En Madrid, igual que en París o en Londres, Aldo Morosini sólo conocía un hotel: el Ritz. Había escogido estos establecimientos fundados por un suizo genial porque apreciaba su estilo, su elegancia, su cocina, su bodega y cierto arte de vivir que, ligeramente adaptado a cada ciudad, no dejaba de establecer una relación indiscutible entre los tres y permitía al viajero, por más exigente que fuera, sentirse siempre en ellos como en su casa.
En esta ocasión, sin embargo, sólo se quedó veinticuatro horas, justo el tiempo necesario para que el recepcionista le diera la dirección del palacio de la reina María Cristina, exarchiduquesa de Austria, para ir a preguntar por el marqués de Fuente Salada y para enterarse de que éste se había marchado nada más llegar a la residencia real, donde lo esperaba un telegrama reclamando su presencia en Tordesillas. Su esposa estaba enferma.
Aquello fue una sorpresa para Aldo, quien no imaginaba que ese viejo bandido enamorado de una reina que llevaba muerta casi cinco siglos tuviera una esposa, pero la dama de honor asmática y coja que había recibido al veneciano aseguró, alzando los ojos al cielo, que era uno de los mejores matrimonios bendecidos por el Señor.
Con todo, no olvidó preguntar la razón por la que un caballero extranjero deseaba ver al personaje más xenófobo del reino. Pero la respuesta estaba preparada: deseaba hablar con él sobre un hecho nuevo, un detalle descubierto por un historiador francés y relativo a la estancia de la reina Juana y su esposo en la residencia del rey Luis XII en Amboise el año de gracia de 1501.
El efecto fue milagroso. Al cabo de un momento, Aldo se encontraba en la calle con la dirección y los deseos de que tuviera un buen viaje. No tuvo más que ir a consultar la guía de ferrocarriles y reservar una plaza en el tren de Medina del Campo, con el que, por la línea de Salamanca a Valladolid, acabaría llegando a Tordesillas. Lo que, a causa de unos horarios caprichosos, representaba un viaje de largo recorrido para menos de doscientos kilómetros.
El trayecto a través de los desiertos de tierra y granito de Castilla la Vieja fue monótono. Hacía mucho calor y el cielo de un azul blanquecino se extendía abrasando los pueblos y los caminos, que parecían errar en busca de las pocas casas dispersas por los valles y las alturas de una sierra deprimente. Al llegar a Tordesillas después de haber soportado una elevada temperatura, Morosini, cubierto de polvo y de carbonilla, se sentía sucio y de mal humor. Tenía que necesitar de verdad los conocimientos de ese viejo loco para seguirlo hasta esa pequeña ciudad gris, extendida sobre una colina desde la que se dominaba el Duero. No quedaba nada del sombrío castillo en el que, durante cuarenta y seis años, una reina de España, secuestrada por la voluntad de un padre despiadado y luego de un hijo que aún lo era más, había vivido la larga pesadilla en la que alternaban la desesperación y la locura. Los descendientes habían preferido derribar aquel testigo de piedra.
Desde el punto de vista del turismo, era una lástima. La presencia del castillo habría atraído a las masas y justificado la existencia de un hotel decente en aquella pequeña ciudad de cuatro o cinco mil habitantes. El establecimiento en el que se instaló Aldo no era digno ni de una cabeza de partido francesa: el recién llegado se encontró con una especie de celda monacal encalada y un olor de aceite rancio que no decían mucho en favor de la cocina de la casa. En tales condiciones, no había que alargar la estancia. Debía ver a Fuente Salada cuanto antes.
Así pues, aprovechando el fresco que traía la caída de la tarde, Morosini se tomó el tiempo justo de lavarse un poco, preguntó por la iglesia junto a la que vivía su presa y emprendió a paso alegre el camino por las callejuelas, reanimadas por la proximidad del crepúsculo.
No le costó encontrar lo que buscaba; era una gran casa cuadrada, medio fortaleza y medio convento, cuyas escasas ventanas estaban provistas de fuertes rejas salientes que desanimaban a cualquier visitante intempestivo. Encima de la puerta cintrada, varios blasones más o menos desvencijados parecían amontonarse. No sería fácil invadir esa ciudadela… Pero tenía que entrar como fuese, porque si Fuente Salada se había apoderado del retrato, éste sólo podía encontrarse en esa casa. Lo difícil era asegurarse.
En vista de que el entusiasmo de un momento antes había dejado paso a algunas reflexiones, Aldo decidió utilizar una estratagema para conseguir que le abrieran aquella puerta cerrada a cal y canto. Ajustándose el sombrero, se acercó para levantar la pesada aldaba de bronce, que al caer hizo un ruido tan cavernoso que el visitante se preguntó por un instante si la casa no estaría deshabitada. Pero no: al cabo de un instante oyó unos pasos quedos deslizarse por lo que sin duda era un suelo embaldosado.
Los goznes debían de estar bien engrasados, pues la puerta se entreabrió sin hacer el ruido apocalíptico que Morosini había imaginado. Un rostro de mujer alargado y arrugado, digno de haber sido pintado por el Greco, apareció entre una cofia negra y un delantal blanco que anunciaban a una sirvienta. Ésta miró un momento al extraño antes de preguntarle qué quería. Aldo, esforzándose en hablar lo mejor posible en español, dijo que deseaba ver al señor marqués… de parte de la reina. De pronto, la puerta se abrió de par en par y la mujer hizo una especie de reverencia mientras Morosini tenía la impresión de cambiar de siglo. Aquella casa debía de datar de la época de los Reyes Católicos y la decoración interior seguramente no había cambiado mucho desde entonces. Lo dejaron en una sala para acceder a la cual había tenido que bajar dos escalones y cuya bóveda estaba sostenida por pesados pilares. Los únicos muebles eran dos bancos de roble negro con respaldo, pegados a la pared y enfrentados. De repente, Morosini sintió frío, como sucede al entrar en el locutorio de algunos conventos particularmente austeros.
