6. Un americano pelmazo

Morosini se lo encontró la misma noche de su llegada a Praga. Sentado en un alto taburete del elegante bar, decorado con frescos espléndidos, del Europa, con sus grandes pies, calzados con zapatillas de deporte blancas, apoyados en los barrotes de caoba, comía salchichas de rábanos blancos —en Praga se pueden degustar a cualquier hora del día y de la noche, pero no era aconsejable hacerlo en el bar del Europa—, acompañadas de una gran jarra de Pilsen-Urquell, la cerveza nacional.

Era imposible no fijarse en él: su cuerpo de luchador envuelto en un traje blanco y adornado con una corbata llamativa, su pelambrera roja y su cara colorada por haber permanecido demasiado tiempo al sol se daban de patadas con los refinamientos de ese hotel reciente, construido en honor del Art Nouveau local, y sobre todo con la música nostálgica que salía de un violín y un piano refugiados entre unas plantas. Además, estaba solo en compañía de un barman de punta en blanco, cuyo largo bigote de estilo húngaro apenas disimulaba el pliegue reprobador de la desdeñosa boca.

Cansado a causa de la larga y, sobre todo, difícil carretera que lo había llevado de Innsbruck a su destino por Salzburgo y Passau, Morosini sólo deseaba beber algo fresco y reconfortante antes de retirarse a su habitación. Pidió un gin-fizz y, aunque todavía llevaba la ropa de viaje, el barman se lo sirvió con una gran deferencia. Su ojo experto no se equivocaba sobre la calidad de ese nuevo cliente. Incluso llevó su amabilidad hasta poner una considerable distancia entre él y el bárbaro.

Cosa que, por lo demás, no desanimó a éste, encantado de tener compañía: se limitó a trasladar su plato y su jarra junto a Aldo, antes de declarar:

—Me alegro de que haya venido alguien que no tiene aspecto de ser de aquí —dijo en su lengua natal—. ¿Qué es usted? ¿Inglés, francés, austríaco…?

—Italiano —gruñó Morosini, que detestaba que lo abordaran con ese descaro, sobre todo cuando estaba de mal humor.

—¡Vaya! Nunca lo hubiera dicho… Yo soy americano. —Y sin transición, tendiendo una mano del tamaño de una pala de las que se usan para golpear la ropa al lavarla, que su víctima se vio obligado a estrechar, añadió—: Me presento: Aloysius C. Butterfield, de Cleveland, Ohio.

—Aldo Morosini, de Venecia —dijo éste maquinalmente, liberando las falanges del tremendo apretón.

Pero si pensaba haber cumplido presentando esa modesta tarjeta de visita, se equivocaba de medio a medio. El hombre de Cleveland profirió una especie de bramido que sobresaltó al barman.

—¡No! —dijo, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda—. ¿Es usted «el» Morosini que vende joyas antiguas?

—En efecto —reconoció Aldo, que no se creía tan famoso, sobre todo en el Medio Oeste.

—¡Esto es lo que se llama tener un golpe de suerte! Y sobre todo, lo que es una suerte es que no haya ido a verlo a Venecia, teniendo en cuenta que está usted aquí.

—¿Quería ir a verme a Venecia?

—Estaba contemplando seriamente esa posibilidad. Verá, soy rico…, muy rico, y tengo una mujer a la que le chiflan esas cosillas tan caras. Y naturalmente, quiero llevarle un recuerdo.

—En tal caso, lo más sencillo es pasar por París e ir a Cartier, Boucheron o…

—No. Eso son cosas nuevas. Lo que Coralie quiere es algo que tenga historia.

—Pero yo no tengo el monopolio de las joyas históricas. Esos grandes joyeros también compran y venden piezas antiguas.

El americano hizo una mueca.

—En cualquier caso, serán menos históricas que las suyas. Me han dicho que es usted noble, duque o…

—Príncipe, pero el título no tiene nada que ver con esto. Además, actualmente no tengo nada extraordinario para vender.

—¡Eso es lo que usted dice! —repuso el otro, testarudo—. Habría que verlo… ¿Otro gin-fizz? —propuso en cuanto Aldo hubo apurado su copa.

—No, gracias. Con su permiso, voy a dejarle. Quisiera tomar posesión de mi cuarto, ducharme…

—¿Cenamos juntos?

—No. Perdone, pero voy a pedir que me suban algo y me acostaré enseguida. Estoy cansado del viaje.

Bajó del taburete para dirigirse a la salida, pero uno no se libraba tan fácilmente de Aloysius C. Butterfield, que prácticamente interceptaba el paso.

—OK, nos veremos mañana. ¿Va a quedarse aquí algún tiempo?

—Todavía no lo sé. Depende de mis negocios y de mis citas. Le deseo buenas noches, señor Butterfield.

El tono no admitía réplica. Este último tuvo que resignarse a dejarle paso y Morosini entró en su habitación de la segunda planta con la sensación de ser un navegante sacudido por la tormenta que llega por fin a una bahía en calma. Ese yanqui escandaloso y entrometido era el último espécimen humano que deseaba encontrar en Praga. Desentonaba demasiado en esa ciudad de arte, de sueños y de misterio, donde uno se sentía en el cruce de múltiples mundos. Era una nota discordante en una sinfonía sublime, y Aldo detestaba las notas discordantes. Tendría que ingeniárselas para encontrárselo lo menos posible.

La vasta y lujosa habitación con revestimiento de madera que habían asignado al viajero daba a los tilos de la inmensa plaza de Wenceslao, un largo cuadrilátero en el que reinaba la estatua ecuestre del gran rey de Bohemia, flanqueado por las de sus cuatro santos protectores representados de pie. Morosini abrió la puerta del balcón y salió para aspirar el exquisito perfume que los árboles en flor exhalaban al finalizar un día estival. El paisaje de espesos bosques y campo suavemente ondulado que envolvía la Ciudad Dorada era a la vez magnífico y apaciguador. A la derecha, la colina de Hradcany sobre la que se alzaba el castillo real, sus iglesias y sus palacios, surgía de la profunda vegetación de sus jardines de estilo italiano, y Morosini pensó que iba a gustarle esa capital, quizá porque, como en Venecia, la desorientación allí era total y la magia estaba garantizada. Siempre y cuando se olvidara el chirrido metálico de los tranvías, claro.

