Segunda parte
EL MAGO DE PRAGA

4. Los feligreses de Saint-Augustin

En medio de la muchedumbre que, pese a lo temprano de la hora, se agolpaba en el andén número 4 de la estación de Austerlitz, en París, Morosini, ocupado en pasar su equipaje por la ventana a un maletero, vio de pronto, moviéndose por encima de las cabezas, una mata de pelo rubio y rizado que le recordaba a alguien. La duda no tardó en despejarse: bajo la cabellera un poco revuelta estaban los ojos azules, la nariz respingona y el semblante falsamente angelical de su amigo y cómplice Adalbert Vidal-Pellicorne.

Como no había avisado de su llegada, pensó que el arqueólogo-hombre de letras, además de agente secreto en sus horas libres, había ido a buscar a otro viajero del Sud-Express, pero, resuelto a no desaprovechar esa ocasión de hablar inmediatamente con él, se apresuró a bajar y corrió hacia él.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a buscarte. Me alegro de verte, amigo. ¡Tienes un aspecto estupendo! —exclamó Adalbert dándole una palmada en la espalda que podría haber hecho hincar las rodillas en el suelo a un buey.

—Tú también. Sin duda eres el egiptólogo mejor vestido de toda la profesión —dijo Morosini, admirando sinceramente el impecable traje de paño inglés de color gris que llevaba su amigo, realzado por una corbata amarillo claro—. Pero ¿cómo te has enterado de que venía?

—La señora de Sommières me dio la noticia por teléfono anoche.

—Me alegro. Entonces, está en París. Como conozco sus hábitos migratorios en primavera, mandé un telegrama a su casa pensando que al menos estaría Cyprien para recibirme y darme noticias suyas. Si no, siempre está el Ritz…, pero confieso que su mansión de la calle Alfred-de-Vigny también me gusta mucho…

—Lo comprendo, sin embargo, no vas a instalarte allí sino en mi casa, y ésa es la razón de que me encuentres aquí.

—¿En tu casa? ¿Por qué? ¿Es que están reparando la casa de tía Amélie? ¿O la tiene invadida por visitantes? ¿O…?

—Nada de todo eso. La querida marquesa estaría encantada de albergarte, lo sabes de sobra, pero cree que quizá no te haría mucha gracia tener de vecina a tu mujer.

—¿Anielka está en su casa?

—¡No, hombre! Se instaló hace más o menos una semana en la casa de al lado.

—¿La de su anterior marido? Yo creía que la mansión de Eric Ferráis había sido vendida.

—Fue en gran parte vaciada, pero sigue perteneciendo a los sucesores. Y la sucesora es la viuda.

—Y el hijo bastardo de su marido. No olvides a John Sutton.

—Oye, tenemos todo el tiempo del mundo para hablar de eso, y sin duda estaremos mejor en mi casa que en el andén de una estación.

Al cabo de un momento, el pequeño Amilcar rojo vivo de Adalbert, cargado con las maletas del veneciano, llevaba a los dos amigos hacia la calle Jouffroy. Aldo dejó a su chófer concentrado en los placeres y las dificultades de una conducción peligrosamente deportiva, como era habitual en él, y optó por guardar silencio durante el trayecto. Ese año la primavera parisina estaba deliciosa. Una brisa ligera y fresca, que esparcía el perfume de los castaños en flor, corría a lo largo del Sena. El viajero se abandonó a ella, aunque sin dejar de pensar en el nuevo enigma que se le planteaba: ¿por qué Anielka se había instalado en su antigua residencia? La princesa Morosini no tenía nada que hacer allí… Quizá tía Amélie y, sobre todo, su fiel acompañante Marie-Angéline du Plan-Crépin, a quien nada se le escapaba, podrían decirle algo al respecto. Ese pensamiento lo decidió a romper el silencio que siempre observaba cuando Vidal-Pellicorne iba al volante.

—Me gustaría hablar un poco con tía Amélie. ¿Habéis organizado una cita secreta a medianoche detrás de una arboleda del parque Monceau?

—Vendrá a cenar esta noche —masculló Adalbert, con la mente y los ojos ocupados.

La aparición de dos agentes en bicicleta saliendo de la calle Royale aportó un súbito apaciguamiento a los rugidos rabiosos del motor. Adalbert les ofreció una sonrisa seráfica cuyo final dirigió a su compañero.

—¿Qué tal en España? ¿Bien? ¿Qué asunto te ha llevado allí? ¡Debe de hacer ya un calor de mil demonios!

—La restitución al Tesoro español de una pieza desaparecida desde el siglo pasado. Eso me ha valido escoltar a la reina hasta Sevilla para asistir a una fiesta en casa de los Medinaceli mientras su real esposo se iba a hacer alguna calaverada a Biarritz…, y de paso he encontrado el rastro del rubí, la última piedra del pectoral.

El coche dio un bandazo que traducía la emoción de su conductor, pero éste recuperó el control de inmediato.

—¿Y por qué no lo has dicho antes?

—¿Para que nos peguemos un tortazo? ¿Tú has visto a qué velocidad conducías?

—Reconozco que cuando hace buen tiempo me dejo llevar un poco.

—Y cuando llueve también. Por cierto, en lo referente al rubí, no lances las campanas al vuelo todavía: sólo estoy seguro de su recorrido hasta finales del siglo XVI, cuando lo compró el emperador Rodolfo II.

—No me digas que vamos a tener que vérnoslas otra vez con el tesoro de los Habsburgo…

—No lo creo. El personaje con el que hablé en España jura que, a la muerte del emperador, éste ya no lo poseía y que nadie sabe adónde ha ido a parar. Lo primero que hay que hacer, creo yo, es poner a Simón al corriente. Nadie conoce mejor que él las joyas de los Habsburgo y, con lo que ya he podido averiguar, quizás encuentre alguna pista. Sobre todo teniendo en cuenta que esa condenada piedra parece todavía más maligna que las otras.

—¡Cuenta!

—Ahora no. Vale más que mires por dónde vas.

Aldo guardó un silencio prudente hasta que su amigo pisó el freno delante de la puerta de su casa, una vivienda de finales de siglo muy señorial, donde ocupaba un vasto primer piso sobre entresuelo, maravillosamente cuidado por Théobald, su fiel sirviente. En caso de necesidad, éste llamaba a su hermano gemelo Romuald[4], con el que formaba una pareja tanto más valiosa cuanto que ninguno de los dos tenía miedo de nada y sabía hacer prácticamente de todo, desde cultivar rábanos hasta practicar la guerra de guerrillas en pleno desierto.

