LA LLOVIZNA CAÍA de los cielos plomizos como a través de un tamiz, como humo que flotase entre los árboles desnudos. Borraba las siluetas de los edificios y ocultaba el horizonte. Relucía en las pieles metálicas de los robots silenciosos y plateaba las espaldas de los tres seres humanos atentos al hombre de vestiduras negras que leía de un libro que tenía entre sus manos.
—… Porque Yo soy la Resurrección y la Vida…[1]
La figura sepulcral, cubierta de musgo, que se alzaba sobre la puerta de la cripta parecía querer ascender, como si todos los cristales de su cuerpo anhelaran algo invisible. Y así estaba, ascendiendo, desde el remoto día en que unos hombres la habían esculpido en granito para adornar la tumba familiar con un simbolismo amado por John J. Webster en los últimos años de su vida.
—Y todo aquel que viva y crea en Mí…
Jerome A. Webster sintió que los dedos de su hijo le apretaban el brazo, oyó los apagados sollozos de su madre, vio las rígidas filas de robots, inclinadas respetuosamente las cabezas ante el amo a quien habían servido. El amo que volvía al hogar… al primero y último de los hogares.
Jerome A. Webster se preguntó confusamente si los robots comprenderían… si comprenderían la vida y la muerte… si comprenderían qué significaba que Nelson F. Webster yaciera allí en el ataúd, que un hombre con un libro entonase ante él unas palabras.
Nelson F. Webster, el cuarto de los Webster que había ocupado estos campos, había vivido y muerto allí, y ahora se encaminaba hacia el descanso final preparado por el primero de ellos para el resto de la familia: esa larga línea de fantasmales descendientes que vivirían aquí y amarían las cosas y las costumbres establecidas por el primer John J. Webster.
Jerome A. Webster sintió que se le apretaban las mandíbulas, que le temblaba ligeramente el cuerpo. Durante un instante un fuego le quemó los ojos, y se le borró la visión del ataúd, y las palabras que estaba pronunciando el hombre de negro se confundieron con el viento que murmuraba entre los pinos, erguidos como centinelas del cadáver. Dentro de la mente comenzaron a agitársele los recuerdos: recuerdos de un hombre de pelo gris que se paseaba por lomas y campos, que olía la brisa de la mañana temprana, que de pie ante la encendida chimenea sostenía una copa de brandy en la mano.
Orgullo; el orgullo de la tierra y la vida, y la humildad y la grandeza que una vida de paz alimenta en el interior del hombre. La satisfacción del ocio casual y la seguridad de la meta. La independencia que da la seguridad, la paz de los alrededores familiares, la libertad de los campos abiertos.
Thomas Webster estaba dándole unos golpecitos en el codo.
—Papá —murmuraba—. Papá.
El servicio religioso había terminado. El hombre de vestiduras negras había cerrado el libro. Seis robots se adelantaron y levantaron el ataúd.
Los tres hombres siguieron lentamente el ataúd al interior de la cripta, y esperaron en silencio a que los robots lo introdujeran en el nicho, cerraran la puerta y fijaran la placa en que se leía:
NELSON F. WEBSTER
2034-2117
Eso era todo. Sólo el nombre y las fechas. Y eso, pensó Jerome A. Webster, era suficiente. No se necesitaba nada más. Los otros sólo tenían eso. Los otros: todos los que habían representado a la familia. William Stevens ante todo: 1920-1999. Lo llamaban, recordó Webster, Gramp Stevens. La mujer del primer John J. Webster (que también estaba aquí: 1951-2020) había sido su hija. Y después de él su hijo: Charles F. Webster: 1980-2060. Y su hijo, John II, 2004-2086. Webster podía recordar a John J. II: un abuelo que dormía junto al fuego, con la pipa entre los labios, tratando constantemente de quemarse las patillas.
Los ojos de Webster pasaron a otra placa. Mary Webster, la madre del chico que estaba aquí, a su lado. Y ya no un chico. Olvidaba siempre que Thomas tenía veinte años y que dentro de una semana o dos saldría para Marte; como él mismo en otro tiempo.
Todos juntos aquí, pensó. Los Webster y sus mujeres y sus hijos. Aquí, juntos en la muerte como lo habían estado en la vida, amparados por el orgullo y la seguridad del bronce y el mármol, y allá los pinos, y allí la figura simbólica sobre la puerta enmohecida por el tiempo.
Los robots esperaban, de pie, silenciosos, ya cumplida su tarea.
Su madre lo miró.
—Eres la cabeza de la familia ahora, hijo mío —dijo.
Webster extendió un brazo y apretó a la mujer contra su costado. Cabeza de la familia. De lo que quedaba de ella. Nada más que tres. Y su hijo embarcaría muy pronto para Marte. Pero volvería. Volvería casado, quizá, y la familia seguiría. No terminaría con estos tres. Gran parte del caserón no permanecería cerrada como ahora. En otra época un mismo techo había amparado a doce unidades familiares. Esa época, se dijo Webster, volvería otra vez.