Al cabo de un rato, Aldo recordó que, al darle la llave de la habitación, el recepcionista le había entregado también una carta que él, impaciente por refrescarse, había guardado en el bolsillo sin siquiera mirarla. El encuentro con el americano le había hecho olvidarla. Pensando que era de Adalbert, se apresuró a abrirla y se llevó una sorpresa al ver la firma de Louis de Rothschild.

Sentí —escribía el barón Louis— no decirle más sobre el personaje al que le he enviado a visitar, pero en la terraza de un café era imposible. Me ha sido dado verlo una vez, sólo una, y me infundió un respeto indescriptible. Se dice de él que es el Rey oculto, la Luz y el Único porque no pertenece a esta tierra. Según una de las leyendas secretas de Israel, es la reencarnación del gran rabino Loew al que Rodolfo II recibió en su castillo de Praga y que una noche modeló un ser gigantesco de barro y tierra al que dio vida introduciendo en su boca un trozo de pergamino con el nombre secreto de Dios. Una noche, víspera de sabbat, que a su señor se le olvidó retirar el chem, el fragmento mágico, el Golem —así es como lo llamaban— se enfureció y comenzó a destruir todo cuanto encontraba a su paso. Loew consiguió dominar a su criatura, que, privada de su poder, se desmoronó convertida en un montón de barro y tierra. Sin embargo, para los habitantes de Praga el Golem puede renacer en cualquier momento y reaparece en las épocas de grandes catástrofes. Se cree que sus restos descansan en el desván de la sinagoga Vieja-Nueva, que era la de Loew… y es la de Liwa, el gran rabino actual, cuyo nombre es, por lo demás, el mismo que el de ese maestro entre los maestros de antaño.

Quizá me tome por loco. No lo creo, pues, por el hecho de haberse hecho amigo de Simón, sabe sobre nuestro pueblo muchas más cosas que la mayoría de los hombres. Pero debía decirle todo esto para que, sabiendo con quién va a tratar, sepa también qué palabras debe pronunciar. Deseo que el Altísimo esté con usted para ayudarlo a realizar su peligrosa misión.

Aldo, pensativo, releyó la carta y luego entró en el cuarto de baño, donde, después de haberla reducido a cenizas, la hizo desaparecer por el desagüe del lavabo. Habiendo sido escrita por un hombre tan moderno como el barón Louis, era una misiva extraña, aunque no sorprendente. Morosini conocía desde hacía mucho la cultura universal y el apego profundo de los Rothschild a sus tradiciones, a la historia y a las raíces de su pueblo. En cuanto a él, había leído demasiado sobre Rodolfo II para no conocer a Loew, el más grande de todos los rabinos, y a su criatura fantástica, el Golem, pero de ahí a creer que uno u otro pudiera manifestarse en pleno siglo XX había un gran trecho.

Dejando el asunto así por el momento, Aldo descolgó el teléfono para encargar que le subieran la carta del restaurante y que pidieran una comunicación telefónica con París, con el número de Vidal-Pellicorne. Como sin duda la espera sería de varias horas, tenía tiempo de lavarse y hasta de cenar.

Hasta las diez de la noche no obtuvo la comunicación con París. Le respondió Théobald. Sí, el telegrama del príncipe había llegado; desgraciadamente, el señor ya había partido para Zúrich, donde Romuald parecía tener problemas.

—¿Sabe al menos si está en el hotel donde se alojaba la señorita Plan-Crépin? Por cierto, ¿ha vuelto?

—Sí, príncipe…, y en perfecto estado, por lo que he oído decir. Respecto al hotel del señor, no puedo decirle nada, pero espero recibir pronto una llamada del señor.

—Bien. Entonces, cuando la reciba, dígale que es de vital importancia que se reúna aquí conmigo cuanto antes.

—Muy bien, príncipe. Le deseo que pase una buena noche.

—Lo intentaré, Théobald. Gracias. Y espero que su hermano haya podido resolver sus problemas, que son también los nuestros.

Mientras por fin se metía en la cama, cosa que necesitaba urgentemente, Aldo, pese a estar ya seguro de que su amigo llegaría en un futuro próximo, sentía una vaga inquietud: para que Adalbert se hubiera visto obligado a reunirse con Romuald en Zúrich, tenía que haber ocurrido algo grave, pero ¿qué? Se apresuró a ahuyentarla, consciente de que las cábalas y las hipótesis constituían el mejor obstáculo para el sueño. Y necesitaba realmente dormir.

Se despertó con el canto de los pájaros que entraba por las ventanas abiertas. Como nunca le había gustado holgazanear en la cama, se levantó, se dio una ducha, se afeitó, se puso un traje de paño inglés y una camisa de seda y encendió el primer cigarrillo del día. En espera de más noticias de Adalbert, había decidido dedicar ese primer día a visitar una ciudad que no conocía pero que, por lo que había visto al llegar, ya le gustaba. Quería también localizar las señas que le había dado Louis de Rothschild.

Tentado por el buen tiempo, pensó en pedir una calesa como había hecho en Varsovia, pues guardaba un recuerdo muy agradable de aquella visita, pero cayó en la cuenta de que en Praga tenía pocas posibilidades de encontrar un cochero que hablara francés, inglés o italiano. Además, la dirección del hombre al que debía ver, Jehuda Liwa, se encontraba en el viejo barrio judío, y si deseaba ser discreto, sería preferible ir a pie. Ya tendría oportunidad de tomar uno de esos vehículos cuando quisiera ir al castillo real para buscar la sombra de Rodolfo II, el emperador cautivo de sus sueños. En cuanto a su propio coche, no saldría del garaje del hotel.

Bajó tranquilamente la gran escalera de madera de teca, gloria del hotel en el que abundaban las maderas preciosas, los ornamentos dorados, las vidrieras, los balcones labrados y las pinturas evanescentes de Mucha. Se acercó al recepcionista y le preguntó si podía facilitarle un plano de la Ciudad Vieja.

