RICHARD GRANT descansaba a orillas del arroyo que descendía por la falda de la colina y se alejaba con sus aguas brillantes bordeando el retorcido sendero, cuando la ardilla pasó corriendo y subió rápidamente al nogal. Detrás de la ardilla, levantando un ciclón de hojas otoñales, apareció el perrito.
Cuando el perro vio a Grant, se detuvo, movió la cola y lo observó con ojos divertidos.
Grant insinuó una sonrisa.
—Hola, cómo estás —dijo.
—Hola —dijo el perro.
Grant se incorporó, casi de un salto, y abrió la boca. El perro se rió, y la lengua le asomó por entre los dientes como un trapo brillante y rojo.
Grant señaló el nogal con el pulgar.
—Tu ardilla está ahí arriba.
—Gracias —dijo el perro—, puedo olerla.
Sorprendido otra vez, Grant miró rápidamente alrededor sospechando una broma. Ventriloquia, quizá. Pero no se veía a nadie. En el bosque estaban sólo él y el perro, y el arroyo que gorgoteaba, y la ardilla en el árbol.
El perro se acercó.
—Me llamo Nathaniel —dijo.
Eran palabras, no había duda. Casi como en el lenguaje humano; pero pronunciadas cuidadosamente, como por alguien que está aprendiendo a hablar. Había además un acento curioso, una cierta excentricidad en la entonación.
—Vivo en la colina —dijo Nathaniel—, con los Webster.
El perro se sentó y golpeó el suelo con la cola, limpiándolo de hojas amarillas. Parecía extremadamente feliz.
Grant de pronto hizo restallar los dedos.
—¡Bruce Webster! Podía habérmelo imaginado. Me alegra conocerte, Nathaniel.
—¿Quién eres tú? —preguntó Nathaniel.
—¿Yo? Soy Richard Grant, censista.
—¿Qué es un cen… censis…?
—Un censista es alguien que cuenta gente —explicó Grant—. Estoy haciendo un censo.
—Hay muchas palabras —dijo Nathaniel— que no sé decir.
Se incorporó, se acercó al arroyo, y bebió ruidosamente. Luego se tendió junto al hombre.
—¿Quieres cazar la ardilla? —preguntó.
—¿Y tú lo quieres?
—Claro —dijo Nathaniel.
Pero la ardilla ya no estaba. Juntos dieron vueltas alrededor del árbol, examinando sus ramas casi desnudas. Ninguna cola peluda surgía de detrás del tronco, ningún ojo similar a un abalorio los estaba mirando. La ardilla había aprovechado la charla para desaparecer.
Nathaniel parecía abatido, pero se dominó.
—¿Por qué no pasas la noche con nosotros? —preguntó—. Luego, a la mañana, podemos salir de caza. Pasaríamos el día afuera.
Grant rió entre dientes.
—No quisiera molestarlos. Estoy acostumbrado a dormir al aire libre.
—A Bruce le encantaría recibirte —insistió Nathaniel—. Y al abuelo no le importaría. Además, no se da cuenta de lo que pasa.
—¿Quién es el abuelo?
—Se llama Thomas —dijo Nathaniel—, pero todos le decimos abuelo. Es el padre de Bruce. Está viejísimo. Se pasa el día sentado, pensando en algo que ocurrió hace mucho tiempo.
Grant movió afirmativamente la cabeza.
—Conozco el asunto, Nathaniel. Juwain.
—Sí, eso es —convino Nathaniel—. ¿Qué significa?
Grant sacudió la cabeza.
—Me gustaría poder decírtelo, Nathaniel. Me gustaría saberlo.
Se echó el equipaje al hombro, se agachó y rascó al perro detrás de la oreja. Nathaniel hizo una mueca de placer.
—Gracias —dijo, y comenzó a andar por el sendero.
Grant lo siguió.
Thomas Webster se sentó en la silla de ruedas, en el prado, y miró por encima de las colinas de la tarde.
Cumpliré ochenta y seis mañana, estaba pensando. Ochenta y seis. Son muchos años para un hombre. Demasiados quizá. Sobre todo porque ya no puedo caminar y apenas veo.
Elsie me preparará una torta estúpida, con velitas, y los robots me harán un regalo, y esos perros de Bruce vendrán a desearme felicidades meneando la cola. Y atenderé algunas llamadas de la televisión, aunque espero que no muchas. Y me golpearé el pecho y diré que llegaré a los cien, y todos se reirán tapándose la boca con la mano, y dirán: «oíd al viejo loco».
Ochenta y seis años, y sólo hubo dos cosas que me importó hacer. Una de ellas la hice, y la otra no.
Un cuervo pasó graznando sobre un cerro distante y se perdió en el valle sombrío. De muy lejos, río abajo, llegaban las voces de unos patos.
Pronto aparecerían las estrellas. Aparecían temprano en esta época del año. Le gustaba mirarlas. ¡Las estrellas! Golpeó los brazos de la silla con un fiero orgullo. Las estrellas, Señor, eran su alimento. ¿Una obsesión? Quizá. Pero por lo menos algo que podía borrar aquel estigma del pasado, un escudo para amparar a la familia contra los chismosos de la historia. Y Bruce estaba ayudando, también. Sus perros…
Detrás de él, en el césped, se oyeron unas pisadas.
—Su whisky, señor —dijo Jenkins. Thomas Webster clavó los ojos en el robot y tomó el vaso de la bandeja.
—Gracias, Jenkins —dijo. Hizo girar el vaso entre los dedos—. ¿Desde cuándo, Jenkins, preparas bebidas para la familia?
—Ya lo hice con su padre, señor —dijo Jenkins—. Y con el padre de su padre.
—¿Alguna novedad? —preguntó el anciano. Jenkins sacudió la cabeza.
—Ninguna.
Thomas Webster bebió un sorbo de whisky.
—Eso significa entonces que han salido del sistema solar. Ya no los oyen en Plutón. Están a medio camino, o más aún, de Alfa Centauri. Si yo llegase a vivir lo suficiente…
—Vivirá, señor —dijo Jenkins—. Lo siento en los huesos.
—Tú —declaró el anciano— no tienes huesos.
Bebió el whisky, a sorbos, lentamente, probándolo con una lengua experta. Demasiado aguado otra vez. Pero no diría nada. Era inútil protestar ante Jenkins. ¡Ese doctor! Le recomendó a Jenkins que aguara la bebida un poco más. Privar a un hombre de una bebida correcta en sus últimos años…
—¿Qué es eso que viene por allá? —preguntó Webster señalando el sendero de la colina.
Jenkins volvió la cabeza.
—Parece, señor —dijo—, que Nathaniel trae a alguien.
Los perros habían entrado en tropel a desearle las buenas noches, y ahora se iban.
Bruce Webster los miró irse, sonriendo.
—Buena pandilla —comentó, y se volvió hacia Grant—. Imagino que Nathaniel le habrá dado un buen susto esta tarde.
Grant levantó el vaso de brandy, mirando a través de él.
—Exactamente —dijo—. Pero fue un instante. En seguida recordé haber leído algo acerca de sus trabajos. No es mi especialidad, es cierto, pero su labor ha sido popularizada, en un lenguaje más o menos técnico.
—¿Su especialidad? —dijo Webster—. Yo creía…
Grant se rió.
—Comprendo qué quiere decir. Un censista. Un enumerador. Todo eso, se lo garantizo.
Webster parecía un poco incómodo.
—Espero, señor Grant, que no haya…
—De ningún modo —dijo Grant—. Estoy acostumbrado. Todos creen que pido nombres y fechas, y luego me voy y hago lo mismo con otro grupo de hombres. Así eran antes los censos, naturalmente. Contar cabezas, nada más. Cuestión de estadísticas. Al fin y al cabo, el último censo se realizó hace tres siglos. Pero éstos son otros tiempos.