Las tres figuras humanas dieron media vuelta, y dejando la cripta se encaminaron hacia la casa que se alzaba como una enorme sombra gris entre la niebla.
El fuego brillaba en la chimenea y el libro descansaba en el escritorio. Jerome A. Webster alzó el volumen y volvió a leer el título:
—Psicología marciana. Referida especialmente a las funciones mentales. Por el doctor Jerome A. Webster.
Compacta y densa: la obra de toda una vida. Obra única casi en su género. Basada en los datos reunidos durante aquellos cinco años de plaga en Marte, años en los que había trabajado día y noche con sus colegas de la comisión médica del Comité Mundial, enviada en misión de socorro al planeta vecino.
Se oyó un golpe en la puerta.
—Adelante —dijo Webster. La puerta se abrió y un robot se deslizó en el cuarto.
—Su whisky, señor.
—Gracias, Jenkins —dijo Webster.
—El sacerdote, señor —dijo Jenkins—, se ha retirado.
—Oh, sí. Imagino que lo habrás atendido.
—Sí, señor. Le di su dinero y le ofrecí una bebida. Rechazó la bebida.
—Fue un error —le dijo Webster—. Los sacerdotes no beben.
—Lo siento, señor. No lo sabía. Me pidió que le dijera a usted que pasara por la iglesia de vez en cuando.
—¿Eh?
—Le dije, señor, que usted no iba a ninguna parte.
—Eso ha estado muy bien, Jenkins —dijo Webster—. Nosotros no salimos.
Jenkins se encaminó hacia la puerta, se detuvo antes de llegar, y se volvió.
—Si me lo permite, señor, el servicio religioso en la cripta fue emocionante. Su padre era un hombre excelente, el mejor que he conocido. Los robots comentaban que la ceremonia era muy adecuada. Digna, señor. A su padre le hubiese gustado mucho.
—Le hubiese gustado más —observó Webster— oírte decir eso, Jenkins.
—Gracias, señor —dijo Jenkins, y salió del cuarto.
Webster se quedó a solas con el whisky y el libro y el fuego, y sintió que la paz de la habitación se cerraba sobre él. Sintió que allí estaba su refugio.
Éste era su hogar. Había sido el hogar de los Webster desde el día en que el primer John J. había venido aquí y había construido las primeras habitaciones de la casa. John J. había elegido este lugar porque había en él un arroyo con truchas, o por lo menos así decía él. Pero había algo más. Tuvo que haber algo más, se dijo Webster.
O quizás, en un comienzo, el porqué había sido realmente aquel arroyo con truchas. El arroyo con truchas, y los árboles, y los prados, y los acantilados envueltos todas las mañanas por la neblina del río. Quizá el resto había crecido gradualmente a lo largo de los años, años de asociación familiar hasta que el mismo suelo llegó a empaparse con algo que se parecía a una tradición, aunque no era exactamente eso. Algo que transformó los árboles, las rocas y las tierras en árboles, rocas y tierras de los Webster. Todo estaba relacionado ahora con los Webster.
John J., el primer John J., había venido aquí luego del derrumbe de las ciudades, cuando los hombres olvidaron, de una vez por todas, las casas amontonadas del siglo veinte, y se liberaron de aquel instinto que los llevaba a apretarse en una cueva o en un espacio libre contra un enemigo o temor común. El hombre había sido sometido por las condiciones sociales y económicas de otro tiempo. Una nueva seguridad y una nueva suficiencia habían hecho posible esa ruptura.
Y aquí estaba el resultado final. Una existencia tranquila. La paz que sólo puede nacer de las cosas buenas. La clase de existencia que los hombres anhelaron durante años y años. Una vida solariega, sobre la base de viejas casas familiares y pacíficas hectáreas, con energía atómica para proporcionar caballos de fuerza y robots en lugar de sirvientes.
Webster sonrió a la chimenea y sus leños rojos. Esto era un anacronismo, pero un anacronismo conveniente, algo que el hombre había conservado desde la época de las cavernas. Inútil, pues la calefacción atómica era más eficaz… aunque menos hermosa. No era posible contemplar ociosamente los átomos y soñar y construir castillos en el aire.
La misma cripta donde habían enterrado a su padre aquella tarde era también algo familiar. Estaba en armonía con el resto. El sombrío orgullo y la vida tranquila, y la paz. En otros tiempos los muertos se enterraban juntos, un desconocido al lado de otro desconocido…
Nunca salía.
Eso le había dicho Jenkins al sacerdote.
Y era cierto. ¿Pues para qué necesitaba salir de su casa? Todo estaba aquí. Bastaba hacer girar una perilla para hablar cara a cara con quien uno quisiese, para ir —si no corporalmente, al menos con los sentidos— a donde uno desease. A un teatro, un concierto, cualquier biblioteca del mundo. Y si se quería realizar un negocio, no era necesario abandonar la silla.
Webster bebió el whisky y se inclinó hacia la máquina instalada junto al escritorio.