—Por supuesto, excelencia. Permítame recomendarle, si dispone de tiempo, visitarla a pie…

—Es una idea excelente —dijo a la espalda de Morosini una voz ya demasiado familiar—. Podríamos hacerlo juntos.

Consternado por este golpe de mala suerte, Aldo se volvió y miró con una especie de horror el traje «deportivo» y la corbata abigarrada de Aloysius C. Butterfield, completados esa mañana con un sombrero de paja ceñido por una cinta rojo vivo: ¡una auténtica enseña! ¿De dónde salía ese mamarracho a una hora tan temprana? ¿Había pasado la noche en el bar? ¿Se había acostado? El aspecto ligeramente arrugado de su traje permitía suponer que no se había cambiado desde el día anterior o incluso que había dormido vestido.

Con todo, Morosini logró componer una sonrisa que sus amigos habrían considerado lo menos natural posible.

—Le ruego que me perdone, señor Butterfield —dijo con toda la amabilidad de que fue capaz—, pero no quisiera hacerle cambiar de planes…

—Oh, no tengo planes concretos —dijo Aloysius—. Llegué anteayer y dispongo de todo mi tiempo. Verá, he venido a petición de mi mujer, para buscar a los miembros de su familia que todavía vivan, si es que hay alguno. Sus padres, que eran de un pueblo de los alrededores, emigraron a Cleveland para trabajar en las fábricas, como tantos otros. Fue justo antes de nacer ella. Y como yo tenía que venir a Europa por negocios, me ha pedido que haga algunas averiguaciones.

—¿Y no le ha acompañado? Es sorprendente, porque debe de tener muchas ganas de conocer este magnífico país.

Butterfield agachó la cabeza y puso la cara de circunstancias que debía de poner en los entierros.

—Le habría gustado mucho, pero está enferma y no puede desplazarse. Me ha pedido que haga fotografías —añadió, señalando una cámara que estaba sobre una mesa cercana.

—Lo siento —dijo Aldo, pero el parlanchín aún tenía algo que añadir.

—¿Comprende ahora por qué estoy tan deseoso de regalarle una joya de las que a ella le atraen? Así que tendrá que pensar bien en el asunto y buscar algo que pueda gustarle. El precio es lo de menos. ¿Qué le parece si hablamos de esto mientras andamos?

Reprimiendo un suspiro de impaciencia, Aldo se decidió a decir:

—Pensaré y, si quiere, hablaremos de ese asunto más tarde. Por el momento, deseo salir solo. No se lo tome a mal, pero cuando visito una ciudad o un paraje por primera vez me gusta recorrerlo solo. No me gusta compartir las emociones. Le deseo que pase un buen día, señor Butterfield —dijo cortésmente, aceptando el plano que el recepcionista le tendía con una mirada que expresaba elocuentemente su compasión. Acto seguido, salió rogando a Dios que el otro hubiera comprendido y no se le ocurriese ir tras él. Al cabo de un momento, ya más tranquilo, dirigió sus pasos hacia el Moldava: la guía del saber vivir de todo visitante que llegaba a Praga lo conducía hacia el puente Carlos, sin duda uno de los más bonitos del mundo.

Guardado por dos altas puertas góticas, alargadas como espadas, el vínculo de piedra tendido sobre el Moldava, entre el Hradcany y la Ciudad Vieja, formaba un camino triunfal sostenido por arcos medievales que pasaban por encima de la corriente rápida y majestuosa cantada por Smetana y bordeado por una treintena de estatuas de santos y santas. El conjunto, erigido en un decorado excepcional y cargado de historia, era impresionante pese a la multitud que el buen tiempo atraía, ruidosa, pintoresca, constituida no sólo por curiosos sino también por cantantes, pintores y músicos. Aldo se detuvo un momento, seducido por los vivos colores y la melodía desgarradora de un violín cíngaro, y al final cruzó casi a regañadientes la alta ojiva de una puerta para acercarse a la segunda maravilla, la plaza de la Ciudad Vieja, dominada por la alta torre Polvorín y las dos agujas de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, y donde cada casa era una obra de arte. De diferentes colores, suntuosas en su decoración, las viviendas que la rodeaban componían un conjunto arquitectónico sorprendente en el que se codeaban el gótico, el barroco y el renacimiento, al tiempo que, gracias a sus arcadas blancas, daba una gran impresión de armonía.

Morosini recordó de nuevo Varsovia, el Rynek, por donde había disfrutado paseando, aunque aquí era todavía más desconcertante: había, al aire libre, artesanos que trabajaban la piel y la madera, titiriteros, cocinas ambulantes que ofrecían pepino a tiras o en zumo, que a los de Praga les encantaba, además de las famosas salchichas con rábano blanco. Al mismo tiempo, uno se esperaba ver surgir a cada instante el cortejo del burgomaestre camino del encantador ayuntamiento, o incluso de los guardias croatas del emperador conduciendo a un condenado al cadalso. Palomas blancas emprendían el vuelo desde la casa del «unicornio de oro», la del «cordero de piedra» o la de «la campana», pasaban mujeres riendo o charlando con una cesta al brazo, grupos de niños jugaban a la peonza. El tiempo pasado parecía haberse detenido para revivir al ritmo del gran reloj astrológico y zodiacal del ayuntamiento, con su esfera azul y sus personajes animados: Jesucristo, sus apóstoles, la muerte…

Como en Varsovia, también desde la plaza se accedía a la ciudad judía, y Aldo, guiándose por el plano, se dirigía hacia ella cuando, al girar sobre sus talones para contemplar una fachada rosa decorada con una admirable ventana renacentista, vio una figura blanca, un sombrero con cinta roja. ¡No cabía duda! Era el americano armado con su cámara de fotos. Morosini, asaltado por una duda, se escondió detrás de un puesto para observar al indiscreto; una voz secreta le decía que Aloysius lo seguía.