—Me interesa —dijo Webster—. Esa referencia suya a contar cabezas tiene un aire casi siniestro.
—No es nada siniestro —dijo Grant—. Es lógico. Una evaluación de la población humana. Ya no se trata del número, sino de lo que realmente son, de lo que piensan y hacen.
Webster se hundió lentamente en su silla acercando los pies a la chimenea.
—No me diga, señor Grant, que va usted a psicoanalizarme.
Grant vació el vaso de brandy y lo puso en la mesa.
—No necesito hacerlo —dijo—. El Comité Mundial sabe todo lo necesario acerca de gentes como usted. Pero hay otros. Los vagabundos de los cerros, los llaman aquí. En el norte son los salvajes de los pinares. Más al sur son otra cosa. Una población oculta, casi una población olvidada. Son los que se escondieron en los bosques. Los que se escabulleron cuando el Comité Mundial aflojó las riendas del gobierno.
Webster lanzó un gruñido.
—Había que aflojar esas riendas —declaró—. Lo prueba la historia. Aun antes que apareciese el Comité Mundial los gobiernos soportaban la carga de diversos anacronismos. Hace trescientos años los gobiernos municipales tenían tan pocas razones de ser como hoy las tendrían los gobiernos nacionales.
—Tiene usted razón —dijo Grant—. Y sin embargo, cuando aflojó las riendas, el gobierno ya no pudo dirigir la vida ciudadana. El hombre que quería vivir sin que el gobierno lo vigilase (perder sus beneficios y huir de sus obligaciones) descubrió que la empresa era sencilla. El Comité Mundial no se inmutó. Tenía otras cosas de que ocuparse. Y las había en abundancia. Los granjeros, por ejemplo, cuyas vidas habían perdido todo sentido con el advenimiento de la hidroponía. A muchos de ellos les resultó difícil sumarse a la vida industrial. ¿Qué hicieron entonces? Escaparon. Volvieron a la vida primitiva. Cultivaban unas pocas cosas, cazaban, ponían trampas, recogían leña, robaban un poco de cuando en cuando. Privados de medios de subsistencia, volvieron a la tierra, volvieron atrás, y la tierra cuidó de ellos.
—Eso ocurrió hace trescientos años —dijo Webster—. El Comité Mundial no encontraba entonces motivo de preocupación. Hacía lo que podía, naturalmente, pero, como usted dice, no se inmutaba si unos pocos se le escapaban de las manos. ¿Por qué ahora tanto interés?
—Sólo, supongo —dijo Grant—, porque llegó el momento de hacerlo.
Miró a Webster atentamente, estudiándole. La cara de Webster, cómodamente sentado ante el fuego, era muy expresiva. Las sombras de las llamas la dibujaban en planos, dándole un aspecto casi sobrenatural.
Grant buscó en el bolsillo, encontró la pipa, y la llenó de tabaco.
—Hay algo más —dijo.
—¿Eh? —preguntó Webster.
—Hay algo más a propósito de ese censo. Tendrían que realizarlo de todos modos, pues un cuadro de la población terrestre es siempre conveniente y necesario. Pero eso no es todo.
—Los mutantes —dijo Webster.
Grant movió afirmativamente la cabeza.
—Eso es. No sospechaba que alguien pudiese saberlo.
—Yo trabajo con mutantes —dijo Webster—. He dedicado toda mi vida al estudio de las mutaciones.
—La cultura ha tomado giros inesperados —dijo Grant—. Sin precedentes. Formas literarias con huellas indiscutibles de una personalidad enteramente nueva. Formas musicales que han roto con los modos de expresión tradicionales. Artes que nunca se habían visto anteriormente. Y la mayor parte anónimas, ocultas bajo seudónimos.
Webster se rió.
—Cosas como ésas, naturalmente, son un completo misterio para el Comité Mundial.
—No tanto como otras cosas —explicó Grant—. El Comité no se ocupa principalmente de arte y literatura, sino de fenómenos menos evidentes. Si se produce un renacimiento de la vida pastoril, éste llega a conocimiento del Comité, como es natural, a través de nuevas formas artísticas y literarias. Pero un renacimiento semejante no concierne solamente al arte y la literatura.
Webster se hundió un poco más en la silla y apoyó la barbilla en las manos.
—Creo —dijo— que veo adónde va.
Se quedaron en silencio un rato, un silencio interrumpido solamente por el chisporroteo del fuego, y por el murmullo fantasmal del viento del otoño entre los árboles del jardín.
—Hubo una posibilidad en otro tiempo —dijo Webster casi como si se hablara a sí mismo—. Una posibilidad de nuevos puntos de vista. La posibilidad de destruir las telarañas que nos nublan la mente desde hace cuatro mil años. Un hombre impidió esa posibilidad.
Grant se movió, incómodo, y luego se sentó rígidamente, temeroso de que Webster hubiese advertido su movimiento.
—Ese hombre —dijo Webster— fue mi abuelo.
Grant sabía que tenía que decir algo, que no podía seguir así, sin hablar.
—Juwain pudo haberse equivocado —dijo—. Quizá no había descubierto una nueva filosofía.
—Con esa idea —declaró Webster— tratamos de consolarnos. Pero es inverosímil. Juwain era un gran filósofo, quizá el más grande que conoció Marte. Si hubiera vivido, no hay duda de que hubiese desarrollado una nueva filosofía. Pero no vivió. No vivió porque mi abuelo no fue a Marte.
—No fue culpa de su abuelo —dijo Grant—. Trató de hacerlo. Ningún hombre puede luchar contra la agorafobia.
Webster sacudió una mano, como haciendo a un lado las palabras de Grant.
—Eso es asunto concluido. No es posible retroceder. Tenemos que aceptarlo y partir de ese punto. Y como se trataba de mi familia, como se trataba de mi abuelo…
Grant miró al hombre fijamente, sorprendido por la idea que acababa de ocurrírsele.
—Por eso…
—Sí, los perros —dijo Webster.
De muy lejos, del río distante, llegó un gemido mezclado con la voz del viento entre los árboles.
—Un coatí —dijo Webster—. Los perros lo oirán y querrán salir.
Volvió a oírse aquel grito, esta vez más cerca. Así parecía al menos.
Webster se había incorporado un poco, y ahora, inclinado hacia adelante, clavaba los ojos en las llamas.
—Al fin y al cabo, ¿por qué no? Un perro tiene una personalidad. Puede advertirlo en cualquiera de ellos. No hay dos iguales. Todos tienen inteligencia, en diferente proporción. Y no se necesita nada más: una personalidad consciente y un poco de inteligencia.
»No disponían de muchos medios, eso es todo. Tenían dos impedimentos. No podían hablar y no podían caminar en dos patas, y por esto mismo no les era posible desarrollar un par de manos. Si no fuese por el lenguaje y las manos, los perros serían hombres, y los hombres, perros.
—Nunca se me ocurrió pensarlo así —le dijo Grant—. Sus perros como una raza inteligente…
—No —dijo Webster y había algo de amargura en sus palabras—. No se le ocurrió. Pensó en ellos como el resto del mundo. Como curiosidades, como animales de feria, como mascotas divertidas. Mascotas que pueden hablar con uno.
»Pero hay más, Grant. Se lo juro. Hasta ahora el hombre ha estado solo. Una raza inteligente, pensante, y solitaria. Piense cuánto más lejos, cuánto más rápido hubiese ido el hombre si hubiera habido en el mundo dos razas inteligentes. Si esas dos razas hubiesen trabajado juntas. Pues, verá usted, no hubieran pensado del mismo modo. Hubiesen completado y comparado sus pensamientos. Lo que no podía pensar uno, lo pensaría el otro. La vieja historia de las dos cabezas.
