PREFACIO DEL EDITOR

Cada cosa es lo que es, y no otra cosa.

JOSEPH BUTLER[1]

Todo es lo que es…

ISAIAH BERLIN[2]

La observación de Butler era una de las citas favoritas de Isaiah Berlin, y él la evoca en uno de sus ensayos más importantes. Aquí la tomo como punto de partida para evitar malentendidos, ya que lo primero que ha de decirse acerca del presente volumen es que no se trata en absoluto de la obra sobre el romanticismo que Berlin siempre anheló escribir después de concluir las conferencias A. W. Mellon sobre este tema en la National Gallery of Art de Washington, en marzo y abril de 1965. Durante los años subsiguientes, en especial después de retirarse en 1975 de sus funciones como presidente del Wolfson College de Oxford, Berlin continuó desarrollando una extensa lectura, teniendo siempre en mente escribir un libro sobre el romanticismo para el que acumuló una gran cantidad de apuntes. En la última década de su Vida reunió todas sus notas en un despacho y se dedicó a organizarlas y recomponerlas: confeccionó una lista de encabezamientos bajo los cuales ordenó una selección de dichos apuntes que grababa en casete. También consideró utilizar este material para una larga introducción a una edición de un trabajo de E. T. A. Hoffmann, en lugar de publicarlo como un ensayo independiente. Pero en definitiva, esta nueva síntesis nunca prosperó, tal vez, en parte, por haberla dejado estar demasiado tiempo; y tengo entendido que Berlin nunca fue más allá de la primera línea de dicha obra.

El hecho de que no haya escrito una versión revisada de sus apuntes es, a todas luces, motivo de pesar tanto para los lectores como lo fue para el propio Berlin. Pero la pérdida no es total: de haber existido, el presente volumen —que no es más que una transcripción editada de sus conferencias— jamás habría sido publicado; y la frescura, la sensación de proximidad, de intensidad y vivacidad que nos transmite no se habrían dado en una versión cuidadosamente editada y ampliada. Hay varias otras conferencias de Berlin, que sobreviven en forma de grabaciones o transcripciones, que pueden compararse con las obras que luego derivaron de ellas, o con los textos que les sirvieron de base. Nos demuestra que las repetidas revisiones que Berlin hacía de sus escritos en vías de publicación, si bien enriquecían conceptualmente el contenido y daban mayor precisión al trabajo, a veces también restaban espontaneidad y fuerza a su discurso. Un texto que funciona tan sólo como guión narrativo —un «torso», lo denominaría Berlin— puede darle a una conferencia mayor vivacidad y autenticidad que la mera lectura de un manuscrito. La conferencia dictada a partir de apuntes y el libro cuidadosamente preparado y editado son, podría decirse, en terminología pluralista, inconmensurables. En este caso, ya sea para nuestro beneficio o detrimento, contamos únicamente con uno de los dos proyectos intelectuales centrales de Berlin.

El título empleado en este libro fue sugerido por el propio Berlin tempranamente. Luego, para dictar sus conferencias, fue reemplazado por «Las fuentes del pensamiento romántico», debido a que en las primeras páginas de la novela de Saul Bellow Herzog, publicada en 1964, el personaje principal, un profesor universitario judío llamado Moisés Herzog pasaba por una crisis de autoestima e intentaba, sin demasiado éxito, dictar en una escuela nocturna de Nueva York un curso de educación para adultos cuyo título era precisamente «Las raíces del romanticismo». Según tengo entendido, esto fue una mera coincidencia —Berlin negó que estos hechos tuvieran conexión alguna— pero, de cualquier modo, el primer título tenía mayor resonancia, y si existieron en algún momento razones para abandonarlo, sin duda hoy han desaparecido[3].

