La mujer a la que Aldo encontró frente a él, al otro lado de la mesa del desayuno, tenía muy poco que ver con la atractiva criatura con el vestido rosa brillante que había visto salir del salón Ferráis de la mano de John Sutton. De luto riguroso y sin el menor rastro de maquillaje, parecía la reclusa de Brixton Jail[12] y ofrecía la imagen —impresionante— de un dolor contenido con dignidad que habría engañado a cualquiera. Salvo, por supuesto, a Aldo. No obstante, éste siguió el juego con una cortesía intachable.
—Estoy seguro de que estos caballeros te han expresado sus condolencias —dijo señalando a Guy Buteau y a Angelo Pisani, que compartían con ellos la comida—. En estas circunstancias, las palabras no significan gran cosa y no intentaré decirte que siento algún pesar, pero te ruego que creas que deseo adherirme al tuyo.
—Gracias. Es muy amable por tu parte manifestármelo.
—Es lo mínimo. Pero… estoy un poco sorprendido de verte aquí. ¿No has acompañado a tu padre hasta Varsovia?
—No. Mi hermano ha insistido en que no lo hiciera, y en lo que a mí respecta, no tenía ningunas ganas de volver. Parece que no recuerdas que allí no estaría segura.
—En Inglaterra tampoco estás muy segura, y sin embargo has ido, ¿no?
—No. Me quedé en París, donde pensaba esperar… noticias del juicio. En Londres, el acoso de los periodistas habría sido insoportable.
—¿Y en París no? ¿Los caballeros de la prensa no te localizaron allí?
—De ninguna manera. Wanda y yo nos alojamos en casa de una norteamericana, una prima de mi cuñada. Aunque debería decir… nuestra cuñada —añadió la joven con una débil sonrisa.
—No te disculpes, no tengo espíritu de clan.
—¿Y a ti qué tal te ha ido el viaje a España?
—Muy bien. He visto cosas preciosas.
Aldo atrapó al vuelo la ocasión para introducir a Guy en la conversación evocando para él las «cosas preciosas» en cuestión, sin hacer, por descontado, la menor mención al retrato robado. Necesitaba oír otra voz si quería seguir conservando la sangre fría ante lo que sabía que era un cúmulo de mentiras. No era la primera vez que sospechaba que Anielka era una hábil actriz, pero esta vez estaba superándose a sí misma.
Seguramente fue eso lo que lo decidió a no seguir dejando para más adelante las primeras gestiones encaminadas a obtener la anulación de su matrimonio. Vestido con un traje oscuro, hizo que Zian lo llevara a San Marco con la góndola. Salvo cuando se trataba de algo urgente, no utilizaba el motoscaffo para ir al conjunto basílica-palacio de los Dux, que era como la corona puesta en la frente de la más sublime de las repúblicas. Según él, el olor de gasolina y los rugidos iconoclastas no debían romper el encanto de la Piazzetta, el lugar de desembarco sin duda más singular, más luminoso, más anunciador de maravillas.
Después de dejar atrás las dos columnas de granito oriental, una coronada por el león alado de Venecia, la otra por un san Teodoro vencedor de una especie de cocodrilo, entre las que antaño ejecutaban a los culpables, llegó andando a paso rápido al porche de San Marco, donde piafaban los cuatro sublimes caballos de cobre dorado, nacidos bajo los dedos de Lisipo, fundidos en el siglo III antes de Cristo y que tiempo atrás habían suscitado la codicia de Bonaparte. A Morosini le gustaban y siempre les dirigía un pequeño saludo antes de adentrarse en la oscuridad resplandeciente de la basílica bizantina, cuya luz procedía exclusivamente de la pala de oro y de esmalte ante la que ardía un bosque de cirios. Cuando entraba allí, siempre tenía la impresión de penetrar en el corazón de un bosque mágico.
Como de costumbre, había mucha gente. La proximidad del verano multiplicaba los turistas, que poco a poco invadirían Venecia y la harían menos soportable. Cristiano poco practicante pero profundamente creyente, Aldo presentó sus respetos al Señor de la casa rezando una breve oración antes de ponerse a buscar al padre Gherardi, que había bendecido su inverosímil matrimonio.
Lo encontró en la puerta de la sacristía vestido para salir.
—¿Tienes prisa? —preguntó Morosini, un tanto frustrado.
—No mucha. Debo estar a las cuatro en el Rio dei Santi Apostoli para visitar a una enferma.
—En ese caso, ven. Zian me espera en el muelle con la góndola; te llevaremos. He de hablar contigo.
—Parece que se trata de algo serio —dijo el sacerdote mirando la cara de preocupación de su amigo. Se conocían desde la infancia.
—Más que serio, es grave. Pero esperemos a encontrarnos a bordo. Allí al menos estaremos tranquilos. Dime primero cómo estás tú.
Mientras los dos hombres se dirigían con paso decidido a la dársena de San Marco, entre los numerosos transeúntes apareció una mujer que caminaba hacia ellos. Era alta, un poco corpulenta pero elegante, aunque su ropa —un traje sastre de corte impecable— mostraba algunos signos de fatiga.
El padre Gherardi sonrió al reconocerla y quiso dirigirse hacia ella, pero Aldo, asiéndolo con firmeza del brazo, lo arrastró hacia la izquierda a fin de evitar a la dama. El rostro del sacerdote se convirtió en el símbolo mismo de la sorpresa:
—No me digas que no la has reconocido… ¡Es tu prima!
—Ya lo sé.
—¿Y no la saludas? ¿No te paras para hablar con ella?
—Nuestra relación se ha enfriado un poco —dijo Morosini.
Presintiendo que éste no quería dar más explicaciones, Gherardi no insistió y esperó hasta que estuvieron bien instalados entre los cojines de terciopelo de la góndola para reanudar la conversación; había advertido el ensombrecimiento súbito del rostro de su amigo.
—Bueno —dijo con un tono distendido un tanto forzado—, ¿de qué quieres hablar?
—Deseo que Roma anule mi matrimonio y, como ves, sigo la vía jerárquica, puesto que fuiste tú quien lo celebró.
—¿Quieres separarte de tu mujer? ¿Ya? Pero si apenas llevas casado…
—Olvídate de eso. Sólo te digo que, si hubiera podido romper esa unión el mismo día, lo habría hecho.
—¡Pero eso es absurdo! Tu mujer es… encantadora y…
—Lo sé, pero no es ésa la cuestión. Para empezar, no la he tocado.
—¿Un matrimonio rato? ¿Entre dos seres como vosotros? Nadie querrá creerlo.
—Lo que crean los demás me tiene sin cuidado, Marco. Quiero que disuelvan una unión que me ha sido impuesta por la fuerza.
—¿Por la fuerza? ¿A ti?
—Haciéndome chantaje, para ser exactos. Tuve que comprometerme a aceptar casarme con la exlady Ferráis para salvar la vida de dos inocentes: Celina y su marido, Zaccaría.
—Pero… los dos estaban en la capilla.
—Porque yo había dado mi palabra y me hicieron el favor de creer en ella. Tú eres sacerdote, Marco, puedo contártelo todo. Debo contártelo todo.