»Piense en eso, Grant. Una mente distinta de la mente humana, pero que trabajaría con ella. Que vería y entendería cosas que el hombre no puede ver ni entender. Que desarrollaría, si usted quiere, concepciones filosóficas de las que el hombre es incapaz.
Webster extendió las manos hacia el fuego. Tenía unos dedos largos y huesudos, de anchos nudillos.
—No podían hablar y los doté de lenguaje. No fue tarea sencilla, pues la lengua y la garganta de los perros no han sido diseñadas para hablar. Pero la cirugía lo logró… Un medio expeditivo al principio… cirugía e injertos… pero ahora… Ahora, empero, creo… Es demasiado pronto para afirmarlo.
Grant estaba echado hacia adelante, con el cuerpo en tensión.
—¿Quiere decir que los perros están transmitiendo los cambios que usted realizó? ¿Que hay muestras hereditarias de las correcciones quirúrgicas?
Webster sacudió la cabeza.
—Es demasiado pronto para afirmarlo. Dentro de veinte años podría decírselo con seguridad.
Alzó la botella de la mesa y se la extendió a Grant.
—Gracias —dijo Grant.
—Soy un anfitrión muy poco hábil —dijo Webster—. Debería haberse servido usted mismo —levantó el vaso contra el fuego—. Dispongo de buen material. Los perros son inteligentes. Más de lo que usted cree. El perro ordinario reconoce cincuenta palabras. Algunos llegan al centenar. Añada otras cien y ya tiene todo un vocabulario. Habrá notado, probablemente, las palabras simples que usa Nathaniel. Casi inglés básico.
Grant hizo un signo afirmativo.
—Sí. Palabras cortas. Me dijo que había muchas que no podía decir.
—Todavía hay mucho que hacer —dijo Webster—. Mucho más. La lectura, por ejemplo. Un perro no ve como usted o yo. He estado experimentando con lentes. Corrigiéndoles la vista para que puedan ver como nosotros. Y si eso falla, hay aún otros medios. El hombre debe visualizar las imágenes que ve un perro. Debe aprender a imprimir libros que los perros puedan leer.
—¿Y qué piensan los perros de todo eso? —preguntó Grant.
—¿Los perros? —dijo Webster—. Créalo o no, Grant. Están divirtiéndose como nunca —clavó los ojos en el fuego—. Dios los bendiga.
Grant subió las escaleras que llevaban al dormitorio, detrás de Jenkins. Cuando pasaron ante una puerta entreabierta, una voz los llamó.
—¿Es usted, extranjero?
Grant se detuvo, mirando alrededor.
Jenkins dijo, en un murmullo:
—Es el viejo señor. A menudo no puede dormir.
—Sí —dijo Grant.
—Entre un rato —dijo el viejo.
Thomas Webster estaba sentado, metido en la cama, con un gorro rayado en la cabeza. Vio que Grant miraba fijamente el gorro.
—Me estoy quedando calvo —dijo—. No me siento cómodo si no me pongo algo en la cabeza. No puedo traerme el sombrero a la cama. ¿Qué haces ahí? —le gritó a Jenkins—. ¿No ves que el señor quiere beber algo?
—Sí, señor —dijo Jenkins, y desapareció.
—Siéntese —dijo Thomas Webster—. Siéntese y escúcheme un rato. Hablar me ayudará a conciliar el sueño. Y, por otra parte, no vemos caras nuevas todos los días.
Grant se sentó.
—¿Qué piensa usted de mi hijo? —preguntó el viejo.
Grant se sorprendió ante lo insólito de la pregunta.
—Cómo… Creo que es un hombre extraordinario. Las cosas que está haciendo con los perros…
El viejo lanzó una risita.
—¡Él y sus perros! ¿No le hablé de la vez en que Nathaniel se enredó con un zorrino? Pero por supuesto que no. No he cambiado más de dos palabras con usted.
Dejó correr las manos por la manta, tirando nerviosamente de los hilos con sus largos dedos.
—Tengo otro hijo, sabrá usted, Allen. Lo llamamos Al. Esta noche se encuentra a una distancia a la que no ha llegado ningún otro hombre. En camino hacia las estrellas.
Grant movió la cabeza afirmativamente.
—Sí, ya sé. Lo he leído. La expedición a Alpha Centauri.
—Mi padre era cirujano —dijo Thomas Webster—. Quería que yo también lo fuese, como es natural. Casi le destrocé el corazón, me imagino, cuando no quise seguir esa carrera. Pero si estuviese aquí, se sentiría orgulloso de nosotros esta noche.
—No debe preocuparse por su hijo. Él… —dijo Grant.
El viejo lo miró en silencio.
—Yo mismo construí esa nave. La diseñé, la vi crecer. Si se trata sólo de atravesar el espacio, llegará a la meta. Y el chico sabe lo que hace. Es capaz de pasar por entre las llamas del mismísimo infierno.
Thomas Webster se incorporó, golpeando con el gorro de dormir contra la pila de almohadas.
—Y hay otra razón que me hace creer que llegará a la meta, y que volverá. En un principio no lo pensé mucho, pero últimamente he estado recordando, reflexionando, preguntándome si eso no significaría… bueno, si no pudiera ser que… —se detuvo y respiró profundamente—. No crea que soy supersticioso.
—Claro que no —dijo Grant.
—Puede estar seguro —dijo Webster.
—Una especie de señal —sugirió Grant—. Una sensación, un presentimiento.
—No —declaró el viejo—. La certidumbre, casi, de que el destino me acompaña. De que yo debía construir una nave que haría ese viaje. Que alguien o algo decidió que había llegado la hora de que el hombre viajase a las estrellas y trató de ayudarlo.
—Habla usted como si se refiriese a un incidente real —dijo Grant—. Como si hubiera ocurrido algo que le hace pensar que la expedición será un éxito.
—Puede apostarlo —dijo Webster—. Eso es exactamente lo que quiero decir. Ocurrió veinte años atrás. Ahí, en el jardín de esta misma casa —se enderezó un poco más, jadeando—. Estaba en un callejón sin salida, ya me entiende. Mi sueño ya no existía. Años y años pasados en vano. El principio básico de la velocidad necesaria para ese vuelo era erróneo. Y lo peor era que yo sabía que casi había acertado. Yo sabía que sólo se trataba de algo muy pequeño, un pequeño cambio que había que efectuar en la teoría. Pero no podía descubrirlo.
»De modo que allí estaba yo, en el jardín, sintiendo pena de mí mismo, con un esbozo del plan en las manos. Vivía con él; lo llevaba a todas partes quizá sólo para mirarlo, imaginando quizá que si lo miraba continuamente el error se me aparecería de pronto. Ya sabe usted que eso da resultado, a veces.
Grant movió afirmativamente la cabeza.
—Y mientras estaba allí en el jardín, se me acercó un hombre. Uno de los vagabundos de los cerros. ¿Conoce usted a esos vagabundos?
—Naturalmente —dijo Grant.
—Bueno, este hombre se me acercó. Un joven desenfadado, que se movía como si en el mundo no hubiese problemas para él. Se detuvo, y miró por encima de mi hombro; me preguntó de qué se trataba.
»"El motor de una nave del espacio", le dije. El hombre se inclinó y tomó el proyecto, y yo le dejé. Al fin y al cabo, ¿para qué esconderlo? El hombre no podía entender nada, y de cualquier modo el plano no servía.
»Y al rato el hombre me devolvió el plano y señaló un punto con el dedo. «Ésta es su dificultad», me dijo. Y luego dio media vuelta y se alejó. Y yo me quedé allí, mirando cómo se iba, demasiado sorprendido para decir una palabra o llamarlo.
El viejo, sentado en la cama, miraba fijamente la pared, con el gorro de dormir curiosamente torcido. Afuera el viento corría ululando por los aleros. Y en la habitación bien iluminada, parecía haber sombras, aunque Grant sabía que no las había.
