Primera parte
EL MENDIGO DE SEVILLA
1924

1. Un alma en pena

La fiesta tenía algo de mágico. Quizá porque esa noche nacía de la más pura tradición andaluza, convertida en milagro por la voz excepcional de un niño.

Sentado en una silla junto a la fuente, vestido con un traje negro y una camisa blanca, las palmas de las manos sobre los muslos, el cuello estirado y mirando hacia arriba, como para interrogar a las estrellas que constelaban la bóveda azul del cielo, Manolo, indiferente a la multitud que lo rodeaba, dejaba brotar su voz pura en una soleá de una gran belleza. A su lado, el guitarrista, erguido, con un pie apoyado en un taburete, se inclinaba hacia él como en actitud solícita.

La frase musical, auténtica filigrana sonora, surgía límpida, quedaba entrecortada por extraños lamentos y después reanudaba el vuelo. El público contenía la respiración, hechizado por una expresión tan perfecta del cante jondo, cuyo origen había que buscarlo en las profundidades del tiempo y en el que confluían la música litúrgica de Bizancio, la de los reyes moros de Granada y la aportación fogosa de las bandas gitanas que emigraron en el siglo XV. Era la raíz misma del flamenco antes de la contribución de los cafés de Triana y del Sacromonte, un extraordinario momento de arte puro.

Como un encantamiento que se rompe, la línea melódica se detuvo en seco, produciendo un instante de silencio seguido de una tormenta de aplausos bajo la que el muchacho saludó con gravedad.

Aún no tenía catorce años, pero ya era famoso. Dos años antes, ese chiquillo gitano había ganado el concurso de cante que acababan de fundar en Granada el poeta Federico García Lorca y el músico Manuel de Falla. Desde entonces estaba solicitadísimo. Los que velaban por la carrera del joven cantante llevaban a cabo una rigurosa selección, pero ¿qué barrera podía resistir a los deseos de doña Ana, decimoséptima duquesa de Medinaceli, si ésta había decidido convertirlo en la principal atracción de la fiesta que daba en honor de la reina el día de San Isidro?

De pie a unos pasos de las dos damas, en el gran patio iluminado por cientos de velas y de lamparillas de aceite que realzaban el esplendor de los azulejos, el príncipe Morosini se sentía inclinado a dejar de atender al cantante para contemplar mejor a la anfitriona y a su invitada, pues su belleza casi nórdica contrastaba de forma llamativa con la piel y el cabello morenos del resto de los presentes. De un rubio veneciano, ojos claros y facciones delicadamente cinceladas, la mujer que ostentaba el título más importante de España después de la duquesa de Alba permanecía de pie junto al sillón de su soberana, cuyos treinta y seis años y siete alumbramientos no atenuaban en absoluto su belleza. El rubio inglés de la reina, su cutis de camelia y sus ojos de color aguamarina armonizaban de maravilla con la alta peineta andaluza y la mantilla de encaje. Unidas por una verdadera amistad —la reina Victoria Eugenia era la madrina de la pequeña María Victoria, hija de la duquesa, que ocupaba el puesto de dama de honor—, de una edad similar y con un mismo sentido de la elegancia, las dos mujeres parecían realmente salidas de un cuadro de Goya, cuya obra y época eran el tema de la magnífica fiesta organizada en la Casa de Pilatos, el palacio sevillano de los Medinaceli, cuyo encanto cautivaba a Morosini.

No era la primera vez que el príncipe iba a Sevilla, pero en esta ocasión había llegado dos días antes con la reina gracias a la afectuosa invitación del esposo de ésta, el rey.

—Acabas de hacerme un gran favor, Morosini —había declarado Alfonso XIII, que solía tutear a las personas que le agradaban—, y para agradecértelo, voy a pedirte otro: acompaña a mi mujer a Andalucía. Últimamente España la agobia un poco. Tu presencia será una agradable diversión… Hay momentos en que añora Inglaterra.

—Pero, señor, yo no soy inglés —objetó Morosini, a quien tentaba poco la idea de encontrarse atrapado en los meandros de la severa etiqueta cortesana.

—Eres un veneciano con sangre francesa, o sea, casi perfecto, si a eso añadimos que el té no te parece una pócima y que detestas las corridas tanto como ella. Y como de todas formas no puedes alojarte bajo el mismo techo, te instalarás en una suite del Andalucía Palace como invitado mío. Te lo debo —añadió el rey cogiendo de su mesa de despacho un objeto magnífico: una copa de ágata bordeada de oro y de piedras preciosas, cuya asa estaba formada por un Cupido de marfil y oro cabalgando sobre una quimera esmaltada…, el «favor» que se le agradecía a Aldo.

Dos meses antes, los talentos de Morosini habían sido requeridos por los herederos de un príncipe napolitano demasiado arruinado para que su familia, una vez sus esperanzas frustradas, dudara en «malbaratar» la increíble cantidad de objetos de todo tipo amontonados en su viejo palacio. Allí dentro había de todo, desde animales disecados, jaulas vacías y horrendos objetos seudogóticos, hasta deliciosas piezas de cristal, una colección de tabaqueras, algunos cuadros y sobre todo una copa antigua, excepcional, que decidió a Morosini a comprarlo todo, revender a un chamarilero la mayor parte de sus adquisiciones y quedarse sólo con las tabaqueras y la copa, que le recordaba algo.

El vago recuerdo se convirtió en certeza después de consultar numerosos libros antiguos en la paz de su biblioteca: el objeto había pertenecido al gran delfín, hijo del rey de Francia Luis XIV. Al príncipe, coleccionista impenitente, le encantaban las copas, los platos y los cofrecillos que representaban lo más precioso que se hacía en la época del Renacimiento y del Barroco. A su muerte, acaecida en Meudon el 14 de abril de 1711, el Rey Sol decidió que el hijo menor del gran delfín, convertido en el rey Felipe V de España, pese a su renuncia a los derechos al trono de Francia debía recibir al menos un recuerdo de su padre. Así pues, el tesoro, guardado en suntuosos baúles de piel sellados con las armas del heredero difunto, emprendió, convenientemente escoltado, el camino de Madrid. Allí permanecería hasta el reinado bastante breve de José Bonaparte, a quien Napoleón I, su hermano, había nombrado rey de España. Éste, poco delicado, al abandonar el trono se llevó la colección a París.

