CUATRO HOMBRES, dos parejas, se habían lanzado al ululante torbellino que era Júpiter, y no habían vuelto. Habían caminado hacia la tormenta; es decir, se habían arrastrado hacia ella, con los vientres pegados al suelo, los cuerpos empapados y resplandecientes bajo la lluvia.
Pues habían tomado al irse una forma que no era la forma humana.
Ahora el quinto hombre estaba de pie ante el escritorio de Kent Fowler, jefe de la Cúpula Nº 3, Comisión de Reconocimiento de Júpiter.
Bajo el escritorio de Fowler, el viejo Towser se rascó una pulga, y luego se echó a dormir otra vez.
Harold Allen —advirtió Fowler con una angustia repentina— era joven, demasiado joven. Tenía la fácil confianza de la juventud, el rostro de alguien que nunca ha sentido miedo. Y eso era extraño. Pues los hombres de las cúpulas de Júpiter conocían el miedo, el miedo y la humildad. Era difícil para los seres humanos armonizar su yo diminuto con las poderosas fuerzas del monstruoso planeta.
—Comprenderá usted —dijo Fowler— que no necesita hacerlo. Comprenderá que no tiene la obligación de ir.
Era una fórmula, naturalmente. Los otros cuatro habían oído lo mismo, pero habían ido. Este quinto, Fowler lo sabía, iría también. Pero tuvo de pronto la débil esperanza de que no fuese.
—¿Cuándo parto? —preguntó Allen.
En otro tiempo Fowler podría haber sentido un sencillo orgullo ante esa respuesta. Frunció levemente el entrecejo.
—Antes de una hora —dijo.
Allen se quedó esperando, en silencio.
—Han ido cuatro hombres y no han regresado —dijo Fowler—. Ya lo sabe usted, por supuesto. Queremos que usted vuelva. No se trata de que intente una heroica expedición de rescate. Lo más importante, lo único, es que regrese, que pruebe que un hombre puede vivir bajo una forma joviana. Vaya hasta la primera posta, no más allá, y vuelva. No corra riesgos. No investigue nada. Vuelva.
Allen hizo un signo afirmativo.
—Comprendo.
—La señorita Stanley manejará el conversor —continuó Fowler—. No tiene nada que temer. La conversión de los otros no trajo dificultades. Salieron de la máquina en un estado aparentemente perfecto. Estará usted en buenas manos. La señorita Stanley es la mejor operadora de conversores del sistema solar. Ha adquirido experiencia en la mayoría de los planetas. Por eso está aquí.
Allen sonrió a la mujer, mostrando los dientes, y Fowler vio algo que pasaba por la cara de la señorita Stanley; algo que podía ser piedad, o rabia, o simplemente miedo. Pero la mujer ya sonreía otra vez al joven. Sonreía con ese aire suyo de maestra de escuela, casi como si odiase tener que sonreír.
—Esperaré con ansia —dijo Allen— el instante de mi conversión.
Por el tono podría haber sido una broma, una broma plena de ironía. Pero no era una broma.
Era algo serio, mortalmente serio. De esas pruebas, como sabía Fowler, dependía el destino de los hombres en Júpiter. Si tenían éxito, los recursos del enorme planeta estarían al alcance de la mano. El hombre se adueñaría de Júpiter, como ya se había adueñado de los planetas más pequeños. Pero si las pruebas fracasaban…
Si fracasaban, el hombre seguiría atado a la terrible presión, a la enorme fuerza de gravedad, a las curiosas reacciones del planeta. Seguiría encerrado en las cúpulas, imposibilitado de poner el pie en el planeta; imposibilitado de ver directamente, sin ayuda; forzado a fiarse de los embarazosos tractores y el televisor, forzado a trabajar con herramientas y mecanismos de difícil manejo, o por medio de robots también de difícil manejo.
Pues el hombre, sin protección y bajo su forma natural, sería destrozado por la terrible presión de Júpiter. Tres toneladas por centímetro cuadrado: la presión de las profundidades submarinas de la Tierra era un vacío comparada con ésta.