La mujer regresó al cabo de un momento. Don Basilio la acompañaba, pero su sonrisa atenta se transformó en una horrible mueca cuando reconoció al visitante.
—¿Usted? ¿De parte de la reina?… ¡Esto es una traición! ¡Salga de aquí!
—Ni hablar. No he hecho todo este camino con un calor abrasador por el simple placer de saludarlo. Tengo que hablar con usted…, y de cosas importantes. En cuanto a la reina, sabe perfectamente que tenemos muy buenas relaciones; la marquesa de Las Marismas, que me ha dado su dirección, podrá confirmárselo.
—¿No lo han metido en la cárcel?
—No ha sido porque usted no haya hecho lo necesario para que acabara ahí… Pero ¿no podríamos hablar en un sitio más acogedor? Y sobre todo a solas.
—Venga —dijo el otro de mala gana, después de haber hecho una seña indicando a la sirvienta que se retirara.
Si bien el vestíbulo era de una sobriedad monacal, la cosa era muy distinta en la sala donde fue introducido el visitante. Fuente Salada la había convertido en una especie de santuario dedicado a la memoria de su princesa: entre las banderas de Castilla, de Aragón, de las diferentes provincias que componían España y de las tres órdenes de caballería, una alta cátedra de madera labrada estaba dispuesta sobre un estrado con tres escalones y bajo un dosel de tela con los colores reales. Sobre ese trono improvisado estaba colgado un retrato de Juana: un simple grabado en blanco y negro. En la pared de enfrente, levantada en piedra que no se había considerado necesario cubrir con argamasa ni enlucir con cal, un gran crucifijo de ébano extendía sus brazos descarnados, y en los dos lados de la sala una fila de escabeles estaba dispuesta de forma simétrica, cada uno bajo el escudo del noble que supuestamente ocupaba ese lugar los días de Gran Consejo. El conjunto resultaba bastante impresionante, y esa impresión aumentó cuando el marqués, al cruzar la estancia para ir hasta otra puerta, flexionó brevemente la rodilla delante del trono. Cortésmente, Morosini hizo lo mismo, lo que le valió la primera mirada de aprobación de su anfitrión.
—Este asiento —explicó este último— no ha sido escogido al azar. «Ella» se sentó en él. Procede de la Casa del Cordón, en Burgos, y probablemente sea mi más preciado tesoro. ¡Pasemos a mi despacho!
La palabra «leonera» era la más adecuada para designar aquel cuarto estrecho y asfixiante pese a la ventana abierta a un cielo que palidecía y a los murmullos del anochecer. Alrededor de una mesa de madera encerada con patas de hierro forjado, cubierta de papeles y de un batiburrillo de plumas, lápices y objetos al parecer sin destino, los libros apilados en el suelo embaldosado dificultaban la circulación. El marqués sacó de entre los montones un taburete, que ofreció a su visitante antes de llegar a su sillón, que tenía grandes clavos de bronce y estaba tapizado en una piel que en otro tiempo había sido roja. Era una pieza interesante, según juzgó el ojo experto del anticuario, y seguramente tan antigua como la propia casa. Se trataba, en cualquier caso, de una base sólida sobre la que su propietario se sentía estable, como atestiguaban sus manos firmemente apoyadas en los reposabrazos. La mirada había perdido ya todo rastro de amabilidad.
—Bien, hablemos, puesto que se empeña en hacerlo, pero hablemos deprisa. No puedo dedicarle mucho tiempo.
—Sólo le quitaré el que sea necesario. En primer lugar, sepa que si estoy libre es porque se ha demostrado mi inocencia.
—Me gustaría saber quién lo ha demostrado —dijo Don Basilio con una sonrisa sarcástica.
—La duquesa de Medinaceli en persona, gracias al testimonio de su secretaria. Comprendo que le resultara útil convertirme en su chivo expiatorio, pero la jugada le ha salido mal.
—Muy bien, pues me alegro por usted. ¿Y para decirme eso ha hecho el viaje?
—En parte, pero sobre todo para proponerle un trato.
Fuente Salada se puso en pie de un salto, como accionado por un resorte.
—Sepa, señor mío, que en mi casa no se emplea esa palabra. ¡Con un marqués de Fuente Salada no se hacen tratos! ¡Yo no soy un comerciante!
—No, usted es simplemente un comprador de un tipo muy particular. En cuanto a la transacción que le propongo…, ¿le parece más apropiada esta palabra?…, ya verá que dentro de un momento le parece interesante.
—Me extrañaría tanto que voy a rogarle que se retire.
—No antes de que me haya escuchado. ¿Me permite fumar? Es un hábito deplorable, lo sé, pero gracias a él mi cerebro funciona mejor, se me aclaran las ideas… —Sin esperar el permiso solicitado, Morosini sacó del bolsillo la pitillera de oro con sus armas grabadas y extrajo de ella un delgado cilindro de tabaco después de haberle ofrecido a su anfitrión, quien, mudo de indignación, lo rechazó con un breve ademán de la cabeza. Morosini encendió tranquilamente el cigarrillo, dio dos o tres bocanadas y, tras cruzar sus largas piernas llevando mucho cuidado con la raya del pantalón, declaró—: Piense lo que piense, la idea de poseer ese retrato no me ha pasado nunca por la cabeza. En cambio, daría cualquier cosa por saber qué ha sido del admirable rubí que la reina lleva al cuello en él. Si alguien puede decirme algo, es usted y sólo usted, puesto que, si su leyenda es cierta, en todo el mundo nadie sabe más sobre esa desdichada soberana que no reinó jamás.