Unas frases bastaron para reproducir la pesadilla vivida por Aldo y los suyos a la vuelta de éste de Austria. El sacerdote lo escuchó sin interrumpirlo pero con una indignación manifiesta, una indignación que iba en aumento:
—¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Por qué me dejasteis celebrar un matrimonio en esas condiciones?
—Es evidente: si te hubiéramos informado, habrías sido capaz de negarte a…
—¡Por supuesto que me habría negado!
—Y habrías estado en peligro. No ignoras bajo qué régimen vivimos. Permaneciendo en la ignorancia, no te exponías a nada.
Gherardi no contestó. Resultaba muy difícil refutar los argumentos de Aldo. Aquel año, 1924, que asistía a la renovación del Parlamento, Italia estaba sufriendo una auténtica oleada de terrorismo. La victoria de los fascistas era aplastante y, para consolidarla aún más, Mussolini acababa de anexionarse Fiume con ayuda de un poeta, el gran D’Annunzio, que por ese servicio prestado a la patria recibió del rey el título de príncipe de Nevoso. Pero el día anterior a la anexión el diputado socialista Matteoti había sido asesinado. Venecia sentía todas esas cosas como ofensas, y en el fondo Gherardi no estaba sorprendido de escuchar el relato del drama vivido en el palacio Morosini.
La góndola de los leones alados proseguía su apacible camino por el Gran Canal. Aldo dejó que el silencio la envolviera un momento antes de preguntar:
—Y bien, ¿qué decides? ¿Puedo contar con tu ayuda?
El sacerdote se estremeció como si lo hubiera despertado.
—Naturalmente que puedes contar con ella. Tienes que escribir una carta oficial presentando tu solicitud y las razones que la apoyan. Yo la trasladaré a su eminencia el patriarca, pero no te oculto que la cláusula del matrimonio vi coactus me preocupa un poco. Uno de los testigos de tu mujer era Fabiani, el jefe de los Camisas Negras, y como esa gente se encuentra en la base del chantaje del que fuiste víctima, no les va a gustar este tipo de publicidad.
—¡Publicidad, publicidad! No voy a pregonar esta historia a los cuatro vientos…
—No, pero en el tribunal de la Rota el abogado del caso hará preguntas, y algunas serán comprometidas. Los testigos tendrán que declarar, y el miedo hace que a veces se obtengan curiosos resultados. Tal vez sería preferible basarse en la no consumación, aunque eso también presenta algunos inconvenientes. ¿Tu mujer llegó virgen al matrimonio?
—Sabes muy bien que era viuda.
—Su esposo anterior era mucho mayor, según creo, así que eso no significa nada.
—También ha tenido amantes —dijo Morosini.
—Entonces, más vale que te hagas un cuadro realista de lo que quizá te espera: en ese caso, la no consumación puede significar que…, que el marido es impotente.
El «¡Ah, no!» de protesta de Aldo fue tan enérgico que la góndola se balanceó. Marco Gherardi se echó a reír.
—Me imaginaba que esa palabra te impresionaría. Pero no deberías preocuparte, pues la mitad de Venecia (¿o son tres cuartos?) podría declarar que eso es falso.
—¡Tampoco soy Casanova! Mira, lo único que quiero es recuperar mi libertad…, quizá para fundar una verdadera familia. Así que habla de este asunto con el patriarca, cuéntale lo que quieras, pero arréglatelas para que acabe por ganar.
—¿Sabes que esto puede alargarse mucho?
—Tengo prisa, pero una prisa razonable.
—Bien. Estudiaré el asunto con nuestro jurista y su eminencia. Intentaremos encontrarte el mejor abogado eclesiástico y te ayudaré a redactar la petición al Santo Oficio… Ah, ya he llegado. Gracias por traerme.
—¿Quieres que te espere?
—No. Es posible que la visita se alargue. Que Dios te acompañe, Aldo.
Al tiempo que desembarcaba, el sacerdote trazó sobre su amigo una pequeña señal de la cruz.
Unos días más tarde, Morosini recibía un modelo de carta que le pareció absolutamente conforme a lo que él deseaba expresar. Se apresuró, pues, a copiarla con cuidado, antes de enviarla de acuerdo con las formas exigidas por el protocolo a su eminencia el cardenal La Fontaine —natural de Viterbo pese a su apellido tan maravillosamente francés—, que entonces ocupaba el trono patriarcal de Venecia. Al día siguiente, envió a Zaccaría a decirle a Anielka que se reuniera con él antes de cenar en la biblioteca. Le parecía más elegante avisarla de lo que estaba haciendo que pillar a la joven desprevenida. Ella debía buscarse también un abogado, y además, Aldo albergaba la débil esperanza de conseguir una especie de consenso mutuo para afrontar ese desagradable episodio.
El vestido de noche que llevaba la joven/de crespón negro con algunas lentejuelas del mismo color, apenas atenuaba el ostensible luto. De todas formas, pensó Morosini, poco caritativo, ella sabía bien que el fúnebre color, en contraste con el rubio resplandeciente de sus cabellos, le sentaba de maravilla.
—Es una invitación muy solemne —dijo Anielka, sentándose en un sofá y cruzando con cierta audacia sus finas piernas enfundadas en seda negra—. ¿Puedo fumar, o la circunstancia es demasiado importante?
—No te prives. Es más, voy a acompañarte —contestó Aldo, sacando su pitillera y tendiéndosela completamente abierta.
Al cabo de unos instantes, dos delgadas volutas de humo azulado se elevaban en dirección al suntuoso techo artesonado.
—Bueno, ¿qué tienes que decirme? —preguntó Anielka con una débil sonrisa—. Pones cara de haber tomado una decisión.
—Admiro tu perspicacia. En efecto, he tomado una decisión que no te sorprenderá mucho. Acabo de presentar en la Santa Sede una solicitud de disolución de nuestro matrimonio.
La réplica de la joven fue inmediata y tajante:
—Me niego.
Aldo fue a sentarse junto al cartulario donde reposaban los numerosos y venerables títulos familiares, como buscando en él nuevas fuerzas para la batalla que se anunciaba.
—No tienes que aceptar o negarte, aunque sin duda sería más sencillo que lográramos ponernos de acuerdo.
—¡Jamás!
—Eso es hablar claro. Pero, una vez más, sólo te informo por cortesía y para que puedas preparar tu defensa, puesto que vamos a enfrentarnos.
—No esperarías otra respuesta, supongo. Me he tomado demasiadas molestias para casarme contigo.
—Sí, y hace bastante que me pregunto por qué.
—Muy sencillo: porque te quiero —dijo ella en un tono a la vez áspero y nervioso que hizo sonar, la palabra de un modo extraño.
—¡Bonita manera de decirlo! —ironizó Morosini—. ¿Qué hombre no se rendiría ante una declaración tan apasionada?
—Depende de ti que lo diga de otra forma.
—No te molestes. No serviría de nada y lo sabes.
—Como quieras… ¿Puedo saber en qué basas tu solicitud?
—Tu padre y tú me habéis proporcionado argumentos de sobra: unión contraída bajo coacción y no seguida de… consumación. Sólo el primer punto es en sí mismo causa de nulidad…
Anielka entornó los ojos para dejar filtrar sólo una delgada línea dorada y ofreció a su marido la más ambigua de las sonrisas.