Cuando Luis XVIII sucedió al emperador, podría haber considerado que el tesoro, reunido en Francia por uno de sus antepasados, debía permanecer allí, pero decidió devolverlo a Madrid para tratar de restablecer unas relaciones deterioradas por la tormenta corsa.

Desgraciadamente no se cuidó mucho el embalaje y varias piezas se rompieron o resultaron dañadas en el traslado. Peor aún: una docena desapareció, entre ellas la copa de ágata decorada con veinticinco rubíes y diecinueve esmeraldas.

Una vez identificada su adquisición, Aldo pensó que sería conveniente ofrecerla a la Corona española a fin de que se reuniera en el palacio del Prado con sus hermanas supervivientes. Escribió, pues, al rey Alfonso XIII y a modo de respuesta recibió una invitación.

No fue una buena operación financiera, desde luego. Los reyes suelen hacerse de rogar para abrir la cartera, sobre todo si se trata de comprar lo que consideran que les pertenece, y el español no constituía una excepción: fingió creer que era un presente, besó al veneciano en las dos mejillas, le concedió la orden de Isabel II con una emoción que incluso hizo correr una lágrima a lo largo de su imponente nariz borbónica y lo admitió definitivamente «en su intimidad». En otras palabras, Morosini fue tratado como amigo, acompañó al rey en algunas de las locas carreras que le gustaba realizar con los potentes coches que le chiflaban y, sobre todo, fue con él a cazar, lo que le permitió constatar que Alfonso XIII tenía una vista de lince y era increíblemente rápido disparando. Cazando al vuelo con tres escopetas y dos «cargadores», Su Católica Majestad conseguía con frecuencia dar en cinco blancos de cinco: dos delante, dos detrás y el quinto en cualquier dirección. ¡Asombroso! Era sin lugar a dudas el mejor tirador de Europa. Después de una semana disfrutando de tales privilegios, no podía presentar una factura como si fuese un simple tendero. En consecuencia, Aldo dio la copa por perdida y se fue a Sevilla con Victoria Eugenia, dichoso de volver a ver a los Medinaceli y la Casa de Pilatos, una de las residencias más bonitas erigidas bajo el cielo de España.

Construida en estilo mudéjar pese a haberse empezado a fines del siglo XV, la Casa encerraba entre sus severos muros dos exuberantes jardines con fuentes, diversos edificios, un patio principal y otro más pequeño, magnífico —donde estaba el cantante—, galerías caladas y una decoración mudéjar en la que los azulejos ocupaban un amplio lugar. Un poco excesivo para el gusto de Morosini, que no apreciaba sobremanera semejante derroche de esas placas de cerámica con dibujos y colores variados. No obstante, el conjunto poseía un encanto indiscutible.

En cuanto al nombre, si ese palacio de sultán llevaba el del famosísimo procurador de Judea, se lo debía a don Fadrique Enríquez de Ribeira, primer marqués de Tarifa, que después de efectuar un viaje a Tierra Santa quiso que su casa se pareciera a la de Pilatos. Una leyenda tal vez, pero que había persistido, y durante la Semana Santa el palacio se convertía todos los años en el punto de partida de una especie de «vía dolorosa» que serpenteaba a través de Sevilla, cuya parte medieval hay que reconocer que se asemeja a Jerusalén, con sus casas blancas cerradas sobre sí mismas, sus jardines secretos y sus patios inundados de sombra.

Entre frenéticos aplausos, cantante y guitarrista se habían retirado tras haber tenido el honor de ser presentados a su reina. Morosini aprovechó la circunstancia para retroceder discretamente entre los asistentes, pues le pareció un momento propicio para ir a contemplar más de cerca un cuadro colgado en un saloncito de las estancias de invierno que sólo había entrevisto.

Con el sigilo que permitían las finas suelas de sus zapatos de charol, subió la escalera, que se elevaba en anchos tramos por un hueco revestido de azulejos de color en un estilo mudéjar adaptado al gusto del Renacimiento, y llegó a la habitación que buscaba, pero se detuvo en el umbral haciendo un mohín de decepción: alguien había tenido la misma idea que él y estaba ante el retrato, el de esa reina de España que llamaban Juana la Loca y que era la madre de Carlos V.

Obra del maestro de La leyenda de la Magdalena, era un encantador retrato pintado cuando la hija de los Reyes Católicos era muy joven y una de las princesas más bellas de Europa. El terrible amor que la conduciría a las puertas de la locura aún no se había apoderado de ella. En cuanto a la mujer que estaba allí y cuyas manos acariciaban el marco, su silueta ofrecía una curiosa similitud con la del cuadro, seguramente porque iba peinada y vestida de la misma forma, la que se estilaba en el siglo XV.

Morosini pensó que se trataba de una excéntrica, puesto que esa noche el tema escogido era Goya. Con todo, llevaba ropa suntuosa: tanto el vestido como el tocado, de terciopelo púrpura bordado en oro, eran prendas dignas de una princesa. La propia mujer parecía joven y bonita.

Acercándose sin hacer ruido, Aldo vio que sus largas manos, de una extraordinaria blancura, abandonaban el marco para tocar la joya que Juana llevaba en el cuello, un ancho medallón de oro cincelado alrededor de un gran rubí cabujón. Lo acariciaban, y al observador le pareció oír un gemido. Esa alhaja era lo que el príncipe anticuario quería examinar más de cerca, pues por su forma y su tamaño le recordaba otras piedras.

Intrigadísimo, decidió abordar a la desconocida, pero esta vez ella lo oyó y volvió hacia él uno de los rostros más bellos que Morosini hubiera visto jamás: un óvalo blanco, perfecto, y unos ojos de una profundidad insondable, enormes y oscuros, tan grandes que casi parecía que la mujer llevara una máscara. Y esos ojos estaban anegados de lágrimas.

—Señora… —dijo Aldo.

No pudo seguir: con un gesto de sobresalto, la mujer escapó hacia las sombras acumuladas al fondo de la estancia poco iluminada. Fue tan rápida que pareció fundirse en ellas, pero Morosini salió enseguida tras ella. Al llegar a la escalera, la vio parada hacia la mitad, como si lo esperara.