—¿Y por qué le interesa esa piedra en concreto?
—Usted es coleccionista y yo también lo soy. Debería comprender con medias palabras, pero seré más explícito: ese rubí, que tengo motivos de sobra para creer que es el que busco, es una piedra maldita, una piedra dañina que no perderá su poder maléfico hasta que sea devuelta a su legítimo propietario.
—Que es su majestad el rey, por supuesto.
—De ninguna manera, y usted lo sabe perfectamente, ¿o acaso piensa decirme que ignora a quién pertenecía ese cabujón antes de que se lo regalaran a Isabel la Católica, que se lo dio a su hija cuando ésta se casó con Felipe el Hermoso?
Los ojos del anciano empezaron a lanzar destellos de odio.
—¡Ese canalla! ¡Ese flamenco que lo único que hizo con la perla más bella de España fue envilecerla y destrozarla!
—No voy a contradecirlo. Pero reconozca usted que la posesión de ese maravilloso rubí no le dio mucha suerte a su reina.
—Es posible que tenga razón, pero no tengo ningunas ganas de hablar sobre esa historia con usted. Uno sólo habla de aquéllos a los que venera con personas con las que se lleva bien, y no es ése su caso. ¡Ni siquiera es español!
—Personalmente, no lo lamento, y es un hecho al que tendrá que acostumbrarse; pero, puesto que parece no entenderme, le hablaré más claro: ha sido usted quien ha robado el retrato, o quien ha hecho que lo robe un sirviente, que se lo pasó por encima de la tapia del jardín a un cómplice disfrazado de mendigo, el cual se apresuró a llevarlo a casa de su señor hermano… ¿No se encuentra bien?
Aquello era poco decir: el marqués, cuyo semblante se había tornado de un color violeta purpúreo, parecía a punto de ahogarse. Sin embargo, al ver que Morosini se acercaba con intención de socorrerlo, alargó, para protegerse, un largo y delgado brazo al tiempo que balbucía:
—Esto…, esto es demasiado… ¡Váyase! ¡Salga de aquí!
—Tranquilícese, por favor. No he venido para juzgarlo, y todavía menos para quitarle el retrato. Ni siquiera le pido que confiese su hurto, y le doy mi palabra de que no se lo diré a nadie si usted me da lo que he venido a buscar.
—Creía que era amigo de doña Ana —dijo Fuente Salada, que poco a poco iba recuperando el color.
—Nos hemos hecho amigos a raíz de su intervención para evitar que fuera víctima de una injusticia. Pero el hecho de que recupere o no el cuadro me es absolutamente indiferente. Por lo demás, no estoy seguro de que ella tenga mucho empeño en recuperarlo.
—¿Está de broma?
—Ni por asomo. El retrato comportaba curiosas visitas nocturnas a la Casa de Pilatos todos los años. Por cierto, más vale que sepa cuanto antes que se expone a heredarlas.
El marqués se encogió de hombros.
—Si se trata de un fantasma, no me da miedo. En esta casa ya hay uno.
Morosini observó que aquello era una confesión, pero se limitó a tomar nota mentalmente. En cambio, amplió la sonrisa con la esperanza de ser más persuasivo.
—Entonces, ¿acepta hablarme del rubí?
El marqués apenas lo dudó. Se recostó en el respaldo del sillón y apoyó los codos en los reposabrazos, juntando las manos por la yema de los dedos.
—Bien, ¿por qué no? Pero le advierto que no lo sé todo. Ignoro, por ejemplo, dónde se encuentra la piedra en el momento presente. Quizás irremediablemente perdida.
—Ese tipo de investigación forma parte de mi oficio —dijo Aldo con gravedad—, y he de admitir que me gusta. La Historia siempre ha sido para mí un extraño y fascinante jardín, paseando por el cual a veces uno se juega la vida pero que sabe recompensarte con extraordinarias alegrías.
—Empiezo a creer que podríamos llegar a estar de acuerdo —dijo el anciano en un tono súbitamente más conciliador—. Como ya sabe, la reina Isabel regaló esa magnífica piedra, montada tal como pudo verla en el retrato, a su hija Juana en el momento en que ésta embarcaba en Laredo rumbo a los Países Bajos, donde la esperaba el esposo que ella había elegido. Era una buena boda, incluso para una infanta: Felipe de Austria, descendiente por parte de madre de los grandes duques de Borgoña, a los que llamaban grandes duques de Occidente, era hijo del emperador Maximiliano. Era joven, según decían, y apuesto… Juana estaba convencida de que partía hacia la dicha. ¡La dicha! ¿Acaso ese consuelo de las personas insignificantes puede existir cuando se es princesa? En realidad, se trataba de una doble boda, pues la princesa Margarita, hermana de Felipe, se casaría ese mismo año, 1496, con el hermano mayor de Juana, el heredero del trono de España, y las naves que llevaban a la infanta debían regresar con la prometida real.