Ni siquiera el metal más fuerte que los terrestres pudieran concebir, resistía esas presiones y esas lluvias alcalinas que barrían a Júpiter. Caían en pedruscos quebradizos, deshaciéndose luego como arcilla, y corrían como arroyuelos, y formaban charcos de sales de amoníaco. Sólo aumentando la dureza y resistencia de ese metal y su tensión electrónica, podía éste soportar las toneladas de miles de gases, sofocantes y turbulentos, que formaban aquella atmósfera. Y aun entonces, había que recubrirlo todo con capas de cuarzo para que no entrase la lluvia… aquellos chaparrones de amoníaco.
Fowler escuchó el ruido de los motores instalados en el subsuelo, motores que funcionaban continuamente. Tenía que ser así, pues si se paraban, la energía que corría por las paredes, la tensión electrónica, se interrumpiría, y habría llegado el fin.
Towser se agitó bajo el escritorio y se rascó la picadura de otra pulga, golpeando la pata fuertemente contra el suelo.
—¿Hay algo más? —preguntó Allen.
Fowler sacudió la cabeza.
—Quizá quiera usted hacer algo —dijo—. Quizá quiera…
Iba a decir «escribir una carta», pero calló a tiempo.
Allen miró el reloj.
—Iré a prepararme —dijo. Dio media vuelta y salió del cuarto.
Fowler sabía que la señorita Stanley estaba observándolo, y no quería volverse y encontrarse con sus ojos. Revolvió unas hojas que tenía delante.
—¿Cuánto tiempo piensa seguir con esto? —preguntó la señorita Stanley, como escupiendo con repugnancia las palabras.
Fowler dio media vuelta en su silla y se enfrentó con la mujer. Los labios de la señorita Stanley formaban una línea recta y delgada; el cabello, echado hacia atrás, parecía más tirante que nunca, y la cara tenía la apariencia de una mascarilla mortuoria.
Fowler trató de hablar con una voz calma y fría.
—Mientras haya necesidad —dijo—. Mientras haya esperanza.
—Es decir que seguirá sentenciándolos a muerte —comentó la mujer—. Seguirá enfrentándolos con Júpiter. Y mientras, usted se quedará en la cúpula, cómodamente sentado.
—El sentimentalismo está aquí de más, señorita Stanley —dijo Fowler, tratando de no perder la cabeza—. Usted sabe tan bien como yo por qué hacemos esto. Sabe muy bien que el hombre, tal como es, no puede desafiar a Júpiter. La única solución es convertir a los hombres en algo que se adapte al planeta. Hemos hecho lo mismo en otros mundos.
»Si mueren unos pocos hombres, pero al fin tenemos éxito, el precio no será excesivo. En todas las edades los hombres han dado la vida por cosas tontas, razones tontas. ¿Por qué habremos de titubear, entonces, ante algo tan grande?
La señorita Stanley estaba sentada muy tiesa y derecha, con las manos dobladas en el regazo. Las canas le brillaban bajo la luz. Fowler la observaba tratando de adivinar qué imaginaba, qué sentía. No le tenía miedo, exactamente; pero no se sentía muy cómodo cuando la mujer lo miraba. Esos ojos azules y penetrantes sabían demasiado; esas manos parecían demasiado competentes. Podría haber sido la tía de alguien, sentada en una mecedora, con sus agujas de tejer. Pero no lo era. Era la operadora de conversores más hábil del sistema solar, y no aprobaba lo que él, Fowler, hacía.
—Algo anda mal, señor Fowler —dijo la mujer.
—Precisamente —convino Fowler—. Por eso envío a Allen. Para que averigüe qué pasa.
—¿Y si no lo averigua?
—Enviaré a otro.
La mujer se incorporó lentamente, dio un paso hacia la puerta, y se detuvo junto al escritorio.
—Algún día —dijo— usted será un gran hombre. No deja escapar ninguna oportunidad. Ésta es su oportunidad. Lo sabe usted desde que esta cúpula fue nombrada centro de experimentación. Si tiene éxito, ganará un punto o dos. No importa cuántos hombres mueran. Ganará un punto o dos.
—Señorita Stanley —dijo Fowler rudamente—, el joven Allen saldrá en seguida. Por favor, asegúrese de que su máquina…
—Mi máquina —dijo la mujer con frialdad— no tiene la culpa. Funciona de acuerdo con las coordenadas de los biólogos.
Fowler, inclinado hacia adelante, se quedó escuchando los pasos de la mujer que se alejaba por el corredor.