Movió los mandos de memoria sin recurrir al libro. Sabía adónde iba.
Tocó una llave con el dedo y la habitación se desvaneció, o pareció desvanecerse. Quedó la silla en que estaba sentado, parte del escritorio, parte de la máquina y nada más.
La silla estaba ahora en la falda de una colina de hierbas doradas y árboles nudosos y retorcidos por el viento, a orillas de un lago que anidaba entre estribaciones purpúreas. Estas estribaciones, rayadas por el verde oscuro de unos pinos distantes, ascendían en empinados escalones hasta unos picos azulados y cubiertos de nieve que alzaban a la distancia sus bordes de sierra.
El viento hablaba rudamente entre los árboles encogidos, y sus ráfagas repentinas rasgaban las hierbas. Los últimos rayos del sol encendían los picos distantes.
Soledad y grandeza, las grandes extensiones de tierras calcinadas, el lago escondido, las sombras afiladas de la lejanía.
Webster se acomodó en la silla, mirando los picos con los ojos entrecerrados.
Una voz dijo, casi por encima de su hombro:
—¿Puedo entrar?
Una voz suave y sibilante, casi inhumana. Pero una voz que Webster conocía. Webster hizo un signo afirmativo.
—Naturalmente, Juwain.
Volvió un poco la cabeza y vio el elaborado pedestal, y sobre él, en cuclillas, la figura velluda y de dulce aspecto del marciano. Bajo el pedestal se vislumbraba confusamente un extraño mobiliario.
El marciano señaló con una mano velluda la cadena de montañas.
—A usted le gusta esto —dijo—. Lo entiende. Y yo entiendo que a usted le guste. Pero veo ahí más terror que belleza.
Webster extendió un brazo, pero el marciano lo detuvo.
—Déjelo —le pidió—. Yo no hubiese venido en esta época si no pensase que quizá un viejo amigo…
—Es usted muy amable —dijo Webster—. Me alegra que haya venido.
—Su padre —dijo Juwain— era un gran hombre. Recuerdo cómo me hablaba usted de él, en aquellos años que pasó usted en Marte. Dijo usted que volvería alguna vez. ¿Por qué no volvió?
—Este… —dijo Webster—. Nunca…
—No me lo diga —rogó el marciano—. Ya lo sé.
—Mi hijo —dijo Webster— saldrá para Marte dentro de poco. Quisiera que se comunicase con usted.
—Será un verdadero placer —dijo Juwain—. Estaré esperándolo —se movió incómodo en el pedestal—. Quizá continúe la tradición.
—No —dijo Webster—. Está estudiando ingeniería. La cirugía no le interesa.
—Tiene derecho —observó el marciano— a vivir su propia vida. Y sin embargo…
—Sí —continuó Webster—. Pero ya está decidido. Quizá sea un gran ingeniero. Estructura del espacio. Naves para viajar a las estrellas.
—Quizá —sugirió Juwain— su familia ya ha hecho bastante por la medicina. Usted y su padre…
—Y el padre de mi padre —dijo Webster.
—Su libro —declaró Juwain— ha dejado a Marte en deuda con usted. Quizá se preste ahora más atención a la especialización marciana. Mi pueblo no da buenos doctores. No tiene bastante preparación. Es curioso observar de qué modos distintos trabajan las mentes de las dos razas. Es curioso que en Marte no se haya pensado nunca en la medicina. Sí, literalmente, nunca se pensó en ella. En lugar de esa ciencia se hizo un culto del fatalismo. En cambio vosotros, ya en la prehistoria, cuando los hombres vivían todavía en las cavernas…
—Hay muchas cosas —dijo Webster— que ustedes pensaron y nosotros no. Cosas que ahora nos asombra haber dejado a un lado. Capacidades que ustedes desarrollaron y de las que nosotros carecemos. La especialidad de ustedes, por ejemplo, la filosofía. Tan distinta de la terrestre. Una ciencia. En cambio entre nosotros no fue más que un delirio ordenado. Ustedes desarrollaron una filosofía lógica, práctica, útil, una verdadera herramienta.
Juwain comenzó a hablar, titubeó, y al fin dijo:
—Creo haber llegado a algo, algo que puede ser nuevo y sorprendente. Algo que puede ser realmente útil, tanto para ustedes como para nosotros. He trabajado en esto durante años, a partir de ciertas ideas que concebí cuando llegaron los primeros terrestres. No dije nada porque no podía estar seguro.
—Y ahora —dijo Webster— está seguro.
—No, no del todo —dijo Juwain—. Pero casi.
El hombre y el marciano callaron, observando el lago y las montañas. Vino un pájaro, y se posó en un árbol retorcido, y cantó. Unas nubes oscuras se apilaron detrás de los montes, y los picos cubiertos de nieve se alzaron como piedras esculpidas. El sol se hundió en un lago escarlata y poco después pareció convertirse en una brasa débil.