El narrador se detuvo y dio unas palmadas que hicieron acudir a la sirvienta, a la que dio una orden concisa. Al cabo de un momento, la mujer reapareció llevando una bandeja con dos vasitos de estaño y una frasca de vino y la dejó delante de su señor haciendo una reverencia. Sin decir palabra, el marqués llenó los recipientes y ofreció uno a su visitante:
—Pruebe este amontillado —le aconsejó—. Si es un experto, debería satisfacerle.
Aunque hubiera sido el veneno de los Borgia, Morosini habría aceptado un brebaje que se parecía mucho a un armisticio. Resultó, además, que no era desagradable: aquel vino, dulce y muy aromático, se dejaba beber.
Seguramente para animarse, Fuente Salada tomó dos copas seguidas.
—No sé si el rubí tuvo algo que ver —prosiguió—, pero, aunque era el mes de agosto, cuando la enorme flota (¡unos ciento veinte navíos!) atravesaba el canal de la Mancha, se desencadenó una terrible tempestad que la obligó a buscar refugio en Inglaterra, donde se perdieron varios barcos. Gracias a Dios, el de la princesa no, pero pasó casi un mes antes de que llegaran a la costa llana de Flandes… y otro mes antes de que el novio se decidiera a presentarse.
—¿Cómo? ¿No estaba allí para recibir a su prometida?
—¡Qué va! Estaba cazando en el Tirol. Nunca le pareció de utilidad tomarse muchas molestias por su mujer. En realidad, que no estuviera cuando Juana desembarcó en Arnemuiden era mucho mejor, porque la pobre estaba empapada, mareada y con un espantoso resfriado. De todas formas, tomar tierra allí fue una decisión improvisada; fue en Amberes donde tuvo lugar el primer contacto con su familia política: Margarita, que iba a convertirse en su cuñada, y la abuela, Margarita de York, la viuda del Temerario.
—¿Y no se sintió ofendida por el hecho de que su esposo se diera tan poca prisa?
—No. Le hablaron de asuntos de Estado, y ése era un argumento que había aprendido a respetar desde la infancia. Sin lugar a dudas, Juana era la más completa de las princesas de su edad.
—Habla de ella como si la hubiera conocido —observó Morosini, emocionado por la pasión con que vibraba la voz de su anfitrión forzado.
Sin responder, Fuente Salada se levantó, cogió de un oscuro rincón de la estancia un paquete envuelto en una lona gruesa y lo desenvolvió para mostrar el retrato, que colocó sobre la mesa, junto al gran candelabro cargado de velas medio consumidas que lo iluminaba.
—Mire ese rostro dulce y encantador, tan joven y, sin embargo, tan grave. Era el de una muchacha adornada con todas las cualidades, de una viva inteligencia y dotada también para las artes: Juana pintaba, versificaba, tocaba diferentes instrumentos, hablaba latín y varias lenguas, bailaba con una gracia infinita. El único punto oscuro era su tendencia a la melancolía, heredada de su abuela portuguesa… Su madre pensaba, con toda la razón del mundo, que sería una maravillosa emperatriz junto a un esposo digno de ella, sin imaginar ni por un instante que un bárbaro obtuso, abusando de la pasión que Juana sentiría por él, la conduciría a las puertas de la locura.
»No voy a contarle su historia; nos pasaríamos la noche entera. Sólo le hablaré de lo que le interesa: el rubí. Tras las primeras noches de amor, porque antes de desentenderse de ella para volver con sus amantes él también la amó, Juana le regaló la joya, y él la llevaba con orgullo… hasta el día que ella se dio cuenta de que ya no la llevaba. La pobre criatura se aventuró a preguntar dónde estaba su presente. Felipe respondió despreocupadamente que creía que lo había perdido, pero que un día u otro aparecería.
—¿Y lo encontraron?
—Sí. Tres años más tarde. La Historia había avanzado a paso de gigante. El hermano de Juana, el príncipe de Asturias, había muerto; después le llegó la hora a Isabel, la hermana mayor, cuyo único hijo murió también en 1500. Esto convertía a Juana y a su esposo en herederos de la doble corona de Castilla y de Aragón. Tuvieron que venir a España para ser reconocidos como tales por los Reyes Católicos y por las Cortes, pero Felipe se hartó enseguida de España, poco conforme a su temperamento de vividor flamenco. Regresó a su país, dejando tras de sí a una esposa medio loca de desesperación pero obligada a prolongar su estancia. Cuando por fin pudo partir, después de protagonizar escenas terribles que inquietaron a su madre, era invierno y hacía un tiempo espantoso. Todas las tempestades parecían haberse dado cita en el camino de la nave, pero cuando Juana llegó a Brujas, donde se encontraba entonces su esposo, encontró a éste en plena fiesta, exhibiendo desvergonzadamente a su última amante, una magnífica criatura de cabellos de oro…, en cuyo cuello impúdico brillaba el rubí dado por amor.
»La cólera de la princesa fue terrible. Al día siguiente hizo que sus damas le llevaran a la flamenca e, insensible a sus gritos, no sólo le arrancó la joya sino que, con ayuda de unas tijeras, le destrozó su suntuosa cabellera antes de cortarle la cara. Felipe vengó a su amante tratando a su mujer como a un animal maligno, a latigazos. Juana estuvo tan enferma de resultas de ello que el Hermoso tuvo miedo de la ira de sus suegros si llegaba a morir. Temiendo sobre todo perder sus derechos al trono de España, se propuso hacerse perdonar. Y esta vez Juana se quedó el rubí.
