GRAMP STEVENS estaba sentado en la silla de jardín, observando cómo trabajaba la segadora de césped, sintiendo cómo la suave y tibia luz del sol le calentaba los huesos. La segadora llegó al extremo del jardín, cloqueó para sí misma como una gallina satisfecha, dio media vuelta y se puso otra vez en camino. El saco que contenía las briznas aumentaba de tamaño.
De pronto la segadora se detuvo y ronroneó excitada. En uno de los costados se abrió un panel y surgió un brazo mecánico parecido a una grúa. Unos dedos de acero tantearon la hierba, alzaron en triunfo un pedrusco, lo dejaron caer en un recipiente, y desaparecieron otra vez en el interior de la máquina. La segadora gorgoteó, resopló, y se lanzó a su trabajo.
Gramp refunfuñó y miró la segadora con desconfianza.
—Uno de estos días —dijo para sí mismo— esa segadora, maldita sea, va a perder un bocado y tendrá un ataque de nervios.
Se recostó en la silla y contempló el cielo bañado por el sol. Un helicóptero volaba allá lejos. En algún lugar del interior de la casa se encendió una radio y lanzó una oleada ensordecedora de música. Gramp se estremeció y se hundió en la silla.
El joven Charlie estaba preparándose para iniciar una sesión de tortura. Maldita sea.
La segadora pasó cloqueando y Gramp le echó una mirada maliciosa.
—Automática —dijo con los ojos en el cielo—. Todas las malditas cosas son automáticas ahora. Basta con llevar la máquina a un rincón, murmurarle algo al oído y se pone a trabajar.
La voz de su hija llegó a él desde la ventana, lo bastante alta como para elevarse por encima de la música.
—¡Papá!
Gramp se movió, incómodo.
—Sí, Betty.
—Papá, a ver si te mueves cuando la segadora se te acerca. No trates de sacarla de las casillas. Al fin y al cabo, es sólo una máquina. La última vez te quedaste ahí y dejaste que la segadora diera vueltas a tu alrededor.
Gramp no respondió, y cabeceó un poco con la esperanza de que su hija creyera que estaba dormido y le dejara en paz.
—¡Papá! —chilló Betty—. ¿Me has oído?
Gramp comprendió que todo era inútil.
—Claro que te he oído —le contestó—. Ya iba a moverme.
Se incorporó con lentitud, apoyándose pesadamente en su bastón. Quería que Betty se arrepintiera por haber tratado de ese modo a un hombre tan débil y viejo. Tenía que tener cuidado. Si Betty llegaba a saber que no necesitaba del bastón, le buscaría toda clase de ocupaciones, y si, por otra parte, exageraba demasiado, llamaría otra vez a aquel doctor idiota.
Refunfuñando, Gramp movió la silla hacia la parte ya segada del jardín. La máquina pasó a su lado y emitió una risita malévola.
—Uno de estos días —le dijo Gramp— te haré saltar de un golpe uno o dos engranajes.
La segadora se burló ruidosamente y prosiguió su camino.
De la calle cubierta de hierbas llegó un ruido de metales, una tos entrecortada.
Gramp, que iba a sentarse, se enderezó y escuchó.
El sonido se hizo más claro. Era el estruendo de un motor de explosión, el golpeteo de unas partes metálicas sueltas.
—¡Un coche! —aulló Gramp—. ¡Un coche, por todos los diablos!
Echó a correr hacia la verja hasta que recordó de pronto que era un hombre débil y suavizó el paso.
—Tiene que ser ese loco de Ole Johnson —se dijo—. Es el único que conserva un coche. Demasiado terco para abandonar.
Era Ole.
Gramp llegó a la verja cuando el herrumbrado y gastado automóvil doblaba a saltos la esquina y entraba en la calle ya fuera de uso balanceándose y traqueteando. El vapor se escapaba silbando del radiador recalentado, y una nube de humo azul surgía del tubo de escape. El silenciador faltaba desde hacía cinco años o más.
Ole, sentado muy derecho ante el volante, arrugaba los ojos tratando de evitar los lugares más estropeados, aunque a causa de las hierbas y malezas que habían invadido la calle era difícil verlos.
Gramp agitó el bastón.
—Hola, Ole —dijo.
Ole hizo alto recurriendo a los frenos de emergencia. El coche jadeó, se estremeció, tosió y murió con un horrible suspiro.
—¿Qué combustible estás usando? —preguntó Gramp.
—Un poco de todo —dijo Ole—. Petróleo, aceite de tractor que encontré en un barril, alcohol.
Gramp contempló la máquina moribunda con auténtica admiración.
—En otro tiempo —dijo— era posible correr a ciento cincuenta kilómetros por hora.
—Todavía es posible —dijo Ole—. Sólo hace falta encontrar el combustible y los repuestos necesarios. Hace tres o cuatro años aún había bastante gasolina, pero desde hace un tiempo falta del todo. Han dejado de fabricarla, me parece. La gasolina es inútil, me dijeron, cuando se puede disponer de energía atómica.
—Claro —dijo Gramp—. Sospecho que tienen razón, pero uno no puede oler la energía atómica. No hay nada más agradable que el olor de la gasolina. Esos helicópteros y demás aparatos han suprimido el romanticismo de los viajes.
Lanzó una mirada a los pequeños barriles y cestos apilados en el asiento de atrás.
—¿Llevas verduras? —preguntó.
—Sí —dijo Ole—. Espigas de maíz y patatas tempranas, y algunos cestos de tomates. Pensé que quizá podría venderlos.
Gramp sacudió la cabeza.
—No podrás, Ole. No te los comprarán. La gente cree que esas nuevas cosas hidropónicas son lo único comestible. Higiénicas, dicen, y con más aroma.
—No doy un rábano por todos los cultivos de esos tanques —declaró Ole, agresivamente—. No sé por qué, pero no me saben bien. Como le digo a Martha, los alimentos tienen que nacer del suelo para que tengan algún carácter.
Se inclinó hacia la llave del encendido.
—No sé si vale la pena llevar esto a la ciudad —dijo—. Hay que ver cómo están los caminos. O mejor cómo no están. Hace veinte años la carretera estatal era una franja de buen cemento, y la parcheaban y nivelaban todos los inviernos. Gastaban cualquier suma de dinero para tenerla abierta. Y ahora, como si no existiese. El cemento está lleno de rajaduras y en algunos lugares ha desaparecido. Las zarzas crecen en la misma carretera. Esta mañana he tenido que salir del coche y apartar un árbol que había caído en el camino.
—Muy cierto —convino Gramp.
El automóvil volvió de pronto a la vida, tosiendo y atragantándose, envuelto en una nube de humo denso y azul. Con un salto se puso en marcha y se alejó dando tumbos.
Gramp regresó pesadamente a la silla y descubrió que chorreaba humedad. La segadora automática, luego de haber terminado con el césped, había abierto la manguera y estaba regando el jardín.
Lanzando maldiciones, Gramp se dirigió a los fondos de la casa y se sentó en el banco del porche. El lugar no le gustaba, pero era el único en que estaba a salvo de la maquinaria del jardín.