Lo que ella había dicho era cierto, indudablemente. Los biólogos habían establecido las coordenadas, pero podían equivocarse. Una diferencia del ancho de un cabello, un error mínimo, y del convertidor saldría algo que no era lo que debía salir. Un mutante que podía morir hecho pedazos, frágil como una brizna de paja, bajo condiciones totalmente desconocidas.
Pues los hombres poco sabían de Júpiter. Sólo lo que decían los instrumentos. Y las muestras de lo que ocurría allí afuera, proporcionadas por esos instrumentos y mecanismos, no eran más que eso: muestras. El tamaño de Júpiter era increíble, y las cúpulas muy escasas.
Los biólogos habían dedicado tres años al estudio de las formas de vida más evolucionadas del planeta, y dos años más a la experimentación. Un trabajo para el que hubiese bastado un mes en la Tierra. Pero un trabajo que no podía realizarse allá, pues no era posible llevar a la Tierra un habitante de Júpiter. Fuera del planeta no era posible reproducir la presión de Júpiter, y a la temperatura y presión terrestres, los jovianos desaparecían, simplemente, convertidos en un poco de gas.
Sin embargo, era un trabajo indispensable si el hombre quería pasearse alguna vez por Júpiter. Pues antes que el conversor transformase al hombre en otro ser, era necesario conocer las características físicas de este último, en todos sus detalles, y con una precisión que eliminase toda posibilidad de error.
Allen no regresó. Los tractores recorrieron las regiones vecinas y no hallaron trazas de él, a no ser que la velluda criatura descrita por uno de los conductores fuese Allen transformado en joviano.
Los biólogos emitieron sus más académicos refunfuños cuando Fowler sugirió que las coordenadas podrían ser inexactas. Las coordenadas, señalaron, funcionaban. Cuando un hombre se introducía en el conversor, y éste se ponía en marcha, el hombre se convertía en un joviano. Dejaba el aparato y entraba, hasta perderse de vista, en la espesa atmósfera.
Algún detalle, sugirió Fowler, alguna diferencia con lo que un joviano debía ser, algún defecto minúsculo. Si se trataba de eso, dijeron los biólogos, tardarían años en descubrirlo.
De modo que eran cinco hombres ahora, en vez de cuatro, y Harold Allen se había adentrado en Júpiter inútilmente. No se sabía nada nuevo. Era lo mismo que si no hubiese ido.
Fowler se inclinó sobre el escritorio y tomó el registro de personal; unas pocas hojas cuidadosamente ordenadas. Era algo que temía, pero algo que tenía que hacer. Había que encontrar de algún modo el motivo de estas extrañas desapariciones. Y el único modo era enviar más hombres afuera.
Durante un instante se quedó escuchando el aullido del viento en la cúpula, la interminable y atronadora tormenta que barría el planeta con una furia hirviente y retorcida.
¿Había algún peligro allá afuera?, se preguntó. ¿Alguna desconocida amenaza? ¿Algo que acechaba y aguardaba a los jovianos sin distinguir a los auténticos de los que eran hombres? Para esas fieras no habría seguramente diferencia.
¿No se había cometido un error fundamental al seleccionar esa especie como la más adaptada a las condiciones del planeta? La evidente inteligencia de esos jovianos había decidido la elección. Pues si el ser en que el hombre iba a convertirse no era inteligente, éste no podría conservar su propia capacidad mental.
¿Habrían dado los biólogos demasiada importancia a ese factor, olvidando algún otro? No lo parecía. A pesar de su tozudez, los biólogos conocían su trabajo.
¿O era esa conversión imposible, y estaba condenada, desde un principio, al fracaso? La conversión a formas de vida diferentes había tenido éxito en otros planetas, pero eso no significaba que lo mismo ocurriría en Júpiter. Quizá la inteligencia del hombre no podía funcionar correctamente con los sentidos proporcionados por esos seres. Quizá esos jovianos eran una forma de vida totalmente extraña, sin nada en común con los hombres.
O el motivo de ese fracaso podía residir en el mismo hombre, ser inherente a la raza humana. Alguna aberración mental, que ante ciertos estímulos exteriores impedía el regreso. Aunque quizá no fuera una aberración, no para los hombres. Quizás era sólo una peculiaridad mental, aceptada como cosa común en la Tierra, pero tan fuera de lugar en Júpiter que destruía toda cordura.
