Al llegar al Alcázar, Aldo encontró al hombre que buscaba cruzando con cautela el patio de las Doncellas y dando el brazo a un personaje calvo y de aspecto frágil que parecía tener dificultades para andar. Vestido con un traje ajado, cualquiera habría tomado a ese personaje por un oscuro funcionario retirado, de no ser porque lucía una ostensible insignia del Toisón de Oro de la que se podía deducir que se trataba de un grande de España, y era preciso que fuera así para que el arrogante marqués de Fuente Salada le manifestase tanta solicitud. Así pues, Morosini consideró que no era un buen momento para abordarlo. En cualquier caso, hacía falta alguien para hacer las presentaciones oficiales y el noble anciano tan augustamente condecorado era un desconocido para el veneciano, de modo que éste se dirigió hacia el salón de los Embajadores con la esperanza de encontrar allí a doña Isabel.
Dos días antes, al llegar a la Casa de Pilatos con el séquito real para tomar el té, Morosini había tenido ocasión de ver por primera vez el retrato de Juana la Loca que había deseado examinar después del concierto de la noche pasada. Con su taza en la mano, se había acercado a él, pero ya había alguien allí removiendo el té con una cucharilla sin prestar la menor atención a lo que hacía. Era un hombre mayor, más tieso que una vela, más rígido que una tabla y aproximadamente igual de grueso. El perfil que ofrecía no era muy seductor: la ausencia de mentón y una frente huidiza de la que partían largos cabellos grises hacían destacar una nariz larga y puntiaguda y, sobre el cuello almidonado, una prominente nuez de Adán que parecía en perpetuo movimiento. El hombre debía de ser presa de una gran emoción, pero, como se eternizaba e interceptaba el paso hacia el cuadro, Morosini se acercó y dijo, adoptando una actitud sumamente amable para disimular su impaciencia:
—Magnífico retrato, ¿verdad? Uno no sabe qué debe admirar más, si el arte del pintor o la belleza de la modelo.
La cucharilla se detuvo; la nuez de Adán, también. La nariz dio un cuarto de vuelta y su propietario examinó a Morosini con la mirada gélida de un par de ojos que poseían el color y la ternura del cañón de una pistola.
—Que yo sepa, no hemos sido presentados —dijo el personaje.
—No, pero me parece que es una laguna fácil de colmar. Soy…
—No me interesa quién es usted. Para empezar, no es español, eso salta a la vista, y además no se me ocurre ninguna razón para que trabemos conocimiento. Entre otras cosas, por lo inoportuno que es: acaba de interrumpir un instante de emoción pura. De modo que le ruego que siga su camino…
—¡Con mucho gusto, señor! —repuso Morosini—. Jamás habría creído que fuera posible encontrar a una persona tan grosera en una casa como ésta.
Y le dio la espalda para volver con el grueso de los invitados. De camino, fue detenido por la marquesa de Las Marismas —doña Isabel—, que lo asió de una manga.
—Le he visto hablando con el viejo Fuente Salada y no parecía que se entendieran muy bien —dijo con una sonrisa burlona.
—Sí, nos hemos entendido perfectamente, aunque ha sido más bien desagradable.
Aldo le contó la breve escaramuza y la joven se echó a reír.
—Compréndalo, querido príncipe —dijo—, ha cometido usted un crimen de lesa majestad: ¡osar interrumpir la conversación que Don Basilio, que es como se le conoce, sostenía con su amada reina!
—¿Su amada…? ¿Significa eso que está enamorado del retrato?
—No, de la modelo. Yo incluso diría que es la gran pasión de su vida, desde la infancia.
—¡Vaya ocurrencia! No me imagino soñando con la imagen de una princesa tan sombría.
—Porque no es usted español. Reconozco que sobrecoge un poco, pero para muchos de nosotros es una mártir. Además, fue la última reina antes de que llegaran los Habsburgo: Carlos V, su hijo, y todos sus descendientes. Su matrimonio con Felipe el Hermoso representó una catástrofe para el país. En fin, volviendo a Fuente Salada, no cabe duda de que actualmente es la mayor autoridad en lo que se refiere a la historia de Juana.
—Lástima que sea tan desagradable; seguramente habría sido interesante charlar con él.
—¿Quiere que lo arregle? Venga, se lo presentaré. Siempre ha tenido debilidad por mí. Dice que me parezco a ella.
—Es verdad, pero usted es mucho más guapa. En cuanto al marqués, no tengo ningunas ganas de volver a aventurarme en unas aguas tan salobres. De todas formas, gracias por el ofrecimiento.
¡Cuánto lamentaba ahora haber rechazado la proposición! Se le ocurría un montón de preguntas para hacerle al tal Don Basilio. El nombre le iba que ni pintado; sólo le faltaba el enorme sombrero y la sotana de jesuita para ser igual que el modelo[2]. Ahora no le quedaba más remedio que tratar de congraciarse con él, aunque tuviera que tragarse su orgullo.
Al entrar en el salón de los Embajadores, cuya decoración y, sobre todo, la magnífica cúpula de madera de naranjo databan de la época de Pedro el Cruel, Morosini encontró una agitación absolutamente desacostumbrada. La reina todavía no había hecho acto de presencia, y en general se la esperaba charlando; pero esta vez predominaba una atmósfera de excitación entre todas aquellas personas vestidas de etiqueta. El centro del revuelo parecía ser la duquesa de Medinaceli, que manejaba con nerviosismo un abanico de plumas de avestruz negras. Aldo iba a acercarse a ella, pero la duquesa ya lo había visto y se dirigía hacia él.
—Príncipe, esta tarde he encargado que lo buscaran, pero ha sido imposible encontrarlo. ¿Ha visto ya a la policía?