»Isabel la Católica murió y los dos esposos partieron de nuevo para España a fin de ser reconocidos soberanos de Castilla, que la muerte de la reina había separado de Aragón. Fernando aún vivía e incluso se había vuelto a casar. Ni Juana ni Felipe volverían a ver el cielo gris de Flandes. El 25 de septiembre de 1506, Felipe, que se había enfriado al volver de una cacería, murió tras una agonía de siete días y siete noches durante la cual su mujer no se separó de su lado.
»Cuando exhaló el último suspiro, Juana no lloró, incluso mantuvo una extraña calma. Sin embargo, muy pronto embarcaría a quienes la rodeaban en una horrible odisea.
»Fue entonces cuando se desencadenó su locura: no había manera de separarla del cadáver de su esposo, con el que recorrió media España.
»Cuando Felipe murió, se trataba más bien de una desesperación llevada al paroxismo. Es verdad que la noche que siguió a las exequias provisionales fue a la Cartuja de Miraflores, donde se hallaba el cuerpo, para que le abrieran el féretro y cubrir a su esposo de caricias y besos. En ese momento colgó de su cuello el rubí, tal como había hecho en los tiempos del amor. No se resignaba a que lo enterraran y decidió llevar el cuerpo a Granada para que reposara allí como rey junto a Isabel la Católica. Y entonces es cuando empieza la pesadilla. En la Navidad de 1506, Juana, a la cabeza de un largo cortejo, sale de Burgos al anochecer, exponiéndose al viento y la lluvia de la meseta. El ataúd va en un carro tirado por cuatro caballos. Todos los días se detienen al amanecer en algún monasterio o una casa de pueblo, y todos los días las mismas palabras terribles salen de la boca de ese fantasma negro en que se ha convertido la reina:
»—“¡Abrid el ataúd!”.
»Le aterroriza la posibilidad de que se lleven el cuerpo que idolatra. Tanto más cuanto que, estando embarazada de su quinto hijo, sabe que tendrá que detenerse para dar a luz. Teme en particular a las mujeres, incluidas las religiosas, y se opone terminantemente a hacer algún alto en un convento femenino. De modo que comprueba que el cadáver sigue allí y hace celebrar servicios fúnebres tres veces al día.
»En Torquemada nacerá la pequeña Catalina, el 17 de enero, pero tendrán que prolongar la estancia debido a una epidemia de peste que estaba causando estragos en Castilla. Hasta mediados de abril no pudieron reanudarla marcha… en las mismas condiciones nocturnas y espantosas. Si una mujer osaba acercarse al ataúd, era ejecutada.
»A mitad del viaje, el séquito real, exhausto y horrorizado, piensa que es preciso poner fin a ese periplo y se dirige al padre de la reina, Fernando de Aragón, expulsado de Castilla por Felipe el Hermoso y que se ha marchado a su reino de Nápoles con su joven esposa, la francesa Germana de Foix. Éste anuncia entonces su regreso. Le envían mensajeros para que se apresure, y eso es lo que hace, contento de la oportunidad que se le presenta.
»El encuentro con Juana tiene lugar en Tortoles. La joven reina vive entonces un instante de felicidad: quiere a su padre y supone que su afecto es correspondido, mientras que él sólo piensa en reinar en su lugar. No obstante, esconde bien su juego, se muestra tierno y cariñoso, promete escoltar personalmente el cortejo fúnebre hasta Granada, pero es aquí, a Tordesillas, adonde trae a Juana y donde ésta permanecerá hasta su muerte, cuarenta y siete años más tarde. En cuanto al cuerpo de Felipe, es depositado “provisionalmente” en el convento de las Clarisas.
»Pero las Clarisas, evidentemente, son mujeres, y eso Juana no lo soporta. Hará una escena tras otra sin obtener más satisfacción que ir a ver de nuevo a ese muerto al que se obstina en adorar, aunque esta vez recuperará su rubí por miedo a que una de esas “criaturas lúbricas” lo robe para lucirlo. A partir de ese momento, lo conservará en su poder.
—¿Quiere decir que está enterrado con ella?
—No. Alguien se hizo con él durante la agonía de la reina: los que la custodiaban.
—¿Y quiénes eran?
—El marqués y la marquesa de Denia, una gente sin entrañas ni escrúpulos.
—Entonces, ¿hay que buscar la piedra en su descendencia?
—Su sucesor actual es la duquesa de Medinaceli. Los Denia fueron nombrados duques, y el título que recibieron es uno de los nueve ducales que poseen. Pero el rubí había desaparecido de la familia hacía bastante tiempo.
—¿Sabe algo al respecto? Aunque supongo que no habrá tenido muchos motivos para investigar acerca de las pertenencias de la reina…
Por la expresión de desdén del marqués, Aldo se percató de que acababa de decir una tontería: la menor reliquia de su ídolo debía de ser preciosa para ese fanático. Y, en efecto, sus palabras se lo confirmaron.
—No he hecho otra cosa durante toda la vida —dijo—, y he dejado en ello la mayor parte de mi fortuna. Por lo demás, el azar me ha favorecido a través de mis antepasados: uno de ellos relató en sus Memorias haber asistido a la compra de la piedra por el príncipe Khevenhüller, entonces embajador del emperador Rodolfo II ante la Corona de España. Como quizá sepa, el emperador era bisnieto de Juana por partida doble: por su madre, María, hija de Carlos V, y por su padre, Maximiliano, hijo de Fernando, cuarto hijo de nuestra pobre reina. Era, además, un coleccionista impenitente, siempre en busca de piedras extraordinarias, de objetos raros y de cosas extrañas…
—Lo sé —gruñó Morosini—. «Sólo amó lo extraordinario y lo milagroso», ha dicho no recuerdo qué autor contemporáneo.