Ante todo, la vista desde el banco lo deprimía bastante, pues consistía en calles y calles con casas abandonadas, y jardines cubiertos todos de malezas.
Había una ventaja, sin embargo. En aquel banco podía fingir cierta sordera, y no prestar atención a aquella música torturante.
Una voz llamó desde el jardín.
—¡Bill, Bill! ¿Dónde estás?
Gramp volvió la cabeza.
—Aquí, Mark. Detrás de la casa. Escapando de esa maldita segadora.
Mark Bailey apareció cojeando en el patio, con un cigarrillo que trataba de quemarle las pobladas patillas.
—Un poco temprano para empezar a jugar, ¿no te parece? —preguntó Gramp.
—Hoy no habrá juego —dijo Mark.
Se sentó en el banco, con dificultad, junto a Gramp.
—Nos vamos —dijo. Gramp dio media vuelta y lo miró.
—¿Os vais?
—Sí. Nos mudamos. Lucinda se decidió al fin y habló con Herb. Sospecho que no lo dejó en paz un minuto. Dijo que todos estaban mudándose a regiones más agradables, y que no sabía por qué no hacíamos lo mismo.
Gramp tragó saliva.
—¿Adónde vais?
—No lo sé muy bien —dijo Mark—. No he estado allí. A algún lugar del Norte. Alguno de los lagos. Conseguimos cuatro hectáreas de tierra. Lucinda quería cincuenta, pero Herb se mostró firme y dijo que cuatro bastaban. Al fin y al cabo, un solar en la ciudad nos ha bastado hasta ahora.
—Betty está asediando a Johnny, también —dijo Gramp—, pero él no le hace caso. Dice que no pueden hacerlo. Dice que no estaría bien que él, secretario de la Cámara de Comercio, abandonase la ciudad.
—La gente está loca —declaró Mark—. Loca de remate.
—Muy cierto —convino Gramp—. Locos por el campo, así están. Mira —señaló con un ademán las casas abandonadas—. Aún recuerdo los años en que florecían aquí los hogares. Buenos vecinos, eso eran. Las mujeres corrían de puerta en puerta intercambiando recetas. Y los hombres salían a cortar el césped y muy pronto todas las segadoras descansaban ociosamente, y los hombres formaban grupos y conversaban. Gente amable, Mark. Pero mira ahora.
Mark se agitó, incómodo.
—Tengo que volver, Bill. He venido sólo a decirte que nos íbamos. Lucinda me pidió que hiciese las maletas. Se enojará si se entera de que me he escapado.
Gramp se incorporó tiesamente y extendió una mano.
—¿Te veré otra vez? ¿Vendrás a echar una última partida?
Mark sacudió la cabeza.
—Temo que no, Bill.
Se dieron la mano, azorados.
—Creo que voy a echar de menos las partidas.
—Yo también —dijo Gramp—. No me quedará nadie una vez que te hayas ido.
—Adiós, Bill —dijo Mark.
—Adiós —dijo Gramp.
Miró cómo su amigo se iba cojeando y sintió que la soledad extendía una garra fría y lo tocaba con dedos helados. Una soledad terrible. La soledad de sentirse viejo… y fuera de época. Era algo cruel, admitió Gramp. Estar fuera de época. Pertenecía a otros tiempos. Había sobrevivido, durado demasiado.
Con los ojos húmedos, tomó el bastón apoyado en el banco, y se dirigió lentamente hacia el portón que daba a las calles desiertas.
Los años habían pasado con excesiva rapidez. Años que habían traído el avión familiar y el helicóptero, y que habían dejado que el automóvil se herrumbrase en cualquier lugar, y que los caminos se estropearan. Años que habían suprimido virtualmente el cultivo del suelo y que habían desarrollado la hidroponía. Años que habían abaratado las tierras, que habían hecho desaparecer la granja como unidad económica, y que habían lanzado la gente de la ciudad al campo, donde, por un precio menor al de un solar urbano, cualquiera podía ser dueño de varias hectáreas. Años que habían revolucionado la construcción de las casas, de modo que las familias se mudaron simplemente de las viejas a las nuevas. Éstas podían comprarse, hechas a la medida, por un precio muy inferior al de las construcciones de preguerra, y podían acomodarse, con un pequeño gasto adicional, a nuevas necesidades, o simplemente para satisfacer un capricho pasajero.
Gramp resopló. Casas que pueden transformarse todos los años, así como se mueven los muebles. ¿Qué clase de vida era ésa?
Se arrastró a lo largo del sendero polvoriento que pocos años antes había sido una ajetreada calle, bordeada de residencias. Una calle de fantasmas ahora, pensó. De fantasmitas furtivos que murmuraban en la noche. Fantasmas de niños sumidos en sus juegos, fantasmas de volcados triciclos y caídas bicicletas. Fantasmas de saludos lanzados a gritos. Fantasmas de hogares llameantes y chimeneas que humeaban en una noche de invierno.
Unas pequeñas nubes de polvo se movieron alrededor de los pies de Gramp y le blanquearon las botamangas.
Al otro lado de la calle se alzaba la casa del viejo Adams. Adams se sentía muy orgulloso de esa casa, recordó Gramp. Fachada de piedras grises y ventanas de color. Ahora la piedra, cubierta de moho, era verde, y las ventanas rotas miraban lívidamente de soslayo. La maleza cubría el jardín y ocultaban los escalones de la entrada. Un olmo había metido sus ramas debajo del techo. Gramp recordaba aún el día en que Adams había plantado ese olmo.
Durante un momento se detuvo en la calle cubierta de hierbas, con los pies hundidos en el polvo, las manos apoyadas en el bastón, los ojos cerrados.
A través de la niebla de los años escuchó los gritos infantiles, los ladridos del perro de Conrad, allá abajo, en la calle. Y allí estaba Adams, con el torso desnudo, moviendo la pala, abriendo el agujero. Y el olmo con las raíces envueltas en arpillera tumbado en el jardín.
Mayo de 1946. Hacía cuarenta y cuatro años. Poco antes Adams y él habían vuelto de la guerra.
En la calle polvorienta se oyeron unas pisadas y Gramp, sorprendido, alzó los ojos.
A su lado estaba un hombre joven. Un hombre de unos treinta años. Quizá un poco menos.
—Buenos días —dijo Gramp.
—Espero —dijo el hombre joven— no haberle asustado.
—¿Me vio —preguntó Gramp— con los ojos cerrados, como un tonto?
El joven asintió con un movimiento de cabeza.
—Estaba recordando —dijo Gramp.
—¿Vive por aquí cerca?
—Calle abajo. La última casa en esta zona de la ciudad.
—Quizá pueda ayudarme entonces.
—Haré lo posible —dijo Gramp.
El joven tartamudeó.
—Bueno, verá usted, es algo así. Soy una especie de… bueno, podría decirse un peregrino un tanto sentimental.
—Entiendo —dijo Gramp—. Yo también lo soy.
—Me llamo Adams —dijo el joven—. Mi abuelo vivía por aquí. Me pregunto…
—Ahí enfrente —dijo Gramp. Los dos se quedaron mirando la casa.
