encima.

—Siempre he pensado que tenías cierta tendencia.

—Ya veremos cómo estás tú cuando haya terminado mi relato. Para que te hagas una idea, sé dónde está el rubí.

—¡No me lo puedo creer!

—Pues más vale que te lo creas. Pero, para recuperarlo, vamos a tener que transformarnos en saqueadores de tumbas: tenemos que violar un ataúd.

Adalbert se atragantó con el café.

—¿Qué has dicho?

—La verdad, muchacho, y no debería causarte ese efecto: un egiptólogo está acostumbrado a ese tipo de actividad.

—¡Tienes unas cosas! No es lo mismo una tumba de dos o tres mil años y una que se remonta a…

—Aproximadamente trescientos.

—¿Lo ves? No es lo mismo.

—No veo la diferencia. Un muerto es un muerto, y no es más agradable contemplar una momia que un esqueleto. No deberías ser tan tiquismiquis.

Vidal-Pellicorne se sirvió otra taza de café y se puso a untar de mantequilla una tostada antes de añadirle mermelada.

—Bueno, tienes que contarme una historia, ¿no? Pues cuéntamela. ¿Qué es eso de la audiencia imperial? ¿Has visto a otro fantasma?

—Podríamos llamarlo así.

—Está convirtiéndose en una manía —gruñó Adalbert—. Deberías llevar cuidado.

—¡Me habría gustado verte allí! Escucha, y no abras la boca para otra cosa que no sea comer.

A medida que avanzaba el relato, curiosamente el apetito de su amigo iba decreciendo, y cuando terminó, Adalbert había apartado su plato y fumaba, nervioso, con semblante grave.

—¿Sigues creyendo que tengo visiones? —preguntó Morosini.

—No, no…, pero es impresionante. ¡Interrogar a la sombra de Rodolfo II a medianoche en su palacio! ¿Quién es ese tal Jehuda Liwa? ¿Un mago, un hechicero…, el señor del Golem devuelto a la vida?

—Sé tanto como tú, pero Louis de Rothschild no debe de andar muy lejos de pensar algo parecido.

—¿Cuándo salimos?

—Lo antes posible —respondió Aldo, recordando de pronto a su cantante húngara, que sin lugar a dudas no tardaría nada en localizarlo—. ¿Por qué no hoy mismo?

No había terminado la frase cuando llamaron a la puerta y apareció un botones llevando una carta en una bandeja.

—Acaban de traer esto para su excelencia —dijo.

Presa de un horrible presentimiento, Aldo cogió la carta, dio una propina al chiquillo y miró el sobre por todos lados. Le parecía reconocer aquella letra extravagante y, por desgracia, no se equivocaba: en unas frases impregnadas de autosatisfacción que pretendían ser seductoras, la bella Ida sugería que se viesen «para hablar del delicioso pasado» en el restaurante Novacek, en los jardines de Petrin, en Mala Strana, el barrio que se extendía al pie del Hradcany.

Morosini le enseñó a Adalbert la nota, que despedía un fuerte olor de sándalo.

—¿Qué hago? No tengo ningunas ganas de verla. Fue el azar lo que me llevó al teatro anoche, y porque tenía tres horas por delante que pasar de alguna manera.

—¿Vuelve a cantar esta noche?

—Creo que sí. Me pareció ver que había tres representaciones excepcionales.

—Entonces, lo mejor será que vayas. Di cualquier cosa, seguro que se te ocurre algo, y como de todas formas, si te parece bien, nos iremos después de comer, no podrá correr detrás de ti, que es lo que haría si no acudieses al restaurante. Yo comeré aquí mientras te espero.

Era lo más sensato. Dejando que Adalbert se ocupara de los preparativos de la marcha —habían decidido no dejar las habitaciones, puesto que tendrían que regresar a la vieja sinagoga— y de que el coche estuviera a punto para primera hora de la tarde, Morosini pidió una calesa y se dispuso a acudir a su cita. Sin demasiado entusiasmo, desde luego.