Si bien las observaciones que le sirvieron a Berlin de introducción a la inauguración de sus conferencias son demasiado circunstanciales como para formar parte del cuerpo de este volumen, revisten cierto interés preliminar. He aquí, entonces, un fragmento importante de ellas:

Estas conferencias están fundamentalmente dirigidas a genuinos expertos en arte —a historiadores del arte y a especialistas en estética, grupo en el cual no me veo incluido—. Mi única excusa válida para escoger este tema es que, naturalmente, el movimiento romántico tiene relevancia para el arte: el arte entonces, si bien no soy un gran conocedor, no puede quedar excluido y prometo no relegarlo demasiado.

Hay un sentido en el que la conexión entre el romanticismo y el arte es aún más fuerte. Si me encuentro capacitado para hablar de este tema es porque pretendo ocuparme de aspectos políticos, sociales y también morales; y creo poder afirmar acerca del movimiento romántico que se trata de un movimiento que no concierne exclusivamente al arte, no es solamente un movimiento artístico sino tal vez el primer momento, indudablemente en la historia de Occidente, en el que el arte dominó otros aspectos de la vida, donde existía una especie de tiranía del arte sobre la vida, cosa que, en cierto sentido, constituye la esencia del movimiento romántico; por lo menos, eso es lo que intentaré demostrar.

Debo agregar que mi interés por el romanticismo no es netamente histórico. Muchos fenómenos que vivimos hoy en día —el nacionalismo, el existencialismo, la admiración por los grandes hombres, la admiración por instituciones impersonales, la democracia, el totalitarismo— se ven profundamente afectados por el romanticismo, que los penetra a todos. De allí que éste sea un tema no enteramente irrelevante a nuestro tiempo.

También es de interés el fragmento que sigue. Proviene del borrador que preparó Berlin para la inauguración de sus conferencias. Es el único texto escrito por él para este proyecto que he encontrado entre sus notas:

No pretendo ni intentar definir al romanticismo en términos de atributos u objetivos, ya que, como sabiamente nos alerta Northrop Frye, cuando uno quiere destacar alguna característica obvia de los poetas románticos —por ejemplo, la nueva actitud hacia la naturaleza o el individuo— y señalar que es propia de los nuevos escritores del periodo que va de 1770 a 1820, y contrastarla así con la actitud de Pope o Racine, siempre habrá alguien que produzca evidencia contraria basándose en Platón o Kalidhasa, o (como hizo Kenneth Clark) en el emperador Adriano, o (como Seilliére) en Heliodoro, o en algún poeta medieval español o en la poesía árabe preislámica, y finalmente, hasta en los propios Racine y Pope.

Tampoco quiero sugerir que se dan casos puros —en el sentido en que algún artista, pensador o persona pueda ser considerado únicamente romántico y nada más, como tampoco puede un hombre ser considerado únicamente como un ser individual, es decir, carente de atributos compartidos con algún otro objeto del mundo, o únicamente social, es decir, sin atributos que sean únicos y propios de él—. Sin embargo, estos términos no carecen de significado, más aún, es imposible prescindir de ellos: señalan atributos, tendencias o tipos ideales de aplicación que nos sirven para aclarar, identificar y tal vez también —si no han sido suficientemente observados previamente— para exagerar lo que, a falta de una palabra mejor, deben denominarse los aspectos del carácter de un hombre, o de su actividad, o de una perspectiva frente al mundo, o de un movimiento, o de una doctrina.

Decir de alguien que es un pensador romantico o un héroe romántico no significa no decir nada. A veces, significa decir que lo que éste es o lo que hace requiere ser explicado en función de un fin, o de un conjunto de fines (que tal vez pueden ser contradictorios entre sí) o de una visión, o tal vez de una vislumbre o inspiración que apunta hacia una condición o actividad que, en principio, es irrealizable —algo que hacer en la vida, o un movimiento o una obra de arte que es parte de su esencia, pero que no puede ser explicada, que tal vez es ininteligible—. Entre los muchos —los incontables— aspectos del romanticismo, ésta ha sido, fundamentalmente, la cuestión que ocupó a la mayoría de los estudiosos.