—Lo que no se puede decir, desde luego, es que tengas miedo.
—¿Quieres decirme de qué debería tener miedo?
—Para empezar, de incomodar a los que nos ayudaron a conducirte hasta el altar. Es gente a la que no le gusta que se la acuse de haber obrado mal.
—Si la memoria no me falla, la detención de tu padre enfrió mucho su ardor.
—El ardor puede atizarse. Basta con ponerle un precio…, y yo soy rica. Deberías tener eso en cuenta. En cuanto al otro argumento que has mencionado, de lo que deberías tener miedo es del ridículo.
—¿Por qué? ¿Por no querer acostarme contigo? —repuso sin contemplaciones—. El hecho de que seas encantadora no significa nada. ¡Si uno tuviera que desear a todas las mujeres bonitas que pasan por su lado, la vida se volvería insoportable!
—¡Yo no soy una mujer cualquiera! ¿No me decías antes que mi belleza era demasiado poco común para permanecer escondida, que podría ser la reina de Venecia porque sin duda era una de las más guapas del mundo?
Aldo se levantó, apagó el cigarrillo en un cenicero y, con las manos metidas en los bolsillos, dio unos pasos en dirección a la ventana.
—¡Qué tonto se puede llegar a ser cuando se está enamorado! ¡Se dicen disparates! En cualquier caso, pareces estar totalmente segura de ti misma. ¡Es realmente admirable! —añadió riendo con bastante insolencia.
—Tienes razón. Me basta con mirar a un hombre para que se enamore de mí. Tú el primero.
—Sí, pero el enamoramiento se me ha pasado del todo. Reconozco que también le hiciste perder la cabeza a Angelo Pisani…, que no cesa de lamentarlo. Es curioso: nos enamoramos de ti y luego nos arrepentimos de habernos enamorado. Deberías explicarme eso.
—¡Ríe, ríe! ¡No reirás siempre! Ni siquiera mucho tiempo, porque puedo demostrar la falsedad de tu presunto matrimonio rato.
—¿Presunto? ¿Soy quizá sonámbulo?
—De ningún modo, pero a veces se producen milagros.
La palabra era tan inesperada que Morosini rompió a reír.
—¿Tú y el Espíritu Santo? ¿Crees acaso que eres la Virgen? ¡Ésta sí que es buena!
—¡No blasfemes! —exclamó Anielka, santiguándose precipitadamente—. No es obligatorio compartir la cama con un hombre para ofrecer al mundo la imagen feliz de una mujer colmada…, de una futura madre. En ese caso, sería muy difícil invocar la «no consumación», ¿no te parece?
Las cejas de Aldo se juntaron hasta formar un solo trazo oscuro e inquietante sobre unos ojos cada vez más verdes.
—Tu discurso me parece un poco hermético —dijo—. ¿Podrías aclararlo? ¿Qué quieres decir? ¿Que estás embarazada?
—Comprendes las cosas con rapidez —dijo ella en tono burlón—. Espero darte dentro de unos meses el heredero con el que siempre has soñado.
La bofetada fue tan inmediata que Morosini apenas se dio cuenta de haberla dado: había sido el simple reflejo de una cólera contenida durante demasiado tiempo. Sólo al ver que Anielka se tambaleaba se percató de la fuerza del golpe. La mejilla de la joven se tornó escarlata y una gota de sangre brotó en la comisura de sus labios, pero Aldo no sintió ni pena ni remordimiento.
—¿Estás viva? —preguntó, recuperada por completo la calma—. ¡Mucho mejor!
—¿Cómo te has atrevido? —rugió ella, replegada sobre sí misma como si estuviera tomando impulso para abalanzarse sobre Aldo.
—¿Deseas quizás una segunda representación? ¡Ya está bien, Anielka! —añadió él, cambiando de tono—. Llevas meses…, ¡qué digo!, años poniendo todo tu empeño para que me convierta en tu obediente servidor. Conseguiste arrastrarme hasta el altar, pero desde ese acontecimiento quizás hayas advertido que no me dejo manejar tan fácilmente. Así que ahora pongamos las cartas boca arriba: ¿estás embarazada? ¿Quieres decirme de quién?
—¿De quién quieres que sea? ¡De ti, por supuesto! Y jamás daré mi brazo a torcer.
—A no ser que, cuando nazca, ese niño se parezca demasiado a John Sutton, a Eric Ferráis… ¡o a Dios sabe quién!
Anielka, sin respiración, abrió desmesuradamente los ojos, en los que Aldo vio, con una satisfacción cruel, un temor nuevo.
—¡Estás loco! —susurró la joven.
—No lo creo. Repasa tus recuerdos… recientes.
Ella comprendió y dejó escapar un grito.
—¡Me haces seguir!
—¿Y por qué no, desde el momento en que has decidido no respetar la única exigencia que formulé en el momento de casarnos? Te pedí que no pusieras en ridículo mi apellido y no me has hecho caso. ¡Peor para ti!
—¿Qué vas a hacer?
—Nada, querida, nada en absoluto. He presentado una solicitud de anulación; seguirá su curso. Tú toma las disposiciones que creas oportunas. Incluso puedes irte a vivir donde te parezca.
Ella se tensó como un arco a punto de lanzar la flecha.
—¡Jamás!… Jamás me iré de aquí, ¿me oyes?, porque estoy segura de que no conseguirás lo que quieres. Y yo me quedaré y criaré tranquilamente a mi hijo… y a los que quizá vengan después.
—¿Acaso tienes intención de hacer que te deje embarazada la cristiandad entera? —le dijo Morosini con un desprecio absoluto—. Hacía algún tiempo que empezaba a temer que fueras una puta. Ahora estoy seguro, de modo que me limitaré a darte un consejo, sólo uno: ¡lleva cuidado! La paciencia no es la principal virtud de los Morosini, y a lo largo de los siglos nunca les ha asustado cortar un miembro gangrenado… No tengo nada más que añadir. Adiós.
Pese a su actitud impasible, Aldo temblaba de rabia. Esa mujer con cara de ángel, a la que durante meses había puesto en un pedestal, revelaba cada día un poco más su verdadera naturaleza: la de una criatura vana y ávida, capaz de cualquier cosa para alcanzar sus objetivos, el más importante de los cuales parecía ser el dominio total sobre su apellido, su casa, sus bienes y él mismo. Aunque se había hecho rica gracias a la herencia de Ferráis, todavía no se daba por satisfecha.
—Aun así, tendré que librarme de ella —mascullaba Morosini mientras recorría a grandes zancadas el portego, la larga galería de los recuerdos ancestrales, para bajar a informar a Celina de que esa noche no cenaría en el palacio. La sola idea de encontrarse a Anielka al otro lado de la mesa le ponía enfermo. Necesitaba aire.
Le sorprendió, dada la hora, no encontrar a Celina en la cocina, pero Zaccaría le dijo que había subido a cambiarse.
—¿Dónde está el señor Buteau?
—En el salón de las Lacas, creo. Espera la cena.
—Él y yo vamos a salir.
—¿La señora cenará sola?