El lugar estaba bien elegido para una operación de seducción. El jardín sombreado y florido donde se alineaban las mesas ofrecía una vista encantadora del río y la ciudad. En cuanto al ruiseñor húngaro, apareció luciendo un vestido de muselina con estampado de glicinas y una sonrisa radiante bajo una pamela cubierta de las mismas flores; un conjunto más apropiado para un garden-party en cualquier embajada que para una comida campestre y… el sólido plato de choucroute que la dama escogió, precedido de salchichas de rábano blanco («¡me chiflan, querido!») y regado con cerveza. ¡Es curioso, por cierto, cómo el ambiente en el que se degusta un plato, incluida la indumentaria, puede realzarlo o empequeñecerlo! Aldo habría sido más sensible a una comedora de choucroute con el traje típico austríaco y los brazos desnudos bajo unas mangas cortas de farol, que a una prima donna empeñada en llamar la atención. Y como había poca gente, lo conseguía a la perfección, sobre todo porque hablaba bastante fuerte, de modo que nadie se quedara sin saber el título principesco que ostentaba su compañero.

—¿No podrías hablar un poco más bajo? —acabó por decir él, exasperado por la larga enumeración de las ciudades en las que Ida había obtenido inmensos éxitos—. No hace falta poner a todo el mundo por testigo de lo que nos decimos.

—Perdona. Soy consciente de que es una mala costumbre, pero es por la voz. Necesita ser ejercitada constantemente.

Era la primera vez que Morosini, habitual de la Fenice, oía decir que el mantenimiento de la voz de una soprano exigiera proferir incesantes gritos, pero, después de todo, cada cual tenía su método.

—¡Ah! ¿Y qué programa tienes ahora?

—Dos días más aquí y después varias ciudades balnearias famosas: primero Karlsbad, por supuesto, después Marienbad, Aix-les-Bains, Lausana…, no sé exactamente. Pero, ahora que lo pienso —añadió, alargando sobre el mantel una mano con las uñas pintadas—, ¿por qué no vienes conmigo? Sería maravilloso, y ya que has venido hasta aquí para escucharme…

—Un momento, debo rectificarte: no he venido aquí para escucharte, sino por negocios, y he tenido la agradable sorpresa de ver que interpretabas Don Giovanni. Naturalmente, no he resistido la tentación…

—Eres muy amable, pero espero que al menos estemos juntos hasta que me vaya.

Aldo cogió la mano que se ofrecía y depositó en ella un rápido beso.

—Desgraciadamente, me marcho de Praga esta tarde en compañía de un amigo con el que trabajo. Es una lástima —añadió hipócritamente.

—¡Qué contrariedad! Pero ¿hacia dónde vas? Si es en dirección a Karlsbad…

Aldo dio gracias porque la célebre estación termal se encontrara al oeste de Praga.

—No. Voy al sur, hacia Austria. De no ser así, como puedes imaginar, estaría encantado de escucharte de nuevo.

Se esperaba lamentos, pero ese día Ida parecía decidida a tomárselo todo con cierta filosofía.

—No estés triste, carissimo mio. Tengo una sorpresa para ti: en otoño iré a Venecia. Debo interpretar el papel de Desdémona en la Fenice.

Morosini dominó perfectamente el juramento que afloraba a sus labios y encontró al instante la réplica:

—¡Qué suerte! Iremos con mucho placer a aplaudirte… mi mujer y yo.

La sonrisa se borró y dejó paso a una viva decepción.

—¿Estás casado? ¿Desde cuándo?

—Desde el pasado noviembre. ¡Qué quieres! No hay más remedio que acabar sentando la cabeza… Es curioso —añadió—, mi mujer se parece un poco a ti.

Ese ligero parecido era, por lo demás, lo que le había atraído de la cantante húngara, pero en aquella época estaba enamorado de Anielka y todo lo que le recordaba a ella le gustaba. Ahora las cosas eran distintas: ninguna mujer podía despertar emociones en él, a no ser que se pareciera a Lisa, pero Lisa era única y toda semejanza, incluso vaga, le habría parecido una blasfemia.

Lo que acababa de decir no consolaba a Ida. Con la mirada perdida en el vacío, removía el café con la cucharilla. Aldo aprovechó para observar el entorno. De pronto vio levantarse a alguien a quien había visto antes y al que no tuvo ninguna dificultad en identificar: era el hombre que hablaba la noche anterior en el bar con Aloysius Butterfield y que lo había librado de la insistencia del americano. Debía de haber comido en una mesa cercana y ahora se marchaba con un periódico doblado en la mano y ajustándose las gafas negras. Aldo no tuvo tiempo de observarlo más: la melancólica ensoñación de Ida había terminado y ésta volvía a ocuparse de él.