Pero mi intención es aún más limitada. Creo que hacia la segunda mitad del siglo XVIII —antes de que naciera propiamente el denominado movimiento romántico— hubo un cambio radical de valores que afectó al pensamiento, el sentimiento y la acción del mundo occidental. Dicho cambio se expresa muy vívidamente en mucho de lo que parece ser lo más característicamente romántico dentro de los románticos: no en todo lo que hay de romántico en ellos, tampoco en lo que los convierte a todos en autores románticos. El cambio se refleja más bien en una especie de quintaesencia, en algo sin el cual ni la revolución de la que hablaré, ni sus consecuencias, las cuales son reconocidas por aquellos que admiten que existió un fenómeno tal como el movimiento romántico —el arte romántico, el pensamiento romántico— hubieran sido posibles. Si se me objeta que no he incluido las características más propias de una obra o de otra, o todas las manifestaciones del romanticismo, aceptaré tal objeción. Pues no es mi propósito definir el romanticismo sino concentrarme únicamente en la revolución de la que el romanticismo, al menos en algunos de sus aspectos, es su más vívida expresión y síntoma. No intento hacer más que esto: si bien ya es mucho, pues lo que deseo demostrar es que esta revolución fue, comparada con todos los cambios ocurridos en la vida de Occidente, la más profunda y duradera, no menos trascendental que las tres grandes revoluciones cuyos impactos son indisputables —la Revolución Industrial de Inglaterra, la política de Francia y la social y económica de Rusia—, con las que está conectado, a todo nivel, el movimiento del que nos estamos ocupando.

Al editar las transcripciones de estas conferencias (valiéndome de las grabaciones de la BBC) me he limitado, en general, a hacer los cambios mínimos necesarios para lograr que éste sea un texto que pueda leerse con fluidez. He considerado la informalidad de estilo y las ocasionales expresiones idiomáticas no completamente ortodoxas —que caracterizan a las conferencias basadas en apuntes— como elementos que merecían ser preservados, si bien dentro de ciertos límites. Aunque a veces la edición requirió cierto nivel de reparación sintáctica, lo que es propio de la mayoría de las transcripciones de oraciones que se expresan espontáneamente, sólo raramente surgió alguna duda real acerca del significado que Berlin había intentado transmitir. Se han incluido también algunas alteraciones menores que hizo Berlin mismo en las transcripciones en una etapa temprana del proceso; esto explica alguna de las discrepancias sustanciales que el lector podrá identificar cuando, valiéndose de este texto como de un libreto en mano, escuche las grabaciones que están disponibles al público[4].

He tratado, como siempre, de documentar lo mejor posible las citas de Berlin, y he hecho todas las correcciones necesarias en aquellos pasajes que él presentaba, claramente, como citas verbatim de obras en inglés o de traducciones fidedignas de obras escritas en otras lenguas, y ya no como meras paráfiasis de dichos textos. Berlin, sin embargo, se ha valido de una tercera herramienta, de algo intermedio entre la cita verbatim y la paráfrasis, que podría llamarse «semicita». Si bien estas semicitas aparecen a veces en nuestro texto entre comillas, han de entenderse como lo que el autor pudo haber dicho, o como lo que en efecto señaló, pero nunca como la reproducción (o traducción) exacta de sus palabras impresas. Éste es un fenómeno muy típico que se daba en las obras del pasado[5], pero que generalmente ha caído en desgracia en el ambiente académico contemporáneo. En las colecciones de ensayos de Berlin que he publicado durante su vida me he limitado, generalmente, a la referencia directa, contrastando las citas con su fuente original o con una paráfrasis manifiesta. En el caso de este tipo de libro, sin embargo, resultaba demasiado artificial e inadecuado intentar disimular este camino intermedio —natural y efectivo desde un punto de vista retórico— insistiendo en que la doble comilla se utilizara únicamente en las citas exactas. Deseo resaltar esto para evitarle al lector algún malentendido, y también para establecer un contexto a otras observaciones que haré, al final del libro, como encabezamiento a la lista de referencias bibliográficas (p. 195).