—¿A la policía? No. ¿Por qué?
—Créame que lo lamento muchísimo, pero ha sido inevitable llamarla: ha habido un robo en mi casa. Se han llevado un cuadro de gran valor, el retrato de Juana la Loca. Quizá se fijara en él.
—¿Fijarme? Me interesaba muchísimo; incluso pensaba hablar con usted sobre él. ¿Cuándo lo han robado?
—Anoche, durante la fiesta, aunque no sabría decir en qué momento. Ah, aquí está su majestad… Sólo dos palabras: la policía me ha pedido la lista de invitados, incluidos los acompañantes de la reina.
La duquesa tuvo el tiempo justo para ir a ocupar su lugar y hacer la reverencia: Victoria Eugenia, sonriente y luciendo una diadema de brillantes, acababa de cruzar el umbral del salón. Doña Isabel iba detrás de ella, e instintivamente Aldo buscó a Don Basilio entre los invitados.
No le costó mucho localizarlo: Fuente Salada estaba justo enfrente de él, al otro lado de la estancia. Su actitud arrogante pero serena sorprendió a Morosini. La agitación se había calmado tras la entrada real, de acuerdo, pero aun así él debía de estar al corriente de un robo que tenía que haberlo sumido en un abismo de dolor. La idea de que su amada estuviera en manos de un vil bribón debía de resultarle insoportable. O quizás aún no supiera nada, en cuyo caso valdría la pena observar su reacción.
Mientras la reina hablaba con uno u otro grupo de invitados, Morosini se llevó a doña Isabel aparte.
—Tengo que pedirle un favor, querida amiga. Es… un poco delicado, y no quisiera que me tomara por un veleta que cambia constantemente de parecer.
—¡Cuántos preámbulos! Vamos, pida lo que sea.
—Ese viejo irascible, el marqués de Fuente Salada… Quisiera que nos presentase.
Una expresión divertida se pintó en el encantador rostro de la joven.
—¿Acaso le gusta que lo martiricen, querido príncipe?
—En absoluto, pero necesito hacerle algunas preguntas. Usted me dijo que era una autoridad en todo lo relativo a Juana la Loca, ¿no?
—Sí, lo es; pero ¿no teme que hoy sea un momento aún peor que el otro día? Ya sabe que han robado el retrato que se encontraba en casa de los Medinaceli. Debe de estar de un humor de perros.
—No lo parece. Incluso se diría que está muy tranquilo. Tal vez aún no lo sepa.
—En ese caso, vamos allá.
Pero Don Basilio lo sabía. Para ser exactos, acababa de enterarse, pues su lívido rostro estaba adquiriendo una curiosa tonalidad rosácea que en él debía de ser signo de una violenta emoción. Movía de un lado a otro la cabeza de pájaro y la larga nariz, como si intentara olfatear el rastro del malhechor.
—¡Increíble! ¡Inconcebible! ¡Absolutamente escandaloso! —no cesaba de repetir. Y a continuación puso por testigo a la señora de Las Marismas—: ¿No es usted del mismo parecer, querida Isabel? Vivimos en el siglo de las abominaciones.
La conciliadora doña Isabel se puso enseguida manos a la obra.
—El príncipe y yo compartimos su opinión, querido don Manrique —dijo—. Por cierto…
El marqués interrumpió un instante sus imprecaciones para clavar unos ojos de búho en el recién llegado.
—¿El príncipe? —masculló—. ¿Príncipe de qué, si puede saberse?
El tono era tan despreciativo que, pese a sus buenos propósitos, Aldo se ofendió.
—Cuando alguien cuenta con cuatro dux de Venecia entre sus antepasados, uno de ellos un príncipe del Peloponeso —dijo con la misma arrogancia que el otro—, no tiene que rendir cuentas de sus blasones a un hidalgüelo español.
Doña Isabel se interpuso valientemente en la disputa.
—¡Señores, señores! ¡Piensen que la reina está aquí! Esta reyerta no es propia de hombres cuya inteligencia y cuyos grandes conocimientos deberían permitirles simpatizar. Permita, pues, príncipe, que le presente…, privilegio de la edad —precisó con una sonrisa, para evitar confusiones—, al marqués de Fuente Salada, chambelán de su majestad la reina María Cristina, viuda de nuestro añorado rey Alfonso XII. Don Manrique, éste es el príncipe Morosini, un gran señor y un experto internacional en joyas históricas. Su cultura es casi tan vasta como la de usted. Además, el rey, a quien ha prestado un gran servicio, lo aprecia mucho.
Fuente Salada esbozó un saludo, mirando desafiante al veneciano al tiempo que mascullaba, incorregible:
—¡Hummm, hummm!… ¡En el fondo, nobleza de comerciantes!… ¿Y de qué podríamos hablar?
—De ese magnífico período español llamado Siglo de Oro —dijo Morosini, impávido—, y en particular de la más desdichada y tal vez la más atrayente de las reinas, ésa cuyo retrato un malhechor ha osado robar, doña Juana…
El otro lo interrumpió con un gesto, carraspeó, sacó del chaqué un pañuelo enorme, se limpió con él la nariz y declaró:
—Ni el lugar, ni la hora, ni las circunstancias me parecen apropiados para evocar tan noble recuerdo. No podría decir usted nada que yo ya no supiera. Además, sólo acepto hablar de ella en un sitio, el de su martirio. En Tordesillas, donde tengo una casa. Y estamos lejos de allí.
—¿Por qué no en Granada, puesto que en la capilla real de su catedral es donde descansa, junto a su esposo y su madre? —preguntó Morosini en tono provocador.