—La señora hará lo que le parezca; yo me voy. ¡Ah, se me olvidaba! En el futuro, Zaccaría, que no se vuelva a poner la mesa en el salón de las Lacas sino en el de los Tapices. Y que la señora no intente modificar esta orden; de lo contrario, no volveré a compartir una comida con ella. Díselo a Celina.
—No sé cómo se lo tomará. No irá a privarla de cocinar para usted, ¿verdad? Le gusta tanto mimarlo…
—¿Crees que para mí no representaría un castigo? —dijo Morosini con una sonrisa—. Arréglatelas para que sea obedecido. Me parece, por lo demás, que ni Celina ni tú necesitaréis muchas explicaciones.
Zaccaría se inclinó sin contestar.
Guy Buteau tampoco necesitaba una explicación. No obstante, Aldo no pudo evitar dársela mientras ambos degustaban unas langostas bajo el revestimiento dorado del restaurante Quadri, escogido para no tener que cambiarse de ropa —los dos llevaban esmoquin— y para escapar de las hordas de mosquitos que, desde principios del mes de junio, tomaban posesión de la laguna en general y de Venecia en particular. Después de haber reproducido ante su amigo la escena en la que acababa de enfrentarse a Anielka, añadió:
—Ya no soporto la idea de verla a sus anchas en esa habitación, a medio camino entre el retrato de mi madre y el de tía Felicia. Desde que he vuelto, tengo la impresión de que sus miradas se han vuelto acusadoras.
—¡No se obsesione con esa clase de ideas, Aldo! Es usted víctima, y sólo víctima, de un lamentable encadenamiento de circunstancias, pero, allí donde están, esas nobles damas saben muy bien que usted no tiene la culpa.
—¿Usted cree? Si no hubiera hecho de estúpido paladín en los jardines de Wilanow y en el Nord-Express[13], por no hablar de mis hazañas en París y en Londres, no me encontraría en esta situación.
—Estaba enamorado: eso lo explica todo. Y ahora, ¿cómo piensa salir de ésta?
—No lo sé muy bien. Me limitaré a esperar el resultado de mi proceso en Roma. Cada día trae su afán, y ahora me gustaría ocuparme del rubí de Juana la Loca. Es mucho más apasionante que mis asuntos íntimos… y sobre todo menos sórdido.
—¿Ha recibido noticias de Simón Aronov?
—Es Adalbert quien tendría que recibirlas, y aún no ha dado señales de vida.
Como si el hecho de mencionarlo lo hubiera atraído, una carta del arqueólogo esperaba al día siguiente sobre el escritorio de Morosini. Una carta que al destinatario le pareció inquietante. El propio Vidal-Pellicorne no ocultaba su preocupación. Y con razón: siempre mantenían la correspondencia con el Cojo a través de un banco zuriqués, lo que garantizaba la impersonalidad de las relaciones; el correo titular de determinado número era transmitido hacia uno y otro lado mediante un anónimo, para entera satisfacción de todo el mundo. Pero la última carta que los dos amigos habían enviado desde París acababa de regresar a la calle Jouffroy, acompañada de unas palabras del «transmisor» que por una vez llevaban una firma legible: la de un tal Hans Würmli. Éste decía que las últimas órdenes indicaban interrumpir momentáneamente la correspondencia; en otras palabras, Aronov, por una razón que sólo él sabía, no quería ni recibir ni enviar ninguna carta. Adalbert terminaba diciendo que deseaba ver a Aldo a fin de hablar sin tener que utilizar el teléfono.
—¿Será posible? ¡Pues no tiene más que venir! —refunfuñó Morosini—. El dispone de tiempo libre, y yo no puedo abandonar mis negocios un día sí y otro también.
Precisamente tenía uno entre manos al que debía dedicar el día, así que pospuso para más tarde el análisis del problema. Habría telefoneado a Adalbert, pero espiar las comunicaciones, sobre todo las internacionales, era uno de los pasatiempos favoritos de los fascistas. Adalbert lo sabía, y ésa era la razón por la que había decidido escribir.
Sin lograr apartar de la mente esta nueva preocupación, Aldo se dirigió al hotel Danieli, donde estaba citado con una gran dama rusa, la princesa Lobanov, que, como muchas de su clase, tenía dificultades económicas. Dificultades que podían multiplicarse hasta el infinito ya que a la dama en cuestión le gustaba el juego. Como detestaba aprovecharse de los apuros de los demás, sobre todo tratándose de una mujer, el príncipe anticuario contaba con pagar un precio elevado por unas joyas que quizá le costaría bastante vender incluso obteniendo un beneficio modesto.
Esta vez, sin embargo, no lamentó la visita: le ofrecieron un prendedor de diamantes que había pertenecido a la esposa de Pedro el Grande, la emperatriz Catalina I. Quizás hubiera sido sirvienta de un pastor de Magdeburgo, pero esa soberana, más acostumbrada en su juventud a las tabernas que a los salones, sabía reconocer las piedras hermosas, y las escasas joyas suyas que seguían en circulación eran, en general, de una calidad poco común.
Consciente de con quién trataba, la gran dama rusa aventuró un precio, elevado pero bastante razonable, que Morosini no discutió: sacó su talonario de cheques, escribió la suma requerida y aceptó la taza de té negro, puro zumo de samovar, que le ofrecían para sellar el trato.
En general, el té no le gustaba mucho, pero éste preparado «al estilo ruso» todavía menos. Así pues, mientras salía del hotel pensaba en ir a la vecina Piazza San Marco para tomar en el café Florian algo más civilizado. Bajó la gran escalera gótica y, cuando se dirigía a la puerta de salida, alguien lo abordó.
—Le ruego que me disculpe. ¿Es usted el príncipe Morosini?
—En efecto… Es un placer inesperado verlo en Venecia, barón.
Había reconocido de inmediato a ese hombre de unos cuarenta años, delgado, rubio y elegante, cuya sonrisa poseía un indudable encanto: el barón Louis de Rothschild, cuyo palacio de la Prinz Eugenstrasse de Viena había visitado un día del año anterior[14] para ver al barón Palmer, uno de los heterónimos de Simón Aronov.
—Estaba cruzando el Adriático y no acababa de decidirme a venir a verlo cuando mi yate ha resuelto mis dudas averiándose. Lo he dejado en Ancona y aquí estoy. ¿Puede dedicarme un momento?
—Por supuesto. ¿Quiere venir a mi casa… o prefiere quedarse aquí, donde supongo que se aloja?
—Si no nos hubiéramos encontrado, habría ido al palacio Morosini, pero ¿está seguro de las personas de su entorno? Tengo que decirle cosas bastante graves.
—No —respondió Aldo pensando en la curiosidad permanentemente despierta, en la indiscreción incluso, de Anielka—. Quizá sería preferible quedarse aquí. No faltan lugares tranquilos.
—Desconfío un poco de esos lugares donde se está solo en una estancia vacía y que, por lo tanto, obligan a bajar la voz, lo que acaba por llamar la atención. En medio de una multitud es donde se está más aislado.
—Yo pensaba ir al Florian a tomar un café. Allí tendrá toda la multitud que quiera —dijo Aldo con su imperceptible sonrisa burlona.
—¿Por qué no?