—¡No se vaya! —le rogó—. Sólo quiero hablar con usted.

Ella, sin contestar, continuó bajando los peldaños, cruzó el patio principal y se detuvo de nuevo junto a la portalada. Aldo se dirigió a uno de los sirvientes que se dirigía hacia el otro patio con una bandeja cargada de copas de champán.

—¿Conoce a esa dama? —le preguntó.

—¿Qué dama, señor?

—La que está allí, junto a la entrada, con ese espléndido vestido rojo y oro.

El hombre miró al príncipe como compadeciéndolo.

—Perdone, señor, pero yo no veo a nadie.

Instintivamente, apartaba un poco la bandeja, convencido de que ese elegante personaje con frac (Morosini no se disfrazaba nunca) ya no se hallaba en su estado normal.

—¿No la ve? —dijo Aldo, desconcertado—. Es una mujer preciosa, vestida de terciopelo púrpura… Y mire, hace un gesto con la mano…

—Le aseguro que no hay nadie —repuso el criado, súbitamente asustado—, pero, si le hace señas, debe seguirla… Le ruego que me disculpe…

Tras estas palabras, se marchó como una exhalación haciendo equilibrios con la bandeja, cuyas copas entrechocaban como dientes castañeteando. Morosini se encogió de hombros y volvió la cabeza: la mujer seguía allí y le hacía señas de nuevo. Aldo no lo dudó ni un segundo: si había misterio, era demasiado atrayente para desentenderse de él. Se dirigió hacia el porche en el momento mismo en que la desconocida lo cruzaba. Por un instante creyó que la había perdido, pero se había limitado a doblar una esquina y de pronto la vio parada junto a una fuente, desde donde repitió su gesto de invitación antes de adentrarse en un dédalo de calles y plazas. Sevilla no obedecía a ningún plan; sus palacios, sus casas y sus jardines, cuyo verde intenso contrastaba con el blanco puro, el ocre de las construcciones y el rosa claro de los tejados, se hallaban distribuidos sin orden ni concierto. Salvo en las horas más calurosas, la ciudad rebosaba de una vida exuberante que la noche no apagaba. Su terciopelo azul salpicado de estrellas devolvía aquí o allá el eco de una guitarra, una canción tarareada, risas o el chasquido alegre de las castañuelas en alguna posada.

La mujer de rojo continuaba avanzando de forma tan caprichosa que Morosini, completamente perdido, se preguntó si no estaría tratando de despistarlo quizá volviendo sobre sus pasos; porque, ¿acaso no había visto ya esa palmera solitaria asomando por encima de la tapia de un jardín? ¿Y esa delicada reja de hierro forjado en una ventana a cuyo pie crecían rosas?

Desanimado, e intranquilo también, se sintió tentado de renunciar y se sentó en un antiguo montador; los zapatos elegantes no eran muy apropiados para andar sobre los adoquines desiguales, algunos de los cuales eran simples piedras del Guadalquivir; un buen par de zapatillas habría sido mucho más cómodo. No obstante, Morosini se puso de nuevo en marcha y se adentró en una callejuela oscura, en cuya entrada se había detenido la dama de rojo. Seguía haciendo el mismo gesto de llamada, pero ahora sonreía, y esa sonrisa hizo olvidar al veneciano el dolor de pies. Sin duda se trataba de una endiablada coqueta, pero era tan bella que resultaba imposible resistírsele.

En el barrio en el que desembocaba la calleja, la noche era más oscura. Las casas eran menos vistosas y más viejas. En sus paredes grises y sucias, el olor de naranjos en flor que envolvía Sevilla se mezclaba con el penetrante y fétido de la miseria. Y antes de que Morosini tuviera tiempo de preguntarse qué iba a hacer allí una mujer vestida de fiesta, ésta había desaparecido en el interior de un edificio en ruinas pero que conservaba huellas de un antiguo esplendor, delante del que se extendía un jardín salvaje. El conjunto ocupaba la esquina de una plazoleta ennoblecida por una pequeña capilla.

Decidido a vivir la aventura hasta el final, Morosini creía que no tendría dificultades para abrir la puerta rajada, pero la madera se resistió. Se disponía a derribarla empujando con un hombro cuando detrás de él se alzó una voz:

—¡No haga eso, señor! A no ser que no le importe que le suceda una desgracia.

Aldo, que no había oído que alguien se acercaba, se volvió bruscamente y, enarcando una ceja, observó al extraño personaje surgido de la nada que se dirigía a él. Con su cara huesuda y alargada por una corta barba, su cabeza rapada, sus pómulos salientes y vestido con una especie de blusón rojo cuyos agujeros mostraban unas prendas interiores vagamente blancas, parecía el aguador de Velázquez, pero sus orejas puntiagudas, sus ojos brillantes bajo unos párpados pesados y el pliegue sardónico de sus delgados labios hacían pensar en un demonio a punto de jugar una mala pasada, lo que no impresionó en absoluto a Morosini.

—¿Por qué tendría que sucederme una desgracia?

—Porque es la noche del 15 de mayo, festividad de san Isidro, el arzobispo de Sevilla que fue también un gran sabio, y porque también es la noche en que ella murió.

—¿La noche en que murió? ¿Quiere decir que esa mujer tan guapa no está viva?

—En cierto modo continúa estándolo, sobre todo esta noche, la única del año que puede salir de su casa para buscar a alguien que la libere de su maldición. Aquéllos a los que consigue arrastrar no regresan o pierden la razón, porque nadie quiere ayudarla y entonces ella se enfada… Por suerte, no todo el mundo puede verla; se necesita una… sensibilidad especial.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Porque una noche, hace diez años, seguí al último desdichado que logró arrastrar hasta su guarida. Lo que vi y oí me dejó aterrorizado, y créame, señor, soy valiente, pero salí huyendo. Justo a tiempo, creo. Desde entonces, vigilo para…

—¿Pasa la noche junto a esta casa?

—Sí. Vivo al lado. De día, mendigo delante de la catedral, mientras brilla el sol no hay nada que temer, y a veces entro en el jardín abandonado para fantasear. La puerta apenas se sostiene…

—Si es un lugar tan nefasto, ¿cómo es que no lo han incendiado o derribado?