Théobald esperaba al príncipe con una satisfacción sobradamente puesta de manifiesto por el suntuoso desayuno dispuesto para él en la biblioteca… y el ramo de olorosas peonías colocado sobre un velador en el dormitorio del invitado.

Mientras hacía desaparecer una buena cantidad de brioches calientes, de cruasanes deliciosamente hojaldrados y de tostadas untadas con mantequilla con sabor de avellana y mermelada de albaricoque, acompañados de un café digno de Celina, Aldo contó sus aventuras españolas y cómo había dejado, a cambio de información, que un ladrón disfrutara en paz del producto de su robo.

—El amor lo justifica todo —dijo, suspirando, Vidal-Pellicorne—. No podías romperle el corazón a ese pobre hombre.

—El amor verdadero, quizá, pero ¿lo es siempre tanto como algunos afirman? —murmuró Morosini, pensando en la que llevaba su apellido gracias a un chantaje hecho en nombre de ese mismo amor—. Por cierto, ¿tienes noticias de Lisa Kledermann?

Adalbert se atragantó con el cruasán y consiguió hacerlo pasar bebiendo media taza de café, lo que sirvió de disculpa para el bonito color púrpura que había teñido su rostro.

—¿Por qué relacionas a Lisa con el amor? —preguntó por fin.

—Porque sé que sientes debilidad por ella, y como sois excelentes amigos y Lisa no tiene ninguna razón para darte la espalda, he pensado que a lo mejor sabías algo.

—El último en verla fuiste tú, cuando te llevó el ópalo.

—¿Ni una carta, ni una llamada telefónica?

—Nada. Debe de tener demasiado miedo de que le hable de ti, y yo no sé dónde está. En Viena no, desde luego, porque he recibido noticias de la señora Von Adlerstein; parece ser que su nieta ha decidido desaparecer de nuevo.

—Entonces no hablemos más del asunto… y volvamos a la causa de todo el mal: Anielka. ¿Qué hace en París?

—Aparentemente, no gran cosa. Vive más o menos enclaustrada en la mansión Ferráis…, pero prefiero dejar que te hablen de ella las damas de la calle Alfred-de-Vigny.

La señora de Sommières no compartía el buen humor de Adalbert. Quería mucho a Aldo, cuya difunta madre era sobrina y ahijada suya. La noticia de su matrimonio con la viuda de su exvecino y enemigo, sir Eric Ferráis, la había consternado. Reconocía que Aldo, ante el abominable trato que le habían impuesto[5], no había tenido elección, pero, pese a la bendición nupcial dada a la pareja, se negaba a considerar a la joven su sobrina.

«Los tribunales eclesiásticos no se han inventado para los perros —escribió a su sobrino cuando se enteró de la noticia— y espero que no tardes en recurrir a ellos…»

Y eso fue lo primero que le preguntó a Morosini tras darle un beso, cuando llegó a la calle Jouffroy:

—¿Has presentado la solicitud de anulación ante el tribunal de Roma?

—Todavía no.

—¿Y por qué, si puede saberse? ¿Has cambiado de opinión?

—En absoluto, pero no he querido abrumar a esa desdichada en el momento en que su padre tiene que responder de sus crímenes ante la justicia inglesa. Confieso que me da un poco de pena.

—Con esas ideas nunca te librarás de ella. Y si lo ahorcan, ¿tendrás que consolarla?

—Espero que encuentre todo el consuelo necesario en su hermano. Dejaré que se celebre el juicio y después enviaré la solicitud. A partir de ese momento podremos vivir cada uno por nuestro lado.

—Entonces ya puedes ir a redactarla y mandarla. No habrá juicio.

El tono de la marquesa se tornaba dramático y Aldo, divertido, pensó que en algunos momentos su querida y anciana tía parecía más que nunca una Sarah Bernhardt entrada en años. No faltaba ningún detalle: voz profunda y vibrante, abundantes cabellos cuya blancura todavía mostraba algunos mechones rojos, sobre una mirada que conservaba toda su juventud. Hasta el vestido de corte «princesa», de moaré violeta con una pequeña cola, completaba la ilusión. La marquesa de Sommières permanecía fiel a esa moda introducida hacía muchos años por la reina Alejandra de Inglaterra y que la favorecía. Siempre llevaba una colección de collares de oro combinado con perlas, esmaltes o pequeñas piedras preciosas, uno de los cuales sujetaba sus impertinentes y cuyos colores variaban según el de la ropa. En aquellos momentos, sentada muy erguida en un sillón tapizado de terciopelo verde oscuro, recordaba a la vez un cuadro de La Gándara y el retrato de una emperatriz china que Aldo había admirado un día en la tienda de Gilíes Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme y un querido amigo.

Junto a esta soberana, su lectora —esclava y sin embargo pariente— tenía el aspecto de un dibujo al pastel en proceso de borrado de tan descolorida que estaba.

Era una solterona alta y delgada, provista de una cabellera rizada rubio claro, de párpados caídos bajo los que se resguardaban unos ojos que no acababan de decidirse entre el gris y el dorado, pero singularmente vivos en determinados momentos, y de una larga nariz puntiaguda que Marie-Angéline du Plan-Crépin se las ingeniaba como nadie para meterla en los asuntos de los demás. Liberada por su aspecto físico de toda preocupación sobre su vida sentimental, esta sorprendente persona gustaba de inmiscuirse con discreción en lo que no le incumbía y desarrollaba unas cualidades dignas del mejor servicio secreto. En este papel de detective, ya había hecho más de un favor a Morosini, que sabía apreciarlo. Hacia ella tendió con majestuosidad la señora de Sommières una mano:

—¡Plan-Crépin! ¡El periódico!

Marie-Angéline sacó de la nada —aunque seguramente fue de un bolsillo invisible de su amplia falda— lo que se le pedía: un ejemplar del Morning Post de dos días antes, que la señora de Sommières, sin siquiera echarle un vistazo, tendió a Morosini. Un enorme titular ocupaba tres columnas: «Muerto en su celda».

Aldo, estupefacto, leyó que el conde Solmanski, cuyo juicio debía celebrarse ante el tribunal de Oíd Bailey la semana siguiente, se había envenenado con una dosis masiva de veronal, sustancia de la que se habían encontrado dos tubos vacíos junto a una carta en la que el «noble polaco» declaraba preferir rendir cuentas a Dios de sus acciones pasadas en lugar de a los hombres y encomendaba a sus hijos el cuidado de su alma. Pedía por favor que entregaran sus restos mortales a su hijo, Sigismond, para que los llevara a Polonia, donde el conde podría descansar en la tierra de sus antepasados.