Su buen humor acababa de sufrir un duro golpe: si debía buscar el rubí a través de los complicados meandros de la más nutrida de las familias imperiales, las dificultades no habían hecho más que empezar. En último extremo, violar la sepultura de Juana la Loca en plena catedral de Granada le habría parecido más fácil. No obstante, sintió cierto alivio cuando Fuente Salada añadió:
—Así pues, el rubí partió para Praga, pero ignoro qué ha sido de él. Lo único que sé con certeza es que a la muerte del emperador, el 20 de enero de 1612, el rubí ya no figuraba entre las joyas de la Corona, así como tampoco entre las alhajas privadas de Rodolfo ni entre las numerosas piezas de su gabinete de curiosidades.
—¿Está seguro?
—He investigado a fondo, no con la esperanza de apropiarme algún día de él, sino por saber.
—Es mucho mejor para usted no haber podido permitírselo. Parece bastante satisfecho de su suerte.
—Ahora sí…, plenamente —admitió el marqués dirigiendo una mirada de enamorado al retrato.
—Entonces confórmese con eso y piense que esa maldita piedra sólo le habría aportado desastres y catástrofes.
—Y aun así, ¿usted la busca? ¿No tiene miedo?
—No, porque, si doy con ella, no me la quedaré. Verá, marqués, ya he encontrado tres como ésa, que han sido devueltas a su lugar de origen: el pectoral del sumo sacerdote del Templo de Jerusalén. El rubí debe seguir la misma suerte. Sólo así perderá su poder maléfico.
—¿Una joya… judía?
—No ponga mala cara. Usted ya lo sabía, ¿o acaso ignoraba que, antes de que se la regalaran a Isabel la Católica, había sido robada en la judería de Sevilla por la hija de Diego de Susan, que después envió a su padre a la hoguera?
Fuente Salada volvió la cabeza, molesto. Era un hecho que una mitad larga de la nobleza española conservaba en sus venas unas gotas de sangre judía.
—Bien, príncipe —añadió el marqués, levantándose—, no puedo decirle nada más. Espero que cumpla su promesa respecto a esto.
Señalaba el cuadro. Morosini se encogió de hombros.
—Ese asunto no me concierne; además, soy hombre de una sola palabra. De todas formas, quizá debería esconder esta obra maestra durante un tiempo.
Mientras acompañaba a su visitante hasta la puerta, don Manrique guardó silencio. Hasta el último momento no dijo, con cierta timidez:
—Si consigue encontrar el rastro del rubí…, me gustaría que me pusiera al corriente.
—Es natural. Le escribiré.
Se despidieron con un saludo protocolario, pero sin estrecharse la mano: esas maneras anglosajonas no se estilaban en Castilla la Vieja.
De regreso en el hostal, Aldo se disponía a instalarse en el comedor con la idea de pedir algo para cenar cuando vio aparecer a alguien que no esperaba: el comisario Gutiérrez en persona, más toro de combate que nunca. Sin perder un segundo, éste se precipitó hacia su objetivo preferido.
—¿Qué hace aquí? —gruñó.
—Yo podría formularle la misma pregunta —repuso Morosini, flemático—. ¿Debo suponer que me ha seguido? La verdad es que no lo había puesto en duda ni por un segundo.
—Me alegro por usted. Ahora, conteste: ¿qué ha venido a hacer aquí?
—Hablar.
—¿Sólo hablar? ¿Con la persona que lo acusaba de robo? ¿No es un poco extraño?
—Precisamente porque me acusaba de robo he querido explicarme ante él. Cuando se lleva mi apellido, resulta muy difícil dejar en el aire ese tipo de acusación, sobre todo en el extranjero. Reconozco que esto podría haber terminado en un duelo o un combate, pero el marqués es un hombre más sensato y ponderado de lo que yo creía. Una vez dadas y recibidas las explicaciones, hemos permitido a nuestras mentes apaciguarse y el marqués me ha ofrecido una copa de amontillado más que honorable. Eso es todo. Ahora le toca a usted.
—¿Qué me toca?
—Decirme al menos por qué me ha seguido. Su puesto está en Sevilla y lo encuentro a cientos de kilómetros de allí. ¿Qué más quiere de mí?
—Simplemente, me interesa lo que hace.
—¡Ah!
En ese momento se presentó el hostelero con un plato humeante que dejó sobre la mesa.
—Si por casualidad mi cena también le interesa, podríamos compartirla. La cocina española a veces no es impecable, pero siempre es abundante. Tome asiento. Me gusta charlar en torno a una buena comida.
Mientras formulaba la invitación, Aldo se preguntaba si la cena en cuestión sería realmente tan buena. Saltaba a la vista que era cerdo demasiado cocido, rodeado de garbanzos que deberían de estarlo aún más, todo sazonado con el inevitable pimentón. No obstante, el plato parecía atraer a Gutiérrez, que sólo dudó un instante antes de coger una silla y sentarse.
—Después de todo, ¿por qué no?
Tras ser llamado con un gesto imperativo, el hostelero se apresuró a poner otro cubierto. Suponiendo que, dadas sus dimensiones, su invitado quizás encontrara un poco escasa la mitad del plato, Morosini pidió otra ración, acompañada de una tortilla y del «mejor vino que tenga».