Lo vio volver la cabeza en todas direcciones, sin duda buscándolo. Para asegurarse, salió de su escondrijo y se plantó delante de la estatua del reformador Jan Hus, quemado en Constanza en el siglo XV, que se alzaba como un reproche y una maldición en la punta de la hoguera de bronce. Quería saber si Aloysius iba a abordarlo, pero éste no hizo tal cosa sino que, por el contrario, pasó por el otro lado del monumento. Aldo echó entonces a andar de nuevo, pero en lugar de dirigirse hacia el antiguo gueto se adentró, en el otro lado de la plaza, en las tortuosas y pintorescas calles que formaban la Ciudad Vieja y una vez allí aminoró el paso. Vio un cartel con una jarra rebosante de cerveza, unas ventanas bajas con los gruesos cristales emplomados, y entró en el local. Se sentó a una mesa situada junto a una ventana y al cabo de un momento vio pasar a su perseguidor, que lo había perdido de vista y a todas luces estaba buscándolo. ¡Y eso a él no le gustaba nada!

Mientras bebía una jarra de una excelente cerveza, fresquísima y servida por una bonita muchacha vestida con el traje nacional, se esforzó en pensar en el problema que planteaba ese hombre indiscreto y tenaz. ¿Qué quería exactamente? Pese a su locuacidad y al hecho de que supiera su nombre y profesión, Morosini no acababa de creerse ese deseo tan grande de comprar una joya histórica. No era la primera vez que trataba con americanos, algunos en el límite de lo soportable, como la arrogante lady Ribblesdale[16], pero ninguno comparable a ese natural de Cleveland. Aquello no era normal.

De pronto, recordando lo que le había dicho Rothschild sobre la configuración peculiar de Praga, llamó a la camarera con una seña.

—Disculpe, Fräulein —dijo, echando un vistazo hacia la calle—, me han dicho que este local tiene otra salida. ¿Es cierto?

—Desde luego, señor. ¿Quiere que se la muestre?

—Es usted muy amable, además de bonita —dijo Morosini, sonriendo, mientras pagaba la cuenta—. Volveré para verla.

El sombrero con la cinta roja acababa de entrar en su campo visual. Butterfield estaba volviendo sobre sus pasos con la intención evidente de entrar en la cervecería, pero, cuando cruzó la puerta, Morosini, guiado por la chica, ya estaba al fondo de un corredor oscuro que llevaba, después de pasar un recodo, a un patio trasero atestado de toneles, al otro lado de los cuales una bóveda cintrada dejaba ver la animación de otra calle. Aldo se precipitó al exterior, se detuvo para orientarse, volvió hacia la plaza de la Ciudad Vieja y fue hasta el punto de donde partía la calle que conducía directamente al gueto, de cuya antigua muralla quedaban algunos restos.

Llegó al barrio de Josef y sus dos obras maestras, el antiguo cementerio judío y la sinagoga Vieja-Nueva, que le interesaba en grado sumo puesto que el hombre al que buscaba, el rabino Jehuda Liwa, estaba a cargo de ella y vivía en una casa cercana. Estuvo un buen rato contemplando el santuario judío, el más viejo de Praga, ya que se remontaba al siglo XIII. Era un venerable edificio situado en una placita y compuesto por una base ancha y baja, sobre la que se alzaba una especie de capilla de doble piñón, rematada por un tejado puntiagudo tan alto que parecía hundir el edificio en la tierra. Aldo lo rodeó dos veces, sin acabar de decidir qué hacer.

Si seguía los consejos del barón Louis, debía esperar que llegara Adalbert, pero algo le decía que sería mejor entregar ya la nota de recomendación. Sin embargo, no se resolvía, retenido por un temor sagrado. Dio unos pasos por las calles estrechas y oscuras del barrio.

Contrariamente al de Varsovia, el gueto de Praga ya no presentaba su antigua arquitectura de callejas sórdidas con casuchas amontonadas. En 1896, el emperador Francisco José lo había hecho demoler a fin de sanear el territorio predilecto de las ratas y los parásitos. Sólo se habían salvado las sinagogas y el pequeño ayuntamiento donde se trataban los asuntos internos de la ciudad judía. No obstante, en menos de treinta años el nuevo barrio había conseguido recuperar su pintoresquismo de antaño gracias a sus casas estrechas, pegadas unas a otras, sus grandes adoquines mal unidos, sus locales de ropavejeros, de zapateros remendones, de chamarileros y de vendedores de comestibles, sus pasajes abovedados y sus escaleras exteriores con ropa tendida. Olores de col, de cebollas cocidas y de sopa de nabo se mezclaban con tufaradas menos nobles, aunque ante los lugares de oración el que predominaba era el de incienso.

Todavía presa de sus dudas, Morosini se disponía a cruzar el muro del viejo cementerio, cuyas lápidas grises, que parecían apoyarse unas en otras o empujarse entre macizos de jazmín o de saúco, le daban el aspecto de un mar cuyas olas hubieran sido inmovilizadas por un genio, cuando de pronto vio a un hombre vestido de negro, con el pelo trenzado bajo un sombrero redondo, que salía de la sinagoga y cerraba cuidadosamente la puerta con una enorme llave. Morosini se acercó.

—Perdone que lo aborde así, pero ¿es usted el rabino Liwa?

Por debajo del reborde del sombrero negro, el hombre escrutó aquel rostro desconocido antes de responder:

—No. Sólo soy su indigno servidor. ¿Qué quiere de él?

El tono hostil no tenía nada de alentador. Aldo, sin embargo, hizo como si no se hubiera percatado.

—Tengo que entregarle una carta.

—Démela.

—Debo entregársela en mano, y puesto que usted no es el rabino…

—¿De quién es esa carta?

Aquello era más de lo que Morosini estaba dispuesto a soportar.

—Empiezo a creer que efectivamente es usted un servidor «indigno». ¿Cómo se permite inmiscuirse en el correo de su señor?

Entre los tirabuzones de cabello negro, el hombre se puso muy colorado.

—¿Qué quiere, entonces?

—Que me lleve a su casa…, ésa —dijo el príncipe, señalando la construcción que ya sabía que era la del rabino—. Y, por supuesto —añadió—, que rae conduzca a su presencia si el rabino accede.