—¿Sus antepasados? —exclamó Aldo—. ¡Ese viejo farsante no tiene ni uno allí! Era ruso.

—Si consiguió apropiarse del apellido y del título, tal vez también adquirió el panteón familiar —sugirió Adalbert mientras ofrecía a la señora de Sommières una copa de champán, su bebida favorita y diaria cuando anochecía.

Aldo miró la fecha del periódico.

—Es de anteayer —dijo.

—Pero lo compré ayer —señaló Marie-Angéline—, las publicaciones inglesas tardan un día en llegar a París.

—Sí, ya lo sé. Pero no es eso lo que me intriga. ¿Cuándo me has dicho que Anielka llegó aquí? —preguntó Aldo, volviéndose hacia su amigo.

—Hace cinco días, creo.

—Cinco días, en efecto —confirmó Plan-Crépin.

Y acto seguido precisó que su atención se había visto atraída, hacia principios de la semana anterior, por cierta animación que se había producido en la casa vecina, deshabitada desde la muerte de sir Eric Ferráis salvo por la presencia de un guardes y su mujer. No una gran agitación, desde luego, sino los ruidos característicos que se hacen al abrir ventanas, levantar persianas y hacer limpieza.

—Pensamos —dijo la señora de Sommières— que estaban preparando la casa con vistas a la visita de un posible comprador, pero Plan-Crépin se enteró de una cosa en su centro de información preferido.

El centro en cuestión no era otro que la misa de las seis de la mañana en la iglesia de Saint-Augustin, donde se encontraban las almas más piadosas de la parroquia, entre las que había numerosas señoritas de compañía, ayas, cocineras y doncellas de un barrio rico y burgués. A fuerza de asiduidad, Marie-Angéline había acabado por hacer amistades de las que obtenía información, la cual había resultado utilísima varias veces en el pasado. En esta ocasión, el chismorreo procedía de una prima de la guardesa de la mansión Ferráis que servía en la avenida Van-Dyck, en casa de una vieja baronesa que la empleaba únicamente para que alimentara a sus numerosos gatos y jugara con ella al tric-trac.

Esta piadosa persona había vertido en el corazón compasivo de Marie-Angéline las quejas de su pariente, quien, con la reapertura de una mansión cerrada desde hacía casi dos años, veía acabarse un agradable período de dolce far niente. Y lo peor era, ni que decir tiene, que no pensaban contratar de nuevo al numeroso servicio de antes. Las órdenes enviadas desde Inglaterra en papel con membrete de Grosvenor Square decían que no se trataba de una estancia larga: lady Ferráis deseaba solamente sumergirse durante unos días en sus recuerdos del pasado. Como llevaría a su doncella, bastaría una señora de la limpieza, pues el resto del servicio quedaba cubierto por la propia guardesa y su esposo, que podía hacer de chófer.

—Esto es demencial —dijo Morosini, suspirando—. ¿Qué viene a hacer aquí con su antigua identidad esta mujer que ahora lleva mi apellido? Me he enterado de que se marchó de Venecia al recibir una carta procedente de Londres.

—Sin duda le anunciaron que iba a empezar el juicio y quiso estar más cerca de su padre —dijo Adalbert tratando de encontrar una explicación—. Es un poco delicado para ella volver allí.

—¿Porque el superintendente Warren y, naturalmente, John Sutton están convencidos de que mató a Ferráis, y por las amenazas que presuntamente ha sufrido por parte de los círculos polacos? En mi opinión, eso no se sostiene: uno puede esconderse en Londres si dispone de medios para hacerlo, y su hermano, que al parecer ha venido de América, es perfectamente capaz de recibirla discretamente. Además, tiene un pasaporte italiano y no sé por qué los polacos o incluso Scotland Yard van a ocuparse de una insignificante princesa Morosini.

—Scotland Yard tal vez no, pero Warren sí. Ese apellido le resulta familiar: aparte de la amistad que te profesa, fue a tu casa a detener a tu suegro después de haber recorrido media Europa[6].

—Me entran ganas de ir a dar una vuelta por Londres —masculló Aldo—, aunque sólo sea para charlar un rato con el superintendente. ¿Qué te parece?

—No es mala idea. Hace buen tiempo, el mar debe de estar espléndido y como mínimo sería un agradable paseo.

—Si quieren saber mi opinión —intervino la marquesa—, valdría más que uno de los dos averiguara lo que pasa en casa de mis vecinos. Todo esto me parece muy raro.

—De lo primero que habría que enterarse es de cuál ha sido la reacción de «lady Ferráis» ante el suicidio de su padre. Supongo que Sigismond, su hermano, debió de informarla antes de que la prensa se encargara de hacerlo. ¿Su confidente sabe por casualidad algo al respecto? —añadió el príncipe volviéndose hacia la señorita Plan-Crépin.

Ésta puso la misma cara que una gata que acabara de encontrar un plato lleno de leche.

—Por supuesto. Puedo decirle que ayer, como todas las mañanas, esa dama envió a su polaca a buscarle los periódicos ingleses y que los leyó con la mayor tranquilidad del mundo, sin manifestar absolutamente nada. Muy raro, ¿no?

—Rarísimo. Pero dígame, Marie-Angéline, ¿la guardesa se pasa la vida con el ojo pegado a las cerraduras para ver todo eso?

—No cabe duda de que pasa algún tiempo dedicada a esa actividad, pero sobre todo está mucho tiempo fuera de la garita y dentro de la casa con el pretexto de vigilar a la señora de la limpieza para asegurarse de que hace bien su trabajo. Como la escogió ella misma, no pueden reprocharle su presencia.

—¿Y vio a lady Ferráis leer este periódico?

—Leer es mucho decir: le echó un vistazo y después lo dejó despreocupadamente sobre una mesa. Y como la noticia está en la primera página, no podía dejar de verla.

Se produjo un silencio. Los dos hombres reflexionaban, la señora de Sommières bebía plácidamente su segunda copa de champán y Marie-Angéline resoplaba.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó con impaciencia.

—Por el momento, vamos a cenar —respondió Adalbert.

Théobald había ido a anunciar, con la gravedad de un arzobispo, que «el señor» estaba servido. Pasaron a la mesa.

Sin embargo, no estaban tan hambrientos como para abandonar un tema tan apasionante en beneficio de la comida. Mientras procedía con diligencia a pelar unos cangrejos de río, la anciana dama sugirió de pronto:

—Si yo estuviera en su lugar, caballeros, me repartiría el trabajo. Sería conveniente que uno fuese a Londres a cambiar impresiones con el superintendente Warren. Mientras tanto, el otro podría, desde mi casa, observar la de al lado y lo que pasa en ella. Si la memoria no me falla, querido Aldo, ya tuviste que llevar a cabo, solo o en compañía de Plan-Crépin, algunas expediciones que fueron un éxito. Confieso que los movimientos de tu presunta esposa me interesan.