—Porque ahí sólo hay cenizas y a mí lo único que me importa es la vida. Para servirlo, señor. Están anunciando la cena y no tenemos nada más que decirnos. Querido duque, lo acompaño —añadió, inclinándose con solicitud sobre la cabeza calva del hombre del Toisón de Oro, que parecía dormir de pie.
La marquesa los miró perderse entre la multitud.
—¡Será imbécil! —exclamó—. Hay que compadecer a las reinas por estar condenadas a vivir a diario con gente así. Éste ni siquiera tiene la disculpa de creerse don Quijote, como uno que yo conozco. Simplemente está afectado de cursilería[3] crónica.
—¿Cursilería? ¿Qué es eso?
—Una especie de esnobismo. Ser cursi es ser pomposo, pretencioso, encopetado pero adoptando cierta actitud que sobrepasa el sentido burgués de la respetabilidad. Manrique pertenece a la alta nobleza, antigua pero sin mucha educación, de modo que profesa una auténtica devoción a todo lo que lleva corona ducal, principesca o, por supuesto, real.
—¡La mía no ha parecido impresionarle mucho!
—Porque es usted extranjero. El hidalgo más insignificante vale para él más que un lord inglés o un príncipe francés. Y estos últimos, todavía, porque no olvida que nuestros reyes son Borbones. Y ahora, puesto que es mi vecino de mesa, ofrézcame el brazo y vayamos a cenar, si no acabará por llamar la atención.
A las doce y media, Aldo estaba de vuelta en el Andalucía Palace, lo suficientemente cerca del Alcázar para que resultara agradable regresar a pie disfrutando de una hermosa noche de primavera.
Lo que lo esperaba en la casilla del correo no lo era tanto: el comisario de policía Gutiérrez lo convocaba a la mañana siguiente a las diez. Por lo que parecía, estaba escrito en su destino que debería tener tratos con la policía en todas sus estancias en el extranjero: después de París, Londres; después de Londres, Salzburgo; y ahora Sevilla. Sin contar, por supuesto, la de su propio país.
«Algún día escribiré una monografía comparada», pensó mientras se metía con gusto en la cama. Esa convocatoria no le preocupaba: ¿acaso no había dicho doña Ana que las autoridades deseaban hablar con todos los invitados? Además, ¿no habían llegado a convertirse algunas de sus relaciones con la policía en sólida amistad, como la que unía a su amigo Adalbert y a él con Gordon Warren, de Scotland Yard?
Sin embargo, al entrar al día siguiente en el despacho del comisario Gutiérrez supo de inmediato que no tenía muchas posibilidades de que éste llegara a convertirse en un viejo amigo. El funcionario recordaba de forma irresistible un toro rabioso. Tenía la cabeza enorme y una cabellera engominada de un negro azulado. El rostro, rubicundo; la barba, corta y cortada en punta, tan oscura como el cabello, del que caía una especie de caracol sobre una frente maciza. Los ojos eran oscuros, de mirada desdeñosa y muy dominadora. Si a ello se añadía un tronco cuadrado que emergía de la mesa cubierta de papeles y unas manos impresionantes, se obtenía una imagen lo menos tranquilizadora posible para quien no tenía la conciencia tranquila.
Una vez que hubo observado con ojo crítico la alta y elegante figura masculina que estaba de pie ante él, el personaje, después de consultar una nota que enseguida tapó con su ancha mano, gruñó:
—¿Se llama usted… Morosini?
—Ése es mi apellido, en efecto —respondió Aldo, sentándose tranquilamente en una silla colocada delante de la mesa y estirando con cuidado la raya de los pantalones.
—No creo haberle ofrecido asiento.
—Un simple olvido por su parte, supongo —repuso el príncipe sin alterarse—. Pero ya estoy sentado. Si no me equivoco, desea hablar conmigo sobre el robo de que fue víctima la duquesa de Medinaceli anteayer en la Casa de Pilatos.
—Así es. Y estoy convencido de que tiene cosas muy interesantes que contarme.
Morosini alzó una ceja para mostrar su sorpresa.
—No sé cuáles, pero pregunte y trataré de contestarle.
—Muy sencillo: ¿quiere decirme dónde se encuentra actualmente el cuadro en cuestión?
El interpelado se sobresaltó y frunció el entrecejo.
—¿Cómo voy a saberlo? No he sido yo quien lo ha cogido.
Gutiérrez adoptó una expresión astuta que quedaba de lo más forzada.
—Eso es lo que habría que ver. Ya imagino que no le es posible decirme dónde está exactamente el retrato de la reina Juana. Supongo que, tras llegar hasta el mar por el Guadalquivir, se dirige hacia algún lugar de África o a cualquier otro destino, y que registrar su habitación del Andalucía no serviría de nada.
—En otras palabras, me acusa de ladrón, y sin tener la mínima prueba.
—Aunque todavía no la tenemos, no tardaremos en encontrarla. De todas formas, alguien sospecha que usted ha robado ese objeto, y un sirviente lo vio salir de la casa en plena fiesta.
—¡Eso es ridículo! Estaba siguiendo a una dama…
—Que el sirviente no vio, lo que no significa que no existiera realmente y que quizá llevara el cuadro bajo el vestido. Sin el marco, no ocupa mucho, y en una fiesta de disfraces se llevan faldas amplias…
—Es verdad que salí, y también lo es que seguía a una dama… Pero se lo explicaré todo a la duquesa. No creo que sea usted capaz de comprender lo que me ocurrió ayer. Ella sí.
—¡Llámeme idiota, sólo le falta eso!… Y estese quieto, Morosini. No soporto que no paren de moverse delante de mí.