—Venga.

Mirándola más de cerca, la casa parecía mucho más vieja que las vecinas. Sus paredes tenían ese gris profundo que aportan los siglos y sus ventanas, con cristales de color emplomados, eran ojivales, mientras que una estrella de cinco puntas, deteriorada por el paso del tiempo, marcaba la puerta baja que el hombre abrió con una llave casi tan grande como la de la sinagoga. Morosini pensó que aquella vivienda debía de haberse salvado de la demolición.

Siguiendo a su guía, subió una estrecha escalera de piedra que se elevaba en torno a un pilar central, pero cuando llegaron ante una puerta pintada de un rojo apagado y provista de pernios de hierro, el hombre rogó al visitante que le diera la carta y esperase allí.

—Detrás de esa puerta sólo están sus manos. Le aseguro por mi salvación que nadie más la tocará.

Sin contestar, Aldo le dio lo que pedía y se apoyó en la escalera de piedra para aguardar. La espera fue breve. La puerta no tardó en abrirse y su guía, con un respeto inesperado, se inclinó ante él y lo invitó a entrar.

La sala que Morosini descubrió ocupaba toda la planta, como en la Edad Media, pero la similitud no acababa ahí. Pese a que en el exterior hacía sol, altas y gruesas velas colocadas en candelabros de hierro de siete brazos iluminaban una estancia que, a causa de sus bóvedas negras y sus estrechas ventanas con cristales amarillos y rojos emplomados, realmente lo necesitaba. Había allí un hombre, anacrónico también, que debía de resultar imposible olvidar una vez que lo habías visto: muy alto —sobre todo tratándose de un judío—, muy delgado, de hombros huesudos desde los que caía hasta el suelo una larga túnica negra, cabellos blancos y también largos, brillantes como la plata, y tocado con un casquete de terciopelo; pero lo más impresionante era sin duda su rostro barbudo, arrugado, y sobre todo sus ojos oscuros, profundamente hundidos en las órbitas, de mirada ardiente.

El gran rabino permanecía en pie junto a una larga mesa que sostenía libros de magia y un viejo incunable con cubiertas de madera, el Indraraba, el Libro de los Secretos. Se decía que ese hombre no pertenecía a este mundo, que conocía el lenguaje de los muertos y sabía interpretar las señales de Dios. No lejos de él, sobre un atril de bronce, el doble rollo de la Tora descansaba dentro de un estuche de piel y de terciopelo bordado en oro.

Morosini avanzó hasta el centro de la sala y se inclinó con tanto respeto como si estuviera ante un rey, se incorporó y permaneció inmóvil, consciente del examen al que estaban sometiéndolo aquellos ojos relucientes.

Jehuda Liwa dejó sobre la mesa la tarjeta del barón Louis y, con su larga y blanca mano, indicó un asiento a su visitante.

—Así que eres tú el enviado —dijo en un italiano tan perfecto que Morosini se quedó maravillado—. Eres tú el que ha sido elegido para buscar las cuatro piedras del pectoral.

—Eso parece, en efecto.

—¿Cómo llevas la búsqueda?

—Tres piedras han sido puestas ya en manos de Simon Aronov. La cuarta, el rubí, es la que estoy buscando aquí y para la que necesito ayuda. También la necesitaría para localizar a Simón, al que no sé qué le ha pasado, y no le oculto que estoy muy preocupado por él.

Una leve sonrisa relajó un poco las facciones severas del gran rabino.

—Tranquilízate. Si el dueño del pectoral hubiera dejado de ser de este mundo, yo estaría informado de ello. De todas formas, él sabe desde hace tiempo, como también tú debes de saberlo, que su vida pende de un hilo. Hay que rezar a Dios para que ese hilo no se rompa antes de que haya realizado su tarea. Es un hombre de un inmenso valor.

—¿Sabe dónde está? —preguntó Morosini casi tímidamente.

—No, y no intentaré averiguarlo. Creo que se esconde y que su voluntad debe ser respetada. Volvamos al asunto del rubí. ¿Qué te hace pensar que está aquí?

—En realidad, nada… O todo…, todo \o que he podido averiguar hasta el día de hoy.

—Cuéntame. Dime lo que sabes.

Morosini hizo entonces un relato lo más completo y detallado posible de su aventura española, sin omitir nada, ni siquiera el hecho de que había permitido a un ladrón conservar el fruto de su robo.

—Quizá repruebe mi comportamiento, pero…

Liwa restó importancia al hecho haciendo un rápido ademán.

—Los asuntos policiales no me incumben. Y a ti tampoco. Ahora déjame pensar.

Transcurrieron largos minutos. El gran rabino se había sentado en su alto sillón de madera negra y, con una mano en la barbilla, parecía perdido en una ensoñación.

Salió de ella para ir a consultar un rollo de grueso papel amarillento, que cogió de una estantería situada detrás de él y desenrolló con ambas manos. Al cabo de un momento, lo dejó en su sitio y dijo a su visitante:

—Esta noche, a las doce, haz que te lleven al castillo real. A la derecha de la verja monumental encontrarás, en un hueco, la entrada de los jardines. Allí me reuniré contigo.

—¿El castillo real? Pero… ¿no es ahora la residencia del presidente Masaryk?

—Te cito ahí precisamente para evitar la entrada principal y a los centinelas. De todas formas, el edificio al que iremos está muy apartado de la sede de la República. Voy a llevarte al pasado y no tendremos nada que temer del presente… Ahora vete, y sé puntual. A las doce.

—Allí estaré.