Se oyó el golpe de una puerta y Webster se movió en la silla, vuelto repentinamente a la realidad y al estudio.
Juwain ya no estaba. El viejo filósofo había consentido en pasar una hora de contemplación en compañía del terrestre y luego se había desvanecido.
Volvió a oírse aquel golpe.
Webster se inclinó hacia adelante, movió una llavecita y las montañas desaparecieron. La habitación volvió a ser una habitación. La luz crepuscular se filtraba por los altos ventanales y el fuego de la chimenea era un resplandor rosado.
—Adelante —dijo Webster.
Jenkins abrió la puerta.
—La cena está lista, señor —dijo.
—Gracias, Jenkins —dijo Webster. Se incorporó con lentitud.
—Su lugar, señor —dijo Jenkins—, está ahora en la cabecera de la mesa.
—Ah, sí —dijo Webster—. Gracias, Jenkins. Muchas gracias por habérmelo recordado.
Webster, de pie en la ancha rampa del aeródromo, observaba aquella forma en el cielo, cada vez más pequeña, que lanzaba una llamita vacilante bajo la luz invernal.
Durante varios minutos, cuando la forma ya había desaparecido, se quedó allí, aferrado a la barandilla, con los ojos fijos en el cielo.
Se le movieron los labios y dijeron:
—Adiós, hijo —pero no se oyó nada.
Lentamente, volvió a tener conciencia del mundo de alrededor. Vio la gente que se movía por la rampa, el campo de aterrizaje que parecía extenderse interminablemente hasta el lejano horizonte salpicado aquí y allá por unas cosas con joroba: naves del espacio. Unos rápidos tractores trabajaban cerca de un hangar, quitando los últimos restos de la nevada de la noche anterior.
Webster se estremeció y pensó que era raro, pues el sol del mediodía calentaba bastante. Volvió a estremecerse.
Se apartó lentamente de la barandilla y se encaminó hacia el edificio de la administración. Y durante un instante sintió un temor desgarrador y repentino, un temor irracional ante aquella masa de cemento que formaba la rampa. Un temor que lo sacudió mentalmente mientras dirigía sus pasos hacia la puerta.
Un hombre se acercaba a él, balanceando el portafolios que llevaba en una mano, y Webster, observándolo de reojo, deseó fervientemente que el hombre no le hablase.
El hombre no le habló. Pasó a su lado lanzándole apenas una mirada y Webster se sintió aliviado.
Si estuviera de vuelta en casa, se dijo Webster, habría terminado de almorzar y estaría preparándose para la siesta. En la chimenea ardería el fuego y el resplandor de las llamas se reflejaría en los morillos. Jenkins le traería una copa de licor y le diría una o dos palabras sin importancia.
Apresuró el paso, ansioso por alejarse de la superficie desnuda y fría de la rampa.
Curioso lo que había sentido con Thomas. Era natural, por supuesto, que no le gustase ver cómo se iba. Pero era enteramente antinatural que en esos últimos minutos hubiese sentido aquel horror. Horror del viaje por el espacio, horror de las tierras extrañas de Marte… Aunque Marte era apenas extraño ahora. Durante más de un siglo los terrestres lo habían conocido, habían luchado en él, habían vivido en él, y algunos habían llegado a amarlo.
Sólo la fuerza de la voluntad había impedido, en aquellos últimos segundos anteriores a la partida de la nave, que corriese por el campo gritándole a Thomas que volviese, gritándole que no se fuera.
Y eso, por supuesto, era algo que no estaba bien. Hubiese sido un exhibicionismo desagradable y humillante… algo impropio de un Webster.
Al fin y al cabo, se dijo, un viaje a Marte no era una gran aventura. Lo había sido un día, pero ya no. Él mismo, en su juventud, había hecho un viaje a Marte y se había quedado allí cinco años. Desde entonces había pasado (al pensarlo se le cortó el aliento) más de un cuarto de siglo.
Cuando el portero robot le abrió la puerta, la charla y los murmullos que venían del vestíbulo le golpearon la cara. Y por aquella charla corría una vena de algo que era casi terror. Durante un instante Webster se detuvo, luego entró en el vestíbulo. La puerta se cerró suavemente a sus espaldas.
Caminó junto a la pared para mantenerse alejado de la gente, y buscó una silla en un rincón. Se sentó echándose hacia atrás, tratando de que el cuerpo se le hundiese en los almohadones, observando la desmenuzada humanidad que bullía en la habitación.
Gente chillona, gente apresurada, gente con rostros extraños y hostiles. Extraños, todos eran extraños. No conocía una sola cara. Gente que iba a alguna parte. Que se dirigía a los planetas. Ansiosa por alejarse. Preocupada por los últimos preparativos. Que corría de aquí para allá.
Una cara familiar surgió de la multitud. Webster se abalanzó hacia ella.
—¡Jenkins! —gritó, y en seguida lamentó haber gritado, aunque nadie, aparentemente, se había dado cuenta.
El robot se acercó y se detuvo ante él.