—Era muy bonita hace un tiempo —dijo Gramp—. Su abuelo plantó ese árbol poco después de regresar de la guerra. Estuve con él durante toda la guerra y volvimos juntos. Fue un día que…
—Es una lástima —dijo el joven Adams—. Una lástima…
Pero Gramp no escuchaba, aparentemente.
—¿Y su abuelo? —preguntó—. No sé nada de él, desde hace tiempo.
—Murió —dijo el joven Adams—. Hace ya bastantes años.
—Se había interesado por la energía atómica —dijo Gramp.
—Eso es —dijo Adams orgullosamente—. Se empleó tan pronto como fue utilizada en las industrias. Poco después del Convenio de Moscú.
—En cuanto decidieron —declaró Gramp— que no podían hacer la guerra.
—Eso es —dijo Adams.
—Es difícil hacer la guerra cuando no hay objetivos.
—¿Se refiere a las ciudades? —dijo Adams.
—Exactamente —dijo Gramp—, y hay algo gracioso. Muéstrele a la gente todas las bombas atómicas que quiera y no se asustarán. Ofrézcales en cambio tierra barata y aviones familiares y saldrán disparados como malditos conejos.
John J. Webster estaba subiendo por la ancha escalinata del ayuntamiento cuando el espantapájaros móvil, con un rifle bajo el brazo, salió a su encuentro y lo detuvo.
—Hola, señor Webster —dijo el espantapájaros.
Webster abrió los ojos y al fin arrugó la cara, recordando.
—Pero si es Levi —dijo—. ¿Cómo van las cosas, Levi?
Levi Lewis sonrió, mostrando una dentadura irregular.
—Ni mal ni bien. Las huertas prosperan y los conejitos van a tener buena comida.
—¿No estará metido en ese asunto infernal de las casas? —preguntó Webster.
—No, señor —declaró Levi—. Los colonos no nos metemos en nada malo. Respetamos la ley. Tememos a Dios. Hemos ocupado el campo sólo porque no encontramos otros medios de vida. Y no daña a nadie que vivamos en lugares abandonados. La policía nos acusa de los robos y otras cosas que ocurren, pues saben que estamos indefensos. Han hecho de nosotros su chivo expiatorio.
—Me alegra oír eso —dijo Webster—. El jefe quiere quemar las casas.
—Si trata de hacerlo —dijo Levi— se encontrará con algo inesperado. Nos han quitado las granjas con esos cultivos en tanques, pero no nos quitarán nada más. —Escupió en los escalones—. ¿No llevará un poco de dinero encima? —preguntó—. No tengo cartuchos y con la aparición de los conejos…
Webster hundió los dedos en un bolsillo del chaleco y sacó medio dólar.
Levi sonrió mostrando los dientes.
—Es usted muy amable, señor Webster. Le llevaré un par de ardillas en el otoño.
El colono se tocó el sombrero con dos dedos y bajó los escalones. El sol brillaba en el cañón del rifle. Webster siguió ascendiendo.
Cuando entró en la sala ya había comenzado la sesión.
Jim Maxwell, jefe de policía, estaba de pie junto a la mesa, y el alcalde Paul Carter preguntaba en ese momento:
—¿No cree que es un poco apresurado, Jim, llevar a cabo una acción semejante contra las casas?
—No, no lo creo —declaró el jefe de policía—. Excepto un par de docenas, ninguna está ocupada por sus legítimos dueños o por lo menos sus primitivos ocupantes. Y a causa de los impuestos casi todas pertenecen a la ciudad. Son sólo una molestia y una amenaza. No tienen ningún valor. Ni siquiera como material. ¿La madera? Ya no usamos madera. Los plásticos son mejores. ¿La piedra? Usamos acero en vez de piedra.
»Y mientras tanto sirven de refugio a gente indeseable y fuera de la ley. Esos barrios llenos de vegetación ocultan a toda clase de criminales. Un hombre comete un crimen, y corre en seguida a las casas; allí está a salvo. Puedo buscarlo con un millar de policías; el hombre conseguirá eludirlos.
»No vale la pena demolerlas. El fuego es el método más rápido y barato. Hemos tomado toda clase de precauciones.
—¿Y el punto de vista legal? —preguntó el alcalde.
—Lo hemos estudiado. Un hombre tiene derecho a destruir sus bienes siempre que no dañe los ajenos. La misma ley, supongo, puede aplicarse al ayuntamiento.
El concejal Thomas Griffin se puso de pie.
—Han hecho daño a muchos —declaró—. Han quemado viejos hogares. La gente es todavía un poco sentimental.
—Si sienten cariño por esas casas —dijo bruscamente el jefe—, ¿por qué no pagan los impuestos y las cuidan? ¿Por qué corren al campo abandonando las casas? Pregúntele a Webster. Él dirá qué consiguió tratando de interesar a la gente en sus viejos hogares.
—Se refiere a esa farsa de la Semana del Viejo Hogar —dijo Griffin—. Fracasó. Claro que fracasó. Webster insistió tanto que a la gente le dio náuseas. Dada la mentalidad de la Cámara de Comercio, era el resultado previsto.
El concejal Forrest King habló malhumorado:
—No tiene por qué acusar a la Cámara de Comercio, Griffin. El hecho de que sus negocios hayan fracasado no es motivo para…
Griffin ignoró la interrupción.
—No se puede presionar a la gente, caballeros. Esa época ha terminado. Las grandes campañas de propaganda ya no sirven.
»Ha pasado la época en que era posible celebrar cualquier cosa: el día del maíz, o el día del dólar, y adornar el lugar con banderas y reunir a una multitud para que gastasen allí su dinero. Sólo ustedes parecen ignorarlo.
»Aquellas maniobras tenían en cuenta la psicología de las masas y la lealtad cívica. No es posible recurrir a la lealtad cívica cuando las ciudades se mueren. En cuanto a la psicología de las masas, ya no hay masas. Todos los hombres, o casi todos, viven en la soledad del campo.
—Caballeros —rogó el alcalde—, caballeros, estamos fuera de la cuestión.
King despertó de pronto a la vida y golpeó la mesa.
—No, continuemos. Webster está con nosotros. Quizá pueda darnos su opinión.
Webster se movió, incómodo.
—No creo —murmuró— que tenga más que decir.
—Olvide el asunto —dijo Griffin.
Pero King siguió de pie, con el rostro enrojecido, la boca temblándole de rabia.
—¡Webster! —gritó.
Webster sacudió la cabeza.
—Ha venido diciendo que se le había ocurrido una gran idea —gritó entonces King—. Tiene que exponer el resultado ante el Consejo. Levántese, hombre, y hable.
Webster se incorporó lentamente, con una sonrisa triste.
—Quizá es usted demasiado cabeza dura —le dijo a King— para comprender por qué me he disgustado.
King lanzó un sordo gemido, y luego estalló.
—¡Cabeza dura! Y me dice eso a mí. Hemos trabajado juntos. Ha contado conmigo. Nunca me ha dicho eso antes… nunca…
—Nunca le he dicho eso antes —repitió Webster con suavidad—. Naturalmente que no. Quería conservar mi puesto.