—Y yo no soporto que se me trate como si fuera un delincuente y que no se me tenga la consideración debida. No soy Morosini, al menos para usted; soy el príncipe Morosini, y puede llamarme excelencia o príncipe, como prefiera. Debo añadir que he venido a esta ciudad por invitación de su majestad el rey Alfonso XIII, formando parte del séquito de la reina. ¿Qué tiene que decir a eso?
Era muy raro que Aldo hiciese semejante alarde de nobleza, que quizá quedaba un poco esnob, o más bien cursi, pero ese cernícalo tenía la virtud de sacarlo de sus casillas. Sin embargo, la réplica parecía haber producido algún efecto. El comisario perdió un poco de color y pestañeó.
—La duquesa no ha dicho nada de eso —dijo en un tono más conciliador, aunque sin pensar ni por un instante en disculparse—. Se ha limitado a dar la lista de sus invitados de anteayer.
—¿Y ha puesto en la lista Morosini sin más?
—N… no. Ha indicado su título. Organizaré un careo entre usted y el sirviente, pero el hecho es que si sobre usted pesan graves sospechas es porque uno de sus iguales…, me refiero a uno de los asistentes a la fiesta, está convencido de su culpabilidad. Esa persona dice que mostraba un interés sospechoso por el cuadro, y como se trata de una personalidad absolutamente…
—Déjeme adivinar de quién se trata. ¿Es quizá mi acusador el marqués de Fuente Salada?
—No tengo por qué revelarle mis fuentes.
—Ya lo creo que va a revelármelas, porque sólo aceptaré participar en un careo con el sirviente si hace venir también a ese personaje, del que tal vez usted ignora que siente por el cuadro en cuestión una auténtica pasión. Yo me limité a mirarlo; él, por un momento creí que iba a cubrirlo de besos.
—¡Nadie besa un cuadro! —repuso Gutiérrez, no sólo cerrado a toda forma de humor sino abiertamente escandalizado.
—¿Por qué no, si se está enamorado de la persona que representa? ¿Usted nunca ha besado una foto de su mujer?
—La señora Gutiérrez, mi esposa, no es de las que permiten esa clase de familiaridades.
Eso, Morosini no lo ponía en duda. Si se parecía a su dueño y señor, debía de ser un verdadero antídoto contra el amor. Pero no estaban allí para discutir sobre la vida privada del comisario.
—Sea como sea, insisto en que si alguien siente un gran interés por ese cuadro es él.
—Según él, usted también. ¿A quién creer, entonces?
—Pónganos cara a cara y lo verá.
El comisario no se rendía. Se guardaba en la manga un argumento que creía de peso.
—¿Es cierto que usted ejerce la profesión de anticuario?
—Sí, pero no me dedico a los cuadros. Estoy especializado en piedras preciosas y joyas antiguas. Y, para que se entere, cuando trataba de examinar el famoso retrato lo que deseaba ver de cerca era sobre todo el rubí que la reina lleva en el cuello. El pintor lo reprodujo con una gran fidelidad y tengo razones para creer que esa piedra es una de las que busco para un cliente.
—¿Y cree que voy a tragarme eso?
—Mire, señor comisario, me es absolutamente indiferente que lo crea o no. De modo que, si no le importa, vamos a ir juntos a la Casa de Pilatos y allí formulará su acusación en presencia de la duquesa, de su sirviente y de Don… del marqués de Fuente Salada, a quien mandará buscar.
—Eso es justo lo que tengo intención de hacer, pero no bajo sus órdenes. Le aconsejo que no se muestre tan altanero. Dirigir la investigación es mi trabajo, y voy a tomar las disposiciones necesarias para organizar esa reunión… mañana a la hora que le vaya bien a la duquesa. Mientras tanto, usted permanecerá bajo vigilancia.
—Espero que no pretenda obligarme a quedarme en este lugar.
—¿Por qué no? Me gustaría que probase una prisión española.
—Le aconsejo como amigo que abandone ese proyecto; de lo contrario, telefonearé a mi embajada en Madrid, y llegado el caso puedo llamar también al Palacio Real para pedir que me busquen un abogado. Después…
Tras hacer amago de embestir al insolente para cornearlo, el toro se conformó con rebufar, se aclaró la garganta y finalmente masculló:
—Está bien, puede irse, pero le advierto que lo vigilarán y lo seguirán a todas partes.
—Si eso le complace, adelante. Sólo le digo que debo ir al Alcázar Real para despedirme de su majestad. Formo parte provisionalmente de su séquito y tenía que volver a Madrid con ella esta noche. He de disculparme y pedir permiso para quedarme.
—¿No aprovechará para huir? ¿Me da su palabra?
Morosini le dedicó una sonrisa burlona.
—Se la doy con mucho gusto, si es que la palabra de un… ladrón representa algo para usted. No se preocupe: mañana seguiré estando aquí. No soy de los que se escabullen ante una acusación y tengo intención de llegar hasta el final de este asunto antes de volver a mi casa.
Después de pronunciar estas palabras, se despidió con desenvoltura y salió.
Sin apresurarse, fue a la residencia real totalmente decidido a no decirle a la reina ni una palabra acerca de sus dificultades con la policía. Presentó sus disculpas por no acompañar a su majestad durante el viaje de vuelta, alegando un irresistible deseo de quedarse algún tiempo más en Andalucía. A cambio, recibió la garantía de que siempre sería recibido con sumo placer, tanto en Madrid como fuera de la capital, y a continuación se despidió. Doña Isabel, a quien ese deseo de quedarse en Sevilla resultaba un tanto sorprendente, lo acompañó hasta la salida de los aposentos reales.
Cuando una mujer inteligente quiere saber algo, en general consigue averiguarlo. En este caso, además, Aldo no tenía ningún motivo para ocultarle la verdad.
—¿Lo acusan de robo? —dijo con indignación—. ¿A usted? ¡Pero eso es un disparate!