—Dile a Raymond —ordenó Webster— que debo volver en seguida. Dile que traiga inmediatamente el helicóptero.
—Lo siento, señor —dijo Jenkins—, pero tendremos que esperar. Los mecánicos encontraron una falla en la cámara atómica. Están instalando una nueva. Llevará algún tiempo.
—Pero eso —dijo Webster impacientemente— podría esperar a otra ocasión.
—Los mecánicos dicen que no, señor —afirmó Jenkins—. Tiene que ser ahora. La carga de energía…
—Sí, sí —dijo Webster—, comprendo —jugueteó con el sombrero—. Acabo de recordar —añadió— que tengo algo que hacer. Algo urgente. Debo volver a casa. No puedo esperar.
Se sentó en el borde de la silla con los ojos clavados en la multitud.
Caras… caras…
—Quizá podría usted televisar —sugirió Jenkins—. Uno de los robots se encargaría de ese trabajo. Hay una casilla…
—Espera, Jenkins —dijo Webster. Titubeó un momento—. No tengo nada que hacer en casa. Nada de veras. Pero tengo que volver. No puedo quedarme aquí. Si lo hiciera, me volvería loco. Me asusté allí en la rampa. Aquí me siento turbado y confuso. Tengo una sensación de… una sensación rara y terrible. Jenkins, yo…
—Entiendo, señor —dijo Jenkins—. Su padre sufría de lo mismo.
Webster abrió la boca.
—¿Mi padre?
—Sí, señor. Por eso no iba a ninguna parte. Tenía aproximadamente sus años, señor, cuando se dio cuenta. Trató de hacer un viaje a Europa y no pudo. Llegó a mitad de camino y se volvió. Tenía un nombre para eso.
Webster guardó un silencio agobiante.
—Un nombre —dijo al fin—. Claro que hay un nombre. Mi padre sufría de lo mismo. ¿Y mi abuelo? ¿Sufría también de lo mismo?
—No lo sé, señor —dijo Jenkins—. Me crearon cuando su abuelo era ya un anciano. Pero no iba a ninguna parte tampoco.
—Me entiendes entonces —dijo Webster—. Sabes qué es. Siento como si fuese a enfermar físicamente. Trata de conseguir un helicóptero, cualquier cosa, para volver a casa.
—Sí, señor —dijo Jenkins. Jenkins comenzó a alejarse y Webster volvió a llamarlo.
—Jenkins, ¿está enterado algún otro? Algún otro que…
—No, señor —dijo Jenkins—. Su padre nunca hablaba de eso y me parece que deseaba que yo tampoco lo hiciera.
—Gracias, Jenkins —dijo Webster.
Webster volvió a hundirse en la silla, sintiéndose desolado y fuera de lugar. Solo en un vestíbulo ruidoso que hervía de vida. Una soledad que lo desgarraba dejándolo desnudo y débil.
Nostalgia. Nostalgia vergonzosa y total, se dijo a sí mismo. Algo que, se supone, sienten los muchachos cuando se alejan por vez primera del hogar, cuando salen por vez primera a enfrentarse con el mundo.
Había una palabra caprichosa para esto: agorafobia, el temor mórbido a encontrarse en espacios abiertos. De acuerdo con sus raíces griegas, significaba literalmente el temor a la plaza pública.
Si cruzaba la sala hasta la casilla de televisión podría hablar con su madre o alguno de los robots, o, mejor aún, sentarse y mirar el lugar hasta que Jenkins viniese a buscarlo.
Comenzó a incorporarse y en seguida volvió a hundirse en el asiento. No servía. Hablar con alguien, o mirar el lugar, no era estar allí. No podía oler los pinos en el aire del invierno, u oír cómo la nieve familiar crujía bajo sus pasos, o extender un brazo y tocar uno de aquellos robles que crecían junto al sendero. No podía sentir el calor del fuego, ni aquella seguridad de estar íntimamente unido, hasta formar un solo ser, a la tierra y a todas sus cosas.
Y sin embargo, quizá ayudaría. No mucho, posiblemente, pero algo. Comenzó a levantarse otra vez del asiento. Se sintió helado. En los pocos pasos que llevaban a la casilla había horror, un horror terrible e insoportable. Si daba esos pasos, tendría que correr. Correr para huir de esos ojos atentos, esos ruidos poco familiares, la agobiante cercanía de las caras desconocidas.
Se sentó, bruscamente.
La voz chillona de una mujer atravesó el vestíbulo y Webster se encogió como retirándose. Se sentía muy mal. Se sentía enfermo. Ojalá Jenkins se diese prisa.
El primer aliento de la primavera entró por la ventana llenando el estudio con la promesa de las nieves fundidas, de las hojas y flores futuras, de las aves acuáticas que irían hacia el norte rayando el azul, de las truchas que acecharían en las aguas esperando las moscas.
Webster alzó los ojos de sus papeles, aspiró profundamente la brisa, sintió en las mejillas su caricia fresca. Extendió la mano hacia el vaso de brandy, descubrió que estaba vacío, y la retiró.