—Espero —dijo— que vengas a charlar conmigo durante mi estancia en Venecia. Yo creo en las coincidencias, en el destino, y si nos hemos encontrado de nuevo es por alguna razón. ¿Tú qué opinas?

—¿Yo? Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo Aldo sonriendo, feliz de haber salido tan bien parado.

Era evidente que Ida no perdía la esperanza: ¿ha impedido alguna vez una esposa legítima que un hombre tenga amigas atractivas? Los pensamientos de la cantante acababan de tomar una dirección distinta y, consciente de que enfurruñarse no le serviría de nada, estuvo encantadora hasta que se alejaron de Novacek, sus jardines y su choucroute.

«Es más inteligente de lo que creía», pensó Morosini, que en correspondencia se mostró más amable que al principio. Cruzaron juntos el Moldava por el admirable puente Carlos y la calesa dejó a Ida de Nagy en el teatro. La cantante tendió a su antiguo amante la mano, aparentemente sin rencor.

—¿Nos vemos en otoño?

—Será un placer —respondió él, inclinándose con galantería sobre los delicados dedos—. Lléveme al hotel Europa —añadió cuando las muselinas malva de la joven hubieron desaparecido bajo el peristilo del teatro.

Esa misma tarde, Morosini y Vidal-Pellicorne salían de Praga, el uno al volante y el otro con un mapa de carreteras extendido sobre las rodillas. Unos ciento sesenta kilómetros separaban Krumau de la capital, pero se podía ir por varias carreteras. Las más importantes pasaban por Pisek o por Tabor, y Adalbert escogió la segunda por parecerle más fácil; por lo demás, todas desembocaban en Budweis para formar una sola que pasaba por la frontera austríaca y por Linz.

Hacia última hora de la tarde llegaron a su destino después de un viaje sin incidentes. Cuando descubrieron su objetivo tras la última curva de una carretera secundaria trazada a través del espeso bosque bohemio, profirieron al unísono la misma exclamación —«¡Sopla!»— mientras Aldo detenía el coche en el arcén.

—Si en otra época era un pabellón de caza, ha crecido mucho —comentó Vidal-Pellicorne.

—Versalles también era un pabellón de caza en la época de Luis XIII y ya has visto en lo que Luis XIV lo convirtió. El rabino me advirtió que era un castillo importante.

—Sí, ¡pero tanto! ¿Llegaremos siquiera a entrar sin haberlo tenido sitiado varios meses?

Krumau era, efectivamente, un castillo enorme y no tenía nada de tranquilizador. Situada sobre un saliente rocoso por encima del valle del Moldava y de una pequeña ciudad a la que parecía cobijar, la propiedad más importante de los príncipes Schwarzenberg se componía de un agrupamiento de edificios pertenecientes a distintas épocas pero con bastante aspecto de cuartel bajo sus grandes tejados inclinados, todo ello dominado por una alta torre que parecía salir de una película fantástica. En los cuatro pisos se sucedían las estrechas ventanas geminadas de la Edad Media, una galería circular con delgadas columnillas que evocaban el Renacimiento y cubierta por un tejado, y una curiosa construcción coronada por dos pináculos y un pequeño mirador calado, rematado por un bulbo de cobre que debía de haber sido dorado. El edificio iba estrechándose de manera que presentaba un aspecto general de pan de azúcar decorado y falsamente jovial. Esa atalaya, de la que no debía de ser fácil desalojar a sus ocupantes, se asentaba cerca de la cima del campanario vecino, lo que daba una idea de su altura. El conjunto ofrecía una imagen altiva, llena de nobleza y de orgullo, pero muy poco tranquilizadora.

—¿Qué hacemos? —preguntó, suspirando, Morosini.

—Lo primero de todo, buscar un albergue e instalarnos. El recepcionista del Europa me ha proporcionado alguna información útil.

—¿Te ha dado también la dirección de un buen ferretero? Porque no conseguiremos abrir un panteón con un cortaplumas; ni siquiera con una navaja suiza.

—No te preocupes. Está todo previsto. En mi oficio uno no se embarca nunca en un asunto sin llevar un pequeño maletín de herramientas. El material de gran tamaño, como picos y palas, lo encontraremos fácilmente aquí. No me imaginaba cargando ese tipo de cosas en el coche ante la mirada atónita del personal del Europa.