—Tiene su explicación: ha sido cosa de Don Basilio.
Ese hombre me detesta, debe de pensar que tengo algo contra su querido retrato y hace lo posible para librarse de mí. Actúa en buena lid…, sobre todo si cree sinceramente que soy culpable.
—¿Por qué no le ha dicho nada a su majestad?
—¡Ni pensarlo! Quiero cuidar mi imagen, y las relaciones con los alguaciles siempre dejan una pequeña sombra. Además, me gusta solucionar mis asuntos yo mismo.
—Está loco, amigo. Se expone a tener encima a ese tal Gutiérrez un montón de semanas. Puede perfectamente mandarlo a pudrirse en la cárcel hasta que encuentren el cuadro.
—¿Y qué pasa con los derechos de las personas?
—¿Los derechos? Recuerde que esto no queda lejos de África y que el tiempo no cuenta. En serio, si después de ese careo el comisario pretende retenerlo, exija que se informe a Madrid. De todas formas, voy a dar instrucciones al mayordomo que se ocupa de nuestra casa de Sevilla. Confío plenamente en él. Estará atento y, llegado el caso, me avisará.
Morosini le cogió una mano a la joven y se la acercó a los labios.
—Es usted una buena amiga. Gracias.
Después de despedirse de doña Isabel, se dirigió hacia la catedral vecina, imponente y hermosa bajo el sol matinal. Allí, por más que buscó en todas las puertas del monumento, no vio por ninguna parte el blusón rojo de su mendigo. En cierto sentido, valía más así, a fin de evitar que el policía encargado de vigilarlo se hiciera preguntas. Como no tenía otra cosa que hacer, Aldo decidió pasearlo. Para ofrecerle un ejemplo edificante, entró a rezar una oración en la catedral y luego se dirigió tranquilamente a la calle Sierpes, donde estaba prohibida la circulación de vehículos y que era el centro neurálgico de la ciudad. Allí abundaban los cafés, los restaurantes, los casinos y los clubes donde, detrás de amplios ventanales, los hombres acomodados de Sevilla se solazaban tomando bebidas frescas, fumando enormes puros y contemplando la animación de la ciudad. En vista de que era más de la una de la tarde, Morosini decidió ir a comer y entró en Calvillo para degustar el famoso gazpacho andaluz, unos langostinos a la plancha y mazapán, todo regado con un Rioja blanco que resultó excelente. No se podía decir lo mismo del café, tan denso que casi podía mascarse y que tuvo que ayudar a bajar bebiendo un gran vaso de agua. Tras de eso, considerando que su ángel de la guarda merecía un poco de descanso, decidió echar una siestecita, como todo el mundo, y regresó al agradable fresco del Andalucía. Su vigilante podría elegir entre los sillones del gran vestíbulo y las palmeras del jardín.
Naturalmente, no durmió. Principalmente, porque la siesta no formaba parte de sus hábitos, pero también porque, pese a su aparente serenidad, aquella historia le fastidiaba. No tenía ganas de eternizarse en Sevilla. Además, el comisario Gutiérrez no le inspiraba ninguna confianza; si lo había dejado libre, quizá fuese para tener tiempo de pensar la mejor forma de soslayar la protección real sin jugarse la carrera, pero estaba decidido a clavarle las garras. Fuera cual fuese el resultado del careo del día siguiente, Morosini estaba casi seguro de que encontraría la manera de hacerlo pasar por la cárcel.
Unos golpes en la puerta interrumpieron su acceso de morbidezza, como decían en su país, y su lento descenso hacia las oscuras profundidades del desánimo. Fue a abrir y se encontró frente a un botones con uniforme rojo adornado con galones, que le presentaba una carta sobre una bandeja de plata. En realidad, no era más que una nota, pero al leerla Aldo tuvo la impresión de que acababan de insuflarle oxígeno: en unas pocas palabras, la duquesa de Medinaceli le rogaba que fuese a charlar un rato con ella hacia las siete. «Estaremos solos. Venga, por favor. Me disgustaría que se llevara de Sevilla una imagen desagradable».
¿Significaba eso que doña Ana estaba al corriente y no daba ningún crédito a la acusación formulada contra él? Confiaba en ello. Además, quizá la amable mujer supiera algo sobre la joya.
Así pues, fue con entusiasmo a darse una ducha, antes de ponerse un elegante traje gris antracita cuyo corte impecable hacía plena justicia a sus anchos hombros, sus largas piernas y sus estrechas caderas. Una camisa blanca con cuello de pajarita y una corbata de seda en tonos grises y azules completaron un atuendo perfecto para visitar a una dama a última hora de la tarde. Una rápida mirada a un espejo le mostró que su espesa y morena cabellera empezaba a encanecer en las sienes, pero ese detalle no le preocupó. Al fin y al cabo, le sentaba bien a su piel mate, tensada sobre una osamenta de una arrogante nobleza, y a sus ojos azul acero, en los que a menudo chispeaba la ironía.
Tranquilo sobre su aspecto físico, cogió un sombrero y unos guantes y llamó a recepción por el teléfono interior para pedir un coche ante el que, al cabo de un momento, se abrió la verja de la Casa de Pilatos.
Encontró a la señora de la casa en el jardín. Ataviada con un vestido de crespón rojo oscuro y luciendo un collar de perlas de varias vueltas, lo esperaba sentada en un gran sillón de mimbre, junto a una mesa sobre la que había algunos refrescos. Morosini observó que parecía nerviosa, ansiosa incluso; no obstante, respondió a su besamanos con una encantadora sonrisa.
—Ha sido muy amable viniendo, príncipe. Ver de nuevo este palacio no debe de causarle un placer infinito.