Volvió a inclinarse sobre los papeles, recogió un lápiz y tachó una palabra.
Leyó, críticamente, los últimos párrafos:
«El hecho de que doscientos cincuenta hombres fuesen invitados a mi casa, casi siempre por razones bastante importantes, y sólo tres pudieran venir, no prueba necesariamente que todos sean víctimas de la agorafobia. Algunos tuvieron quizás otros motivos para no aceptar esa invitación. Y sin embargo, es indudable que luego de la quiebra de las ciudades hay entre los hombres cada vez menos voluntad de dejar los sitios conocidos, y una necesidad creciente de no alejarse de los escenarios y propiedades asociados con la satisfacción y la alegría de vivir.
»Es difícil saber qué puede resultar de todo esto, ya que dichas condiciones no se aplican sino a una pequeña parte de la población. En las familias más numerosas, la presión económica ha obligado a algunos de los hijos a tentar fortuna en otra parte del globo o en los otros planetas. Muchos buscan deliberadamente la aventura y la oportunidad en el espacio, y otros han elegido profesiones u oficios que hacen imposible una existencia sedentaria».
Dio vuelta la hoja y comenzó a leer los últimos párrafos.
Era un buen artículo, lo sabía, pero no podía publicarse. No por ahora, al menos. Quizá después de su muerte. Nadie, hasta donde él podía saberlo, había advertido con tanta claridad esa tendencia, nadie había notado que los hombres dejaban raramente sus casas.
¿Por qué, al fin y al cabo, tenían que dejarlas?
«Pueden reconocerse algunos peligros en…».
El televisor emitió un zumbido y Webster alargó el brazo e hizo girar una llave.
La habitación se desvaneció, y se encontró cara a cara con un hombre que estaba sentado detrás de un escritorio, casi como si estuviese sentado al otro lado del escritorio de Webster. Un hombre canoso, de mirada triste y gafas gruesas.
Durante un momento, Webster lo miró fijamente, tratando de recordar.
—Podría ser… —murmuró, y el hombre sonrió gravemente.
—He cambiado —dijo—. Usted también. Me llamo Clayborne. ¿Recuerda? La comisión médica marciana…
—¡Clayborne! He pensado a menudo en usted. Se quedó en Marte.
Clayborne movió afirmativamente la cabeza.
—He leído su libro, doctor. Una verdadera contribución. La obra que yo hubiese querido escribir, pero nunca encontré tiempo. Por otra parte, no hubiese igualado su trabajo. Especialmente en lo que se refiere al cerebro.
—El cerebro marciano —dijo Webster—. Siempre me intrigó. Ciertas peculiaridades. Temo a veces haber pasado demasiado tiempo, cinco años, tomando notas. Había otro trabajo que hacer.
—Lo hizo usted —dijo Clayborne—. Por eso le llamo ahora. Tengo un paciente. Una operación del cerebro. Sólo usted podría hacerla.
Webster abrió la boca. Le temblaban las manos.
—¿Lo traerá usted aquí?
Clayborne sacudió la cabeza.
—No se le puede mover. Lo conoce usted, me parece. Juwain, el filósofo.
—¡Juwain! —dijo Webster—. Uno de mis mejores amigos. Hablé con él hace un par de días.
—El ataque fue repentino —dijo Clayborne—. Ha estado preguntando por usted.
Webster calló y sintió frío. Era un frío que venía hacia él desde algún lugar secreto. Un frío que lo hacía transpirar y le retorcía las manos.
—Si sale usted en seguida —dijo Clayborne— puede llegar a tiempo. Ya he hablado con el Comité Mundial para que pongan inmediatamente una nave a su disposición. Es necesario darse prisa.
—Pero yo… —dijo Webster—, pero yo… no puedo ir.
—¡No puede venir!
—No, no puedo —dijo Webster—. No creo, por otra parte, que yo sea indispensable. Seguramente usted…
—No —dijo Clayborne—. Usted, sólo usted. Ningún otro tiene los conocimientos necesarios. La vida de Juwain está en sus manos. Si viene, Juwain vivirá. Si no viene, morirá.
—No puedo salir al espacio —dijo Webster.
—Cualquiera puede salir al espacio —dijo Clayborne—. No es como antes. Las condiciones del viaje pueden cambiarse a voluntad.
—Pero usted no entiende —protestó Webster—. Usted…
—No, no entiendo —dijo Clayborne—. De verdad, no lo entiendo. Que alguien pueda rehusar a salvarle la vida a un amigo…
Los dos hombres se miraron fijamente un largo rato, sin hablar.
—Bien, le diré al Comité que envíen la nave directamente a su casa —dijo Clayborne por último—. Espero que para ese entonces ya se haya decidido usted.
Clayborne se desvaneció y la pared apareció de nuevo; la pared y los libros, la chimenea y los cuadros, los muebles tan queridos, la promesa de la primavera que entraba por la ventana.