Morosini dirigió una mirada burlona hacia su amigo. Sabía desde su primer encuentro que, en su caso, la profesión de arqueólogo se ampliaba casi de forma natural hasta abarcar tareas más delicadas que presentaban algunas afinidades con las del ladrón de guante blanco. Podía estar tranquilo: Adalbert nunca se embarcaba en una aventura con las manos vacías.

—No olvides que vamos a actuar en una propiedad privada y que hay que evitar a toda costa causar desperfectos. Por lo menos visibles.

—¿Qué crees que he traído? ¿Dinamita?

—No me extrañaría…

—Y haces bien —dijo Adalbert con gravedad—. La dinamita es muy útil. Siempre y cuando sepas manejarla y conozcas las dosis, por supuesto.

El aire angelical de Adalbert, que muchas veces parecía Un querubín bromista, no engañaba a su amigo. No tendría nada de sorprendente que llevara en su «maletín» uno o dos cartuchos del descubrimiento del gran Nobel, pero era preferible no extenderse sobre el asunto. Se hacía tarde —el pinchazo de un neumático había retenido a los viajeros en la carretera más de lo previsto— y ahora Aldo estaba impaciente por llegar.

—Bueno —dijo, poniendo el coche en marcha—, vamos a ver más de cerca cómo es la ciudad. Desde aquí tiene un aspecto interesante, y además debemos instalarnos. Te propongo que mañana por la mañana, antes incluso de subir al castillo, busquemos la casa de Simón. Preferiría pedirles pico y pala a sus sirvientes que despertar la curiosidad local sobre lo que dos elegantes turistas extranjeros se disponen a hacer con esa clase de útiles.

—Buena idea.

—¿Cómo se llama el albergue?

—Zum goldener Adler. Los límites de Bohemia están poblados de gente que tiende más a hablar en alemán que en checo. Además, estamos en las tierras de los Schwarzenberg, que la Historia ha convertido en príncipes bohemios pero que no dejan de ser originarios de Franconia. Sin contar con que han dado a Austria muchos de sus más grandes servidores.

—Gracias por la clase magistral —lo interrumpió Morosini en tono burlón—. Conozco el almanaque Gotha. No aprendí a leer en él por muy poco.

Adalbert se encogió de hombros, fastidiado.

—¡Mira que puedes ser esnob cuando te lo propones!

—En algunos casos va bien.

No dijo nada más, atrapado de pronto por la belleza en la que penetraba. Ya desde Tabor admiraba el paisaje casi salvaje de bosques profundos, colinas abruptas a menudo coronadas por ruinas venerables, ríos tumultuosos que formaban una densa espuma en gargantas profundas, pero Krumau, encerrado entre los meandros del Moldava, le dio la sensación de ser un lugar en el que el tiempo se había detenido. La ciudad, con sus altos tejados rojo coral o pardo aterciopelado, parecía surgida directamente de la imaginería de la Edad Media. La torre arrogante que la dominaba, y que apuntaba como un dedo hacia el cielo, reforzaba esa impresión a pesar de que las antiguas murallas y otras obras de defensa hubieran sido destruidas: por sí sola bastaba para crear la atmósfera.

El albergue anunciado por Adalbert estaba junto a la iglesia. Su dueño se asemejaba mucho más, por su larga nariz puntiaguda y sus ojillos redondos, a un pájaro carpintero que al pájaro imperial que aparecía en el rótulo del establecimiento. Era muy moreno, en contraste total con su esposa, Greta. Ésta tenía el aspecto de una valquiria, con su porte imponente y sus gruesas trenzas rubias. Sólo le faltaba el casco alado, la lanza y, por supuesto, el caballo, que para ella habría sido sin duda una molestia, pues era imposible encontrar una persona más plácida. Una sumisión casi bovina se leía en su mirada azul permanentemente clavada en su menudo esposo, como la aguja de una brújula en el norte magnético. Pero poseía grandes virtudes domésticas y desde la primera noche demostró ser una excelente cocinera, cosa que sus huéspedes le agradecieron. Se ocupó también de que a éstos les dieran dos habitaciones de las que antiguamente sabían construir en una casa grande, cuyo alto tejado de cuatro alas debía de haber sido terminado alrededor del siglo XVI.