—¿Por qué no? Es una fiesta para los ojos —repuso Aldo en tono cordial, dejando que su mirada vagara por la jungla florida y perfumada de uno de esos jardines que constituyen una de las más bellas manifestaciones del espíritu andaluz.
—Sin duda, pero en él suceden cosas desagradables. No sé cómo expresarle lo confusa y disgustada que me siento porque se hayan atrevido a involucrarlo en este desagradable asunto del cuadro robado. Debería haber venido a contármelo de inmediato. De no ser por doña Isabel, aún no me habría enterado.
—Ah, ha sido ella quien…
—Sí, ha sido ella… Esa acusación es ridícula. No nos conocemos mucho, pero su reputación habla en su favor. Hay que estar mal de la cabeza, como ese pobre Fuente Salada, para tomarla con usted. En cuanto a ese majadero que afirma que lo vio perseguir a una dama que no existía, voy a despedirlo…
—¡Ni se le ocurra hacerlo! El pobre chico se ha limitado a decir la verdad. Me vio salir; Estaba cruzando el patio principal con una bandeja cargada de copas y le pregunté el nombre de una dama a la que sólo veía yo. Él no vio a nadie.
—Y el comisario ha sacado la conclusión de que usted intentaba distraer su atención a fin de permitir a un o una cómplice salir con el retrato.
—¿Es eso lo que cree? Podría habérmelo dicho. En cualquier caso, es ridículo. —Aldo rió—. ¿Cómo habría podido distraer su atención señalándole a una dama a la que él no veía y que…?
Se interrumpió; un criado más imponente que un ministro acababa de presentarse con las bebidas. Morosini aceptó un dedo de jerez y su anfitriona optó por lo mismo. Después, tan silenciosamente como había surgido de entre unos naranjos en flor, el hombre se esfumó.
La duquesa hizo girar por un instante la copa entre sus dedos.
—¿Puede describirme a esa mujer?
—Desde luego. Y también puedo decirle hasta dónde la seguí. Pero… temo que me tome por loco, doña Ana.
—Hable, por favor.
La duquesa escuchó tranquilamente, sin hacer ningún comentario y sin mostrarse sorprendida. Luego dijo con la mayor naturalidad del mundo:
—Algunos afirman que aparece aquí todos los años en la misma fecha. Yo nunca la he visto, porque sólo se aparece a los hombres.
—Entonces, ¿la conoce?
—Todos los sevillanos conocen la historia de la Susona. Está grabada en la memoria colectiva. Mi suegro aseguraba que la había visto, y también uno de nuestros mayordomos, al que encontraron una mañana vagando por las calles totalmente privado de razón. Dicen que viene aquí por el retrato de la reina, pero sobre todo por el rubí que lleva al cuello. A lo mejor es la responsable del robo del cuadro.
—No creo que tuviera posibilidad de hacerlo. En cualquier caso, cuando la seguí no llevaba nada. Pero, ya que hablamos de la joya representada en el lienzo, ¿puede decirme qué ha sido de ella? Una piedra de esa importancia debe de haber dejado su rastro en la historia.
La duquesa separó sus pequeñas manos cargadas de anillos en un ademán que expresaba ignorancia.
—Me avergüenza confesar que no sé nada al respecto, y eso que descendemos del marqués de Denia, que fue el carcelero de Tordesillas, donde la pobre reina sufrió tan larga cautividad y a veces en terribles condiciones. Denia y su mujer eran increíblemente rapaces y no me extrañaría nada que se hubieran apoderado de las pocas joyas que la reina conservaba. Pero también es posible que en el momento de su muerte el rubí ya no le perteneciera; si no, habría llegado hasta nosotros por herencia. Quizá doña Juana se lo regalase a su última y muy querida hija, Catalina, cuando ésta se marchó de Tordesillas para casarse con el rey de Portugal. Pero, ahora que caigo, puesto que mañana tenía usted que mantener un careo con Fuente Salada, podríamos preguntarle qué sabe de la joya. Creo que no ignora nada referente a la reina loca.
—¿Ha dicho «tenía»? Sigo teniendo que mantener ese careo, señora duquesa…, a no ser que se niegue a que se realice en su casa. Le confieso que lo lamentaría, porque he puesto muchas esperanzas en él.
—No será necesario. Tengo intención de solventar este asunto esta misma tarde: dentro de un cuarto de hora escaso, el comisario Gutiérrez estará aquí. En cuanto a Fuente Salada, voy a mandar que le lleven una invitación para comer con usted mañana. Lo conozco y sé que vendrá corriendo —añadió con una sonrisa que Aldo imitó.
—¿Por… cursilería?
—Sí, por cursilería. Ese hombre es incapaz de resistirse a un título ducal, y yo poseo nueve. Es un personaje curioso; todas las primaveras realiza una especie de peregrinación: aquí y a Granada, por el retrato y por la tumba.
Nunca dejamos de invitarlo, pero esta vez la reina ha llegado al mismo tiempo que él.
—Me ha sorprendido que no formara parte del séquito real. Me han dicho que era chambelán.
—De la reina María Cristina, la madre del rey y viuda de Alfonso XII. Vive retirada en Madrid, y el título de chambelán ya ha quedado prácticamente desprovisto de funciones. Además, creo que a su majestad le parecía fastidioso.
Con una puntualidad militar, Gutiérrez hizo su entrada en el minuto exacto que se le había indicado, saludó como correspondía y se sentó en el borde del asiento que le ofrecían, no sin lanzar a Morosini una mirada cargada de sobreentendidos; saltaba a la vista que no le hacía ninguna gracia encontrarlo allí. Y todavía le hizo menos cuando la anfitriona tomó la palabra.