A medida que él pedía, el comisario iba abriéndose como una rosa al sol, y cuando tomó el primer vaso de vino, desplegó una media sonrisa y a continuación hizo chascar la lengua con una satisfacción que su anfitrión no compartía. El vino en cuestión era bastante áspero y debía de alcanzar la graduación de un buen aguardiente de Borgoña.
—Vuelva a contarme qué ha ido a hacer a casa del marqués.
—Creía haber sido lo bastante claro —dijo Aldo, volviendo a llenar con generosidad el vaso de su acompañante—: he pedido explicaciones, me las han dado y hemos hecho las paces…, a decir verdad con bastante facilidad, pues el marqués empezaba a lamentar sus acusaciones. —En vista de que el comisario lo miraba con recelo, añadió—: ¿Me equivoco, o no le convenció lo que le dijo la duquesa de Medinaceli?
En el modesto comedor del hostal, el ilustre apellido resonó como un gong, incomodando visiblemente al tozudo policía: era, en cierto modo, como si lo desafiaran a tachar a doña Ana de mentirosa. Gutiérrez acusó el golpe y pareció encogerse:
—N… no —murmuró—, pero sé que la nobleza forma un gran club cuyos miembros se defienden unos a otros.
—Debería haberle dicho eso al marqués de Fuente Salada cuando me acusó de ladrón.
—En cualquier caso, ¡alguien tiene que haberse llevado ese maldito retrato! Admito que quizá no saliera usted de la casa con él, pero eso no demuestra que no contara con un cómplice, debidamente retribuido, dentro.
Morosini volvió a llenar el vaso dé su compañero de mesa y se echó a reír.
—¿Tenaz, eh? Y cabezota. No sé qué hacer para convencerlo. ¿Cree que habría venido hasta aquí…?
—¿Para persuadir al marqués de que reconociera su inocencia? ¿Por qué no? Después de todo, nada impide que ustedes dos sean cómplices.
Una pequeña vena comenzó a latir en la sien de Aldo, como le sucedía cuando se ponía nervioso u olfateaba un peligro. Ese cernícalo era más inteligente de lo que parecía, pensó. Si se le metía en la cabeza fisgar en casa de Fuente Salada, la cosa podía acabar en drama. Éste podría creer que Morosini lo había engañado y lo llevaba a la policía después de haberle tirado de la lengua, y Dios sabe cómo reaccionaría y lo que sería capaz de inventarse. No obstante, su rostro era un modelo de impasibilidad cuando sugirió:
—¿Por qué no va a preguntárselo?
—¿Por qué no vamos juntos?
—Si lo prefiere… Me gustaría ver cómo lo recibe —dijo Aldo esbozando una sonrisa—. Pero, si no le importa, acabemos antes de cenar. Me gustaría tomar un postre, acompañado quizá de un vino más dulce. ¿Qué le parece?
—No es mala idea —dijo el comisario, apurando con una pena manifiesta el vino que quedaba.
Era una idea incluso excelente, si Morosini conseguía hacer lo que se le acababa de ocurrir. Tras ser llamado, el hostelero llevó flan, mazapán y una compota indefinida, y asintió encantado cuando su fastuoso cliente le pidió echar un vistazo a la bodega a fin de elegir mejor. El hombre se apresuró a coger una linterna para guiarlo.
—No tengo una bodega muy bien provista, señor —se disculpó.
Pero era más que suficiente para lo que Morosini quería hacer en ella. Nada más entrar, Aldo sacó del bolsillo una pequeña libreta y una pluma, escribió rápidamente, en francés, una nota poniendo al marqués al corriente de la situación, arrancó la página, la dobló cuidadosamente y, dirigiéndose al hostelero, que lo miraba estupefacto, preguntó:
—¿Conoce al marqués de Fuente Salada?
—Muy bien, señor, muy bien.
—Haga que le lleven esto enseguida. De inmediato, ¿me entiende?, sin esperar ni un segundo. Es muy importante. ¡Incluso para Tordesillas!
Al hombre se le iluminaron los ojos al ver el billete que acompañaba al papel.
—Ahora mismo mando a mi hijo. ¿Y… lo del vino?
Encontraron una polvorienta botella de jerez que iba a costarle al príncipe lo mismo que el mejor champán en el Ritz —era la única que quedaba y la guardaban para una gran ocasión—, tras lo cual regresaron al comedor, donde el policía ya había empezado a atacar el mazapán.
Una hora más tarde, Gutiérrez hacía sonar la aldaba de bronce contra la puerta del marqués y obligaba a acudir, al cabo de un rato, a una asustada sirvienta con gorro de dormir y camisón. Casi pisándole los talones, apareció don Manrique envuelto en una bata con estampado de ramas, su semblante pálido más sobrecogedor que nunca a la luz de la vela que llevaba en la mano.
—¿Qué quiere? —preguntó con una rudeza que, unida a su aspecto casi fantasmal, hizo perder al policía parte de su aplomo.
No obstante, la obstinación fue más fuerte y, tras una cascada de disculpas y zalemas, el comisario expuso lo que quería: había seguido al príncipe Morosini desde Sevilla y, muy sorprendido al ver que venía a Tordesillas, quería visitar la casa… porque… hummm…, bueno, se preguntaba si no le habían representado una comedia y si…
El desprecio con que el marqués obsequió a Gutiérrez habría dejado anonadado a más de uno, pero éste, estimulado quizá por las numerosas libaciones, se mantuvo firme en sus trece. No tenía muchas ideas a la vez, pero cuando tenía una no la abandonaba y la seguía hasta el final. Dejando a Morosini y a Fuente Salada bajo la vigilancia del alguacil local, requerido para la ocasión, siguió con paso decidido a la sirvienta, a la que su señor había dado instrucciones de que iluminara todas las habitaciones y mostrara todo al comisario, incluidos la bodega y el desván.