En esa época del año —finales de la primavera— había pocos viajeros y los recién llegados recibieron toda clase de atenciones, tanto más cuanto que los dos hablaban alemán. El dueño, Johann Sepler —un austríaco que se había casado con la hija de los propietarios—, era hablador y, seducido por la amabilidad de aquel príncipe italiano, se empeñó en hacerle probar, después de la cena, un aguardiente de ciruela que casaba de maravilla con un café tan bueno como el de Viena. Y puesto que nada desata tanto la lengua como el aguardiente de ciruela, Sepler se sintió enseguida en confianza.

Habían ido a Krumau, explicaron los viajeros, con la idea de obtener autorización para visitar un castillo que interesaba sobre todo a Morosini, deseoso de documentarse sobre los tesoros desconocidos de la Europa central con vistas a escribir un libro —ese pretexto siempre funcionaba—, y después, de ir a ver a un viejo amigo cuya residencia se encontraba en los alrededores de la ciudad.

—Tal como está situado, debe de conocer usted toda la región e incluso más allá —dijo Aldo— y seguramente podrá indicarnos dónde vive el barón Palmer.

El hospedero puso cara de consternación.

—¿El barón Palmer? ¡Dios mío!… Entonces…, ¿no lo saben?

—¿Saber qué?

—Su casa se quemó hace unos quince días y él desapareció en el incendio.

Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una mirada en la que asomaba un amago de pánico.

—¿Está muerto? —susurró el primero.

—Bueno… debe de estarlo, aunque no han encontrado el cuerpo. En realidad, no han encontrado absolutamente nada: la pareja de sirvientes que vive en la propiedad con el jardinero sólo rescató al sirviente chino, herido e inconsciente.

—¿Cómo se prendió fuego?

Johann Sepler se encogió de hombros en señal de ignorancia.

—Lo único que puedo decirles es que esa noche había tormenta. Los truenos no dejaban de rugir y se veían relámpagos, pero hasta poco antes de amanecer no empezó a llover. Cayó un verdadero torrente y eso apagó el incendio, pero de la casa ya no quedaba gran cosa. ¿El barón era… amigo suyo?

—Sí —dijo Aldo—, un viejo amigo… y muy querido.

—Siento muchísimo darles esta mala noticia. Aquí no veíamos mucho a Pane Palmer[18], pero estaba bien considerado; se le tenía por generoso. ¿Un poco más de aguardiente? Esto ayuda a pasar los golpes duros.

Era un ofrecimiento hecho de todo corazón. Los dos amigos aceptaron y, efectivamente, sintieron un poco de consuelo que los ayudó a superar el choque brutal que acababan de sufrir. La idea de que el Cojo hubiera dejado de respirar el aire de los hombres les resultaba insoportable tanto a uno como a otro.

—Iremos a dar una vuelta por allí mañana por la mañana —dijo Morosini—. Supongo que podrá indicarnos el camino. Es la primera vez que venimos.

—Es muy fácil: salen de aquí por el sur remontando el curso del río y a unos tres kilómetros verán a la derecha, entre los árboles, un camino cerrado por una vieja verja entre dos pilares de piedra. Está un poco herrumbrosa, la verja, y nunca está cerrada. No tienen más que entrar y seguir el camino. Cuando estén delante de las ruinas ennegrecidas, sabrán que han llegado… Pero ¿no han dicho que querían ir al castillo?

—Sí, es verdad —dijo Adalbert, haciendo visiblemente un esfuerzo—, pero confieso que se nos había ido un poco de la cabeza. Esperemos que el príncipe quiera recibirnos.

—Su alteza está en Praga, o en Viena. En cualquier caso, no en Krumau.

—¿Está seguro?

—Es fácil saberlo; no hay más que mirar la torre: si su alteza está aquí, izan su bandera. Pero no se preocupen; siempre hay alguien allí arriba. El mayordomo, por ejemplo, y sobre todo el doctor Erbach, que se ocupa de la biblioteca; él les dará toda la información que quieran… Ah, discúlpenme, por favor, me necesitan.

Una vez que su anfitrión se hubo ido, Aldo y Adalbert subieron a sus habitaciones, demasiado preocupados por lo que acababan de saber para hablar. Los dos sentían la necesidad de reflexionar en silencio, y esa noche ninguno de los dos durmió mucho.