Webster se quedó helado en la silla, con los ojos clavados en la pared.
Juwain, su cara velluda y arrugada, el murmullo sibilante, su amistad y comprensión. Juwain, que había tomado entre sus manos la materia de los sueños y la había moldeado hasta convertirla en lógica, en reglas de vida y conducta. Juwain, que había dado a la filosofía el carácter de un instrumento, una ciencia, un escalón hacia una vida mejor.
Webster hundió la cabeza entre las manos y luchó con la agonía que crecía dentro de él.
Clayborne no había comprendido. No se podía esperar otra cosa, ya que nada sabía. Y aun estando enterado, ¿podría comprender? Ni siquiera él, Webster, hubiera podido entenderlo sin descubrirlo en sí mismo. El terrible temor de apartarse de la chimenea, la tierra, la casa, las propiedades, los pequeños simbolismos que había construido con los años. Y esa construcción no era solamente suya, sino también de los otros Webster. Comenzando con el primer John J. Webster. Hombres y mujeres que hacían de la vida un culto, que habían convertido las costumbres en tradición.
Él, Jerome A. Webster, había ido a Marte cuando era joven, y no había sentido o sospechado el anhelo de prisión que le corría por las venas. Pero treinta años de vida tranquila en este retiro que los Webster llamaban hogar habían desarrollado ese anhelo sin que él se diese cuenta. No había tenido, en verdad, oportunidad para darse cuenta.
Era claro ahora cómo se había desarrollado; claro como el agua. Hábitos y normas mentales y la asociación de la felicidad a ciertas cosas… cosas que no tenían valor en sí mismas, pero a las que una familia había asignado un valor concreto y definido durante cinco generaciones.
No era sorprendente que otros lugares parecieran extraños, no era sorprendente que en otros horizontes hubiese un matiz de horror.
Y sin embargo nada podía hacerse. Nada, a no ser que se arrancaran todos los árboles, y se quemara la casa, y se alterara el curso de los arroyos. Y ni aun así se lograría algo, ni aun así…
El televisor ronroneó, y Webster alzó la cabeza de las manos, se inclinó hacia adelante y movió la llave con el pulgar.
El cuarto se convirtió en un resplandor blanco, pero no hubo ninguna imagen. Una voz dijo:
—Llamada secreta. Llamada secreta.
Webster abrió un panel de la máquina, hizo girar un par de llaves y se oyó un zumbido. La energía se alzó hasta formar una pantalla y bloquear el cuarto.
—Secreto asegurado —dijo.
El resplandor blanco se desvaneció y un hombre apareció ante él, sentado al otro lado del escritorio. Un hombre que había visto muchas veces en la pantalla de televisión, en su diario. Henderson, presidente del Comité Mundial.
—He recibido una llamada de Clayborne —dijo Henderson.
Webster asintió en silencio.
—Me dijo que usted se negaba a ir a Marte.
—No me he negado —dijo Webster—. Cuando Clayborne cortó la comunicación, el asunto estaba en pie. Le dije que me era imposible ir, pero Clayborne no me hizo caso, pareció que no entendía.
—Webster, debe ir —dijo Henderson—. Nadie conoce como usted el cerebro marciano. Si fuese una operación sencilla, sería diferente.
—Puede ser cierto —admitió Webster—, pero…
—No se trata sólo de salvar una vida —dijo Henderson—. Aunque sea la vida de alguien tan importante como Juwain. Hay algo más. Juwain es amigo suyo. Quizá le habló de su último descubrimiento.
—Sí —dijo Webster—. Sí, me habló. Un nuevo concepto de la filosofía.
—Un concepto —declaró Henderson— del que no podemos privarnos. Un concepto que transformará el sistema solar; la humanidad dará un salto de cien mil años en el plazo de dos generaciones. Una nueva vía que conducirá a una nueva meta que no habíamos sospechado, que ni siquiera había existido. Una verdad totalmente nueva. Una verdad que nadie vio hasta ahora.
Las manos de Webster apretaron con fuerza el borde del escritorio.
—Si Juwain muere —dijo Henderson—, ese concepto morirá con él. Puede perderse para siempre.
—Trataré de hacerlo —dijo Webster—. Trataré de hacerlo.
La mirada de Henderson se endureció.
—¿Eso es todo lo que puede decirme?
—Eso es todo —dijo Webster.
—¡Pero, hombre! ¡Tiene que haber un motivo, una explicación!
—Ninguna que quiera dar —dijo Webster.
Y deliberadamente se inclinó hacia adelante y movió el conmutador.
Webster, sentado ante su escritorio, se miraba fijamente las manos. Manos hábiles, manos sabias. Manos que, si iba a Marte, podían salvar una vida. Manos que podían dar a todo el sistema planetario, a la humanidad, a los marcianos, una idea, una nueva idea que los haría avanzar cien mil años en dos generaciones.
Pero manos encadenadas por una fobia que se había alimentado a sí misma en esta vida de paz. Decadencia… una extrañamente hermosa, y mortal, decadencia.