—Señor comisario, le he pedido que venga a verme para evitar que continúe avanzando por un camino equivocado —dijo, dirigiendo al policía una de esas sonrisas a las que resulta difícil resistirse—. Estoy en condiciones de asegurarle que el príncipe Morosini, aquí presente, no tiene nada que ver con el daño que hemos sufrido.
—Le ruego que me perdone si me permito contradecirla, señora duquesa, pero los hechos y testimonios que he podido recoger no dicen mucho a favor de… su protegido.
La palabra había sido desafortunada. Doña Ana frunció su noble entrecejo.
—Yo no protejo a nadie, señor. Resulta que un incidente absolutamente fortuito me ha puesto en condiciones de ofrecerle un testimonio irrefutable. Mientras estábamos cenando, la marquesa de Las Marismas vino a pedir a su majestad la reina autorización para que el príncipe Morosini, que padecía un acceso de neuralgia, se retirara. A continuación, pidió un coche y mandó que lo llevaran a su hotel. Un rato más tarde, le rogué a mi secretaria, doña Inés Aviero, que fuera a buscarme un chal, y así lo hizo. Pues bien, doña Inés es tajante: el retrato estaba en su sitio cuando ella pasó por delante de él.
—Quizá no se dio cuenta. Cuando se está acostumbrado a ver un objeto día tras día, esas cosas pasan.
—A doña Inés, no. Ella se fija en todo y no pasa ningún detalle por alto. Usted mismo podrá preguntárselo; voy a hacer que la llamen.
—Si está segura del hecho, ¿por qué no dijo nada cuando interrogué a su personal?
—Usted no se lo preguntó —respondió la duquesa con una lógica implacable—. Además, fue al quedarnos solas ayer por la noche cuando doña Inés, después de haber reflexionado, me dijo que estaba segura de haber visto el retrato de la reina alrededor de la una de la mañana. Puesto que el príncipe nos dejó hacia las doce y media, saque usted mismo la conclusión.
El tono, que no admitía réplica, era de los que un modesto comisario, ante una de las damas más importantes de España, no podía permitirse poner en duda, pero era evidente que ganas no le faltaban. Sentado en su silla, replegado sobre sí mismo, la cabeza de toro hundida entre los hombros macizos, parecía incapaz de decidirse a levantar el asedio. Doña Ana, compadeciéndose de él y para darle tiempo de digerir su decepción, añadió, súbitamente afable:
—Tenga la bondad de informar al marqués de Fuente Salada de lo que acabo de decirle.
Gutiérrez se estremeció, como si despertara de un sueño, y no sin esfuerzo se puso en pie.
—De todas formas, el señor marqués no hubiera venido mañana. Acabo de pasar por casa de su primo, donde se aloja cuando viene a Sevilla, y me han dicho que ya se ha marchado.
—¡Cómo! —se indignó la duquesa—. ¿Lanza una acusación gratuita y se marcha? Ésa es la mejor prueba de que lo movía el rencor y de que se trataba de simple maldad.
—Yo me inclinaría más bien por el simple ahorro —sugirió el comisario, empeñado en defender a un hombre tan valioso—. Ha pensado que, si aprovechaba el tren real para volver a Madrid, el viaje no le costaría nada.
Morosini se echó a reír.
—Quizá simplemente ha recapacitado —dijo con indulgencia—. En lo que a mí respecta, bien está lo que bien acaba, y ahora voy a preocuparme por mi propio viaje de vuelta.
Se disponía a levantarse también, pero doña Ana lo retuvo.
—Quédese un momento. Señor comisario, su investigación se encuentra en un punto muerto y debe de tener usted mucho que hacer. No le entretendré más.
Gutiérrez se marchó, pero su forma de arrastrar los pies decía claramente que lo hacía de mala gana.
—No parece muy convencido —comentó Morosini.
—Eso es lo de menos. Lo que cuenta es que deje de importunarlo. Su acusación era grotesca.
—Pero normal cuando no se conoce a una persona y se trata de un extranjero.
—Es normal sobre todo cuando uno es de pocos alcances. La primera cualidad de un buen policía es saber distinguir con quién está tratando.
Se oyó la campana de un convento vecino. Aldo se levantó de nuevo, esta vez sin que se lo impidieran. Su mirada chispeaba cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona:
—Le debo un gran favor, duquesa. Un favor mucho mayor de lo que quiere reconocer.
La misma llamita de diversión brilló en los ojos oscuros de doña Ana.
—¿Acaso insinúa, querido príncipe, que lo que acabo de afirmar no es la expresión misma de la verdad?
Morosini aspiró la brisa fresca que venía del mar y agitaba con majestuosidad la cima de las grandes palmeras.
—No hace calor y el vestido de su gracia —empleó adrede el título inglés reservado a las duquesas porque le parecía que a doña Ana le iba como anillo al dedo— es de un tejido precioso pero bastante fino…, y todavía no ha pedido un chal.
Esta vez, ella se echó a reír, se levantó también y fue a coger a Aldo del brazo.
—¿Cree que debería?… De todas formas, yo nunca tengo frío. Pero… me gustaría saber por qué a Fuente Salada le han entrado tantas prisas por irse. No le importa hacerse el pobretón a pesar de que no está en la miseria, ni mucho menos. Entonces, ¿a qué viene lo de aprovechar el tren real?
—¿Un ataque agudo de cursilería?
—Me cuesta creerlo; se relaciona con el entorno real todo lo que quiere. A lo mejor ha sentido de verdad remordimientos por sus afirmaciones caprichosas.
—Es posible, pero si siente remordimientos me enteraré. Mañana por la mañana salgo para Madrid y no tengo intención de dejarlo escapar. No olvide que necesito sus conocimientos. Ésa es, por cierto, la única razón por la que no le daré un buen puñetazo.