—No veo ningún inconveniente, al contrario. Pero, en ese caso, ¿por qué no me ha dejado ir directamente a su casa?

—¿En pleno día y con todas las ventanas abiertas? Eres demasiado modesto, muchacho. Deberías saber que tus idas y venidas difícilmente pasan inadvertidas. Siempre hay en alguna parte una mujer que se fija en ti.

—¡No exageremos!

—Me limito a constatar. Y no me interrumpas a cada momento. Decía que, en cambio, podrías venir a instalarte en casa a escondidas, y preferentemente en plena noche.

—¡Es fantástica esta idea que se nos ha ocurrido! —exclamó Marie-Angéline, que siempre empleaba la primera persona del plural para dirigirse a la marquesa y que veía asomar por el horizonte una aventura excitante con todos los números para romper la monotonía de la existencia.

—Es verdad —aprobó Aldo—, es una buena idea. —Y volviéndose hacia su amigo, que chapoteaba en un lavafrutas, preguntó—: ¿Te apetece hacerle una visita a Warren?

—No sólo me apetece, sino que hace por lo menos tres minutos que estoy decidido a ello. Me voy mañana. ¿Y tú?

—¿Por qué no esta noche? ¿Cyprien las ha traído con el cupé, tía Amélie?

—Sí, y vendrá a buscarnos hacia las once. Plan-Crépin, vaya a telefonear a casa para que preparen la cama de Aldo.

Terminaron de cenar y, cuando el paso de los grandes caballos de la marquesa anunció que el coche había llegado —fiel al arte de vivir de su juventud, la señora de Sommières sólo utilizaba el «coche de petróleo» cuando no le quedaba más remedio y únicamente concebía sus desplazamientos por la ciudad con un tiro de alta calidad—, Aldo fue a su habitación a fin de cambiarse el esmoquin por unas prendas más prácticas para viajar en el suelo de un cupé. Cogió un maletín con sus útiles de aseo, bajó la escalera y, tras asegurarse de que no había ni un alma en la calle, se metió en el coche, que Cyprien había tenido la precaución de no detener junto a una farola. Unos minutos más tarde, las dos damas, escoltadas por Adalbert, se reunieron con él. No tardaron en llegar a la calle Alfred-de-Vigny, donde el pasajero clandestino se apeó tranquilamente en el patio de la mansión Sommières, una vez cerrado el portalón.

Como era demasiado temprano para ir a acostarse, después de instalar a tía Amélie en el pequeño ascensor que le ahorraba subir la escalera se dirigió al invernadero, situado a continuación del gran salón, para tomarse una copa mientras reflexionaba.

Tenía una sensación extraña. Dos años antes, más o menos por esas fechas, se encontraba en el mismo lugar ardiendo en deseos de invadir la mansión vecina para llevarse a la dama que ocupaba sus pensamientos, la encantadora y frágil Anielka Solmanska, a quien un padre ávido y autoritario había entregado al Minotauro del tráfico de armas, el rico y poderoso Eric Ferráis, mucho mayor que ella[7]. Ahora, el decorado quizá no había cambiado, pero los personajes, en cambio, habían sufrido una singular transformación. Eric Ferráis había pagado con su vida un amor que, sin ser senil, era excesivamente tardío. En cuanto a la mujer tan ardientemente codiciada entonces, había sido necesario un innoble chantaje para que él, Morosini, acabara aceptándola cuando ya no quedaba nada, absolutamente nada, de una de esas pasiones violentas y efímeras que se consumen por sí solas.

Esa noche, sin embargo, ella estaba de nuevo allí, detrás de las paredes de doble grosor, haciendo Dios sabe qué, durmiendo quizás, aunque era poco probable, pues tenía más bien hábitos nocturnos. En Venecia, cuando no salía —casi siempre sola, ya que Aldo no mostraba ningún interés en consagrar mediante su presencia una unión que no deseaba—, la luz permanecía encendida hasta muy tarde en su habitación, donde charlaba con Wanda, su doncella, fumando, jugando a las cartas e incluso bebiendo champán, lo que provocaba en Celina una cólera contenida.

—¡No sólo es una zorra sino que encima bebe! —refunfuñaba la fiel cocinera—. ¡Una princesa Morosini borracha, lo nunca visto!

En realidad, Anielka debía de beber moderadamente, pues su comportamiento diurno nunca se resentía de sus libaciones nocturnas.

Hablando de alcohol, Aldo se sirvió otra copa, pero no volvió a sentarse. Dominado por un súbito deseo de comprobar qué pasaba en la mansión vecina, abrió despacio la cristalera, bajó los peldaños y caminó hasta el final del jardín a fin de observar la fachada. Tal como imaginaba, había luz en dos de las ventanas de la planta baja, las que, por lo que recordaba, iluminaban un saloncito. La decisión de Aldo fue inmediata: ¡había ido a ver y vería! Entró para dejar la copa y luego se dirigió sin hacer ruido hacia los setos de rododendros, hortensias y alheñas que trazaban, junto con una corta verja contra la pared, la frontera entre las dos mansiones contiguas.

No era la primera vez que cruzaba esa muralla vegetal. Ya lo había hecho la noche en que Eric Ferráis celebraba su compromiso con la bella polaca, y fue precisamente en aquella ocasión cuando estuvo a punto de caerle encima de la cabeza Adalbert Vidal-Pellicorne, invitado de la fiesta pero ocupado en los balcones del primer piso en unas actividades que no tenían mucho que ver con el comportamiento normal de un hombre de la buena sociedad[8].

Nada de tal índole había que temer esta vez: Adalbert debía de estar preparándose para emprender el viaje a Londres.

Una vez que hubo saltado por encima de los arbustos sin hacer ruido, Morosini se acercó a las ventanas con paso sigiloso. El espectáculo que descubrió tenía algo de apacible, casi familiar: Anielka, con un cigarrillo entre los dedos, estaba sentada en un sofá con las piernas recogidas bajo el cuerpo, en una postura habitual en ella. Hablaba con alguien a quien Aldo no vio enseguida. Pensó que se trataba de Wanda, pero, para asegurarse, se desplazó hasta la ventana de al lado y allí contuvo a duras penas una exclamación: sentado en un sillón y fumando también, había un hombre, y ese hombre no era otro que John Sutton, el hijo bastardo, el enemigo jurado de Anielka, el hombre que afirmaba tener la prueba de su culpabilidad en el asesinato de su marido. ¿Qué hacía allí, instalado como en su casa, sonriendo incluso a esa joven, a la que parecía mirar con placer? Es cierto que, fiel a su imagen, Anielka estaba preciosa con un vestido de crespón de China rosa pastel bordado con perlitas brillantes, apenas más largo que una camisa y que no evocaba el luto ni por asomo. Camisa, por cierto, no llevaba: unos finísimos tirantes sostenían la seda del vestido sobre unos pechos libres de toda traba.