Morosini se encontró en el exterior con la impresión de regresar de esa inmersión en el pasado que le habían anunciado para la noche. La animación de la calle lo ayudó a recuperarse. Se encontró con un mercado, una sorprendente mezcla de ropavejeros, verduleros, músicos ambulantes, zapateros remendones, vendedores de pollos y una infinidad de pequeños oficios más, como en Whitechapel, pero el espléndido sol, los árboles cargados de hojas y los saúcos en flor del viejo cementerio ponían una nota alegre y aportaban una gracia que no poseía el barrio judío inglés. Vagó un rato entre aquel animado desorden, entró, llevado por la costumbre, en la tienda de un chamarilero que parecía un poco menos mugrienta que las demás —había encontrado algunas veces objetos sorprendentes en establecimientos de ese tipo—, regateó por seguir la tradición el precio de un frasco de cristal de Bohemia, de un bonito rojo intenso, declarado del siglo XVIII cuando en realidad era del XIX pero que merecía ser comprado. Como buen veneciano, le gustaban los objetos de cristal y no tenía inconveniente en admitir que en Francia o en Bohemia podían encontrarse piezas tan bonitas como en Murano.

Cuando el reloj del campanario dio las doce del mediodía, Morosini se preguntó si debía ir a comer al hotel. La respuesta fue que no: regresar al hotel era exponerse a caer en las garras del americano. Se decidió por la cervecería Mozart, la más bonita de la Ciudad Vieja. Los planes que hizo para la tarde, mientras degustaba un gulash que podría haber resucitado a un muerto por lo generoso que se había mostrado el cocinero con el pimentón picante, consistían en estudiar el terreno de su expedición nocturna. Tomaría un coche para ir al Hradcany, visitaría los palacios abiertos al público y también la famosa catedral de San Vito. Faltaba saber en qué invertiría el tiempo después de cenar. ¿Cómo se las arreglaría para escapar al asedio de Butterfield, que estaría en el bar hasta muy tarde?

Y desde el bar era perfectamente posible vigilar la salida del hotel.

De pronto, la mirada de Aldo se detuvo en un pequeño cartel colocado dentro de un marco de madera barnizada. Anunciaba una representación de Don Giovanni para esa misma noche. Eso es al menos lo que le pareció entender. El camarero que le servía se lo confirmó: esa noche, el Teatro de los Estados daba una función de gala.

Y como era la sala donde la obra había sido estrenada en 1787, sin duda sería una velada memorable.

—¿Cree que será posible aún encontrar localidades? —Depende de cuántas.

—Sólo una.

—Sí, me extrañaría mucho que el señor viera frustrado su deseo. Si se hospeda en un gran hotel, el recepcionista podría encargarse de hacer la reserva.

—Buena idea. Llame por teléfono al Europa.

Al cabo de un momento, Morosini tenía su entrada, remataba la comida con un café honorable y después pedía un coche. Empezó por hacerse llevar al Teatro de los Estados para localizar el emplazamiento y luego, desde allí, directamente a la entrada del castillo real. Como poseía un sentido muy fino de la orientación, estaba seguro de recordar el camino sólo con recorrerlo una vez. Y esa noche, la única solución para no despertar la curiosidad de nadie sería ir en su propio coche.

La tarde pasó deprisa. Para un amante del arte, la visita de la colina real poseía ingredientes de sobra para contentar hasta a los más exigentes, sin contar la admirable vista sobre la «ciudad de las cien torres», cuyos tejados de cobre, que el tiempo había cubierto de cardenillo, conservaban en algunos puntos algo del brillo que había dado a Praga el sobrenombre de la Ciudad Dorada. Los pocos edificios modernos se fundían con el esplendor de las antiguas construcciones y la larga curva del Moldava, con sus viejos puentes de piedra y sus islas verdeantes, formaba alrededor de los barrios antiguos una cinta azulada a la que el sol hacía lanzar destellos. La capital bohemia parecía un inocente ramo de flores. Sin embargo, Morosini sabía que esa ciudad siempre había atraído las manifestaciones de lo sobrenatural. Las tradiciones paganas se habían mezclado allí con las de la Cábala judía y con las creencias más oscuras del cristianismo. Había sido el refugio de los brujos, los demonios, los magos y los alquimistas que las riquezas minerales de la tierra hacían proliferar. En cuanto a ese palacio rodeado de jardines en lo alto de la colina, era el lugar idóneo para seducir a un emperador enamorado de la belleza, la fantasía y los sueños, pero temeroso tanto de los hombres como de los dioses y cuya primera juventud, pasada en la lúgubre corte de su tío, Felipe II de España, e iluminada por las llamas de las hogueras de la Inquisición, había predispuesto a la melancolía y a la soledad y que detestaba más que cualquier otra cosa el ejercicio del poder. No obstante, ese soberano casi ajeno a su función inspiraba un prodigioso respeto a sus súbditos. Ello se debía especialmente a su majestad natural, a la nobleza de sus actitudes, a su silencio, pues hablaba poco, y sobre todo a su mirada enigmática, cuya verdad nadie era capaz de descifrar. Una cosa era segura: ese hombre jamás había conocido la felicidad, y la presencia del rubí maléfico entre sus fabulosos tesoros quizá no fuera ajena a ello.

Morosini iba pensando en él de regreso al Europa. Y estaba tan cautivado por la magia que emanaba de lo que había visto y volvería a ver en el corazón de la noche que había olvidado al americano. Sin embargo, allí estaba, instalado en el bar. Cuando Aldo lo vio era demasiado tarde, pero, gracias a Dios, Aloysius parecía haber encontrado otra víctima: estaba hablando con un hombre delgado y moreno, de tipo mediterráneo.

Mientras se precipitaba hacia el ascensor, Aldo tuvo la fugaz impresión de que lo había visto en alguna parte, pero había conocido a tantas personas diferentes en sus numerosos viajes que no intentó ahondar en la cuestión.

Cuando bajó al vestíbulo, Butterfield, con el que se encontró de cara, miró estupefacto sus seis pies de aristocrático esplendor antes de exclamar:

Gee!… ¡Qué elegante! ¿Adónde va así?

—Como ve, voy a salir. Y permítame no hacer públicas mis citas.

—Sí, sí, por supuesto. Páselo bien —gruñó el americano, decepcionado.