Los dos hombres, a quienes los botones saludaron, se dirigieron al local, que era en sí mismo una verdadera institución. La tarde tocaba a su fin y la terraza estaba llena, pero el director, que conocía a su clientela, enseguida se fijó en esos clientes excepcionales y les envió a un camarero, que les encontró rápidamente una mesa a la sombra de las arcadas y pegada a los grandes ventanales de cristal grabado, garantizándoles así cierta tranquilidad. Aldo había saludado sin detenerse a varias personas, entre ellas la insistente marquesa Casati, pero, gracias a Dios, ésta, acompañada del pintor Van Dongen, su amante desde hacía tiempo, se pavoneaba en medio de una especie de cenáculo ruidoso en el que habría sido muy difícil encontrar sitio. Aldo fue obsequiado con una amplia sonrisa acompañada de un gesto de la mano, respondió con una cortés inclinación del busto y se felicitó por una circunstancia tan favorable.
Tras degustar un primer capuccino, el barón, sin cambiar de tono, preguntó:
—¿Sabe por casualidad dónde se encuentra Simón…, quiero decir el barón Palmer?
—Iba a hacerle la misma pregunta. No sólo no tengo noticias de él, sino que la última carta que envié no ha sido transmitida.
—¿Adonde la dirigió?… Antes de que me conteste, debe saber que estoy al corriente de la historia del pectoral y de su valerosa búsqueda. Simón sabe lo importante que es para mí el regreso de nuestro pueblo a la madre patria.
—Estoy convencido, y me parece que colabora económicamente en esta búsqueda.
—Yo y algunos más, la mayoría pertenecientes a nuestra vasta familia. Pero volvamos a mi pregunta: ¿a dónde envía el correo?
—A un banco de Zúrich, pero mi socio en este asunto, el arqueólogo francés Adalbert Vidal-Pellicorne, acaba de escribirme esta carta. Hay que interrumpir la correspondencia.
—Comprendo —dijo Rothschild después de leerla—. Es muy preocupante. Estoy… casi seguro de que se encuentra en peligro.
—¿En qué se basa esa impresión?
—En el hecho de que debíamos partir juntos. El crucero que acabo de interrumpir tenía varios objetivos, pero el principal se situaba en Palestina. Como sabe, nuestra tierra fue puesta bajo mandato británico en 1920, pero hace cincuenta años los sionistas establecieron allí una veintena de colonias destinadas a hacer productiva la tierra. En realidad, han sobrevivido fundamentalmente gracias a la poderosa ayuda de mi pariente Edmond de Rothschild. Sin embargo, todo eso dista mucho de ser satisfactorio. El alto comisario nombrado por Londres, sir Herbert Samuel, es un hombre rebosante de bondad decidido a que reine la paz entre musulmanes y judíos, reconociendo a éstos cierto derecho a una existencia legal y a la formación de un Estado; pero nuestras pequeñas comunidades andan escasas de fondos, y eso es lo que íbamos a llevarles Simón y yo. Él, además, se había encargado de reavivar la esperanza dando a entender que el pectoral, al que sólo le falta una piedra, quizá protagonizara muy pronto su regreso triunfal. Le cuento esto para que vea el interés que tenía en realizar este viaje. Pero lo esperé en vano en el puerto de Niza, donde debíamos encontrarnos.
—¿No acudió?
—No. Y no llegó nada, ni una simple nota para explicar su ausencia. Esperé cuanto pude, pero debía acudir a una importante cita… en el litoral de Jaffa, y tuve que hacerme a la mar. A la vuelta fue cuando se me ocurrió venir a verle para tratar de averiguar algo. Desgraciadamente, usted no parece más informado que yo.
—¿Qué piensa en estos momentos? ¿Cree que está muerto?
El alargado y sensible rostro del barón Louis, marcado por la preocupación, se iluminó con una especie de luz interior.
—Es la hipótesis más plausible…, y sin embargo, no puedo creerlo. Lo conozco muy bien, ¿sabe?, y siento por él un gran cariño. Creo que, si hubiera dejado de existir, lo presentiría.
—¡Dios le oiga!
—Además, ¿no se ha librado, hace poco, es verdad, de su peor enemigo? El conde Solmanski ha muerto para no tener que hacer frente a un proceso criminal, y es un alivio, créame.
Morosini guardó silencio un instante mientras su mirada pasaba rozando sobre todas aquellas personas congregadas allí que charlaban animadamente alrededor de mesas de mármol, flirteaban, soñaban o se dejaban llevar por la música de la orquesta. Todas disfrutaban bajo el sol del atardecer de un momento de paz y despreocupación, mientras que entre su compañero y él se acumulaban sombras inquietantes. Se preguntaba lo que convenía hacer. ¿Debía revelar su sospecha de que Solmanski estaba mucho más vivo de lo que se creía?
De pronto, su mirada se quedó fija en un punto: dos mujeres estaban instalándose unas mesas más allá de la suya, que las largas hojas verdes de una palmera plantada en un tiesto tapaban en parte. Una iba vestida de negro, con un tocado de crespón prolongado por un chal que rodeaba el cuello; la otra, de gris y rojo oscuro. Parecían entenderse de maravilla, e incluso oyó reír a una de ellas: una oleada de asco le llenó la boca de amargura, porque esas dos mujeres eran Anielka y Adriana Orseolo. Hizo chascar los dedos para llamar al camarero y pidió un coñac con agua, después de preguntar al barón si deseaba uno. Éste lo observaba con inquietud.
—No, gracias. Pero… ¿no se encuentra bien?
Aldo sacó el pañuelo y se enjugó la frente con mano un tanto trémula. Tenía la impresión de encontrarse en el centro de una conspiración de invisibles tentáculos, pero se sobrepuso a ella al paso que tomaba una decisión.
—No es nada, no se preocupe —dijo—. Pero me temo que debo darle una noticia desagradable: sospecho que Solmanski continúa en este mundo. No tengo ninguna seguridad, desde luego, pero…
—¿Solmanski vivo? Eso es imposible.
—Para él no hay nada imposible. No olvide que dispone de la fortuna de Ferráis, que cuenta con esbirros cuyo nombre ignoro y sobre todo con una familia: un hijo a quien los escrúpulos nunca han frenado y una hija… que quizá sea la criatura más peligrosa que he visto jamás.
—¿La conoce?
—No sólo eso, sino que estoy casado con ella. Se encuentra a unos pasos de nosotros: es esa joven que lleva un tocado de crespón negro y que está hablando con una mujer vestida de gris. Esta última es mi prima… y la asesina de mi madre por amor a Solmanski, de quien era amante.
Louis de Rothschild poseía una casi legendaria sangre fría, pero al oír a Morosini abrió desmesuradamente sus ojos, como si se encontrara ante todo el horror del mundo. Pensando que tal vez lo tomaba por loco, Aldo dejó escapar una breve risa.
—Estoy en mis cabales, barón, téngalo por seguro —dijo—. Aunque es verdad que lo que hace las veces de mi familia parece una copia bastante buena de los Átridas.
—¿Cómo soporta semejante situación?
—No la soporto. De hecho, estoy intentando salir de ella… de una u otra forma.
—¿Qué planea? —preguntó el barón con un deje de inquietud.