Las ventanas estaban cerradas, de modo que era imposible oír lo que se decían aquellos dos, tanto más cuanto que no debían de hablar muy alto. Tan sólo la risa de Anielka logró atravesar el cristal. De pronto, la escena cambió: Sutton apagó el cigarrillo medio consumido en un cenicero, se levantó, se acercó al sofá y asió las dos manos de la joven para hacerla levantarse, tras lo cual la abrazó con una fogosidad que expresaba elocuentemente el deseo que sentía.

Mientras Sutton hundía la cara en el delgado cuello, ella se abandonó a su abrazo, pero cuando él intentó apartar la frágil barrera del vestido, ella lo rechazó, atenuando su gesto con una sonrisa y un suave beso en los labios. Luego, cogiéndolo de la mano, se dirigió con él hacia la puerta y la abrió antes de apagar la luz. Al cabo de un momento, la ventana del balcón central, en el primer piso, se iluminaba: la que Aldo sabía que correspondía al dormitorio de lady Ferráis.

Morosini se quedó inmóvil, sorprendido él mismo de su falta de reacción. Esa mujer, «su» mujer según la ley, estaba acostándose con otro hombre y lo único que eso le inspiraba era una vaga cólera neutralizada por la repugnancia. En una situación normal, debería haber roto los cristales de la ventana, haberse abalanzado sobre la pareja para separarla y haber grabado a puñetazos su resentimiento en la cara de su rival. Pero en las circunstancias actuales Sutton no era su rival, puesto que él ya no estaba enamorado, no era sino un pobre imbécil más que había caído, como él mismo, en la trampa de una sirena poco corriente que utilizaba su cuerpo como quien toca la guitarra.

Por el momento, más valía no manifestarse y observar de cerca los tejemanejes de aquel par.

Una idea cruzó de pronto la mente de Aldo mientras éste se abría de nuevo paso entre los arbustos floridos: Adalbert salía unas horas más tarde para ver a Gordon Warren. Era preciso que supiera que John Sutton se había pasado al bando enemigo. Eso podía evitar muchos tropiezos y quizá ser de alguna utilidad al superintendente.

De vuelta en territorio Sommières, encontró a Marie-Angéline sentada en la escalera, sujetándose las rodillas con los brazos. Debería haberse figurado que no iría a acostarse antes de que él regresara.

—¿Ha descubierto algo?

—Sí…, y se trata de algo que he de hacer saber a Vidal-Pellicorne. ¿El teléfono sigue en casa del guardes?

—Pues sí. No hemos cambiado de opinión sobre eso.

En efecto, la señora de Sommières detestaba la idea de que un vulgar aparato pudiera llamarla como a una simple criada. Para facilitar la vida cotidiana, había terminado por aceptarlo, pero en la vivienda de los guardeses, y Aldo no pensaba hacer a éstos testigos de sus infortunios conyugales.

—Entonces iré a verlo.

—No es prudente. Con la de precauciones que hemos tomado para traerlo aquí… ¿Y si lo ven desde la casa de al lado?

—No hay ninguna posibilidad, créame —dijo en tono irónico—. Deme una llave, no tardaré mucho.

Unos segundos más tarde, emprendía su carrera hacia la calle Jouffroy lamentando que el parque estuviera cerrado; cruzarlo habría acortado el trayecto, pero para un hombre tan bien entrenado como él aquello no suponía un problema.

Lo que sí lo supuso fue conseguir que le abrieran. Adalbert y su sirviente debían de dormir a pierna suelta en espera de que se hiciese la hora de tomar el tren, y pasó un buen rato antes de que la voz soñolienta del arqueólogo preguntase quién era.

—¡Soy yo, Aldo! Abre, por favor. Tengo que hablar contigo.

La puerta se abrió.

—¿Qué pasa? ¿Has visto qué hora es?

—Para las cosas importantes no hay hora. Acabo de ir a ver qué hacen en la mansión Ferráis.

—¿Y qué hacen?

—He visto a mi mujer, con un traje de noche muy escotado, extasiada entre los brazos de su mejor enemigo, John Sutton.

—¿Cómo?… Ven, voy a preparar café; esta noche ya no dormiré.

Mientras Aldo molía el café, Adalbert puso agua a hervir y sacó unas tazas y azúcar.

—Saca también el calvados —pidió Aldo—. Necesito un estimulante.

—Así que los has visto, ¿eh? —dijo Vidal-Pellicorne, mirando a su amigo con expresión de inquietud.

—Como estoy viéndote a ti… Bueno, desde un poco más lejos. Ellos estaban en el saloncito y yo al otro lado de las cristaleras, donde nos encontramos por primera vez. Después de… los preliminares, se han cogido de la mano como dos niños buenos para ir a saborear el plato fuerte en el piso de arriba.

—Y… ¿qué has hecho tú?

Morosini alzó hacia su amigo unos ojos cuyo color estaba pasando curiosamente del azul acero al verde.

—Nada —contestó—. Nada en absoluto… En cuanto a lo que he sentido, ha sido un breve acceso de furia rápidamente sofocado por la repugnancia, pero nada de dolor. Si necesitara una confirmación acerca de mis sentimientos hacia ella, acabo de recibirla. Esa mujer me asquea. Lo que no significa que un día u otro no le haga pagar lo que está haciendo mientras todavía es mi mujer.

El suspiro de alivio que dejó escapar Adalbert habría bastado para hinchar un globo aerostático.

—¡Uf!… Eso me gusta más. Perdona que insista, pero vuelve a decirme cómo iba vestida.

—Un sucinto vestido de crespón de China rosa adornado con perlas y nada debajo.

—¿Habiéndose enterado de la muerte de su padre no hace ni dos días? ¡Muy curioso!… En cualquier caso, has hecho bien en venir. Veré con Warren qué puede deducirse del cambio de chaqueta de Sutton.

—Bueno, lo de cambio de chaqueta quizá sea excesivo, porque hasta cuando quería verla caminar hacia la horca admitía haberla deseado. Y Anielka me dijo que, cuando se lo encontró en Nueva York, le había propuesto que se casara con él, cosa que ella rechazó castamente. Y todo porque me quería a mí. En fin, ésa es la versión destinada a mí.