El automóvil, pedido por teléfono, esperaba delante del hotel. Aldo se sentó al volante, encendió un cigarrillo y arrancó con suavidad. Unos instantes después, aparcaba delante del teatro, donde entró al mismo tiempo que un público elegante que no tenía nada que envidiar al que frecuentaba la Ópera de París, de Viena y de Londres o su querido teatro de la Fenice de Venecia. La sala era deliciosa con sus tonos verde y oro, un poco pasados, aunque eso hacía el encanto todavía más presente. En cambio, cuando consultó el programa Morosini reprimió un juramento: la cantante que interpretaba el papel de Zerlina era el ruiseñor húngaro que durante unas semanas lo había ayudado a sobrellevar el tedio a finales del invierno del año anterior. De repente lamentó que el recepcionista del hotel le hubiera conseguido, gracias a su celo, un sitio tan bueno: si Ida se percataba de su presencia, llegaría a Dios sabe qué conclusión en su propio beneficio y él tendría todas las dificultades del mundo para librarse de ella.

Estuvo a punto de levantarse para buscar otro asiento, pero la sala ya estaba llena. En cuanto a marcharse, no podía andar recorriendo cervecerías o tabernas vestido de etiqueta. Pero no tardó en tranquilizarse: la dama que se sentó a su lado, acompañada de un caballero menudo e incoloro, era una persona imponente, desbordante a la vez de exuberantes carnes y de plumas negras que debían de haber pertenecido a una manada entera de avestruces. Pese a su altura, Morosini desapareció parcialmente detrás de esa pantalla providencial, se sintió a gusto y pudo disfrutar apaciblemente de la divina música del divino Mozart. Al menos hasta el final del entreacto.

Cuando se encendieron las luces de la sala, se apresuró a salir para tomar en el bar una copa acompañada de unas pastas saladas —no había tenido tiempo de cenar—, pero, desgraciadamente, cuando volvió a su sitio encontró a una acomodadora que le entregó una nota dirigiéndole una mirada de complicidad: lo habían pillado.

¡Qué detalle que hayas venido—escribía la húngara—!. Naturalmente, cenamos juntos. Ven a buscarme después de la función. Te quiere como siempre, tu Ida.

¡Menudo desastre! Si no respondía de uno u otro modo a la invitación de su antigua amante, era capaz de buscarlo por toda la ciudad y pasaría por un auténtico grosero. Pero por lo menos esa noche tendría que prescindir de él. Ni por todo el oro del mundo faltaría a la extraña cita del gran rabino.

No obstante, se obligó a mantener la calma, esperó a que el segundo acto estuviera bien avanzado y a que doña Ana hubiera terminado entre «bravos» el aria Crudele? Ah no! Mio ben! para salir de debajo de las plumas y escabullirse discretamente. Una vez fuera de la sala, encontró a la acomodadora que le había dado la nota y sacó un billete de la cartera.

—Por favor, ¿podría llevarle esto a Fräulein De Nagy cuando la función haya terminado?

En el reverso de la nota que había recibido, escribió rápidamente unas palabras:

Como has adivinado, he venido para escucharte, pero después tengo un asunto importante que resolver.

No nos será posible cenar juntos. Recibirás noticias mías mañana. No me lo tengas en cuenta. Aldo.

Mientras doblaba el papel para meterlo en el sobre, añadió:

—Al llegar he visto a una florista junto al teatro. ¿Le importaría ir a comprar dos docenas de rosas para unirlas al mensaje? Yo tengo que irme.

La importancia del nuevo billete aparecido entre los dedos de aquel hombre tan seductor amplió más la sonrisa de la mujer. Ésta lo cogió todo e hizo una pequeña reverencia.

—Lo haré, señor, no se preocupe. Aunque es una lástima que no pueda quedarse hasta el final. Promete ser triunfal.

—Me lo imagino, pero no siempre puede uno hacer lo que desea. Gracias por su amabilidad.

Al entrar en el coche, Aldo dejó escapar un suspiro de alivio. La reacción de Ida le importaba un comino; no tenía ninguna intención de volver a verla. Lo que contaba era estar a medianoche junto a la entrada del castillo real. En ese momento oyó sonar las once en el histórico reloj y pensó que llegaría muy pronto, pero era preferible eso que hacer esperar a Jehuda Liwa. Así tendría tiempo para buscar un lugar tranquilo donde aparcar el coche.

Se puso en marcha despacio para seguir escuchando el débil eco de la música. En Praga, además, igual que en Viena, siempre había una melodía, el eco de un violín, de una flauta de Pan o de una cítara flotando en el aire, y ése no era uno de sus menores encantos. Con todas las ventanillas bajadas, Aldo aspiró los olores de la noche, pero pensó que el tiempo podría muy bien estropearse. En el cielo, todavía claro cuando había llegado al teatro, estaban acumulándose pesadas nubes. Ese día había hecho calor y el sol, al ponerse, no había abierto la puerta al fresco. El lejano rugido de un trueno anunciaba que se preparaba una tormenta, pero Morosini no le concedió ninguna importancia. Intuía que una aventura fuera de lo común lo esperaba y sentía una excitación secreta nada desagradable. Ignoraba por qué el rabino lo llevaba allí, pero el hombre era en sí mismo tan fabuloso que él no habría cedido su lugar ni por todo un imperio.

Mientras el pequeño Fiat subía las cuestas del Hradcany, Aldo tenía ya la impresión de estar sumergiéndose en un mundo desconocido y enigmático. Las calles oscuras, tan silenciosas que el ruido del motor producía una sensación de incongruencia, apenas estaban iluminadas por antiguas farolas muy separadas unas de otras. Arriba de todo, el inmenso castillo de los reyes de Bohemia dibujaba una masa negra. De vez en cuando, los faros iluminaban el doble fulgor de los ojos de un gato. Hasta que no llegó a la plaza Hradcanské, donde se encontraban las verjas monumentales del castillo, Morosini no tuvo la impresión de regresar al siglo XX: unas farolas iluminaban los ocho grupos escultóricos situados sobre las columnas repartidas a lo largo de la verja con el monograma de María Teresa, así como las garitas de rayas grises y blancas que albergaban a los centinelas encargados de la protección del presidente.