—Bueno, pues no ha podido conservarlo —rugió King—. A partir de este instante está despedido.
—Cierre la boca —dijo Webster.
King lo miró fijamente, estupefacto, como si le hubiesen dado una bofetada.
—Y siéntese —dijo Webster, y su voz atravesó la habitación como un cuchillo afilado.
King sintió que se le aflojaban las rodillas y se sentó bruscamente. Había un silencio quebradizo.
—Tengo algo que decir —añadió Webster—. Algo que debió decirse mucho antes. Algo que quiero que todos oigan. Que sea yo quien tenga que decirlo es lo único que me asusta. Y sin embargo, quizá, por haber trabajado en beneficio de la ciudad durante casi quince años, es lógico que sea yo quien lo diga.
»El concejal Griffin ha dicho que la ciudad se está muriendo, y no puedo discutírselo. Pero Griffin ha cometido un error: se ha quedado corto. La ciudad… esta ciudad, todas las ciudades… ya están muertas.
»La ciudad es un anacronismo. Se ha sobrevivido a sí misma. La hidroponía y el helicóptero precipitaron su caída. En un principio la ciudad era el lugar en que se agrupaban los miembros de una tribu para protegerse mutuamente. En años posteriores se rodeó de una muralla para aumentar la protección. Luego la muralla desapareció, pero la ciudad siguió viviendo a causa de las ventajas que ofrecía al tráfico y al comercio. Y llegó a nuestros días porque la gente se veía obligada a vivir cerca de sus lugares de trabajo, y los trabajos estaban en la ciudad.
»Pero todo eso ha cambiado. Con el avión familiar cien kilómetros de hoy son menos que cinco de 1930. Los hombres pueden volar centenares de kilómetros hasta los lugares de trabajo, y volver al hogar al concluir la jornada. Ya no necesitan vivir apretados en una ciudad.
»El coche inició esos cambios y el avión familiar los ha concluido. Algo se presentía ya en la primera mitad del siglo: la gente se alejaba de la ciudad y sus impuestos, y se instalaba en los suburbios y en las mansiones de las afueras. La falta de transportes adecuados y la falta de dinero ataban a muchos a la ciudad. Pero ahora que los cultivos en tanques han devaluado la tierra, un hombre puede comprar varias hectáreas de campo por menos de lo que valía un solar en la ciudad hace cuarenta años. Y con aviones atómicos el transporte ya no es un problema.
Webster hizo una pausa y el silencio flotó en la habitación. El alcalde parecía sorprendido. King movía los labios, en silencio. Griffin sonreía.
—¿Qué nos queda entonces? —preguntó Webster—. Les diré qué nos queda. Calles y calles, manzanas y manzanas de casas vacías, casas que la gente ha abandonado. ¿Por qué habían de quedarse? ¿Qué les podía ofrecer la ciudad? Nada de lo que había dado a la generación anterior, pues el progreso acabó con las necesidades y beneficios de la vida urbana. La gente, cuando dejó las casas, tuvo que olvidar algunas consideraciones económicas, por supuesto. Pero el hecho de que pudieran comprar otra casa dos veces mejor por un precio dos veces menor, el hecho de que pudieran vivir como deseaban, de que pudieran desarrollar el patrimonio familiar de acuerdo con la tradición establecida por la pudiente generación anterior… todas estas cosas los impulsaron a abandonar las casas.
»¿Y qué nos queda ahora? Unas manzanas de edificios comerciales. Unas pocas hectáreas dedicadas a la industria. Nuestro gobierno municipal pretende hacerse cargo de un millón de personas ausentes. El presupuesto es tan grande que hasta las casas de comercio están mudándose para huir de los impuestos. Las multas recaen sobre propiedades sin valor. Sólo eso nos queda.
»Si creen que la Cámara de Comercio, la propaganda o un plan atolondrado pueden darnos la solución, están locos. Sólo hay una respuesta, y ésta es muy simple. Las ciudades, como institución humana, han muerto. Pueden luchar por su vida unos pocos años más, pero eso es todo.
—Señor Webster… —dijo el alcalde.
Pero Webster no había concluido.
—En cuanto a lo que ha ocurrido hoy —dijo—, durante un tiempo pude haber jugado a las muñecas con ustedes. Pude haber pretendido que los asuntos de la ciudad eran de interés público. Pude haber seguido engañándome, y engañándolos a ustedes. Pero hay, caballeros, algo que se llama dignidad humana.
El helado silencio se quebró con un susurro de papeles y la tos apagada de algún oyente turbado.
—La ciudad fracasó —continuó Webster—, y es mejor así. En vez de estar sentados aquí llorando su cadáver es mejor que nos pongamos de pie y agradezcamos que haya fracasado.
»Pues si esta ciudad no se hubiese sobrevivido a sí misma, como todas las otras ciudades, si no se la hubiese abandonado, habría sido destruida. Habría habido una guerra, caballeros, una guerra atómica. ¿Han olvidado aquellos años entre 1950 y 1970? ¿Han olvidado cómo permanecían despiertos de noche mientras esperaban la llegada de la bomba, sabiendo que nunca podrían volver a esperar, si la bomba llegaba?
»Pero las ciudades fueron abandonadas y la industria se dispersó, y no hubo objetivos de guerra, y no hubo guerra.
»Algunos de ustedes caballeros, muchos de ustedes, están vivos porque la gente se marchó de las ciudades.
»Dejemos, pues, que descansen en paz. Alegrémonos de que estén muertas. No ha ocurrido nada mejor en toda la historia de los hombres.
John J. Webster dio media vuelta y abandonó la habitación.
Afuera, en los anchos escalones de piedra, se detuvo, y miró fijamente el cielo sin nubes, observó las palomas que volaban entre las agujas y torrecillas del edificio municipal.
Se sacudió mentalmente, como un perro que sale del agua.
Había sido un tonto, por supuesto. Ahora tendría que buscar trabajo, y le costaría encontrar uno. Estaba ya un poco viejo para eso.
Pero, a pesar de todo, una melodía le vino espontáneamente a los labios. Se alejó rápidamente emitiendo un silencioso silbido.
No más hipocresías. No más noches de insomnio, de preguntarse qué hacer… sabiendo que la ciudad había muerto, sabiendo que todos sus afanes eran inútiles, sintiéndose un tonto que aceptaba un salario que no merecía. Sintiendo la curiosa y airada frustración de un hombre que sabe que su trabajo es improductivo.
Se encaminó hacia el aeródromo, en busca de su helicóptero.
Ahora, se dijo, podrían quizá mudarse al campo, tal como lo deseaba Betty. Quizá podría pasarse las tardes paseando por tierras de su propiedad. Un lugar con un arroyo. Sí, tenía que haber un arroyo con truchas.
Anotó mentalmente que debía visitar el altillo y revisar su equipo de pesca.
Martha Johnson estaba esperando en la puerta de la granja. El viejo coche bajó refunfuñando por el sendero.