—Porque nadie aceptaría encargarse de hacerlo por miedo a que le trajera mala suerte. Destruir la morada de un fantasma es peligroso. Pero ¿me permite hacerle una pregunta, señor?

—¿Por qué no? —dijo Morosini, cautivado por las maneras de ese mendigo tan orgulloso y digno como un hidalgo.

—¿Dónde se ha encontrado con Catalina?

—¿Así es como se llama?

—Sí. Era hija de Diego de Susan, uno de los conversos más ricos de la ciudad y también una de las primeras víctimas de la Inquisición… Pero no me ha contestado.

—Disculpe. Ha sido en la Casa de Pilatos. Durante la fiesta que se celebraba en el patio y los jardines, he subido al primer piso para ver un cuadro que me interesaba. Ella estaba allí, delante de ese retrato, acariciándolo. Al verme ha huido, y yo la he seguido.

—¿El retrato era el de Juana la Loca?

—En efecto. ¿Existe algún vínculo entre ellas? Catalina va vestida igual.

—Sí, aunque las dos mujeres no se vieron nunca. La princesa tenía dos años en el momento del drama, y no es con ella con quien Catalina está encariñada, sino con la joya que luce. Seguramente se ha fijado en el medallón con un gran rubí engastado que lleva en el cuello.

—Sí, me he fijado —afirmó Aldo, aunque guardándose de precisar que eso era precisamente lo que quería examinar más de cerca.

—La infeliz está condenada a encontrar ese objeto para obtener su liberación…, pero es una larga y triste historia y se hace tarde, señor.

—Aun así, me gustaría escucharla. ¿No podríamos ir a algún sitio a tomar una copa de jerez o de manzanilla?

Mientras decía esto, hizo aparecer un billete entre sus dedos. El mendigo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes casi tan blancos como los de su interlocutor.

—¡Seguro que tendríamos un gran éxito, usted contraje de etiqueta y yo con mis harapos! De todas formas, aceptaría encantado ese dinero mañana, cuando vaya vestido de un modo menos llamativo.

—De acuerdo. ¿Dónde y cuándo?

—Aquí mismo. Pongamos… ¿hacia las tres? Es la hora de más calor y no habrá mucha gente. Lo esperaré delante de la capilla.

—¿Y adonde iremos?

—En ningún sitio estaremos más tranquilos que en ese jardín abandonado. Si no tiene miedo, claro.

—Al contrario. Incluso entraría de buena gana ahora mismo.

—No me obligue a repetir lo que ya le he dicho: no es aconsejable desafiar a las fuerzas desconocidas. Mañana se enterará… por lo menos de lo que yo sé. ¿Vuelve a la Casa de Pilatos?

—Sí, claro. Tengo la impresión de que llevo horas fuera.

—Venga. Le buscaré un coche para que lo lleve.

Al cabo de un rato, Morosini se reincorporó a la fiesta. Estaban cenando en el Jardín Grande, bajo los arcos floridos y las hojas de una vegetación casi tropical. El ruido de las risas y de las conversaciones sobre fondo musical llenaba la noche, y de pronto Morosini dudó sobre lo que debía hacer: ya no podía ponerse a buscar su sitio en la mesa, presidida por la reina; el protocolo no lo permitía.

Decidió esperar en el Jardín Chico, iluminado pero desierto. Allí se sentó en un banco cubierto de azulejos amarillos y se puso a fumar el contenido de su pitillera. Allí fue donde lo encontró una de las damas de la reina.

—¿Cómo es que está aquí, príncipe? Lo hemos buscado por todas partes. Su majestad incluso ha manifestado cierta preocupación. ¿Acaso se encuentra mal?

—Un poco, sí. Verá, doña Isabel, a veces sufro neuralgias muy dolorosas que me convierten en un compañero poco agradable. Me ha sucedido durante el concierto y por eso me he apartado…

Cuando se trata de un hombre seductor, hasta la vieja más arisca se vuelve comprensiva, y aquella mujer no tenía nada ni de vieja ni de arisca.

—Debería habérmelo dicho y haberse ido. Su majestad le aprecia mucho y no quiere verlo sufrir; yo habría presentado disculpas en su nombre… Y eso es lo que voy a hacer —añadió tras haber contemplado un instante el rostro crispado del príncipe—. Vamos a pedir un coche y lo llevarán al hotel. Yo me encargo de todo. Mañana vendrá al Alcázar a excusarse.

—Acepto encantado su ayuda, aunque irme sin permiso de la reina…

—Yo lo obtendré por usted. Ella comprenderá. Venga. Voy a ordenar que se acerque uno de nuestros coches.

Unos instantes más tarde, Morosini, satisfecho de su estrategia, circulaba hacia el Andalucía Palace al trote ligero de una calesa con cascabeles y borlas rojas y amarillas que le pareció el colmo de la comodidad; después de la carrera por las callejuelas con zapatos de charol, ya no sabía de quién eran los pies. Gracias a la querida doña Isabel, era libre de dedicarse a pensar en su siguiente encuentro con el mendigo. Un encuentro del que su instinto de cazador le decía que podría abrir un camino interesante. Y en los dos últimos años, los más apasionantes eran los que conducían a una u otra de las piedras preciosas robadas tiempo atrás del pectoral del sumo sacerdote en el Templo de Jerusalén[1]. Sólo faltaba encontrar una: un gran rubí cabujón. Ese rubí era la razón por la que Aldo había querido examinar tranquilamente el retrato de Juana la Loca, pues el que la madre de Carlos V llevaba en el cuello poseía todas las características de la joya desaparecida.

Desde hacía dos años, Morosini recorría Europa en compañía de su amigo el egiptólogo Adalbert Vidal-Pellicorne. Habían logrado encontrar tres de las piedras desaparecidas: el zafiro, el diamante y el ópalo. Aldo había conocido al hombre que los había comprometido en esta búsqueda en los sótanos del gueto de Varsovia. Era un judío cojo, dotado de una vasta cultura y de una gran sabiduría, que incluso poseía el don de la clarividencia. Era, además, una de esas personas que saben atraerse el afecto de la gente. La historia que Simón Aronov le contó al príncipe anticuario era de las que no se pueden escuchar con indiferencia cuando uno es joven, valiente, un apasionado de las joyas antiguas y le gusta la aventura. Según esa historia, el pueblo de Israel, dispersado por todo el mundo, sólo recuperaría su tierra natal y sus derechos soberanos si el pectoral completo regresaba a la madre patria. Eso también acabaría con el poder maléfico de las piedras sagradas, robadas por primera vez por los soldados de Tito. ¡Y Dios sabía lo malignas que eran! Su belleza y su enorme valor despertaban la codicia tanto de hombres como de mujeres, y a lo largo de los siglos su rastro estaba manchado de sangre.