—¿Lo haría, si no fuera por eso?
—¿Cómo cree usted que reaccionaría un español en el mismo caso?
—Me temo que de forma violenta.
—Los venecianos somos igual de sensibles, pero le prometo que yo me comportaré con una amabilidad exquisita.
Lo que no dijo es que le estaba rondando una idea por la cabeza. ¿Y si por casualidad el ladrón fuera Don Basilio?
Llegaron al gran patio donde esperaba el mayordomo encargado de acompañar al visitante a su coche.
—Soy su esclavo para siempre, doña Ana —dijo Aldo, inclinándose—. Ahora sé qué aspecto tiene un ángel de la guarda.
—En ocasiones, la verdad encuentra muchas dificultades para abrirse paso hacia la luz. Es un deber ayudarla a conseguirlo… Además, para ser totalmente franca, me sentiré bastante satisfecha de verme privada del retrato si su ausencia me libra de las visitas de la Susona. No le tengo mucho aprecio.
Al llegar a la plaza de la antigua Puerta de Jerez, al fondo de la cual se alzaba el Andalucía Palace, Morosini vio de pronto, bajo un viejo sombrero de paja, un blusón de un rojo descolorido que le pareció reconocer y que parecía andar arriba y abajo como esperando. Inmediatamente hizo detener la calesa, pagó y bajó, pensando que quizás el mendigo estuviese buscándolo. No se equivocaba; en cuanto lo vio, Diego Ramírez le hizo una discreta seña invitándolo a seguirlo.
Uno detrás del otro, los dos hombres llegaron a un venerable edificio cuya fachada barroca estaba decorada con magníficos azulejos. Era el Hospital de la Caridad, fundado en el siglo XVI por la congregación del mismo nombre para dar asilo a los pobres y sepultura a los ajusticiados cuyos cuerpos abandonados se pudrían bajo el cielo. Uno de sus principales bienhechores había sido don Miguel de Manara, cuya vida disoluta serviría de modelo a donjuán. Ver entrar allí a un mendigo no tenía nada de sorprendente, y tampoco a un hombre elegante, ya que las religiosas encargadas del hospital recibían a menudo donativos y visitas de la alta sociedad sevillana.
Los dos hombres se dirigieron a la capilla, que permanecía abierta hasta tarde. Como sabía que el curioso personaje era judío, a Morosini le extrañó un poco verlo entrar en una iglesia, pero Ramírez no se acercó al altar. Se detuvo a la derecha de la gran puerta, delante del terrible cuadro de Valdés Leal, obra maestra del realismo español, que según Murillo sólo se podía mirar tapándose la nariz. Representaba a un obispo y un caballero muertos, metidos en sus ataúdes semiabiertos y llenos de gusanos.
—Podría haber buscado otra cosa… —murmuró Morosini deteniéndose junto a él.
—¿Por qué? Para todos mis iguales este cuadro es un consuelo, pero es de otro cuadro del que quiero hablarle.
—¿Del que han robado en la Casa de Pilatos? Estoy al corriente. ¡Hasta me han acusado del robo!
—Es un grave error. Yo sé quién se lo ha llevado.
Aldo miró al hombre con un asombro que rayaba en la admiración.
—¿Cómo puede saberlo?
—Los mendigos estamos en todas partes, alrededor de las iglesias, de la plaza de toros los días que hay corrida, junto a las casas ricas cuando dan una fiesta… No he tenido más que buscar, preguntar…
—¿Y qué ha averiguado?
—Fue hacia las dos de la mañana. La fiesta no había terminado, pero la reina ya se retiraba: los invitados y los anfitriones se agolpaban a su alrededor, pero los mendigos estaban en la calle a la que da el Jardín Chico, donde dos o tres criados estaban dándoles comida; siempre hay en abundancia cuando se recibe en la Casa de Pilatos, y ellos esperan obtener otros servicios a cambio. Bueno, pues según Gómez, el mendigo de San Esteban, que es la iglesia vecina, esa noche hubo un paquete distinto de los demás, no muy grande pero rectangular y bastante plano. Intrigado, Gómez siguió al hombre al que se lo habían dado, que no esperó al reparto, sino que salió corriendo como alma que lleva el diablo.
—¿Y adonde fue?
—A una antigua casa noble, junto a la plaza de la Encarnación. Pertenece a un viejo huraño, un poco chocho, cuyo hermano fue chambelán de la reina madre.
—¿No se llamará Fuente Salada ese chambelán?
—Creo que sí.
—Entonces tenía una buenísima razón para dirigir las pesquisas de la policía hacia mí; ha sido él quien ha hecho robar el cuadro, y supongo que en estos momentos el retrato viaja con él en el tren real en dirección a Madrid. Acaba de hacerme un inestimable favor.
—Bueno, todo tiene un precio —dijo el mendigo con modestia.
Morosini entendió la alusión, sacó unos billetes de la cartera y los puso en una mano que no andaba muy lejos de ella.
—Otra cosa: ¿por qué ha hecho todas estas averiguaciones? ¿Por mí?
Diego Ramírez adoptó de pronto una actitud grave.
—En parte, sí —respondió—, pero sobre todo porque, el día de nuestra cita, por la noche oí llorar a Catalina.
—Dígale que tenga paciencia. Encontraré el rubí y será devuelto a los hijos de Israel. Ese día regresaré. Dios le guarde, Diego Ramírez.
—Dios le guarde, príncipe.
Una vez fuera, Morosini se preguntó cómo podía saber su título el mendigo, pero no se entretuvo en averiguarlo. Al igual que Simón Aronov, ese demonio de hombre parecía poseer un servicio de información que funcionaba de maravilla.