Ole descendió, enfurecido, ojeroso.
—¿Has vendido algo? —preguntó Martha. Ole sacudió la cabeza.
—Es inútil. No compran productos de granja. Se ríen de mí. Me muestran espigas de maíz dos veces más grandes que las mías. Me muestran melones que casi no tienen corteza. Y de mejor sabor, dicen.
Dio un puntapié a un terrón, que estalló en polvo.
—No hay nada que hacer —declaró—. Esos cultivos en tanques nos han arruinado.
—Será mejor, entonces, que vendamos la granja —sugirió Martha.
Ole calló.
—Podrías conseguir trabajo en una granja de tanques —dijo la mujer—. Eso hizo Harry. Y dice que le gusta.
Ole negó con un movimiento de cabeza.
—O quizá como jardinero —continuó Martha—. Podrías ser un excelente jardinero. Los millonarios se han mudado a mansiones tan grandes que necesitan jardineros para cuidar las flores y otras cosas. Mejor que ensuciarse con máquinas.
Ole volvió a sacudir la cabeza.
—No puedo ocuparme de flores —declaró—. No después de haber cultivado maíz durante más de veinte años.
—Quizá —dijo Martha— podamos tener uno de esos aviones. Y agua corriente en la casa. Y un cuarto de baño en lugar de la vieja bañera en la cocina.
—No puedo manejar un avión —objetó Ole.
—Sí que puedes —dijo Martha—. Son fáciles de manejar. Cómo, si cuando los chicos de Anderson no llegaban a la mesa, ya volaban en uno. Uno de ellos estuvo haciendo locuras y se cayó, es cierto, pero…
—Tengo que pensarlo —dijo Ole desesperadamente—. Tengo que pensarlo.
Se fue bamboleándose, saltó una cerca y se metió en los campos. Martha, de pie junto al coche, miró cómo se alejaba. Una única lágrima le rodó por la polvorienta mejilla.
—El señor Taylor le está esperando —dijo la muchacha.
John J. Webster tartamudeó.
—Pero yo nunca he estado aquí. Él no podía saber que yo vendría.
—El señor Taylor —insistió la muchacha— le está esperando.
La muchacha señaló la puerta con un movimiento de cabeza. En la puerta se leía:
OFICINA DE ADAPTACIÓN HUMANA
—Pero he venido aquí en busca de trabajo —protestó Webster—. No he venido a que me adapten ni nada parecido. Éste es el Comité de Desplazados, ¿no es cierto?
—Así es —declaró la muchacha—. ¿Quiere ver al señor Taylor?
—Si usted insiste —dijo Webster.
La muchacha dio un golpe seco a una palanca y habló por el aparato de comunicaciones internas.
—El señor Webster ha llegado, señor.
—Hágale pasar —dijo una voz.
Con el sombrero en la mano, Webster cruzó la puerta.
El hombre que estaba detrás del escritorio tenía el pelo canoso, pero un rostro joven. Señaló una silla.
—Ha estado tratando de conseguir empleo —dijo.
—Sí —dijo Webster—, pero…
—Siéntese, por favor —dijo Taylor—. Si está pensando en ese letrero de la puerta, olvídelo. No trataremos de adaptarlo a nada.
—No he podido encontrar trabajo —dijo Webster—. He buscado durante semanas y nadie ha querido emplearme. Así que al fin he venido aquí.
—¿No quería venir?
—No. Francamente, no. Una oficina para desplazados. Tiene… bueno, tiene unas implicaciones que no me gustan.
Taylor sonrió.
—La terminología no es muy acertada. Le recuerda a usted las oficinas de empleos de otros tiempos. Aquellas a las que iban los desesperados por encontrar trabajo. El gobierno quería que esos hombres no se convirtiesen en una carga pública.
—Estoy bastante desesperado —confesó Webster—. El orgullo me impedía venir, pero en verdad no había otra cosa que hacer. Pues verá usted, me convertí en un traidor.
—Quiere decir —afirmó Taylor— que dijo usted la verdad. Aunque le costó el empleo. El mundo de los negocios, y no sólo aquí, no está preparado para esas cosas. El hombre de empresa cree todavía en el mito de la ciudad, el mito del arte de vender. Muy pronto comprenderá que las ciudades no son indispensables, que la buena mercancía y la honestidad le pueden dar mayores ganancias que el arte de vender del pasado.
»Pero me he preguntado, Webster, por qué razones hizo usted eso.
—Me sentía enfermo —dijo Webster—. Enfermo de ver cómo los hombres iban de un lado a otro con los ojos cerrados. Enfermo de ver cómo mantenían viva una tradición de la que había que desprenderse. Enfermo ante el bobo entusiasmo de King por los valores cívicos cuando todo motivo de entusiasmo había desaparecido hacía tiempo.
Taylor hizo un gesto afirmativo.
—Webster, ¿cree usted que es posible adaptar a los seres humanos?
Webster miró al hombre fijamente.
—Hablo en serio —le dijo Taylor—. El Comité Mundial ha estado haciendo eso durante años, silenciosamente, sin molestar a nadie. Hasta hay gente que no sabe que ha sido adaptada.
»Los cambios ocurridos desde la creación del Comité Mundial, luego de la desaparición de las Naciones Unidas, provocaron trastornos. El advenimiento de la energía atómica industrial privó de sus empleos a centenares de miles de hombres. Hubo que reeducarlos y orientarlos hacia otras labores: las fábricas atómicas u otros sitios. Los cultivos hidropónicos barrieron a los granjeros de sus tierras. Éste fue, quizá, nuestro problema más grave, pues esos hombres no sabían hacer otra cosa más que cultivar cereales y cuidar ganado. Y la mayor parte de ellos no deseaba hacer otra cosa. Se sentían amargamente resentidos por habérseles obligado a abandonar un sistema de vida que habían heredado de sus padres. Siendo individualistas por naturaleza, representaron para nosotros un verdadero problema psicológico.
—Muchos —declaró Webster— no saben todavía qué hacer. Un centenar o más se ha refugiado en las casas, y come lo que encuentra. Cazan conejos o ardillas, pescan un poco, cultivan legumbres o recogen frutas silvestres. De cuando en cuando, cometen pequeños robos o mendigan en la parte alta de la ciudad.
—¿Conoce usted a esa gente? —preguntó Taylor.
—A algunos —dijo Webster—. Hay uno que a veces me trae conejos o ardillas. Cree pagar así el dinero que le doy como limosna.
—Se oponen a que se los adapte, ¿no es cierto?
—Violentamente —dijo Webster.
—¿Conoce a un granjero llamado Ole Johnson? ¿Que no quiere abandonar su granja, aún sin reconstruir?
Webster asintió.
—¿Qué pasaría si tratase usted de adaptarlo a otra cosa?
—Me ha echado de su granja —dijo Webster.
—Hombres como Ole y los que ocupan las casas —dijo Taylor— son hoy nuestro problema más importante. La mayoría de las otras personas está ya bastante bien adaptada, bastante bien instalada en las condiciones actuales. Algunos lamentan aún la pérdida del pasado, pero sólo por costumbre. No es posible devolverles sus antiguos sistemas de vida.