Unas patas rascaban y golpeaban el suelo del pasillo. Fowler escuchó y sonrió débilmente. Era Towser, que volvía de la cocina. Había ido a ver a su amigo el cocinero.
Towser entró en el cuarto, con un hueso en la boca. Movió la cola ante Fowler y se echó bajo el escritorio, con el hueso entre las patas. Clavó largamente los viejos ojos en su amo, y Fowler se agachó y le rascó una oreja arrugada.
—¿Todavía me quieres, Towser? —preguntó Fowler, y Towser sacudió la cola.
Fowler se enderezó y miró el escritorio. Estiró la mano y tomó el registro de personal.
¿Bennet? A Bennet le esperaba una muchacha en la Tierra.
¿Andrews? Andrews planeaba volver al instituto tecnológico de Marte tan pronto como hubiese ganado lo suficiente para pasar allí un año.
¿Olson? Olson estaba a punto de jubilarse. Se pasaba las horas hablando de su retiro y de que se dedicaría a cultivar rosas.
Cuidadosamente, Fowler puso el registro otra vez sobre la mesa.
Sentenciándolos a muerte. Lo había dicho la señorita Stanley, y los labios se habían movido apenas en aquella cara de pergamino. Los enviaba a la muerte mientras él, Fowler, se quedaba aquí cómodamente sentado.
Lo estaban comentando en toda la cúpula, seguramente, en especial desde que Allen no había vuelto. No se lo dirían en la cara. Ni siquiera los hombres que había llamado a la oficina y a quienes les había comunicado que serían los próximos en ir, llegaron a decírselo.
Pero Fowler había leído en sus ojos.
Recogió el registro. Bennet, Andrews, Olson. Había otros, pero era inútil seguir mirando.
Kent Fowler sabía que no podía hacerlo, que no podía enfrentarse con ellos, que no podía enviar a otros hombres a la muerte.
Se inclinó hacia adelante y golpeó con un dedo la llave del transmisor interno.
—Sí, señor Fowler.
—La señorita Stanley, por favor.
Esperó a la señorita Stanley, escuchando cómo Towser mordía débilmente el hueso.
Towser ya no tenía muy buenos dientes.
—La señorita Stanley —dijo la voz de la señorita Stanley.
—Quería pedirle, señorita Stanley, que se preparara para enviar a otros dos.
—¿No teme —preguntó la señorita Stanley— terminar con todos? Si envía uno por vez durarán más, tendrá usted una doble satisfacción.
—Uno de ellos —dijo Fowler— será un perro.
—¡Un perro!
—Sí, Towser.
Fowler sintió la furia helada que había en la voz de la mujer.
—¡Su propio perro! Ha estado con usted durante años…
—Por eso mismo —dijo Fowler—. Se sentiría muy triste si yo lo dejara.
No era el mismo Júpiter que había visto en el televisor. Había esperado algo diferente. Había esperado un infierno de llamas amoniacales, y sofocantes humaredas, y el ruido ensordecedor del huracán. Había esperado torbellinos de vapores, y el mordiente resplandor de unos rayos monstruosos.
No había esperado que los látigos del agua quedasen reducidos a una leve niebla purpúrea que flotaba como una sombra sobre una tierra rojiza. No había ni siquiera sospechado que los rayos serpenteantes fuesen un resplandor estático en un cielo de color.
Mientras aguardaba a Towser, Fowler flexionó los músculos, asombrado ante aquella sensación de fuerza y bienestar. El cuerpo era en verdad excelente, y sonrió al recordar cómo había compadecido a los jovianos.
Había sido difícil imaginar un organismo adaptado al amoníaco y al hidrógeno, en vez del agua y el oxígeno. Había sido difícil creer que semejante forma de vida pudiese sentir una alegría de vivir similar a la de los hombres. Difícil concebir algo vivo en esta tormenta oscura que era Júpiter; difícil concebir que para unos ojos jovianos no hubiese tormentas oscuras.
El viento lo golpeaba como con dedos suaves, y Fowler recordó sorprendido que de acuerdo con las normas de la Tierra ese viento era un ciclón que corría a trescientos kilómetros por hora, cargado de gases mortíferos.
Unos suaves aromas le bañaban el cuerpo. Y apenas podían llamarse aromas, pues no eran percibidos por el olfato. Parecía que hubiese sumergido todo el cuerpo en agua de colonia, y sin embargo no era agua de colonia. Era algo inexpresable, el primero de una serie de enigmas terminológicos. Pues las palabras que él, Fowler, conocía, los símbolos de que se había servido en su vida terrestre, eran aquí totalmente inútiles.