Las ponencias fueron emitidas por la BBC en su Tercer Programa de agosto y septiembre de 1966, y nuevamente en octubre y noviembre de 1967. Fueron retransmitidas en 1975 en Australia y en Inglaterra en la BBC Radio 3, en 1989, año cn que Berlin cumplió ochenta años. Algunos extractos de estas ponencias también formaron parte de otros programas sobre la obra de Berlin.

Berlin se opuso firmemente a que esta transcripción fuera publicada durante su vida, no sólo porque hasta sus últimos años albergó la esperanza de escribir el «verdadero» libro sobre el romanticismo, sino probablemente porque también encontraba que era un acto de arrogancia publicar una transcripción de conferencias dictadas a partir de apuntes sin siquiera someterlas a un trabajo de revisión y expansión de texto. Tenía plena conciencia de que algunos de sus comentarios pudieron haber sido demasiado generales, demasiado especulativos, demasiado sinceros —un estilo tal vez más aceptable desde la cátedra que desde la página escrita—. En efecto, en una carta de agradecimiento a P. H. Newby, el entonces director del Tercer Programa Radiofónico de la BBC, Berlin describe su actuación como «un torrente de palabras —más de seis horas de charla agitada por momentos, incoherente, apresurada y sin respiro, a mi juicio aveces histérica»[6].

Hay quienes creen que esta transcripcion no debería publicarse tampoco hoy —piensan que a pesar del indudable interés de estas conferencias, su publicación devaluaría la oeuvre de Berlin—. Yo no comparto este punto de vista, y me apoyo en la opinión de muchos respetados especialistas, en particular en la de Patrick Gardiner, el tan meticuloso crítico, quien leyera la edición de las transcripciones hace unos años y se declarara expresamente a favor de su publicación. Aunque sea equivocado publicar este tipo de material durante la vida del autor (y aun de esto no estoy completamente convencido), encuentro no sólo correcto sino también recomendable hacerlo cuando el autor es tan excepcional como Berlin y se trata de conferencias tan estimulantes como éstas. Más aún, el propio Berlin era consciente de que el manuscrito probablemente se publicaría después de su muerte e hizo referencia a esta posibilidad sin manifestar serias reservas. Él entendía que las publicaciones póstumas estaban gobernadas por criterios diferentes de los que rigen durante la vida del autor; y debe haber sido consciente, si bien nunca lo admitió, de que sus conferencias Mellon eran un tour de force al arte espontáneo del conferenciante y que, por ende, merecían publicarse tal y como eran. Ha llegado la hora —para citar las palabras de Berlin acerca de su polémico libro sobre J. G. Hamann— «de ser aceptado o rechazado por el lector»[7].

Tengo una serie de agradecimientos que deseo dejar por escrito —sin duda son más de los que puedo recordar—. Los que conciernen a la provisión de citas son mencionados en las pp. 197-198. Además de ellos, mi reconocimiento principal (como ocurrió en el caso de trabajos previos) es para los generosos bienhechores que hicieron posible la financiación de mi beca en Wolfson College; para lord Bullock, por haber facilitado que yo tenga bienhechores a quienes agradecer; para el Wolfson College por haberme alojado, para Pat Utechin, secretaria del autor y amiga paciente y fiel desde hace veinticinco años; para Roger Hausheer y Patrick Gardiner, por su lectura y consejos acerca de la transcripción, y por las muchas otras formas de ayuda indispensable que me dispensaron; para Jonny Steinberg, por sus valiosas sugerencias editoriales; para los editores, que han debido soportar mis muchos y exigentes requisitos, especialmente para Will Sulkin y Rowena Skelton-Wallace de Chatto and Windus, y Deborah Tegarden de Princeton University Press; para Samuel Guttenplan, por su apoyo y útil consejo; y finalmente, para mi familia (a quienes sin darme cuenta no he mencionado anteriormente) por soportar la extraña forma de autoaislatniento que caracteriza a mi profesión. Espero que sea superfluo agregar que la gran deuda la he contraído con el mismo Isaiah Berlin, por confiarme la tarea más satisfactoria que un editor pueda ansiar, y por darme completa libertad para llevarla a cabo.

HENRY HARDY

Wolfson College, Oxford

mayo de 1998