»Años atrás, al aparecer la industria atómica, el Comité Mundial tuvo que afrontar una grave decisión. ¿Había que retardar los cambios provocados por el progreso para que la gente tuviese tiempo de adaptarse a la nueva situación, o había que acelerarlos y ayudar a la gente a que se adaptase? Se decidió, acertada o erróneamente, que el progreso era lo principal, cualquiera que fuese su efecto sobre los seres humanos. La decisión, como quedó demostrado más tarde, había sido la correcta.
»Por supuesto, esta readaptación no podía ser siempre asunto público. En algunos casos, como los grandes grupos de trabajadores que habían perdido su empleo, eso era posible, pero en otros, como nuestro amigo Ole, no. Hay que ayudar a estas gentes a que se encuentren a sí mismas en un mundo nuevo, pero no deben saber que se les está ayudando. Si lo supiesen perderían su confianza y dignidad, y la dignidad humana es la piedra fundamental de la civilización.
—Conozco, por supuesto, las readaptaciones que se hicieron en la industria —dijo Webster—, pero ignoraba que hubiese casos individuales.
—No podemos darlos a conocer —dijo Taylor—. Se trata prácticamente de un asunto secreto.
—Pero ¿por qué me dice todo esto ahora?
—Porque deseamos que se una a nosotros. Que nos ayude a adaptar a Ole para empezar. Y ver luego qué se puede hacer con los ocupantes de las casas.
—No sé… —dijo Webster.
—Hemos estado esperándole —dijo Taylor—. Sabíamos que terminaría por venir. Cualquier posibilidad de que usted encuentre trabajo ha sido anulada por King. Han sido advertidos todos los grupos cívicos y todas las Cámaras de Comercio de este mundo actual.
—Quizá no pueda elegir —dijo Webster.
—No tiene por qué tomárselo así —dijo Taylor—. Piénselo un tiempo y vuelva. Aunque no acepte este trabajo le encontraremos otro… a pesar de King.
Fuera de la oficina, Webster se encontró con una figura de espantapájaros que estaba esperándolo. Era Levi Lewis, sin su habitual sonrisa desdentada, armado de un rifle.
—Los muchachos me dijeron que había entrado aquí —explicó—. Así que me he quedado esperándolo.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Webster, pues el rostro de Levi hablaba elocuentemente de dificultades.
—La policía —dijo Levi. Escupió con asco.
—La policía —repitió Webster, y sintió que se le encogía el corazón. Sabía muy bien qué podía pasar.
—Sí —dijo Levi—. Están preparándose para quemarnos.
—Así que el Consejo dio al fin su aprobación —dijo Webster.
—Vengo de los cuarteles de la policía —declaró Levi—. Les dije que habría una carnicería en las calles. Aposté a los muchachos con órdenes de que no disparen si no están seguros de dar en el blanco.
—No puede hacer eso, Levi —dijo Webster con un tono cortante.
—¡No puedo! —replicó Levi—. Ya lo he hecho. Nos echaron de las granjas, nos obligaron a vender. Y no volverán a echarnos. Nos quedaremos aquí o moriremos aquí. Y quemarán las casas sólo cuando no quede nadie para impedirlo.
Se sacudió los pantalones y volvió a escupir.
—Y no somos los únicos que pensamos así —declaró—. Gramp está con nosotros.
—¡Gramp!
—Sí, Gramp. El viejo que vive con usted. Va a ser nuestro comandante general. Dice que recuerda unos trucos de guerra que la policía ignora. Ha enviado a algunos de los muchachos al Museo para que saquen un cañón. Dice que allí mismo se pueden obtener municiones. Dice que nos preparemos y anunciaremos luego que si la policía se mueve la haremos saltar en pedazos.
—Oiga, Levi, ¿haría algo por mí?
—Naturalmente, señor Webster.
—¿Quiere entrar y preguntar por el señor Taylor? Insista en verlo. Dígale que he aceptado el empleo.
—Lo haré; pero ¿adónde va ahora?
—Al ayuntamiento.
—¿No quiere que vaya con usted?
—No —declaró Webster—. Es mejor que vaya solo. Y, Levi…
—Sí.
—Dígale a Gramp que tenga preparados sus cañones. Que no dispare sino en caso de necesidad. Pero que si lo hace, que dé en el blanco.
—El alcalde está ocupado —dijo el secretario, Raymond Brown.
—Eso es lo que dice usted —replicó Webster dirigiéndose hacia la puerta.
—No puede entrar, Webster —aulló Brown. El secretario saltó de la silla y corrió alrededor del escritorio tratando de alcanzar a Webster. Webster blandió el brazo como un arma, alcanzó a Brown en el pecho y lo hizo retroceder hasta el escritorio. El escritorio se deslizó sobre el piso, y Brown agitó los brazos, perdió el equilibrio y cayó. Webster abrió de par en par la puerta de la oficina del alcalde.
El alcalde sacó rápidamente los pies de encima del escritorio.
—Le advertí a Brown… —dijo.
Webster movió la cabeza afirmativamente.
—Y Brown me advirtió a mí. ¿Qué le pasa, Carter? ¿Tiene miedo de que King descubra que he estado aquí? ¿Miedo de que lo corrompan algunas ideas?
—¿Qué quiere? —exclamó Carter.
—Entiendo que la policía va a quemar las casas.
—Es cierto —declaró el alcalde—. Son una amenaza para la comunidad.
—¿Qué comunidad?
—Mire, Webster…
—Usted sabe bien que no hay ninguna comunidad. Sólo viven aquí unos pocos sucios políticos. Para reelegirlo a usted y ganar más dinero. De ese modo, todo lo que tienen que hacer es votarse unos a otros. La gente que trabaja en las tiendas y almacenes, y aun aquellos que hacen trabajos menores en las fábricas, no viven en la ciudad. Los hombres de negocios la han dejado también hace tiempo. Hacen aquí sus negocios, pero no son residentes.
—Pero esto es todavía una ciudad —declaró el alcalde.
—No he venido a discutir con usted —dijo Webster—. He venido a demostrarle que se equivoca usted al quemar esas casas. Aunque usted no se dé cuenta, las casas son hogares para mucha gente. Son hombres que han venido a la ciudad en busca de amparo, que han encontrado refugio entre nosotros. En cierta medida somos responsables de ellos.
—No, no somos responsables —gruñó el alcalde—. Lo que les pasa, sea lo que sea, es culpa de la mala suerte. Nadie los llamó aquí. No los necesitamos. No benefician de ningún modo a la comunidad. Me dirá usted que es gente desplazada. Bueno, ¿y eso qué nos importa? Me dirá usted que no pueden encontrar empleo. Y yo le responderé que no lo encuentran porque no lo buscan de veras. Hay trabajo que hacer, siempre hay trabajo que hacer. Se los ha envenenado con toda esa charla de un nuevo mundo, y creen que otro se encargará de buscarles el sitio que les conviene y el trabajo que les conviene.
—Me parece usted un individualista desvergonzado —dijo Webster.