—¡Vete a saber qué hay de verdad en los sentimientos de esa mujer! A lo mejor a ti también te quiere.

—No te esfuerces: me tiene absolutamente sin cuidado.

Tras pronunciar esta frase lapidaria, Aldo se tomó la taza de café acompañada de un vivificante calvados, deseó un buen viaje a su amigo y emprendió el camino de vuelta a la calle Alfred-de-Vigny. No tan deprisa como a laida, pero sin entretenerse demasiado, pues acababa de recordar que se le había olvidado preguntar una cosa a Plan-Crépin.

Sin embargo, no tenía por qué preocuparse: Plan-Crépin seguía levantada. Sencillamente, había cambiado de escalera y en ese momento estaba sentada, con la cabeza sobre las rodillas, en los peldaños que quedaban junto al ascensor.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Casi, pero debo pedirle un favor. ¿Tiene intención de ir a misa dentro de un rato?

—Por supuesto. Hoy es Santa Petronila, virgen y mártir —contestó aquella curiosa cristiana.

—Intente averiguar si ayer llegó alguien a la casa Ferráis. Un hombre… —Para evitar posibles preguntas, añadió—: Después le contaré. Ahora tengo que irme a descansar… y usted también.

A la hora del desayuno —que tomaban juntos en el comedor—, Aldo recibió la información que deseaba: dos días antes había llegado alguien de Londres, en efecto, pero aquello no tenía nada de extraordinario, puesto que se trataba del secretario del difunto sir Eric Ferráis, que había ido a reunirse con la viuda para tratar asuntos que afectaban a ambos. Esa misma mañana se marchaba.

—¿Y ella se va también?

—No. Es más, creo que espera otra visita: la polaca encargada del abastecimiento ha comprado provisiones en cantidad.

—Pero ¿cómo puede la… jugadora de tric-trac enterarse con tanta rapidez de lo que pasa aquí al lado? ¿Es que la guardesa también va a misa?

—A veces. En cualquier caso, lo importante es que la señorita Dufour, que así es como se llama, va todas las mañanas a la mansión Ferráis para tomar un suculento desayuno sin el cual le resultaría difícil realizar su trabajo. Su patrona, con la excusa de que tiene que mantener a treinta gatos, compensa gastando poco en ella misma y en su señorita de compañía, a la que alimenta miserablemente. Pero la señorita Dufour tiene buen apetito, y así es como llegamos a la situación actual.

—¿A quién creen que espera esa mujer? —preguntó la señora de Sommières, que había escuchado atentamente mientras bebía el café con leche a sorbitos.

—Quizás a su hermano y su cuñada. Si han obtenido la autorización para llevarse el cuerpo de Solmanski a Polonia, tienen que pasar por París para tomar con el ataúd el Nord-Express. Si los horarios no coinciden, eso los obliga a pasar unas horas aquí.

—¿Tantas provisiones para sólo dos personas más durante unas horas? —dijo Marie-Angéline con expresión de duda—. Soy del parecer, como decimos en Normandía, que va a haber que vigilar a su mujer más estrechamente que nunca, querido príncipe. Durante el día no hay problema, pero, por la noche, le propongo que nos relevemos.

—¡Plan-Crépin! —exclamó la marquesa—. ¿Pretende ponerse a corretear otra vez por los tejados?

—Exacto. Pero no tenemos por qué preocuparnos: es fácil acceder a ellos. Además, debo reconocer que me encanta —añadió la solterona con un suspiro de placer.

—Está bien —dijo la anciana dama alzando los ojos al cielo—, así se divertirá un poco.

Unas horas más tarde, la benévola ayudante de Aldo encontraría nuevo material para satisfacer su curiosidad. Acababa de salir de la mansión Sommières para ir a la iglesia de Saint-Augustin cuando un taxi se detuvo delante de la residencia que tanto le interesaba. Tres personas se apearon de él: un joven moreno, delgado y apuesto, de maneras arrogantes, una muchacha rubia, vestida con bastante elegancia pero de forma un poco extravagante, y para acabar un hombre mucho mayor que llevaba lentes, barba y bigote, y que permanecía encorvado apoyándose en un bastón.

Para tener oportunidad de pararse, Marie-Angéline se puso de pronto a revolver frenéticamente el bolso como quien cree haberse dejado algo en casa, lo que le permitió quedarse plantada a dos o tres metros del grupo, que, dicho sea de paso, no le prestó ninguna atención.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó la joven con un acento nasal que no podía ser sino de la otra orilla del Atlántico.

—Sí, querida —respondió el joven, con un acento más cercano a la Europa central—. Ten la bondad de llamar. ¡No entiendo cómo es que no han abierto la portalada con antelación! Tío Boleslas podría coger frío…

Hacía un sol radiante y un suave calor primaveral envolvía París, pero al parecer la salud del anciano era frágil.

—El señor debería haberse quedado dentro —dijo el conductor, compadecido ante el aspecto tembloroso del personaje—. Habría podido entrar con el coche en el patio…

—No es necesario, amigo, no es necesario. ¡Ah, ya abren! ¿Quieres pagarle a este hombre, Ethel? Tío Boleslas, cógete de mi brazo. Mira, ahí está Wanda. Ella se ocupará del equipaje.

La doncella polaca salía al encuentro de los viajeros. Considerando que ya había visto bastante, Marie-Angéline se dio una palmada en la frente, cerró el bolso y, dando media vuelta, volvió sobre sus pasos corriendo.

Cruzó los salones a la velocidad del rayo y entró en tromba en el invernadero, donde la señora de Sommières se instalaba al final del día para la ceremonia diaria de la copa de champán. Sentado junto a ella, Aldo se hallaba sumergido en una obra que había encontrado en la biblioteca y que trataba de los tesoros de la casa de Austria, y en particular del emperador Rodolfo II. Obra, por lo demás, incompleta, en palabras del propio autor, dada la cantidad de objetos que poseía este último personaje, gran parte de los cuales había sido vendida o robada después de su muerte. No era la primera vez que el príncipe anticuario se interesaba por ese increíble batiburrillo de objetos heteróclitos en el que, junto a magníficos cuadros y hermosas alhajas, figuraban raíces de mandrágora, fetos peculiares, un basilisco, plumas indias, una figura diabólica dentro de un bloque de cristal, corales, fósiles, piedras marcadas con signos cabalísticos, dientes de ballena, cuernos de rinoceronte, una cabeza de muerto acompañada de una campanilla de bronce para llamar a los espíritus de los difuntos, un león de cristal, clavos de hierro procedentes del arca de Noé, manuscritos raros, un bezoar enorme procedente de las Indias portuguesas, el espejo negro de John Dee, el célebre mago inglés, y montones de cosas más destinadas a alimentar la pasión de un soberano cuya eterna melancolía empujaba a la magia y la nigromancia.