Cuando se encontraron al día siguiente para desayunar en el comedor, intercambiaron pocas palabras, y no muchas más durante el corto trayecto que los condujo al escenario del drama. Porque realmente lo era: la casa renacentista —se podía determinar la época gracias a algunas piedras angulares y a un fragmento de pared que conservaba restos de aquellos sgraffite[19] tan apreciados en los tiempos del emperador Maximiliano— prácticamente había desaparecido. Lo poco que quedaba de ella era un amasijo de escombros ennegrecidos, alrededor del cual un círculo de grandes hayas parecía montar una guardia fúnebre. A cierta distancia, los establos y una construcción reservada al servicio contrastaban por la serenidad de sus ventanas abiertas al sol, al otro lado de un jardín florido. El alegre murmullo del río añadía encanto al lugar y Morosini recordó que aquella morada había pertenecido a una mujer. Una mujer que había querido a Simón Aronov y le había legado su casa como última prueba de amor.

Atraído seguramente por el ruido del motor, un hombre salía al encuentro de los visitantes todo lo deprisa que le permitían sus pesadas botas ceñidas con una correa. Llevaba unas calzas de terciopelo marrón bordadas, bajo un chaleco cruzado rojo y una chaqueta corta con muchos botones, según la moda de los campesinos bohemios acomodados, atuendo que realzaba un indudable vigor apenas desmentido por el cabello y el largo bigote gris.

Los dos extranjeros notaron de inmediato que no eran bien recibidos. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, el hombre les espetó:

—¿Qué quieren?

—Hablar con usted —dijo Morosini con calma—. Somos amigos del barón Palmer y…

—¡Demuéstrenlo!

¡Como si fuera fácil! Aldo hizo un gesto de impotencia, pero luego se le ocurrió una idea.

—En Krumau nos han dicho…

—¿Quién?

—Johann Sepler, el hospedero. Pero deje de interrumpirme constantemente; si no, no llegaremos a ninguna parte. Sepler nos ha dicho que el sirviente asiático del barón no pereció en el incendio y está recuperándose en su casa. Vaya a decirle que me gustaría hablar con él. Soy el príncipe Morosini, y él es el señor Vidal-Pellicorne.

El guarda frunció el entrecejo: los nombres extranjeros despertaban desconfianza. Los dos amigos sacaron al unísono una tarjeta de visita y se la dieron al hombre.

—Déselas y ya verá…

—Está bien. Esperen aquí.

Volvió a la casa, de la que salió unos instantes más tarde sujetando del brazo a un personaje que se apoyaba con la otra mano en un bastón. Aldo reconoció enseguida a Wong, el chófer coreano de Simón Aronov, al que había visto una tarde en las calles de Londres al volante del coche del Cojo. El rostro del sirviente mostraba evidentes huellas de sufrimiento, pero a los visitantes les pareció que en sus ojos negros brillaba una llamita.

—¡Wong! —dijo Aldo acercándose a él—. Habría preferido volver a verlo en otras circunstancias… ¿Cómo está?

—Mejor, excelencia, gracias. Me alegro de verlos, caballeros.

—¿Podemos hablar un momento sin cansarlo demasiado?

El checo se interpuso:

—¿Estos hombres son amigos de Pane Barón?

—Sí, sus mejores amigos. Puedes creerme, Adolf.

—Entonces les pido disculpas. Pero es que los otros también se presentaron como amigos.

—¿Los otros? —dijo Adalbert—. ¿Qué otros?

—Tres hombres que se presentaron aquí una tarde —gruñó el llamado Adolf—. Por más que les aseguré, tal como me habían ordenado, que Pane Baron no estaba, que no lo habíamos visto desde hacía tiempo, insistieron. Querían «esperarlo». Entonces cogí la escopeta y les dije que no tenía ningunas ganas de que se instalaran delante de nuestra puerta hasta el día del Juicio Final y que, si no querían irse por las buenas, me encargaría de que se fueran por las malas.

—¿Y se fueron?

—No de buen grado, se lo aseguro. Pero estaban aquí unos primos míos de Hohenfurth, que habían venido hacía dos días para ayudarnos a encalar el granero. Al oír voces, acudieron, y como son igual de corpulentos que yo, esa gente se dio cuenta de que no podría con nosotros. Así que se fueron, pero al día siguiente regresaron, y mis primos ya se habían marchado a su casa… Perdonen, pero, con su permiso, voy a llevar a Wong hasta ese banco de piedra para que se siente. Todavía no está suficientemente fuerte para permanecer mucho tiempo de pie.