—¿Logró encontrarlo alguna vez? —preguntó.
El viejo sacudió la cabeza.
—Desapareció sin dejar rastro —dijo.
Jenkins entró con un vaso y lo puso sobre la mesa de noche.
—Volveré, señor —le dijo a Grant—, para mostrarle su habitación.
—No es necesario —dijo Grant—. Dígame sólo cuál es.
—Como usted quiera, señor —dijo Jenkins—. La tercera hacia abajo. Encenderé las luces y entornaré la puerta.
Los hombres se quedaron escuchando los pasos del robot que bajaba al vestíbulo.
El viejo lanzó una ojeada al whisky y carraspeó.
—Ahora pienso —dijo— que me gustaría que Jenkins me hubiese traído uno.
—Pero eso tiene remedio —dijo Grant—. Tome éste. Realmente no lo necesito.
—¿De veras?
—En absoluto.
El viejo extendió la mano, bebió un sorbo, y suspiró satisfecho.
—Esto es lo que llamo una bebida bien hecha —dijo—. El doctor obliga a Jenkins a que me las sirva aguadas.
Había algo en la casa que se le metía a uno en los huesos. Algo que hacía que uno se sintiese un extraño, incómodo y desnudo ante el callado murmullo de las paredes.
Grant se sentó en el borde de la cama, se desató lentamente los zapatos, y los dejó caer sobre la alfombra.
Un robot que había servido a la familia durante cuatro generaciones, que hablaba de hombres de otros siglos como si ayer les hubiese servido un whisky. Un viejo que se preocupaba por una nave que estaba atravesando la oscuridad del espacio, más allá del sistema solar. Otro hombre que soñaba con una raza que le ofrecería su garra a la humanidad para acompañarla por el camino del destino.
Y sobre todo eso, casi secreta, y sin embargo inconfundiblemente, la sombra de Jerome A. Webster… el hombre que había traicionado a un amigo, el cirujano que había traicionado su profesión.
Juwain, el filósofo marciano, había muerto en vísperas de un gran descubrimiento porque Jerome A. Webster no había sido capaz de dejar su casa, pues la agorafobia lo ataba a unos pocos kilómetros cuadrados.
Grant cruzó en calcetines la habitación hasta la mesa donde Jenkins había puesto el equipaje. Desató las correas, lo abrió, y sacó un grueso portafolios. De vuelta en la cama, se sentó y comenzó a pasar con el pulgar unas hojas.
Formularios, centenares de hojas escritas. La historia de centenares de vidas humanas puestas en papel. No sólo lo que le habían dicho o las respuestas que le habían dado, sino también docenas de otras cosas, cosas que él había obtenido observando, esperando, mirando, viviendo con ellos una hora o un día.
Pues la gente que se había refugiado en las colinas lo aceptaba. Su tarea consistía precisamente en eso: en que lo aceptaran. Lo aceptaban porque llegaba a pie, con las ropas desgarradas por las malezas, fatigado, con el equipaje al hombro. No llevaba consigo nada moderno que lo señalara como un ser aparte, que hiciese que desconfiaran de él. Era algo fatigoso realizar un censo, pero éste era el único modo de obtener lo que el Comité Mundial quería… y necesitaba.
Pues en algún sitio, alguna vez, estudiando hojas como éstas, desparramadas sobre la cama, un hombre encontraría el primer indicio de una existencia que no seguía las normas. Alguna rareza de conducta que opondría una vida a todas las demás.
Las mutaciones humanas no eran raras, por supuesto. Muchas eran bien conocidas: hombres que ocupaban altas posiciones. La mayor parte de los miembros del Comité Mundial eran también mutantes; pero, como los otros, sus especiales cualidades y habilidades habían sido modificadas por las normas del mundo, y en un proceso inconsciente sus ideas y reacciones se habían amoldado a las de otros hombres.
Siempre había habido mutantes. De otro modo la raza no hubiese progresado. Pero hasta los últimos cien años no habían sido reconocidos como tales. Antes habían sido meramente grandes hombres de negocios, o grandes hombres de ciencia, o grandes tramposos. O excéntricos, quizá, que no habían recibido más que piedad o burlas de manos de una raza que no permitía que nadie escapase a las normas.
Aquellos que habían tenido éxito se habían adaptado al mundo, habían hecho entrar sus grandes poderes en los límites de las acciones comunes. Y habían reducido así su utilidad, limitando sus capacidades, encerrando su inteligencia en restricciones destinadas a seres menos extraordinarios.
Aun hoy las habilidades de los mutantes conocidos estaban gobernadas, inconscientemente, por normas ya establecidas: los terribles engranajes de la lógica.
Pero en alguna parte del mundo había docenas, quizá centenares, de otros seres humanos que eran un poco más que humanos; personas cuyas vidas no habían sido rozadas por la rigidez y complejidad de otras vidas. Su inteligencia no había sido limitada; no habían caído en los terribles engranajes de aquella lógica.
Grant sacó del portafolios unos papeles (pocos, lamentablemente), y leyó el título en la primera de las hojas, casi con reverencia:
PROPOSICIÓN FILOSÓFICA INCONCLUSA Y NOTAS ORDENADAS DE JUWAIN.
Era necesaria una mente que no hubiese caído entre los engranajes de la lógica, una mente desembarazada de las normas establecidas por cuatro mil años de pensamiento humano, para alzar la antorcha que la mano muerta del marciano había dejado caer. Una antorcha que alumbraba un nuevo concepto de la vida, que mostraba un sendero más fácil y recto. Una filosofía que haría adelantar a la humanidad unos cien mil años en el corto espacio de dos generaciones.
Juwain había muerto, y en esta misma casa había vivido un hombre, obsesionado, escuchando la voz de su amigo muerto, acosado por la censura de una raza castigada.
Algo arañaba furtivamente la puerta. Con un sobresalto, Grant se incorporó y escuchó. Volvió a oírse aquel sonido. Luego un débil lloriqueo.
Grant metió otra vez rápidamente los papeles en el portafolios y se encaminó a la puerta. La abrió y Nathaniel se escurrió en la habitación, como una sombra.
—Oscar —dijo— no sabe que estoy aquí. Si supiese que estoy aquí me castigaría.
—¿Quién es Oscar?
—Oscar es el robot que se encarga de nosotros.
Grant sonrió al perro.
—¿Qué quieres, Nathaniel?
—Quiero hablar contigo —dijo Nathaniel—. Has hablado con todos. Con Bruce y el abuelo. Pero no has hablado conmigo, y yo te encontré.
—Muy bien —dijo Grant—. Adelante. Habla.
—Estás preocupado —dijo Nathaniel.
Grant arrugó el entrecejo.
—Sí. Quizá lo estoy. La raza humana está siempre preocupada. Tú ya deberías saberlo, Nathaniel.
—Estás preocupado por Juwain. Lo mismo que el abuelo.
—No, no preocupado —protestó Grant—. Reflexiono, nada más. Y espero.
—¿Qué pasa con Juwain? —preguntó Nathaniel—. Y quién es, y…
—No es nadie realmente —declaró Grant—. Es decir, fue alguien alguna vez, pero murió hace años. Ahora es sólo una idea. Un problema. Algo en que pensar.
—Yo puedo pensar —dijo Nathaniel triunfalmente—. Pienso mucho, a veces. Pero no debo pensar como los seres humanos. Eso me dice Bruce. Dice que debo tener pensamientos de perro y dejar a un lado los pensamientos humanos. Dice que los pensamientos de los perros son tan buenos como los pensamientos de los hombres, quizá un poco mejores.
Grant movió afirmativamente y con seriedad la cabeza.