Que todo eso se hubiera dispersado no tenía nada de sorprendente, pero cabía esperar que al menos las piedras de gran valor hubieran dejado un rastro, y el rubí debía de figurar entre las más importantes. Sin embargo, no aparecía mencionado en ninguna parte.

La llegada tumultuosa de una Marie-Angéline hecha un manojo de nervios le hizo olvidar su investigación.

Por la descripción detallada que hizo de ellos, Morosini no tuvo ninguna dificultad para identificar a los dos primeros personajes: a todas luces, Sigismond Solmanski y su esposa norteamericana. En cuanto al «tío Boleslas», era para él a la vez una novedad y un descubrimiento, por la sencilla razón de que nunca, absolutamente nunca, había oído hablar de él.

—Descríbamelo otra vez —le pidió a Marie-Angéline, que lo hizo de nuevo y con más brío aún.

—¿Dice que no parece muy fuerte y que camina encorvado? ¿Tiene una idea de cuál puede ser su estatura real?

—¿Y a ti qué te ronda por la cabeza? —preguntó la señora de Sommières.

—No sé… Me parece tan rara la llegada repentina de ese tipo cuyo nombre nunca ha sido mencionado, ni siquiera con motivo del enlace Ferráis, en el que estuvo medio mundo… Además, cuando se compra un apellido, no se reparte también entre los hermanos, y la verdadera identidad de Solmanski es rusa.

—¡No digas tonterías! Puede ser un hermano por parte materna.

—Hummm… sí, es posible, lo reconozco. Sin embargo, me cuesta creerlo. Me parece recordar que Anielka me dijo un día que no tenía familia por parte de su madre.

—Entonces, ¿qué es lo que supone? —dijo Marie-Angéline, siempre dispuesta a seguir las pistas más fantasiosas—. ¿Que podría ser el suicida de Londres, que no murió o que ha resucitado milagrosamente?

—¡Otra que desvaría! —protestó la marquesa—. Hija mía, entérese de que, cuando alguien muere en la cárcel, sea en el país que sea salvo quizás entre los salvajes, no se libra de la autopsia. Así que ponga los pies en el suelo.

—Tiene razón —dijo Aldo suspirando—. Estamos desvariando los dos, como usted dice. Pero, de todas formas, me gustaría entender lo que está pasando ahí al lado.

—Presiento —dijo Marie-Angéline con satisfacción— que nos espera una noche apasionante.

Sin embargo, para su gran decepción, y también para la de Aldo, fue imposible echar el menor vistazo al interior de la casa. Pese a la suavidad del tiempo, en cuanto empezó a declinar el día cerraron las ventanas y corrieron las cortinas, tal como Morosini pudo comprobar cuando salió al jardín a fumar un cigarrillo al hacerse de noche. Había luz en las habitaciones de la planta baja y también en las del primer piso, pero sólo salía en forma de delgados rayos brillantes. Una expedición al tejado hacia medianoche no aportó nada. Aldo decidió ir a acostarse y dejó a la obstinada Marie-Angéline compartir con los gatos la compañía de las tejas, los balaustres y los canalones. Ésta bajó al clarear el día para asearse rápidamente e ir a misa, con tanta precipitación que llegó antes de que abrieran la iglesia.

Volvió con un cargamento de información. Quizá para hacerse perdonar la noche pasada en blanco, la suerte había querido que la guardesa de la mansión Ferráis fuera también al servicio matinal. Aquella mujer consideraba normal y un signo de respeto ir a rezar por el pobre difunto que esperaba, en la consigna de la estación del Norte, la salida del gran expreso europeo encargado de repatriarlo, salida que tendría lugar esa misma noche. Y más interesante todavía era que lady Ferráis —¡todo el mundo se había puesto de acuerdo para llamarla así!— no acompañaría el cuerpo de su padre como se habría podido suponer. Se quedaría algún tiempo más en París con el señor mayor, que estaba demasiado cansado para continuar el viaje.

—He preguntado, claro está, si habían llamado a un médico —añadió Marie-Angéline—, pero por lo visto consideran que no merece la pena porque dentro de unos días estará repuesto.

—¿Y qué va a hacer la bella Anielka con su tío cuando se haya recuperado? —preguntó la señora de Sommières—. ¿Llevarlo a Polonia?

—Eso lo sabremos, supongo, los próximos días. ¡Habrá que tener paciencia!

—Yo no tengo mucha —gruñó Morosini—, y tampoco tengo tiempo. Sólo espero que no esté pensando en llevarlo a Venecia. Sabe desde el día de la boda lo que pienso de su familia.

—No se atreverá a hacer una cosa así. Tranquilízate.

—Me resulta bastante difícil. Ese tal tío Boleslas no me dice nada bueno.

La cosa empeoró cuando unos días más tarde Adalbert regresó de Londres.

El egiptólogo, sin llegar a estar preocupado, se mostraba sorprendido.

—Jamás habría pensado que un cruel asesino como Solmanski, prácticamente condenado a la horca, estuviese tan bien relacionado. Y Warren tampoco, claro. Se habría dicho que, tras la muerte de Solmanski, la única preocupación de la justicia británica era aliviar la pena de la familia. Las puertas de la prisión se abrieron ante Sigismond y su mujer, a quienes fue entregado el cuerpo del suicida. Habían suplicado que les evitaran el horror de una autopsia totalmente innecesaria, puesto que se conocía la causa de la muerte: envenenamiento por veronal. Pero Warren, muy apegado a las tradiciones y los usos, está muy molesto. Le horroriza recibir órdenes.

—Al valorar el dolor de la familia, ¿se tuvo en cuenta también el del tío Boleslas? —preguntó Aldo.

—¿Quién es ése?

—¿Cómo? ¿No estaba en Londres el tío Boleslas? ¿Cómo es posible, entonces, que llegara aquí el otro día con Sigismond y su mujer, que lo llevaban entre algodones de lo achacoso que estaba?

—Es la primera vez que oigo hablar de él. ¿Y dónde está ahora?