—Claro, debería haberlo sugerido yo mismo —dijo Morosini cogiendo el bastón del coreano y ofreciéndole su brazo para acompañarlo hasta el asiento indicado.

Éste se dejó caer con un suspiro de alivio. Resultaba bastante curioso ver la solicitud manifestada por ese campesino checo hacia un ser tan alejado de él, tanto por su origen como por su cultura, pero, viéndolos tan juntos, a Aldo le llamó la atención cierta similitud en la forma de los ojos, ligeramente rasgados. Después de todo, la Panonia de los guerreros hunos no quedaba muy lejos y quizás esos dos hombres fueran menos distintos de lo que cabía creer.

—Decía que esos hombres volvieron —intervino Adalbert—. ¿Qué aspecto tenían?

Adolf se encogió de hombros y resopló.

—¿Cómo le diría…? En cualquier caso, bastante malo. Uno de ellos hablaba nuestra lengua, pero cuando se dirigía a los demás lo hacía en un inglés muy nasal. Todos llevaban traje de lienzo crudo y sombrero de paja con una cinta de color, y masticaban sin parar algo. Y eran corpulentos, ya lo creo que sí.

—Americanos, está claro —diagnosticó Morosini, recordando el aspecto del pelmazo del Europa. Al parecer, ese verano había muchos en Bohemia—. ¿Cuál de ellos parecía ser el jefe? —preguntó—. ¿El que hacía de intérprete?

—Eso es lo que creímos al principio, pero al día siguiente vimos que no, porque esa vez vino uno más: un apuesto joven moreno, muy bien vestido, distinguido incluso, que daba órdenes a todo el mundo. Ése parecía hablar un montón de lenguas, pero yo habría jurado que era polaco.

Asaltados por el mismo pensamiento, Aldo y Adalbert cruzaron una breve mirada. La descripción encajaba perfectamente con Sigismond Solmanski. Sabían que estaba en Europa y seguramente había llevado consigo una banda de bribones made in USA. Con la fortuna de su mujer a su disposición, y quizá también la de su hermana, no debía de andar escaso de dinero.

—¿Por qué no nos cuenta ahora lo que pasó? —sugirió Vidal-Pellicorne.

—Eran casi las once y Karl, el jardinero, y yo estábamos fumando una pipa mientras mi mujer guardaba los platos, cuando oímos chillar a los perros… Fíjense en que no he dicho ladrar. Era un chillido horrible, y Karl y yo salimos inmediatamente, pero no tuvimos tiempo de nada; en un abrir y cerrar de ojos, nos dejaron inconscientes y nos ataron a unas sillas en la sala. Allí recobramos el conocimiento, y mi mujer, atada y amordazada también, estaba junto a nosotros. Por las ventanas veíamos gente que se movía con antorchas en la mano. Distinguíamos también la silueta de Pane Barón detrás de la ventana de su despacho, en el primer piso. El estruendo era ensordecedor, porque los bandidos habían cogido un tronco de árbol en el bosque y lo utilizaban como si fuera un ariete bramando como animales.

—Y usted, Wong, ¿dónde estaba? ¿Con su señor?

El herido, que parecía dormitar, abrió los ojos, y los que lo miraban descubrieron con sorpresa que los tenía llenos de lágrimas.

—No. El señor me había enviado después de comer a Budweis con el coche. Fui a llevar un paquete al banco y a hacer unas compras, pero debía regresar tarde y no ir a casa. Las órdenes del señor eran que aparcara el coche en el convento en ruinas que se encuentra a trescientos metros de aquí y que esperara. Allí fue donde, por primera vez, le desobedecí.

—¿Desobedecer usted? —repuso, extrañado, Morosini.

—Sí. Nunca es bueno dejarse llevar por los impulsos. Había llegado al lugar indicado cuando de pronto oí un ruido ensordecedor y vi una gran llamarada elevarse hacia el cielo. Entonces me dirigí corriendo hacia la casa y dejé el coche donde estaba. Cuando llegué, el castillo estaba ardiendo y unos hombres iban de un lado para otro, pero no estaban ni Adolf ni Karl. Los extranjeros me vieron. Uno de ellos gritó: «¡Es el chino!» Entonces se abalanzaron sobre mí y me llevaron a rastras a casa de Adolf, donde vi a todo el mundo atado y amordazado. Estaban furiosos y querían que les dijese a toda costa dónde estaba el señor, porque se negaban a creer que hubiera hecho explotar la casa él mismo estando dentro.