—Nada que vaya en contra de la ley de Dios o incluso de los hombres. A no ser que me obliguen a ello, en cuyo caso pagaré el precio. Pero ahora lo importante es la suerte de Simón. Contaba con él para que me ayudara a encontrar la pista del rubí, la última piedra que falta. Encontré un hilo en España, pero se ha roto…
—¿Hasta dónde ha llegado?
—Hasta el emperador Rodolfo II. Sé que la piedra fue comprada para él. ¿Sabe usted algo más?
—¿Sabe quién la compró para el emperador?
—Sí: el príncipe Khevenhüller, entonces embajador suyo en Madrid.
—En ese caso, no hay ninguna duda: la piedra fue entregada al soberano y no servirá de nada compulsar los archivos de Hochosterwitz, la fortaleza que Georges Khevenhüller construyó en Carintia a fines del siglo XVI.
—No imaginaba que el nombre del comprador pudiera ser relevante.
—Sí, lo es. La pasión coleccionista del emperador era muy conocida. Resultaba fácil utilizar su dinero… y quedarse con lo adquirido, pero eso no lo haría Khevenhüller. De modo que hay que buscar en el tesoro, y no es una tarea sencilla. Todo no permaneció en Praga, ni mucho menos.
—Sí, lo sé. Además, un especialista en objetos que pertenecieron a Juana la Loca, entre los que figura el rubí, jura que ya no estaba en posesión del emperador cuando éste murió.
—¿La piedra perteneció a la madre de Carlos V?
—De eso no cabe duda. Incluso la lleva en uno de sus retratos.
—¡Qué raro! En cualquier caso, no entiendo cómo puede su informador estar seguro de que no estaba en el tesoro. Me cuesta imaginar a un coleccionista tan apasionado como Rodolfo deshaciéndose de una pieza de semejante importancia, sobre todo procediendo de su propia familia. Además, era el hombre más misterioso e imprevisible del mundo. Ese rubí debió de ser uno de sus más caros tesoros. No me extrañaría que lo hubiera escondido en alguna parte, quizá junto con otras piedras. Si no me equivoco, hay algunas que no se han encontrado nunca.
—Podría habérsela regalado a algún ser querido. A una mujer tal vez.
—La única a la que amó de verdad no habría lucido jamás una joya como ésa.
—¿Qué solución queda, entonces? ¿Demoler el castillo de Hradcany piedra a piedra en busca de un escondrijo… que quizá no existe?
—Espero que no —dijo el barón, sonriendo—. Yo creo que hay que estudiar lo más a fondo posible la vida de Rodolfo. Aunque no podemos estar seguros de que los suecos, cuando tomaron Praga en 1648, no encontraran ese hipotético escondrijo.
—En tal caso, el rubí habría entrado a formar parte del tesoro sueco, y la reina Cristina, cuando dejó el trono, se llevó las joyas más hermosas y algunas fruslerías más. Se habría guardado de dejar una maravilla como ésa. Conozco el camino que ha seguido su herencia, legada al cardenal Odescalchi, en Roma, y vendida más tarde, en 1721, al regente de Francia, Felipe de Orleans. Mi amigo Vidal-Pellicorne ya ha inventariado la herencia del regente. Una parte de sus joyas se sumó a las de la Corona. Yo tengo el catálogo completo de éstas y el rubí no figura en él. En cuanto a la familia Orleans actual, si estuviera en su poder, los coleccionistas lo sabrían. Evidentemente, está también la hipótesis del robo, pero no me parece probable. En el palacio del emperador había mucha vigilancia y un robo de esa importancia habría sido duramente castigado. No, esa condenada piedra parece haberse volatilizado entre las manos de Rodolfo II… y lo único que me falta a mí por hacer es darme de cabezazos contra la pared.
—Sería una lástima —dijo el barón con una sonrisa indulgente—. Pero, contemplando la hipótesis de un posible robo, con el tiempo que ha pasado, la piedra habría salido a la luz en uno u otro momento y puedo asegurarle que mi familia se habría enterado. Usted sabe con qué apasionamiento perseguimos objetos raros y piedras antiguas. Y ninguno de nosotros ha tenido nunca noticias de ella. Así que eso me lleva a contemplar una posibilidad muy sencilla: ¿por qué el rubí no podría seguir en Praga?
—Simón lo habría sabido. En Viena oí decir que tiene una propiedad en Bohemia…
—Sí, pero está bastante lejos de Praga. Junto a Krumau, si no recuerdo mal. Fue legada al «barón Palmer» por una mujer cuyo nombre no diré. La única, creo, a la que él ha amado. Por eso le gusta residir allí de vez en cuando. No, olvidemos de momento a Simón y tratemos de encontrar una pista. Puedo equivocarme, pero…, sí, creo que el rubí debe de estar aún en algún lugar de Bohemia.
—No será vidente… —dijo Morosini, sonriendo también.
—¡Dios me libre! Pero, conociendo nuestra historia y nuestras tradiciones, Praga es de una gran importancia. Sin duda sabe que forma la punta más alta del triángulo hermético cuyos otros dos ángulos son Lyon y Turín. Las tres se parecen. Están repletas de pasajes secretos, de callejas tortuosas, pero la ciudad mágica es Praga.
—¿Por Rodolfo y su corte de magos, brujos y alquimistas?
—Ésa es la leyenda, pero ya lo era antes de él. Según nuestra tradición, después del saqueo de Jerusalén, ciertos judíos que se llevaron consigo algunas piedras del Templo incendiado por Tito se instalaron allí. Con esas piedras transportadas desde tan lejos construyeron una sinagoga, la más antigua de todas, la que actualmente se llama Vieja-Nueva. La verá si va allí, y creo que irá.
La mirada de Rothschild se distanciaba. Su voz se volvía lejana, como si contemplara una imagen venerada.
—Estaba pensando en eso —dijo en voz baja Morosini.
—Algo me dice que no lo lamentará. A veces tengo intuiciones, y ésta es muy fuerte, hasta el punto de que me gustaría ir a Praga con usted. Desgraciadamente, por el momento me resulta imposible, pero voy a intentar ayudarlo.
De un porta tarjetas de piel con los cantos de oro, extrajo una tarjeta con su nombre donde escribió unas palabras. Después la metió en un sobre que cerró con cuidado y arrancó de una libretita una hoja en la que escribió un nombre y una dirección. Este papel fue lo primero que le dio a su compañero.
—¿Puede memo rizar este nombre y esta dirección?
—Tengo una memoria excelente —dijo Aldo mientras fotografiaba el breve texto, presintiendo que no se lo daría—. Ahora que los he visto, no los olvidaré.
El barón encendió entonces una cerilla y quemó el papel dentro de un cuenco; cuando se hubo consumido, aplastó las cenizas con una cucharilla a fin de que se volvieran finas e impalpables, tras lo cual sopló y las miró revolotear como si fueran pequeñas moscas negras. Sólo entonces tendió el sobre a Aldo.
—Dele esto, y espero que lo reciba.
—¿No es seguro?
—Nunca hay nada seguro con él. Incluso mi recomendación puede ser papel mojado. Es un personaje sorprendente…, difícil, al que el presente no interesa. Goza de un profundo respeto. Se dice que posee extraños poderes e incluso el secreto de la inmortalidad.
—¿Simón lo conoce?