—Hay mucho de cierto en eso, Nathaniel. Al fin y al cabo, tus pensamientos no pueden ser los de un hombre. Tus pensamientos…
—Hay muchas cosas que conocen los perros y los hombres ignoran —se jactó Nathaniel—. Podemos ver cosas, y oír cosas, que los hombres no ven ni oyen. A veces aullamos de noche, y la gente nos maldice. Pero si pudiesen ver y oír como nosotros, se morirían de miedo. Bruce dice que somos…
—¿Psíquicos?
—Eso es —dijo Nathaniel—. No puedo recordar todas las palabras.
Grant tomó su pijama de la mesa.
—¿Qué te parece si pasas la noche conmigo, Nathaniel? Puedes dormir a los pies de la cama.
Nathaniel observó a Grant con los ojos muy abiertos.
—Oh, ¿lo dices de veras?
—Claro. Si vamos a ser compañeros, los perros y los hombres, es mejor que empecemos desde ahora.
—No te ensuciaré la cama —dijo Nathaniel—. Te lo prometo. Oscar me bañó esta noche —alzó una oreja—. Aunque me parece —añadió— que se ha olvidado una o dos pulgas.
Grant, perplejo, observó la pistola atómica. Era un objeto manejable, de utilidad muy diversa, que servía tanto de encendedor como de arma mortífera. Fabricada para durar mil años, estaba asegurada contra el mal uso, o por lo menos eso decía la propaganda. No se descomponía nunca… salvo ahora, que había dejado de funcionar.
Apuntó con el arma al suelo y la sacudió vigorosamente, pero aun así no funcionó. La golpeó suavemente contra una piedra. Sin resultado.
La oscuridad penetraba en las agrupadas colinas. En algún lugar del valle distante un búho rió irracionalmente. Las primeras estrellas, pequeñas e inmóviles, aparecían en el este, y en el oeste el resplandor verdoso que señalaba la desaparición del sol se disolvía en la noche.
La pila de leña descansaba entre unos pedruscos, y había otros troncos a mano para mantener encendido el fuego durante la noche. Pero si la pistola no funcionaba, no habría fuego.
Grant maldijo entre dientes, pensando en la noche helada y las raciones frías.
Volvió a golpear el arma contra una piedra, esta vez con más fuerza. Nada.
Una rama crujió en las sombras y Grant se incorporó de un salto.
Los árboles se alzaban como torres hacia el creciente crepúsculo. Detrás de uno de los troncos había una figura alta y delgada.
—Hola —dijo Grant.
—¿Algo anda mal, extranjero?
—Mi pistola… —replicó Grant, y se interrumpió de pronto. La sombría figura no tenía por qué saber que estaba desarmado.
El hombre dio un paso adelante, con la mano extendida.
—No funciona, ¿eh?
Grant sintió que le sacaban el arma de la mano.
El visitante se sentó en cuclillas. Parecía como si riese entre dientes. Grant trató de ver lo que estaba haciendo, pero en las sombras cada vez más densas las manos del hombre eran un borrón oscuro que se movía alrededor del arma brillante.
El metal restalló. El desconocido tomó aliento y lanzó una carcajada. El metal volvió a restallar, y el hombre se incorporó extendiéndole el arma a Grant.
—Arreglada —dijo—. Quizá mejor que antes.
Se oyó otra vez el crujido de unas ramas.
—¡Eh, espere! —gritó Grant, pero el hombre ya se había ido; un fantasma negro que se movía entre los troncos fantasmales.
Un frío que no era el de la noche se levantó del suelo e invadió lentamente el cuerpo de Grant. Un frío que le erizaba los cabellos, que le ponía la carne de gallina.
No había otro sonido que el del agua que murmuraba en la oscuridad, el arroyo que corría junto al campamento.
Estremeciéndose, se inclinó sobre la pila de leña y apretó el gatillo. Surgió una delgada llama azul y la leña estalló en llamas.
Grant encontró al viejo Dave Baxter encaramado en la valla. El humo surgía de la pipa de cabo corto oculta entre sus bigotes.
—Hola, extranjero —dijo Dave—. Súbase aquí a charlar un rato.
Grant trepó a la valla, y se quedó mirando el hacinado campo de trigo, alegre con el amarillo de los melones.
—¿Dando un paseo? —preguntó el viejo Dave—. ¿O curioseando?
—Curioseando —dijo Grant.
Dave se sacó la pipa de la boca, escupió, y aspiró otra bocanada. Los bigotes se agitaban cariñosamente, y peligrosamente, alrededor de la pipa.
—¿Excavando? —preguntó el viejo.
—No —respondió Grant.
—Hubo un hombre aquí hace cuatro o cinco años —dijo Dave— que era peor que un perro conejero para excavar. Encontró un sitio donde antes había habido una ciudad y lo hizo volar en pedazos. Me cansó preguntándome acerca de esa ciudad. Mi abuelo me había mencionado el nombre de la ciudad, pero yo no me acordaba. Este hombre llevaba un montón de mapas a todas partes, y los estudiaba continuamente, tratando de averiguar qué había sido esto o aquello, pero me parece que nunca llegó a saberlo.
—En busca de antigüedades —dijo Grant.
—Quizá —dijo el viejo Dave—. Hice todo lo posible por mantenerme alejado. Pero este hombre no era peor que el que quería descubrir un camino que una vez atravesó estos lugares. Tenía mapas, también. Le dejé creer que lo había encontrado y me faltó coraje para decirle que aquello era un sendero abierto por las vacas —el viejo le hizo a Grant un guiño—. No estará usted buscando caminos, ¿no?
—No —dijo Grant—. Soy un censista.
—¿Un qué?
—Un censista. Un hombre que hace censos —explicó Grant—. Anoto su nombre y edad y el lugar donde vive.
—¿Para qué?
—El gobierno quiere saberlo.
—Nosotros no molestamos al gobierno —declaró el viejo Dave—. ¿Por qué el gobierno nos molesta a nosotros?
—El gobierno no quiere molestarlos —aseguró Grant—. Hasta creo que piensan pagarles algo algún día. Nunca se puede saber.
—En ese caso —dijo Dave— es diferente.
Siguieron encaramados en la valla, mirando a través de los campos. El humo se elevaba en rizos de una chimenea oculta en una hondonada soleada, amarilla por el brillo de los abedules. Un arroyo corría torcida y plácidamente por un prado coloreado por el otoño, y más allá se alzaban las colinas con hileras superpuestas de arces dorados.
Inclinado hacia adelante, Grant sentía el sol otoñal que le calentaba la espalda, y aspiraba el aroma del campo de rastrojos.
Una buena vida, se dijo. Buenas cosechas, leña para quemar, caza abundante. Una vida feliz.
Miró de reojo al viejo sentado a su lado, vio las arrugas que una vejez amable le había dibujado en la cara, trató por un momento de imaginarse una vida como ésta, una vida simple, pastoril, similar a la de los viejos días en los campos del Oeste, con todas las compensaciones de esos campos y ninguno de sus peligros.
El viejo Dave se sacó la pipa de la boca y señaló con ella el paisaje.
—Todavía hay mucho que hacer —anunció—, y no sé cuándo se hará. Los muchachos carecen de medios. Cazan todo el día. Y pescan. La maquinaria se ha echado a perder. Joe no viene por aquí desde hace tiempo. Entiende mucho de máquinas, Joe.
—¿Joe es hijo suyo?
—No. Es un loco que vive en algún lugar de los bosques. Llega y arregla las cosas; luego se va. No habla casi nunca. No espera a que le den las gracias. Y así durante años. Mi abuelo me dijo que apareció aquí por primera vez cuando él era todavía un niño. Y viene todavía.
Grant retuvo el aliento.
—Espere. No puede ser el mismo hombre.
—Ése es el problema —dijo el viejo Dave—. No lo creerá, extranjero, pero no ha envejecido nada desde que lo vi por primera vez. Es raro. Se cuentan historias muy curiosas. Mi abuelo decía que lo que más le interesa son las hormigas.