—¿Fue el barón quien… lo hizo? —preguntó Adalbert, estupefacto.

—Sí, fue él —respondió Adolf con lágrimas en los ojos—. Debía de haberlo preparado todo para recibirlos. Los malhechores se disponían a derribar la puerta con el tronco cuando la casa saltó por los aires. Dos se quedaron en el sitio y los otros se pusieron furiosos.

—¿Y están seguros de que el barón estaba en la casa cuando explotó?

—Yo lo había visto en su despacho, detrás de la ventana iluminada —dijo Adolf—. En el momento de la explosión, la luz seguía encendida, y de todas formas no habría podido salir. Sólo hay una salida, la que pasa sobre los fosos. No hay duda: el señor está muerto. No olvide que tenía una pierna mal… Suponiendo que hubiera querido hacerlo, le habría sido imposible salir por una ventana. Además, aquellos hombres estaban al acecho…

—Pero, si las cosas sucedieron así, ¿por qué intentaban los bandidos hacerle decir a Wong dónde estaba?

—¡Porque no acababan de creérselo! Sobre todo el joven. Así que lo quemaron con cigarrillos, le pegaron con una especie de guante…

—Un puño de hierro —precisó Wong—. Me rompieron unas costillas, pero creo que acabaron por admitir la verdad. Además, la explosión y las llamas habían atraído a la gente de los alrededores; el joven distinguido dijo que tenían que irse enseguida y llevarse los dos cadáveres. Y eso es lo que hicieron, aunque antes de marcharse ese miserable me disparó. Menos mal que estaba muy nervioso y falló. Después fuimos liberados y Adolf hizo venir a un médico de Krumau.

—¿Y el coche? —preguntó de pronto Morosini—. ¿Enviaron a alguien a buscarlo?

—Por supuesto —dijo Adolf—. Fue Karl, que sabe conducir esos trastos, pero por más que buscó no encontró ni rastro.

—¿Creen que se lo llevaron los bandidos?

—Tenían demasiada prisa. Además, tendrían que haber sabido dónde estaba…

Dejando a Adalbert haciendo unas cuantas preguntas más sobre detalles, Morosini se alejó para ir a contemplar las ruinas. ¿Era posible que el cuerpo de Simón reposara bajo ese amasijo de escombros? Le costaba creerlo; era evidente que Aronov había preparado el recibimiento que reservaba a sus enemigos. Incluso se había ocupado de alejar a Wong y el coche, que sin duda pensaba utilizar. ¿Conocía algún medio de salir de ese refugio antes de destruirlo para siempre, puesto que ya era conocido? ¿Un pasadizo subterráneo quizá?

—Me apuesto lo que quieras a que estás pensando lo mismo que yo —dijo Adalbert, que en ese momento llegaba a su lado—. Resulta difícil creer que Simón se haya inmolado, abandonando su misión sagrada, por el simple placer de escapar de la banda de Solmanski. Porque supongo que el «apuesto joven moreno» no es otro que el inefable Sigismond. Para empezar, ¿por qué razón iba a pedirle a Wong que se quedara con el coche en la granja en ruinas? Tenía en mente reunirse allí con él, seguro.

—Pero ¿cómo salió? Yo estaba pensando en un pasadizo subterráneo…

—Eso es lo primero que se piensa siempre tratándose de un viejo castillo, pero según Adolf no hay ninguno. Claro que yo tengo una extraña impresión…

—La impresión de que Wong también tiene dudas acerca de la muerte de su patrón, pero que por nada del mundo hablaría de ello delante de Adolf, por más grande que sea la fidelidad y la amistad de éste hacia Simón, ¿no? Para eso sólo hay una solución: cuando nos vayamos de aquí, debemos llevarnos al coreano con nosotros.

—¿Adónde?

—A mi casa, a Venecia, después de pasar por el hospital de San Zaccaría para que lo curen a conciencia. De todas formas, esté Simón vivo o muerto, no podemos dejar a su fiel sirviente abandonado. Si ha muerto, tomaré a Wong a mi servicio, y si está vivo, algo me dice que quizás él sea el único que pueda conducirnos hasta Simón.

—No es mala idea. Intentemos encontrar ese maldito rubí y vayamos a ver de nuevo las aguas azules del Adriático. Mientras la piedra no esté en tu posesión, no pienso separarme de ti.