—De nombre, seguro que sí, pero no creo que se hayan visto nunca, probablemente porque Simón no ha querido. Es muy consciente de la violencia y los peligros que arrastra tras de sí para exponerse a mezclar en ellos a un ser de esta categoría.
—¿Y yo voy a atreverme a cometer ese… sacrilegio?
—No hay otro medio —dijo, suspirando, el barón Louis—. En el punto en el que nos encontramos, necesita su ayuda… No obstante, debo darle un consejo: no se embarque solo en esta aventura. En una ciudad como Praga, el peligro puede venir de cualquier sitio; hay que estar en condiciones de guardarse las espaldas.
—Entendido. Y en lo que se refiere a Simón, ¿qué hacemos?
—No tengo ni idea. Usted puede ir a Krumau, pero sea prudente. Es posible que Simón haya decidido enterrarse voluntariamente y que una búsqueda resulte inoportuna. Yo pienso recurrir a las otras ramas de la familia. Algunos lo conocen y lo aprecian, y nuestro servicio de información familiar funciona igual de bien que en los tiempos en que nuestro antepasado Mayer Amschel disparaba, desde su establecimiento de cambista en Fráncfort, las cinco flechas que convertimos en nuestro escudo de armas…, sus cinco hilos lanzados hacia todos los horizontes de Europa…
—¿Volveremos a vernos?
El barón no respondió. El hombre que estaba más cerca de ellos acababa de doblar el periódico y pedía la cuenta al camarero. Rothschild esperó a que éste se hubiera alejado para decir:
—Quizás, aunque no de forma inmediata. Me marcho de Venecia mañana por la mañana para dirigirme a Ancona, donde espero que hayan terminado de reparar el barco. Le mantendré informado…, si es que consigo averiguar algo.
En ese momento, la expresión siempre tan apacible de su rostro se tiñó de una especie de espanto:
—¡Dios mío! Creo que va a tener una visita. ¿Me permite que desaparezca un poco precipitadamente?
En efecto, navegando por la gran terraza llena de gente como un gran barco en medio de las pequeñas embarcaciones reunidas en un puerto, su cabeza arrogante tocada con un precioso bosque de plumas exóticas y arrastrando tras de sí muselinas de color escarlata, la marquesa Casati, sin duda intrigada por la larga conversación de los dos hombres, se dirigía con decisión hacia su mesa. El barón Louis se levantó, estrechó la mano a Morosini, se inclinó ante la dama con la gracia de un maestro de ballet del siglo XVIII y, sorteando las mesas, desapareció casi enseguida en la lejanía ya azulada del crepúsculo. Aldo se levantó también, pero para inclinarse sobre la larga mano constelada de rubíes y de perlas que se ofrecía a sus labios.
—Si no me equivoco —dijo la marquesa—, ese caballero es un Rothschild.
—Sí, el barón Louis, de la rama vienesa.
—Eso me parecía… ¿Y he sido yo quien lo ha hecho huir?
—No huye, se va. Su yate está averiado en Ancona y sólo ha venido a dar una vuelta por aquí para pasar el rato. Lo conocí en Viena y nos hemos encontrado por casualidad en el vestíbulo del Danieli… ¿Satisfecha?
Los grandes ojos negros y ostensiblemente pintados de Luisa Casati miraron a Morosini con una expresión un poco contrita.
—Cree que soy demasiado curiosa, ¿verdad? Pero, querido Aldo, por encima de todo soy su amiga y vengo a darle un buen consejo: no debería dejar que su mujer se exhibiera así.
Si había algo que a Morosini le horrorizaba era que se ocupasen de su vida privada cuando él no hablaba de ella.
—Tomar una copa en Florian al atardecer —repuso, arqueando una ceja con insolencia—, y con una prima, me parece que no tiene nada de indecoroso.
—¡No se suba a la parra! Para empezar, todo Venecia sabe que está peleado a muerte con Adriana Orseolo, lo que no tiene nada de sorprendente después de su escapada a Roma…
—Querida Luisa —la interrumpió Aldo—, no me dirá que se ha incorporado al escuadrón de venerables señoras ariscas que, olvidando los escarceos amorosos de su juventud, fusilan con sus impertinentes de oro a las que se permiten algunos interludios galantes…
—Pues claro que no. Sería absurdo que le reprochara lo de su sirviente griego cuando yo misma…, sí, en fin, dejemos eso. Lo más desagradable para nosotros, los venecianos de siempre, son sus relaciones actuales, relaciones que parece compartir con su esposa. ¡Mire!
Con el paso pomposo de un gallo desfilando, el torso abombado bajo el uniforme, las botas negras relucientes y el gorro inclinado de manera que disimulase una calvicie totalmente decidida a ganar la partida, el commendatore Ettore Fabiani, arrogante tentáculo del Fascio extendido sobre Venecia, acababa de llegar a la mesa de las dos mujeres y, con labios glotones y mirada brillante, se inclinaba sobre la mano de Anielka antes de tomar asiento junto a Adriana, con la que parecía llevarse a las mil maravillas.
—Dicen que no desaprovecha ninguna oportunidad de encontrarse con su mujer —susurró Luisa Casati—. Al parecer, está… perdidamente enamorado de ella.
—¡Cómo! ¿No tiene miedo de contrariar a su amo cortejando a la hija de un hombre perseguido por la justicia a causa de sus crímenes? —repuso Morosini, sarcástico.
—Ha pasado tiempo. Y además, Solmanski se ha suicidado; luego, según él, el honor está a salvo. Queda una mujer muy guapa ante la que ese gato vicioso se relame. Lo que no le impide mantener excelentes relaciones con la condesa Orseolo. Por cierto, desde hace unos días nuestra querida Adriana ofrece una imagen de más prosperidad.
Pese a su apariencia venenosa, Aldo estaba convencido de que las palabras de Luisa Casati estaban inspiradas por un deseo real de ayudarlo.
—Por lo que la conozco, Luisa, debe de llevar guardado en la manga un consejo para darme, ¿no es así?
Ella le dedicó una sonrisa que, a pesar del exagerado maquillaje y de los trágicos velos, conservaba la picardía de la infancia.
—¿Por qué no?… ¡Guarde las apariencias, Aldo! Y sepa que sigo teniendo una o dos panteras a su disposición. Si se las deja en ayunas, no es aconsejable acercarse a ellas… y un accidente puede producirse en el momento menos pensado.
La sugerencia era tan monstruosa que Aldo no pudo evitar echarse a reír, aunque sabía que Luisa Casati, gran criadora de fieras salvajes e incluso de serpientes, siempre estaba dispuesta a ayudar a un amigo en apuros. Aldo se levantó, le cogió la mano y la besó.
—Espero conseguirlo recurriendo a unos medios menos drásticos, pero, de todas formas, gracias. Ahora, perdone que la lleve a su mesa…
Tras haber dejado a la marquesa en compañía de su pintor preferido, Morosini dio media vuelta y fue directamente a la mesa de las dos mujeres. Una vez allí, sin tomarse siquiera la molestia de saludar, asió de la muñeca a Anielka con dos dedos que se habían vuelto de repente duros como el hierro.
—Despídete de tus amigos, querida, y ven. ¿No te acuerdas de que esta noche tenemos invitados?