—Lo dice como si creyese que es algo gracioso —ladró el alcalde.
—Creo que es algo gracioso —dijo Webster—. Gracioso y trágico. Hoy cualquiera puede darse cuenta.
—El mundo andaría mejor con un poco de individualismo desvergonzado —comentó el alcalde—. Fíjese en los hombres que han escalado posiciones…
—¿Como usted? —preguntó Webster.
—Sí, como yo, por ejemplo —convino Carter—. He trabajado duramente. He aprovechado las oportunidades. Tengo visión de las cosas. He…
—Quiere decir que ha besado las botas indicadas y ha pisoteado a los que había que pisotear —dijo Webster—. Es usted un brillante ejemplo de la gente que el mundo de hoy no necesita. Huele usted a moho. Tiene ideas totalmente anticuadas. Es usted el último de los secretarios de la Cámara de Comercio. Sólo que usted no lo sabe todavía. Yo me hice a un lado. Aunque me costó bastante, me hice a un lado, pues tenía que salvar el respeto que me debo a mí mismo. La clase de política que usted practica, ha muerto. Ha muerto porque ya no basta recurrir a un potente altavoz para convencer a las masas. Hoy no es posible aplicar ninguna táctica psicológica a las masas. No hay psicología de masas cuando a la gente deja de importarle algo que ya no existe: un sistema político que se ha derrumbado bajo su propio peso.
—¡Fuera de aquí! —gritó Carter—. Fuera de aquí antes que llame a la policía y lo echen a la calle.
—Olvida usted —dijo Webster— que he venido a hablar de las casas.
—No le servirá de nada —gruñó Carter—. Puede quedarse y hablar hasta el día del juicio final. Esas casas serán quemadas. Está decidido.
—¿Le gustaría ver este edificio convertido en un montón de escombros? —preguntó Webster.
—La comparación —dijo Carter— es grotesca.
—No estoy comparando —dijo Webster.
—No está… —El alcalde miró a Webster con fijeza—. ¿Qué está diciendo entonces?
—Sólo esto —dijo Webster—. En el mismo instante en que la primera antorcha toque las casas, la primera bomba caerá en este edificio. Y la segunda caerá en el Parlamento. Ante todo, los blancos más importantes.
Carter se quedó sin aliento. Luego una oleada de ira le subió a la cara.
—Es inútil, Webster —exclamó—. No puede engañarme. Un cuento como ése…
—No se trata de un cuento —declaró Webster—. Esos hombres tienen un cañón. Lo han sacado del Museo. Y saben manejarlo. No lo necesitarán realmente. Sería como disparar a quemarropa.
Carter se inclinó hacia el aparato de radio, pero Webster lo detuvo con un ademán.
—Piénselo un minuto, Carter, antes de perder la cabeza. Está usted en un atolladero. Siga adelante con su plan y se encontrará en medio de una batalla. Las casas arderán quizá, pero otros edificios caerán con ellas. Los hombres de negocios reclamarán su cabeza.
La mano de Carter se apartó de la radio.
A lo lejos se oyó el seco estampido de un rifle.
—Será mejor que los detenga —advirtió Webster.
Carter, indeciso, retorció la cara.
Se oyó otro tiro, y otro, y otro.
—Pronto —dijo Webster— será tarde. Tan tarde, que todo será inútil.
Una apagada explosión sacudió los vidrios de las ventanas. Carter saltó de la silla. Webster se sintió de pronto helado y débil. Pero trató de no mostrar su alteración.
Carter estaba mirando fijamente por la ventana, como un hombre de piedra.
—Temo —dijo Webster— que ya sea demasiado tarde.
La radio del escritorio zumbaba insistentemente. Una luz roja se encendía y apagaba. Carter extendió una mano temblorosa y encendió el aparato.
—Carter —decía una voz—. Carter. Carter.
Webster reconoció la voz profunda del jefe de policía, Jim Maxwell.
—¿Qué pasa? —preguntó Carter.
—Tenían un cañón —le dijo Maxwell—. Estalló cuando trataron de dispararlo. El proyectil no estaba en buenas condiciones, supongo.
—¿Un cañón? —preguntó Carter—. ¿Sólo uno?
—No vi otros.
—Oí disparos de rifle —dijo Carter.
—Sí, disparaban contra nosotros. Hirieron a un par de muchachos. Pero retrocedieron.
Se ocultaron en los matorrales. Ya no disparan.
—Muy bien —dijo Carter—. Adelante y empiecen a quemar.
Webster se acercó al alcalde.
—Pregúntele, pregúntele…
Pero Carter movió el interruptor y la radio calló.
—¿Qué quería preguntar?
—Nada —dijo Webster—. Nada que importe.
No podía decirle a Carter que Gramp era el único que sabía manejar el cañón. No podía decirle que cuando el cañón había estallado Gramp estaba allí.
Tenía que irse, llegar al cañón tan pronto como fuera posible.
—Fue un cuento excelente, Webster —decía Carter—. Un buen cuento, pero ya no sirve.
El alcalde se volvió hacia la ventana que daba a las casas.
—No más disparos —comentó—. Abandonaron pronto.
—Tendrá suerte —dijo Webster— si algún policía regresa con vida. Esos hombres armados están ahora en los matorrales y pueden acertarle a una ardilla a cien metros de distancia.
Se oyeron unas pisadas en el corredor. Dos personas venían corriendo. El alcalde dejó de mirar por la ventana y Webster dio media vuelta.
—¡Gramp! —gritó.
—Hola, Johnny —dijo Gramp, deteniéndose.
El que venía detrás de Gramp era un hombre joven, y traía algo en la mano: un fajo de papeles que agitaba ante él.
—¿Qué quieren? —preguntó el alcalde.
—Muchas cosas —dijo Gramp.
Esperó unos instantes, recuperando el aliento, y dijo entrecortadamente:
—Le presento a mi amigo, Henry Adams.
—¿Adams? —preguntó el alcalde.
—Sí —dijo Gramp—. Su abuelo vivía en esta ciudad. En la calle Veintisiete.
—Oh —dijo el alcalde como si alguien lo hubiese golpeado con un ladrillo—. Se refiere a F. J. Adams.
—Ha acertado —dijo Gramp—. Estuvimos juntos en la guerra. Solía pasarse las noches hablándome de su hijo.
Carter saludó a Henry Adams con un movimiento de cabeza.
—Como alcalde de la ciudad —dijo, tratando de recobrar la calma—, le doy la bienvenida a…
—No es una bienvenida lo más adecuado —dijo Adams—. Tengo entendido que están quemando mis propiedades.
—¡Sus propiedades! —El alcalde se atragantó y clavó los ojos, incrédulo, en el fajo de papeles que Adams tenía en la mano.
—Sí, sus propiedades —chilló Gramp—. Acaba de comprarlas. Venimos de la oficina de impuestos. Hemos pagado todo lo que según sus ladrones legales debían las casas.
—Pero, pero… —El alcalde buscaba las palabras, tratando de recuperar el aliento—. No todas las propiedades. Sólo la del viejo Adams.