Una puerta se abrió en un lado de la cúpula, y Towser salió tambaleándose. Por lo menos Fowler pensó que debía de ser Towser.
Trató de llamar al perro, modelando mentalmente las palabras que quería decir. Pero no pudo decírselas. No había cómo.
Durante un instante un tenebroso terror le nubló el cerebro, un terror ciego que lo asaltaba con pequeñas olas de pánico.
¿Cómo hablan los jovianos? Cómo…
De pronto tuvo conciencia de Towser, intensa conciencia del cariño tenaz de aquel animal envejecido que lo había seguido a todos los planetas. Como si el ser que era Towser hubiese salido de sí mismo y se le hubiera instalado en el cerebro.
Y junto con aquella calurosa bienvenida, llegaban las palabras: «Hola, amigo».
No palabras realmente. Algo mejor, símbolos de pensamientos, símbolos con matices que nunca podrían tener las palabras.
—Hola, Towser —dijo Fowler.
—Me siento muy bien —dijo Towser—. Como cuando era cachorro. Últimamente me encontraba bastante inservible. Se me doblaban las piernas y se me estropeaban los dientes. Apenas podía morder un hueso. Además, las pulgas me hacían la vida negra. En otro tiempo no les hacía caso. Un par de pulgas más o menos no significaba mucho entonces.
—Pero… pero… —los pensamientos se le confundían a Fowler—. ¡Me estás hablando!
—Claro —dijo Towser—. Siempre he hablado. Pero usted no me oía. Trataba de decirle cosas, pero no lo lograba.
—Te entendía a veces —dijo Fowler.
—No mucho —replicó Towser—. Usted sabía cuándo yo quería comer, o beber, o salir. Pero nada más.
—Lo siento —dijo Fowler.
—Olvídelo —le dijo Towser—. Le echo una carrera hasta el acantilado.
Fowler vio por vez primera el acantilado. A muchos miles de kilómetros, aparentemente, pero con una rara y cristalina belleza que resplandecía a la sombra de unas nubes coloreadas.
Fowler titubeó.
—Está muy lejos.
—Oh, vamos —dijo Towser, y aún estaba diciéndolo cuando echó a correr.
Fowler lo siguió, probando sus piernas, probando la fuerza de este cuerpo nuevo, un poco desconfiado al principio, asombrado en seguida, corriendo luego con una alegría vivaz que parecía identificarse con la tierra purpúrea y roja, y el humo flotante de la llanura.
Mientras corría, tuvo conciencia de la música que venía hacia él, una música que le golpeaba en el interior del cuerpo, que se alzaba en su interior, que le daba alas de plata. Una música que parecía descender del campanario de una colina en una soleada primavera.
A medida que se acercaba al acantilado, la música crecía y crecía, y llenaba el universo con un rocío de sonidos. Y Fowler sintió que la música venía de la cascada del acantilado.
Aunque no era agua lo que caía, sino amoníaco; y el acantilado blanco era de oxígeno sólido.
Se detuvo de pronto, junto a Towser. La cascada estalló en un arco iris de cientos de colores. Cientos, sí, literalmente; pues no se trataba solamente de los colores primarios y sus matices, sino de una precisa selectividad que dividía el prisma hasta sus últimas posibilidades.
—La música —dijo Towser.
—Sí, ¿qué pasa?
—La música —dijo Towser—. Las vibraciones. Vibraciones producidas por el agua al caer.
—Pero, Towser, tú no sabes nada de vibraciones.
—Sí, sé —replicó Towser—. Acabo de saberlo.
Fowler abrió mentalmente la boca.
—¡Acabas de saberlo!
Y de pronto, en el interior de su propia cabeza, encontró una fórmula. La fórmula para un proceso que haría que el metal pudiese resistir la presión de Júpiter.
Miró, asombrado, la cascada; y su mente, con rapidez, clasificó los distintos colores y los colocó en su lugar exacto en el espectro. Así. Nada más. De la nada. Pues nada sabía de metales o colores.
—¡Towser! —gritó—. ¡Towser, algo nos está pasando!
—Sí, ya sé —dijo Towser.