—¡Las hormigas!
—Sí. Dicen que ha construido para ellas una casa de vidrio, y que en invierno la calienta. Eso decía mi abuelo por lo menos. Aseguraba que la había visto. Pero yo no creo una palabra. Mi abuelo era el mentiroso más grande de todo el país. Él mismo lo reconocía.
En la hondonada soleada donde humeaba la chimenea sonó una campana de bronce.
El viejo bajó de la valla y golpeó boca abajo su pipa, entrecerrando los ojos a la luz del sol.
La campana volvió a oírse en la quietud otoñal.
—Ésa es mi mujer —dijo el viejo Dave—. La comida está lista. Budín de ardilla, seguramente. Algo delicioso. Venga a probarlo.
Un loco que aparecía de pronto y arreglaba las cosas y no esperaba a que le diesen las gracias. Un hombre que parecía el mismo desde hacía cien años. Un hombre que construyó una casa de vidrio para las hormigas, y que la calentaba en invierno.
No tenía ningún sentido, y sin embargo el viejo Baxter no mentía. No se trataba de una de esas historias que suelen nacer en los bosques y corren luego de boca en boca hasta llegar a convertirse en verdaderas leyendas.
Todas las leyendas populares tienen algo familiar, una cierta similitud, un fondo ingenioso que las reduce a lo que realmente son. Pero no era así en este caso. No había nada de humorístico, aun para la mente de estos campesinos, en construir una casa y calentarla para las hormigas.
Grant se movió incómodo en el colchón de hojas de maíz, abrigándose el cuello con la pesada colcha.
Era curioso pensar en cuántos hogares diferentes dormía. Esta noche, un colchón de hojas de maíz; anoche, el aire libre; anteanoche, las mantas suaves y las sábanas limpias de la casa de los Webster.
Sopló el viento, se detuvo un instante para golpear una teja suelta, y volvió luego para golpearla otra vez. Una rata se escurrió en la oscuridad. De una cama vecina venía el sonido de dos respiraciones pausadas. Los hijos menores de Dave dormían allí.
Un hombre que aparecía y arreglaba cosas y no esperaba a que le diesen las gracias. Lo mismo había ocurrido con la pistola. Lo mismo había ocurrido durante años con la maquinaria de la granja de Baxter. Un joven loco llamado Joe, que no envejecía, y tenía una gran habilidad para toda clase de arreglos.
A Grant se le ocurrió algo; lo rechazó, trató de no pensar en eso. No había por qué tener esperanzas. Curiosea un poco, haz preguntas discretas, ten los ojos abiertos, Grant. No hagas preguntas demasiado precisas, o no te dirán nada.
Gente rara, estos vagabundos. Gente que no se interesaba por el progreso del país, que no quería intervenir en él. Gente que le había dado la espalda a la civilización, volviendo a una vida despreocupada, de caza y cultivos, soles y lluvias.
Había mucho espacio para ellos en la Tierra, había espacio para todos. La población terrestre había disminuido notablemente en los últimos doscientos años. Muchos se habían ido a colonizar otros planetas, a dar a otros mundos la estructura económica de la humanidad.
Mucho espacio, y cultivos, y caza.
Quizás eso era lo mejor. Grant recordó que lo había pensado a menudo mientras recorría estas colinas. Lo había pensado en ocasiones como ésta, cuando sentía el abrigo de la manta hecha a mano, la áspera eficiencia de un colchón de hojas de maíz, el murmullo del viento en los techos. En ocasiones como la de aquella misma tarde, cuando se sentaba en un cercado y miraba los melones amarillos que holgazaneaban al sol.
Se oyó un crujido en la oscuridad, el crujido del colchón de hojas de maíz donde dormían los niños. Luego el sonido de unos pies descalzos que se acercaban silenciosamente.
—¿Duerme, señor? —dijo una voz.
—No. ¿Queréis acostaros conmigo?
Los niños se deslizaron bajo la manta, rozando con los pies desnudos el estómago de Grant.
—¿Le habló el abuelo de Joe?
Grant movió afirmativamente la cabeza, en la oscuridad.
—Dijo que hacía tiempo que no venía por aquí.
—¿Le habló de las hormigas?
—Sí. ¿Qué sabéis?
—Bill y yo descubrimos la casa hace poco. Pero es un secreto. No se lo hemos dicho a nadie. Pero tenemos que decírselo a usted, nos parece. Usted es del gobierno.
—¿Hay de verdad una casa de vidrio?
—Sí, y… —la voz infantil se entrecortó, excitada—. Y eso no es todo. Esas hormigas tienen unos carritos, y hay unas chimeneas, y sale humo de las chimeneas. Y… y…
—Sí, ¿qué más?
—No pudimos seguir mirando. Bill y yo nos asustamos mucho. Corrimos —el niño se apretó contra el colchón—. ¿Ha oído eso alguna vez? ¡Hormigas que tiran de carros!
Las hormigas estaban tirando de carros. Y había chimeneas, chimeneas que arrojaban unas bocanadas diminutas y acres de un humo que hacía pensar en metales fundidos.
Excitado, latiéndole las sienes, Grant se agachó junto al nido, con los ojos fijos en los carros que pasaban por los caminos abiertos entre las hierbas. Carros que iban vacíos, carros que volvían cargados, cargados con semillas y los cuerpos desmembrados de algunos insectos. ¡Carros minúsculos que saltaban y traqueteaban tirados por unas hormigas con arneses!
La cúpula de vidrio que en otro tiempo había cubierto el nido estaba allí, pero rota. Y nadie había pensado en repararla. Era como si ya no tuviese ninguna utilidad, como si hubiera servido para algo que ya no existía.
El lugar estaba cubierto de malezas, y la tierra quebrada descendía hacia el río. En algunos lugares asomaban las hierbas; en otros se alzaban unos robles corpulentos. Un lugar apacible donde era difícil creer que hubiese sonado otra voz que la del viento en las cimas de los árboles y las vocecitas de los pequeños animales, que se arrastraban por senderos ocultos.
Un lugar en que las hormigas podían haber vivido tranquilas, sin ser molestadas por las rejas de los arados o por los pies de algún paseante. Habían llevado adelante aquel insensato destino durante millones de años, desde antes que existiera el hombre o algo parecido, desde antes que apareciese en la Tierra un solo pensamiento abstracto. Un destino cerrado e inmóvil que no tenía otro propósito que el de continuar la vida.
Y ahora alguien había torcido el rumbo de ese destino, lo había encaminado por otro sendero, había dado a las hormigas el secreto de la rueda, el secreto de los metales. ¿Cuántos impedimentos habían sido suprimidos en esta colonia, abriendo un callejón sin salida?
La presión del hambre, quizá, ya no existía para estas hormigas. La abundancia de provisiones había dado ocio suficiente, tiempo para otras cosas.
Una nueva raza en camino hacia la grandeza, y con la base de un sistema social establecido mucho antes de que el hombre hubiese sentido sus primeras inquietudes.
¿Adónde llevaría ese camino? ¿Qué sería la hormiga dentro de otro millón de años? ¿Encontrarían las hormigas y el hombre… podrían encontrar un denominador común como el que descubrirían sin duda el hombre y el perro para realizar juntos un mismo destino?
Grant sacudió la cabeza. Había muchas posibilidades en contra. Por las venas del hombre y el perro corría una misma sangre, mientras que el hombre y las hormigas eran seres distintos, formas de vida que nunca podrían entenderse. No había base común, como aquella que en los días paleolíticos había unido al hombre y al perro alrededor de las hogueras, atentos a los ojos que acechaban en la noche.
Grant creyó sentir, antes que oír, unos pies que se arrastraban por la hierba, a sus espaldas. Se incorporó, dio media vuelta, y vio ante él al hombre delgado, de hombros anchos, y manos grandes, pero con unos dedos finos y sensibles, puntiagudos y muy blancos.