El propio Aldo había sufrido las consecuencias de ese poder: su madre, la princesa Isabelle, a quien sus antepasados habían legado el zafiro, había muerto asesinada. Al igual que había sido asesinado sir Eric Ferráis, el riquísimo comerciante de cañones, asesinato planeado por su suegro —y quizás ejecutado por su mujer—, el conde Solmanski, enemigo jurado del Cojo y empeñado, como él, en localizar las joyas perdidas. Igualmente nefasta era la Rosa de York, el diamante del Temerario, el duque de Borgoña, de destino shakespeariano: media docena de cadáveres tras el anuncio de su puesta en venta en Londres. Sin contar una víctima de Jack el Destripador y algunas más. En cuanto al ópalo, ligado a la trágica leyenda de los Habsburgo, pasando por la de la deslumbrante Sissi y su hijo Rodolfo, había dejado cuatro cadáveres en tierra austríaca sólo en el transcurso del otoño anterior. En todos los casos, los dos investigadores habían encontrado la mano criminal de Solmanski.

Morosini había pagado también su parte. Solmanski, no contento con haber convertido en una asesina a Adriana Orseolo, la prima preferida de Aldo, había conseguido, mediante un innoble chantaje, obligarlo a él, el príncipe Morosini, a casarse con su hija, la arrebatadora pero inquietante Anielka, viuda de sir Eric Ferráis, probablemente envenenado por ella pese a que el tribunal de Old Bailey no había podido demostrar su culpabilidad.

Ironía del destino: Aldo se encontraba casado con una mujer por la que estaba loco antes de descubrir que ya no la amaba. Suponiendo que la hubiera amado realmente alguna vez. Es tan fácil confundir el deseo con el amor…

Cuando llegó al Andalucía, Aldo fue a tomar una última copa al bar. Una buena manera de ahuyentar las ideas sombrías que se le ocurrían cuando pensaba en la mujer que llevaba su apellido. Con gracia, eso sí. Su belleza rubia, frágil y delicada atraía a los hombres como un tarro de miel atrae a las moscas. Algunos envidiaban a Morosini y nadie entendía que el matrimonio no se consumara, pero él jamás faltaría al juramento hecho a los manes de su madre asesinada, jamás le daría a la hija del criminal la satisfacción de continuar el linaje de una de las familias más nobles y antiguas de Venecia. Sabía que no podría mirar a sus hijos a la cara si tuvieran a Román Solmanski por abuelo.

Para esa situación, existía una solución: la anulación en los tribunales de Roma de un matrimonio contraído bajo coacción y no consumado. Aldo había tomado ya una decisión: iba a iniciar el procedimiento.

Si no lo había hecho al día siguiente de la boda, era sobre todo por compasión hacia la que había tenido que jurar ante Dios que amaría y protegería. Y ello precisamente porque la había amado hasta el punto de arriesgarlo todo para poseerla.

La situación de la joven era, en efecto, poco envidiable pese a la presencia de su fiel doncella, Wanda, que se ocupaba de ella desde la infancia. Soportada más que aceptada en un palacio que se negaba a ser su hogar, mantenida a distancia por un marido al que aseguraba amar, debía de sufrir la angustia producida por la suerte de su padre, encarcelado en Inglaterra y en espera de un juicio por asesinato que podía llevarlo a la horca. El hecho de que el conde Solmanski fuera un ser abyecto no cambiaba en absoluto la imagen que de él tenía su hija, y si bien Morosini se alegraba de ver a su enemigo vencido, no se podía pedir a Anielka que compartiera ese sentimiento. Así pues, mientras no se dictara sentencia, el esposo forzado no presentaría la solicitud de anulación. Era una simple cuestión de humanidad. Pero después, estuviera Solmanski muerto o vivo, Aldo hacía todo lo que tuviera que hacer para recuperar su libertad.

¿Qué haría con ella? Seguramente poca cosa. La única mujer por la que la habría sacrificado con entusiasmo se había alejado de él para siempre. Debía de despreciarlo, de detestarlo, y eso también era por su culpa. Había descubierto demasiado tarde lo mucho que quería a la ex Mina van Zelden, transformada en una adorable Lisa Kledermann.

Al darse cuenta de que el coñac despertaba los recuerdos en lugar de ahogarlos, Morosini salió del bar, subió a su habitación y, sin siquiera dedicar una mirada al mágico paisaje nocturno de Sevilla, se metió en la cama con la firme intención de dormir. Era la mejor manera de invertir el tiempo hasta su encuentro con el mendigo.

El hombre había acudido a la cita. Al llegar a la plazuela, Morosini lo vio en cuclillas en la entrada de la capilla con su blusón de color coral. El lugar estaba desierto, así que no mendigaba; incluso parecía dormir. Sin embargo, en cuanto apareció el que esperaba se levantó y le indicó por señas que se dirigiera hacia la casa, donde se reunió con él.

A la luz cruda de un sol ya abrasador, la suciedad y las heridas del edificio exhibían su miseria sin restarle un ápice de una especie de belleza arisca, pero Morosini sabía que en ninguna parte del mundo se llevan los andrajos con más orgullo que en España.

Sin pronunciar palabra, el mendigo sacó una llave de entre sus harapos y abrió con ella una puerta más sólida de lo que parecía.

—Como ve, a menos que uno sea un espíritu, no se entra tan fácilmente —dijo el mendigo—. Pero Catalina no necesita llaves.

—Y los que la siguen, ¿cómo se las arreglan?

—Les abre la puerta el diablo. Anoche usted habría entrado si yo no hubiese intervenido.