—Todas, todas sin excepción —dijo Gramp triunfalmente.
—Y ahora —dijo Adams al alcalde—, si tuviese la bondad de pedirles a sus hombres que no quemen mis propiedades…
Carter se inclinó sobre el escritorio y tanteó la radio con manos repentinamente torpes.
—Maxwell —gritó—. Maxwell. Maxwell.
—¿Qué quiere? —aulló Maxwell como respuesta.
—No quemen más —chilló Carter—. Apaguen esas llamas. Llamen a los bomberos. Hagan cualquier cosa. Pero apaguen todo.
—Pero caramba —dijo Maxwell—. Creí que se había decidido otra cosa.
—Haga lo que le digo —gritó el alcalde—. Apague todo.
—Muy bien —dijo Maxwell—. Muy bien. No se altere. Pero a los muchachos no les gustará. Dispararon contra ellos y ahora usted cambia de parecer.
Carter alzó la cabeza de la radio.
—Permítame asegurarle, señor Adams —dijo—, que todo esto es un gran error.
—Lo es —dijo Adams—. Un gran error, de veras. El mayor de los errores.
Durante un instante los dos hombres se miraron a los ojos.
—Mañana —dijo Adams— pediré a las Cortes que anulen los títulos. Como propietario de los terrenos principales, creo que puedo hacerlo.
El alcalde tragó saliva, y al fin logró emitir algunas palabras.
—¿Sobre qué base? —preguntó.
—Sobre la base —dijo Adams— de que son inútiles. No creo que se necesite mucho para probar mis derechos.
—Pero… pero… eso significa…
—Sí —dijo Gramp—, ya sabe lo que significa. Significa que le han dado a usted en las narices.
—Un parque —dijo Gramp moviendo un brazo sobre aquellos terrenos cubiertos de plantas salvajes donde en otro tiempo se habían agrupado las residencias—. Un parque para que la gente pueda recordar cómo vivían sus antepasados.
Los tres hombres se habían detenido en la colina del Agua, bajo la torre herrumbrada y brillante, que clavaba los vigorosos pies de acero en un mar de hierbas de un metro de altura.
—No un parque exactamente —explicó Adams—. Algo así como un monumento. Un monumento para conmemorar una era de la vida comunal que dentro de cien años habrá sido olvidada. La conservación de un cierto número de edificios que se erigieron para cumplir determinada función y de acuerdo con los gustos de sus ocupantes. Ninguna atadura a conceptos arquitectónicos, sino un esfuerzo por una vida mejor. Dentro de cien años los hombres se pasearán por esas casas con el mismo respeto y reverencia con que entran hoy en un museo. Les parecerá algo que se remonta a la vida primitiva, un escalón hacia una vida mejor y plena de significado. Los artistas ocuparán su tiempo en trasladar estas viejas casas a sus lienzos. Los autores de novelas históricas vendrán aquí a respirar autenticidad.
—Pero usted dijo que quería restaurar estas casas, devolver a patios y jardines el aspecto que tenían antes —dijo Webster—. Esto representa una fortuna. Y luego, otra fortuna para conservarlo.
—Tengo demasiado dinero —dijo Adams—. Demasiado dinero. No olvide que mi abuelo y mi padre entraron desde un principio en la industria atómica.
—No conocí un jugador de dados como su abuelo —dijo Gramp—. Acostumbraba limpiarme los bolsillos los días de cobro.
—En aquellos tiempos —dijo Adams— cuando un hombre tenía demasiado dinero podía dedicarse a otras cosas. Actos de caridad, por ejemplo. O pagar investigaciones médicas, y cosas parecidas. Pero hoy no existe la caridad organizada. El mundo de los negocios no es tan grande como para permitirlo. Y cuando el Comité Mundial comenzó a funcionar, hubo bastante dinero para todas las investigaciones, médicas y de otras clases, que cualquiera pudiese desear.
»Yo no había planeado esto cuando vine a ver la vieja casa de mi abuelo. Sólo quería verla, eso era todo. Me había hablado tanto de ella. Del árbol que había plantado delante de la casa. Y del jardín de rosas.
»Y la vi. Y me pareció un fantasma burlón. Era algo que había quedado atrás. Algo que había significado mucho para alguien y que había quedado atrás. Estaba mirándola junto con Gramp cuando se me ocurrió que no podría hacer nada mejor que preservar para la posteridad una muestra de la vida de nuestros padres.
A lo lejos se alzó una fina columna de humo azul.
Webster la señaló con la mano.
—¿Y qué ocurrirá con esa gente?
—Si quieren —dijo Adams—, se quedarán. Habrá de sobra para ellos. Y siempre tendrán donde vivir.
»Hay algo que me preocupa. No puedo quedarme. Necesito que alguien se encargue de todo. Será un trabajo para toda la vida.
Adams miró a Webster.
—Acepta, Johnny —dijo Gramp.
Webster sacudió la cabeza.
—Betty está ansiosa por instalarse en el campo.
—No tiene por qué vivir aquí —dijo Adams—. Puede venir en avión todos los días.
Alguien los saludó desde el pie de la loma.
—Es Ole —exclamó Gramp.
Agitó el bastón en el aire.
—Hola, Ole. Sube.
Los hombres esperaron en silencio que Ole subiera cojeando por la pendiente.
—Quiero hablar con usted, Johnny —dijo Ole—. Tengo una idea. Se me ocurrió cuando desperté de madrugada.
—Adelante —dijo Webster.
Ole miró de reojo a Adams.
—No tenga miedo —dijo Webster—. Es Henry Adams. Quizá usted recuerde a su abuelo, el viejo F. J. Adams.
—Lo recuerdo —dijo Ole—. Estaba chiflado por la energía atómica. ¿Cómo le fue?
—Tuvo suerte —dijo Adams.
—Me alegra oírlo —dijo Ole—. Me parece que yo estaba equivocado. Le decía que nunca llegaría a nada. Que era un soñador.
—¿Qué idea era ésa? —preguntó Webster.
—¿Ha oído hablar de esos ranchos de recreo? —dijo Ole.
Webster hizo un signo afirmativo.
—Lugares —dijo Ole— donde la gente se imagina que son cow-boys. Les gusta porque no saben cuanto trabajo hay en esos lugares y…
—Oiga —dijo Webster—. No pretenderá convertir su granja en un rancho de recreo, ¿no?
—No —dijo Ole—. No un rancho de recreo. Una granja de recreo, quizá. La gente no sabe mucho de eso, ya que apenas hay granjas. Y leerán qué hermosa era la escarcha en las calabazas, y…
Webster miró fijamente a Ole.
—Irán, Ole, irán —declaró—. Se morirán por pasar sus vacaciones en una granja verdadera.
De unos matorrales al lado de la loma surgió algo brillante que rechinaba y gorgoteaba y chillaba, lanzando hierbas a diestra y siniestra, y agitando un brazo parecido a una grúa.
—¿Qué demonios…? —preguntó Adams.
—¡Es esa segadora de césped, maldita sea! —gritó Gramp—. Siempre dije que un día perdería un tornillo y se volvería completamente loca.