—¡Busque! ¡Regístrelo todo! —dijo el marqués con una desenvoltura de gran señor seguro de sí mismo—. Nosotros estaremos muy bien aquí esperándolo.
Dicho esto, fue a sentarse en uno de los dos bancos de la sala baja, dejó la vela en el suelo y señaló al fondo de la sala el otro banco a Morosini, que fue a instalarse allí. El guardián tuvo que conformarse con apoyarse en un pilar.
Durante el tiempo que duró la visita, los dos hombres no intercambiaron ni una sola palabra. Oficialmente, Fuente Salada estaba indignado porque el veneciano le hubiera llevado a la policía, pero la breve y silenciosa sonrisa que le ofreció decía elocuentemente que, a su manera, apreciaba la comedia que estaban interpretando. Morosini, por su parte, saboreó ese largo rato de silencio en la penumbra de aquella sala donde el marqués y él parecía que estuvieran velando a un muerto invisible. Era muy relajante, sobre todo para un hombre amenazado por la migraña. Porque a Aldo le sentaban mal los vinos azucarados, y el jerez, incluso tomado en cantidades limitadas, resultaba terrible. Hacía falta tener una constitución como la de Gutiérrez para ingerir tres cuartos de botella sin sufrir las consecuencias.
Empezaba a adormecerse cuando el comisario regresó, sucio a más no poder, cubierto de polvo y con las manos vacías. Parecía de un humor de perros, pero no por ello dejó de disculparse.
—He debido de cometer un error. Señor marqués, le pido que me disculpe. Reconozca, no obstante, que su repentino entendimiento con el hombre al que acusaba podía dar que pensar.
—Yo no reconozco nada, caballero. Le sería de utilidad, para ejercer su… oficio, que aprendiera a conocer a la gente. Señores…, no les retengo…
Salieron en silencio. Sin embargo, Morosini, que estaba intrigadísimo, puso la excusa de que se le había caído un guante para volver sobre sus pasos justo antes de que la puerta se cerrara empujada por la sirvienta, a la que hizo a un lado con cierta brusquedad.
—Se me ha caído un guante —dijo en voz alta, mostrando el que tenía en la mano.
El marqués se dirigía ya a su dormitorio. En tres zancadas, Morosini lo alcanzó.
—Perdone mi curiosidad, pero ¿cómo se las ha arreglado?
Una débil sonrisa apareció en el largo y solemne rostro.
—En el patio hay un pozo: está dentro. Espero que mi reina me perdone este trato indigno de ella.
—El amor es la mejor disculpa, la más grande. Estoy seguro de que, donde esté, ella lo sabe. Le daré noticias del rubí…, si consigo encontrar su rastro.
Salió tan deprisa como había entrado. Los dos policías no habían dado más que unos pasos y lo esperaban. Regresaron al hostal en silencio.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Gutiérrez, mohíno.
—Voy a dormir y mañana iré a Madrid para saludar a sus majestades antes de volver a Venecia.
—Entonces, iremos juntos.
Esa perspectiva no entusiasmaba a Morosini, pero si ése era el precio de la paz con el receloso comisario, lo más prudente sería aceptarla con buen humor. Como el tren salía a las nueve, quedaron a las ocho para desayunar.
El viaje fue menos pesado de lo que Aldo había imaginado: el policía durmió casi todo el rato. Con todo, supuso un alivio estrecharle la mano en la estación del Norte y decirle un adiós que esperaba fuese definitivo. Para consolar un poco al pobre Gutiérrez, que parecía muy desanimado, dijo:
—No es fácil vender un retrato de esa importancia, pero si me entero de que lo han visto en alguna subasta o incluso en una colección privada, le informaré.
Era el colmo de la hipocresía, pero después de todo aquel hombre se limitaba a hacer su trabajo, e intentaba hacerlo bien.
En el hotel, a Aldo lo esperaba una carta de Guy Buteau. En ella, el fiel apoderado lo mantenía al corriente de la evolución de sus negocios, como tenía por costumbre cuando su jefe se ausentaba. En esta ocasión, sin embargo, había añadido unas líneas relativas a la esposa de Aldo:
Doña Anielka se marchó hace dos días tras recibir una carta de Inglaterra. Ignoro si tiene intención de ir allí, pues no nos informó de nada. Envió a Wanda a reservar un sleeping en el Orient-Express en dirección a París. Tampoco dijo cuándo regresaría. Celina se pasa el día cantando…
Esto último, Aldo no lo ponía en duda: Celina hacía esfuerzos sobrehumanos para soportar a «la extranjera». Debía de estar encantada de haberse librado de ella. En cuanto a la misiva inglesa, imaginaba su contenido: la instrucción de la causa contra Román Solmanski debía de haber acabado y quizá se dispusiera a anunciar a la joven la fecha establecida para la comparecencia de su padre en Oíd Bailey. Claro que, si realmente pensaba viajar a Inglaterra, iba a cometer una imprudencia, puesto que allí tenía más enemigos que amigos. Pero ¿podía reprocharse a una hija querer estar al lado de su padre en una situación crítica? Eso la honraba. Fuera como fuese, en París, donde tenía previsto detenerse para poner a Adalbert al corriente de sus hallazgos, quizás Aldo se enterara de algo más.
Al día siguiente por la noche embarcaba en el Sud-Express con destino a la capital francesa.