El jardín debió de ser delicioso. Las baldosas azules y amarillas que marcaban los caminos estaban rotas, descoloridas, algunas reducidas a polvo, pero aquella espléndida primavera la vegetación, más abundante que nunca, transformaba los antiguos macizos en una pequeña jungla delirante y perfumada. Una gran piedra desgastada, que había sido un banco cubierto de azulejos azules, acogió a los dos hombres bajo un obstinado naranjo cuyas flores blancas despedían una suave fragancia. Todo ese bonito batiburrillo ocultaba las heridas de la vieja casa.

—Yo no sé si el diablo vive aquí, pero esto presenta ciertas similitudes con un paraíso —observó Morosini.

—La pena es que no haya nada que beber —repuso el mendigo—. Estamos casi en tierras islámicas, y las huríes de Mahoma se mostraban más generosas.

—No hay más que pedir —dijo Morosini, sacando de una bolsa de viaje que llevaba consigo dos porrones de manzanilla envueltos en sendos paños húmedos para mantenerlos frescos y tendiendo uno a su compañero.

—¡Usted sí que sabe vivir! —dijo éste, echando la cabeza hacia atrás para enviar, con gesto experto, un largo chorro de vino al fondo de la garganta.

Aldo hizo lo mismo pero con más moderación.

—He pensado —dijo— que su memoria se sentiría más a gusto humedeciéndose un poco. Ahora, si le parece bien, hábleme de esa tal Catalina cuya belleza me impresionó.

—Siempre ha sido así. En el último cuarto del siglo XV era la muchacha más bonita de Sevilla y quizá de toda Andalucía. Y como su padre era muy rico, disponía de todos los medios para realzar esa belleza: se vestía como una princesa…

—Me dijo que su padre era un converso. Supongo que eso quiere decir convertido, ¿no?

—Sí, pero no uno cualquiera: un judío convertido. Desde que Tito saqueó Israel, nunca estuvieron los judíos tan a punto de construir una nueva Jerusalén como en la Edad Media y en este país. Su fracaso definitivo fue obra de Isabel la Católica. Para empezar, desempeñaron un papel importante en la venida de los sarracenos de África hacia el año 709 y fueron recompensados por ello. Durante el reinado de los califas, y pese a persecuciones intermitentes, alcanzaron su grado de prosperidad más elevado. Destacaban tanto en medicina como en astrología, y a través de sus correligionarios de África conseguían drogas, especias, todos los medios para practicar un comercio generador de riqueza… Pero debo de estar aburriéndole. Parece que le esté dando una clase de historia y…

—Una clase absolutamente necesaria y muy interesante. Continúe, por favor.

Animado por estas palabras, el mendigo le sonrió, bebió otro trago, se secó la boca con una manga y prosiguió:

—Cuando los cristianos volvieron a ocupar poco a poco la península, los judíos siguieron viviendo tranquilos. El rey Fernando III, llamado el Santo cuando reconquistó Sevilla en 1248, incluso les dio cuatro mezquitas para convertirlas en sinagogas y los barrios más ricos para que se instalaran en ellos. Pero con dos condiciones: no insultar la religión de Cristo y abstenerse de hacer proselitismo. Lamento decir que no respetaron su promesa.

—¿Lo lamenta? ¿Por qué?

—Yo también soy judío —dijo el mendigo con sencillez—. Diego Ramírez, para servirlo. Y nunca me ha gustado que mis correligionarios observen una conducta reprobable. Pero es un hecho patente que violaron la ley todo lo que quisieron. Se habían enriquecido tanto que prestaban dinero a los reyes. Alfonso VIII incluso nombró a uno de ellos su tesorero, y de forma progresiva el gobierno pasó en gran parte a sus manos. Hasta se dice que la reina María, amenazada de muerte por su esposo si no le daba un hijo varón, cambió al nacer a la heredera legítima por un niño judío, el futuro Pedro el Cruel, que pasó largas temporadas aquí. Su muerte fue la primera desgracia para los hijos de Israel, pero los acechaba una desgracia todavía peor: la gran epidemia de peste, la Muerte Negra que exterminó en dos años la mitad de Europa. Las multitudes enloquecidas los hicieron responsables de aquello, acusándolos de haber envenenado los pozos. Pese a las amenazas de excomunión del papa Clemente VI, comenzaron las matanzas. Aquí, cuatro mil habitantes de la judería fueron exterminados, y los demás, obligados a convertirse.

»Ése fue el origen de una nueva clase social, los conversos. Sin embargo, si bien hubo algunas conversiones sinceras, la mayoría había abandonado su culto ancestral con la boca pequeña. Enseguida se dieron cuenta de que era la única posibilidad de recuperar su fortuna y su poder. Fingiendo ser cristianos, podían acceder a todos los puestos, entrar en la Iglesia e incluso casarse con miembros de las familias nobles. Y ascendieron tan rápidamente en la escala social que volvieron a convertirse en un estado dentro del Estado. Algunos llevaban la hipocresía hasta el extremo de maltratar a sus hermanos pobres que habían permanecido fieles a la ley de Moisés, sin renunciar al mismo tiempo a celebrar las ceremonias judías.

»Esta situación habría podido prolongarse. Desgraciadamente, seguros de su poder y de sus fortunas, apoyados por una Iglesia en buena parte afecta a ellos, se escondieron cada vez menos, practicaron la blasfemia casi oficial, el escarnio, y mostraron una falta total de escrúpulos. El resto del pueblo los odiaba tanto como los temía, pero su mayor error fue no haber apreciado en su justo valor a la joven reina Isabel, que reunía todas las cualidades de un gran jefe de Estado.

—Ah, tengo la impresión de que no vamos a tardar en hablar de la Inquisición —dijo Morosini.

—Pues sí. Un día de septiembre de 1480, Isabel la Católica abrió uno de los cajones del mueble donde guardaba los papeles de Estado y sacó un documento que descansaba allí desde hacía aproximadamente un año. Era un pergamino provisto de un sello de plomo sujeto a unas cintas de seda de colores claros: la bula que autorizaba a los soberanos españoles a instaurar en su país un severo tribunal eclesiástico. El documento llevaba fecha de 1 de noviembre de 1478, pero la reina había tenido la prudencia de tomarse tiempo para reflexionar y diferir su promulgación. Esta vez, lanzó el arma terrible que guardaba en el secreto de sus aposentos.