—¿Usted es Joe? —preguntó Grant.
El hombre hizo un signo afirmativo.
—Y usted es quien ha estado persiguiéndome.
Grant abrió la boca, sorprendido.
—Bueno, quizá sí. No a usted personalmente, quizá, pero a alguien como usted.
—A alguien diferente.
—¿Por qué se fue la otra noche? —le preguntó Grant—. ¿Por qué se escapó? Quería agradecerle el arreglo de la pistola.
Joe se quedó mirándolo, en silencio. Detrás de esos labios inmóviles Grant creyó advertir un signo de diversión, de una vasta y secreta diversión.
—¿Cómo diablos sabía —preguntó Grant— que el arma estaba rota? ¿Había estado espiándome?
—Le oí pensar que estaba rota.
—¿Me oyó pensar?
—Sí —dijo Joe—. Ahora mismo estoy oyéndolo.
Grant se rió, un poco incómodo. Era algo desconcertante, pero lógico. Era algo que podía esperarse… esto y mucho más. Señaló el hormiguero con un movimiento de cabeza.
—¿Estas hormigas son suyas?
Joe movió afirmativamente la cabeza, y aquella diversión pareció bullir otra vez detrás de sus labios.
—¿De qué se ríe? —estalló Grant.
—No me río —dijo Joe, y de algún modo Grant se sintió rechazado, rechazado y pequeño, como un niño castigado por una falta de la que no ha sido totalmente consciente.
—Usted debe publicar sus notas —dijo Grant—. Podrían ser comparadas con las de Webster.
Joe se encogió de hombros.
—No tengo notas.
—¡No tiene notas!
El hombre delgado se acercó a la colonia de hormigas, y se detuvo cabizbajo ante ella.
—Quizá —declaró— se preguntó por qué hice esto.
Grant movió gravemente la cabeza.
—Sí, me lo he preguntado. Curiosidad experimental, me imagino. Quizá también compasión hacia una forma primitiva de vida. La idea, probablemente, de que aunque el hombre se haya lanzado a la carrera con ventaja, no tiene por qué monopolizar el progreso.
Joe entrecerró los ojos a la luz del sol.
—Curiosidad… es probable. No lo había pensado.
Joe se agachó junto a la colonia de hormigas.
—¿Se preguntó alguna vez por qué luego de avanzar tanto las hormigas se detuvieron? ¿Por qué luego de construir una organización social casi perfecta no trataron de seguir adelante? ¿Por qué se pararon a mitad de camino?
—La presión del hambre, por una parte —dijo Grant.
—Eso, y las invernadas —declaró el hombre delgado—. Los inviernos, sabrá usted, borran los recuerdos de una estación a otra. Todas las primaveras las hormigas comienzan de nuevo, comienzan otra vez a hacer palotes. No reciben ninguna enseñanza de los errores del pasado. No pueden acumular conocimientos.
—De modo que usted las alimentó…
—Y calenté el hormiguero. Suprimí de ese modo las invernadas. Y ahora no tienen que empezar otra vez al llegar la primavera.
—¿Y los carros?
—Construí un par de ellos, y los dejé aquí. Les llevó diez años, pero al fin comprendieron para qué servían.
Grant señaló en silencio las chimeneas.
—Las construyeron ellas —dijo Joe.
—¿Nada más?
Joe se encogió de hombros.
—¿Cómo podría saberlo?
—Pero, hombre, usted ha estado observándolas. Aunque no haya sacado notas, las ha observado.
Joe sacudió la cabeza.
—No he venido por aquí durante casi quince años. Vine hoy sólo porque lo oí a usted. Esas hormigas, compréndalo, ya no me divierten.
Grant abrió la boca, y en seguida volvió a cerrarla. Al fin dijo:
—De modo que ésa es la respuesta. Por eso lo hizo. Para divertirse.
No hubo vergüenza en el rostro de Joe; ningún gesto defensivo, sólo una expresión de cansancio que parecía decir que no deseaba seguir hablando del asunto.
—Claro, ¿para qué si no?
—¿Y mi pistola? Supongo que eso lo divirtió también.
—No la pistola —dijo Joe.
No la pistola, repitió la mente de Grant. Por supuesto, no la pistola, tonto, sino tú mismo. Tú eres quien lo divierte. Ahora mismo estás divirtiéndolo.
Arreglar la maquinaria de la granja de Baxter, y luego partir sin una palabra, era sin duda una broma graciosísima. Y probablemente había pasado varios días entretenido y alegre luego de haberle mostrado a Thomas Webster el error que había en los planos.
Como un niño travieso haciéndole jugarretas a un perrito.
La voz de Joe interrumpió esos pensamientos.
—Usted es un censista, ¿no? ¿Por qué no me hace algunas preguntas? Ahora que me ha encontrado no puede irse sin anotar algunas cosas. Mi edad, especialmente. Tengo ciento sesenta y tres años y apenas he entrado en la adolescencia. Me faltan mil años por lo menos —apretó las nudosas rodillas contra el pecho, y comenzó a balancearse lentamente hacia adelante y hacia atrás—. Otros mil años, y si me cuido un poco…
—Pero eso no es todo —dijo Grant tratando de que su voz no le traicionara—. Hay algo más. Algo que usted puede hacer por nosotros.
—¿Por nosotros?
—Por la sociedad —dijo Grant—. Por la raza humana.
—¿Por qué razón?
Grant lo miró fijamente.
—Eso quiere decir que no le importa.
Joe sacudió la cabeza, y en ese movimiento no había arrogancia, o desafío. Era sólo la admisión de ciertos hechos.
—¿Dinero? —sugirió Grant.
Joe señaló con un ademán las colinas de alrededor, y el valle del río.
—Tengo esto —dijo—. No necesito dinero.
—¿Fama quizá?
Joe no escupió, pero su cara era la misma que si lo hubiese hecho.
—¿La gratitud de la raza humana?
—Eso no dura —dijo Joe, y en sus palabras pareció advertirse un tono de broma, y detrás de sus labios, aquella diversión enorme.
—Oiga, Joe —dijo Grant, y aunque trataba de ocultarlo había algo de ruego en su voz—. Esto que le pido es muy importante… Muy importante para las generaciones venideras, importante para la raza humana, una piedra angular en nuestro destino.
—¿Y por qué tendría yo —dijo el hombre— que hacer algo por alguien que no ha nacido todavía? ¿Por qué debo preocuparme por años que no veré? Cuando yo muera, la gloria y los elogios, las banderas y clarines no tendrán significado para mí. Yo mismo no sabré si he tenido una vida muy rica o una muy pobre.
—La raza —dijo Grant.
Joe se rió; un torrente de carcajadas.
—La preservación de la raza, el progreso de la raza. A eso quiere ir. ¿Por qué tiene que importarle a usted? ¿O a mí? —Las arrugas que la risa le marcaba en la cara se le fueron borrando alrededor de la boca. Sacudió un dedo como en un signo de advertencia—. La preservación de la raza es un mito… un mito que los ayuda a vivir, algo sórdido que ha surgido de la estructura social. La raza muere todos los días. Cuando un hombre desaparece, la raza desaparece con él. En lo que a él concierne, ya no hay raza.
—Lo que ocurre es que a usted no le importa —dijo Grant.
—Eso —declaró Joe— es lo que he estado diciéndole. —Guiñó un ojo señalando con la cabeza el equipaje que estaba en el suelo y esbozó una sonrisa—. Quizá —sugirió— si eso me interesara…
Grant deshizo el equipaje y sacó el portafolios. Casi con pesar extrajo unas hojas y lanzó una ojeada al título: «Proposición filosófica inconclusa…».
Le alcanzó las hojas al hombre, observando cómo éste leía con rapidez. Y mientras lo miraba, la enfermiza seguridad del fracaso penetró en su cerebro.