—En nuestros cerebros —dijo Fowler—. Los estamos utilizando totalmente, hasta el último rincón. Descubrimos cosas que ya sabíamos. Quizá los cerebros terrestres son lentos, nebulosos. Quizá somos los retardados del universo. Quizá está en nosotros tener que hacer las cosas del modo más difícil.
Y, en la nueva claridad mental que parecía apoderarse de él, Fowler supo que no había sólo una cascada de colores, o metales capaces de resistir la presión de Júpiter. Sintió otras cosas, cosas todavía no muy claras. Un vago murmullo que se refería a algo más grande, a misterios que sobrepasaban el pensamiento humano, y hasta la imaginación humana. Misterios, hechos, lógica basada en el razonamiento; cosas que cualquier mente podría captar si usase todo su poder.
—Todavía somos, en parte, criaturas terrestres —dijo—. Estamos empezando a aprender algunas cosas. Cosas que no sabíamos como seres humanos, precisamente porque éramos seres humanos. Pues nuestros cuerpos de antes eran unos pobres cuerpos. Pobremente equipados para pensar, pobremente equipados en sentidos. Quizá hasta nos faltaba algún sentido esencial para el verdadero conocimiento.
Se volvió y clavó los ojos en la cúpula lejana: una manchita oscura.
Allá quedaban unos hombres que no podían ver la belleza de Júpiter. Hombres que creían que unos torbellinos de nubes y unas lluvias penetrantes oscurecían la superficie del planeta. Ojos humanos que no podían ver. Pobres ojos. Ojos que ignoraban la belleza de las nubes, que no podían ver a través de la tormenta. Cuerpos incapaces de sentir el estremecimiento de aquella música del agua al quebrarse.
Hombres que andaban solos, en una terrible soledad, y hablaban como niños exploradores intercambiando sus mensajes con banderitas. Incapaces de establecer una verdadera comunicación como la de él y Towser. Alejados para siempre de todo contacto íntimo y personal con otros.
Él, Fowler, había creído que iba a sentir terror; había creído que iba a retroceder ante la amenaza de cosas desconocidas; se había endurecido para poder aguantar una situación extraña.
Pero he aquí que se encontraba ante algo cuya grandeza había ignorado siempre. Un cuerpo más fuerte y ligero. Una sensación de alegría, un sentimiento más profundo de la existencia. Una mente más aguda. Un mundo de belleza que los terrestres no habían logrado concebir ni siquiera en sueños.
—Sigamos —pidió Towser.
—¿A dónde quieres ir?
—A cualquier parte —dijo Towser—. Sigamos a ver qué descubrimos. Tengo una sensación de… bueno, una sensación…
—Sí, ya sé —dijo Fowler.
Pues él también la sentía. La sensación de algo distinto. Una cierta sensación de grandeza. La conciencia de que en alguna parte, más allá del horizonte, esperaba la aventura, y algo más importante que la aventura.
Aquellos otros cinco habían sentido lo mismo. La urgencia de ir, y ver, la persistente sensación de que allí había una vida plena de sabiduría y riquezas.
Por eso no habían vuelto.
—No volveré —dijo Towser.
—No podemos abandonarlos —dijo Fowler.
Dio un paso o dos hacia la cúpula, y se detuvo.
Regresar a la cúpula. Regresar a aquel cuerpo dolorido e intoxicado. No parecía doler entonces, pero ahora sabían que sí.
Regresar al nublado cerebro. A aquellos razonamientos enmarañados. A las bocas móviles de las que surgían señales que otros podían entender. A aquellos ojos, lo que ahora parecía peor que ser ciego. A la debilidad, la abyección, la ignorancia.
—Quizá algún día —murmuró Fowler.
—Tenemos mucho que hacer y mucho que ver —dijo Towser—. Tenemos mucho que aprender. Descubriremos cosas.
Sí, descubriremos cosas. Civilizaciones, quizá. Civilizaciones que harían que la civilización humana pareciese ridícula. Belleza, y, lo que era más importante, conocimiento de esa belleza. Y una camaradería que nadie había experimentado antes, ni los hombres ni los perros.
Y vida. Una vida intensa luego de una existencia adormilada.
—No puedo volver —dijo Towser.
—Ni yo —dijo Fowler.
—Harían de mí otra vez un perro —dijo Towser.
—Y de mí un hombre —dijo Fowler.