Diego Ramírez había hecho otra pausa para saciar su sed y Morosini empezó a preguntarse si le quedaría la suficiente lucidez para contar la historia que a él le interesaba por encima de todo.

—Si he entendido bien —dijo—, ya tenemos el decorado montado, la atmósfera creada… Vayamos ya a la historia de Catalina, por favor.

—Estoy a punto de llegar, no tema. Entre la creación de la Inquisición y el drama que nos ocupa sólo transcurrieron tres meses. Los dos primeros inquisidores, fray Juan de San Martín y fray Miguel de Morillo, ordenaron detener a los conversos más sospechosos. Unos monjes dominicos constituyeron el tribunal y lo establecieron en la fortaleza de Triana, en la otra orilla del río, y allí, a unos calabozos situados la mayoría de ellos por debajo del nivel de las aguas del Guadalquivir, fueron a parar varios de los personajes más ricos e influyentes de Sevilla.

—¿Diego de Susan, el padre de Catalina, fue uno de ellos?

—Todavía no. Pero congregó en la iglesia de San Salvador, que era una antigua mezquita, a los conversos que seguían libres. El tiempo apremiaba, el peligro se acercaba. Diego predicó la sublevación ante esos hombres, algunos de los cuales eran los principales magistrados de la ciudad. Había que reunir tropas, podían pagarlas, y con su ayuda apoderarse de Sevilla y del peligroso tribunal. Se repartieron las tareas: reclutar hombres, comprar armas, preparar el plan de lo que debía ser una auténtica guerra contra la Iglesia e Isabel. Ahí es donde aparece Catalina.

—¿Qué tenía que ver ella con esa conspiración?

—Más de lo que cree. Le bullía la sangre y estaba perdidamente enamorada de uno de los oficiales de la reina. La sola idea de perderlo la volvía loca. Y si los rebeldes ganaban, Miguel, el oficial en cuestión, sería uno de los primeros en caer. Así que…

—No me diga que denunció a su propio padre…

—Sí, y a todos los demás. Los encerraron en la fortaleza de Triana, donde fueron interrogados antes de hacerlos comparecer ante un consejo de legistas. Los menos culpables fueron condenados a penas de prisión; los jefes, a la hoguera. El 6 de febrero de 1481 se encendieron, no sólo en Sevilla sino en toda España, las primeras hogueras de la Inquisición. En atención al «servicio» prestado por su hija, Diego de Susan no fue conducido a una de ellas, pero, cuando lo llevaron a la catedral para que se retractara públicamente, rechazó de dientes afuera el cristianismo que lo había protegido durante mucho tiempo y se declaró judío practicante. Unos días más tarde, era arrojado al fuego junto con dos de sus cómplices. La ejecución tuvo lugar fuera de las murallas, en el Campo de Tablada, ante un público muy escaso: la peste aún merodeaba y un profundo malestar pesaba sobre Sevilla. Pero Catalina estaba allí, oculta bajo pobres vestiduras, y las llamas que devoraban a su padre se reflejaban en sus grandes ojos oscuros.

El mendigo tenía la mirada perdida. Parecía haber olvidado por completo el jardín salvaje y estar reviviendo la escena de horror que describía.

—Se diría… que usted también estaba presente —murmuró Morosini.

El comentario fue suficiente para devolverlo a la tierra. Miró unos instantes a su compañero sin decir nada.

—Puede que estuviera… Puede que lo haya soñado. En esta ciudad, el pasado nunca está muy lejos.

—¿Qué fue de ella?

—Se quedó sola. Su crimen fue de los que inspiran repugnancia. Con todo, ella pensaba que con el tiempo las cosas se arreglarían. Los bienes de su padre habían sido incautados, pero ella había conseguido conservar oro, sus alhajas y, sobre todo, un rubí que le habían prohibido llevar porque era una piedra sagrada y el más preciado tesoro secreto de Diego de Susan.

Al príncipe anticuario se le secó la garganta de golpe: ¿habría descubierto una pista?

—¿Una piedra sagrada? —susurró—. ¿Cómo es eso?

—Antiguamente…, mucho tiempo atrás, decoraba junto con once piedras más el pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. Todas juntas representaban las doce tribus de Israel. Pero no me pregunte cómo había llegado el rubí, símbolo de Judá, a las manos de Diego. Parece ser que había estado en poder de su familia desde hacía varias generaciones, pero para él era el signo tangible de su pertenencia profunda a la fe de Moisés.

El porrón estaba vacío. Morosini sacó otro de la bolsa, para alegría de su compañero, aunque esta vez él fue el primero en beber. La suerte acababa de hacerle descubrir un hilo conductor hacia la última piedra, la que Simón Aronov no sabía dónde estaba. Aquello merecía ser celebrado, aunque fuera con un simple trago de manzanilla. Aun cuando entre saber dónde se encontraba el rubí en el siglo XV y echarle el guante había una gran diferencia.

Agradecido, se secó los labios con el pañuelo y tendió el porrón a su compañero al tiempo que le preguntaba:

—Y Catalina quería lucir esa joya, ¿no?

—Por supuesto. Poco interesada por la religión, la Susona, como la llamaban, creía que el rubí haría eterna su belleza. Sin embargo, no fue capaz de conservarla.

—¿Se la robaron?

—No. La entregó voluntariamente. Hay que tener en cuenta que su, situación era peligrosa. La comunidad judía la había maldecido. Estaba sola y su amante, horrorizado por su crimen, le daba la espalda. Sólo podía escoger entre una existencia de apestada y el exilio, pero no se decidía a alejarse del hombre al que amaba. Fue entonces cuando encontró ayuda en un antiguo amigo de su padre, el obispo de Tiberias, un hombre codicioso y ambicioso. Éste consiguió convencerla de que le diera la joya para ofrecérsela a la reina Isabel, que tenía debilidad por los rubíes. A cambio, la Susona recibiría la protección real. Para la réproba, vivir bajo la égida de la soberana era acercarse a Miguel; antes o después, el joven acabaría por sucumbir de nuevo a sus encantos. De modo que le dio la piedra al obispo…

—… Y éste se la quedó.