Poco deseoso de atraer la atención de los soldados, Morosini aparcó el coche junto al palacio de los príncipes Schwarzenberg, lo cerró y subió hacia el hueco donde se abría la doble arcada que conducía a los jardines, cerrados también por verjas. Por extraño que pareciera, ése era el lugar de la cita, y Aldo se dispuso a esperar fumando un cigarrillo tras otro. Al principio, el silencio le pareció total; luego, poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, empezaron a llegarle ligeros ruidos: los lejanos de la ciudad al borde del sueño, el vuelo de un pájaro, el maullido de un gato. Y después empezaron a caer gotas de lluvia en el mismo momento en que, en alguna parte situada hacia el norte, un relámpago iluminaba el cielo como un puñado de magnesio ardiendo. En ese preciso instante, la catedral de San Vito dio las doce, la verja giró sobre sus goznes de hierro sin hacer ruido y la larga silueta negra de Jehuda Liwa apareció. El gran rabino indicó por señas a Morosini que se acercara. Éste tiró el cigarrillo y obedeció. Detrás de él, la verja se cerró sola.

—Ven —murmuró el gran rabino—. Dame la mano.

La oscuridad era profunda y hacían falta los ojos de la fe para orientarse a través de esos jardines poblados de estatuas y de pabellones.

Sujeto por la mano firme y fría de Liwa, Aldo llegó a una escalera monumental que atravesaba los edificios del palacio. Más allá había un gran patio dominado por las agujas de la catedral, cuyo pórtico principal quedaba justo frente a la bóveda, pero Morosini apenas tuvo tiempo de situarse, pues enseguida cruzaron una puerta baja en lo que reconoció como la parte medieval del castillo. Como había estado por la tarde, tenía aún los recuerdos muy frescos y sabía que se dirigían hacia la inmensa sala Vladislav, que ocupaba todo el segundo piso del edificio. El guía había dicho que era la sala profana más grande de Europa, y ciertamente recordaba bastante el interior de una catedral, con su alta bóveda de caprichosas nervaduras, auténticos entrelazados vegetales, complicados y sin embargo armoniosos. Era una joya del gótico flamígero, aunque sus altas ventanas exhibían ya los colores del Renacimiento.

—Los reyes de Bohemia y más tarde los emperadores recibían aquí a sus vasallos —dijo el gran rabino sin tomarse la molestia de bajar la voz—. El trono estaba colocado contra esa pared —añadió, señalando la pared del fondo.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Morosini con voz queda.

—Hemos venido a buscar la respuesta a la pregunta que me has hecho esta mañana: ¿qué hizo el emperador Rodolfo con el rubí de su abuela?

—¿En esta sala?

—A mi entender, es el lugar más apropiado. Ahora, calla, y veas lo que veas, oigas lo que oigas, permanece en silencio y tan inmóvil como si fueras de piedra. Ponte junto a esa ventana y mira, pero piensa sólo en esto: un sonido, un gesto, y eres hombre muerto.

La tormenta ya se había desencadenado e iluminaba intermitentemente la sala, pero los ojos de Morosini se habían acostumbrado a la oscuridad.

Pegado al profundo vano de una de las ventanas, Aldo vio a su compañero situarse en medio de la sala, a unos diez metros de la pared desnuda ante la que en otros tiempos se hallaba el trono de un imperio. De su larga túnica, sacó varios objetos: primero una daga, con ayuda de la cual trazó en el aire un círculo imaginario cuyo centro era él; después, cuatro velas que se encendieron solas y que él colocó sobre las baldosas, al norte, al sur, al este y al oeste de su posición. Las inmensas lianas de la bóveda parecieron cobrar vida propia, como si una cuna de ramas acabara de nacer sobre ese sacerdote de otra época.

El rabino había dejado de moverse. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, se hallaba inmerso en una profunda meditación que se prolongó varios minutos. Por fin, tras erguir el cuerpo por completo, echó la cabeza hacia atrás, levantó los dos brazos en vertical y pronunció con voz potente lo que al observador mudo le pareció una súplica en hebreo. Luego bajó los brazos, irguió la cabeza e inmediatamente tendió hacia la pared la mano derecha con los dedos separados, en un gesto imperioso, y pronunció lo que tanto podía ser un llamamiento como una orden. Entonces sucedió algo increíble. Sobre esa pared desnuda se dibujó una forma, borrosa e imprecisa al principio, como si las piedras emitieran una luz oscura. Un cuerpo inmaterial dentro de unos ropajes rojos y, sobre él, un rostro doliente: el de un hombre de facciones grandes, medio ocultas por una barba y un largo bigote de un rubio rojizo que enmarcaban unos labios duros. Los rasgos llenos de nobleza expresaban sufrimiento y la mirada sombría parecía anegada de lágrimas, pero sobre la frente de la aparición se distinguía la forma vaga de una corona.

Entre el gran rabino y el espectro se entabló un extraño diálogo casi litúrgico en una lengua eslava de la que Morosini, fascinado y aterrado a la vez, no entendió una sola palabra. Los responsorios se sucedían, algunos largos pero la mayoría cortos. La voz de ultratumba era débil, la de un hombre en el límite de sus fuerzas. El brazo tendido del rabino parecía arrancarle las palabras. Las últimas fueron pronunciadas por éste y, por su dulzura, por la compasión que expresaban, Aldo comprendió que, además de ser una oración, estaban destinadas a proporcionar sosiego. Por fin, lentamente, muy lentamente, Jehuda Liwa bajó el brazo. Al mismo tiempo, el fantasma pareció disolverse en la pared.

Sólo se oía el rugido de los truenos alejándose. El gran rabino estaba inmóvil. Con las manos cruzadas sobre el pecho, seguía rezando, y Morosini, en su rincón, susurró mentalmente las palabras del De profundis. Finalmente, sin moverse aún, con un leve gesto, el mago pareció ordenar alas velas que se apagaran. Se agachó para recogerlas y se acercó al hombre transformado en estatua que lo esperaba. Tenía el semblante lívido y sus facciones acusaban un profundo cansancio, pero todo su ser reflejaba el triunfo.

—Ven —se limitó a decir—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.