El tono no tenía nada de afectuoso y la joven reprimió un gemido. No obstante, se levantó.
—Me haces daño —murmuró.
—Lo siento, pero tengo prisa. No se moleste, commendatore —añadió con una sonrisa desdeñosa—. No me perdonaría estorbarles.
Y antes de que el otro hubiera tenido tiempo ni de levantar la masa de su cuerpo, ya estaba arrastrando a Anielka para llevarla a la góndola que lo esperaba en el muelle de los Esclavones. La joven trató de desasirse, pero Aldo no la soltó y ella, para no exponerse a armar un escándalo, se vio obligada a acompañarlo.
—¿Te has vuelto loco? —dijo, furiosa, mientras la hacía embarcar.
—Yo podría hacerte esa misma pregunta: ¿no estás un poco loca por exhibirte así con Fabiani? Por no hablar de esa mujer a la que sabes perfectamente que eché de mi casa. ¿Te has propuesto que Venecia entera te desprecie?
Ella se acurrucó en uno de los asientos recubiertos de terciopelo y se puso a llorar.
—¿Y a ti qué más te da? ¡Tengo derecho a vivir a mi manera!
—No mientras lleves mi apellido. Después…
El gesto que Aldo hizo traducía muy bien su desinterés por ese «después», lo que reavivó la cólera de Anielka.
—¡No habrá un después! ¡Te guste o no, tendrás que aceptar a mi hijo como heredero y yo me quedaré!
—¿A tu hijo?
De pronto, Aldo se echó a reír.
—Espero por ti que no se parezca a Fabiani… ¡Menudo ridículo!
Indiferente a la cólera de la joven e incluso a los hombros encogidos de Zian, que conducía la góndola y que a todas luces habría deseado desaparecer, Aldo seguía riendo cuando subieron los peldaños del palacio Morosini, aunque ya no era la risa espontánea, divertida, del principio. Había en ella ira y desesperación. Al entrar en la casa, volvió la espalda a Anielka y se dirigió a su despacho para anunciar a Guy Buteau que se marchaba al día siguiente por la mañana y que, una vez más, el fiel amigo tendría que velar por los negocios y los intereses de la firma Morosini.
Mientras guardaba el prendedor de la zarina en su enorme arca medieval, que había hecho perfeccionar para convertirla en la más moderna e inviolable de las cajas fuertes, Aldo dio las últimas instrucciones a su amigo, pero sin sentir la excitación y la alegría que siempre precedían a sus expediciones. Ese viaje sería más peligroso que los otros. Quizá se debía al aura sangrienta, bárbara e incluso sobrenatural que emanaba de ese rubí. Pero a él no le daba miedo: la muerte nunca le había asustado cuando era joven por inconsciencia, y ahora porque, desde la intrusión de los Solmanski en su vida íntima, le encontraba a ésta mucho menos encanto que en el pasado. La sorda inquietud que lo corroía guardaba relación con los pocos seres a los que quería: Guy, Celina, Zaccaría y sus otros sirvientes. Debía ponerlos a salvo de las maniobras de Anielka y los suyos por si no regresaba.
Buteau conocía demasiado bien a su antiguo alumno para no percatarse de su estado de ánimo.
—No hace falta que pregunte si va a buscar la última piedra, Aldo, pero tengo la impresión de que esta vez lo hace sin alegría. ¿Me equivoco?
—No. El gusto por investigar no me ha abandonado, sigo sintiendo la misma curiosidad, pero lo que dejo aquí empieza a horrorizarme. Una enfermedad mortal, un inmundo gusano carcome el árbol orgulloso y vivo que era esta casa. Si no regresara…
—¡No diga eso! —protestó Guy con la voz súbitamente alterada—. Se lo prohíbo igual que se lo prohibirían todos aquí. Debe regresar; si no, nada tendría ya sentido.
—Haré todo lo que pueda, pero esta noche redactaré un nuevo testamento y le ruego que lo lleve mañana a primera hora al despacho del señor Massaria después de haberlo firmado usted y Zaccaría. Si esa mujer está embarazada…
—¿La princesa?
—¡No la llame así! Al menos delante de mí… Si se dispone a procrear, no quiero que un ser que no será nada mío se convierta en mi heredero… Si muero, mi solicitud de anulación ya no serviría de nada.
—¡Usted no va a morir! —afirmó Guy Buteau, con una llamita en los ojos que reconfortó a Morosini.
—¡Dios le oiga!
Encerrado en su habitación, Aldo se pasó gran parte de la noche redactando el documento. En él ratificaba los legados anteriores y negaba todo derecho al hijo que la «condesa Solmanska» pudiera traer al mundo, además de describir detalladamente las relaciones que habían mantenido en los últimos tiempos, de revelar lo que había visto en la calle Alfred-de-Vigny —y que podía ser confirmado por la señora de Sommières y Adalbert Vidal-Pellicorne— e incluso de decir que sospechaba que los Solmanski habían planeado y llevado a cabo la evasión de su padre mediante una falsa muerte. Sólo cuándo hubo terminado de escribir se sintió mejor, fue a guardar el testamento en la caja fuerte y se concedió unas horas de sueño. Para evitar ser seguido, había decidido no viajar en tren, cuyo destino podía ser revelador, sino en el coche comprado el año anterior en Salzburgo y que esperaba en un garaje de Mestre[15]. Eso le permitiría, además, salir a la hora que más le conviniera.
Por la mañana, hizo que Guy y Zaccaría firmaran el testamento, lo metió en la cartera que siempre se llevaba de viaje, se despidió rápidamente como si se tratara de uno de los numerosos viajes cortos que realizaba todos los años por Italia y embarcó en el motoscaffo conducido por Zian. Hicieron una primera parada en casa del señor Massaria, al que encontraron en bata; luego, tras volver a la dársena de San Marco, la canoa motorizada tomó velocidad y puso rumbo hacia el mar, dejando tras de sí una estela blanca.
Hacía aproximadamente una hora que se había ido cuando Celina se ató un pañuelo a la cabeza, donde ya no lucía las alegres cintas de colores de antes, cogió una cesta y se dirigió por las calles hacia el mercado del Rialto. Al llegar al Campo San Polo, entró un momento en la iglesia, fue a rezar una oración a la Virgen y encendió un gran cirio; después salió por una puerta lateral y se adentró en una calleja estrecha a la que daba la parte trasera de dos viviendas patricias. Allí, sacó una llave del bolsillo, abrió una puerta baja, la cerró tras de sí, atravesó a paso rápido un encantador jardín interior en el que cantaba una fuente y, tras haber llamado con los nudillos a una alta ventana con los cristales emplomados, penetró en una gran habitación fresca.
—Tenía que venir —dijo—. Hay novedades.
Mientras tanto, al volante del pequeño Fiat, Morosini circulaba hacia los Alpes, que pensaba cruzar por el puerto de Brenner. Pero esperó a llegar a Innsbruck, una vez cruzada la frontera, para enviar a su amigo Adalbert un breve telegrama:
Estaré en Praga, hotel Europa. Confirma llegada. Aldo.
Sabía que, a no ser que se hubiera roto una pierna o hubiera contraído una grave enfermedad, Adalbert montaría en el primer tren que saliese de París.