—No, no. Se la dio a la reina e incluso abogó por la causa de la parricida presentándola como una persona muy unida a la Iglesia que rechazaba con repugnancia la conducta equívoca de su padre. Isabel, entonces, la hizo ingresar en un convento, pero no era eso lo que la Susona quería. Lo que ella quería era recuperar a Miguel. Debido a sus accesos de ira acabaron expulsándola. Después de eso, la única salida que le quedaba era la prostitución, y no la asustaba. Se instaló en esta casa que nadie había querido y que estaba abandonada. Mientras duró su maravillosa belleza, llevó aquí una vida vergonzosa. Con la edad vino la miseria y finalmente la muerte. Dicen que se había arrepentido y que exhaló el último suspiro en los peldaños de la capilla, pero, como usted mismo pudo constatar, la muerte no le reportó descanso. Catalina habita esta casa, perseguida por la maldición del pueblo judío.

—¿Se sabe algo de esa maldición? ¿Hay alguna redención posible para el alma en pena de Catalina?

—Quizá. Si lograse encontrar la piedra sagrada para devolvérsela a los hijos de Israel, la paz descendería sobre ella. Por eso todos los años sale de la casa en busca del rubí y sobre todo del hombre que acepte buscarlo por ella.

—¿Y siempre va a la Casa de Pilatos? ¿Es que el rubí del retrato es el que ella busca?

—Sí. La reina Isabel se lo regaló a su hija, Juana, cuando ésta se fue a los Países Bajos para casarse con el hijo del emperador Maximiliano, Felipe el Hermoso, que la volvió loca. Lo que no puedo decirle, señor, es qué pasó después con él. Le he contado todo lo que sé.

—Es mucho, y se lo agradezco —dijo Morosini, sacando del bolsillo un sobre que contenía la recompensa prometida—. Pero antes de despedirnos me gustaría entrar en la casa.

Diego Ramírez se metió el sobre bajo el blusón después de echar un rápido vistazo al interior, pero después hizo una mueca.

—No hay nada que ver salvo escombros, ratas y telarañas.

—¿Y Catalina? ¿No ha dicho que la habitaba?

—Por la noche. Sólo por la noche —respondió el mendigo, repentinamente nervioso—. Todo el mundo sabe que los fantasmas no se dejan ver durante el día.

—En tal caso, no hay nada que temer. ¿Viene?

—Prefiero esperarlo aquí…, pero no demasiado tiempo. Esa puerta no está cerrada con llave y se abre fácilmente… Puede verla desde aquí, detrás de la quinta columna de la galería de acceso.

Aldo no tuvo ninguna dificultad en penetrar en el universo desolado descrito por su compañero. Dos salas abandonadas bajo techos de cedro cuyas elegantes esculturas subsistían, algunas con un resto de color. Al fondo de la segunda, una escalera con las baldosas rotas subía hacia el piso superior, pero la oscuridad era tan densa que apenas si se veía.

Hacía frío en la casa abandonada. El ambiente olía a polvo, a moho y a otra cosa, algo indefinible que producía una sensación de tristeza al visitante. Era tan extraño que, pese a su valentía, Morosini notó que palidecía y que unas gotas de sudor le bañaban la frente. Incluso le dio un vuelco el corazón mientras avanzaba lentamente hacia los viejos peldaños. Al mismo tiempo, sentía, de un modo cada vez más angustioso, una presencia.

—¿Qué me ocurre? —masculló, sin pensar ni por un instante en retroceder—. ¿Acaso estaré convirtiéndome en médium, para que me afecte de esta forma lo invisible?

Y de pronto la vio, o más bien la percibió, pues no era más que un rostro de contornos mal definidos en medio de las sombras concentradas junto a la escalera, pero sin duda correspondía a la mujer a la que había seguido el día anterior. Semejaba una flor cubierta por un velo de bruma en medio de las tinieblas, una flor sin tallo pero capaz de expresar todo el sufrimiento del mundo. Las personas que padecían suplicios debían de tener esa expresión doliente. Entonces, casi a su pesar, Aldo dijo en un tono lleno de dulzura:

—Catalina, yo también busco el rubí, lo busco para devolvérselo al pueblo de Israel. Cuando lo haya encontrado, vendré a decírselo… y rezaré por usted.

Le pareció oír un suspiro y no vio nada más. Entonces, tal como acababa de prometer, pronunció en voz alta las palabras del padrenuestro, se santiguó y salió al jardín. La sensación de angustia experimentada un momento antes había desaparecido, dejándolo más fuerte y decidido que nunca. La misión que le había encargado Simón le parecía más noble aún si podía sumar a ella la salvación de un alma perdida.

El mendigo, que esperaba su regreso con aprensión, se acercó a él.

—¿Ya está satisfecho, señor?

—Sí, y le estoy muy agradecido por haberme traído aquí. Creo que en esta casa habrá ahora más tranquilidad. Si es que me ha entendido, claro…

—¿La ha visto? ¿Ha visto a la Susona?

—Quizás…, y le he prometido que buscaré el rubí para devolverlo a los suyos. Si lo consigo, vendré a decírselo.

Ramírez abrió los ojos como platos y hasta se olvidó del porrón de vino que no había soltado.

—¿Y de verdad cree que lo logrará? ¿Después de tanto tiempo? ¡Debe de estar usted más loco que yo, señor!

—No, lo que pasa es que mi oficio consiste en briscar joyas perdidas. Vayámonos ya. Espero que volvamos a vernos algún día.

—Yo me quedaré aquí un rato más… en compañía de este excelente vino. ¡Dios le guarde, señor!

Morosini dejó allí la bolsa y volvió andando al hotel. Después de la siesta, la ciudad despertaba, y era un placer caminar por sus estrechas calles cercadas de paredes blancas sobre las que velaba la torre rosa de la Giralda. Además, paseando y dándose un baño era como Aldo pensaba mejor.

El rito de la bañera vendría más tarde, antes de vestirse para ir a la cena que la reina daba esa noche en el Alcázar Real. A ésa no podía faltar. En primer lugar, para no perder la amistad de una dama tan encantadora como Victoria Eugenia. Y en segundo lugar, porque esperaba encontrar allí a un personaje al que el día anterior apenas había prestado atención, pero que quizá le fuese de cierta utilidad.

Se le había ocurrido una idea, y cuando esto sucedía, Aldo no era amigo de hacerla esperar. ¿Acaso la idea no es del género femenino?