Allá en la casa de Webster había imaginado una mente que no estuviese atada por los mecanismos de la lógica, una mente libre de cuatro mil años de pensamiento humano.
Y aquí estaba ahora. Pero aún no era suficiente. Faltaba algo. Algo en que nunca había pensado, algo que los hombres de Ginebra tampoco habían tenido en cuenta. Algo, una parte de las costumbres humanas que todos, hasta ese momento, habían aceptado sin analizar.
Las presiones sociales habían unido a los hombres durante milenios. Habían unido a los hombres así como la presión del hambre había atado a las hormigas a una estructura social.
Los hombres necesitaban de la aprobación de sus semejantes, rendían culto a una especie de compañerismo. Era una necesidad psicológica, o casi psicológica, de que los demás aprobasen la conducta y los actos propios. Una fuerza que había impedido que los hombres escapasen por tangentes antisociales, una fuerza que había contribuido, en gran medida, a la seguridad social y a la solidaridad humana.
Muchos hombres habían muerto buscando esa aprobación, o habían vivido buscando también esa aprobación. Pues sin ella el hombre vivía reducido a sí mismo, como un paria, un animal expulsado del rebaño.
Había tenido también como consecuencia cosas terribles: las reacciones de las multitudes, las persecuciones raciales, las atrocidades cometidas en nombre del patriotismo o la religión. Pero, del mismo modo, había sido el lazo de unión de los hombres, lo que desde un comienzo hiciera posible la existencia de la sociedad humana.
Y Joe ignoraba esa necesidad. A Joe no le interesaba. No le importaba lo que los demás pensaran de él. No le importaba si los otros lo aprobaban o lo desaprobaban.
Grant sintió el sol que le calentaba la espalda, escuchó el murmullo del viento que pasaba entre los árboles por encima de su cabeza. Y en algún matorral un pájaro inició su canción.
¿Las mutaciones llevaban pues a esto? ¿La desaparición del instinto básico que hacía de los hombres una raza?
¿Este hombre que estaba ante él, leyendo el legado de Juwain, había encontrado dentro de sí mismo, gracias a la mutación, una vida tan plena que podía prescindir de la aprobación de los otros hombres? ¿Había llegado él, al fin, a una etapa donde el hombre alcanzaba la independencia, desdeñando todo artificio social?
Joe alzó la vista.
—Muy interesante —dijo—. ¿Por qué el autor no terminó estas notas?
—Murió —dijo Grant.
Joe cloqueó.
—Estaba equivocado en una cosa —dijo. Pasó varias páginas y señaló un punto con el dedo—. Aquí está el error. Por eso no pudo terminar.
Grant tartamudeó.
—Pero… pero no pudo ser culpa de un error. Murió, eso es todo. Murió antes de terminar.
Joe dobló cuidadosamente el manuscrito y se lo metió en el bolsillo.
—Es igual —dijo—. Probablemente no hubiese podido seguir adelante.
—¿Entonces usted puede terminarlo? Usted…
No sabía, supo Grant, por qué seguir insistiendo. Leyó la respuesta en los ojos de Joe.
—¿Cree usted realmente —dijo Joe, y hablaba con una voz suave y medida— que yo haría eso por ustedes, llorones?
Grant se encogió de hombros, derrotado.
—Supongo que no. Supongo que debería saberlo. Un hombre como usted…
—Yo —dijo Joe— puedo hacer buen uso de esto.
Se incorporó lentamente, arrastrando perezosamente un pie, abriendo un canal en la colonia de hormigas, derribando las chimeneas, hundiendo en la tierra los atareados carros.
Grant dio un grito y se puso de pie, con una furia ciega, una furia que le guió la mano a la pistola.
—¡Deténgase! —gritó Joe.
El brazo de Grant se detuvo con el arma que apuntaba todavía al suelo.
—Tranquilícese, hombre —dijo Joe—. Sé que le gustaría matarme, pero no se lo puedo permitir. Pues yo también tengo mis planes. Y, al fin y al cabo, usted no me mataría por las razones que cree.
—¿Y qué importan esas razones? ¿Qué diferencia habría? —gruñó Grant—. Usted estaría muerto, ¿no es así? No podría liberarse con la filosofía de Juwain.
—Pero —dijo Joe suavemente— usted no me mataría por eso. Me mataría porque está enfadado conmigo por haber destruido la colonia de hormigas.
—Ésa puede haber sido la razón en el primer momento —dijo Grant— pero ahora…
—No lo intente —dijo Joe—. Antes de que haya apretado el gatillo, caerá usted.
Grant titubeó.
—Si cree que es una falsa amenaza —dijo Joe—, adelante.
Durante un rato los hombres se contemplaron mutuamente. El arma de Grant apuntaba todavía al suelo.
—¿Por qué no viene con nosotros? —dijo Grant—. Necesitamos un hombre como usted. Usted enseñó al viejo Thomas Webster a construir una nave interestelar. El trabajo que ha hecho con las hormigas…
Joe dio un paso adelante, rápidamente, y Grant levantó el arma. Vio el puño que venía hacia él, un puño similar a un martillo que se le acercaba silbando.
Un puño más rápido que la presión de su dedo en el gatillo.
Algo caliente y húmedo le rozaba la cara. Grant alzó una mano y trató de sacárselo de encima.
Pero aquello volvió a acariciarle la cara.
Abrió los ojos y se encontró con un Nathaniel muy agitado.
—Estás perfectamente —dijo Nathaniel—. Aunque tuve mucho miedo.
—¡Nathaniel! —exclamó Grant—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me escapé —dijo el perro—. Quiero irme contigo.
Grant sacudió la cabeza.
—No puedes venir conmigo. Voy muy lejos. Tengo un trabajo que hacer.
Se puso de rodillas y apoyó las manos en el suelo. Sintió el contacto del metal, tomó el arma, y se la guardó en el bolsillo.
—Dejé que se escapara —dijo—, y no puedo dejarlo ir. Le he dado algo que pertenece a la humanidad. No puedo permitir que lo use.
—Yo puedo rastrear —dijo Nathaniel—. Rastreo ardillas o cualquier otra cosa.
—Tienes algo más importante que hacer —le dijo Grant al perro—. Pues verás, hoy descubrí una cosa. Vislumbré cierto camino, un camino que toda la humanidad podría seguir. Ni hoy ni mañana, ni dentro de mil años. Quizá nunca, pero no por eso podemos dejarlo de lado. Joe está un poco más lejos, quizá, que el resto de nosotros, y nosotros, quizá vayamos más rápido de lo que creemos. Podemos terminar todos como Joe. Y si eso es lo que ocurre, si todo termina en eso, vosotros los perros tendréis un trabajo que hacer.
Nathaniel clavaba los ojos en Grant, con unas arrugas de preocupación marcadas en la cara.
—No entiendo —dijo—. Hay palabras que no conozco.
—Oye, Nathaniel. Los hombres no serán siempre como ahora. Pueden cambiar. Y si eso ocurre, vosotros tendréis que seguir adelante. Tendréis que recoger nuestros sueños y mantenerlos vivos. Tendréis que pretender que sois hombres.
—Nosotros, los perros, lo haremos —prometió Nathaniel.
—No ocurrirá hasta después de miles y miles de años —dijo Grant—. Tenéis tiempo para prepararos. Pero tenéis que saberlo. Tenéis que decíroslo unos a otros. No lo olvidéis.
—Ya entiendo —dijo Nathaniel—. Nosotros, los perros, se lo diremos a los cachorros, y nuestros cachorros se lo dirán a sus cachorros.
—Eso es —dijo Grant.
Se puso de pie y le rascó la oreja a Nathaniel, y el perro, moviendo la cola cada vez más lentamente, se quedó mirando cómo Grant subía por la colina.