El hombre había abandonado las atestadas ciudades, los lugares abarrotados, doscientos años atrás. Había terminado con los antiguos enemigos y los viejos miedos que habían hecho que él y sus semejantes se apretasen alrededor del fuego del campamento. Había dejado atrás los fantasmas que lo habían seguido desde la época de las cavernas.
Y sin embargo… Y sin embargo…
Éste era otro lugar atestado. No un lugar atestado para el cuerpo, sino para la mente. Una hoguera psicológica que aún retenía al hombre en su círculo de luz.
Tenía que dejar esa hoguera. Así como los hombres se habían alejado de las ciudades, hacía doscientos años, así él, Webster, tenía que alejarse de esa hoguera. Y no debía mirar hacia atrás.
Tenía que ir a Marte… o al menos partir para Marte. No había discusión posible. Tenía que ir.
Si sobreviviría al viaje, si podría hacer esa operación, no lo sabía. Se preguntó, vagamente, si la agorafobia podría ser fatal. En sus formas más exageradas, suponía que sí.
Extendió una mano para tocar el timbre, y luego titubeó. No le pediría a Jenkins que preparase las maletas. Las prepararía él mismo. Tenía que ocuparse en algo hasta que llegase la nave.
Del estante alto del guardarropa sacó una maleta y vio que tenía una capa de polvo. Sopló sobre ella, pero el polvo no se movió. Estaba allí desde hacía demasiados años.
Mientras hacía las maletas, el cuarto discutía con él, le hablaba en ese lenguaje mudo que las cosas inanimadas, pero familiares, suelen emplear con el hombre.
—No puedes irte —decía el cuarto—. No puedes irte y dejarme.
Y Webster replicaba, en parte rogando, en parte explicando:
—Tengo que irme. ¿No entiendes? Es un amigo, un viejo amigo. Volveré.
Hechas ya las maletas, Webster volvió al estudio y se dejó caer en una silla.
Tenía que irse, y sin embargo, no podía irse. Pero cuando llegase la hora, sabía que saldría de la casa y se encaminaría a la nave.
Trató de acuñar en su mente este pensamiento, trató de fijarlo en una norma rígida, trató de olvidarlo todo excepto la idea de su viaje.
Las cosas del cuarto se le metieron en la mente, como si conspiraran, también ellas, para que se quedase. Cosas que Webster veía casi por primera vez. Cosas viejas, recordadas, que de pronto eran nuevas. El cronómetro donde se leían, simultáneamente, las horas marcianas y las terrestres, los días del mes, las fases de la luna. El retrato de su mujer muerta, sobre el escritorio. El trofeo que había ganado en la escuela preparatoria. El billete enmarcado de su viaje a Marte, que le había costado diez dólares.
Clavó los ojos en esas cosas, involuntariamente al principio, luego con toda conciencia. Las miró una a una, como componentes singulares de una habitación que hasta entonces había considerado como un todo, sin darse cuenta de que había en ella tantos objetos.
Caía el crepúsculo, un crepúsculo de los primeros días de la primavera, un crepúsculo perfumado por los sauces.
La nave llegaría de un momento a otro. Se sorprendió con el oído atento, aunque sabía que no oiría nada. Las naves impulsadas por motores atómicos eran totalmente silenciosas, salvo cuando ganaban velocidad. Al aterrizar y al elevarse flotaban como flores de cardo.
La nave llegaría en seguida. Tenía que llegar en seguida, o nunca iría a Marte. Si esperaba mucho más, su resolución se desharía como un montículo de polvo bajo la lluvia. Su resolución no podría resistir mucho tiempo las súplicas del cuarto, el resplandor del fuego, las voces de la tierra donde habían vivido y muerto cinco generaciones de Webster.
Cerró los ojos y luchó contra los temblores que le recorrían el cuerpo. No podía permitir que le dominaran. Debía mantenerse firme. Cuando llegara la nave tenía que ser capaz de incorporarse y caminar hasta el patio.
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo Webster.
Era Jenkins. El fuego de la chimenea se reflejaba en su luciente superficie metálica.
—¿Ha llamado, señor? —preguntó Jenkins.
Webster meneó la cabeza.
—Temí que lo hubiese hecho —explicó Jenkins— y le sorprendiera mi tardanza. Ha ocurrido algo extraordinario, señor. Dos hombres vinieron en una nave y dijeron que querían llevarlo a Marte.
—Sí. ¿Por qué no me llamaste? —dijo Webster. Trató de ponerse de pie.
—No me pareció conveniente molestarlo, señor —dijo Jenkins—. Era tan raro. Al fin los convencí de que usted no podía querer ir a Marte.
Webster se enfureció, sintiendo que un terror helado le apretaba el pecho. Agarrándose con ambas manos del borde del escritorio, se dejó caer en la silla, y sintió que las paredes del cuarto se cerraban a su alrededor como una trampa que nunca volvería a abrirse.