—Aquí al lado —respondió Morosini en tono sarcástico—. La joven pareja sólo se quedó veinticuatro horas, hasta la siguiente salida del Nord-Express, tras dejar el ataúd en la consigna de la estación. Pero, si bien llegó con el tío Boleslas, se marchó sin él. El pobre hombre está agotado; necesita descansar y reponer fuerzas. Y de eso está ocupándose en este momento mi querida mujer, antes de llevarlo a… no sabemos qué destino, aunque espero que no sea mi casa.

—¡Vaya, vaya!

Adalbert había entornado los ojos hasta convertirlos en dos líneas delgadas y brillantes. Al mismo tiempo, el arqueólogo fruncía la nariz como un perro olfateando una pista. Era evidente que el tono sarcástico de su amigo le daba que pensar.

—Se me ocurre una cosa —dijo—, y me pregunto si por casualidad no se te habrá ocurrido a ti también. Es disparatado, pero de esa gente me creo cualquier cosa.

—Explícame de qué se trata y te diré si estamos de acuerdo.

—Muy sencillo: Solmanski no tomó veronal sino una droga que simula la muerte o que lo sumió en un estado de catalepsia. Las autoridades tuvieron la gentileza de entregarlo a su desconsolada familia y, una vez en Francia, ésta lo sacó de la caja para introducirlo en el personaje del tío Boleslas.

—¡Justo! Aunque no paro de repetirme que es un plan muy difícil de llevar a cabo.

—Olvidas el dinero. Esa gente es muy rica: además de la fortuna de Ferráis, de la que tu querida mujer, como dices, ha recibido una buena parte, está la esposa norteamericana de Sigismond, que, conociendo al granuja, no debe de encontrarse en una mala situación económica. En tu opinión, ¿cuánto tiempo se quedarán aquí Anielka y su tío?

Durante tres días más, Aldo, encerrado en casa de tía Amélie, reprimió su impaciencia dedicándose a devorar todo lo interesante que encontraba en la biblioteca o a hablar durante horas con Adalbert sobre el posible camino seguido por el rubí después de su llegada a Praga. Lo primero que habían hecho había sido escribir a Simón Aronov para ponerlo al corriente y pedirle alguna orientación, pero, en espera de la respuesta, Morosini se aburría solemnemente y sólo encontraba cierto alivio cuando, ya entrada la noche, podía bajar al jardín para observar los escasos movimientos que se producían en la casa vecina. En cuanto a Marie-Angéline, no dejaba de hacer, noche tras noche, una excursión al tejado con la esperanza, siempre frustrada, de ver algo. Los habitantes de la mansión Ferráis continuaban viviendo con las ventanas cerradas y las cortinas corridas pese a que hacía un tiempo deliciosamente suave, lo que demostraba fehacientemente que tenían algo que ocultar.

Alrededor de ese islote silencioso, París se agitaba en medio de los grandes festejos permanentes de los VII Juegos Olímpicos y de los sobresaltos de un gobierno en ebullición que arrastraría en su caída al presidente de la República, Alexandre Millerand. Y esta situación se prolongó hasta la mañana del cuarto día, en que Marie-Angéline volvió de misa corriendo: lady Ferráis y tío Boleslas saldrían de París al día siguiente por la noche a bordo del Arlberg-Express. Inmediatamente, una llamada telefónica informó a Vidal-Pellicorne, que se apresuró a ir a Cook para reservar el sleeping de Plan-Crépin. Como no se sabía dónde pensaba bajar la pareja, le pareció prudente sacar el billete hasta Viena.

Aunque Adalbert dudaba de que, si tío Boleslas era el difunto Solmanski, se atreviera a cruzar la frontera austríaca.

—¿Disfrazado y con documentación falsa? ¿Por qué no? —repuso Aldo—. Nuestro amigo Schindler[9] ha debido de enterarse del suicidio y no malgastará el tiempo sentado junto al puesto fronterizo. Una cosa es segura: Anielka no lo lleva a mi casa. Como no tienen ningún motivo para pensar que los espían, habrán tomado el Simplón.

Al día siguiente por la noche, Marie-Angéline, contentísima de la escapada y del papel que le hacían desempeñar, montaba en el mismo coche-cama. Y la espera empezó de nuevo.

Una espera un poco angustiosa para Morosini, preocupado ante la idea de que su emisaria se hallara expuesta a no pegar ojo otra vez en toda la noche. Pero tía Amélie lo tranquilizó:

—Ya sabes que Marie-Angéline se entera siempre de lo que quiere saber. Me apuesto lo que sea a que media hora después de salir el tren descubrirá el destino de la pareja.

A la mañana siguiente, en efecto, una llamada telefónica desde Zúrich aclaraba la situación: los viajeros se habían instalado en el mejor hotel de la ciudad, el Baurau-Lac, y naturalmente Plan-Crépin había hecho lo mismo. Ésta pudo precisar a sus interlocutores que Anielka se había registrado con el nombre de princesa Morosini y el tío con el de barón Solmanski.

—¿Qué hago ahora? —preguntó.

—Esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—Hasta que ocurra algo. Si esto se prolongara mucho, enviaríamos a alguien para relevarla. Ahora que lo pienso, vamos a hacerlo ya. Debemos evitar que se fijen en usted —decidió Morosini.

Esa misma noche, Romuald, hermano gemelo de Théobald, el criado para todo de Vidal-Pellicorne, emprendía el viaje con destino a Suiza. Conocía perfectamente a los Solmanski, padre, hijo e hija, por haber intervenido en la tragicomedia en que se había convertido la boda de Anielka y Eric Ferráis[10], y Marie-Angéline lo apreciaba.

Dos días más tarde, esta última estaba de vuelta con más noticias: la joven había partido para Venecia y tío Boleslas se había quedado acabando de recobrar la salud bajo la mirada vigilante de un Romuald firmemente decidido a no dejarlo ni a sol ni a sombra.

—¿Se ha ido sola? —preguntó Aldo.

—Sí. Bueno, acompañada de Wanda, claro.

—En tal caso, yo también voy a volver a casa. Ya va siendo hora de que vaya a ver cómo marchan las cosas por allí.

—¿Piensas poner en marcha la solicitud de anulación al tribunal de Roma? —preguntó la señora de Sommières.

—Es lo primero que voy a hacer. En cuanto llegue, pediré audiencia al patriarca de Venecia[11].

—Supongo que te ayudará que una vieja descreída como yo rece por ti —dijo la señora de Sommières dándole un beso, lo que en ella era muestra de una emoción extraordinaria.

Provisto de un montón de recomendaciones, Aldo se puso en camino hacia Venecia en el Simplon-Orient-Express. Le había hecho prometer a Adalbert que le daría noticias de Simón Aronov en cuanto las recibiera. El rastro del rubí todavía estaba caliente; no había que dejar que se enfriara.